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Al leer los Cuentos Laterales de Norma Sanchez, olvidamos nuestro costado adormecido por la rutina, nuestro lado rendido ante lo obvio, el que se ampara en la comodidad, el que no tiene cuestionamientos... Estos cuentos movilizan de tal forma que comenzamos a ver más allá, a leer entre sus párrafos el lado real de sus historias. Como una catarata imponente e hipnótica, caen, página a página. Atravesados por una realidad contundente, por dolores lacerantes, necesarias metamorfosis, amores que curan pero no salvan, pasiones inexplicables y lucidez más allá de la locura. Graciela Maschi, escritora
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Seitenzahl: 102
Veröffentlichungsjahr: 2023
NORMA G. SANCHEZ
Sanchez, Norma G.Cuentos laterales / Norma G. Sanchez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3712-6
1. Cuentos. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Prólogo
Bebé de Sultán
Ecos de espanto
Dicotómica Malvinas
La noche del cordero
Mariposas
Un colibrí
Tu brazo
Nada más
La sangre
El mismo verano
Exilio
Palabras olvidadas
Un rubio deseo
El motín de las lobas
El quemado
Roja, carmín, colorada
El espejo de Nina
Insisto
El “otro él”
La rebelión de los clásicos
De otoño a verano
¿Alguien la vio?
No esencial
La cena de las ratas
Como moscas
Fútbol mundial
Imperdonable
Casa embrujada
Agradecimientos
Dedicado este libro a todos los que pensaron en poner un punto final a sus historias y lo convirtieron en un punto y coma.
A los que cargan con el peso de ser sobrevivientes.
A los que se fueron de este mundo antes de tiempo.
A los que se quedaron a mi lado para unir mis pedazos.
A mis queridos muertos que me grabaron a fuego.
Para hacer literatura hace falta imaginación. Jugar con hechos conocidos, familiares, y con otros no tanto. Crear mundos donde se subvierten las coordenadas de la realidad. O no, tal vez la realidad sea un poco así, como la cuenta la autora, un entramado de historias paralelas, un baile, al decir de Antonio Skármeta, que nunca se sabe cómo termina.
Las historias son encantadoras, en el sentido más literal del término. La pluma se desliza y los hechos narrados van y vienen. El lector las lee y escucha cantos de sirenas, es extraviado adrede, hábilmente conducido a los laberintos de la ilusión. Las palabras son las notas de la flauta del encantador de serpientes, seducen, despistan, entre-tienen, y de ese modo la autora nos prepara, potencia el efecto de la caída en la realidad.
El paso del sueño a la vigilia, de lo pensado a lo concretado, del soñante al soñado, de la cordura a la locura, de finales que parecen ser y acaban no siendo, transita envuelto en la neblina de la incredulidad propia del después de las tragedias. No hay personaje que no pierda la inocencia, y el lector con ellos. La autora juega con nosotros como lo hace la vida misma, engolosinándonos con los días felices. No hay fiesta que no se pague, todo tiene sus consecuencias. Hay fiestas que se pagan de más, otras sin comerla ni beberla. No hay oficinas de reclamo. Solo la ruptura uraniana de la cotidianeidad y el después, como canta Serrat, chupando un palo sentados sobre una calabaza.
La niñez entre el lugar común de la inocencia y la profundidad, oscuridad de las experiencias infantiles con la muerte, con el poder, las ansias de dominio, la magia, la fantasía. Lo prohibido y la culpa, resultante del discurso castrador de la educación familiar y religiosa, como obstáculo a la exploración. La culpa como la verdadera asesina de la genuina curiosidad infantil.
Adultos ajenos o enajenados, el uno confundido con el otro, testigos mudos, a las pajaritas les vuelan las plumas. Hay que leer y re-leer, el lector decide redireccionar o seguir a ciegas y entregarse. Encuentros en otras dimensiones, el sueño, la locura, y todo es tan parecido a la realidad, que cualquier semejanza no es coincidencia. El galpón de la casa, el hospital, el manicomio, un “telo”, la alta sociedad y su impunidad, el mundial y la pandemia, pero también Malvinas y la dictadura militar. Llega el día de la factura y la vida se cobra, los locos y las ratas zafan, los clásicos se rebelan. Los hermanos mayores son crueles, la vida ¿es una hermana mayor? ¿Cómo se sigue después de ciertos finales? ¿Se sigue? Una constante, casi una obsesión de la autora: el dilema de estar entre la orilla y el mar profundo.
Personajes no anticipados, se cuelan, entran lateralmente a la historia y la re- significan por completo. La autora lo logra con maestría. La narración es sutil y tierna cuando tiene que serlo. De pronto cobra ritmo, el paso se acelera, cabalgamos vertiginosamente. Nos pasamos de la esquina, seguimos de largo, un final y no, abruptamente, abismalmente el camino de al lado es, precisamente, donde la historia muere.
En otras ocasiones la entrada es por el absurdo y la ironía, cobran vida los objetos y los animales mantienen soliloquios internos acerca de sus dueños.
A todo ello debemos sumar el exquisito estilo de su narrativa. Prepárese el lector para una experiencia estética y original como pocas. Cuentos laterales, historias con revés y doble faz, descubrirá que el centro es la periferia. Las leerá con el pensamiento lógico, la intuición y el corazón.
Mariela BorelloEscritora
He sido Sultán desde que Amo sintió piedad de mi existencia y apartó con asco las miserias en las que me hallaba para darme un lugar en su casa. Fui recibido con desdén por Señora que, enguantada, me sumergió en el primer baño de agua clara. Saco de huesos por desparasitar. Temor a la barbarie que mi falta de raza podría suscitar.
Comprendí de sus ojos el juicio constante de mis acciones. Jamás oriné en sus pisos o alfombras. Jamás mastiqué sus zapatos ni aullé inoportuno en la noche consternada por evocar a la manada. Aprendí a reservar los espasmos de mi cola al juego repetido de alcanzar la pelota. Crecí sano, fuerte, guardián y me entregué a su servicio.
Amo me olvidó poco a poco tras las lunas que aumentaban la curva inesperada del vientre de Señora. Algo nuevo se avecinaba y era más importante que todo lo visto hasta ahora. Algo capaz de volverme prescindible, atormentado en el recuerdo de la calle, el hambre ajustado entre el cuero y las costillas. Me pensé irreconocible invitado al cortejo del frío pasado.
Tres días con sus noches pasaron desde que Señora gritó al mojar, con sus propios líquidos, los pisos y las alfombras que siempre evité. Amo la subió al auto con prisa. Temí que la abandonara en la calle en la que fuera encontrada (si es que Amo encontró a Señora en la calle). La desesperación al pensar en cuál sería la represalia que pudiera recibir un Sultán como yo tan inferior a Señora y no poder interceder con mi lenguaje sencillo de ladrido y llanto. Pero Amo y Señora volvieron envueltos en palabras amables, dulcísimos con una cría entre los brazos. Bebé sería desde entonces mi responsabilidad.
Fui Sultán para Bebé desde que arrastrándose por el piso llegó hasta mí para jalar mi pelo. Resguardé su olor en mi olfato por sobre todos los olores del mundo. Fui almohada en su siesta, compañero en la carrera, confidente, buen amigo, guardaespaldas y hasta muñeca. Fui su risa certera y él, amor verdadero.
Cuando Bebé se irguió en sus dos patas traseras supe que debía esforzarme más allá de mis propios límites para protegerlo. Cuando Bebé obtuvo el reconocimiento de Amo con un juego de llaves que le permitía cruzar a su antojo el perímetro de rejas comprendí con dolor cuáles eran mis propios límites.
Aun con amigos, Bebé continuaba siendo mi bebé. Se sujetaba con fuerza a la soga que adosaba a mi collar para no perderse. Yo lo esperaba atento junto al poste mientras él jugaba en la canchita a la pelota que se toca con los pies y no se muerde. A veces comíamos chatarra de pollo y bebíamos agua dulce de colores. En los rituales de cánticos yo coreaba con aullidos de felicidad.
Algo empezó a cambiarnos cuando abandonó el delantal blanco y anudó en su cuello una corbata parecida a la de Amo. Sus ausencias eran largas y Señora se volvió piadosa con mi andar más lento, como si al fin hubiera hecho las paces con mi presencia. Quizá porque los dos trabajábamos de esperarlos o porque así es cuando se ama. Ella pudo en esa instancia frotar mi cabeza sin guantes.
—No me pongas esa mirada —decía. Y yo creo que lagrimeaba porque temía no poder cumplir mi palabra de proteger a Bebé por siempre.
Al paso lento le siguió la creciente falla en la vista como si todo fuera cubierto por tules opacos. El oído agudizado se estremecía con los gritos y portazos de lo que Señora llamaba adolescencia. Bebé distante jugaba a ser Amo con la chica de trenzas de la esquina que ahora tenía el pelo suelto con olor a jazmines.
Se olvidó de mí como antes el Amo. Sufrí pesadillas donde era embalado en caja de cartón como juguete descartado. Sufrí acostado a los pies de Señora que ya no me regañaba y hasta eso extrañaba. Sultán de sombra quebradiza. Algo dijo el doctor de mis caderas. La correa dormida, la pelota perdida.
Hoy la noche huele extraño. Los olores de Bebé también cambiaron. Los gritos saben amargos y hubo algo más como una estampida que llamaron “cachetazo”. Lo seguí hasta la reja más con la mirada ciega que con el paso. Una nueva estampida llenó de pólvora la noche. Bebé cayó al suelo y alguien más montó en su bicicleta.
Amo le gritó a Señora que no salga. Yo seguí su sombra despacio. Este olor no me gusta. Lamo con desesperación el manantial oxidado que emana Bebé. Tengo la certeza de haber fallado porque Amo me asesta una patada en las costillas. Señora llora y mi Bebé ya no respira. Con mi último aliento lanzo un aullido de dolor a mi manada.
Esa noche también se escuchaban sirenas. Apenas habían pasado unos minutos del toque de queda, cuando tres jóvenes ingresaron a la casa. Era la primavera del setenta y siete y las fuerzas armadas saqueaban las calles sombrías de Buenos Aires.
José dudó un momento, pero no tuvo corazón para expulsarlos y los escondió en el sótano mientras afuera un Falcon hacía ronda. Los pibes habían cometido la osadía de juntarse a celebrar el día del estudiante.
Por supuesto que nada le dijo a su esposa. Tenía que protegerla, estaba encinta de siete meses. Tomó algo de comida y unas mantas para que pudieran pasar la noche. Por la mañana se irían y el recuerdo desaparecería. Pero al amanecer se escuchó un estruendo: Juan, el pibe del quiosco lanzaba alaridos desgarradores mientras juraba que no sabía nada.
El miedo puede tener muchas caras. José se enfrentaba a una de ellas y no era la peor. Su esposa dijo que “el del quiosco seguro andaba en algo raro”. Él asintió con la cabeza y fue al sótano a hablar con sus refugiados.
Los tres jóvenes rompieron en llanto al escuchar las novedades. José les rogaba silencio. Les dijo que los aguantaría un tiempo más hasta que las cosas se calmaran en el barrio. Pero los siguientes días el auto verde no descansó. Parecía obsesionado con la casa. Incluso un día un milico vestido de civil se acercó a felicitarlo al notar a la esposa embarazada y se despidió diciendo que cuidara bien de los suyos.
José sabía que no era un comentario azaroso. Sabía que era una amenaza directa hacia su esposa y su hijo por nacer. Sabía que tenía que establecer prioridades. Después de todo, los jóvenes no eran su responsabilidad y a lo mejor en algo andaban, como el del quiosco. Ya no podía seguir escondiéndolos. Pero cómo sacarlos sin que nadie vea o sospeche que él los había protegido.
Su cabeza era un desorden de ideas veloces e inconexas. El miedo le respiraba en la nuca. Temblaba desde las manos hasta el alma. No conseguía dormir, montaba guardia a la par del Falcon. Se vigilaba en cada espejo y clamaba silencio. Juego de tormento y fantasmas. El miedo se volvió pánico y gestó una idea.