Cuentos cortos para viajes largos - Sergio Alejandro Rebasti - E-Book

Cuentos cortos para viajes largos E-Book

Sergio Alejandro Rebasti

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Beschreibung

¿Has pasado momentos de tensión lo suficientemente fuertes como para dudar de la realidad que tienes ante ti? Aquí todo será como una puerta abierta a otra dimensión, pero en la tierra. Se trata de cuentos e historias de los más variados: Para quienes se han sentido víctimas y reciben respuestas del destino para quienes han visualizado historias distorsionadas por los intereses mediáticos para quienes han soñado con vivir aventuras históricas en la actualidad para quienes piensan que el futuro será como lo pintan en las películas para quienes creen en las brujas, espíritus o fantasmas. Todas esas posibilidades y más se recorren en las páginas de Cuentos cortos para viajes largos.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Magdalena Gomez.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Rebasti, Sergio Alejandro

Cuentos cortos para viajes largos / Sergio Alejandro Rebasti. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2020.

286 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-617-1

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos de Ciencia Ficción. 3. Cuentos Históricos. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución

por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2020. Rebasti, Sergio Alejandro

© 2020. Tinta Libre Ediciones

Cuentos cortospara viajes largos

Una raza honorabley de valor

La enorme bestia pasó rápida y velozmente frente a mí, sin vacilar, como si yo no existiera, rugiendo y asustando a todos mis compañeros, los que quedaron gritando con todas sus fuerzas. Pero yo, el más corpulento de todos en esta zona, no podía ni debía dejarme avasallar por semejante criatura, aunque me costara la propia vida; mi raza es honorable y valiente. Yo debía darles el ejemplo.

Corrí tras él con todas mis fuerzas, pero su velocidad era tan extraordinaria que, en pocos instantes, desapareció de mi vista. El camino quedó vacío, solo se distinguía, a la distancia, el humo que despidió de su cola, algo extraño para mí, porque no parecía un dragón como los que vi en algunos cuentos de niños, que exhalan fuego por la boca.

De todos modos, era una amenaza a la seguridad de los míos y debía ponerle fin, un límite, para que supiera que, en esta zona, el que establece las reglas soy yo. Soy justo, o por lo menos trato de serlo y, como líder, con todos trato de mantener una paz bastante regular, la que ha sido quebrada por el paso de la bestia.

Creo saber por qué apareció, es muy posible que sea debido a que hace ya un tiempo unos hombres estuvieron modificando el camino.

Creo firmemente que ellos lo desenterraron, sacándolo de su ámbito, luego taparon su guarida con una superficie endurecida, no como estaba anteriormente que era blanda, fácil de perforar y suave al pisar. Además, pusieron un vigilador fijo en el recorrido, con tres ojos, que se abren y cierran permanentemente, justo frente a nuestra zona.

Quizás la bestia trata de vengarse o recuperar su lugar, yo habría hecho lo mismo. Pero, sea o no el caso, tendré que trazar un plan, esperarlo en el camino, y atacar, con toda la furia.

Yo no le temo a lo que debo enfrentar, esa es mi naturaleza y, si pierdo mi vida, será por el bien de todos. Eso sí, debo admitir que la bestia es colosal, es muy probable que me haga daño, pero no me interesa, combatiré, de ser necesario, hasta el fin.

También puedo esperarlo cerca del vigilador y saltarle encima, siempre y cuando no corra tan rápido, cosa que me dé la oportunidad de advertirle quién soy o enfrentarlo y pelear.

Recuerdo anteriormente haberlo perseguido, pero él es mucho más rápido, o quizás yo esté muy viejo para esto y deba dejarle paso a los más jóvenes, aunque ellos carecen de mi experiencia y podrían salir mucho más lastimados. En fin, veré qué puedo hacer, quizás mi sacrificio pueda servir de enseñanza para que los demás se animen.

Caminando y pensando, me acerqué al bebedero, me refresqué y ahí surgió la idea. «¡Claro! A veces, cuando el vigilador se enrojece de bronca, la bestia se detiene, eso me puede servir».

Me acerqué al vigilador y, con la paciencia de nuestra noble raza lo esperé, horas y horas, hasta que el sol se retiró. Yo no había comido nada en todo el día, quizás eso me sirviera para estar más liviano y poder correr más rápido.

Tomé más agua y, mirando al horizonte, de pronto se hizo la luz, apareció como una tromba, rugiendo con todas sus fuerzas.

Pero no vino solo. Como si hubiese adivinado mi plan, el muy cobarde trajo otras bestias que lo seguían detrás, rugiendo al mismo tiempo, todos tenían sus ojos encendidos de rabia y escupían fuego por sus colas; monstruos indeseables que solo traían el terror a nuestra comarca.

No me dejé estar, salté de mi lugar y me acerqué de nuevo al vigilador, rogué que ocurriera el milagro de que se detuvieran, era mi única oportunidad de enfrentarlos de igual a igual. Me agazapé, clavé la mirada en los ojos de la bestia que se acercaba enloquecidamente y, casi sin darme cuenta, comenzó a detener su marcha hasta que se quedó quieta, rugiendo amenazante, sacando su furor por la cola, al igual que sus amigos.

Me abalancé con toda decisión, los enfrenté, les grité que se fueran, que este era mi territorio, que estaba dispuesto a matar o morir, pero que nunca iba a retroceder.

No recibí ninguna respuesta. Me acerqué a una de sus patas, la mordí, fuerte, con violencia, pero no reaccionó. Al instante, orgulloso, satisfecho, aunque desconfiado, levanté mi pata trasera y oriné al vigilador, marcando mi territorio. Levanté mi cabeza y, ladrando, me dirigí a mi cucha, luego de varias vueltas me acosté y me dormí con el placer de haber cumplido con mi deber de líder de la manada.

Aislado

El muchacho de 17 años abrió los ojos y frente a él, pegada en el techo, estaba la imagen de su ídolo, el cuartetero Rodrigo. Espléndido en todo su cuerpo, el pibe mismo lo había sacado de una revista de la farándula que supo arrebatársela a una de sus chicas amigas.

El póster, que pegó a unos cartones unidos con cinta adhesiva para formar un cuadro, lo distraía un poco en sus tardes de hastío, mientras en sus oídos sonaban las notas de sus tantos éxitos populares, creyendo que no toda la gente lo apreciaba ni entendía. Hablaba en voz alta:

—Los ricachones, amargos, odiosos, lo insultan y después bailan sus temas en los cumpleaños de sus hijas chetas. ¿Qué sabrán esos giles sobre música villera o cuartetera? ¿Qué sabrán de tener hambre, de aspirar la bolsita para olvidarse del dolor de panza, tener que comer salteado y lo que encuentre? ¡Puta madre, qué mierda de vida! Mi viejo se murió solo, en “las tumbas”; la vieja tiene solo un rebusque que cobra por lavar para el geriátrico, es una miseria, una limosna del gobierno para tapar a los indigentes, pero ya no me importa. Yo escuché al presi “Carlitos” que lo sigamos, no nos va a defraudar, que todo va a cambiar, hay que esperar.

«¡Puta, el colegio! Otra vez me quedé dormido», pensó mirando el reloj que se había choreado del Todo por dos pesos. «Bueno, si hay que esperar, que el colegio me espere a mí».

Ya eran las diez de la mañana, otro día que él no pasaba por la “tapera” de su casa, un rincón en la villa de la zona, cerca de la estación. Y apenas si recordaba que la madre le gritó algo, que sonó a regaño, y que no entendió por llevar el reproductor de CD (un discman producto de su manía de robar) a todo volumen escuchando el cuartetazo. Le gritó algo así como “no te vayas al alb...”. Y con un “metete en tus cosas vieja” como respuesta siguió corriendo, como era su estilo, mantenerse corriendo por si lo seguía la yuta.

Saltó del catre hecho con cartones, un colchón roto, apolillado y sucio con sus orines –recuerdos de cuando se acostaba drogado– y algunas frazadas rotas que escondió en el reducto de un incinerador tapado con escombros del edificio abandonado. Se levantó, guardó todas las cosas y el sonido del reproductor comenzó a perder potencia. Movió la perilla del volumen al máximo, pero como había estado toda la noche encendido, las pilas comenzaron a agotarse.

—Che, loco, esta mierda china no dura un carajo. Las de antes eran buenas, el viejo escuchaba la Spica varias horas, los partidos, el tango, el noticiero y al otro día volvía a funcionar. ¡Qué sé yo! Ahora la cosa está jodida, lo importado es “toraba”, pero no dura nada. Este Carlitos nos jodió, nos cagó lindo el hijo de puta con su “entrada al primer mundo”. Primer un carajo.

Mientras saltaba algunos obstáculos de mampostería viejos y desparramados por toda la superficie del edificio, pasó por el tunelcito que él mismo había cavado, el que estaba muy bien camuflado con varios palets que había en el terreno, el que también había sido alambrado y cerrado para evitar que vinieran ocupas y se instalaran. No importa, él tiene su rincón en el 2º piso, donde a veces pierde todo el fin de semana contabilizando lo chorreado, y disfrutando de lo que le da el afano, cosas que se le negaron al nacer.

«¿Y? Si el que labura no llega a nada, el gobernador este, ¿cómo se llamaba? Bueno, ese que dijo que nadie se hizo rico laburando, por eso mi viejo se cagó la vida. Por ser bueno, terminó preso; levantó a los cumpas de la fábrica porque echaron a un boludo y después lo rajaron a él, vino la yuta y lo cazaron con un filo, el resto se abrió y lo dejaron solo como boludo, mirando a todos y nadie lo ayudó, como dijo la vieja. Fue un boludo, si no hubiese abierto la boca, aún tendría su trabajo; no pensó en la familia, ni en mis hermanos más chicos, pero yo me acuerdo».

Corriendo, el movimiento hizo saltar una pista, decidió que ya era hora de conseguir otro; llegó a la estación del tren, subió al andén y estudió a las personas.

«Nadie con discman, carajo qué idioma de mierda, lo único que me falta es que termine afanando en inglés y decir “this is un afanouu”, ja. ¡Qué boludos son aquí! Compran caro cosas extranjeras, vengo yo y los choreo, ja, ja, ja».

Recorrió el andén varias veces, pasaron dos trenes en ambos sentidos. Cuando llegó el tercero, justamente en la hora pico, divisó a una anciana con cartera colgada de un lado, abultadas carpetas en las manos y anteojos. «La víctima perfecta», pensó, «algo de vento tendrá». Aunque no le vio aparato de audio, no importaba, todo valía en su mundo.

Corrió entre la gente, se acercó a ella, la que pobre, distraída, esquivaba a las personas que entraban y salían al mismo tiempo del vagón. Él hizo dos movimientos fríamente practicados: con una mano golpeó la cara de la mujer, los lentes volaron por el aire y la víctima trastabilló; con la otra mano, tironeó de la cartera que se escurrió del brazo de ella, pero no la soltaba. Sí soltó las carpetas que cayeron entre el andén y el vagón, para tratar de no caerse y recuperar lo suyo.

La mujer hizo un gran esfuerzo por no soltar la cartera, pero el nuevo tirón del muchacho la hizo girar sobre sí misma, este sacó una navaja y cortó la correa, empujó a un gordo sobre la mujer y salió corriendo. La pareja de atacados cayó al piso del andén y golpearon sendas cabezas en las puertas del vagón que recién se cerraban.

La gente apenas si se dio cuenta de lo ocurrido y pensaron que era un problema entre el gordo y la mujer, así que no intervinieron.

En su carrera, él apenas giró un tanto la cabeza para ver si lo seguían, cruzó las vías de un salto frente al tren que empezaba a moverse y con todo el orgullo de su hazaña, desapareció de la vista de todos. Su juventud aún lo ayudaba, pero él sabía que cuando cumpliera los 18, si lo agarraban, le darían penas de adulto y no quería que lo atraparan.

Llegó cerca de unos tachos de residuos, en una calle lateral a la estación, vació el bolso de la mujer encima de unos sucios escombros y basura. Cayeron cosméticos, libretas, remedios, recetas médicas, billetera, las tarjetas de crédito, peine, documentos del PAMI y el DNI. Tomó la plata de la billetera, sacó lo que había, $150, dejó todo tirado y puteando porque era muy poco, enseguida volvió a correr.

—¡Qué vieja de mierda! Nada de joyas, relojes. ¡Qué vieja de mierda! Ojalá se muera por hija de puta, volvería para reventarla, ¡la puta que lo parió!

Después de un rato de pasear, entró en el súper, uno de tantos que ya tenía “medidos”. Fue hacia la promotora que ofrecía salchichitas, le pidió en tres oportunidades, se acercó a la del vino y le sacó dos vasitos, luego a la góndola de las galletitas, abrió un paquete de pepas y se mandó tres de golpe, lo dejó en el fondo. Casi se ahoga porque no le alcanzaba la boca para todas y se empezó a reír de su audacia, mientras en la mano barajaba otras dos.

Luego de comer el postre, pasó por la verdulería y arrancó una banana, después se fue a ropería, tomó un chango vacío que habían dejado y colocó en su interior una campera que se había probado antes. Él ya tenía una de doble forro y reversible que le había sacado a un chico del colegio a fuerza de amenazas y apretadas, porque él tenía frío y el gil por supuesto que no; a esta la usaría de cobertura o para arrastrarse.

Pasó por la zona de los aparatos electrónicos, la góndola de los CD. Tomó un par, arrancó el magneto de seguridad, puso un CD en su reproductor, funcionaba bien. Se arrimó a una columna, vio a los guardias que se juntaban, eso significaba que ya estaban en alerta por él. Volvió a la verdulería, tomó unas uvas, se las tragó, tomó dos mandarinas, se escondió en un probador de ropería y, mientras las comía, trazó en su mente el recorrido para salir.

Pasó por debajo de algunas góndolas, ya que era muy delgado, usando la campera de patinadora, llegó hasta las viejas repisas de publicidad, que ahora eran dos, y en su momento fueron cuatro y hasta cinco, formando un escudo, fácil de ocultar un cuerpo como el suyo, solo que ahora tendría que hacerlo diferente.

Se mantuvo oculto, calculó el movimiento laboral, la gente que pasaba, los pies que se acercaban y se alejaban, sacó el CD del bolsillo, lo apoyó en el piso del lado no reproducible, apuntó, y con el dedo índice catapultado por el pulgar, le dio un golpe y lo vio deslizarse unos diez metros, hasta detenerse en el borde de un tacho de basura del local de la M que hay afuera del súper. Ese que los chicos admiran tanto y las madres usan para sacarse el problema de cocinar o hacer fiestas de cumpleaños en sus casas, fiestas que él ha aprovechado para meterse sin invitación y comer de arriba. Recordó la última vez, comió tanto que casi vomita, porque su cuerpo estaba tan flaco y drogado, que su estómago no soportó tanta cantidad.

Sacó el otro CD del discman, e hizo lo mismo, con una certeza tal que el segundo se montó sobre el primero, se sintió un genio, nadie lo podía parar ahora. Dejó la campera y salió caminando por la puerta central. Mientras se sacudía el polvo, dos guardias de seguridad lo detuvieron, le abrieron el discman, no encontraron nada, lo palparon y nada, se miraron entre ellos y con una amenaza de que no volviera, lo dejaron ir.

Salió del súper puteándolos y sonriendo, dio unas vueltas por el exterior y luego se sentó en el local de las hamburguesas, al lado del tacho. Se agachó disimulando atarse las sucias zapatillas y tomó ambos CD, a uno lo guardó en su bolsillo y al otro lo colocó en el reproductor. Lo hizo funcionar y ahí estaba nuevamente en sus oídos, su ídolo, cantando con poco volumen. El otro CD sería usado para convencer a alguna negrita y echarse una revolcada, a ellas les gusta Rodrigo y ese cambio es moneda corriente en las chicas que él conoce.

Ahora había que conseguir pilas nuevas, el volumen se estaba bajando y el día aún era largo. Empezó a caminar buscando un gil, volvió a la estación del tren donde se retiraba una ambulancia.

—¿Qué habrá pasado? Ja, ja, ja. ¿La vieja se cagó muriendo? Esta municipalidad tarda tanto en llegar que mi deseo se cumplió. Espero que a mí nunca me pase, o los voy a demandar por cien palos verdes y que se caguen por hijos de puta, mirá que tardar dos horas por una vieja de mierda. ¿Qué nos queda a nosotros los pobres? Tendríamos que viajar en colectivo si queremos llegar temprano a nuestro entierro, ja, ja, ja.

Y ahí lo vio, un verdadero perejil, niño normal, de entre 12 y 13 años, ropa de marca, cara de asustadizo, solo y sin público, listo para ser “trabajado”.

—¡Huy! Llantas adi, discman ponja, ¿qué más puedo pedir? Como caído del cielo el pendejo, voy.

Siguiéndolo por detrás de la tapia de la estación, se fue acercando de a poco. La víctima iba distraída con el aparato colgado del pantalón y los auriculares en sus oídos, apenas si entendía lo que había pasado antes y, acomodándose la mochila, continuaba caminando, sin darse cuenta de que lo seguían.

Luego de una cuadra, nuestro héroe corrió hacia el chico, sacó su navaja, le dio un sopapo en la cara que lo dejó sangrando de la nariz y lo tiró al piso. Este se puso a llorar y, sin entender nada, miró a nuestro personaje que blandiendo el filo sobre su cara le gritó que se sacara el par de zapatillas y que le diera el aparato. Llorando y temblando de miedo obedeció.

—¡Mierda! Estas zapas me quedan grandes, dame la plata, hijueputa. ¿Solo 20 pesos? Pero boludo, ¿tu vieja no te da más para comer? ¿Qué mierda venís a hacer acá boludo? ¡Te voy a matar! Mirá, corré antes que te pase a valores.

Descalzo, dejando tirada la mochila, llorando con sangre y sin su equipo de música, el chico desapareció de la vista de nuestro violento personaje, que rebozaba de alegría por haber conseguido calzado y un aparato nuevo.

Contento se fue a su viejo edificio, guardó su discman, encendió el nuevo con el CD del cuartetero, se puso los auriculares a todo volumen, caminó contorneándose al ritmo de la bailanta y, tarareándola, vio que cerca de su edificio había reunida mucha gente, cascos, polis, bomberos, ambulancias, uniformes.

Desconfiando de que lo pudiesen haber seguido por lo de la vieja o el chico, se agachó, se cubrió detrás de unos carteles publicitarios y cambió el rumbo.

Corrió a la casucha del Braian, “El chogua”, para comprarle paco, ya que tenía un poco de plata y la iba a gastar en algo bueno. Golpeó la chapa con el código acordado, pero no salió nadie; repitió, pero no hubo respuesta, pensó que era por lo de la yuta.

Recurrió a la bolsita con el adhesivo, le pegó unas cuantas aspiradas, ya sus ojos lagrimearon, vio todo nublado, se metió por el alambre roto, entró mareado y observó de lejos que algunas personas le hacían señas. No entendía nada, hizo un ademán de irse, cambió de destino y entró por el tunelcito, subió al 2º piso y se recostó sin aliento sobre el colchón, así nomás, mirando la figura de Rodrigo el que ahora se le abalanzaba y retrocedía, se bamboleaba.

Sintió un sonido de fondo sobre la música en sus oídos, agudo, como una sirena, pensó que era de bomberos o las ambulancias... Y, de repente, una gran explosión.

En esos instantes, los vecinos veían, por televisión algunos, otros por las ventanas, cómo se derrumbaba el albergue Warnes, “su” edificio, sepultándolo junto con la imagen de su ídolo.

Asu

El 12 de octubre de 1492, Cristóbal Colón llega al Nuevo Mundo, habiendo partido del puerto de Palos en España el 3 de agosto del mismo año, que era el 10 de abril, según el calendario hebreo, último día permitido por los Reyes Católicos para la permanencia de judíos en España, antes de la expulsión. Muchos autores creen que Colón era converso, al igual que alguno de sus tripulantes. Esto quiere decir que los conversos habitaron América desde el comienzo de la exploración y la conquista. En las sucesivas expediciones de Colón, ingresó un gran número de cristianos nuevos pensando, quizás, que en las tierras descubiertas estarían más lejos de las garras de la Inquisición, que hacía ya más de diez años que funcionaba en España. Desde el comienzo de la colonización española, al crearse los obispados de México y Lima, funcionó la Inquisición Episcopal. Pero los obispos tenían múltiples ocupaciones. Los asuntos de la fe no les preocupaban demasiado. Durante los siglos de la colonia, en el Tucumán Colonial (que abarcaba el actual Noroeste de Argentina) no existió un Tribunal de la Inquisición. Sin embargo, los “crímenes” de sortilegio, adivinación y los actos de aquellos que se dedicaban a la superstición, como los brujos, hechiceros y practicantes de las artes mágicas, eran abordados por la justicia ordinaria. Como se desprende de la documentación relevada en diversas zonas del Perú y el Tucumán Colonial, el porcentaje de mujeres involucradas en procesos de carácter inquisitorial fue muy alto, por lo que puede afirmarse que en esta porción de América la hechicería fue una actividad ejercida predominantemente por el sexo femenino. En la región del actual Noroeste argentino, la mayoría de los juicios tenían como blanco predilecto a mujeres de los sectores marginados –indígenas, negras–, las que fueron sometidas a terribles tormentos.

Norte de Tucumán. Corría el año 1542. Dentro de una vieja y desvencijada parroquia, levantada por los feligreses, indígenas y esclavos negros, se llevaba a cabo un juicio presidido por un cura llegado en uno de los tantos viajes desde España: Cristóbal Almeida. Había sido aprendiz de inquisidor en Salamanca, con un salvoconducto otorgado por la autoridad máxima en dicha ciudad, dado por los excesos en sus funciones. Ahora, por gracia del destino, era el magistrado y religioso encargado de impartir la fe y la justicia, en ese lugar tan alejado de la llamada civilización.

En medio del salón, dos monjas sostenían de los brazos a una mujer joven, de tez morena y rasgos indígenas, de cuerpo esbelto, senos armoniosos, caderas circulares y sensuales, como sus ojos negros, formas que dejaba traslucir el sucio trapo puesto encima de ella para no herir el pudor de los presentes.

Con evidentes marcas de golpes y manchas de sangre por posibles “accidentes” ocurridos seguramente durante su traslado desde el sótano de la parroquia al salón de la misma, aún su color cobrizo dejaba vislumbrar una tersa y suave piel, por la que muchos estaban fascinados. Con la boca y los ojos tapados, atada de manos, cuando se puso de pie, sobrepasó a las monjas por dos cabezas.

Habló Cristóbal Almeida.

—Silencio, silencio, señores. Comenzaremos un juicio por acusaciones hacia esta mujer, por robo, herejía y brujería. Tomen esto en serio porque la vida de una persona está en juego, y Dios aprecia la vida, pero los pecados deben ser castigados. Yo no quería esta comisión, pero he sido designado en esta función, debido a que el inquisidor oficial se halla en La Paz, por lo que pido a los presentes la responsabilidad que esto conlleva y el decoro para evitar desmanes, en nombre de Dios. Amén.

Todos repitieron “Amén”.

—Hermana Juana, ¿por qué la rea se halla en estas deplorables condiciones?

—Discúlpeme, mi señor, así la encontramos en el sótano, pero puedo solucionarlo inmediatamente y traerle ropas adecuadas —dijo la monja.

—Ahora ya no importa, después de la audiencia usted se encargará personalmente de su estado y vestiduras, esto es un tribunal de Dios, no un circo.

—Entiendo, así será —respondió.

—Doctor Vargaraz, ¿dijo usted que tiene los elementos científicos para probar la condición de la rea como “bruja”? —inquirió al médico.

—Así es, mi señor, aquí mismo —aseguró.

—Bien, ¿alguien entre los presentes puede hablar en favor de la acusada?

—Yo, yo… Señor...ía, ¿así se dice?

—Está bien, y ¿usted es?

—Yo soy Josefa de Portos, dueña del salón Portos. Manuel Portos era mi marido, mi finado, muerto por la tribu de salvajes que atacaron hace cinco años. Vendo bebidas y comida a los paisanos y recién llegados, así me gano decentemente la vida.

—Bien. ¿Qué nos puede decir de esta mujer?

—Ella es Asu, por Asunción, lugar donde nació. Su tribu nos atacó, pero fueron repelidos por el capitán Torres con sus soldados, ella quedó abandonada en la selva, así que la adopté, ya que se encontraba sola y ella tenía apenas 15 años, no podía dejarla en la selva. Le he enseñado a leer y a escribir, la he tratado como si fuera mi hija, trabajó a mi lado y cuidé de ella siempre, nunca hizo nada malo, doy fe.

—Gracias, señora, puede sentarse, pero tengo aquí un informe, obtenido por el guardia Fernando Ortiz, sereno de la fortificación, que dice que su negocio no es tan honesto como usted refiere, que en él hay mujeres fáciles y hay juegos prohibidos en sus interiores. En segundo lugar, su adoptada fue comprada a la tribu como esclava y como no llegaron a un acuerdo económico, su esposo combatió con los indígenas y murió en el intento. Luego usted huyó con la niña usándola como escudo, así que sus aseveraciones quedan invalidadas. Luego veremos qué hago con su falso testimonio. ¿Alguien más?

El salón se mantuvo en silencio.

—Señora Cristina Olmedo, ¿puede decirnos que pasó en la noche del 6 de febrero?

—Yo vi a la... a esa bruja... La vi bailar desnuda con una víbora entre... Me da vergüenza...

—Con calma, señora, usted no está en juicio, use las palabras que crea necesarias.

—La vi bailar en la jungla totalmente desnuda... con una víbora entre sus piernas...

—¡Por Dios! —murmuraron todos al unísono.

—Silencio, ¿qué más?

—Gritaba palabras extrañas, diría que diabólicas y caí desmayada, me embrujó.

—Muy bien, entendido. Doctor, su turno.

—Sí, su señoría, traje a una ayudante, si usted me permite.

—Adelante.

—La señorita Sofía es de la misma edad que la acusada, su cuerpo se asemeja y está sana, haremos la prueba del huevo en sus orinas.

Trajeron dos baldes con orinas, uno pintado de rojo y otro de blanco.

—Ambos baldes tienen orina, el rojo pertenece a la acusada y el blanco a mi ayudante.

El doctor vertió sendos huevos en ambos baldes. En el de color rojo, el huevo vertido flotó a diferencia del huevo en el balde blanco, que se hundió.

—¿Ven? En el de la orina de mi ayudante, mujer honesta, sana y... cristiana, el huevo se fue a fondo, en cambio, en el otro, flota. Esa mujer, está enferma, de odio, maleficios y demonios.

—Muchas gracias, doctor. ¿Alguien tiene preguntas?

Una mano se levantó.

—¿Sí? Nombre y oficio.

—Soy Pipin, su santidad... Soy su ayudante, acólito.

—Sí, te conozco, dime.

—¿Por qué la acusada tiene la boca y los ojos vendados?

—Buena y oportuna tu pregunta. Para aquellos que creen que somos injustos, a pedido de los presentes y por precaución, evitamos que la acusada de robo, herejía y brujería vea a los ojos a los presentes o presuntos acusadores, y les lance maldiciones o maleficios. ¿Alguno más?

—Yo, su señoría, soy Amalia Rodríguez, tengo una tienda de venta de ropas.

—Bien, señora Rodríguez, adelante con su relato.

—Bueno... Cierto domingo, después de misa, muchas señoras entraron en mi negocio a ver y comprar, entre ellas la señora Portos y su esclava Asu. En algún momento, la esclava hizo alguna cosa rara y algunas mujeres importantes de esta fortificación se pelearon entre ellas, entonces como me di cuenta de quién había sido la iniciadora, les pedí a Josefa y a su esclava que se retiren. Por supuesto, no se fueron de buena gana y la calma volvió a mi negocio, pero a partir de ese día, mis caballos enfermaron y mi hijo, días después, también.

—Gracias, señora Rodríguez. ¿Alguien más?

—Yo. Soy Pedro Gonzalo, soy marino y concurrente al mesón Portos.

—Díganos, señor Gonzalo.

—Es cierto que es una bruja. Hace unas noches me hallaba en el mesón con la intención de cenar y la esclava no me atendía. Le reproché a Doña Josefa y esta la mandó a atenderme, me habló en un idioma que no conozco y me maldijo por haberla criticado frente a su dueña. Yo solo le pedí la comida y agua para beber, porque estaba haciendo esfuerzos por dejar la bebida, aquí muchos me conocen como borracho, pero hace mucho que no tomaba. Ella me trajo la comida y el agua... sabía extraña, con un sabor raro. A partir de esa noche, no me he podido controlar, hasta que usted, el domingo, después de su sermón me dio su bendición y pude dominarme, por eso hoy estoy aquí, sobrio, para denunciar a esa... bruja.

—Bien, se ha tomado nota. Bueno, por hoy...

De golpe se abrió la puerta de la parroquia y entró un hombre uniformado, con espada y gorro de oficial, alto, corpulento y barbudo.

—Disculpe, su señoría, que interrumpa. Soy el capitán Marcelo Da Costa y vengo en defensa de la acusada.

Diez días antes…

La esclava negra atendía a los parroquianos de un modo salvaje, no permitía que la tocaran, ni que le dijeran cosas obscenas, además tenía el apoyo de la dueña, doña Josefa que tenía un carácter violento y su gran tamaño dejaba a más de uno con las ganas de pelear. Y a los más osados, ella los corría con su gran cuchillo, obsequio de su finado esposo, marino, muerto por no pagarle a los aborígenes el precio solicitado, hacía de esto unos cinco años.

Ingresó al bodegón, llamado Portos, un capitán agradable, portugués, corpulento, con muchas ganas de beber y tener sexo, por haber estado bastante tiempo en el mar. Habiendo pedido la bebida, quedó prendado de la belleza de Asu, la esclava, y cortésmente a doña Josefa le preguntó si podía tener algo con Asu, la que respondió con una sola exclamación.

—Mientras pagues y ella no te rechace, aprovecha, hombre.

—Gracias, doña.

Se acercó a Asu, y como si fuera un animal salvaje, ella le propinó un certero golpe en la cabeza y se marchó a su tarea. Hubo gritos, risas y hasta aplausos. El capitán decidió no insistir y elegir a alguna otra de las meseras más dispuestas.

El domingo fueron a misa, como de costumbre, Josefa y sus “niñas”, incluso Asu, a quien nunca la había llevado por su origen salvaje y porque no quería dejarla sola en el mesón ante tantos requirentes deseosos de saborearla. El cura Cristóbal Almeida habló de los pecados, especialmente los hechos y relacionados al sexo, sin acusar, pero con alusión a los viajeros que habían llegado hacía poco tiempo.

Durante el sermón, algunas mujeres de la congregación, la mayoría españolas de origen, murmuraban entre sí por la audacia de doña Josefa de llevar a sus chicas, y otros comentarios surgieron al ver al capitán, hombre que atrajo la atención de las miradas de las damas presentes, especialmente de una de ellas, Cristina Olmedo. Esta dama, de mucha influencia en la zona, gustaba del capitán, pero su pudor y reputación hacían que ella no demostrara sus deseos, aunque tratara por muchos medios de que el mencionado le prestara atención. Recordó su encuentro en el almacén de Amalia Rodríguez, cuando el capitán salía del negocio y ella, junto a sus amigas, le cedieron el paso, cosa que aprovecharon doña Josefa y Asu, mientras el capitán las dejaba pasar a ellas y luego insistió que pasaran las cedentes. Estas, ofendidas, ingresaron, pero comenzaron a quejarse en el interior por la arrogancia de Josefa y su esclava.

En un momento, durante su sermón, Cristóbal puso sus ojos en Asu, y también quedó totalmente enamorado a pesar de su investidura. Terminado el sermón se acercó a Josefa y le pidió que dejara a sus “niñas” para que se confesaran, ya que hacía mucho que no lo hacían. Josefa le hizo caso y las dejó.

Pasaron una por una, y cuando le tocó a Asu, esta se puso a la defensiva.

—¿Qué hago aquí?

—Bueno, solo deberías confesar tus pecados, Dios escucha a los pecadores y, si no son muy severos, los perdona. ¿Tienes pecados que confesar, hija mía?

—No, no tengo, tampoco soy su hija y no tengo conocimiento de su Dios.

—Hija, Dios es el creador de todas las cosas, la vida, los hombres, Dios es todo lo que conoces, es Padre, Hijo y el Espíritu Santo, tres deidades en uno. Debes amar a Dios, porque él te ama; si no lo amas, arderás en el infierno.

—¿El infierno? ¿Qué es eso?

—¿Alguna vez te has quemado con el fuego?

—Sí, una vez, en la cocina de doña Josefa, mi dedo.

—¿Y te ha dolido?

—¡Claro que me ha dolido!

—Pues imagínate, ese gran dolor en todo tu cuerpo eternamente, eso es arder en el infierno.

—Si es así, entonces lo amo, aunque no lo conozca, ja. ¿Y quién es ese señor lastimado?

—Ese es Jesús, hijo de Dios, murió crucificado por tu culpa, por tus pecados.

—¿Por mi culpa? Yo no le hice nada, ni lo conozco. Y le repito: no tengo pecados.

—Sí, mi hija, todos tenemos pecados… errores, maldades, insultos, peleas, que hemos hecho sin darnos cuenta, a veces, y otras, a conciencia.

—Yo me he peleado para defenderme, nunca insulté a nadie que no se lo mereciera.

—¡Oh! Dios te perdone por hablar así, todos cometemos pecados, pero si no te explicaron, yo represento a Dios en esta tierra salvaje, y si tú confiesas tus... pe... tus malas acciones, entonces yo puedo perdonarlas.

—No hice nada malo, y si las va a perdonar, ¿para qué necesita mi confesión?

—Oh, mi niña, estás enojada conmigo, yo no soy tu enemigo, pero para calmar las cosas, dile a Josefa que te mande por las mañanas temprano, y yo te daré algunas clases de catecismo, para limpiar tu alma y seas mejor cada día.

—Bueno, le voy a decir, pero ya le digo que usted no me agrada.

Así fue y Asu comenzó a concurrir muy temprano a las clases del cura, el que cada día estaba más enamorado. A pesar de todo, le enseñaba sobre las escrituras y hasta tenía discusiones con la indígena, que objetaba algunas contradicciones de la religión.

—¿Jesús tenía papá?

—Claro, ya te he dicho, Dios es el Padre.

—¿Y su mamá?

—Su madre fue María.

—Entonces María estaba casada con Dios.

—Ja, ja, ja. No, María estaba casada con José.

—No entiendo, ¿eso no está mal? Usted dijo que para tener familia hay que casarse y ser fiel. ¿María no fue fiel?

—No, María no fue infiel, pero bajó el Espíritu Santo y dejó en el vientre de María a su hijo unigénito, hijo de Dios. Luego bajó un Ángel y le explicó a José que María era virgen, sin mácula, y que Dios la bendijo.

—Qué suerte que tuvieron porque nadie creería semejante cuento.

Enloquecido por ella, el cura la obligaba a hacer trabajos duros como castigo por sus discusiones y la demoraba. Un día, en que le encomendó la limpieza de sus aposentos, ya muy tarde, Asu halló unos elementos diferentes a los usados en la parroquia: un candelabro de siete velas, una cadena de oro con una estrella de seis puntas y un rollo grande con escrituras diferentes, que ella no entendía. Entonces, curiosa, cuando él ingresó para ver el resultado de su trabajo, le preguntó.

—¿Qué son esos elementos guardados en su arcón?

—¿Qué elementos? ¿Estuviste revolviendo mis cosas personales? ¿Quién eres? ¿Quién te mandó a investigarme? Bruja, eres una bruja, me has embrujado y tratas de destruirme, maldita.

Al instante le dio un golpe en la cara con el dorso de la mano que le hizo sangrar la nariz y buscó un látigo que tenía en el arcón de su propiedad. Le aplicó dos latigazos mientras ella gritaba de dolor y escapaba del lugar, perseguida por el enloquecido. A pesar de ello, ella era más rápida descalza y logró tomar distancia, hasta que desapareció en la espesura del bosque.

Cristóbal, desesperado, corrió dentro, cerró las puertas y enloquecido fue a su interior y guardó todos los elementos sacados por ella. Cerró el arcón con un candado y arrastrándolo como pudo, lo llevó al sótano de la parroquia, al lado de la celda de castigo que tenía para los esclavos desobedientes y para los delincuentes que, en el fuerte, atrapaban robando o huyendo.

Cavó con sus manos un pozo en la tierra, hasta que le sangraron, enterró el arcón justo detrás del muro del calabozo y, mirando a todas partes como si lo estuvieran vigilando, en la oscuridad del lugar, pidió perdón a Jehová, llorando y moviendo su torso de adelante hacia atrás. En ese momento, recordó los peligros que tuvo que afrontar por no ser católico, hasta que un sacerdote jesuita y misionero, en Salamanca, le propuso que se convirtiera al catolicismo y así podría ir con él al nuevo mundo.

Como converso nadie lo atacaría ni perseguiría a lo que Cristóbal aceptó. Así su vida cambiaría a partir de ese momento. En el viaje hacia las nuevas tierras, el sacerdote falleció, ya que era un hombre de edad avanzada, pero antes de fallecer le pidió a su acólito que cumpliera con su palabra y como un buen pastor, predique el evangelio y las palabras del Señor Jesucristo a todas las personas posibles. Tomando el puesto del sacerdote jesuita, llegó a estos páramos y cumplió con su palabra, sin por ello, abandonar sus tradiciones de origen. Finalizado sus ruegos, fue hasta uno de los guardias de la fortificación, le dio algunas monedas y...

Escapando del cura, Asu se refugió en un bote invertido, cerca del río que brindaba agua al terruño, donde se quedó dormida. Al día siguiente, al salir del refugio, manchada de sangre y barro, se introdujo en el agua del río y comenzó a bañarse.

En un momento una víbora se acercó y la atacó, pero ella, acostumbrada a defenderse, la atajó del cuello y la arrojó lejos. Instantes después, se halló rodeada de muchos trabajadores de las plantaciones que explotaban los terratenientes españoles, una de ellas, del padre de la señorita Cristina Olmedo. Los hombres, al verla, comenzaron a acercarse, la aborigen se apartó y comenzó a correr desnuda, como lo hacía en la época de cuando vivía con su tribu.

Los excitados perseguidores empezaban a darle alcance cuando un hombre a caballo, fornido, vestido con uniforme marino, se interpuso entre ellos y la esclava. Sacando su espada, les advirtió que moriría el primero que se moviera.

Como empezaban a retroceder, el capitán Marcelo Da Costa, guardó su arma, tomó el brazo de ella y, con un simple envión, la subió a su caballo sin gran esfuerzo.

Desde el caserón del terrateniente, la señorita Cristina Olmedo, observó todo lo ocurrido, mordiéndose los labios, imaginándose lo que ocurriría después...

Como ya la conocía, Marcelo la llevó al mesón de doña Josefa y con el agradecimiento de ella la dejó en sus manos. Asu, a su vez, quedó prendada de aquel hombre que ella había rechazado, de cabellos y barbas abundantes, personalidad fuerte, y hasta caballeroso, ya que no se le insinuó ni la tocó como pago por haberla salvado de tal trance.

En la noche, reunido con las personas más importantes de la comunidad, Cristóbal urdió un plan: les informó que la esclava Asu, aprovechándose de su bondad, le había robado cosas personales, pero como no era su función acusar y sí perdonar, dejaba a las autoridades la misión de encontrar a la ladrona, con una insinuación acerca de su “extraña forma de hablar ante la cruz”, su “rechazo” a la confesión y su “negativa a ser bautizada”.

El gobernador, abuelo del terrateniente Olmedo, no dijo nada frente al cura, pero al salir con sus ayudantes y los otros personajes importantes, dejó escapar de sus labios la palabra “bruja”, simplemente. Las mujeres presentes se santiguaron y comenzaron los chismes y murmuraciones, y al día siguiente, ya la comunidad hablaba de ritos, embrujos y hasta sacrificios.

Pronto la turba llegó al bodegón, tomaron presa a la esclava, la castigaron y luego, herida, la encerraron en el calabozo de la parroquia sin explicación alguna, solo le dijeron a doña Josefa que los cargos eran tan serios que no le convenía intervenir, para no hallarse comprometida.

Se hicieron reuniones de vecinos, se juntaron firmas y por último se resolvió pedirle al cura que efectuara un juicio inquisidor para demostrar por sí o por no, si la esclava acusada de robo además era bruja y realizaba embrujos por encargo y por venganza.

Ya en el calabozo, Asu tomó un trozo de carbón que se hallaba en el piso y, sobre el muro que da al lateral del sitio, una pared de maderas y adobe, bien firme y asentado, comenzó a dibujar una figura, que luego de unas horas adquirió la forma de un monje, con su túnica y capucha. Su rostro no se veía, pero solo le falta la guadaña para que pareciera la “parca”, con una joroba en su espalda, muy similar a la de Cristóbal, en un tamaño casi natural.

Sin prisa, pero sin pausa, trató de completar su obra, lo más parecida a la realidad que pudo, a pesar de tener las manos atadas con tiras de cuero.

Esa noche, ya de madrugada, una sombra se acercó al calabozo, Asu dormía en su catre, con cierto alivio de haber hecho un buen trabajo. La sombra abrió la puerta, se acercó a la detenida y le aplicó un cuchillo en el cuello, diciéndole que no gritara, que se quedara quieta o sería su último día en la tierra. Sin poder defenderse, acató la amenaza y no se movió. La sombra, casualmente vestida como el dibujo que ella había hecho, levantó su falda, y apretando el cuchillo en el cuello, al punto de sangrarla, la violó. Al terminar, salió, cerró el calabozo y la amenazó para que no dijera nada de lo ocurrido.

Con lágrimas en sus ojos, ella sabía quién había sido el violador, se levantó y con sus manos aún temblando, en plena oscuridad, tomó parte del fluido de su interior y lo expandió sobre el dibujo.

Así se sucedieron las siguientes noches, con castigos corporales por defenderse, siendo violada constantemente. Pasados unos días, completó su dibujo, quedando la imagen del monje torcido, levantando una tapa del piso, y apareciendo dentro del pozo, lenguas de fuego, como si se abrieran las puertas del infierno.

En una de esas violaciones, Asu logró cortarle algunos cabellos con sus dientes; en otra ocasión, mordió el hombro del violador, sacándole sangre, lo que hizo que el atacante se excitara mucho más.