En el mar Austral - Fray Mocho - E-Book

En el mar Austral E-Book

Fray Mocho

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Beschreibung

«En el mar Austral» (1898) es una crónica o novela documental de Fray Mocho, en donde el escritor relata, a través de numerosos testimonios de marineros y exploradores, un año de excursión, en un barco ballenero, por el extremo sur de Chile y de Argentina, la Tierra del Fuego. -

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Fray Mocho

En el mar Austral

 

Saga

En el mar Austral

 

Copyright © 1898, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726641035

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

1 EN LA PLAYA

Circunstancias que no son del caso mencionar, hicieron que una madrugada me sorprendiera sentado ante una mesa de El Diluvio - cafetín de mala muerte y de peor vida-, situado allá en una de las callejuelas de Punta Arenas, capital chilena del estado fueguino de Magallanes, que bajan culebreando hacia el mar.

La verdad es que mi situación no era desahogada en aquellos momentos y que negros nubarrones obscurecían el cielo de mi vida: con veinte años, solo, desconocido y sin un peso en el bolsillo -habiendo perdido esa noche en la ruleta el último que me quedaba-, no veía rumbo claro si no camino del mar, y por ello, lentamente, me había ido acercando a él.

Sentado a la cabecera de una mesa, miraba distraído el afán con que la patrona iba de acá para allá tras el pequeño mostrador, sacudiendo el frente del anaquel cargado de botellas con inscripciones en inglés -indicadoras de que si el cognac, el rom, el whisky y el snap que contenían no era legítimo, por lo menos era viejo-, y escuchaba, llevando el compás con el pie, una habanera que brotaba del teclado de un piano acatarrado, bajo los dedos del patrón, un gallego minúsculo, de gran cabeza cuadrada, que tenía cierta semejanza con los tapones de soda-water que rodaban por el suelo.

Estaba en uno de esos momentos en que uno, a fuerza de pensar no piensa en nada, y como única solución a mi situación embarazosa, se presentaba al espíritu atribulado la idea del suicidio.

La cosa se arregla fácilmente, me decía. Camino hasta allí, bajo por esa escotadura y llego al mar. Si me conviene, sigo hasta la punta del muelle, me paro al lado de aquel poste blanco y en el momento en que venga a romper una de esas olas grandes que truenan, ¡zas! me zambullo y... abur Perico... ¡me voy con ella! ... También puedo caminar -si no me conviene el muelle por ser tan alto y estar a la vista- hasta aquellas piedras negras que baña el agua y donde el mar rompe con furia: espero una ola grande y me lanzo... ¡Qué diablos! ... ¡Todo es cuestión de un minuto!

Aquí llegaba de mis reflexiones y ya se acercaba el momento de levantarme y elegir el punto más aparente para la catástrofe de mi vida, cuando llamó mi atención un diálogo medio en inglés y medio en italiano y español, sostenido por dos individuos que no había visto entrar y que estaban sentados a una mesa hacia mi derecha.

El que hablaba inglés, era un tipo de marinero muy pronunciado y yo lo veía con su pipa humeante entre los dientes y una sonrisa que nunca se borraba del todo de su fisonomía, dándole -juntamente con loa mechones de pelo rojo que se escapaban de su gorra chata de cuero de zorro y con su barba, recortada en forma de herradura, que ponía al descubierto una boca sin labios, que casi le llegaba desde una oreja a .a otra- un aire marcadamente funambulesco.

Su acompañante formaba con él un verdadero contraste: seco, anguloso, huesudo, estaba envuelto en una manta de lana de cuadritos blancos y negros y cubierto con una galerita, cuyas alas, verdaderamente embrionarias, eran una nota alegre que dulcificaba la expresión de su rostro, al cual sus ojos, chiquitos y vivos, acentuaban de una manera que hacía pensar en rastrillos, en ganchos, en uñas, en cosas., en fin, de agarrar y de arrastrar; aquella cara debía ser, indudablemente, la que soñó Shakespeare para su Sylock o Moliére para su Harpagón, y el •sombrerito debía ser obra de alguno de esos

hombres que echan a la chacota todas las cosas de la vida.

-¡Le digo a Ud. que no! ... El Gorro de doña Catalina es un canalla, un pillo y a mí me hace esto porque soy italiano ... ¿Sabrá bien Ud. cómo andamos ahora los franceses y los italianos...?

-Esa no es la cuestión... La cuestión es que, usted diga lo que diga, El Gorro de doña Catalina o cualquier otro Judas de mar o tierra, convenga en ir a dar la paliza ... ¡Eso es lo que interesa...! ¡Con los lobos ya se podrá empezar el otro mes y entre tanto iremos a Sloggett a lavar oro!

-Sí ...; pero El Gorro ...

-¡Mire! ... ¿ Cómo es que le dicen a Ud?

-Don Cayetano.

-¡Mire, Don Cayetano, no me embrome la paciencia, eh!... ¡Le va a caer una racha, si se descuida, que no le dejará ni las alas del galerín!-¡Vamos; diga derechamente si toma o no parte en la empresa y basta de charla!

-¡Vea ...! ¿Cómo le dicen a Ud?

-¿ Quiénes?

-¡Digo! ... ¿ Cómo le conocen a Ud ... cómo le llaman

-i Ah! ... ¿Mi nombre? ... ¡ Como quiera no más! ¡Cachalote, si le gusta!

-¡Bueno! ... ¡Vea, señor Cachalote, yo quiero ir algo en la empresa...; a mí me gusta, con franqueza! ... ¿Sabe? ... Lo único que hay es que estoy pobre y que el cutter va a consumir todo lo que tengo... ¿comprende? ¡Bueno!... ¡Vea, pues, que no puedo arriesgarme entonces, así no más, de palabra, sin una garantía! ¡Mire: consultemos a ese hombre que está ahí y que nos mira con cara de juez; verá, él me va a dar la razón...! ¡Negocio sin garantía no es negocio, don Cachalote... por la Madonna!

Y, sin más trámite, el titulado don Cayetano me saludó y me hizo seña de que me acercara a su mesa, aun cuando sin ofrecerme una copa de snap, como su compañero, que salvó la omisión con toda cortesanía.

-¿No le parece, señor, que lo que digo es justo? -me dijo con el acento más calabrescamente español que encontró en su repertorio-. ¿Cómo quiere que entre en un asunto como ése, sin una garantía?

-Veamos -repuse, luego de beber mi snap, que me supo a gloria, pues el airecito de la mañana, al colarse por entre las rendijas de las paredes de tabla que formaban la sala de El Diluvio helaba hasta las palabras-; no sé de qué se trata.

-Vea -me digo el inglés en su español chapurreado y dedicándome una de sus habituales sonrisas, que le llevó las comisuras de los labios casi hasta reunirse en el occipucio-, este señor, ahí donde usted lo ve, con ese sombrerito y esa cara de zorro, quiere convencerme de que es ventajoso para mí darle el cincuenta por ciento de una expedición de caza, pesca y lavado de oro que voy a hacer ... En cambio, ofrece hacerme abrir en plaza un crédito de cien pesos y, no contento todavía, me exige, para que el negocio sea negocio, que le garanta el préstamo con el cutter que tengo fondeado ahí ... en esa caleta de la derecha.

Don Cayetano oyó impasible esta tirada y ni parpadeó siquiera, limitándose a hundirse hasta el cogote su ridículo sombrerito, cuando se apercibió de que era motivo de broma para su contrincante.

Como yo continuara en silencio, el inglés se sacó la pipa de la boca, escupió con toda parsimonia, la colocó cuidadosamente sobre la mesa, y fijando luego una mirada en el prestamista digo:

-Mire Don Cayetano o Don Judas o el diablo yo no sirvo para juguete suyo ni de El Gorro de doña Catalina, que es otro que tal... ¡y le prevengo que no quiero hablar más de eso! ... ¡Si me habla, no respondo de que me aguanten las anclas! ... ¡Conque así... aquí me fondeo!

El calabrés, que seguía impasible el desarrollo del discurso, volvió a darle otro empugoncito a su gracioso sombrerito, escupió, se pasó por la boca la palma de la mano, y sacando de su garganta privilegiada las más agudas y más dulces notas del registro, replicó con vivacidad:

-¡Por San Genaro, señor Cachalote! ... Yo soy hombre de negocios y nada más. ¿A usted no le conviene lo que propongo? ... ¡Bueno! ... ¡Espera

remos! ... ¡Lo que no sirve a las ocho, suele servir a las once!

Y envolviéndose bien en su chal de cuadritos, salió con un paso menudo y apresurado, que tenía algo del andar de la laucha.

Cuando nos quedamos solos, el inglés fijó sus ojos en mí y exclamó

-¡Qué gente ésta, señor!... ¡Ese judío, El Gorro de doña Catalina y el otro, Guanaco, son todos rizos de la misma vela! ... Creen que el oficio de sleeping partner ... ¿Sabe? de "socio dormilón", les va a llenar el bolsillo sin hacer nada. ¡A fuerza de ser pillos son zonzos! ¡El "dormilón", si quiere ganar, debe ser liberal! ... Eso es lo justo, ¿no le parece?...

-Bueno - dije, por decir algo - pero entre amigos...

-¿Amigos?... ¡Esos! ... ¡Pero si los conozco tanto como a Ud, o como al diablo!

-¡Ah! ... Como le oí hablar del Gorro de doña Catalina y del Guanaco ...

-¿Ud. los conoce?

-¿Yo? ... ¡No! ... ¡Me llamaron la atención los nombres, no más! ...

-¿Qué nombres?

-Los de ellos.

-¡Ah! ... ¿Y Ud. cree que esos nombres son de ellos? ... Si estos tiburones se designan por apodos no más ... ¡Es costumbre de los loberos y de los buscadores de oro -sus víctimas- que ellos han tomado, en su afán de tomarles todo! ¿ No es de aquí Ud?

-¡ No, señor!

-¡Yo tampoco! ... ¡Ni quiero ser!... ¿Y se va a fondear aquí, en esta caleta de tiburones, o sigue viaje?

-¿Yo? ... Vea; no sé ... ¡Anoche me han pelado en la ruleta y no conozco a nadie, ni tengo un peso!

-¡Ah! ¡ ah! ... ¡Conozco! ... ¡Eso se llama estar a pique en veinte brazas! ... ¡Oh! ¡ oh! ... ¿ Quiere un remolque? ... Tengo mi cutter ahí, en la bahía: se llama "The Queen" y es chiquito, ¡pero marinero! ... Si gusta, hay lugar a bordo todavía...

Somos cuatro, que andamos por irnos a lobear, y uno más no nos hace daño ...; ¡al contrario!

Un rayo de luz alumbró mi ánimo abatido y acepté con júbilo la proposición tentadora: entre suicidarme estúpidamente en Punta Arenas o luchar brazo a brazo con la suerte, no era difícil la elección para un temperamento como el mío.

Y, por otra parte -¿a qué negarlo?- seducía a mi alma aventurera y a mi ardor juvenil, la vida accidentada de esos bravos que juegan su existencia a una sola carta - la única que les queda tal vez - y se lanzan a buscar fortuna, allá, entre los escollos donde la mar bravía rompe en los barrancos abruptos, paradero de los lobos que se recrean jugueteando con el espumarajo de las olas.

Me atraían con fuerza invencible las tajaduras sombrías de los peñascos enhiestos, donde ejercen su vigilancia los albatros y los alciones, guardianes solitarios del desierto imponente y grandioso.

2 BORDEJEANDO

Ese día lo pasé con el inglés, que en balde recorrió todos los puntos que conocía por referencias, como paradero habitual de prestamistas y negociantes de río revuelto, de "socios dormilones", como designan en la región a los que corren, solamente con su capital, los riesgos de las operaciones provechosas que se desarrollan, allá, en las soledades de los canales fueguinos o entre las roquerías salvajes del mar austral.

No encontró nadie que quisiera fiarle un centavo a la empresa que, con los tres compañeros que me había anunciado y yo, se proponía llevar a cabo y que no era otra que ir a dar una paliza -como se dice en la jerga regional, a la caza de los lobos marinos - y luego a lavar oro en un paraje que él decía conocer y de donde había sacado el capital suficiente para comprar el cutter que con bandera chilena cabeceaba a la derecha del muelle.

Este constituía, según lo afirmaba, todo su haber en el mundo y toda su esperanza para llegar a la realización de sus ilusiones, muchas y complicadísimas.

Era mi compañero y protector, según creí comprenderlo, un desertor de cierto barco holandés que había tocado años atrás en Santa Cruz, en la costa argentina y que más tarde se había perdido sin dejar ni rastros, en viaje de La Serena a la costa australiana.

No era inglés como yo lo había creído, sino norteamericano, pero se había formado en los veleros ingleses que hacen la navegación entre Jamaica y el Continente, llevando rom y azúcar para alimentar las refinerías yanquis, jamás repletas. Allí, juntamente con la navegación, aprendió a cobrar horror al agua, a ese líquido infame, como él decía, que sólo sirve para que los peces se bañen y los hombres se laven la cara.

Navegando de mar en mar, sin distinción de banderas, porque el hombre no tiene más patria que el barco que pisa, comenzó a chapurrear todos los idiomas conocidos y aun otros que no se conocen todavía sino por escasas personas, y ahora, cansado de su ascendereada existencia, buscaba un cabo a la suerte para echarse a tierra con el bolsillo lastrado.

Hasta entonces no había logrado sus propósitos, ni siquiera en principios. Trabajando siempre por cuenta de otros, jamás había podido verle las patas a la sota. Ahora las cosas cambiaban: tenía un cutter propio y ánimo suficiente para dar el gran salto y hacerse rico o morir por ahí, dondequiera, cuando le sonara la hora.

Era casi un desesperado como yo, si no lo era más, pero tenía mayor coraje y mayor audacia y sabía afrontar con decisión las tormentas de la vida.

-¿ Cree que a mí me importa no encontrar aquí buen fondo para el ancla? ... ¡Bah!... ¡Judíos no faltan! Y de hacerme desollar, prefiero que sea en cualquier otra parte, y no aquí, donde todos se han puesto de acuerdo. ¡Canallas! ... El que ha preparado la trampa es El Gorro de doña Catalina, ¡pero...!

-Dígame: ¿quién es ese Gorro de doña Catalina, que tanto nombran? ... ¿Qué es?

-Es un montenegrino o croata o qué se yo... Uno de esos diablos que no son turcos, ni húngaros, ni nada, sino hombres con más cáscara que una tortuga. Yo!e conocí hace muchos años en Kinsgton, en Jamaica: entonces era sacristán o aprendiz de cura en una iglesia presbiteriana que había en el puerto. Después!e encontré por ahí, por todas partes: unas veces de marinero, otras de contramaestre o de capitán. En!as Malvinas estuvo establecido con una especie de garito disimulado tras la apariencia de escritorio de consignaciones, y ahora, por mal de mis pecados, me he topado con él aquí, ejerciendo la industria de armador, almacenero o demonio.

-Pero, ¿cómo se llama? ... ¡Nombre verdadero ha de tener!...

-¡Ta! vez!. .. Pero ¡vaya á saber uno el nombre verdadero de un lobero o de un minero, que es lo mismo 1... En Jamaica no supe su nombre. v en Malvinas le llamaban la Mariposa, por esas manchas azules que tiene en!á cara.

-Pues amigo... ¡lindo tipo!

-Vea: es uno de esos piratas de tierra que más vale no hallar en el camino; ¡él es e! que me ha embromado aquí!.. . ¡Ha hecho una conjuración de judíos contra mí! ... ¡ Oh!. .. ¡pero no importa!... ¡El interés rompe todo: aquí hay mucha plata para los loberos como yo, que soy más conocido que el cachiyuyo... aunque nunca haya venido!... Ya verá: no ha de faltar quién se tiente. ¡Los "dormilones" tienen el ojo muy abierto!

Y luego comenzó á contarme las aventuras de su viejo conocido, sirviéndole de estimulante el snap de El Diluvio, ante una de cuyas mesas descansábamos de nuestra excursión por calles y callejones.

Según pude deducir, el personaje en cuestión era uno de esos aventureros que tanto abundan en los puertos de mar muy frecuentados, especie de resaca que flota á lo largo de los muelles, se pega á los cascos de los buques, si a mano viene, o se va quedando en la playa hasta que vientos favorables la llevan tierra adentro.

Por cierto que en Punta Arenas no era un ejemplar único: si no toda!á población, por lo menos la del puerto, era seguramente de la misma ralea en su casi totalidad.

-¿Entonces hace mucho que Ud. anda por estás tierras? ...

-¿Yo?... ¡Ya lo creo! Sin embargo nunca había estado sino de paso en está caleta, que es un verdadero abrigo de congrios y tiburones... ¡Una cosa es venir como he venido yo otras veces, á gastar los pesos recogidos por ahí lobeando o lavando oro - pues este pueblo se traga todo lo que producen las expediciones - y otra cosa es venir á comerciar como ahora!... ¿Punta Arenas? ... ¡Punta Uñas!e debían haber puesto! Entre Ud. á un bar, como éste en que estamos, por ejemplo, y se encuentra con que en vez de snap, de! que Ud. viene sediento, le queman las tripas con vitriolo y le rascan las orejas con!á musiquita esa del patrón; busca mujeres para pasar el aburrimiento y le presentan consumidoras de whisky, capaces de chuparse un almacén de una sentada; pide!á cuenta del gasto y... ¡en dos días de jolgorio le han comido á Ud. medio costillar!... ¿Sale á la calle? ... Pues no le digo nada: lo van convoyando los judíos, los trapisondistas y toda esa nube de sardinas hambrientas que serían capaces de comerse una ballena. Cuándo cae aquí un lobero con plata, tiene que ser muy hombre para escaparse: si no se la sacan con la bebida, es con!as mujeres o con las casas de juego... Vea: esta población es chica como Ud. ve - uizás seis mil almas-; bueno: ¡aquí hay más de cinco mujeres por hombre y el negocio más fuerte que hacen los barcos que van á Chile, es de botellas y cascos vacíos!

-¿Y el comercio es honrado? ... ¿Es rico?

-¿Rico?... ¡Ya lo creo!... Hay casas de mala muerte en apariencia -sobre todo aquí en e! puerto- que tienen capital de cien y de doscientos mil pesos. Ahora, de honrado no sé: cuándo Ud. compra porotos son capaces de mezclárselos con piedras... Esto no lo harán todos, los millonarios como Menéndez, por ejemplo, pero algunos no le quepa duda que lo hacen.

-¡Bueno... eso es natural!... La gente tiene que vivir.

-Claro que tiene que vivir, pero eso no quiere decir que lo haga a costa de uno. ¡Aquí, al que cae con plata le toman como carnada: los voraces le atropellan, le atosigan, le muerden, le empujan!..

-¿Ve esos dos que van entrando? ... ¡Le apuesto a que nos buscan a nosotros: ya verá déjemelos a mí no más!

Dos individuos, ni altos ni bajos, ni gruesos ni flacos y vestidos con trajes oscuros -una pieza de género utilizada en familia - se detuvieron ante nuestra mesa y, quitándose el sombrero y dejando ver ambos una gran calva lustrosa, dijo uno de ellos, hablando por la nariz y comiéndose la mayor parte de las sílabas, como es de hábito en los chilenos:

-¿Los niños son los que andan por ir a lobear en ese cutter que está ahí a la vera del muelle?

-Sí, señor.

-¡Perfectamente! ... Yo soy Andrónico del Cerro Z. y este niño, que tengo el gusto de presentarles, es mi primo y socio, el señor don Andrónico del Cerro T.

Mi compañero, que era alegre y chacotón de buena ley, dijo, cerrándome un ojo y usando el español más ainglesado que pudo encontrar en su largo repertorio de bromas

-¡Perfectamente!... ¡A esos cerros tan lindos... pero tan pelados al parecer, que acaba de presentarme, yo quiero presentarles también algo bueno: yo soy Guillermo Snap H., y este niño que es mi primo y socio, es don Guillermo Snap X...!

Y como sus interlocutores le miraron con ojos de asombro, exclamó con una de aquellas sus sonrisas tan características:

-¡Oh! ¡oh! ... ¡Yo sé!... ¡Entre nuestras dos familias se acaban el abecedario... si las dejan los maestros de escuela!

Al oírle, los dos del Cerro soltaron una carcajada y yo les imité, mientras el bromista, grave y serio, nos miraba por bajo las cejas, golpeando en la palma de la mano su pipa de madera que apestaba con el olor a la nicotina conservada.

-Pues bien, niños... nosotros celebramos conocerles y les invitamos a beber lo que gusten y a que hablemos dos palabras.

Y comenzó la charla entre el inglés y los visitantes.

Al poco rato, y en momentos en que el dueño de El Diluvio tocaba los últimos acordes de Marta, que hacía media hora gemía entre sus uñas, se pararon los tres:

-Lo dicho dicho está - dijo D. Andrónico del Cerro Z.

-Dicho está -repuso mi compañero.

Y nos despedimos.

-¿Ve?... ¿Qué le dije, compañero? ... Ya tenemos todo: ¡plata, provisiones y herramientas! No hay más obligación que darles a los Cerro el veinte por ciento líquido, venderles de preferencia los artículos y llevarles gratis a Ushuaia un pequeño contrabando de mercaderías... ¡Estos Cerro sí que saben ser "dormilones"! ¡Amigo, qué noche tenemos que pasar!... Cuando la suerte se acerca hay que festejarla: ¡ya somos ricos!

Y nos divertimos como puede divertirse uno en Punta Arenas: oyendo canciones marinas entonadas en los cafés por los concurrentes aficionados, viendo jugar o jugando algunas partidas de naipes y bebiendo brandy o whisky a todo lo que daba el garguero, especialmente el de mi nuevo amigo, que era casi sin rival.

Punta Arenas nocturno es una especialidad: la bebida y el juego son las diversiones casi exclusivas de la población y alternan con las representaciones de ocasión que suelen darse en la sala de tal o cual bar espacioso, sin que impidan a los concurrentes satisfacer su gusto favorito, ya sean las cartas o la botella.

Como se comprenderá, en estos jolgorios no faltan damas de aquéllas, por supuesto, que son como el desecho de todas las ciudades del mundo y que van allí atraídas por la generosidad proverbial de los loberos y de los lavadores de oro que, al regreso de sus expediciones peligrosas, no son por cierto exigentes ni descontentadizos.

Al día siguiente, que comenzó a las tres -hora en que en mi tierra las gentes acostumbran a usar aún la luz artificial, si llegan a hallarse despiertas por un evento -, nosotros empezábamos nuestras operaciones de carga.

Embarcamos, a vista y paciencia de todo el mundo, no sólo nuestras provisiones, sino también las mercaderías para Ushuaia, y nadie tomó razón de ellas ni nadie se preocupó de su procedencia ni destino.

Las provisiones no eran por cierto muy variadas y consistían en harina, galleta, porotos, te, café, algunas damajuanas del aguardiente chileno llamado guachacay, dos barriles de vino de la tierra, algunos cajones de ginebra y las ropas usuales en el trabajo que íbamos a emprender.

-¿Sabe que no es mucho lo que llevamos?

-¡Oh! ¡No es mucho, pero es lo necesario: ropa de lana y botas de vaqueta! ... A bordo ya tengo los útiles y las herramientas, no sólo para el lavado de oro sino también para la paliza: la sal es lo único que falta y ya llevo la orden para cargarla en Ushuaia.

-¿Sal? ¿Y para que, teniendo el mar?

-¡No!... ¡Sal de Cádiz, amigo... para salar los cueros, que cada uno vale una esterlina, y dos también! ... ¡ Oh! Hay que usar buena sal, y es carísima, como que viene de Europa... ¿Ve?... ¡Ahí tiene!... ¡Yo no se lo que hacen sus paisanos: tienen sal en toda la costa, allá arriba de Patagones y no mandan ni un grano! ... ¡Habían de tenerla así los chilenos y ya vería!

Concluida la carga, fuimos a una carnicería vecina al puerto, donde un alemán rechoncho nos recibió con cara de malas pulgas, proporcionándome la ocasión de saber prácticamente lo que es un comerciante al menudeo en la capital de Magallanes.

En la carnicería se vendían también verduras -al peso, como los fideos-, acordeones, ropas, baúles y relojes: cuando el carnicero vino a despachar estaba en la veta de pedir y sus precios eran algo de hiperbólico, sobre todo cuando tuvo que informar sobre unos repollos de los cuales parecía desprenderse con visible mala voluntad.

Mi compañero -por hacerle rabiar- se los hizo pesar sin discutir el precio, y el comerciante al ponerlos en la balanza fue habilísimo.

-¿Sabe, carnicero? ... El día que Ud. se muera, ni las gaviotas van a poder acompañarle al cementerio... Ud. vuela muy ligero y... ¡no pesa nada! -¿Cuánto valen esos bifes? - dije yo. -¡Hoy no se venden: son para mañana!

-Nosotros nos vamos ahora... -repuso mi compañero.

-¡Buen viaje!

-...Y queremos esos bifes...

-¡Vengan mañana!... ¡Hoy son para adorno!

-¿Y esa pata?

-¡ Adorno!

-¿Y ese matambre?

-¡Adorno!... ¡Lleven esa carne vieja si quieren!... ¡Hoy no vendo más!

No hubo forma de convencerle: tuvimos que embarcar lo que él quiso y al precio que se le antojó. Y, riéndonos de rabia, llegamos al cutter, que amarrado a un anclote se mecía dulcemente, siguiendo el vaivén de las grandes olas que iban silenciosas a depositar su carga de espumas y de mariscos en la playa arenosa.

3 ENTRE DOS AGUAS

El contrato, extendido en papel simple, pues la palabra de un lobero o buscador de oro vale su firma, por más que parezca increíble a quien no conozca la maravillosa región fueguina y su población - que si bien es un mosaico en cuanto a lenguas, religiones y nacionalidades, tiene, no obstante, una convención que es ley: aceptando un compromiso, solamente la muerte impedirá su cumplimiento -, fue colocado sobre una mesa y luego de firmado y rubricado por los Cerros Z. y T., empezamos a hacerlo nosotros, que éramos socios y responsables de mancomum et in solidum.

El primero fue el dueño del "The Queen", nombrado capitán y que con gran asombro mío escribió su nombre y apellido - Samuel Smith - con una bellísima letra cursiva; luego firmé yo, después Juan José Intronich, austríaco - aprendiz de barbero en sus mocedades -Oscar Schnell, dinamarqués, aficionado a la botánica y mineralogía, y Antonio Souza Williams, portugués, natural de Badacoa, provincia de Tras os Montes, y representante en los mares australes, según él, de la más antigua nobleza lusitana.

Luego que los comerciantes bajaron a tierra y "The Queen" sólo contuvo a su bordo los cinco desesperados que pretendíamos jugar nuestra vida contra una caricia de la fortuna, el capitán Smith nos reunió en la camareta y, abriendo una botella de snap, dijo, con su sonrisa habitual, que esta vez tenía algo de risueñamente grave que yo hasta entonces no le había notado.

-No tengo para qué decirles, ¿eh?... Ya me conocen ... ¡Yo me vuelvo rico o me quedo allí! ¡Ese es mi propósito y debe ser el de los que me acompañen! Así, pues, todavía está en tiempo de quedarse el que quiera, y a fe de Samuel Smith, dueño del cutter "The Queen", de treinta y cinco toneladas de porte, que no guardaré mal recuerdo del que lo haga... ¡Chicote que se ha de cortar, que se corte!

-Vean - exclamó aquí el portugués, que, siendo moreno, bajo, de cutis apergaminado con un tinte bilioso pronunciadísimo, era la antítesis del austríaco Intronich, rosado, con una talla de casi dos metros, fornido, ventrudo, por lo cual en los canales era conocido por Avutarda-, ese mismo discurso se lo he oído ya varias veces. Este no da un paso sin pronunciarle, a lo que parece. Una vez se lo oí allá en el Mar de la Sonda... ¿Te acuerdas, Smith?... ¡Cuando abandonamos el costado del "Victoria", capitán Stevenson! ... La otra, cuando nos desertamos de las filas del brick aquel con que hacíamos el crucero de Buena Esperanza, capitán Sherfield.. .

-¡Hombre! ... ¡Es cierto! ... ¿Sabes que acabo de dejarlo ahí en el muelle al tal capitán?... Anda de judío: ¡se llama El Gorro de Doña Catalina!... ¡Bueno! ¡Esto es otra cosa: ahora no se trata de juguetes ni de contar historias! ... ¡ Vamos a tener que echar el resto, y así, el que no esté bien dispuesto, que lo diga ahora y después no vaya a andar con arrepentimientos!

Todos manifestaron su conformidad: el portugués e Intronich ruidosamente, como acostumbraban, el dinamarqués Schnell con un gruñido -pues él para decir una palabra invertía triple tiempo que cualquiera-, y yo que, siendo un desconocido para mis compañeros, creí de obligación decirles cuatro palabras a mi respecto y ver si les convenía mi sociedad.

-¡Yo, señores, del mar no sé más que cualquier vieja lavandera: que es de agua y que ésta es salada. ¡De navegación tampoco sé nada! En Buenos Aires -que es mi tierra - era estudiante de derecho y nunca fui amigo de ejercicios ni de molestias... Me enamoré de una muchacha que... en fin... que no quise dejar de querer, y mi padre me embarcó por ello en un buque de la escuadra: me deserté en Punta Arenas, y aquí estoy. ¡Esto es todo!... Respecto a trabajos no sé ninguno, pero aprenderé lo que me enseñen.

-Superior, hijo mío, -dijo Intronich - aprenderás de cocinero, y algún día, cuando vuelvas a ver a tu novia, esa muchacha en fin... como has dicho, sabrás enseñarle a hacer un asado de ballena... de corset y una sopa de tortuga con el carey de sus peinetas... ¡si las tiene!

Y las frases de Intronich fueron el programa de mi vida de a bordo. No era difícil, seguramente, pero tampoco era fácil, para quien, como yo, jamás había tenido la curiosidad ni siquiera de saber cómo se asaba la carne.

Felizmente no me faltaron maestros.

El portugués, a quien sus compañeros le llamaban Calamar y el dinamarqués, eran eximios cocineros que ni el mismo Intronich - a quien en materia de comidas se le reputaba como una especialidad - tenía peros que ponerles.

Al caer la tarde, allá entre las ocho y las nueve -pues en esta región austral el día estival es casi continuado- comenzó a soplar un vientito fresco del noroeste, que nos venía como de perlas para salir del Estrecho y penetrar a los canales, y el capitán Smith determinó levar el ancla, disponiéndonos a zarpar.

Punta Arenas es puerto libre y por ello afluyen a él los comerciantes de toda la región del sur, tanto argentina como chilena y especialmente de la primera.

Estos encuentran allí facilidades de todo género para sus transacciones, consistentes, por lo general, en el cambio de productos naturales - pieles, oro y maderas - por mercaderías importadas que se consiguen casi a precio europeo, si no menor.

Los buques de ultramar, que llegan en gran número, traen siempre buenas pacotillas y aun cargas, obtenidas en todos los mares del mundo, unas veces como productos de salvatajes en naufragios o colisiones y otras de robos o piraterías.

Estas particularidades hacen de aquel puerto, como es natural, un centro de actividad y de recursos que atrae a sí todas las fuerzas vivas de los mares australes, las que Chile aprovecha enérgicamente para formar en Magallanes un estado poderoso, que contrasta singularmente, por su riqueza y civilización, con la miseria y dejadez reinantes en las provincias embrionarias de la costa argentina.

Esto es doloroso decirlo, pero es cierto: en los mares australes la estrella solitaria de Chile, significa civilización y el sol argentino, barbarie.

Como sin mayores trámites ni diligencias nos habían despachado las autoridades, con la simple declaración de que íbamos con carga comercial para Navarino, aun cuando bien sabían que íbamos con un cargamento para Ushuaia y a buscar oro y matar lobos marinos en la costa argentina, desplegamos la vela e, impulsados por la fresca brisa favorable, comenzamos a salir de la rada.

Ya hacía rato que debía ser de noche en Buenos Aires - dada la hora que alcanzábamos – cuando aun nosotros teníamos luz. Con razón exclamaba el portugués Souza Williams, contestándome a una observación:

-Aquí, amigo, cuando se traen gallos, mueren locos casi todos. ¡Pierden la chaveta pensando quizás en la hora a que deben cantar!... Las cavila ciones les quitan el sueño y Ud. los ve marchar camino de la olla a pasos apresurados. ¡Tal vez mueren pensando en que para cantar a destiempo más vale no haber nacido!

Un centenar de buques había en la rada y ninguno tenía gallardete de mi patria: todos eran chilenos.

Y como saludándome, orgullosos y burlones cabeceaban sobre sus anclas el "Huemul", el "Cóndor", el "Yáñez" y el "Toro", los valientes vapores corsos que al servicio exclusivo de la gobernación chilena recorren incesantemente aquellos vericuetos del mar fueguino, estudiándolos hasta en los menores detalles y sirviendo de providencia a los que se aventuran en ellos.

Recostado en la borda pensaba en esto y seguí con la vista, hasta que se perdieron a lo lejos, las luces de la pequeña villa, que dentro de poco será ciudad rica y populosa. Al mirar hacia el cielo estrellado vi con júbilo la Cruz del Sur -mi vieja conocida- que abría sus brazos, no allá abajo, en el horizonte, como en Buenos Aires, sino arriba, casi sobre mi cabeza.

¡Parecía protegernos contra las olas del mar inmenso que, al chocar rumoroso en la popa de nuestro cutter, se desmenuzaba salpicándonos o formaban un manto de blanca espuma que relumbrando nos seguía, como una sombra!

4 APRENDIZAJE

Me acerqué a Oscar, quien, impasible y como ajeno a todo lo que le rodeaba, llevaba el timón y manejaba la vela que, inflada por el viento favorable impulsaba la embarcación, silbando casi entre dientes y con gran propiedad -pues era una especialidad en ese arte- una de esas viejas canciones de los balleneros, que no están escritas en parte alguna, pero que todos las saben, transmitidas, de generación en generación por la tradición oral.

Permanecí en silencio mirando la franja de luz que se movía, bailando al compás de las grandes ondas silenciosas que seguían al cutter y parecían empujarlo. De repente di un salto para atrás, ate

rrorizado.

-¿Qué hay, muchacho?

-No sé - dije, aún no repuesto de la impresión - un pez enorme que saltó ahí, en la estela. ¡Me pareció que atropellaba!

-¡Ah!... No es nada: alguna tonina ha de haber sido... ¿No las conoces?

-¿Yo en qué barco has andado que no conoces las toninas? como pasé

-En el "Villarino" no más... ¡y arrestado casi hasta que me deserté, no he visto nada!

-¡Buen lobero, diablo, vas a ser entonces!...

Las toninas son esos peces grandes y cabezones que van ahí, cerquita no más. Atrácate a la borda y mira a la estela: son esos bultos negros que cruzan de a dos. Siempre andan en parejas: mientras uno se zambulle el compañero saca la cabeza como para recibir el oleaje. Van en hilera y silbando: ese zumbido que se oye no es del viento: son ellas que lo hacen cada vez que asoman sobre la cresta de una ola. Cuando hay mar y es de día, andan leguas atrás de los buques y da gusto verlas tan graciosas y tan mansitas... La tonina es la amiga del marino. Cuando sale, como ahora, es seguro que el viento refrescará o va a haber tormenta. Esta es la tradición.... y como esta vez salga cierta, vamos a tener una mañana dura si estamos fuera de Puerto Hope.

En ese momento una gran ola nos salpicó en la cara y yo sentí algo como un chicotazo que me obligó a llevar la mano sobre el carrillo, enredán doseme entre los dedos una cinta viscosa que me pareció una víbora.

-¡Demonio!... ¿Qué diablos es esto?... ¿Un bicho?

-¡No, hombre!... Eso es una hoja de alga... de cachiyuyo... ¡Es que pasamos junto a algún camalote, como dicen en tu tierra, y que comienza el viento a refrescar: las toninas van a tener razón y no nos va a faltar baile!

Y con su vista habituada a mirar a través de la oscuridad -pues los marinos parecen tener algo de los gatos - dijo:

-¡Allá se ve todavía Punta Arenas! ¡Fíjate a la derecha, pero medio arriba!... ¿No ves esa claridad?... Bueno; eso es Punta Arenas, ¡que quién sabe cuándo la volveremos a ver l

Y los dos nos callamos como dominados por la melancolía, que parecía emanar del mar entenebreciendo nuestro espíritu y por aquel silencio que, a pesar del ruido de las olas al chocar, del silbido de las toninas que nos escoltaban o del viento que hacía crujir el velamen, se imponía como una obsesión.

De repente se oyó la voz de Smith:

-¡Hola, Oscar! ... ¿ quieres dormir?

-¡No! ... ¡Hay tiempo! ... Todavía estamos cerca de Agua Fresca... ¿Por qué no haces café?... Andan toninas y tal vez refresque el viento antes de que lleguemos a Hope... ¡Ya sabes que yo no soy muy amigo de este maldito Estrecho!

Y sentí a Smith que se movía y poco a poco se acercaba al hornillo canturreando:

-¡Hola, Oscar!... ¿Y el cocinero? ... ¿Está ahí?

-A la orden, capitán.

-¡Venga a ver cómo se hace el café, si no sabe!... ¡Mire que todas las noches no se van a parecer a ésta!

Y dando traspiés y tropezones llegué cerca del palo, donde sobre un cajón de hierro, teníamos instalada la cocina, que no era sino un gran tacho lleno de fuego y con su tapa correspondiente.