Cuéntame un secreto - Araceli Samudio - E-Book

Cuéntame un secreto E-Book

Araceli Samudio

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Beschreibung

Hay momentos en la vida en los que tenemos que tomar decisiones importantes, esos momentos marcarán el futuro de nuestra existencia y delimitarán el camino que seguiremos. Son puntos de inflexión a partir de los cuales no hay vuelta atrás, a partir de los cuales la opción solo es el cambio. Camelia ha estado allí muchas veces a lo largo de su vida, pero se las ha ingeniado para mantenerse estable en medio mismo de los cambios, suspendida sobre una gran tristeza, aun cuando ese estado implicara sacrificar su propia felicidad.

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Dedicado a todos aquellos que alguna vez se han sentido ahogados por el miedo y han pensado que cerrarse al mundo era su mejor opción.

© 2022 Araceli Samudio

© 2022, Sin Fronteras Grupo Editorial

ISBN: 978-958-5191-87-7

Edición:

Juana Restrepo Díaz

Diseño de cubierta:

Beatrice Lebrun

Diagramación:

Paula Andrea Gutiérrez R.

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado: impresión, fotocopia, etc, sin el permiso previo del editor.

Sin Fronteras, Grupo Editorial, apoya la protección de copyright.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Contenido

Epígrafe

Prólogo

CAPÍTULO 1Nuevos rumbos

CAPÍTULO 2Amigas

CAPÍTULO 3Cambios

CAPÍTULO 4Choque

CAPÍTULO 5Apertura

CAPÍTULO 6Amigos

CAPÍTULO 7Invitación

CAPÍTULO 8Almuerzo

CAPÍTULO 9Chat

CAPÍTULO 10El tiempo

CAPÍTULO 11Sorpresa

CAPÍTULO 12Secretos

CAPÍTULO 13Destino

CAPÍTULO 14Rutina

CAPÍTULO 15Ella

CAPÍTULO 16Planes

CAPÍTULO 17Paloma

CAPÍTULO 18Amigas

CAPÍTULO 19Ella es

CAPÍTULO 20Amor

CAPÍTULO 21Ternura

CAPÍTULO 22Colores

CAPÍTULO 23Espacios vacíos

CAPÍTULO 24Sueño

CAPÍTULO 25Dudas

CAPÍTULO 26Bloqueo

CAPÍTULO 27Esperanza

CAPÍTULO 28Confianza

CAPÍTULO 29Terror

CAPÍTULO 30Secreto

CAPÍTULO 31Fantasmas

CAPÍTULO 32Camelia

CAPÍTULO 33Abril

CAPÍTULO 34Hogar

CAPÍTULO 35Viaje

CAPÍTULO 36Belleza

CAPÍTULO 37Amor

CAPÍTULO 38Despertar

CAPÍTULO 39Propuesta

EPÍLOGOLa carta que Abril dejó a Ferrán

Agradecimientos

Epígrafe

Somos un puñado de decisiones. Somos los pasos que damos y las elecciones que hacemos. Somos los caminos, las personas, los lugares que dejamos atrás y también a los que nos dirigimos.

ANDREA LONGARELATe espero en el fin del mundo

Prólogo

Camelia estaba sentada en la mesa del comedor y disfrutaba de un riquísimo postre a base de crema y frutas preparado por su madre ese mismo día. Sentía una paz ensordecedora, una calma que no había percibido en su interior por muchísimo tiempo. Era como cuando el tsunami finalmente pasa y la desesperación da paso a la resignación. Al final, la calma que sentía era eso, la resignación conseguida luego de aceptar que no había salidas posibles y que pronto el dolor menguaría para siempre.

Disfrutaba del postre con lentitud, como si quisiera grabar en su mente y sus sentidos esa mezcla única de sabores ácidos y dulces. Podía descifrar qué fruta se llevaba en cada bocado, pensó que uno no disfruta realmente de nada hasta que sabe que es la última vez que lo hará. Y ella quería llevar consigo esas pequeñas sensaciones de placer que experimentaba en ese momento.

Los gritos de su hermanito la sacaron de su ensoñación. Estaba prendido a sus videojuegos, compenetrado en la historia que creaba. A Ian le encantaban aquellos juegos con distintas alternativas en las que él debía elegir el final.

—¿Qué crees, Mel, elijo la piedra o la estrella fugaz? La piedra me transportará bajo los volcanes, pero podría encontrarme con laberintos de lava complicados, la estrella me llevaría a otra galaxia, pero de allí podría no saber cómo volver.

Camelia lo ignoró, como lo hacía la mayor parte del tiempo, pero se quedó pensando en sus palabras mientras volvía a observar por la ventana que daba a la calle. Solo era cuestión de tiempo, un par de horas más y todo habría acabado.

La lluvia arremetía con fuerza sobre el césped del jardín, el cielo gris parecía estar acorde a su estado de ánimo y una tristeza inmensa inundaba la estancia cuando, de la nada, la piel se le erizó. Así era Camelia, desde pequeña había podido percibir ciertas cosas que al resto le pasaban desapercibidas. Quizás era el augurio de lo que sucedería más adelante, quizás era la ansiedad, quizás un poco, también el miedo.

¿El laberinto o las otras galaxias? Se preguntó y sonrió para sus adentros con ironía.

Para Mel, la vida era un terrible laberinto del cual necesitaba huir cuanto antes, tal cual Ian le había dicho, la lava estaba quemándola y ya no podía respirar.

—Una estrella fugaz, eso me vendría de lo más bien — murmuró para sí.

Entonces, se imaginó a sí misma sobrevolando el mundo en una especie de estrella fugaz, yendo a una galaxia en la cual ya no existiera dolor alguno.

El silencio volvió y el frío le llenó el alma. Camelia observó el plato casi vacío del postre y repasó sus planes una vez más. Sus padres llegarían a las seis de la tarde y llevarían a Ian al cumpleaños de su mejor amigo, seguros de que ella iría a sus clases en la universidad. Entonces, cuando la casa estuviera desierta, ella sacaría el arma que su padre guardaba en la caja fuerte y le pondría fin al laberinto y la lava. Todo debía estar acabado para las veinte, porque a esa hora, había quedado en encontrarse con Brisa, una compañera con la que debía hacer un trabajo práctico.

Las manecillas del reloj se movían con exasperante lentitud y la sensación de que el tiempo se había atascado hacía que la espera se volviera agonizante. Después de todo, una vez que la decisión estaba tomada era más sencillo solo seguir el plan al pie de la letra, y Camelia lo tenía todo calculado.

Quería ver a sus padres una última vez, abrazarles, darles un beso y despedirse de Ian. Les había dejado a todos una carta para cerciorarse de que nadie cargara con culpas que no le correspondían. Ella sabía que sus padres habían hecho todo por ella, pero nada había sido suficiente.

—¿La puerta roja o la verde? —preguntó Ian en voz alta sacándola de su ensoñación.

Las preguntas de Ian nunca eran respondidas por Camelia y ambos parecían acostumbrados, pero esta vez fue distinta.

—Roja —respondió ella con seguridad.

—Iba a ir por la verde, pero ya que tú…

Camelia se llevó a la boca el último bocado de fruta y cerró los ojos para guardar en sus recuerdos ese mágico sabor.

—¿Sabes? Cuando acabe de jugar volveré a iniciar una nueva partida y tomaré todas las opciones que ahora descarto. Quisiera saber qué otro final puedo crear —comentó Ian.

Camelia asintió, y no pudo evitar pensar en qué fácil sería si la vida fuera un videojuego y ella pudiese reiniciar la partida, tomar otras decisiones, cambiar los caminos. Al final, la vida era solo esos, momentos y decisiones; laberintos y estrellas; puertas rojas o verdes.

Le hubiese gustado poder tomar otro camino, no tener que recurrir al suicidio para acallar las voces que lloraban y gritaban en su interior, el dolor que le desgarraba el alma, la infelicidad, la tristeza, la soledad, pero no había un final alternativo para la película de su vida. ¿Qué podría hacer? Su historia no era como en los juegos de Ian y no había puertas para elegir.

—Ojalá fuera tan fácil —murmuró, pero el niño no le prestaba atención.

A las seis con tres minutos, sus padres ingresaron a la casa. Su mamá dio un saludo general y luego apuró a Ian para que apagara el juego y se calzara el zapato, fue hasta ella y la besó en la frente, buscó el regalo y ajustó el abrigo por el cuerpo de su pequeño hermano. Su papá, mientras tanto, fue al baño y regresó con un abrigo más pesado.

—Está haciendo mucho frío —murmuró mientras se lo prendía—. ¿Cómo estás? —la observó.

—Bien —respondió ella con una media sonrisa.

No podía dejar de pensar que ya no los volvería a ver. Los quería mucho, habían hecho todo lo que estaba a su alcance por sacarla del pozo, y creían haberlo logrado, pues hacía tiempo Camelia había decidido fingir que las cosas habían mejorado. Creía que así ayudaba a sus padres.

—¿Vas a ir a clases? —preguntó su madre—. No vuelvas tarde, el tiempo está horrible.

—¿Quieres que pasemos por ti? —inquirió su padre.

—No, no se preocupen. Disfruten de la fiesta —dijo Camelia con una sonrisa dulce.

—Bien, ya nos vamos —dijo su madre.

Camelia se levantó y caminó hasta ellos, primero abrazó a su madre y luego a su padre, ambos quedaron algo tiesos y tardaron en responder, probablemente por la sorpresa que les generaba que alguien como ella tuviera gestos de cariño.

—¿Estás bien? —preguntó la mujer—. Si quieres me quedo y César lleva a Ian.

—No, estoy bien, no te preocupes —dijo Camelia. Notaba la preocupación de su madre.

—¿Y no hay abrazo para mí? —inquirió Ian.

La muchacha lo abrazó y le dio un beso en la frente, cosa que a su hermano le hizo reír con incomodidad. Camelia no abrazaba, no besaba, y nunca expresaba lo que sentía.

—¿Estás enferma? —bromeó llevando su mano derecha a la frente de su hermana, pero su padre le dio un codazo para que se callara.

—Vayan, disfruten —dijo y los vio salir.

Los siguió con la vista hasta que subieron al vehículo, los vio partir, y antes de cerrar la puerta susurró.

—Lo siento…

El frío se coló por la habitación y ella volvió a sentir escalofríos. Cerró la puerta y la dejó sin llave. La idea era que quedara abierta, para que cuando Brisa llegara y nadie respondiera, ingresara.

Le dolía tener que hacerle eso a su compañera, encontrar a alguien muerto debía ser una experiencia traumatizante, pero no podía encargarle esa tarea a ninguno de sus familiares, sería demasiado doloroso. Brisa no era muy cercana, tarde o temprano, lo superaría.

Fue hasta su habitación, dejó las cartas en un lugar visible en el medio de su cama, con algunas pertenencias que dejaba a su familia. Luego entró a darse un baño, necesitaba sentir el agua caliente una vez más, antes de que su piel se tornara fría para siempre. Se preguntó a dónde iría. ¿Qué habría más allá?

Según su mamá, su abuelita creía en el cielo y el infierno, pero ella ya había vivido el infierno en vida y esperaba que ahora le tocara ir al cielo. Recordó entonces la prédica de uno de los pastores a los que visitó la primera vez que intentó suicidarse, le había dicho algo sobre que los suicidas no van al cielo porque atentan contra el regalo más grande de Dios, el don de la vida. ¿Sería eso cierto?

No le importaba, lo único que quería era que el dolor se detuviese, aunque luego su alma ardiera en las llamas del infierno por toda la eternidad. Después de todo, ella no creía en nada de eso. Y si no había un Dios que impusiera justicia en el mundo, tampoco habría un infierno que condenara a nadie en el más allá.

Salió del baño y se envolvió en su bata rosada, fue hasta el sitio donde hacía unos meses había descubierto que su padre guardaba un arma. Pensó que él se sentiría muy mal, había escuchado varias veces que su madre le había pedido que se deshiciera de eso, por miedo justamente a que ella terminara haciendo lo que pensaba hacer. Pero él no lo había hecho jamás, la guardaba para vengarse un día, si eso fuera necesario, y Camelia lo sabía.

La muchacha tomó la llave y caminó hasta la caja fuerte, sacó el arma y la llevó consigo hasta su habitación, en principio pensaba hacerlo allí, pero en ese instante cambió de opinión. Su madre nunca podría sacarse de la cabeza esa imagen, sería mejor hacerlo en la sala.

Intentó dejar de pensar en todo eso, podría hacerla dudar en el último segundo y no era eso lo que deseaba. Bajó con lentitud dispuesta a seguir al pie de la letra su plan. Al principio le había costado mucho tomar la decisión, pero al final, una vez que lo había hecho, sabía que no había marcha atrás, era solo seguir, había llegado a un punto de inflexión.

Se sentó allí, apartó los controles del juego que Ian había dejado tirados para que no se mancharan de sangre y con la mano tambaleante, alzó la pistola y la colocó en su sien.

El arma parecía mucho más pesada de lo que imaginaba y la parte que chocaba con su rostro, le quemaba como si fuera hielo puro. Las lágrimas se derramaron por sus ojos mientras los recuerdos más horribles, aquellos que había tratado de enterrar hacía muchos años, volvían salvajemente a sus pensamientos. Rabia, dolor, vergüenza se apoderaban de todo su cuerpo.

Bajó el arma, y se recostó frustrada. Hacerlo era más difícil de lo que había imaginado.

—Vamos, hazlo —se dijo a sí misma—. El dolor menguará, la vida de todos será más sencilla. Solo has sido un error… desde siempre —afirmó.

Volvió a subir el arma a su cabeza, esta vez pesaba mucho más. Eran las siete y media y debía acabar ya, en cualquier momento llegaría Brisa. Se imaginó a su hermano jugando en los juegos en el cumpleaños, a su madre y a su padre compartiendo con sus amigos, todos estarían más felices sin ella, que solo había sido una carga pesada. Con su partida, todo sufrimiento acabaría al fin, sus padres serían libres, podrían rehacer sus vidas, e incluso volver a su ciudad junto con el resto de los familiares a quienes dejaron de ver hacía años.

Nadie la extrañaría, no tenía amigos, nunca los había tenido. Su hermanito era quien más amor le demostraba, pero él crecería, y estaba segura de que todo quedaría en el pasado.

Convencida de que su vida era un error y de que ya nada valía la pena, colocó el dedo en el gatillo, y en el mismo instante en que se disponía a hacer una cuenta regresiva para disparar, el teléfono de la casa sonó.

Aquello la desconcertó, nadie llamaba nunca a la línea de la casa, ni siquiera sabía por qué sus padres la conservaban. Antes, lo hacían para hablar con su abuela paterna, pero ya había fallecido así que no tenía mucho sentido. Siempre se comunicaban por los celulares.

El teléfono volvió a sonar.

Camelia se preguntó si atender o no, era tarde y no podía darse el lujo de retrasar sus planes, pero algo la impulsaba a hacerlo.

Sonó una vez más y luego se detuvo.

Un trueno sacudió entonces el silencio, el clima había empeorado, parecía que aquella tormenta quería acompañar su dramático final. Volvió a prepararse, observó una vez más la pistola, pero esta vez ni siquiera tuvo tiempo de alzarla hasta su sien. El teléfono sonó de nuevo.

Camelia se levantó dispuesta a atender, no le llevaría más de dos minutos decirle a esa persona que el número era equivocado. No quería suicidarse con ese sonido de fondo alterando el momento tan sublime que había planeado.

—¿Hola? —preguntó con un tono que denotaba su poca paciencia.

—¿Es usted Camelia Bustamante? —inquirió una voz masculina.

—Sí… —murmuró Camelia y el escalofrío volvió a subir por su cuerpo.

—Bien… Yo… soy el oficial Ramos, sus padres y su hermano han sufrido un accidente, quería avisarle que… están en el Hospital Militar y que sería importante que llegara aquí cuanto antes.

—¿Qué? ¿Están bien? ¡No puede ser! —exclamó entonces como si de pronto se sintiera muy viva.

El revolver cayó de sus manos y el corazón se le agitó en el pecho.

—No puedo darle informes por teléfono, señorita, es mejor que venga… y que lo haga cuanto antes —añadió.

CAPÍTULO 1

Nuevos rumbos

Mel lo miraba y no podía creerlo, las lágrimas se le juntaban en la garganta en un nudo enorme. ¡Cómo había pasado el tiempo! Y, sobre todo, ¡cuánta vida se había sucedido en ese tiempo! Ocho años, ocho años de aquel accidente que cambió su destino, su futuro y su misión en la vida.

—No te vayas a poner sentimental, Mel —dijo Ian con la voz tomada por la emoción.

—No seas tonto, ¿yo sentimental? —inquirió la muchacha.

Ian la abrazó y le dio un sonoro beso en la mejilla.

—No me va a alcanzar la vida para agradecerte, Mel, te lo debo todo…

—No digas tonterías, somos hermanos, somos familia, no me debes nada, si hubiese sido al revés, hubieras hecho lo mismo.

—Fuiste muy valiente —susurró dándole otro beso—. ¿Estás segura de que estarás bien? ¿Me llamarás todos los días?

—Lo haré hasta que te canses de mí y estés rodeado de nuevos amigos, en ese momento ya no querrás hablar conmigo todos los días —respondió ella con una sonrisa dulce.

—No es cierto, yo siempre quiero hablar contigo. Además, estaría bueno que ahora que iniciarás ese nuevo empleo hicieras alguna amiga… o amigo —añadió levantando las cejas con picardía—. Es hora de que hagas tu vida, Mel.

—Siempre he hecho mi vida —respondió ella—. Ya te dije que no necesito a nadie para vivir, nadie más que tú.

Ian rodó los ojos con cansancio y suspiró.

—No quiero que te conviertas en una vieja solterona y amargada como la tía Carla —bromeó—. Ya sé, ya sé que me dirás que no necesariamente tienes que ser amargada por ser solterona solo que… Mel, eres tan hermosa y… luminosa, si tan solo te vieras con mis ojos, si tan solo te quisieras y te valoraras un poco más… si solo creyeras un poco más en ti. Quisiera que fueras feliz, que amaras y que te amaran con intensidad, que siempre estés rodeada de personas que valoren lo que vales.

—Yo soy feliz contigo, sabiendo que tú eres feliz y que al fin cumplirás tus sueños, así que anda, Ian, sube a ese avión y demuéstrale al mundo de lo que eres capaz —dijo abrazándolo como una madre cariñosa, papel que hacía muchos años había adoptado.

Ian le devolvió el abrazo y en medio de la emoción de la despedida, escucharon la voz de la última llamada del vuelo. Entonces, se alejaron con lentitud, y tras un «nos vemos pronto», Ian se alejó.

Mel lo vio partir, sus lágrimas fluyeron al fin cuando ya no la veía. Se quedó allí, de pie por un buen rato, recordando los ocho años en los que pasó de ser una joven suicida a una hermana mayor llena de responsabilidades para sacar a su hermanito adelante. Nada fue sencillo, tuvo que cargar con la culpa a cuestas, con sus problemas, su tristeza y la de Ian, con las dificultades económicas y el corto tiempo que le quedaba para continuar sus estudios. Pero finalmente lo hizo, ni siquiera sabía bien cómo, pero le gustaba pensar que sus padres la apoyaban desde donde sea que estuvieran.

Se retiró del aeropuerto con una sensación de haber hecho un buen trabajo, Ian ya había cumplido los dieciocho, era mayor de edad y había conseguido una beca en el exterior gracias a su excelente rendimiento académico. Ahora todo dependía de él, era momento de alzar las alas y volar para crear su propio destino.

Se pensó a sí misma a los dieciocho y se vio tan distinta, mientras a él la tristeza y los embates de la vida lo habían convertido en un hombre fuerte, inteligente, carismático y resiliente, ella a su edad, no era más que una chica tímida, temerosa del mundo exterior, asocial e infeliz. Él estaba lleno de sueños de un futuro mejor y ella solo pensaba en el suicidio.

¿Dónde había quedado esa Camelia? ¿Quién era ella ahora?

Nunca había sabido quién era en realidad. Había escuchado en clases, o leído en libros, la importancia de saber quién era y a dónde iba uno en esta vida, pero esa era una respuesta muy complicada para ella. Era una buena alumna, una persona muy responsable, una buena trabajadora y compañera, era una gran hermana mayor, todo eso era, pero no le parecía suficiente, había un vacío en su interior que nunca se podía llenar, un silencio en el centro de su alma que la había aturdido y no había logrado deshacerse de él en años.

Suspiró mientras se aferraba al volante que la llevaba a su destino, su nuevo empleo como jefa de marketing en un hotel importante de la ciudad. Algunas veces se sentía cansada, como si la vida le pesara, como si la soledad la ahogara, pero había aceptado de una vez por todas, que no era buena para hacer amigos ni mantener relaciones, y aunque por mucho tiempo lo había sufrido y le había quemado la necesidad de compartir su mundo interior con alguien, había acabado por resignarse a que eso no era para ella y a encerrarse en sí misma, donde al menos, se sentía segura y a salvo.

Cuando llegó al edificio, tomó un poco de aire para infundirse fuerzas. La gente le daba miedo, le generaba desconfianza, se sentía distinta al resto, y por eso, muchas veces se había excluido ella misma de los grupos antes de que los demás lo hicieran. Ian solía decirle que no le daba tiempo a la gente de conocerla, que se escondía antes de que los demás alcanzaran a acercarse, como una tortuga que se metía en su caparazón ante cualquier estímulo externo. Quizá tenía algo de razón, pero no sabía otra manera de hacerlo.

De pie frente al gran e imponente edificio de arquitectura antigua, observó por unos instantes antes de dar los pasos necesarios para ingresar. Sintió los tan acostumbrados escalofríos que eran generados por la ansiedad de un nuevo comienzo, y dio el primer paso para entrar al hotel.

Tres pasos después, sintió que alguien le chocaba el hombro. Se sacudió un poco sin darse cuenta y perdió el equilibrio, casi se cae. Un hombre vestido de mimo que caminaba de espaldas chocó contra ella. Al darse cuenta de lo sucedido, se giró, le pasó la mano y luego hizo un montón de gestos que a Camelia le parecieron ridículos, fingía llorar, sacudirse las rodillas y luego juntó las manos como pidiendo perdón.

Camelia no respondió, rodó los ojos y siguió su camino hacia la puerta del hotel mientras el mimo la seguía, siempre con sus de gestos desesperados. Mel, aún molesta por su irresponsabilidad y descuido, casi le cerró la puerta por la cara, ante la risa divertida del botones que se encontraba en la entrada.

Unas horas más tarde, Camelia estaba sentada en su nueva oficina, poniéndose al día con su nuevo trabajo, feliz de poder iniciar otra etapa de su vida. Ya había cumplido con Ian, lo había sacado adelante haciendo de él un buen hombre, y ahora, estaba sola y lista para enfocarse en este empleo al máximo y poder aprender todo lo que más adelante le serviría para poder abrir su propio hotel y cumplir su sueño.

Cerca del mediodía, sintió unos golpes en la puerta.

—¡Adelante!

Una mujer menuda de cabello rubio y ojos risueños le sonrió desde la puerta.

—¿Quiere salir a comer, licenciada? Conozco un lugar muy bueno donde hacen unas pizzas riquísimas, digo, si le gusta la pizza, claro.

Camelia abrió los ojos con sorpresa, intentó buscar en su base de datos recién creada quién era esa muchacha, recordó que la presentaron como Gerente de compras y balbuceó algunas palabras. Las manos le sudaron y el corazón le latió con fuerzas.

—Yo… bueno…

—Vamos, es bueno salir a mirar el paisaje y despejarse un poco —insistió—. Soy Laura, pero puede decirme Lauri.

Como autómata, Camelia cerró la carpeta que revisaba y se levantó, tomó su cartera y se la puso en el hombro. No sabía cómo reaccionar, no quería ir con esa desconocida, pero al mismo tiempo quería hacerlo. Algo en su interior se revolvía.

—Está bien —atinó a responder.

La muchacha sonrió, debería tener su edad, la siguió sin decir palabra hasta que se detuvo en otra oficina.

—¿Vamos, Mariana? —inquirió—. La licenciada Bustamante nos acompañará —añadió.

—Pueden llamarme Mel —dijo con nerviosismo. De pronto se sentía como una alumna de secundaria en su primer día de clases en un colegio nuevo.

—¡Hola, Mel! Un gusto conocerte —saludó Mariana—. Estábamos ansiosos de que llegaras. La verdad es que el viejo lobo del licenciado Cáceres era muy especial, teníamos la esperanza de que una cara joven y fresca daría un poco más de vida a este hotel —murmuró Mariana casi abrazándola.

Era una mujer de unos cuarenta años, con unos kilos de más y vestida con increíble elegancia. Se veía muy hermosa, su cabello rojizo y sus ojos pardos le daban un aire excéntrico y misterioso. Mel se tensó al contacto, no estaba acostumbrada y no sabía cómo reaccionar a ellos.

Salieron las tres, Mariana y Lauri hablaban sobre un tal Javier y su nueva novia, se burlaban de la chica en cuestión mientras abrían la puerta y saludaban al botones.

—¡Adiós, Miguel! —dijeron casi al unísono.

—¡Adiós, chicas! —respondió él.

—El ambiente en el hotel es muy familiar, como verás —dijo Lauri ahora hablando a Mel—. Esperemos que te sientas cómoda.

Cuando llegaron a la esquina, el mimo estaba allí. Hacía muecas y gestos a los transeúntes y se deleitaba con las expresiones de los niños. Al verlas, se acercó a ellas entregándoles lo que parecía una rosa roja de papel a cada una.

—¡Gracias, Ferrán! —dijo Lauri sonriéndole.

Cruzaron la avenida con Ferrán siguiéndolas, Lauri y Mariana se divertían, pero Camelia se sentía incómoda. El mimo volvía a hacerle gestos de disculpa y ella se sentía aturdida y agobiada, por lo que agradeció que, al llegar a la otra vereda, una niña lo distrajera pidiéndole una foto.

—¿No te gustan los mimos? —inquirió Mariana al percibir su malestar.

—No… Bueno, lo que pasa es que hoy me chocó ese hombre y casi caigo justo antes de entrar al hotel…

—Ferrán es muy divertido, me pregunto cuál será la historia tras ese personaje —dijo Laura girándose para verlo—. Nunca está triste y si lo está, lo disimula perfectamente.

—Sí, yo también me pregunto qué será de su vida —dijo Mariana.

—¿Cómo saben su nombre? —inquirió Mel.

—Solo sabemos que se llama así porque una vez lo escuchamos hablar con una señora en la esquina y le decía Ferrán esto y Ferrán aquello —comentó Laura.

—Sí, somos un par de chismosas —añadió Mariana y luego se echaron a reír.

A Mel aquella risa tan natural y espontanea le despertó algo en el pecho y también las acompañó con una sonrisa.

—Eres tímida, ¿verdad? —inquirió Mariana—. No nos tengas miedo, somos un poco aceleradas, pero somos buena gente —añadió.

—Yo… bueno, sí… tímida es una buena palabra —admitió.

En realidad no era tímida, era cerrada, tenía miedo de las personas y de las relaciones, pero no podía decirles eso. ¿Qué pensarían de ella?

—Ya verás que pronto te adecuas a este par de locas — dijo Lauri—. Por cierto, hemos pasado a tutearte sin que nos dieras permiso —añadió.

—No hay problema… —respondió Mel.

—¡Allá es! —señaló la muchacha—. Verás que la comida es exquisita. La pizza es genial, pero en realidad hay mucha variedad de opciones, no solo pizza.

—Y los camareros guapísimos —añadió Mariana.

Volvieron a reír y luego ingresaron a acomodarse.

El camarero trajo el menú y las tres se dispusieron a mirar, Mel estaba tan nerviosa que no se animaba a ordenar primera, quería esperar a que las chicas lo hicieran y pedir lo mismo. De pronto sentía miedo de que ellas notaran sus nervios y su ansiedad y se alejaran de ella. Sin darse cuenta, su respiración comenzó a agitarse y sintió que el sudor se le derramaba por la frente como una catarata. La desesperación se apoderó de ella con el simple hecho de pensar que podría tener un ataque de pánico frente a dos desconocidas a las que anhelaba caer bien.

—¿Estás bien? —preguntó Mariana tomándola de la mano.

—Sí… iré un rato al baño —respondió algo nerviosa zafándose de ese agarre.

Se levantó y casi trastrabilló con la silla, caminó rápido hacia el lugar que indicaba los sanitarios y se metió. Se mojó las manos con agua fría y se las llevó a la frente. Observó su reflejo en el espejo y comenzó a respirar. ¿Qué sucedía? ¿Por qué simplemente no podía ser una persona normal?

—¿Estás bien, corazón? —La voz de Mariana se notaba maternal y dulce, se acercó a ella y la observó.

—Yo… sí… —respondió ella confusa, no sabía qué decirle, cómo hablar.

Mariana no dijo nada, pero la miró de una manera que llenó de paz a Mel, por un minuto se sintió a salvo, y suspiró. Algo en esa mujer la calmaba y la animaba a ir más allá de sus fronteras, así que asintió.

—Estoy bien… lo siento.

—No te preocupes, yo también sufrí eso, es ansiedad… lo sé, todo estará bien —dijo y le pasó una mano.

Mel la tomó, y en ese pequeño gesto, supo que algo iba a cambiar en su vida, por primera vez estaba tomando la mano de alguien, pero no solo de forma literal, sino como una metáfora de una existencia en la cual nunca nadie le había pasado una mano.

Salieron del cuarto de baño y se sentaron de nuevo en su sitio, Mariana comentó sobre lo guapo que era el camarero que atendía a la otra mesa y mencionó que el próximo día deberían sentarse allí. Ninguna dijo nada de lo que había sucedido, comieron, conversaron y sonrieron como si se hubiesen conocido de toda la vida. Mel no participó mucho en las charlas, pero respondió con gusto a las preguntas que le hicieron sobre su formación, sus estudios y sus anteriores trabajos.

Volvieron al hotel, y de paso vieron a Ferrán descansando un rato bajo la sombra de un árbol mientras hacía nuevas rosas rojas de papel para sorprender a los transeúntes. Mel lo observó y al igual que sus compañeras, se preguntó cuál sería su historia.

Ya en la oficina, Lauri se despidió de ambas justo cuando su secretaria le anunció el llamado de alguien importante, Mariana acompañó a Mel con la excusa de conocer su oficina, y una vez allí se sentó para observarla.

—Sé que no nos conocemos, pero estoy para lo que necesites, Camelia —dijo la mujer, puedes contar conmigo.

Mel asintió sin decir palabra, pero cuando Mariana se levantaba para partir a su oficina, no pudo aguantarse y preguntó.

—¿Por qué? —sentía que si no lo hacía su ansiedad y desconfianza no se calmarían.

—Porque se nota que eres una buena persona y me gusta tener amigas que son buenas personas —respondió Mariana con simpleza y naturalidad—. Y porque sé lo que estás pasando, lo he vivido.

Entonces se marchó, no sin antes regalarle un guiño de complicidad con el que la mujer pretendía ofrecerle una buena dosis de confianza. Una parte de Camelia pudo traducir ese gesto y deseó poder arrojarse a esa amistad tan sincera que aquella desconocida que la había llamado amiga le ofrecía; por otro lado, otra parte de ella, le recordaba que no tenía amigas, que nunca las había tenido y que no era buena relacionándose con las personas.

CAPÍTULO 2

Amigas

La primera semana de trabajo transcurrió tranquila, Mel se sentía a gusto en su nuevo entorno y su nuevo oficio, las personas le saludaban con respeto y todos parecían amables, ella mantenía sus distancias, salvo con Mariana y con Lauri, que rápido la habían acostumbrado a las rutinas de ir a almorzar a la pizzería de la esquina, observar a los camareros y reírse de nimiedades. Aún no se sentía del todo tranquila, más aún si tenía en cuenta que la habían invitado a lo que ambas llamaban los viernes de solteras y que habían descrito como un evento en el que veían películas, se maquillaban o se hacían manicura, se confesaban secretos o hablaban de cosas prohibidas.

—No estoy segura… yo… no soy una persona muy interesante —dijo Mel aquel viernes al mediodía cuando ambas insistieron.

—No hay opciones, muchacha, necesitábamos ser tres para ser las tres mosqueteras, así que ya te hemos agregado al grupo —añadió Mariana con una sonrisa—. Me das tu ubicación y pasaré por ti, hoy toca en la casa de Laura.

Mel lo dudó, pero recordó que Ian le había hecho prometer que iría. Ella le había contado sobre sus nuevas compañeras, y le comentó el terror que le daba asistir a aquella reunión tan íntima. Ian le dijo que estaba feliz de que por fin tuviera amigas y que se dejara llevar, que no pensara, que solo viviera.

Vivir sin pensar era algo que Mel no concebía, dejarse llevar ya le había costado demasiado caro en el pasado y no quería aumentar la deuda pendiente que aún tenía con la vida y que tanto le impedía ser feliz. Pero Ian insistió, le hizo prometer que iría y que luego le llamaría para contarle, le dijo que si no lo hacía no le hablaría por un mes entero.

—Bien… pero ya les aviso que no tengo nada para contar, soy una mujer aburrida —admitió.

—Pues entonces habrá que comenzar a cambiar eso — dijo Lauri con una sonrisa—. ¿No has visto cómo te mira Thiago, el de contabilidad?

—Olvídalo —dijo Mel—, no tengo intereses en hombres —afirmó con certeza.

—¿En mujeres? —inquirió Mariana con curiosidad—. Podemos presentarte a Karla, la del área de paseos turísticos, es muy divertida.

—¡Tampoco! —exclamó Mel, pero su reacción terminó haciéndoles reír a las tres.

—¿Animales? —inquirió Lauri en medio de la risa.

—Ni mascotas ni plantas, suficiente tengo conmigo misma —añadió.

—¡Habrá que cambiar eso! —exclamó Laura con entusiasmo—. Dime qué clase de hombres te atraen y yo te tendré uno perfecto.

—¡O mujeres! —exclamó Mariana.

Las tres volvieron a reír y esa conversación convenció a Mel de que podía pasar con ellas una velada fantástica. Hacía mucho tiempo que no reía tan de seguido como en toda esa semana, y ninguna de las dos parecía juzgar nada de lo que la otra dijera, eso era algo que ella consideraba una cualidad extraordinaria y rara, pero le agradaba. Las dos parecían notarla distinta, pero eso no era suficiente para que le apartaran, parecía ser que justo por eso se le acercaban aún más, y por un ápice de segundo, Mel sintió que con ellas podía ser… simplemente ser.

Cuando regresaban a la oficina, vieron a Ferrán sentado bajo un árbol, se notaba sumido en sus pensamientos.

—Hoy no es su día —dijo Mariana al verlo.

—Parece que no —admitió Lauri—. Un día tendríamos que hablarle, acercarnos a él, intentar conocerlo.

—Es una buena idea —dijo Mariana—, podríamos sacarle ese maquillaje para ver su cara real, ¿no crees? —preguntó.

—Podría ser guapo… tiene lindas facciones —respondió Lauri.

Ferrán levantó la mirada y las observó, las chicas lo saludaron con la mano y él solo les regaló una sonrisa.

—Así que hoy no hay flores de papel —murmuró Lauri.

—Ese hombre tiene dolor en la mirada —dijo Mariana con certeza—, aunque se pinte la cara, los ojos hablan de las verdades del alma.

Tras aquella frase, Mel se sintió incómoda. ¿Podía Mariana leer lo que decían sus ojos? ¿Podría ver el dolor en su mirada?

Cerca de las cinco de la tarde, Ian llamó solo para asegurarse de que su hermana iría a su cita con sus amigas. Le insistió una y otra vez que se relajara y le abriera su corazón a esas mujeres.

—La gente no es mala, Mel. Admito que hay gente que sí lo es, pero si te abrieras al mundo descubrirías la cantidad de personas que van por ahí con buenas intenciones. No te digo que lo hagas de golpe, pero dales un espacio, deja que te involucren en sus mundos y entra con cuidado. No puedes vivir la vida cerrada a la gente por miedo a sufrir, ¿no te das cuenta de que igual sufres? Si vas a sufrir al menos que sea por haber amado, por haberte jugado por alguien, por haber confiado. Siempre habrá alguien que te falle, y seguro tú también le fallarás a alguien, pero también siempre habrá gente que te quiera y te acepte como eres, gente que estará para ti.

—Pareces el hermano mayor —dijo ella con ternura—. Te has convertido en un gran hombre.

—Tú me has convertido en un gran hombre, y tú eres una gran mujer.

***

Unas horas más tarde, sentada en el asiento del conductor del automóvil de Mariana, sentía el ya tan acostumbrado escalofrío y el sudor de sus manos. Mariana no habló por unos instantes, pero luego sonrió.

—Deduzco que guardas una gran pena, algo lo suficientemente importante para que te hayas cerrado al mundo. Me doy cuenta de que hablas poco con la gente, lo justo y necesario, que no socializas con nadie más allá de la oficina y el trabajo, y que, por algún motivo, quizá por caraduras, nos has dejado entrar un poquito a Lau y a mí. Te agradezco por eso —admitió y luego hizo un silencio.

Mel no sabía si ella esperaba que dijera algo, pero no tenía idea qué decir. Así que tampoco respondió.

—No necesitas decirnos qué es lo que te sucedió, pero quiero que sepas que, aunque parecemos un par de locas escapadas de un manicomio, aunque hablemos bobadas la mayor parte del tiempo, Lau y yo somos buenas personas, no queremos dañar a nadie y menos a ti. Nos caíste bien desde el inicio. ¡No sabes lo horrible que era el jefe anterior! —añadió con tono jocoso para sacarle seriedad al asunto—. Si te sientes incómoda solo hazme una señal, yo lo sabré… Lau puede ser un poco avasalladora, pero es buena gente y no tiene malas intenciones. Respetamos tu espacio, tu silencio y tus secretos, solo queremos ser tus amigas —admitió.

—Nunca he tenido amigas —escupió Mel casi sin pensarlo, como si aquello lo hubiese pensado en voz alta—. No sé cómo tenerlas, no sé cómo ser una, no sé cómo conservarlas.

—¿Nunca? Eso es… triste —dijo Mariana con la voz serena—, pero nunca es tarde para hacer un puñado de amigos.

Mel asintió sin expresar los miedos que en ese momento le invadieron. ¿Y si se aburrían? ¿Si se daban cuenta de que ella no era una persona interesante y se alejaban? ¿Y si confiaba y luego la abandonaban, o peor, la traicionaban? Se sentía muy estúpida pensando así a los veintiocho años y teniendo el trabajo que tenía, así que no se lo expresó a Mariana.

—Ahora tienes dos amigas, Mel —dijo la mujer—, puedes contar con nosotras —añadió.

Mariana parecía una madre cariñosa, y en efecto, esa noche, Mel se enteró de que tenía dos hijos de veinte y catorce años. Ya eran grandes, así que ella había recuperado un poco su vida de mujer luego de años de dedicarse a ellos y a su crianza. El padre de los chicos la había dejado por otra mujer cuando los niños eran pequeños, así que no tuvo más salida que intentar ocupar los espacios vacíos y sacarlos adelante.

Lauri, por su parte, tenía un novio desde hacía ya casi cuatro años. Estaban pensando en casarse, pero el enamorado aún no daba el último paso. No hubo propuesta formal aún, por lo que Lauri se sentía algo ansiosa, ya que no quería presionarlo, pero, por otro lado, pensaba que ya era tiempo. Vivía sola con su hermana en un departamento en el centro, y había cumplido los veintisiete hacía dos meses.

—¿Y tú? ¿Cuál es tu historia? —inquirió Lauri mientras las tres se hallaban sentadas en la alfombra peluda del centro de la sala pintándose las uñas de colores chillones.

Mariana le guiñó un ojo, como para que supiera que no debía decir nada que no quisiera.

—Vivo sola, ahora… pero hasta hace una semana vivía con mi hermano menor, que tiene dieciocho años. Yo lo crie desde los diez, y ahora que acabó la escuela ha conseguido una beca para ir a estudiar afuera. Ese siempre ha sido su sueño y estoy muy contenta de que lo haya logrado —comentó.

Hablar de Ian le sacaba protagonismo y eso siempre la salvaba en esa clase de situaciones.

—¿Lo extrañas? —inquirió Mariana.

—Sí, pero sé que está bien y es feliz. Era hora de que desplegara las alas…

—¿Por qué lo criaste? —preguntó Lauri.

—Pues, mis padres fallecieron en un accidente hace ocho años, él solo tenía diez y yo veinte, me hice cargo, era mi familia, no podía dejarlo solo.

—¡Eso es admirable! —exclamó Mariana—. Criar es muy difícil, incluso cuando se trata de tus propios hijos. ¡Lo has hecho genial! ¡Eres grande, Camelia! —añadió con entusiasmo.

La muchacha se ruborizó, nunca le habían hecho un cumplido así. Nadie, excepto Ian, y a él se lo creía porque era su hermano.

—¿Novio? ¿Novia? Ya dinos la verdad —inquirió Lauri.

—No… no tengo pareja —susurró—. Me gustan los hombres… aunque en realidad pienso que estoy mejor así… —admitió—. Por lo que no tengo interés en que me consigas un amor —añadió con una sonrisa que hizo que las otras dos mujeres rieran.

Mel sintió que el momento era mágico, logró hablar con dos mujeres desconocidas como nunca había hablado con nadie. Era poco lo que había dicho, pero era mucho más que nada.

Mariana cambió de tema al darse cuenta de que el ambiente estaba divertido. Trajo un poco de alcohol y ofreció a las chicas.

—¿Quieres? —inquirió mirando a Mel.

—No… no bebo, gracias —susurró la muchacha.

—Pues yo me tomaré tu parte —dijo Lau con alegría.

—¡No abuses! —añadió Mariana—. Mañana no hay quien te levante y no quiero a Sebas llamándome temprano para decirme que no debí alcoholizarte. Creo que ese chico tuyo no sabe quién eres en realidad —dijo con diversión.

Pasaron a ordenar una pizza, ver una película y luego fueron a la habitación. Había una cama matrimonial y un colchón en el suelo.

—Tú y yo dormimos aquí —dijo Mariana señalando a Lauri—. Si no te molesta ocupar el colchón, claro —añadió con la vista en Mel.

Camelia se lo agradeció, Mariana la entendía, le hubiera resultado demasiado incómodo dormir con una de ellas.

—Perfecto —añadió.

Durante un buen rato más estuvieron hablando de cualquier cosa, comentaron cuestiones del trabajo y chismes del entorno, se rieron de ellas mismas y remedaron a una tal Sara, una chica a la que no aguantaban en la oficina, pero a quien Mel aún no conocía.

—No te pierdes de nada, mujer, es mejor que ni la veas —explicó Lauri .

Un rato después, el silencio sumió la habitación, Mel cerró los ojos y sonrió para sí. Se sentía bien, a gusto, e increíblemente no estaba incómoda como en principio pensó que se sentiría. Quizá Ian tenía razón, quizá estas chicas eran buena gente y ella podría darles una oportunidad.

Esa noche, Mel soñó con su madre que le sonreía y la abrazaba, ella era pequeña y tenía mucho miedo de dormir en la oscuridad, su mamá la acunaba en la penumbra, le encendía la luz de noche y le besaba la frente.

—Todo estará bien, cariño, mamá está aquí y es tiempo de que seas feliz —canturreaba.

Mel cerró los ojos y sintió esa paz que solo se siente en los brazos de la madre, esa confianza de que el mundo es un lugar seguro si lo vemos desde sus brazos, esa sensación de que las cosas iban a cambiar para bien, de que quizá no era tan malo abrirse un poco a la gente. Después de todo, ya había pasado demasiado tiempo.

CAPÍTULO 3

Cambios

Un par de semanas después de aquella noche, Mel ya se había acostumbrado a sus nuevas rutinas: salir a almorzar con las chicas, reunirse los viernes y su nuevo trabajo. La gente del hotel era muy amable, todos siempre tenían una agradable sonrisa en el rostro; según Lauri, era divertido trabajar en turismo, los clientes siempre estaban de vacaciones, y eso contagiaba paz y relajación. Había ocasiones, claro, en que algunas cosas no salían como se esperaba, algún aire acondicionado dejaba de funcionar o algún cliente especial se quejaba por algo. Para eso estaba Mariana, que era quien se encargaba de aquello y Mel pensaba que no podía haber nadie mejor para esa tarea. Esa mujer era capaz de calmar a una fiera, era serena, pacífica y transmitía sabiduría en cada poro de su piel, no había ni un solo cliente alterado que no sucumbiera a sus encantos.

Una tarde de sábado, Mariana le mandó un mensaje diciéndole que estaba en un centro comercial muy cerca de su casa y le preguntó si no quería tomarse un café con ella. Mel estaba leyendo un libro, una de esas historias de romance rosa que tanto le encantaban y le hacían soñar con un mundo paralelo en donde un hombre se enamoraba de ella y construían un amor tan mágico e irreal como el de sus libros. Cerró la novela y decidió que no le vendría mal un poco de aire fresco, así que fue junto a su amiga.

Cuando llegó, la encontró sentada en donde habían quedado de verse, Mariana no se veía tan serena como siempre, por lo que Mel se apresuró a acercarse.

—¿Estás bien? —inquirió la muchacha.

—No tanto, pero se me pasará —prometió la mujer.

—¿Hay algo en lo que te pueda ayudar? —quiso saber Mel.

—Problemas con Alan, nada que no se solucione, ya sabes… los adolescentes de hoy —suspiró—. Mejor vayamos por nuestro café y cuéntame qué estabas haciendo.

Mel sabía que Alan era el hijo menor de Mariana y que el chico era bastante rebelde, su madre solía ponerlas al tanto de sus hazañas. Se sentaron a la mesa, pero Mariana no dijo nada, Mel la notó muy apagada, por lo que decidió decirle algo.

—No sé qué suceda con Alan, pero a mí me ha funcionado la confianza.

Tanto Mel como Mariana se extrañaron ante aquella afirmación. Mariana quería que le dijera más, pero Mel sintió como si no hubiese sido ella quien dijo aquello. La palabra confianza y ella no eran buena pareja.

—¿A qué te refieres? —preguntó Mariana y ella asintió.

—Es difícil para mí aceptar esto, por lo general no he confiado en nadie nunca —añadió con la mirada perdida en el cristal de la cafetería que daba a la calle—, pero en Ian lo he hecho siempre. Hemos pasado muchas cosas, todo eso que supongo también atraviesas tú: amigos y amigas que no eran buena influencia, enamoradas que no me gustaban demasiado para él, que sentía que podrían apartarlo de su camino… de sus sueños…

»Pero yo siempre me mantuve aparte, por más que quería decirle o incluso prohibirle ciertas cosas, pensaba en que solo somos hermanos y que no era mi derecho inmiscuirme en su vida. Decidí confiar en que él tomaría las mejores decisiones, en que era un buen chico, inteligente y maduro… En realidad, no sé si eso dio un resultado positivo, una vez lo senté y le hablé, le dije claramente cómo era el mundo afuera, cómo debía cuidarse, protegerse, le conté mi vida a su edad y los errores que pude haber evitado cometer, al final le dije que yo no me metería en su vida, pero que confiaba en que ya era grande y que tomaría las mejores decisiones.

—Eso es bonito —dijo Mariana.

—Supongo que no es tan sencillo para ti, yo solo soy la hermana, tú eres la madre… tu responsabilidad es mayor —añadió.

—De todas maneras, te lo agradezco, creo que tienes razón. A veces perdemos la perspectiva y nos desesperamos ante la idea de que los hijos equivoquen sus caminos y queremos protegerlos demasiado, envolverlos bajo un ala enorme para que nada les suceda, y no nos damos cuenta de que eso es contraproducente. Tendría que confiar un poco más en él, es lo que me reclamó, me dijo que no confío en él y en que no hará tonterías. Y no es que no confíe, es que… tengo miedo.

A Mel aquella declaración le pareció tan sincera que le generó ternura. Mariana era una mujer fuerte, sabia, intensa y que parecía tener todas las respuestas, sin embargo, tenía miedo.

—Gracias por tus palabras, Mel, eres una gran amiga — continuó Mariana y Mel se sorprendió ante eso.

Ella no sabía ser amiga, nunca había hecho eso de dar un consejo ni tampoco había pedido uno. Con Ian sí, lo hacía todo el tiempo, pero con nadie más.

—¿Qué hacías cuando te escribí? —quiso saber la mujer.

—Leía una novela…

—¿Te gusta leer? ¡A mí me encanta! ¿Qué leías?

Mel pensó en inventarse una respuesta y darle el nombre de algún clásico que la dejaría como una persona intelectual y culta, pero observó los ojos curiosos de Mariana y no quiso mentir.

—No te rías, pero amo esas novelas rosas que exudan amor y cliché por todos lados —afirmó—, así como también las comedias románticas —añadió.

Algo en Mariana le invitaba a abrirse sin más.

—A mí también me gustan —dijo la mujer—, me ayudan a vivir un mundo imaginario, o alternativo.

—¿No tienes pareja, Mariana? —Se animó a preguntar Mel.

—No, luego de mi fallido matrimonio, tardé mucho tiempo en desear intentarlo de nuevo. Conocí a un hombre muy bueno, pero vivía lejos y las cosas no funcionaron. Estoy bien así ahora, ya suficiente tengo con los hijos —admitió entre risas—. ¿Tú? ¿De verdad no hay nadie?

—No… Nadie —afirmó la muchacha—, quizá los protagonistas de esas novelas —añadió con una sonrisa que contagió a Mariana.

La mujer sabía muy bien que algo apretaba el corazón de esa muchacha y que debía tocarla con mucho cuidado para que no se resquebrajara. Ella tenía un don especial para tratar con la gente, desde muy pequeña había sido así, por eso había estudiado psicología, y luego se había especializado en el área laboral.

Desde que la había visto, había percibido que se hallaba encerrada en sí misma y con miedo, como si estuviera atrapada en una cárcel de cristal que ella misma se había impuesto, y aunque no sabía los motivos, adivinaba que tenía que tratarla con el cuidado suficiente para que esos barrotes que la tenían presa, no se rompieran. Mariana había aprendido con los años y la experiencia, que forzar situaciones, no llevaba nunca a nada.

—¿Te han roto el corazón? —inquirió.

—No… en realidad nunca he salido con nadie —admitió con un hilo de voz.

Mel consideraba que tener su edad y no tener ninguna clase de experiencias era un error, un pecado mortal, algo de lo que debía avergonzarse, más en las épocas en que los niños de doce o trece años ya tenían experiencias románticas.

—¿Nunca? ¡Pero Camelia! —exclamó Mariana con tono divertido que no ofendió a la chica, más bien le dio risa—. Eres una mujer preciosa, se nota que tienes mucho dentro de ti para compartir con el mundo. ¿Por qué no has tenido pareja? ¡Lo que me encantaría a mí tenerte como nuera! — añadió con sus gestos exagerados a los que Mel ya se había acostumbrado.

Sonrío, feliz de que la tristeza de unos minutos antes se haya esfumado del rostro de Mariana.

—Bueno, supongo que… no he llamado la atención de nadie —dijo Mel sin saber qué más decir.

En realidad, esa no era la verdad, no es que no hubiese tenido muchas oportunidades, como Ray, su compañero de universidad, o Fabio, su jefe anterior, o Luis el chico que trabajaba en la sección de cobranzas de la universidad y que le había invitado a salir unas cuarenta veces o más.

—No, eso no me lo creo —dijo Mariana y negó con rotundidad—. Estoy segura de que has llamado la atención de muchos… —entonces la miró con ternura—. ¿Por qué tienes miedo de amar, Mel? —quiso saber con una voz tan dulce y melodiosa que el corazón de Mel se derritió.

—No… lo sé… —admitió—. Me cuesta confiar en las personas, siempre pienso mal de ellas. Mi hermano me dice que debo darle oportunidad a la gente, pero yo me cierro antes de que eso suceda. No sé cómo tú y Lauri burlaron mis fronteras —susurró—, pero esa es mi verdad. La gente me genera ansiedad, y cada vez es peor, porque cuando siento que estoy hablando o abriéndome mucho, ya se me acelera el corazón, me sudan las manos… como ahora…

Mariana valoró la sinceridad y la dificultad en la respiración de su amiga mientras le abría su mundo secreto, la tomó de la mano con una sonrisa cálida que a Mel le recordó a su madre.

—Escucha… Ian tiene razón, debes darle una oportunidad a la gente, sin dejar de cuidar tu corazón. Las personas somos complicadas, dañamos y nos hacen daño, está en nuestra naturaleza… pero el amor es hermoso, Mel, y no deberías cerrarte a la posibilidad de sentir, de experimentar, de compartir con alguien tu vida. Sé que yo no soy un buen ejemplo, pero si te sirve, no cambiaría en nada lo que he vivido. No cambiaría los años que estuve con el padre de mis hijos porque con él descubrí el amor, la camaradería, el compañerismo. No funcionó, no salió como lo soñamos, y el amor se terminó… pero fue hermoso mientras duró y le agradezco a la vida haber amado así.

—No sé cómo hacerlo… —dijo Mel—. Me he encerrado tanto que no sé cómo salir de mí misma, es… difícil de explicar, pero es como si hubiese otra Camelia dentro de mí, que cada vez que conozco a alguien, me advierte una y otra vez todo lo que podría salir mal, y termino por alejarme…

—Estoy segura de que alguien te hizo mucho daño, y no tienes que contarme si no lo deseas, pero tienes que seguir tus propios consejos. Imagina que esa Camelia que te advierte todo el tiempo, es una madre como lo soy yo, alguien que se preocupa porque no sufras y que no equivoques los caminos. Debes agradecerle por advertirte y abrirte los ojos, podría evitarte en realidad golpes fuertes, pero, por otro lado, debes decirle que confíe en ti, como lo ha hecho mi hijo conmigo, dile que sabes lo que es bueno para ti y que confíe en que lo harás bien. Debes confiar en ti misma y en la vida —susurró Mariana—. Tus amigas estamos y estaremos a tu lado, no te dejaremos caer y si caes, estaremos allí para llorar contigo.

Mel tenía los ojos llenos de lágrimas, nunca había llorado ante nadie y aquello la hacía sentir vulnerable. Las palabras de Mariana tocaban alguna fibra muy profunda en su interior.

—Nunca he llorado con nadie, me siento idiota —afirmó.