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Odesa era una ciudad exclusivamente judía, y las historias de Isaak Bábel, un hombre judío que escribe en ruso y nació en Odesa, descubren su punto más vulnerable. Gánsteres, prostitutas, mendigos, contrabandistas: nadie escapa a la fuerza punzante de la pluma de Babel. Desde los cuentos de la crueldad magnética de Benya Krik, infame jefe de la mafia y uno de los grandes antihéroes de la literatura rusa, hasta el devastador relato semiautobiográfico de un joven judío atrapado en un pogromo, esta colección de historias es considerada una de las grandes obras maestras de la literatura rusa del siglo xx.
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Seitenzahl: 58
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Isaak Bábel
CUENTOS DE ODESA
Ilustraciones de
Antonio Santos
EL REY
La ceremonia nupcial había terminado, el rabino se dejó caer en un sillón, después salió del cuarto y vio las mesas colocadas todo a lo largo del patio. Eran tantas que su cola se alargaba más allá del portalón que daba a la calle Gospitálnaia. Las mesas cubiertas de terciopelo se enredaban por el patio como serpientes a las que les hubieran colocado sobre la panza parches de todos los colores y estos cantaran con voces profundas, sí, los parches de terciopelo naranja y rojo.
Los pisos se habían convertido en cocinas. A través de las puertas hollinadas manaban llamas suculentas, llamas ebrias y regordetas. En sus haces humeantes se cocían caras de vieja, barbillas inestables de mujer, pechos empringados. El sudor, rosado como la sangre, rosado como la espuma de un perro rabioso, recorría esos montones de carne humana bien desarrollada y que desprendía olor dulce. Tres cocineras, aparte de las lavaplatos, habían preparado la cena de la boda, y en todas ellas reinaba la octogenaria Reizl, tradicional como un pergamino de la Torá, diminuta y contrahecha.
Antes de la cena, en el patio se coló un joven al que los invitados no conocían. Preguntó por Benia Krik. Se llevó a Benia Krik a un lado.
—Oiga, Rey —dijo el joven—, tengo que decirle un par de palabras. Me envía la tía Jana de Kostétskaia…
—¿Y bien —respondió Benia Krik apodado Rey—, qué par de palabras son esas?
—Ayer vino un nuevo jefe al cuartel, la tía Jana me ha ordenado que se lo diga…
—Me enteré anteayer —replicó Benia Krik—. Sigue.
—El jefe reunió a todo el cuartel y pronunció un discurso…
—Escoba nueva barre bien —replicó Benia Krik—. Quiere una redada. Sigue.
—Y cuándo va a ser esa redada, ¿eso lo sabe, Rey?
—Mañana.
—Será hoy, Rey.
—¿Quién te ha dicho eso, chico?
—Me lo ha dicho la tía Jana, ¿conoce usted a la tía Jana?
—Conozco a la tía Jana. Sigue.
—El jefe reunió al cuartel y les soltó un discurso: «Debemos aplastar a Benia Krik —les dijo—, porque allí donde hay un soberano emperador no cabe ningún rey. Hoy, mientras Krik casa a su hermana y están todos allí, hoy hay que hacer una redada…».
—Sigue.
—Entonces a los esbirros les entró miedo, decían: Si hacemos una redada hoy, mientras Benia tiene fiesta en casa, se va a enojar, correrá mucha sangre. Y el comisario dijo: Le doy más valor a mi amor propio…
—Bien, vete —respondió Rey.
—¿Y qué le digo a la tía Jana de la redada?
—Dile: Benia sabe lo de la redada.
Y se fue, el joven se fue. Tras él salieron unos tres hombres de los amigos de Benia. Dijeron que volverían al cabo de media hora. Y regresaron al cabo de media hora. Y eso fue todo.
A la mesa no se sentaban en función de la preeminencia. La vejez boba no es menos lamentable que la juventud cobarde. Tampoco en función de las riquezas. El forro de un monedero pesado está cosido con lágrimas.
A la mesa estaban sentados primero el novio y la novia. Era su día. En segundo lugar estaba Sender Eichbaum, el suegro del Rey. Era su derecho. La historia de Sender Eichbaum es digna de conocerse, porque no es una historia ordinaria.
¿Cómo se convirtió Benia Krik, maleante y rey de maleantes, en yerno de Eichbaum? ¿Cómo se convirtió en el yerno de un hombre que tenía sesenta vacas lecheras menos una? Todo se debía a un asalto. Solo un año antes Benia le había escrito una carta a Eichbaum.
Señor Eichbaum —escribió—, le pido que deje mañana por la mañana bajo el portalón de Sofíievskaia, n.º 17, veinte mil rublos. Si no lo hace, le espera algo nunca oído, y toda Odesa hablará de usted. Respetuosamente,
Benia el Rey
Tres cartas, cada una más clara que la anterior, quedaron sin respuesta. Y Benia tomó medidas. Llegaron por la noche: nueve hombres con unos palos largos en las manos. Los palos estaban envueltos con estopa alquitranada. Nueve estrellas llameantes prendieron en el establo de Eichbaum. Benia rompió el candado del cobertizo y se puso a sacar las vacas una a una. Las esperaba un muchacho con un cuchillo. Este tumbaba la vaca de un golpe y hundía el cuchillo en el corazón del bovino. En la tierra regada de sangre brotaron antorchas, como si fueran rosas ígneas, y empezaron a retumbar disparos. Con los disparos Benia ahuyentaba a las trabajadoras que acudían raudas a la vaquería. Siguiéndolo, también los demás asaltantes se pusieron a disparar al aire, porque de no disparar al aire podían matar a una persona. Y justo cuando la sexta vaca, entre mugidos agónicos, había caído a los pies del Rey, salió corriendo al patio, vestido solo con calzones, Eichbaum y preguntó:
—¿Qué es todo esto, Benia?
—Si yo no tengo el dinero, usted no tendrá las vacas, señor Eichbaum. Como que dos por dos son cuatro.
—Ven adentro, Benia.
Y dentro llegaron a un acuerdo. Las vacas degolladas fueron repartidas a partes iguales, a Eichbaum se le garantizó inmunidad y se le entregó como prueba un certificado con sello. Pero el milagro vino después.
Durante el asalto, esa terrible noche, mientras mugían las vacas acuchilladas y los terneros se resbalaban en la sangre materna, mientras las antorchas danzaban como vírgenes negras y las mujeres de la lechería esquivaban y chillaban bajo los cañones de las amistosas browning, bueno, pues esa terrible noche salió corriendo al patio, vestida solo con un camisón escotado, la hija del viejo Eichbaum, Tsila. Y la victoria del Rey se convirtió en derrota.
Dos días después, sin previo aviso, Benia devolvió a Eichbaum todo el dinero que le había quitado y luego, por la tarde, apareció de visita. Llevaba puesto un traje naranja, bajo el puño brillaba un brazalete de brillantes; entró en el cuarto, saludó y le pidió a Eichbaum la mano de su hija Tsila. Al viejo casi le da algo, pero se recobró. El viejo tenía por delante otros veinte años de vida.
—Oiga, Eichbaum —le dijo Rey—, cuando se muera, lo enterraré en el primer cementerio judío, junto a la entrada. Levantaré para usted, Eichbaum, un monumento de mármol rosa. Lo convertiré en principal de la sinagoga Brodsky. Dejaré la profesión, Eichbaum, y entraré en su negocio, de compañero. Tendremos doscientas vacas, Eichbaum. Mataré a todos los lecheros menos a usted. Ni un ladrón pasará por la calle donde usted viva. Levantaré para usted una dacha en la estación número 16…[1] Y recuerde, Eichbaum, tampoco es que usted haya sido rabino de joven. Quién falsificó un testamento no es algo que vayamos a decir en voz alta… Y tendrá a Rey de yerno, Eichbaum, no a un mocoso cualquiera, sino a Rey…
