Cuentos para quinceañeras - James Fenimore Cooper - E-Book

Cuentos para quinceañeras E-Book

James Fenimore Cooper

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Beschreibung

James Fenimore Cooper (1789-1851) se considera el primer gran novelista norteamericano de fama internacional gracias a sus historias de aventuras, en especial 'El último de los mohicanos'. Antes de consolidarse como tal, sin embargo, probó suerte con la narrativa breve y acometió la redacción de algunos relatos de índole sentimental e intimista, de los que solo acabó dos: «Imaginación» y «Corazón». Nada más publicarlos, bajo un pseudónimo femenino y con el título de 'Cuentos para quinceañeras', se desentendió de ellos, por lo que han pasado desapercibidos para gran parte de la crítica. Con el propósito de enriquecer el estudio de la etapa inaugural de la literatura estadounidense, presentamos la primera versión en español y la edición crítica de estos textos olvidados que constituyen un eslabón perdido en la historia del cuento norteamericano.

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CUENTOS PARA QUINCEAÑERAS

BIBLIOTECA JAVIER COY D’ESTUDIS NORD-AMERICANS

http://puv.uv.es/biblioteca-javier-coy-destudis-nord-americans.html

http://bibliotecajaviercoy.com

DIRECTORAS

Carme Manuel

(Universitat de València)

Elena Ortells

(Universitat Jaume I, Castelló)

CUENTOS PARA QUINCEAÑERAS

James Fenimore Cooper

Edición y traducción

Marcelo G. Burello y Alejandro Goldzycher

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americansUniversitat de València

© Marcelo G. Burello y Alejandro Goldzycher

Cuentos para quinceañeras, James Fenimore Cooper

1ª edición de 2020

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-9134-645-6

Ilustración de la cubierta: Portrait of a young elegant lady, three-quarter length, in a red dress with an embroidered shawl, standing in a landscape (1824), Eduard Friedrich Leybold

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Edición digital

Índice

J. F. Cooper y los orígenes de la narrativa breve norteamericana

CUENTOS PARA QUINCEAÑERAS

Prefacio

Imaginación

Corazón

James Fenimore Coopery los orígenes de la narrativa breve norteamericana

Marcelo G. Burello y Alejandro Goldzycher

De la novela al cuento

En el siglo XVIII, como se sabe, el “ascenso de la novela” –por usar la famosa fórmula de Ian Watt– obedeció mayormente a un doble factor promovido por el advenimiento de la sociedad burguesa: por un lado, el paulatino interés por las complejidades de toda alma humana, más allá de la formación o la posición económica del individuo en cuestión; por el otro, la creciente alfabetización de las capas medias y la compartimentación de la vida urbana en tiempo de negocio y tiempo de ocio (que en el caso de muchos ciudadanos se llenó de lectura). No es casual, en este sentido, que el fenómeno se haya dado fundacionalmente en Gran Bretaña, país que también comandó –no sin sucesivos baños de sangre– la democratización de la vida: a partir de la saga del náufrago Robinson Crusoe, pasando por el sentimentalismo de Richardson y la picaresca de Fielding, la novela inglesa supo aprovechar las nuevas condiciones y crear un nuevo tipo de lector, un lector al que quizás haya sido Rousseau con su Julia, o la nueva Eloísa el primero en saber apelar de forma programática y consciente.

A mediados del siglo XVIII, sin embargo, fue surgiendo otra necesidad, más infraestructural, si se quiere: la de narrativa de breve o mediana extensión, capaz de ocupar los espacios disponibles en diarios y revistas (y a la sazón, capaz de combinarse con otro tipo de textos como recetas de cocina y poemas didácticos para completar los gift-books y los “almanaques”). Casi de pronto, en muchas naciones se requería un cierto tipo de material que no existía. Los novelistas abundaban, pero no había cuentistas en el sentido en que hoy concebimos el “cuento” moderno: había fábulas, alegorías, parábolas, leyendas, chistes, anécdotas, cuentos de hadas, crónicas, pero estas formas comenzaban a resultar obsoletas o insatisfactorias por su tradicional apelación a una sensibilidad demasiado simple, y simplemente no existían las ficciones en prosa con menos pretensiones didácticas y más esmero estilístico, aptas para ser leídas de un tirón por los ávidos lectores dieciochescos; había que inventar algo nuevo, breve, intenso e interesante. Para los aspirantes a narradores de brevedades, el nuevo desafío era atraer durante un rato a un lector habituado a entregarse durante una quincena o un mes como mínimo, logrando en unas pocas páginas la emoción que se generaba en un extenso in crescendo novelístico, a lo largo del cual la clave era la mimesis del mundo “real” y la empatía con los personajes. Y los modelos de escritores exitosos contemporáneos eran todos novelistas… Por supuesto, los relatos de Boccaccio, Chaucer y Cervantes disfrutaban de prestigio universal, pero o estaban enmarcados en un ciclo, o seguían siendo demasiado extensos, o acaso abusaban del pudor expositivo y de las aspiraciones pedagógicas. O adolecían de todas esas cosas a la vez. Era preciso aligerar las pretensiones moralizantes, acortar las páginas, y crear pequeñas piezas autónomas, que pudieran leerse “en una sentada” (idea que de hecho invocaría Poe al elaborar explícitamente la poética del cuento moderno).

¿En qué consistía exactamente el desafío? Desde un punto de vista del efecto global, y simplificando mucho las cosas, puede decirse que la narrativa de mediana o breve extensión implica la prevalencia de los sucesos por sobre los protagonistas; la novela moderna, en cambio, había invertido la jerarquía: para el siglo XVIII, orgullosamente burgués, era mucho más importante el sujeto que el objeto, los personajes que los hechos. Pues si en las formas breves se contesta a la pregunta “¿qué le pasó a quién?”, en la narrativa larga se responde a “¿a quién le pasó qué?”. Por eso, subgéneros narrativos extensos tales como la épica antigua, el romance medieval e incluso la novela de aventuras moderna tienden a producir un efecto que el lector actual identifica más con el cuento que con la novela propiamente dicha: tanta exterioridad impide adentrarse de lleno en los personajes y empatizar a fondo con sus perspectivas y aspiraciones. En estos formatos, el héroe o los protagonistas son memorables en función de los hechos que les ocurren, y no tanto en sí mismos; su “subjetividad” –por usar un término clave en este contexto– no es una cuestión interesante desde el principio, su sensibilidad no es un manantial potencial y proverbial de entrada: se trata de personajes que tienen que actuar para suscitar interés.

James Fenimore Cooper, escritor

James Fenimore Cooper (1789-1851) pertenece a la segunda generación de escritores estadounidenses “profesionales” con una obra de cierta extensión y regularidad de publicación. Los primeros, aunque polígrafos como lo era casi toda persona aficionada a escribir en el siglo XVIII, habían sido novelistas, preferentemente, como Hannah Webster Foster, Susanna Rowson (nacida en Inglaterra), y Charles Brockden Brown, y en todo caso no siempre habían logrado –o siquiera pretendido– vivir en forma exclusiva de la escritura. En sintonía con la serie literaria europea, tocó entonces a la generación subsiguiente ensayar los primeros intentos en ficción breve, por supuesto que mezclada con anécdotas, parábolas, crónicas, bocetos, etc. Para estos autores las presiones y exigencias eran numerosas: desde un punto de vista económico, los nuevos medios de la opinión pública –los diarios y revistas, tan importantes para la guerra de independencia y la conformación de una identidad nacional– ofrecían espacios en blanco bien remunerados para llenar; desde un punto de vista cultural general, la sensibilidad romántica y su legitimación de la imaginación y de lo novedoso promovía la búsqueda de nuevos formatos y temas; y desde un ángulo netamente regional, los Estados Unidos querían grandes plumas que supieran describirlos, cantarlos e inmortalizarlos con obras originales y a la altura de sus pares del Viejo Continente.

Grosso modo, podemos periodizar la obra de Fenimore Cooper en una etapa de formación, que contiene los textos que incluimos en este volumen y que culminaría a comienzos de la década de 1820, y una de consolidación, cuando alcanzó una enorme repercusión mundial; desde un punto de vista estilístico y temático, se aprecia que en la primera prevalece el sentimentalismo (desde su origen mismo asociado a la forma epistolar), y en la segunda, la aventura (en tierra y en mar). Si se hace la casi inevitable comparación con su estricto coetáneo Washington Irving (1783-1859), que hizo de la forma corta su favorita (predeciblemente se había formado en el periodismo, como satirista y cronista), y que instaló el problema fundacional de lo europeo versus lo americano (que Henry James y Edith Wharton luego explotarían), saltan a la vista las diferencias: Fenimore Cooper evitó el periodismo y las formas breves lo más que pudo, y se apasionó tanto con América que el Viejo Continente no le produjo mayor vértigo. Pero por sobre todo, más allá de abundantes páginas sobre cuestiones náuticas y militares y otros escritos sobre temas de interés general, lo que más se destaca es su concentración con la épica de largo aliento. Y era comprensible: hasta entrado el siglo XIX, las novelas siguieron siendo una vía de prestigio artístico y, ante todo, un buen negocio, pues se vendían a raudales y se publicaban en dos o tres tomos, normalmente a lo largo de varios meses (nuestro autor, por caso, publicó la mayoría de sus largas novelas de a dos tomos en su país natal y de a tres en Inglaterra).

Por la otra forma literaria que podía conceder fama y dinero al mismo tiempo, el teatro, es palmario que Fenimore Cooper apenas se interesó. Como Edgar Allan Poe (que oportuna y críticamente reseñó la novela Wyandotte), solo ensayó una vez el drama: la comedia Upside Down, or, Philosophy in Petticoats (1850); que se haya representado cuatro veces y que se conserve solo un fragmento de la pieza – pese al éxito que el dramaturgo de turno había obtenido como novelista– delata el fracaso de la obra y la indiferencia del autor (que pese a todo embolsó unos jugosos 250 dólares por los derechos). En este punto hay que pensar, asimismo, que escribir dramas y comedias a la sazón era rentable en Europa, pero no en los Estados Unidos, dotados de una escasa infraestructura apropiada y por ende de un reducido público, amén de cierta herencia puritana esencialmente antiteatral.

Tales y stories

Más allá de un par de informes o crónicas sobre fenómenos naturales –un eclipse, un lago escondido– o rarezas culturales de su país –como los vapores de los ríos del sur–, James Fenimore Cooper eludió la ficción breve: sólo compuso dos relatos, y bajo un seudónimo femenino. No hay que dejarse confundir, sin embargo, por la indeterminación genérica que surge de la designación de sus obras: en el inglés de su época, novelas y cuentos se denominaban “tales” por igual, y no existía la diferencia editorial entre novel –al principio un tecnicismo– y tale o short story, que progresivamente se haría imprescindible para mercadear libros. Las piezas breves recibían otras etiquetas, y hasta la consolidación del relato breve, en general tale designaba casi siempre una novela y sketch, siempre una pieza corta y no necesariamente ficticia (piénsese por ejemplo en los Historical Sketches de Brockden Brown, escritos entre 1803 y 1807 aunque publicados en forma póstuma, y más célebre, el heterogéneo Sketch Book de Washington Irving, aparecido entre 1819 y 1820).

Al día de hoy, puede constatarse que James Fenimore Cooper ha quedado casi exclusivamente relegado a la etiqueta de novelista oficial de la gesta colonial norteamericana (más allá de su relativa sensibilidad para con los pueblos nativos),1 y es dable pensar que su nombre y su fortuna literaria estén ligados a la posición de los Estados Unidos en el concierto mundial. Sin dudas, es un autor que ha ido perdiendo lustre conforme la literatura de su país se fue poblando de nombres y figuras, empezando por Washington Irving y siguiendo por Nathaniel Hawthorne y H. W. Longfellow (Poe y Herman Melville tardarían un poco más en consagrarse). En su apogeo, que llegó a ser resonante (a mediados de siglo era probablemente el autor estadounidense más leído fuera de su país), lo parodiaron figuras como W. M. Thackeray y Francis Bret Harte de un lado y otro del Atlántico. Y como se sabe, las parodias de un autor o de una obra puntual delatan que la cosa ha llegado a su cumbre y comienza a declinar… Su hija mayor, la escritora Susan Fenimore Cooper (1813-1894), prosiguió el oficio de su padre y no solo llegó a obtener cierto renombre como autora, sino que además hizo mucho por mantener y divulgar la obra de su ilustre progenitor, pero no pudo hacer milagros. El primer golpe duro al renombre de James Fenimore Cooper lo asestó sin duda Mark Twain (¡cuándo no!), con su libelo –mordaz como toda página suya– “Fenimore Cooper’s Literary Offenses”, aparecido en 1895 (póstumamente se dio a conocer otro texto similar: “Fenimore Cooper’s Further Literary Offenses”, que luego sería reeditado como “Cooper’s Prose Style”). A continuación, la fama se fue opacando, las juventudes se volcaron a Jules Verne o Karl May, y por si fuera poco, el Far West fue sustituyendo en la mente de la gente al atractivo que a comienzos del siglo XIX todavía podía ejercer la colonización de Norteamérica: California pasaba a ocupar el lugar de la Bahía de Hudson, y los cowboys eran tanto más fascinantes que los mohicanos.

El texto

Es casi seguro que James Fenimore Cooper compuso Tales for Fifteen en 1821, mientras intentaba salir adelante con la que sería su primera novela exitosa (y que en cierto sentido podría considerarse la primera novela estadounidense cabal y propiamente dicha): The Spy. A Tale of the Neutral Ground (1821). Su intención inicial fue componer cinco historias (a juzgar por el anuncio de 1822 en el Literary and Scientific Repository, estas habrían de titularse “Imagination”, “Heart”, “Matter”, “Manner” y “Matter and Manner”), pero solo acabó dos, y a duras penas, pues la segunda, como él mismo lo reconoció en su breve prefacio heterónimo, fue terminada de apuro. Las cartas a un editor posterior confirman que el móvil principal fue el dinero que podría obtenerse de la publicación, que finalmente tuvo lugar a mediados de 1823. Pero el mayor interesado resultó no ser el propio Cooper (menos aun tras el formidable éxito de The Spy, que le dio renombre internacional) sino Charles Wiley, su editor: un imprentero de New York que por entonces atravesaba una delicada situación económica y a quien el autor accedió a ayudar como un gesto de amistad. De esta explicación se haría eco Susan, la hija del escritor. Pero el camino entre la concepción de la obra y su publicación fue más tortuoso de lo que parece. Puede que su génesis se remontase a un tiempo en que Cooper ni siquiera había ingresado en la escena literaria, excepto (si se quiere) como un ávido lector. Atraído desde niño por las novelas y otras lecturas, su pasión lo llevó a familiarizarse con las producciones de autores británicos y americanos desde el siglo XVII hasta el presente. Pero incluso una vez dados sus primeros pasos como escritor (sin contar algunos experimentos líricos juveniles), la perspectiva de desarrollar una carrera literaria y además vivir de ello siguió pareciéndole, por un tiempo, cuando menos remota. Para un autor novel y americano aún era difícil abrirse camino, y para colmo Cooper se encontraba al borde de la bancarrota. Los horizontes de su carrera empezaron a perfilarse, sin embargo, en lo que se consideraría un episodio fundacional tanto en la vida del futuro escritor como en la historia de la literatura norteamericana.

La anécdota en cuestión –reiterada por Susan en varias ocasiones, con ligeras variantes– evoca a Cooper leyendo una novela en voz alta para su esposa, según era su costumbre. Se cuenta que, ya mal predispuesto por el título y la tapa del volumen, el antiguo oficial de marina no tardó en interrumpir la lectura para apostar que él mismo podría escribir algo mejor y fue su esposa quien selló el desafío. La anécdota originaría incluso una tradición crítica –todavía en boga a mediados del siglo XX– según la cual Cooper habría aprovechado la práctica de la lectura en voz alta como pretexto y como coartada para una afición que hubiera podido juzgarse poco “masculina”, caracterización que parece decir más de la victoriana Susan que de su padre. Varias hipótesis se han tejido en torno a la identidad de aquel “relato inglés”. Susan creyó recordar que se trataba de uno de Amelia Opie o de alguien “de su escuela”. Su padre, según esta versión, había decidido componer una imitación que a la vez superara el original. Cooper se enfrascó en la escritura a un ritmo frenético –que sin duda exageró en una carta– sin dejar de compartir los avances diarios con su familia y con algunos conocidos. El producto final de este experimento fue Precaution (1820), su primera novela, que sugestivamente publicó en forma anónima y que fue atribuida a una dama inglesa.

Los lectores no podían no pensar en alguna fiel imitadora de Opie o de Jane Austen, que justamente tuviera su boom durante la década de 1810. ¿Es posible que el tan mentado “relato inglés” fuera uno de la mismísima Austen? Críticos como Wayne Franklin y Barbara Alice Mann prácticamente lo descartan. La estima de Cooper por la obra de Austen está documentada. En ciertos aspectos, incluso situó su obra por encima de la de Walter Scott, entonces de moda en los círculos literarios. También le atribuyó el mérito de haber desplazado la literatura sentimental antes de que Scott fuera conocido siquiera como poeta. Parece cierto, en fin, que Cooper tuvo en mente otro proyecto antes de volcarse al que sería su debut novelístico. En una carta al editor Andrew Thompson Goodrich remitida en mayo de 1820, Cooper comentó haber estado trabajando sobre cierto “relato moral”. La fuente de esta tentativa, aventura Mann, acaso fue Emmeline, novela de Mary Brunton publicada póstumamente en 1819 que no tardó en arribar al mercado americano (dato que también encaja con las memorias de Susan). Años más tarde, Cooper citaría a Brunton a la par de Austen como uno de los más valiosos novelistas de su tiempo, sin distinción de género. Pero aun así se comprende que aquella obra en particular pudiera no ser de su agrado. James Franklin Beard, por su parte, se inclina por el nombre de Amelia Opie, cuyos Simple Tales (1807) y Tales of Rural Life (1813) cuenta entre los modelos más probables de lo que bien pudo ser una primera versión de Tales for Fifteen. Tanto llegó a extenderse el borrador –comentaría el autor más tarde– que Cooper mismo tomó la decisión de componer una novela hecha y derecha, no sin antes destruir el manuscrito original. Solo entonces habría adoptado más directamente el admirado modelo de Austen, más allá del ánimo de superación que lo moviera en un principio. De todas formas, también vale mencionar la posición de Lance Schachterle, para quien las semejanzas con una novela como Persuasion no descartan que el principal modelo de Cooper pudiera ser, todavía entonces, la narrativa de Opie.

En medio de los contratiempos que sufrió la escritura de The Spy, puede que Cooper se convenciera de que la mayor falla de Precaution –y la razón de su relativo fracaso– tal vez no radicara en la elección de sus modelos genéricos, sino en su ambientación. Su percepción del escenario inglés provenía casi exclusivamente de sus lecturas y de sus dos visitas a Londres; fue su amigo británico James Aitchison quien lo ayudó a darle mayor autenticidad. Una reseña en el Repository, por lo demás elogiosa, lamentó sin embargo que la novela no estuviera ambientada en América. Puede que, influido por su editor y otros allegados o bien por cuenta propia, Cooper se replanteara esta cuestión. Antes (o en lugar) de entregarse al trabajo que tantas dificultades le estaba ocasionando, ¿por qué no probar fortuna aplicando las convenciones de su novela anterior a un espacio americano? Puede que la hipótesis de Beard sea incomprobable; no por eso es menos sugestiva. Pero las dudas de Cooper, si las tuvo, evidentemente fueron pasajeras. Su atención se dirigió nuevamente a su novela en curso y, tras el inesperado estímulo que esta imprimió a su carrera, emprendió la proyección de una tercera novela. Mientras tanto, su compromiso con Wiley seguía pendiente. En una carta donde lo felicitaba por su éxito, el editor lo urgió a terminar los cinco American Tales que le había prometido. Desvanecido todo su interés al respecto, Cooper finalmente entregó dos relatos con la condición de que se ocultara su autoría. Lo que fuera una táctica de marketing terminó siendo, al mismo tiempo, una forma de abjuración. Casi dos décadas más tarde, Cooper declararía retener una impresión bastante favorable de “Imagination”, que dijo haber escrito en un día lluvioso, entre la vigilia y el sueño. Por el contrario, su veredicto sobre “Heart” – una pieza prácticamente inconclusa– siguió siendo tan desfavorable como lo expresara en el prefacio. Que el autor no conservara ninguna copia de los relatos es otra prueba de que, más allá de la relativa indulgencia de sus palabras, Cooper nunca llegó a ver en aquel volumen más que un poco significativo incidente del pasado.

Convertido en un lecho de Procusto donde comprimir las convenciones de la ficción doméstica británica, la especificidad del escenario americano en Tales for Fifteen conserva un lugar más bien marginal en relación con la trama. Muy particularmente “Imagination” abreva a menudo en lo sublime y lo pintoresco; tampoco desdeña las referencias toponímicas, como las tierras altas del Hudson o los yermos territorios entre Albany y Schenectady. Pero el relato todavía está lejos de los modos de articulación entre acción, paisaje y significado que caracterizarían la producción más típicamente cooperiana. La trama de una muchacha que entiende y vive la realidad a través del prisma de la ficción novelesca hace pensar en antecedentes como The Heroine (1813), del irlandés Eaton Stannard Barrett, y la célebre Northanger Abbey (1818), de Austen. Schachterle arriesga otra posibilidad, curiosa por cuanto remite a una popular novela local: Female Quixotism (1801), de Tabitha Gilman Tenney. Es posible que Cooper conociera estas obras. Sí es seguro que, por lo menos años más tarde, el autor estaba familiarizado con la obra cumbre de Cervantes. A falta de pruebas, vale recordar que los supuestos riesgos que la lectura de novelas implicaba para las jovencitas eran ya, en todo caso, un tópico bien establecido entre los moralistas de principios de siglo. Más allá de la ironía dramática con que presenciamos las fantasías y las peripecias de Julia, el humor de “Imagination” también ostenta una vena más claramente satírica. En elementos como este –que el relato deriva de los excesos y los tics de la sociedad neoyorkina del momento– Beard ha vislumbrado rasgos que el autor desarrollaría más adelante. No así la desmesura lacrimógena de “Heart”, en la que Cooper volvería a incurrir solo en forma excepcional (en sus textos polémicos y al hablar de sí mismo, dice Grossman; como una concesión a su público femenino, sostiene Beard).

Cooper no “confesó” públicamente su autoría del volumen hasta la reedición de “Imagination” en 1841. Difícilmente pudiera dañar su reputación la reaparición de un relato que, como aún hoy señalan algunos críticos, tampoco estaba por completo exento de mérito. La portada anunciaba ahora a su autor como la celebrada pluma detrás de The Spy o The Last of the Mohicans, y Cooper podía jactarse de haber logrado aquello que en su juventud pareciera un horizonte casi inalcanzable. En su prefacio a la edición revisada de Precaution, el autor afirmó que lejos había estado de planear la publicación de esa novela cuando comenzó a escribirla. Susan atribuiría a su madre el haberlo convencido de hacerlo; de lo contrario, dice en sus memorias, puede que su padre ni siquiera se hubiera esforzado en terminar la obra. No siempre es fácil distinguir entre una confesión genuina y una ritual captatio benevolentiae. Pero parece claro que aquella experiencia fue parte del calculado esfuerzo de Cooper por fundar los cimientos de una carrera cuyo gran modelo fue, previsiblemente, la del propio Scott. Sin entrar en la cuestión de su calidad (o, mejor, tomándola como parte del problema), su única tentativa con la narrativa breve –otras pocas piezas que podrían reclamar ese honor no pertenecen a la ficción sino a la crónica o el sketch– sin duda parece un excurso, un desvío efímero en la producción del autor. Pero de ahí, precisamente, el interés que estos dos relatos revisten como testimonio de su intento por medrar en el mercado al precio de adentrarse en un formato desconocido e incluso bajo un nombre falso. Parece irónico que un producto tan ajeno en prácticamente todo sentido a las obras más típicas de Cooper entroncase tan directamente –quizás más que cualquiera de aquellas– con una instancia fundacional de su vida literaria. Una excepción, claro está, pero también un fragmento perdido de su mito autoral. El giro brusco llegó pronto, sin embargo, y entonces sí surgió el Fenimore Cooper que todos conocen: el de las grandes aventuras en escenarios agrestes e inmensos, el inmortal poeta épico que supo capitalizar –en todos los sentidos del término– la gesta de los pioneros europeos en América y las feroces luchas con los pueblos nativos.

Nuestra versión

El tomo publicado por Wiley en 1823, del que hoy se conservan solo unos pocos ejemplares, contenía 223 páginas y varias erratas. En 1840, el editor George Roberts, con sede en Boston, le pidió a Fenimore Cooper una contribución para una revista literaria, y el autor le dijo que le daba permiso para publicar estos relatos si podía conseguir una copia; Roberts la halló en New York y publicó “Imagination” en Boston Notion, en enero de 1841 y en Robert’s Semi-Monthly Magazine en febrero de ese mismo año. Luego publicó “Heart” en Boston Notion en marzo y en Robert’s Semi-Monthly Magazine en abril de 1841. Su edición del primer relato fue pirateada en Gran Bretaña al menos tres veces, siempre en el año de 1841. En 1959, estos olvidados Cuentos para quinceañeras fueron publicados en forma facsimilar por la serie “Scholar’s Facsimiles and Reprints” en Delmar, New York, con un prólogo de James F. Beard, que tomó el texto de una de las cuatro copias sobrevivientes del original (el volumen sería reeditado en 1977).

Para nuestra versión, hemos tomado el texto de la edición crítica digital de Hugh C. MacDougall, Secretario de la James Fenimore Cooper Society ([email protected]), que a su vez lo toma de la primera edición (1823). Lo hemos cotejado, además, con la edición de Delphi (que no arroja diferencias sustantivas) y con una versión escaneada de la edición de 1841 de “Imagination” (que por momentos difiere en la separación de los párrafos y que además, curiosamente, omite el comienzo del capítulo VI). Por fortuna, estas versiones hoy pueden conseguirse online muy fácilmente. Conservamos las itálicas, pero ciertamente no la puntuación (la sintaxis del siglo XIX era inconsistente en general, y más la de nuestro autor, que en especial se manejaba muy discrecionalmente con el punto y coma y los diálogos). Preservamos el sabor antiguo, si no anticuado, del vocabulario, pero nos permitimos variar un poco en el léxico a fin de no aturdir (Fenimore Cooper desconocía aún los modernos parámetros de gusto y calidad literaria, que proponían recuperar el viejo ideal de la riqueza léxica pero ya no al servicio retórico, sino de la expresión personal, es decir, como índice de originalidad; en algunos párrafos puede repetir sin problemas tres o cuatro veces la misma palabra o el mismo verbo en diversa conjugación). Hemos corregido todas las erratas obvias, pues no tendría sentido indicarlas en traducción; muchos vocablos aparecen en más de una forma y los hemos homologado, haciendo notar solo el llamativo caso del apellido de la protagonista del segundo relato. Los títulos como “miss”, “mister” y “mistress” permanecen aquí invariables, para no traicionar el sabor anglosajón, así como eventuales nombres y medidas. Las notas al pie nos pertenecen o bien abrevan de la esmerada edición de MacDougall.

Bibliografía secundaria consultada

Beard, James Franklin, Aparato crítico de Complete Works of James Fenimore Cooper (Delphi Classics). Hastings: Delphi, 2013.

Dekker, G. & Williams, J. (eds.), James Fenimore Cooper: The Critical Heritage. London / New York: Routledge, 1973.

Fenimore Cooper, Susan. Small Family Memories, en James Fenimore Cooper [nieto] (ed.), Correspondence of James Fenimore Cooper (2 vols.). New Haven: Yale U. P., 1922, 7-72.

Grossman, James, James Fenimore Cooper. London: Methuen & Co. Ltd., 1950.

Franklin, Wayne, James Fenimore Cooper: The Early Years. New Haven / London: Yale U. P., 2007.

Lounsbury, Thomas, American Men of Letters: James Fenimore Cooper. Boston: Houghton, Mifflin and Co., 1882.

Mann, Barbara Alice, “‘An English Tale of the Ordinary Type’: Jane Austen’s Influence on James Fenimore Cooper”. Persuasions On-Line, Vol. 29, No. 1, Winter 2008.

MacDougall, Hugh C., Anotaciones en James Fenimore Cooper, Tales for Fifteen: Or, Imagination and Heart. Edición crítica digital: https://jfcoopersociety.org/texts/tales.html.

Railton, Stephen, Fenimore Cooper: A Study of His Life and Imagination. Princeton: Princeton U. P., 1978.

Schachterle, Lance, “Cooper’s Last Experiment in Sentimental-Domestic Fiction: Tales for Fifteen”. James Fenimore Cooper Society - Newsletter No. 56, Vol. XX, No. 1, Spring 2009, 3-4

Spiller, Robert, James Fenimore Cooper. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1965.

Walker, Warren, James Fenimore Cooper: An Introduction and Interpretation. New York: Barnes & Noble, 1963.

White, Craig, Student Companion to James Fenimore Cooper. Westport (Connecticut): Greenwood Press, 2006.