Cuentos de fútbol con aroma a tango - Mario Fabian Marini - E-Book

Cuentos de fútbol con aroma a tango E-Book

Mario Fabian Marini

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Beschreibung

Once cuentos de fútbol con dos hilos conductores: por un lado el tango, dando nombre e identidad a cada historia y por otro lado la pasión que genera este deporte, más que los pormenores del juego en sí. Se trata de relatos ambientados en diversas épocas, generándose un clima en donde los amantes del fútbol se verán plenamente reflejados. Los cuentos abarcan diversos tópicos: la añoranza por otro tiempo en que la práctica era menos comercial, el entusiasmo irrefrenable de los hinchas, las cábalas y ardides a los que lleva el fanatismo y la práctica del juego como un estilo de vida. El lector al que se dirigen es el que gusta del género del "ambiente futbolero". Dentro de un estilo de escritura que apela a la sencillez, las diversas narraciones contribuyen a lograr una focalización variada que favorezca la identificación del simpatizante con cada historia.

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Seitenzahl: 243

Veröffentlichungsjahr: 2015

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CUENTOS DE FÚTBOL CON AROMA A TANGO

FABIAN MARINI

Marini, Mario Fabian
   Cuentos de fútbol con aroma a tango / Mario Fabian Marini. - 1a ed. . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2015.   Libro digital, EPUB   Archivo Digital: descarga y online
   ISBN 978-987-711-396-9   1. Cuentos. 2. Tango. 3. Fútbol. I. Título.   CDD A863 Aires
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentian.com
Diseño de portada: Justo Echeverría
Diseño de digitalización: Maximiliano Nuttini
A Mariana, por la paciencia.
A Marcelo, por lo mismo.

ÍNDICE

PRÓLOGOCONTAME UNA HISTORIADESENCUENTROALMAGROBALADA PARA UN LOCODESENCANTOPATADURAPOR UNA CABEZACONDENAENFUNDÁ LA MANDOLINACAMOUFLAGEEL PELUDO (TANGO INSTRUMENTAL)

PRÓLOGO

El presente libro reúne once cuentos del deporte más popular de los argentinos: el fútbol. Los títulos de cada historia se corresponden con el de otra pasión no menos popular entre nosotros: el tango. Pero este ritmo no sólo está presente para dar nombre a cada relato. En algunos casos, se cita una parte de la letra a modo de introducción a fin de contribuir a dar una pista al lector sobre el tema central al que se hará referencia. En otros, los fragmentos de las letras están presentes directamente conformando una pequeña trama de la historia. Por ello no se habla aquí de cuentos de “fútbol y tango” sino “con aroma a tango”. De esta manera, nuestra música nacional interviene como una suerte de hilo conductor que emparenta cada relato de la obra.

Los cuentos trabajan diferentes tópicos: la añoranza por otro tiempo en que la práctica era menos comercial, el entusiasmo irrefrenable de los hinchas, las cábalas y ardides a los que lleva el fanatismo y la práctica del juego como un estilo de vida. Esto se recrea mediante diferentes recursos narrativos que incluyen modos diversos de entender el fútbol así como variadas anécdotas y testimonios que se vislumbran en cada cuento.

No seré yo quien descubra la estrecha relación que ha existido en nuestro país entre tango y fútbol. Eduardo Galeano —entre otros— ya había señalado que “Como el tango, el futbol creció desde los suburbios alegrando la vida de gente que nunca había pisado una escuela. Un estilo, una manera propia de jugar al futbol iba abriéndose paso, mientras una manera propia de bailar se afirmaba en los patios milongueros”. Nacía así lo que denominamos “fútbol criollo”.

De hecho, numerosos tangos se encargaron de acordarse del fútbol en sus letras. Entre los que más acogida popular tuvieron hay que resaltar a “El sueño del pibe” y “Patadura”. Pero también son dignos de mención “Del potrero”, “Cero a cero”, “Gol argentino” o “La número cinco”, entre tantos otros. No faltaron los tangueros que compusieron para homenajear al club de sus amores. Muchos de estos tangos llevan directamente el nombre de la institución, tales como “Boca Juniors”, “Racing Club”, “Independiente Club” o “A Huracán”. En otros casos, los títulos hacen referencia al apodo del equipo. Surgieron así “Los Millonarios”, “Leprosos y Canallas”, “A Los Granates”, “El Taladro” y un larguísimo etcétera. Finalmente, cabe mencionar los tangos dedicados a innumerables ídolos populares de este deporte. Como muestra, menciono “Por qué te fuiste Angelito” (a Ángel Labruna), “Boina Blanca” (para Severino Varela), “La Marianela” (dedicado a Juan Evaristo) y “Capote” (en honor a Vicente De la Mata).

Algunas líneas de este libro están destinadas a dar cuenta de los lugares comunes trabajados por los medios, tales como el dinero en juego, la fama y los diversos modos de interpretar las jugadas y sus posibles engaños o trampas. Asimismo, algunos de los textos están atravesados por cavilaciones nostálgicas sobre el paso del tiempo, los recuerdos del pasado, el transcurso glorioso del deporte menos mediático, más sencillo, local o pueblerino y las décadas en las que el relato radiofónico aportaba una posibilidad nueva para la imaginación. Se destaca también la universalidad de un deporte que no conoce fronteras sociales, culturales y políticas: desde el ámbito de las mafias hasta los jóvenes universitarios, desde los inmigrantes hasta el más citadino de los personajes y desde los países con tradición y poderío hasta los clubes de pueblo.

El estilo de escritura apela a la sencillez, ya que se trata de cuentos dirigidos al simpatizante común, pero sin caer en la subestimación. El lector al que se orientan es el que gusta del género del “ambiente futbolero” y que suele leer los suplementos o diarios deportivos. En este sentido, las diversas narraciones que lo componen contribuyen a lograr una focalización variada que favorezca la identificación del simpatizante con cada historia.

Confío en que el vasto público que gusta del fútbol se verá identificado con estas historias que le llegarán de cerca, tanto desde su posición de fervoroso simpatizante como de ocasional futbolista amateur. Asimismo, el tango le aportará otra cuota de dramatismo y nostalgia junto con la de “un sentimiento triste que se baila” que nos es tan distintivo.

El autor

CONTAME UNA HISTORIA

Vos que tenés labia, contame una historia.Metele con todo, no te hagas rogar.

 

—Vas a ver que mis abuelos te van a encantar —me había intentado entusiasmar Norma durante casi todo el viaje al valle rionegrino.

Lo mismo dijo del padre, pensé. No es que sea insoportable, pero se la pasa todo el tiempo hablando de autos y si hay algo en lo que no me engancho es con los fierros. Y ya con el abuelo tenía el mismo presentimiento, porque si el viejo era —como yo suponía—apasionado por la chacra, entonces correría la misma suerte que con el suegro y los autos. Es que viviendo en una gran chacra de la provincia de Río Negro, era casi obvio para que lado iban a rumbear los temas. Porque además de la distancia, esa era una de las razones por las que yo venía postergando este maldito viaje. Pero Norma se había hartado, me había puesto contra la pared y a mí ya se me habían agotado las excusas para no venir a aburrirme todo el santo fin de semana acá. Cuando aminoré la velocidad, me di cuenta de que Norma no me había mentido en cuanto a lo meticuloso que era don Armando. La tranquera se erguía vistosa, como nueva, junto al cartel que anunciaba “Chacra La Norma” en honor a su primera nieta.

Por supuesto que tal como imaginé salieron a recibirnos dos perros enormes, una pareja de pastores alemanes que convenía tener de tu lado. Detrás de ellos y espantándolos con frases ininteligibles, apareció don Armando. Era un hombre alto, bien plantado y con el rostro colorado por mil soles. Norma fue la primera en bajarse a abrazarlo, mientras yo escrutaba los perros desde el auto. Para no impresionar mal al abuelo, hice como si la presencia de los animales no me importara en absoluto y descendí simulando soltura.

—Baje con confianza amigo, no le van a hacer nada —se dio cuenta el abuelo.

"No era un buen comienzo", reflexioné.

—Abu, él es Leandro.

En dos segundos el viejo me estudió de arriba abajo y me tendió la diestra con la misma firmeza con la que yo le retribuí el saludo. Nos invitó a pasar, me presentaron a doña Sara, la esposa y por ende abuela de Norma, quien fue mucho más demostrativa que su marido.

—¡Pero por fin te conocemos, Leandro! Norma nos habló tanto de vos...

Ahí nomás me extendió un mate que acepté encantado. Luego de charlar de temas intrascendentes, fuimos a conocer la casa. Era enorme y antigua, pero lucía muy bien mantenida. “La habitación más chica es como mi living”, concluí. Después nos llevaron a recorrer los alrededores: los manzanos, los perales, la parra lindante con la casa. Fingí un poco de curiosidad haciendo preguntas simplotas y tratando de disimular mi ignorancia en cuestiones frutales. Por suerte Norma estaba muy charlatana (esta frase está de más, porque ella es capaz de conversar por los cuatro) y entre caminatas y preguntas se hizo el mediodía.

—¡Las doce y media! —gritó espantada doña Sara.

El regreso a la casa se adelantó, la abuela enseguida se puso a cocinar y Norma dijo que se pegaba un baño y venía a almorzar. “Entonces no comemos hasta las dos”, me lamenté, porque Norma en eso no se parece ni un ápice al resto de las mujeres. No me pregunten qué hace en el baño, pero me consta que ha batido records de permanencia.

—Adelante joven, tome asiento —me invitó don Armando.

Recién ahí caí en la cuenta de que no tenía salida; quedé cara a cara con el abuelo, que se había desparramado sobre un antiguo pero bien cuidado sillón. ¿Con qué me saldría? “Que saque tema él, a ver si con la pinta de estructurado que tiene meto la pata con cualquier pavada”. Pero no fue así; decidió permanecer mudo y su silencio pronto me empezó a incomodar. Ya habíamos dicho entre mate y mate que el día estaba lindo, que yo estudiaba contaduría y que mi familia es de Córdoba. Finalmente y para no quedar descortés, decidí arremeter con lo primero que se me ocurrió.

—Lindo cuadro, ¿es un óleo, no? —dije contemplando una pintura en la cual se adivinaba la casa en la que estábamos junto a su arbolado entorno.

—A decir verdad, no tengo idea. Lo pintó una amiga de mi mujer hace una punta de años. Pero qué quiere que le diga, nunca se lo mencioné, pero para mí es horrible.

Me vi obligado otra vez a retornar al silencio. Cuánto tardaría Norma en salir, por Dios. Me excusé un segundo para saber si necesitaba ayuda.

—¿Todo bien Norma, necesitás algo?

—No vida, ya entro a la ducha.

Lo que necesitaba Normita era un curso de baño veloz. O irse a vivir a alguno de esos países en donde escasea el agua y te tenés que duchar en treinta segundos. Volví cabizbajo con don Armando, me senté frente a él y me puse a mirar por la ventana. Parecíamos dos pacientes esperando su turno en un consultorio. Fue en ese momento y casi de casualidad que la vi. Estaba justo entre la ventana y otro cuadro (no el horrible, sino otro más feo aún). Me incorporé de mi asiento pidiendo permiso y me puse estudiarla. Era una vitrina alta y angosta, con dos puertas de vidrio que se abrían hacia afuera. La parte superior, en definitiva la que me había llamado la atención, estaba poblada de premios de toda índole: trofeos, medallas, diplomas. La inferior tenía dos puertas de madera, creo que de roble, que me impedían ver su interior. El hombre pareció leerme el pensamiento.

—En la parte de abajo hay licores caseros y algún que otro coñac. Pero veo que a usted le interesó la parte de arriba. Ábrala, vamos, examine la vitrina con confianza.

No me hice rogar y agradeciéndole sinceramente la invitación, me interné en aquel tesoro. Al menos para mí, porque vaya a saber por qué causa me fascinan las copas de todo tipo y odiaba el hecho de no haber podido ganar una sola en mi vida. Pero mi alegría fue doble, ya que en ese momento supe que las inscripciones en los trofeos y en las medallas acababan de tender un puente entre don Armando y yo. Porque eran todas de fútbol; antiguas, de los años cuarenta y cincuenta, pero muy bien cuidadas. Tomé una medalla al azar en donde se leía “Subcampeones 1948”.

—Esa fue mi primera medalla. Perdimos esa final por el ladrón del árbitro. ¡Y lógico, si después nos enteramos de que era yerno del presidente de ellos! Cuatro a cero, cuatro a cero… A los veinte minutos ya nos habían cobrado dos penales de cuarta y después se dedicó a cortarnos todos los avances. Bueno, también hay que reconocer que el chambón de nuestro arquero se comió un gol que todavía me dan ganas de matarlo.

Sentí un alivio mezclado con complicidad. Que alguien tan formal como él pronunciara “de cuarta” o “chambón” delante de mí me produjo una comodidad que no había experimentado desde que entré.

—Yo también tuve lo mío, no crea —continuó. Me erré dos goles hechos. Era muy pibe, ¿sabe? Ese partido terminó en un escándalo, un piñerío de todos contra todos. Es que nadie se bancó el afano.

Ya la charla era totalmente desacartonada. No le pregunté la edad por respeto, pero le calculé que para esa época andaría entre los dieciocho y los veinte años. Me apasionaban esos galardones llenos de detalles y terminaciones a mano. Tomé otra medalla que parecía de oro, como me lo confirmó don Armando.

—Ese fue el campeonato del cincuenta y uno, lo ganamos caminando. Fue el primero… o bueno el segundo, depende de cómo se mire.

No entendí qué quiso decir con eso, temí que estuviera un poco gagá. Había dos trofeos chicos y una copa grande en el centro. Tomé precisamente esta última y cuando la tuve en mis manos me quedé perplejo.

—Eso fue en el cuarenta y nueve. Es una historia larga.

Efectivamente, debajo de la copa se leía “Campeón 1949”, aunque arriba habían adicionado otra palabra con una prolijidad de artesano. Pero no era eso lo que me importaba, era la forma de la copa lo que me había dejado sin habla. Otra vez don Armando adivinó mi cavilación.

—No sé si tenemos tiempo, pero si quiere le cuento la historieta del extraño trofeo que tiene usted ahora en sus manos.

—¿Leandro, le decís a abu que me alcance el shampoo? Me lo dejé sobre la cama antes de meterme —me gritó Norma desde el fondo.

Fue la respuesta que esperábamos. El abuelo me dirigió una mirada cómplice y asintió con la cabeza. Teníamos tiempo.

—Déle don Armando, cuénteme esa historia

—¿Usted sabe lo que eran las ligas de fútbol del interior en los cuarenta? Yo era muy joven y ni le cuento cómo era por esos años. Decir el interior era decir lejísimos, de la Capital, claro. Es que las distancias eran mucho más grandes, ¿sabe? Ustedes hicieron cientos de kilómetros por ruta asfaltada y en unas cuantas horas estuvieron acá. ¿Pero se imagina lo que era esto por aquellos años? No, qué le voy a contar. A los ídolos de fútbol los conocíamos por los diarios, que siempre llegaban tarde o por El Gráfico, que también llegaba con varios días de atraso. Y ni le digo la emoción que era hojear esas páginas plagadas de jugadores de los que sólo nos enterábamos por la radio.

—Me imagino, don Armando, me imagino —lo alenté a seguir.

—Mire, le cuento esto porque los torneos locales tenían una importancia tremenda. Después vinieron los campeonatos nacionales, pero eso fue recién en los sesenta. Y ahí pudimos ver de vez en cuando a Boca, a River y a todos los grandes. Pero antes no; si usted quería verlos por aquellos años tenía que viajar a la Capital, ¿vio? Yo la primera vez que vi a Huracán fue en el sesenta y uno, fíjese.

Ahí nomás me habló de su fanatismo por el globo, del equipo del setenta y tres, de Babington, de Brindisi, de Houseman, como si yo nunca hubiera escuchado nada de ellos. Incluso hasta me detalló las proezas de Herminio Masantonio, a quien seguro que él no vio jugar en su vida. Como la charla se estaba yendo para otro lado, me apresuré a meter un bocadillo.

—Claro, por eso los campeonatos de acá eran tan importantes, ¿no? Sin televisión y con todo tan lejos era lo más atractivo que había.

—Usted lo dijo, usted lo dijo. Si hasta a nosotros nos costaba viajar cuando nos tocaba de visitante. De vez en cuando conseguíamos algún colectivo, pero la mayoría de las veces íbamos repartidos en camionetas o camiones de carga. Y ahí el visitante era visitante en serio. ¡Quién iba a ir a alentar!, algún que otro pariente o amigo. Los campeonatos eran duros, pero teníamos buen equipo. “Primeros Álamos”, ese era el nombre del club y del cuadro. El club fue languideciendo y desapareció en el ochenta y uno. Por eso estas copas y medallas están acá, yo me encargué de cuidarlas antes de que alguien se las robe o las tire.

—¿Y cómo se jugaban esos campeonatos?

—En dos zonas, todos contra todos y luego los ganadores de cada zona jugaban un solo partido en cancha neutral. Mi primera final fue esa del cuarenta y ocho, que ya le dije que perdimos con el escandalote que le comenté. Después vino la del año siguiente contra el mismo rival: “Cacique Cheuquén”.

—Pero, no entiendo… ¿la ganaron o no?

Creo que lo vi sonreír por primera vez en el día. Eso incrementó mi curiosidad.

—Los de Cacique Cheuquén tenían buen equipo, no se lo voy a discutir. Además se tenían una fe bárbara; si ya nos habían ganado la final pasada, por qué no iban a ganar esta. Y le doy otro dato joven: la copa se ofrecieron a confeccionarla ellos. El padre de su centro half, un tal Ambrosi, era orfebre, un artista el hombre. Así que le propusieron a la liga que ellos mismos traerían la copa por cuenta propia, cosa que les aceptaron sin chistar, ya que les implicaba un gasto menos. Se mandaron un trofeo que era una pinturita: grande, revestido en oro y con letras de plata. Pero no sé para qué se lo describo si lo tiene delante de sus ojos. Y claro, la idea era hacerlo lindo, ya que se lo iban a quedar ellos junto con el campeonato.

—Pero no fue así…

—No pensaron que nosotros habíamos mejorado mucho. Por empezar, cambiamos al arquero y pusimos a uno como la gente. Los de arriba definíamos mejor y ya no éramos tan inocentes. Eso sí, al árbitro lo hicimos traer de afuera, de la Capital. Ahí nos pusimos firmes porque no queríamos que pase lo del año anterior. Ellos aceptaron igual, total iban a ganar seguro, y entre los dos clubes le pagamos al tipo para que venga. Aún recuerdo el nombre del fulano: Robert Keegan.

—Nombre inglés.

—¡Nombre no, era inglés! Usted es muy pibe y quizá no lo sepa, pero en Argentina a fines de los cuarenta se trajeron árbitros ingleses para dirigir los partidos de primera. Como en la final anterior de la liga hubo lío, se ve que se corrió la bolilla y ningún réferi de acá quiso venir. Este estaba recién llegadito de allá y aceptó enseguida, siempre y cuando hubiera garantías, es decir policía suficiente.

Después don Armando se despachó con el resto: una típica final de dientes apretados, con gente venida de todos lados, incluidos los neutrales del pueblo que no tenían protagonismo alguno, salvo el de haber provisto la cancha. Esta tenía arcos de madera y estaba delimitada entre una línea de álamos en uno de los laterales y un incipiente canal de riego en el otro. Césped muy ralo y desparejo, tribunas de madera ya viejas para la época y colados por donde se mire. En medio de este panorama, los dos equipos finalistas ingresando al terreno. Minutos después, como haciéndose rogar, apareció caminando ampulosamente el árbitro inglés, vestido con un uniforme impecable y dejando a todos envueltos en un murmullo.

—Se ponía pierna fuerte, pero sin mala intención. Además, estaba mal visto quejarse de los foules, eso era de maricones. Las defensas no salían jugando; si aparecía una pelota rondando en el área, se le pegaba fuerte y a cualquier parte. Los del medio se la pasaban a los wines y ahí venían los centros. Yo cabeceaba bien, pero era muy flaquito y me cuerpeaban fácil los grandotes del fondo. Eso sí, tenía una patada de burro, créame, y tome nota porque eso tiene que ver con lo que le voy a contar después.

Como el mate se había lavado (según él, porque para mí estaba perfecto), fue a la cocina a arreglarlo. Por suerte volvió enseguida y prosiguió entusiasmado.

—¡Lo que costó traer al referí ese, no sé de quién fue la idea! Pero hay que reconocer que el arbitraje argentino no pasaba por un buen momento. El tipo se hacía respetar, eso hay que destacarlo, aunque lo ayudaban los supuestos pergaminos de ser inglés. Con un arbitraje imparcial asegurado el partido se hizo más jugado. Pero no dejaba de ser una final, puras buenas intenciones. La cancha no colaboraba mucho, ya le dije que era un desastre. Encima no pensaron en un detalle: la pelota. Había una sola en buenas condiciones.

—¿A qué se refiere?

—Mire, de uno de los postes sobresalía un clavo, no le miento. En una jugada faltando unos veinte minutos la cabeceó un delantero nuestro. La pelota pegó en el palo y quedó muerta a un metro de la línea. Cuando el defensor la quiso despejar, fue como si hubiese pateado un bofe, se quedó planchada.

—¿Se pinchó?

—Completamente, así que enseguida fueron a buscar otra. La única que había era un desastre, el cuero estaba gastado e incluso se la veía un poco descosida. No se la podía inflar del todo porque se podía reventar. Pero no quedaba otra alternativa, había que jugar con esa sí o sí. Encima el partido estaba empatado y ni hablar de suspenderlo o conseguir otra pelota. Pero la preocupación empezaba a pasar por otro lado. Porque antes no había alargue, ni penales ni ninguna de esas payasadas, no señor. Si un partido terminaba empatado, se lo jugaba de nuevo, así de simple.

Allí hice memoria y me di cuenta de que tenía razón. Si hasta en los mundiales de esa época se jugaba un partido de desempate cuando había igualdad de puntos entre dos equipos durante la primera rueda. También recordé haber leído que la final del cincuenta y uno entre Racing y Banfield debió jugarse dos veces porque la primera terminó empatada.

—Ninguno especulaba, los dos querían ganar, pero las defensas eran tan buenas como las delanteras. El partido y la tarde ya declinaban y eso era puesta nomás. Pero faltarían uno o dos minutos y el diablo metió la cola.

—¿Por qué lo dice?

—Leandro, ya salgo —interrumpió Norma en el momento menos oportuno.

—Sí cielo, no hay apuro, todavía no está la comida —mentí.

Don Armando se regocijó con mi curiosidad y arremetió enseguida.

—Ambrosi, el hijo del orfebre, rechazó un centro nuestro medio pifiado. La pelota fue a parar cerca del área grande. Yo venía de frente y sin dudarlo le pegué con alma y vida. En ese momento, le juro que por unos segundos el partido quedó congelado en una escena. Nos quedamos todos mirando al arco, hipnotizados, petrificados, sin reacción.

—No puedo imaginarme qué pasó.

—Y no se lo va a imaginar. ¿Se acuerda de que le dije que en uno de los postes de un arco había un clavo que medio sobresalía?

—No me diga nada: se pinchó esa pelota también.

—¡Otra que se pinchó! Uno de los gajos del fulbo, que estaba un poco salido porque estaba descosido, quedó enganchado al clavo con cuero y todo. La pelota quedó completamente pegada al poste. Luego de ese instante de aturdimiento general, el arquero de ellos se apuró a agarrarla y a desclavarla, no sea cosa que se saliera y entrase al arco.

—Entonces no fue gol.

—Momento m’ hijo, momento, porque aún no le conté todo.

—¡A comer! —llamó la abuela desde la cocina.

“Esperá que ya sale la Norma, vieja”, le contestó presuroso y entusiasmado don Armando, que no quería perder el hilo de la historia.

—Bueno, en medio de esa confusión y como si fuera poco, el ruso Savesky, un win nuestro, grita “gooooool” como un desaforado. Nadie entendía nada. El ruso lo volvió a gritar y mientras tanto señalaba hacia adentro del arco. Todos giramos nuestra vista hacia la red y allí la vimos. Naranja y flotando como un globo reluciente en el fondo del arco, estaba la cámara de la pelota que se había soltado. Todos lo miramos al inglés y por su cara nos dimos cuenta de que no sabía qué cobrar. Como un condenado que espera la sentencia, aguardábamos su fallo con una ansiedad que se nos hizo interminable. El hombre miró hacia el arco, puso gesto adusto, señaló la mitad de la cancha y pitó enérgico. Si hasta recuerdo los diálogos que siguieron casi de memoria:

—Half a goal —dijo finalmente el árbitro.

—¿Lo qué? —lo increpó el chileno Machín, un defensor de ellos que al igual que todos nosotros no sabía nada de inglés. Porque en definitiva lo que quería saber él y todo el resto era por qué había marcado el centro.

—¡Hablá en cristiano, carajo! —insistió el chileno.

—Mediou goal —tradujo el árbitro en mal castellano.

—Entonces Machín, que tenía pocas pulgas, no dijo agua va. Lo cazó al réferi del cogote como a una bataraza mientras le gritaba “¡yo te voy a dar medio gol, gringo de miércoles!”. Lo tuvieron que sacar entre varios, porque si no le juro que lo mata. Pero el escándalo no terminó allí; los de Cacique Cheuquén dijeron que eso era una barbaridad, que era gol o nada. Nosotros alegábamos —sabiendo que así ganaríamos— que la última palabra la tenía el árbitro. En medio de la discusión entraron unos cinco milicos a caballo y con algunos disparos al aire se terminó el despiole. Cuando la cosa más o menos se calmó, el presidente de la liga exhortó a que cada presidente de los clubes involucrados en la final presentara una nota al día siguiente elevando una propuesta sobre cómo debería dirimirse la cuestión. El análisis de la descarga de cada club, junto con el informe del árbitro sería debatido en una reunión a puertas cerradas entre los presidentes de todos los clubes de la liga, exceptuando a los dos finalistas. Eso sí, la copa se la llevaron ellos y dijeron que hasta que no estuviera el dictamen no la pensaban entregar.

Don Armando interrumpió repentinamente el relato y ambos ignoramos el segundo llamado a la mesa de su mujer. Se fue a su pieza y volvió con un sobre amarillento del cual extrajo tres hojas.

—Todavía las tengo, todavía las tengo.

Se puso los anteojos y me leyó:

—El dictamen del árbitro fue escueto y contundente. Lo redactó esa misma noche y al día siguiente se tomó el primer tren a la Capital. Recién volví a ver su nombre en un número de la revista La Cancha, en una nota en donde había dirigido un partido entre dos equipos chicos. Lo único que puso en el informe fue que el partido había terminado con el siguiente resultado: “Primeros Álamos medio, Cacique Cheuquén cero”. También informó a la AFA sobre el comportamiento del defensor Rosendo Machín por “intento deliberado de estrangulamiento”. A eso nadie le dio bolilla, lo que más ruido hizo fue lo que puso en el score final, eso sí que sonaba ridículo.

—¿Y cuáles fueron las descargas de los dos clubes? No me diga que también las tiene…

Colocó la hoja que acababa de leer detrás de las otras dos y me miró complacido.

—Por supuesto Leandro, por supuesto, ¿no le digo que tengo todo guardado? Le voy a leer primero la nota de los de Cacique Cheuquén:

Con respecto a los hechos que son de dominio público acontecidos en la final entre los equipos de Primeros Álamos y Cacique Cheuquén y que derivaron en una lamentable discusión entre los jugadores de ambas escuadras, nuestro club desea dejar bien sentada su posición sobre el particular. La pelota de fútbol, como es de público conocimiento, está compuesta por una parte externa, comúnmente denominada casco y por otra interna, la cámara de goma. No obstante, la pelota constituye un todo entre ambas partes. Caso contrario, incurriríamos en el error de hablar de “dos pelotas en una”. No hay que perder tampoco de vista que lo que es impulsado (“pateado”) por el jugador es el casco, es decir lo que realmente está a la vista de todos. Por todas estas razones, consideramos que todo lo que se denomina “pelota” no ingresó debidamente al arco, por lo que concluimos que la jugada debe ser anulada y el partido reprogramado”.

 

—Luego vienen un montón de firmas y otras cosas que le voy a ahorrar. Los argumentos no eran erróneos, pero cometieron un error: todo giraba en torno a la pelota.

—¿Y eso qué tenía de malo?

—Que se olvidaron o mejor dicho no tuvieron en cuenta el dictamen del árbitro. El réferi no dio gol, sino medio gol. Una payasada, ya lo sé. Pero le voy a recordar algo que nosotros intuíamos: en el fondo la liga no tenía la menor intención de que se jugase de nuevo el partido. Ya le comenté el gasto y el movimiento de gente que eso representaba. Ese era nuestro as en la manga.

—Pero lo habrán tenido que justificar.

—No se me adelante, amigo, le estaba por leer el descargo nuestro. Yo acá no tuve nada que ver, fue cosa de los dirigentes, y hay que reconocer que estuvieron muy hábiles. Escuche:

En lo que concierne a la final disputada el domingo último entre los equipos Primeros Álamos y Cacique Cheuquén, la comisión de nuestro club desea expresar su parecer al respecto.

Si bien la pelota de fútbol, entendida como un conjunto conformado entre la cámara de goma y el cuero que la protege no ingresó en su totalidad, no debe pasarse por alto que ambos elementos son fundamentales a su esencia. Si bien el cuero es la parte visible, ¿qué sería de la pelota sin la cámara? Apenas una masa amorfa con la que no podría practicarse deporte alguno, como lo demostró la pinchadura que sufrió el primer balón con el que el partido se estaba desarrollando.    

Asimismo, debe recordarse que el árbitro del encuentro sancionó, en textuales palabras, “medio gol”, fallo que deja en claro que sólo una de las partes constitutivas de la pelota había ingresado completamente al arco.

Finalmente, deseamos dejar en claro que el reglamento del fútbol establece que “resultará ganador del partido aquel equipo que convierta más goles” Ateniéndonos al resultado final expedido por el árbitro, resulta más que obvio que el calificativo “medio” es mayor que cero. Por tal motivo, nos adherimos a dicho resultado como definitivo y solicitamos que se nos declare ganadores de la mencionada contienda.