Cuentos de Fray Mocho - Fray Mocho - E-Book

Cuentos de Fray Mocho E-Book

Fray Mocho

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Beschreibung

«Cuentos de Fray Mocho» es una recopilación de cuentos y relatos costumbristas de Fray Mocho, entre los que se encuentran, por ejemplo, «El lechero», «Pascalino», «Instantánea», «Monologando», «Me mudo al norte», «Leyendas entrerrianas: Más vale maña que fuerza», «Tierna despedida» o «En la comisaría». Y que componen un retrato de la sociedad argentina de la época.

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Seitenzahl: 351

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Fray Mocho

Cuentos de Fray Mocho

 

Saga

Cuentos de Fray Mocho

 

Copyright © 1906, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726641028

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

EL LECHERO

Siendo la leche el primer alimento que se le da a los recién nacidos, necesario era que mi primer artículo para Caras y Caretas tuviese sabor lácteo, para lo cual ningún tipo de los que me obligaron a presentar incomodaba tanto a mi propósito como el del lechero.

Ya se fue el marchante de los buenos tiempos viejos, que los niños esperábamos ansiosos por la yapa de leche, exigua y por ello sabrosa, y los más grandecitos y traviesos, por el mancarrón cargado con los tarros, sobre cuyas tapas envueltas en trapos se extendía el cuero de carnero que le servía de trono y sobre el cual, arrodillado y erguido el busto, marchaba a trote de lechero, como se decía, el viejo vasco cantor y alegre.

¡ Qué famosos galopes hasta la bocacalle, con corrida de todos los perros vecinos!

Se fue el marchante y con él se ha ido una nota típica de Buenos Aires y también el arreador usado como cetro; la boina terciada sobre la oreja; el chiripá de grano de oro cayendo apenas sobre la bota de becerro chueca y embarrada; el tirador, que era una especie de cafarnaúm en que se hallaban botones desertores, cartas de mucamas aventureras que comenzaban con el invariable “cerido marchante digamé ci es sierto que me dará el haniyito ei le doy el veso”, pesos chicos con carnerito, cabellos mezclados con flores secas, horquillas para la novia preferida—la paisana—que le esperaba entre sus patos y gallinas, allá por Morón o San Justo, y a veces el papelito que “la patrona gorda”, “la flaca de Maipú”, “la vieja del Socorro”, como él designaba a su clientela, le encargaban manteca fresca o huevos caseros para la niña y también las milongas en vascuence, entonadas al bordear un charco suburbano, y la original “fonda de vascos” donde entre copa y copa de vino se comentaba a gritos toda la vida porteña, mirada desde la cocina.

A otros tiempos otros tipos.

 

Ahora tenemos el carrito con vasijas de latón, lustrosas de puro limpias; el lechero de delantal y gorro blanco, serio, grave, que no canta, ni ríe, ni dice chicoleos; la manteca en panes de ilusión y harina y el agua y la sofisticación reinando omnipotentes con sellos, patentes, certificados químicos y tapas higiénicas.

Y ahí va la vida, siguiendo su tortuoso camino, cada día menos pintoresca, menos nacional, diremos, pero más arreglada a las leyes y ordenanzas, por más que el viejo marchante desalojado diga melancólicamente, al ver pasar uno de los carritos triunfadores:

––¡Arodá nomás... masón condenao, que ya te allegará tu hora!...

PASCALINO

Es uno de nuestros calabreses más distinguidos y al mismo tiempo el verdulero más popular del barrio de la Piedad, cuyas calles recorre diariamente con su carrito de mano, desempeñando alternativamente el papel de caballo de tiro y el de comerciante al menudeo.

Es una especie de guión tirado desde la elegante casa de familia hasta el modesto cuarto de conventillo, y él nivela, tuteándolas, a la empingorotada dama a quien le falta de repente algún ingrediente para preparar un plato improvisado, con la cocinera sin trabajo, que para no perder la costumbre y asentar la mano, se sisa a sí misma cinco centavos en el clásico puchero.

Con su galerita terciada sobre la oreja, sus pantalones y su saco deshermanados, que de puro cortos ya casi ni se saludan, va de puerta en puerta, asomando su cara de doble sentido—pues desde la boca para arriba parece ser un melancólico, y desde el mismo punto para abajo, de un gordo divertido—y, gritando con doliente voz de falsete, que se filtra como en chorritos como a través de una mascada cosmopolita, verdadera asamblea de puchos callejeros:

––¡Se me caen los pantalones!... ¡ay!... ¡se me caen los pantalones!

 

La frase pregonera, que más parece anunciadora de una catástrofe escandalosa, ya no llama, sin embargo, la atención de la clientela: todo el barrio la conoce y sabe que traducida al criollo quiere decir simplemente:

––¡Señora!... ¡ Aquí está Pascalino!...

Y convocadas por ella salen las compradoras a la puerta, quienes francamente y quienes con un gracioso recato, revelador de escrúpulos sociales muy recomendables, mientras otras entablan su negociación desde el descanso de la escalera, obligándole a viajes frecuentes, hasta el carrito, que le permiten desplegar las gracias de su porte.

––¿Tiene longaniza, marchante?

––¡Merá! ¡Num gomprate chalchicho’oggi!... ¡Num é buona per naida!

––¿Por qué?

––¡Mo!... ¡Yandangarando periti li caniche dil monichipio!

––¿Qué me dice?

 

Aquí Pascalino, que se siente importante con su noticia, exclama en tono sentencioso al para que discretamente petulante:

––¡Domandalo al tuo maritos!... ¡Li canchi, vendono li periti a cuelo qui fanno cholchicho... ¡Guandio ti lo dicos e berqué lo só!

 

Y extrayendo del carrito un envoltorio de papeles, y de éste una yunta de chorizos que para luciro los mejor hace cabalgar sobre su índice:

––¡Merá!... ¡Roba fina, cuesta!... ¡Mó!... ¡Li chorichi non si fanno gum artigoli di perro!... ¡Cuesto si po mangiare comi-ti-lo-dico!

––Pero marchante... ¡yo lo que necesito son longanizas!

––¡Ti prechisa chorichi!... ¡Lo só bene!... ¡L’altra ruba non é buona, te l’ho deto!

––Pero vea, marchante...

 

Pascalino se siente arrebatado; las venas del cuello se le inflan, los ojos se le inyectan, le revuelve la bilis, evidentemente, la terquedad de una cliente que quiere longanizas cuando él no tiene y se encamina apresuradamente a su carro para marcharse, pero vuelve con la misma rapidez, se encara con ella, desocupa la boca de la mascada que le dificulta la palabra, y dice en tono despreciativo, aunque casi lloriqueante de puro meloso y derretido:

––¡Mó!... ¿Berqué nun parlate guiaro allora?... ¡Voy volete artigoli fati con gose di pero!... ¡Ebene!... ¡Andati al meregato si volete!... ¡Pascalino non dimentigará di la sua fama!

 

Y ante semejante indignación la compradora que necesitaba longanizas, se somete a la tiranía del marchante que, de casa en casa y de puerta en puerta, urde mentiras en su media lengua e impone su voluntad soberana.

INSTANTÁNEA

Bajo el azote de la lluvia que caía silenciosa, tenaz y como acompasada, llegó el jinete frente al rancho desmantelado que ocupaba la china hospitalaria, famosa en el pago; maneó el petizo maceta y panzón, cinchado casi en los sobacos, dobló el cuero de carnero que le servía de cojinillo, a fin de evitar la mojadura de la lana, y notando un caballito de cola recortada y atusado con coquetería, que dormitaba con una pata encogida bajo la diminuta enramada —refugio de una pava viuda y media docena de gallinas, usufructuarias de un gallo cegatón—, movió la cabeza con desagrado y silbando entre dientes cuna mazurca mestiza de tarantela, se acercó a la puerta enclenque e indiscreta; golpeó con los nidillos suavemente y esperó la respuesta con aires de desgano u desconfianza.

––¿Quién es?... —respondió una voz varonil y bien timbrada, que no era por cierto la ronca y casi gangosa de la buena amiga.

––¡Sonno io... Angelo... il discascarriadore de la estancia!

––¡Ah!... ¡Bueno!... Aquí no precisamos descascarriadores por aura!

––¡Ma!... Llove com’in cane e non ho piú cavallo!... Il petizo l’he riventato!... ¡Ho fatto ina galopiada di la gran siete!

––¡Bueno!... Váyase a la pulpería, entonces... ¡Está ahí... detrás del cardal!...

––¡Non poso!... Dichetele a la padrona... que sonno io... ¡Angelo!

––¡Dice la patrona que se deje de... embromar y que si es ángel por qué no se vuela!

––¡Corpo de Dio!... ¡Dichetele que non posso... perque sono pichone!

Y mientras de adentro se contestaba con una carcajada su salida espiritual, él se enhorquetaba en su petizo y estimulándole con el chicoteo de sus piernas se perdía al trotecito entre el cardal verdegueante, donde cantaba la lluvia su eterna canción monótona.

MONOLOGANDO

––Mirá, Joaquín, vos no me conocés tuavía; vos no sabés la liendre qu’es Justo Pérez... Aquí ande me ves con mi sombrerito requintao y mi pañuelito en el pescuezo, soy hombre que lo mismo me siento en el pescante de un coche particular, de esos que tienen caballos como los de aura –que se estiran en cuanto se paran—, que entro el molinete de una chata con cola... Yo nací en la calle Maipú, ¿sabés?... en la casa e los Garcías y h’estao acostumbrao a darme con gente y no con basura... ¡Bueno!... Y si no lo sabés, sabelo... a mí me cristianaron en la Mercé y jué mi padrino un italiano que tenía un almacén al lao de casa y que se murió por la fiebre grande... ¡Ile tomando el peso!... ¡Bueno!... Y cuando era vendedor de diarios siempre lo veía a don Bartolo ¿sabés?... ¡Bueno!... ¡Y por eso me da rabia que un alfayate como el pardo González, dentre a ser cabo nada más porque la mujer es planchadora del comisario!... ¡Mirá, che, a mí no me des hombre que se priende de polleras pa subir?... ¿sabés? ¡De asco pedí la baja y no vuelvo a la policía si no es que me llevan preso!... ¡Juna perra!... ¡Si yo juera como González, no me hubiesen faltao protecciones ni cadeneros!... También he tenido mi pior es nada, aunque sea feo decirlo... pero, mirá... cuando dejé de ser floristo y dentré a la cuarta, tenía una mujer italiana que había sido ama e leche de don Marquito Avellaneda... ¿sabés?... ¡Bueno!... Y ella me decía siempre que m’iba a hacer asender... y... ¿sabés lo qu’hice?... ¡Bueno!... Le pegué una patada a la suerte, pedí la baja y me fui con otra –una corista e Rafeto— y m’hice correntino e Morel... ¿te acordás?... ¡Bueno!... ¿Y qué querés?... yo soy así... lo mesmo trabajo e zanagoria en cualquier circo, que me priendo el machete u agarro el látigo y las riendas y salgo por esas calles vendiendo almanaques... ¡Bueno!... Y aura ya sabés: pa mí s’hizo la milonga e Morales.

 

Mi madre se llama Clara

Y mi hermana Claridá;

Yo me llamo Francamente...

¡Miren que casualidá!

“ME MUDO AL NORTE”

Siempre lo dije: si las cosas siguen como van hasta hoy yo tendré que abandonar estos barrios... ¿Quién diablo puede vivir hoy en el Sur, a menos que no sea algún payuca de esos que se mantienen con churrasco y le hacen cara fea a un caracol?... ¡Si esto está cada día más imposible!... ¡Antes siquiera tenía uno los rezagos del Mercao Viejo o la sopa e San Francisco, pero aura!... ¿Y del río, qué me dicen?... ¡Siempre era un recurso!... Lo tenía uno “ahicito no más”, como decía ño Pantalión, y siempre se hallaba entre la resaca un sábalo asonsao, una boga con la jeta rota o un bagre atorao con el anzuelo... ¿Y aura?... ¡Vaya uno a dar con el río!... ¡Lo han ido reculando... hasta el diablo!... ¡No!... ¡Eso sí... pa vivir bien, el Norte; esa es gente que sabe... y después, la municipalidad ayuda siquiera!... ¡Se acuerda del vecindario!... ¡Uno va por la vedera y camina trompezando con la comida... un caracú aquí, un espinazo allá!... ¡Los basureros siquiera son allí hombres de sociedá y a veces por un compromiso u por otro, se le pegan las sábanas... y dan un calce!... ¿Y qué me dicen de las diversiones? ¡Se sienta uno en una puerta y aquello es un veinticinco e Mayo! ¡Coches llenos de muchachas alegres, biciclistas, casas en que tocan el piano, carreros satisfechos con las propinas y que hasta pagan una copa... almaceneros que tiran cachos de salchichón!... ¡No!... ¡Aquello es otra cosa: no se puede negar! Y después Palermo, la Recoleta, las quintas llenas de flores... ¡No, no!... ¡He sido un bárbaro!... ¡Me mudo al Norte!

LEYENDAS ENTRERRIANAS MÁS VALE MAÑA QUE FUERZA

Fue alrededor de los fogones camperos de Entre Ríos, donde oí por vez primera los fragmentos del poema simbólico –de que forma parte mínima esta leyenda sencilla— destinado a perpetuar por la tradición oral el conocimiento que los hombres adquirirían de la vida y costumbres de los animales, ya en las cuchillas enhiestas en que el sol fecundante reverbera, como en las cuestas alegres donde verdean los pastizales tutelares y negrean los montes rumorosos o en los juncales movedizos que tienden su manto pintarrajeado sobre las aguas dormidas de los arroyos y de las lagunas.

Cuando el hombre no reinaba todavía sobre todos los animales que pueblan la tierra, era el avestruz el rey de ésta, pues con su velocidad y su oído fino escapaba de las acechanzas del tigre –su único rival, que le aguardaba oculto entre los pastizales hirsutos—, dominándole con su vuelo poderoso, que le permitía penetrar el monte enmarañado e ir a sorprender sus crías –arrebatándolas al celo de la madre— para elevarlas en los aires y estrellarlas sobre los raros pedregales del llano o de las abras medrosas.

El avestruz volaba entonces como un gavilán y nadaba como un pez: perdió estas facultades cuando, orgulloso de su dominio en los aires, en la tierra y en las aguas, quiso llegar hasta las nubes para verlas por detrás. Un rayo le quemó las alas y con ello le quitó no sólo el dominio de los aires, sino también el de las aguas, pues apenas le quedó la propiedad de nadar en línea recta –recurso extremo en caso de persecución excepcional— sin poder manejarse a voluntad.

En cada región tenía un rival temible; en la tierra el tigre, en el agua el sapo y en los aires el águila negra, habitadora silenciosa de la copa de los molles y coronillos. El sapo –que en el poema personifica la astucia— era el más grande calavera de la región, y como cantor, guitarrero y divertido, su fama era tan universal como su suerte en lideres amorosas.

Ya no eran sólo las ranas y renacuajos su prole conocida, sino que, sorprendiendo una siesta a la vieja del agua, libando las flores de un camalote, engendró en ella el bagre negro, que habita entre los charcos y lagunas, ufano de su origen; en una tararira, que jugueteaba entre un juncal naciente, tuvo al moncholo inquieto y en la anguila, que vive en el cauce de los riachos sin corriente, la raya venenosa y agresiva.

Una noche sorprendió dormida una víbora de la cruz junto a un cañaveral donde acostumbraba ocultar su ponzoña para bañarse y dio vida al escuerzo repugnante y en otras víboras inofensivas engendró el lagarto y la lagartija, y en la de dos cabezas el camaleón de veneno letal.

Sus amores y sus riñas son hermanos y maridos ofendidos, forman en el poema un largo capítulo interesante, y cuando el avestruz conoció las perturbaciones que en el agua y en la tierra introducía su conducta desordenada, le declaró franca guerra de exterminio.

Apercibido el sapo de la merma que sufría su prole, buscó al avestruz y lo retó a duelo, mereciendo de éste una sonrisa de desprecio que le alcanzó el alma, si acaso la tenía.

––¿No quiere pelear?... ¡Pues le corro una carrera, entonces!

 

Nueva sonrisa del avestruz le valió esta petulancia.

No obstante, tanto insistió y tanta propaganda hizo contra el rey de la tierra, que éste, como por ironía, le aceptó su desafío.

Correrían, en el primer día de la próxima primavera, un tiro de una legua en cierta llanura donde el avestruz acostumbraba ejercitarse de continuo; en la raya se pondría un mortero, en cuya parte hueca se sentaría el ganador, bien que esto último no fuera condición obligatoria para el sapo, y como precio, arreglaron que si el avestruz triunfaba, el sapo sería su esclavo y le salvaría sus nidadas del latrocinio de los ratones que las perseguían, y si el sapo era el ganador, el avestruz no mataría ni comería jamás a ningún ser que llevara su sangre, pudiendo, no obstante, matar a cualquiera de los que admitieran sus requiebros y amoríos.

El sapo, llegando el día y lugar de la cita, fue a los pajonales, reunió un centenar de los suyos y dándoles sus instrucciones secretas, salió con ellos, ocultamente, algunas noches antes del día fijado para la carrera que iba a decidir de su porvenir y del de su raza.

Llegó éste, hermoso y alegre como son en Entre Ríos los días primaverales, sorprendiendo ya en el punto de partida al sapo--—ventrudo y pesado—que parecía, contra su natural, ansioso y anhelante, contrastando con su esbelto rival, que con aire zumbón gambeteaba sobre el llano, luciendo la agilidad de sus músculos y la sutileza de su espíritu, inagotable para suministrarle formas de engaño con que burlar la expectativa de sus perseguidores o adversarios.

Dada la señal de los rayeros—el peludo, símbolo de la justicia, por lo lento, probablemente, y la tortuga, personificación de la perspicacia y la reflexión—estaban en su puesto así como el mortero que serviría de asiento al ganador, se largó la carrera, constatando el avestruz, con sorpresa creciente, que por más que aceleraba su marcha, siempre saltaba adelante suyo y a poca distancia, su ventrudo adversario.

Cuando llegó el mortero y se dejó caer pesadamente en el hueco que le serviría de asiento y a cuya forma se adaptaba admirablemente su cuerpo, oyó que el sapo le gritaba desde el fondo:

––¡Cuidado, amigo... mire que hay gente!

 

Con pesar reconoció el avestruz petulante su increíble derrota y nunca sospechó que su adversario le había ganado con más ingenio que celeridad, pues había escalonado a lo largo del camino muchos de sus congéneres, que tenían por misión saltar delante del ágil adversario, a medida que éste avanzara, ocultando dentro del mortero a su hermano, que más que sapo alguno se le parecía y que era habilísimo en parlamentos y discusiones.

El avestruz vencido juró respetar la prole de su vencedor y hacerla respetar a los suyos, y éste a su vez, por caballerosidad, ya que el contrato no le obligaba, prometió al avestruz cuidar sus nidadas, que el ratón –por otra parte su enemigo personal por cuestión de mujeres—perseguía encarnizado.

Desde entonces el avestruz no mata ni come sapos ni alimaña alguna que con éste tenga parentesco, ya sea legal o ilegal, y el sapo se hizo el guardián de las nidadas de aquél, y por esto y no por glotonería ni por amor a las moscas—que atraídas por el huevo que con el fin de reunirlas, para alimento de los polluelos nacientes, reserva sin empollar el avestruz clueco––, como algunos maliciosos suponen, fue que el sapo tomó sobre sí la odiosa comisión que ha cumplido tan fielmente.

Este odio tradicional, del cual el hombre se apoderó más tarde por la indiscreción de una araña charlatana, es el que ha servido al agricultor para defender sus trojes de la voracidad del astuto roedor: local donde se encierran sapos queda libre de ratones aun cuando contenga montañas de maíz fragante y tentador.

TIERNA DESPEDIDA

––Ya te lo he dicho, Natalia, y no me obligués a que te lo repita... ¡Vos estabas buena pa mujer de cuartiador, no digo que no, pero pa mujer de vigilante te falta laya!... ¡Suponé que te tenga que presentar al sargento e mi cuarto, u al oficial, u a alguno de los compañeros!... ¡Ponete en el caso y contestame! ¿Qué pensarían de un agente que trompezaba tan fiero!... Tal ves lo tomarían por zanagoria de algún circo e pruebas u por organisto e la calle... ¡No, no!... ¡Convencete!... ¡Devolveme mis pilchas y hoy u mañana si necesitás protección no te olvidés de que Pedro Gorosito supo quererte y de que no se marea ni cuando lo hagan cabo primero!

––¡Mirá el discurso!... ¿Quién había e figurarse, roñoso, que llegarías a creerte gente?...

––Mirá, Natalia... respetá a la polecía... ¿sabés? Y no subás la prima porque la vas embarrar...

 

––¿Yo?... ¡Vaya!... Mirá... te lo digo con franqueza, ¿entendés?... Podés dirte cuando se te antoje y llevarte tus murriñas... Cuidao no me vayas a dejar en lo oscuro... Veanlón al roñoso que porque se priende un machete y se pone guantes los domingos, ya se cree igual a don Bartolo... ¡Miren qué traza!...

––¡Che, che!... ¡Pará el carro y no arrugués, que no hay quien planche! ¿No te olvidés que estás hablando conmigo, eh?...

––¡Buena tripa pa chorizo!... Mirá... llévate tus cosas de una vez y mándate mudar: ahí al lado de la tina están tus chancletas y abajo e la cama tu chapona y la única camisa que tenés...

––¡Ah!¡Ah!... Aura salimos con esas... ¿eh? ¿Con que no tenés prendas mías, no?... Mirá, Natalia, no seas chiflada y atendé la razón... No me tomes pa cadenero; ya sabés que yo soy de esos que no se estira; ¡no me hagas que dentre ande no quiero dentrar!... Devolveme mis pilchas y sigamos de amigos, ¡qué diablos!... Tal vez, mi hija, todavía te sirva de algo... ser amiga de un agente, che, no es cosa de tragar así no más... ¡sin mascar!

––¿ Y qué prendas tenés aquí ni en ninguna parte?... ¿Si estarás soñando que sos tendero?... Atendeme y entendé: en este cuarto ni tus puchos pa recuerdo... ¡ni tu sombra!... Y no creas que no me alegro, porque al fin pa tener pulgas y no sentir comezón, vale más sacudirse la pollera... ¡Con que así, mi hijito, anda, acerca tu miseria a otra más necesitada!...

––¿Y mi pañuelo de seda?

––¿Pañuelo e seda tuyo? ¿Diande vas a sacar?... Ese que usabas era mío ¿no te acordás?... ¡Bueno! ¡era mío!... ¿ Y sabés quién me lo dio?...¡Bueno!... Uno que vale más que vos ¿sabés?... ¡Don Santiago el botellero, que anda como pichicho por mí!

––¡Güen gringo chancho!... Mirá, ni me nombrés a ese gringo, Natalia, si no querés que haga una barbaridá... Y aura escuchame lo que viá decirte, ¿sabés?... Yo me voy de tu lao, pero si llego a saber que el botellero dentra a llevarte el apunte, vengo un día y ni aunque me den de baja...

––¿Qué vas a venir roñoso?... ¡Aura cuando salgás de aquí, te tragás el machete y comenzás a caminar solo como el eléctrico!... Hasta Roca te va a parecer enano... ¡cuanti más el botellero!...

EN LA COMISARÍA EL MARCHANTE MÁS ANTIGUO

––¡Ah! ¡Ah!... ¿Otra vez?... ¡Pero hombre!... ¿Para que andás con cumplimientos?... ¿Porqué no te alquilás un calabocito?... Te lo daremos barato...

––Ya veo... ¡hum!... por lo diablo debes ser el comisario el que habla... ¡hum! ¡Yo ni aunque esté mas chupao que caramelo, conozco al gobierno!...¡Mirá!... Pa ser bicho y tener dentrada hasta en las confiterías, basta ser autoridá... ¡Y los comisarios cómo se ponen de vivos en cuanto les cuelgan la medalla!

––¡Che! ¡Che!... ¡Mirá!... No te pasés de pato a ganso y aunque estés borracho, acordate de que tenés madre ¿no?

––¡Orst!... ¡Y si es verdá! ¡Vea!... Yo me llamo Agapito Jiménez y me he criao frente a lo del coronel Dantas... ¿Sabe?... En la parroquia de la Consesión y al lado de casa vivía un muchacho que se llamaba Aniceto, que era brutísimo y sonso y comilón de manises y además ahijado del coronel... Todos decían en el barrio quíiba ser de los de la Convalescencia porque era golpiau de la cuna... ¡y les pegó un chasco de órdago!... Se metió en política y ¡que se yo! Y un redepente ¡zas! Lo nombraron comisario del Tuyú... ¡Si viera lo diablo que se puso!... Lo que tenía güen sueldo, le brotaban las gracias como granos... sin hacer ruido... ¡Prueba con el Agapito!... Me sabía contar mi compadre don Ruperto, que se jué de cabo con él, que daba gusto ver las travesuras qu'idiaba todos los días y cómo hacía perecer de risa a los emplias y de rabia a los vigilantes, pues con tres hacía el servicio de veinticinco y se guardaba los sueldos... ¡Era diablísimo!

––¡A ver... a ver!... Metan dentro al loco éste... que si no lo vamos a tener que convidar.

––¡Gracias, comisario!... ¡Yo tomo sin soda!... Así no más... ¡hum! ¡ginebrita pelada!... ¡Orst!... ¡No arrempuje, vigilante... espere!... ¿Qué?... ¿no ve que estamos conversando con su jefe?... Aprienda a respetar... ¡Caramba con la gentecita esta!

––Bueno... ¡Siga pa dentro!...

––¡Qué bárbaro!... ¿Te crees que viá dir pa'juera?... Mirá; por esta cruz, ¿ves?... no te vas a dejar dar de baja... vos estás destinao pa manate... Vea, comisario... ¿y cuándo me va a largar? Yo estoy conchabao con un pianisto pa’arrempujarle el istrumento y si me dejan aquí viá perder el acomodo...

––Luego... ¡si pagás la multa!

––Cómo no... ¡si fían!... ¡No tengo más que cinco pesos!... ¿Porqué no me hace una rebajita, comisario?

––¡Bueno!... ¡Siga pa dentro!

––¡Esperate, hombre!... ¡Permita Dios que por apurao se te caigan los dientes... de comer queso!... Mire, comisario, ya sabe que soy chupador pero güen hombre... Tenga consideración... ¿l’oye?... ¡Piense que soy el marchante más viejo e la sesión!...

ENTRE DOS MATES

Y el viejo capataz, que ha andado a campo toda la mañana, acompañando al patrón en una de las raras recorridas que suele pegarle a su estancia, a la entrada de cada estación, para ver cómo vienen los pastos y pesar con sus ojos de ganadero práctico los kilogramos de gordura que tiene su hacienda, aprovecha la oportunidad de una parada en las casas para reconfortarse el estómago con un par de amargos, cebados por la mano primorosa de doña Petrona, la cocinera de la familia, propietaria y su amiga vieja, con quien le gusta de vez en cuando echar un párrafo sabroso, haciéndola platicar sobre sus desventuras matrimoniales, que son de pública notoriedad, y que él se permite echar a la chacota, como estimulando su verba maliciosa y picante, que lo mismo se ensaña con doña Graciana, la mujer del arrendatario, que en los melindres de la patrona.

Y ha llegado en buen momento, a juzgar por la cara avinagrada de su amiga, que si bien le alcanza el mate, entre sonriente y grave, muestra en su ceño adusto y en el relampagueo de sus ojitos negros y lucientes, que una tormenta ruge en su espíritu a punto de estallar.

El gaucho, socarrón y malicioso, saborea en silencio el primer mate, observando al descuido la cara de la cebadora y piensa para sí en que quizás la visita matinal de la señora a cacerolas y fogones habrá valido a su guardiana lo que le valieron a él, a la misma hora y de parte de su patrón, unos alambres flojos hallados allá en el linde del campo o unos corderos muertos encontrados a la salida del cardal, y que eran prueba manifiesta de desidia y abandono.

La verdad es que hay días que parecen consagrados al diablo y que, en ese caso, lo mejor es echarse el alma a la espalda y buscarse diversión barata a costa de cualquiera que esté dispuesto a tomarse a lo serio las contrariedades de la vida.

Y al recibir el segundo mate, no pudo menos que sonreír, mirando el aire preocupado de la cebadora y quedarse mirándola con aire bonachón...

––¡Orst!... ¿Qué me mira?... ¿Se cree que soy figurita?

––¡Qué ña Patrona ésta!... ¿Conque al fin la dejó mi compadre?

––¿La dejó?... Seré hilacha, acaso, pa que me deje cualisquier rotoso...

––No digo tanto... cuanti más que sé de alguno que anda perdiendo el poncho por usté... Y así le decía siempre a mi compadre cada vez que la vía con su pollerita cortita, de aquí p’allá con los trajines de la cocina: “Mire, compadre... conserve esa prenda, que es un tesoro!...” Y mi compadre se reía nomás, y moviendo aquel dedo mocho que tenía en la zurda, me decía que no sabía porque lo quería tanto usté, y cráia que juera por el olor a caña que siempre le tomaba...

 

––¡Qué arrastrao?... ¿Con que eso le decía?... Mire, compadre... lo que me está hablando, estoy recordando a doña Eloya la puestera de la costa, que supo ser su consentida... aquella que se le juyó al marido dejándole todos los hijos... ¿se acuerda?... La pobre me decía siempre, pensando en lo que usté la quería: “¡Qué hombre, ña Petrona, es su compadre!... Por lo aquerenciao, parece que se hubiese criado guacho... De aquí de casa no sale mientras hay yerba o un churrasco colgao en la ramada...

EL AHIJADO DEL COMISARIO

––No, che; ¡eso sí que no! Ni como agente ¿sabés? Ni como amigo, puedo encontrarte a bien que seas ingrato con el comisario... ¡Como quiera que sea, él te ha criao ¿sabés? Y te ha hecho gente!

––¡Si te mamás... con soda!... ¡Ti ha criao!... ¡Diande... me hablás que no te oigo?... Yo, ¿sabés? Dentré ya grande a su casa... muchachito e servicio... que ya ganaba su bifecito... Y me han sacao el jugo con el cuento de era ahijao de confirmación... ¡Pucha con la crianza cara!...

 

Le he servido de mucamo, de cocinero, de caballerizo y del diablo, quince años... y aura salimos con que tuavía estoy enditao... ¡Estás loco, hermano... y tu mama no sabe nada!

 

––Mirá, Mamerto, vos tenés mucha letra menuda ¿sabés?... pero conmigo es al ñudo. Ni aunque te lambás el cogote me vas a hacer creer que sos pruebista. ¿Quién te ha enseñao lo que sabés, vamos a ver?

––¡Lo que sabés!... ¿Y te creés que si yo toco la guitarra u mi hago ver en el redoblante se lo debo a él ni a naides?... Es de óido m’hijito y de afición y más bien se lo debo al sargento Nemesio que m’hizo dentrar en “Los caminantes de Balvanera”. Yo ¿sabés? ¿querés que te lo confiese? No les tengo rabia ni al comisario ni a la señora... pero a la suegra, ¡que Dios permita la reviente un tranway, no la puedo aguantar, che!... ¡Si me tenía todo el día como mascada’e loco, de un lao para otro, buscándole tul de cinco centavos la vara pa remendar la pamela u frezadas di a peso u carreteles d’hilo di a vainte la docena!

 

––¡Bueno!... Pero esas son cosas nomás, hermano... En ninguna parte vas a estar como en lo del comisario... cremeló.

 

––¡No, che!... ¿qué querés?... aura vi’aver si puedo vivir solo un tiempito, enseñándole a mi loro a cantar el hino nacional y después veremos si me hago nombrar ispetor d’impuestos internos como lo han nombrao a Bachichín...

 

––¡Bah!... ¡bah!... ¡bah!... Mamerto, mirá, te lo digo endeveras ¿ l’ois? Por esta cruz ¿ves?... ¡Vas a dir a parar a la casa e locos!... ¡Che, che!... ¡Mirá, como el hijo e Bachichín!... Bien decía el comisario que a vos te daba por hablar solo y espantarte las moscas en l’oscuro...

––¿El hijo e Bachichín?... ¡Gran cosa!... ¡Un animal que no sabe ni acompañar un pasodoble!... ¡No embromés, hombre!... Dejá que yo dentre a la orquesta e la Opera y vas a saber cuántas son cinco...

 

Hasta me van a sacar en los diarios y tuavía lo via dejar al comisario con la boca abierta...

 

––Tu mama vendía alfajores... ¡Qué bárbaro!...

 

––¿Bárbaro?... ¿Y qué más que yo han sido muchos de esos que figuran?... ¿Vamos a ver?... ¿Qué ha sido el mismo comisario?... ¿O te crees que yo no lo conozco al gringo tuerto que lo tenía a pión en los Corrales? Mirá, hermano, vos nunca has de ser nada ¿sabés?... sos de los que se contentan con pitar un cigarro negro y se sienten orgullosos porque los saluda el oficial.

––¡Che, che!... ¡Mirenlón!... Y vos sos de los que corcovean con el chorro en el hospicio a juerza de ser diablos y advertidos... Bueno, pues, ya sabés mi opinión, hermano... Acordate de que el Comisario es tu padrino y de que mal que mal él te crió...

 

––¡Pucha con la crianza, más cantada que la milonga!... ¡Cualquiera creía que el comisario al criarme a mí lo hubiese criado a Liandro Alén!...

 

––¡Óigale!... ¡Pise juerte y no tenga asco!... ¡Pucha con el Mamerto!... ¡Pa pegarte no t’iguala ni la mugre!

CADA CUAL SE AGARRA CON LAS UÑAS QUE TIENE

La lechuza, agorera de la muerte para nosotros los de la edad presente, era para los de la edad remota––que zurcieron el poema en que a los animales se atribuyen las prerrogativas de los hombres–– mensajera de amores y de enredos y quien preparó con sus hábiles manejos la extraña boda de la nutria y el jabalí, progenitores del carpincho, en unión con su comadre la vizcacha, personificación de la avaricia que proporciona la comodidad de sus barracas subterráneas a todos aquellos que han menester de un refugio, siempre más barato que el servicio con que ellos retribuyen el hospedaje.

 

Las oscuras galerías del enorme palacio siempre en obra, son campo neutral donde no hay antagonismos ni rivalidades, debido a la celosa vigilancia de las dueñas de casa, y así se ve al ratón, que haciéndose el distraído, revuelve un montón de raíces olorosas, mirar impasible al sapo compadrón, que con el sombrero sobre la oreja y las manos en los bolsillos se pasea nervioso, lanzando miradas de soslayo a una víbora viuda y coquetona, que luce su agilidad sobre una rama seca, en cuyo extremo una araña chismosa, con los anteojos casi en la punta de su nariz vergonzante, combina nuevos dibujos para sus telas sutiles, canturreando entre dientes una antigua canción de amor, que hace sonreír a un viejo lagarto centenario, a quien la parálisis impide sus habituales correrías y que mata el tiempo refiriendo extrañas aventuras a un peludo rengo y desdentado, sobre cuyo lomo rugoso juegan al truco tres moscas aventureras y un joven escarabajo rechoncho, que tiene sus pespuntes de Tenorio.

 

Abría el palacio su ancha portada protectora al pie de un coposo tala que crecía sobre un verde ribazo pintoresco y era en éste donde la extraña boda se hubiera festejado a no haberlo impedido una lluvia torrencial que, desbordando el vecino arroyo, obligó a los concurrentes a refugiarse en las galerías.

 

Allá, en el fondo, se veían, a la luz azulada e intermitente de las linternas, las curiosas parejas que bailaban y llegaban por ráfagas al oído de los mirones agrupados en la puerta, los mágicos sonidos que las chicharras y los grillos arrancaban a sus flautas sonoras, las notas alegres de los clarines que tocaban las mosquitas y los abejorros, y el rasgueo armonioso de las guitarras en que lucían su habilidad las ranas acompañantes.

 

De repente las músicas cesaron, se apagaron las luces y una masa informe que chillaba angustiada, comenzó a rodar hacia la puerta, apareciendo al fin en ésta sin sombrero, con el poncho arrollado al brazo y en la diestra el facón ávido de sangre, un gato montés a quien atacaban encarnizados cuatro vizcachones veteranos, auxiliados por una veintena de jóvenes lagartos turbulentos. La lucha había sido ruda, y el viejo perturbador de bailes y diversiones llegaba jadeante a la salida, cuando vio que el agua le cortaba la retirada. Ya se disponía a una nueva embestida a sus adversarios, que, ignorantes de la situación angustiosa en que se hallaba, se habían agrupado en el vestíbulo, temerosos de salir a campo raso, cuando oyó la voz cascada de un viejo bagre asmático que, aprovechando de la creciente y de la proximidad del baile, estaba acurrucado junto a un raigón que ya bañaban las aguas:

––¡Hola, amigo!... ¡Que cosa bárbara!... ¡Páseme al otro lado, por vida suya!... ¡Me van a achurar en este albardón!... ¡Si había habido un gentío tremendo y una mozada bravísima!...

––¡Orst!... ¿Y cómo no?... ¡Qué! ¿No sabía quienes se casaban?

––Si... pero ¿qué quiere? Yo estaba convidado también, pero me agarré con una vizcacha delicada que, en cuanto la tomé de la cintura, se echó a gritar y ahí nomás salimos trenzados con el hermano.

––¿Y cómo haré para pasarlo?... ¡Usted ha de ser pesadito!

––¡No señor! ¿Qué esperanza!... Yo me paso sobre usted y... es cuestión de un minuto.

Y así lo hicieron; pero no había nadado media vara el bagre cuando preguntó a su protegido con vos compungida:

––¿Qué hace, compañero?... ¡Me está desollando!

––Si voy paradito...

––¡Qué paradito, ni qué diablos!... Me va rompiendo el cuero...

––¡Ah! Serán las uñas.

––¡Bueno! ¡Saque las uñas entonces!

 

Discutiendo el punto, llegaron a la otra orilla y mientras el gato saltaba a tierra y el bagre se zambullía para meterse entre el barro y restañar la sangre que le brotaba del lomo, dijo el primero:

––Gracias, amigo, mil gracias, y ya sabe... el gato montés es su amigo...

––¡La gran perra!... ¡Buena caña para mojarrero!

 

Y el bagre se zambulló atormentado y dolorido, maldiciendo de su negra estrella y de su buen corazón que en tales pellejerías le metía.

 

Pasaron los días y con ellos las aguas del arroyo, que poco a poco fueron dejando en seco centenares de peces, cuyos esqueletos rígidos yacían sobre la arena, con gran dolor del viejo bagre compasivo, que los miraba desde un pequeño charco donde se había refugiado, pensando en la triste suerte que le aguardaba si no intervenía en su favor algún santo milagroso y encomendándose a todos con piadoso recogimiento.

 

Una mañana ––que él creía fuese la última que perteneciera a este mundo, pues desde la noche el agua en que se revolvía había sufrido una merma considerable––, vio de repente acercarse con cautela a su amigo el gato, que andaba a la pesca de un bocado apetitoso:

––¡Hola, compañero!... ¡Acérquese!... ¡Mire cómo está su amigo!

––¡Hombre, hombre! ––dio el gato, atusándose el bigote––; ¡cómo lo encuentro, compañero!... ¿Y qué tal la señora?

––¡Vea!... No estoy para informes ahora... ¿Quiere hacerme el favor de arrastrarme hasta por ahí donde haya agua?... ¡Me estoy ahogando en seco!

––¡Cómo no, bagre amigo... ya lo creo!... Vea: monte a caballo sobre mí y lo llevaré hasta allí, frente a aquel barranco donde hay un pozo profundo.

Y pronto comenzó el gato a trotar con su jinete, que se agarraba con las aletas y echaba el alma tosiendo:

––¡No tan ligero, por vida suya!... ¡Espérese, que me caigo!

 

Y de repente el gato, dando un brinco, exclamó encolerizado:

––¿Qué es eso, compadre?... ¡Me está taladrando las costillas!

––¡No, compadre; es que me agarro!

––¿Qué se agarra?... ¿A ver si larga?... ¡Orst!... ¡Esto sí que está bueno!... ¡Largue, compadre, o lo estrello!

 

Y el bagre, en silencio, aguantaba los brincos de su cabalgadura, exclamando entre dos golpes de tos:

––¡Si no es nada!... ¡Me he afirmado con la espina, no más!... ¡Siga un poquito que ya llegamos!

––¡Bueno!... ¡Saque, amigo!... ¡Que me agujerea el costillar!

––¡Pero, hombre, usted me desolló el lomo la vez pasada y yo no grité tanto!

––¡Fue con las uñas, amigo, que es distinto!

––¡Hombre! ¡Yo me afirmo con la espina no más!

 

Y como en ese momento llegaran a la orilla, el bagre pegó un salto y cayó al agua, exclamando mientras el gato se revolcaba en la arena desesperado.

––Amigo, en este mundo cada cual se agarra con las uñas que tiene... y no hay vuelta... Ya lo sabe para otra vez, como lo sé yo.

FILOSOFANDO

¡Yo no he visto en mi vida caballos más animales que estos míos! ¡Habi’estar yo en su lugar y me habían de sacar del pértigo ni que juera pa un resuellito y ya vería el carrero cuántas eran treinta y tres en un revite apurao!... ¡Ni a bola me agarraba naides, sino con la panza llena!... ¡Y estos condenaos, nada!... ¡Los largo y ahí se quedan con la jeta cáida y sin ganas ni de mosquiar!... ¡Juna perra!... No es por decir, pero parecen que jueran jueces de paz o comisarios y que el carro les debiera la patente... No; pero a mí no me pita ningún ñato por más narices que tenga... ¡O estos mancarrones comen aura que no me cuesta nada o luego revientan de hambre!... ¡No hay vuelta!... ¡Ellos podrán ser todo lo trompeta que quieran y me ganarán a pillo y a condenado... pero lo que es a bruto, ni aunque se mamen la oreja!... ¡Mirá con quién se han metido!... Yo les vi’a enseñar lo que no les enseñó la madre y le he’probar como le probé a mi compadre ño Gabriel, que yo puedo ser carrero y pobre y aperiao, pero que soy hombre de carácter y que si no he llegao a gobierno no ha sido por falta e ganas... ¡Caramba!.. ¡Parece increíble pero es verdá!... ¡Lo que no se ve en este mundo no se ve en ninguna parte!... ¿Y qué vi’a decir de los mancarrones por qué no quieren comer aura que tienen pasto?... ¡Si yo soy igualito!... ¿No la tengo abandonada, como rancho viejo, a Patrona mi mujer... una criolla linda y en unas carnes que li hacen hacer agua la boca a cualquiera y ando al trote atrás de ña Marica la puestera, que es una garra e cuero y que de yapa no me quiere?... ¡Si uno es ansí nomás... canalla y mal enseñao!... ¡Juna perra!... La verdá es que también si uno deja que hasta los caballos hagan su gusto ¿ande vamos a parar?... ¿Quién diantres le va a hacer entonces el gusto a uno?...¡No, no!... Dejémonos de pavadas!... ¡Al fin los mancarrones son mancarrones y uno es gente!... ¡Que pasteen no más aunque no tengan ganas, que no están los tiempos como p’andar tirando la plata al ñudo en mantención de sotretas!

ENTRE AMIGOS

––Qué... me decís, che.