Cuentos Revueltos - Bertrán Saragusti - E-Book

Cuentos Revueltos E-Book

Bertrán Saragusti

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Beschreibung

Un adolescente hostigado Un padre sobreprotector Un joven que busca una oportunidad Un compañero de oficina molesto Son algunos de los personajes que el autor nos trae en sus "Cuentos Revueltos". Historias breves del colegio, de la infancia, del trabajo… de la vida. Relatos que querrás leer una y otra vez porque su brevedad y dinamismo te harán volver a ellos buscando nuevos detalles. Un libro que combina emociones de la misma forma que nos llegan a todos, desordenadas, sin lógica aparente… revueltas.

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Seitenzahl: 89

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Ähnliche


BERTRÁN SARAGUSTI

Cuentos Revueltos

Saragusti, Bertrán

Cuentos revueltos / Bertrán Saragusti. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-1774-6

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Ilustraciones: Selene “Selchu” Pulido

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A mi hermano DavidLlegamos juntos y te fuiste antes, pero seguís presente en mi vida

A Honorio y BenjamínCon Selene, nuestras mejores creaciones

PRÓLOGO IMPORTANTE

Te estarás preguntando por qué la palabra “importante” sigue a “Prólogo”. Si sos un lector como yo, lo más probable es que te saltees esta sección y pases directamente a los cuentos. Por eso la trampita de poner “importante” para captar tu atención.

Me gustaría que lo leas para quizás entender y disfrutar mejor este libro.

El título “cuentos revueltos” surge del concepto que no hay un hilo conductor en todos los que integran este volumen. Vas a encontrar cuentos de hermanos, de padres, de oficina, por citar algunas categorías.

Y para que estén “bien revueltos” no los organicé ni por tema ni en el orden cronológico en que los escribí sino mezclándolos de acuerdo a un capricho personal.

Me gustan los cuentos breves. Muy breves. Esos cuentos a los que vuelvo una y otra vez porque su síntesis colabora con mi pereza. Me gusta disfrutar de frases sencillas y profundas, esas que de entrada parecen decir poco, pero te dejan pensando.

Cuando cursé el primer año de secundaria el libro de lengua que usamos tenía como primer cuento “El Pozo” de Ricardo Güiraldes. Ya perdí la cuenta de las veces que lo leí y cuando estaba trabajando en la edición de este libro descubrí que el cuento que más me gusta de la presente selección tiene exactamente la misma cantidad de palabras. Poco más de quinientas. Espero que ese cuento cause en alguien el mismo efecto que “El Pozo” causó en mí. Esas ganas de releerlo una y otra vez en busca de nuevos efectos. Porque las relecturas nos permiten ver cosas que antes no veíamos. El paso de los años y los momentos de la vida nos hacen interpretar el mismo texto en forma diferente.

Y para ser fiel a mi propio concepto de brevedad, este prólogo finaliza aquí.

La mantilla rosa

¿Qué fue lo que me enamoró? ¿Fue la mantilla rosa?

Algunos creen en el amor a primera vista. En mi caso funcionó, aunque vos no me viste al principio.

¿Si hubiese sido de otro color?

También creo en el amor al primer contacto. Cuando nuestras manos se juntaron supe que te iba a amar para toda la vida. A veces ni siquiera es necesaria la mano completa; con tomar un solo dedo alcanza.

El día que te vi por primera vez sentí que te estuve esperando toda la vida. No es fácil de explicar, no es algo que se pueda decir con palabras. Lo sentís o no lo sentís, punto.

¿Si no hubieses tenido siquiera la mantilla?

Siempre había escuchado cosas diferentes sobre el amor. Que sentías mariposas en el estómago. Que te sentías un tonto. Que te quedabas congelado sin saber qué hacer.

Que simplemente “lo sabías”. Y ese día lo supe. Me pasó todo junto.

Luego vienen las dudas. ¿Y ahora cómo sigue esto? ¿Estaré a la altura de las circunstancias? ¿Seré lo que te mereces? ¿Conseguiré no decepcionarte ni defraudarte?

¿Puede un color cambiar un sentimiento?

Ya sé que es difícil de creer, pero no te conocía y ya soñaba con vos. Eras un cuerpo sin rostro, pero existías.

¿Es posible que un color decida nuestro futuro?

Ha pasado mucho tiempo desde aquel día, pero ¡cómo olvidarlo! Y sin embargo la llama nunca se apagó. Aún te miro a los ojos y es como ver una parte de mí.

Recuerdo aquellos momentos como si estuviesen pasando enfrente mío. Como una película con rollo sin fin que se repite una y otra vez. Mis temores, mis angustias, mis anhelos… mi felicidad.

—Felicitaciones señor, pesó 3 kilos 800. Perdón por la mantilla rosa, pero no nos quedaba ninguna de color celeste. ¿Le molesta?

—No, para nada.

Para nada.

Un buen tipo

El Rengo López era tímido, y no es algo de extrañar, ya que su apodo provenía de haber nacido con una deformación en la pierna derecha que hacía que no caminara normalmente como todos los otros chicos.

La hora de gimnasia era un martirio para el Rengo, aún más que el resto de las clases. Porque al Rengo le gustaba mucho el fútbol, pero no era bueno. Es más, el equipo que contaba con él en sus filas generalmente asumía el tener que jugar “con uno menos”. Por eso al Rengo lo mandaban siempre como delantero, donde molestara menos.

Pero así y todo, si alguna jugada iba para su sector, los otros jugadores de su equipo tenían que esforzarse en esquivarlo y hasta incluso se ha comido más de un empujón para sacarlo del camino al gol.

A mí me daba un poco de pena ver cómo el Rengo se esforzaba en correr cada pelota y seguir cada jugada con la mano derecha levantada, esperando ese pase que nunca llegaba.

Una tarde me tocó ser capitán de uno de los equipos y cuando fue mi turno de elegir dije: “El Rengo”.

Muchos se quedaron mudos y otros se rieron sin pudor. El Rengo pasó altivo arrastrando un poco su pierna derecha entre el resto de los chicos y se fue a parar detrás mío.

Seguimos eligiendo jugadores con el otro capitán y cada uno de los que elegía yo se lamentaba de antemano por tener que integrar el equipo “del Rengo”. Pero a mí no me importaba; “que se la banquen”, pensé, “que aprendan ellos también a compartir”.

Nos tocó sacar del centro y le pedí al Rengo que me toque el pase inicial. Si en algún momento se asombró de todo lo que estaba pasando, nunca lo demostró.

Me tocó la pelota y él solito se fue corriendo arriba al paso que podía. La aguanté un rato en el centro de la cancha y cuando lo vi al rengo cerca del área contraria le metí un pase que ni con la mano hubiese sido tan preciso. El Rengo se desesperó por engancharla, pero le pegó tan mal con la parte externa del empeine que la pelota salió disparada por la línea de fondo.

“Animal, le pegaste para el culo”, se escuchó que alguien gritó de nuestro lado. El Rengo, con toda dignidad, bajó un poco hacia el centro mientras esperaba que el arquero contrario saliera.

El partido fue uno más de tantos, pero la diferencia fue que el Rengo recibió siete pases. Todos míos. Y todas las veces pateó la pelota al diablo.

Al terminar la clase habíamos perdido por amplio margen. Mis compañeros pasaban a mi lado diciendo cosas como “solo a vos se te ocurre elegir al Rengo” o “nos cagaste el partido”, algunos hasta me chocaban con el hombro al pasar.

Ese día, ese partido, es lo único que se me viene a la mente mientras veo el caño del revólver apuntándome entre los ojos. Y seguramente el Rengo se acordó de lo mismo porque dijo “vos no, vos sos un buen tipo” y siguió disparando a los otros chicos.

Consejo profesional

Hacía mucho que no íbamos con Matías a la plaza. Las últimas veces no nos habíamos ido muy contentos y eso hacía que nuestras salidas se fuesen espaciando cada vez más.

A sus seis años Matías pensaba que era inmortal, como todos los chicos, y yo como padre recién después de tener un hijo empecé a comprender el sentido de la mortalidad. Y tenía miedo.

Si Matías andaba descalzo, yo me lo imaginaba abriendo la heladera y quedándose “pegado”. Si veía el balcón abierto, me imaginaba a Matías trepándose a la baranda y cayéndose al vacío. Si empezaba a correr en la pileta, yo ya lo veía en el hospital con el cráneo fracturado.

Cómo no me iba a preocupar en una plaza donde hay tantos peligros. En la hamaca puede salir despedido hacia adelante o hacia atrás. En el sube y baja si lo usaba con un chico más pesado podía irse de boca y partirse los dientes contra la tabla. Y ni hablar de la calesita si se le quedaba algún miembro atrapado. Eso sería como mínimo una quebradura.

En ese tira y afloje de padre–hijo y mortalidad–inmortalidad accedí a llevarlo una vez más. Al fin y al cabo, para qué le pagaba a mi psicólogo, que me decía que tenía que relajarme un poco y dejar que mi hijo “vuele solo”.

Cuando llegamos a la plaza me empecé a sentir un poco ahogado. Había muchos chicos. Todos corrían de un lado a otro como desaforados. Instintivamente apreté la mano de Mati que pugnaba por librarse de mi agarre para salir corriendo él también.

—Pará, Mati, llegamos a la parte de juegos y te suelto.

La plaza contaba con una zona cerrada con una cerca metálica de un par de metros de altura para mantener a los niños acotados en sus deambulaciones y por ende progenitores más tranquilos.

Al entrar me aseguré de cerrar la puerta con traba porque nunca falta un desconsiderado que deja suelta su mascota que entra y se pone a correr entre los chicos y a veces hasta darles lengüetazos.

Lo llevé primero al tobogán. Mati subió la escalerita a todo trapo.

—Despacio, Mati, apoyá bien la cola antes de tirarte.

Fui hasta el otro extremo y cuando Mati terminaba de deslizarse estiré mi mano para frenar su caída. Bajó como un bólido y salió del tobogán disparado hacia las hamacas. Me paré detrás de él para empujarlo pero me rechazó con su mano extendida. Claro, ya hace rato que se hamaca solo. Me quedé parado a una distancia prudente, atento a que no se cruce ningún otro chico por delante o por detrás. Una nena en la hamaca de al lado había tomado una velocidad y altura considerables y Mati pugnaba por imitarla.

—Tranquilo, Mati, la chica es más grande que vos no quieras copiarla.

Siguió hamacándose por un rato y de pronto pegó un salto para salir. Cayó bien, apoyando los dos pies en la arena y sin tocar el suelo con la cola.

—Bien, Mati, ya sos un campeón— exclamé para alentarlo, otra recomendación de mi psicólogo.

Ahora iba directo a la trepadora. Era un poco alta para su tamaño pero otros chicos de su misma edad la usaban con confianza, pasando de un travesaño al siguiente usando solo las manos y con sus piecitos a centímetros del piso.

—No me sigas, papá, yo puedo solo— enfatizó con el ceño fruncido.