Cuentos suspensivos... - Damian Falbo - E-Book

Cuentos suspensivos... E-Book

Damian Falbo

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Beschreibung

Cuentos suspensivos... es un libro de diecinueve misteriosos y atrapantes relatos de ficción, donde el lector encontrará desde historias de amor y engaño hasta otras de fútbol, pasando por homicidios, accidentes y fantasmas. Son recorridos serpenteantes que conducen a un momento en el cual la verdad sale a la luz, a veces no de una forma esperada y evidente, sino más bien sorpresiva. El autor hace ingresar al lector a un mundo que no siempre será el verdadero, lo mantiene dentro de él para liberarlo muy cerca del final de cada historia.

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Seitenzahl: 224

Veröffentlichungsjahr: 2023

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DAMIAN FALBO

Cuentos suspensivos...

Falbo, Damian Cuentos suspensivos... / Damian Falbo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2877-3

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

AGRADECIMIENTOS

Prólogo

El tren de las trece horas

Reunión familiar

Patagonia virgen

Maldita rutina

El significado de los sueños

Ciclos

Pasión sin límites

Sobre mi intento de fuga

Insomnio

Carreras

Discusiones cotidianas

Genealogía de sueños

Por una tentación

NN (No Name)

Reclamo de derechos

La última colina

Amor a primera vista

Lamentables coincidencias

El más sentido homenaje

La boca del subte

A mamá y papá,

Raquel y Pepe

A Mariana, Chiara y Nacho

AGRADECIMIENTOS

A Mariana, no solo por acompañarme siempre con una sonrisa, sino por impulsarme a que lleve adelante aquellas cosas que sabe que disfruto. A Fiore, por ser, contra su voluntad, la primera lectora y correctora de varios de los cuentos. A Juan y Fernando, porque fue en su oficina donde se gestó la publicación del primer cuento, hecho que me motivó a seguir escribiendo.

Prólogo

No soy escritor. Escribo porque me divierte. Aproximadamente en 2006, casi en paralelo a mi regreso a la facultad, empecé a escribir algunas historias que se me ocurrían. Las primeras, no recuerdo si en este orden, fueron “El tren de las trece horas”, “Maldita rutina” y “Patagonia virgen”.

A comienzos de 2007, casi por casualidad, unos amigos me presentaron a una persona que publicaba cuentos en diferentes periódicos del interior. Fue así como, en abril de ese año, “Patagonia virgen” apareció publicado en un par de esos periódicos y recibí un puñado de mails de lectores desconocidos felicitándome por la historia. Me encantó.

Esa publicación fue el impulso para que en pocos meses tuviese varios cuentos empezados y ninguno de ellos terminado. Ocasionalmente volvía a repasarlos y me enganchaba continuando alguno de ellos.

En 2020, durante la cuarentena por la pandemia de COVID-19, me dispuse a terminarlos, corregirlos y recopilarlos. Esa recopilación se convirtió en este libro.

Ya en pleno proceso de edición, me encontré con un pequeño cuento que mi papá escribió hace años y me gustó la idea de incluirlo como una forma de compartir el libro con él.

No soy escritor, pero me encantó escribirlo. Que lo disfruten.

El tren de las trece horas

Difícil les resultaba a todos encontrar una explicación a lo sucedido. Tan solo veinticuatro horas antes, ninguno de ellos habría imaginado que estarían juntos velando a Marcelo, su amigo. Todos en su interior sentían cierta culpa por lo sucedido, pero nadie se atrevió a hacer ningún comentario sobre los extraños sueños que habían tenido lugar la noche anterior a la tragedia.

La mañana de ese día, Marcelo amaneció contrariado: un espantoso dolor de cabeza lo atormentaba. Había pasado la noche despierto, no totalmente, sino inmerso en una especie de duermevela en la que se le hacía difícil diferenciar entre los sueños y los recuerdos. ¿Qué parte de todo aquello era un sueño? ¿Por qué lo recordaba con tanta angustia?

Era martes, y como todo día laboral, aunque entrara a trabajar después del mediodía, se levantó temprano para poder disfrutar la mañana. “No puedo perder la mañana, es mi único tiempo libre y tengo que aprovecharlo...”, se repetía cada vez que se levantaba con el tiempo justo para bañarse, almorzar e irse al trabajo.

Disfrutaba de caminar un rato por la plaza de Ramos, desayunar en Pálamos y pegarle una leída rápida al Clarín. Pero ese día no tenía ganas de nada, seguía con esa rara sensación heredada de la noche de insomnio.

No era para menos; esa misma noche había soñado con su propia muerte, pero por esas cosas de los sueños soñó también que era posible esquivar ese destino. Se esforzó por recordar más. En su sueño había evitado que el tren de las trece horas —el que todos los días tomaba para ir a su trabajo— lo arrollara. La gambeta al destino se producía porque se retrasaba charlando con su amigo Pedro. Todo el sueño giraba sobre esa extraña paradoja: sabía que el tren lo mataría, pero también sabía que por estar hablando con Pedro evitaría el accidente.

En parte para que se le pasara el mal humor, pero también porque todos tenemos algo de supersticiosos, decidió pasar por la casa de Pedro para conversar un rato. Pensó que lo haría sentir mejor.

En el camino, y a cada paso, experimentaba una sensación de déjà vu, de haber estado en ese lugar y en esa situación antes. Todo lo que sucedía a su paso le evocaba inequívocamente su penoso sueño, todo sucedía exactamente como lo recordaba, con una claridad que lo mantenía convencido de ser capaz de predecir lo que sucedería más adelante. El camión de Coca-Cola estacionado sobre la esquina, el chino del supermercado gritando ofuscado vaya a saber uno por qué, esos tres chicos caminando hacia el colegio Santo Domingo. Todo le era demasiado familiar.

Cuando llegó a lo de Pedro, no esperó ni un minuto para contarle a su amigo lo que le estaba pasando: el insomnio, el dolor de cabeza, su sensación de déjà vu y, por último, lo que había soñado. Pedro, que hasta el momento lo escuchaba sin mirarlo mientras preparaba el mate, lo miró y, asombrado y con una sonrisa nerviosa, le dijo: “Yo también soñé con vos; soñé que te morías”.

El sueño de Pedro, además de particularmente real, era casi idéntico al de Marcelo. Pedro había soñado con el mismo accidente, en el que coincidieron hasta el mínimo detalle, pero en este caso el accidente lo evitaba por quedarse hablando con su amigo en común, el Flaco.

Marcelo estaba confundido; la charla con Pedro no solo no lo ayudaba, sino que lo confundía y angustiaba todavía más. Los dos estaban asombrados con lo parecido de sus sueños y, aunque Pedro tratara de darle un tono gracioso a la conversación, la gran cantidad de coincidencias había dejado en ellos una cierta preocupación. Para peor, Marcelo reconocía esta conversación como la misma que había mantenido con su amigo en el sueño, con cada punto y cada coma.

Cuanto más hablaban, más nervioso se ponía y, a pesar de lo fresco del clima, estaba totalmente empapado en sudor.

“¿Cómo puede estar ocurriendo esto?”, se preguntaba Marcelo. “¿Dos personas distintas tienen la misma noche el sueño más real y mortificante de sus vidas, y no solo eso, sino que sueñan el mismo accidente con lujo de detalle?”.

Ya ninguno de los dos hablaba, se pasaban el mate por puro reflejo. Mantenían la mirada distante y perdida en quien sabe qué cosa.

Cuando el silencio ya se hizo insoportable, Pedro le dijo:

—Aflojemos, Marce, esto tiene que ser una coincidencia. Hacé una cosa, yo te conté que en mi sueño lo que te salvaba era quedarte hablando con el Flaco en Pálamos, ¿no? Bueno, andá para allá, así te quedás tranquilo. El Flaco no va estar, está trabajando, pero te tomás un cafecito, leés el diario y listo.

—Está bien —accedió Marcelo—. Pero, decime una cosa, en el sueño, cuando yo iba para Pálamos, mencionaste que algo te llamó la atención. ¿Qué era?

—Dejame pensar… Aaah, sí... me acuerdo. Lo que me pareció raro en el sueño es que al Flaco lo soñé en la tercera mesa de la derecha, y vos sabes que él odia estar pegado al baño. ¿Cuántas veces discutimos por ese tema? Qué hincha pelotas.

No había terminado de escuchar la frase que Marcelo se levantó y desapareció al instante. Caminó las ocho cuadras hacia la pizzería, llegó a la puerta y no se animó a mirar hacia dentro; solo respiró hondo buscando aire y entró.

No solo encontró al Flaco en la tercera mesa de la derecha, sino que este, al verlo, se acercó rápidamente hacia él con cara de desesperación, lo abrazó fuerte como si no lo hubiese visto en años y le dijo:

—¿Qué hacés, Chelito? ¡Qué bueno verte bien! No sabés qué feo sueño tuve anoche… ¡soñé que te morías!

Marcelo no pudo disimular sus sensaciones; el Flaco se dio cuenta de que se había puesto pálido de golpe y alcanzó a manotearlo antes de que se derrumbara sobre las sillas.

Como una horrorosa pesadilla, el Flaco le relató todo el sueño, punto por punto, con cada detalle. El Flaco también conocía absolutamente todos los pormenores del accidente. Pero, al igual que en el caso de Pedro, su sueño variaba solo en la última parte. En el del Flaco, lo que evitaba el accidente era una demora por estar con Ignacio. Una vez más, Marcelo sentía que le bajaba la presión, estaba empapado de un sudor frío que le paralizaba el cuerpo, le costaba respirar. Cuanto más repasaba su sueño y el de sus amigos, más aterrorizado se sentía. Ya había dejado de tomar aquello como meras coincidencias y se convencía de que guardaba algún oscuro presagio.

No probó el té que pidieron ni escuchaba una sola palabra del Flaco intentando calmarlo. Se levantó como pudo de la silla.

—Esperá que pago y vamos —le gritó el Flaco.

Zigzagueó entre las mesas hasta alcanzar la puerta, de manera casi automática tomó el celular y marcó el número de Ignacio. No atendía. Al quinto llamado lo atendió el contestador: “Te comunicaste con Ignacio De Santos. Dejame un mensaje que te llamo. Piiiiiip”.

Apenas pudo balbucear el mensaje:“Ignacio, habla Marcelo, necesito verte urgente, me siento mal. Estoy en Pálamos, del otro lado de la estación. Andá para la plaza, yo cruzo y te veo ahí, necesito tomar aire”.

Caminó hasta la esquina, cruzó Rivadavia hacia la plaza y, cuando cruzaba el paso a nivel de la estación, sonó su celular, lo sacó del bolsillo, miró la pantalla y vio lo último que vio: “Llamada de Ignacio”.

Nunca llegó a contestar el llamado. Si lo hubiera hecho, Ignacio le habría dicho que esa noche tuvo el más real y horrible sueño de su vida: en él, recibía un mensaje suyo para encontrarse en la plaza de Ramos porque no se sentía bien, pero cruzando las vías del Ferrocarril Sarmiento, el tren lo aplastaba mientras se paraba distraído por un llamado a su celular.

A las trece horas, sí, el mismo tren que debía tomar para ir a trabajar, de la misma precisa y espantosa forma que cada uno de ellos había soñado.

Reunión familiar

Solo cuando la familia se juntaba, uno podía tener la profunda convicción de que éramos demasiados. No éramos ni mejores ni peores que cualquier otra familia, éramos muchos.

La desmedida multiplicación familiar había comenzado inequívocamente con mis abuelos que, sin ningún tipo de responsabilidad, se encargaron de traer a este mundo muchas más personas de las que se suele esperar de una sola pareja. Una vez que los abuelos lanzaron la primera piedra sembrando de tíos mi futura existencia, era solo cuestión de tiempo para que ellos hicieran lo suyo y llegáramos todos nosotros, una inmensa masa de primos, a completar nuestro frondoso árbol familiar.

No había faltado nadie. Como el lugar elegido para la reunión era particularmente pequeño, solo unos pocos, los más viejos, habían logrado sentarse, por la espontánea amabilidad de algunos y la obligada caballerosidad de otros. El resto, los que habían quedado parados, se encontraban prácticamente acomodados uno contra otro, hombro con hombro, cual sardinas en lata.

Para colmo de males, el clima no ayudaba. Pleno otoño porteño: si te ponías un saquito, te morías de calor y empezabas a transpirar; si en cambio te lo sacabas, te morías de frío. En fin, no sé si le ocurre a todo el mundo, pero cada otoño lo he pasado transpirado y con frío. “Lo que mata es la humedad, nene”, habría opinado cualquiera de mis tías ahí amontonadas que no se cansaban de usar frases hechas.

Ya pueden ir imaginándose la muchedumbre, el clima —que adentro era más raro que afuera—, sumados a algún pucho clandestino en algún rincón y el murmullo de todos a la vez tratando de ponerse al día con las noticias familiares.

De la ronda en la que participaban mis tíos, no pude entender muy bien la conversación. Durante los pocos minutos que traté de prestar atención, escuché veinte veces la palabra próstata. No, gracias, paso.

Mis primos, unos grandotes boludos, cada vez que se encontraban no hacían otra cosa que discutir de fútbol. Le ponían una pasión increíble, como desconociendo que no tenían ni una mínima posibilidad de modificar la opinión de los demás.

Entretanto, sus esposas, algo así como mis primas políticas, acompañaban a sus maridos, seguro por obligación, al evento familiar. Excepto una, la mujer de Enrique.

Ella no venía por obligación, ella venía por mí. Hace años que creo que le gusto. Nunca me hizo ni una mínima insinuación explícita, pero les aseguro que le gusto.

Ustedes saben a qué me refiero, no hace falta que a uno se lo vengan a decir, hay cosas que se sienten. No me pregunten cómo es que lo sé, pero lo sé, y ella sabe que lo sé.

La tía Nora y Silvita, como siempre, contando anécdotas de cuando éramos chicos.

—¿Te acordás, Silvita, cuando se fueron todos juntos a lo de Julia y nosotros buscándolos como locos por todos lados hasta las nueve de la noche y ellos aparecieron muertos de risa como si nada hubiese pasado? Pobrecitos, en el momento se la merecían, pero qué paliza se ligaron. Yo pensé que Mario los mataba a palos —recordó la tía Nora.

—Que increíble, Norita, cómo pasa el tiempo —acotó la verborrágica tía Silvita.

Entonces, se acercó aquel tipo de traje negro que parecía trabajar en el local y dijo:

—Aquellos que se quieran despedir.

Todas las charlas se cortaron de golpe, el murmullo salió a tomar aire, todos endurecieron sus facciones, fruncieron el ceño y curvaron sus labios hacia abajo. En cuanto uno lloró, todos lloraron.

Me habría gustado saludarlos con más atención. Me habría gustado decirles cuánto los quise, pero me taparon…

Y bueno, llegó la hora… me voy a descansar… en paz.

Patagonia virgen

“Señores pasajeros, les damos la bienvenida a la ciudad de San Carlos de Bariloche”. No entendía mucho castellano, pero no le fue necesario esperar la traducción para saber qué es lo que había dicho la azafata.

Estaba ansioso como un chico. Tenía el bolso de mano ya sobre la falda para poder salir corriendo en cuanto lo autorizaran a bajar. El viaje se le había hecho largo; sumado a las tres horas de retraso en Buenos Aires, habían estado otra hora más sobrevolando los alrededores de Bariloche porque, al parecer —se enteró ya en tierra— había un problema en el aeropuerto. El aeropuerto era nuevo… “pero es argentino”, pensó.

Más demora para retirar el equipaje y, como si fuese poco, la camioneta del hotel que debía trasladarlo había vuelto a la ciudad cuando se demoró el vuelo y aún no había regresado. Esperó con paciencia un taxi y viajó al centro por su cuenta.

Era la séptima vez que visitaba la ciudad. Desde aquella lejana primera visita, había quedado enamorado del lugar. Al principio venía a esquiar, pero en una temporada sin nieve había practicado trekking y a partir de ese momento nunca pudo dejar de hacerlo, se volvió su pasión.

La posibilidad de caminar por senderos solitarios y encontrarse solo ante majestuosos paisajes era para él la razón de su vida. Incluso, ya con experiencia y mapas de la zona, se aventuraba a hacer largas incursiones por fuera de los senderos. Le emocionaba pensar que él era uno de los pocos humanos que habían pisado esos lugares y no podía entender cómo la mayoría de las personas se conformaba con solo conocer Bariloche por medio de excursiones guiadas que los llevaban a lugares donde “todos” llegaban.

Cómo mantenerse dentro de los circuitos turísticos cuando apenas a unos cientos de metros uno se encontraba con lugares casi vírgenes sin la contaminación de la gente, las sendas y los carteles explicativos.

Con tanto retraso, el día estaba casi perdido, pero Steve no quiso quedarse en la lujosa suite del hotel. Salió a la calle y caminó hacia el lago para saludarlo después de su larga ausencia. A orillas del Nahuel, se sintió pleno; parado de espaldas a la ciudad, miraba el paisaje y, casi hipnotizado, fantaseaba con estar ahí solo… y lo lograba. Lo lograba hasta que el ruido de algún auto que pasaba por la costanera le recordaba la compañía de la civilización. Pasó largo rato en ese lugar y decidió aprovechar lo que le quedaba del día para organizar sus actividades semanales. Pegó la vuelta y se internó en la ciudad que contaminaba su paraíso.

En el centro de informes del Club Andino todo parecía igual. Se encontró con las personas que esperaba ver, Martín, Fernando y Ariel. Martín trabajaba con la computadora, Fernando atendía gentilmente a unos chicos israelíes que, según coincidían los tres:

“… preguntan mucho pero nunca compran nada, ni un mapa”. Ariel estaba tomando mate y se acercó a saludarlo, era su guía de montaña de años anteriores. Salió de expedición con él la primera vez que llegó a Bariloche y, a partir de ahí, lo acompañó todos los años. Hablaban un extraño dialecto que solo ellos comprendían. Steve, a pesar de las reiteradas visitas, no hablaba castellano, y Ariel, mucho menos inglés, pero cualquier desprevenido habría jurado que hablaban el mismo idioma. Se entendían a la perfección con una mezcla de inglés, español, señas y gestos; un lenguaje que fueron desarrollando para poder comunicarse en sus largos días de caminata. Conversaron largo rato, ahora sí en inglés, con Fernando como intérprete.

Cuando se pusieron al día con la charla, Steve le propuso a Ariel armar la semana. Mapa en mano, los dos empezaron a ver qué lugares visitarían, algunos repetidos porque eran los preferidos de Steve, pero también una buena cuota de nuevos recorridos para saciar las ansias aventureras del europeo. Estuvieron de acuerdo desde el primer momento en cuáles serían los lugares que iban a visitar, pero la mala noticia para Steve fue que Ariel estaba comprometido el día siguiente para una caminata con otros turistas.

El viaje no venía muy bien: primero, las demoras para llegar que le hicieron perder su primer día de estadía y, luego, no contar con su guía favorito para el día siguiente. Trató de convencer a Ariel de que saliera con él y les cambiase el guía a los otros turistas, pero fue imposible. Se había comprometido personalmente a acompañarlos.

Al notar la desazón de Steve, Fernando se acercó y le ofreció otras alternativas para el día siguiente, pero, por más que lo intentó, no logró que Steve se quedase conforme. Charlaron un rato más y confirmaron las actividades que realizaría cuando Ariel estuviera libre.

Martín se acercó con unos mates para amenizar el momento; Steve se había hecho fanático del mate y, a pesar de su calentura, pareció relajarse a medida que pasaban las rondas. Cuando el primer palo apareció en la superficie del agua, Steve, que ya tenía algún conocimiento de la infusión, dijo “gracias” y dio por terminada la mateada. Un poco mejor, pero todavía contrariado, volvió al hotel.

A medida que caminaba, y aun cuando ya estaba acostado en su cama, Steve se lamentaba por haber perdido ese día y el siguiente. Era un desastre si pensaba que tenía solo seis días de vacaciones.

“¡No! No voy a quedarme todo el día en el centro, mañana voy a hacer algo por mi cuenta, salir hasta algún lugar cercano, pero todo el día en el centro no me quedo”, se dijo para sí mismo.

Sentía aversión hacia todo lo que tenía que ver con lo moderno y se convenció de que cualquier lugar sería mejor que el centro para estar el día siguiente. Después de todo un año de trabajo, no estaba dispuesto a pasar ni un solo día más entre cemento, automóviles y muchedumbre.

Tomó los mapas y, entusiasmado, se concentró en escoger el lugar para su incursión. Tenía que ser algo lindo pero cercano que le permitiera volver el mismo día para poder descansar bien y empezar con los verdaderos desafíos al día siguiente. En contra de lo que Fernando, Martín, Ariel o cualquier otro guía le hubiese recomendado, había decidido salir solo el día siguiente.

Durmió como un ángel y, a las seis de la mañana, tal cual había pedido a la conserjería, recibió el llamado para despertarse. No dudó un segundo, saltó de la cama, se vistió y se cargó la mochila que había preparado antes de acostarse. Solo se detuvo a desayunar primero, y a comprar agua y algo de comer. Tan solo una hora después estaba pagando el taxi que lo había alejado de la ciudad y estaba listo para comenzar a caminar.

Había decidido iniciar su caminata en la base del cerro López, muy cerca de Colonia Suiza. Aunque la zona era muy conocida para él, no dejaba de atraerlo; siempre que estaba allí arriba, pasaba horas maravillado mirando el paisaje, y la noche anterior creyó que era una buena idea volver a este lugar que, atraído por nuevos recorridos, no había visitado en los últimos años.

Caminando por el sendero, muchos de los parajes le eran familiares, pero a otros los notaba muy cambiados. Paraba permanentemente para sacar fotos y hacer anotaciones; fotografiaba todo, no solo paisajes, sino también plantas, aves e insectos. Fantaseaba con la idea de que algunos de sus obligados modelos eran los primeros de su especie en ser fotografiados; incluso, como parte del ritual, lanzaba posibles nombres con los que bautizaría a la nueva especie descubierta.

Era feliz, estaba donde quería estar. Nunca se lo había reconocido a su esposa, de la que estaba perdidamente enamorado, pero cuando se encontraba en la montaña, no la extrañaba.

Como era su costumbre, no pudo resistir la tentación de salirse del sendero; si quería ver o encontrar algo nuevo, debía alejarse de los caminos que solían visitar los caminantes inexpertos. Y así lo hizo; desde un claro del bosque, salió del precario camino y se internó entre los árboles. Eso era lo que él venía a buscar: caminar por lugares sin el menor vestigio de la civilización.

Trataba de mantener el rumbo y buscaba puntos de referencia para no perderse. Después de varias horas, se detuvo junto a un arroyo que había seguido y fotografiado curva por curva, encontró un remanso y se acomodó para, sin ser visto, poder observar las pequeñas truchas que allí nadaban.

Comió apenas algo, miró alguna de las fotos que había sacado y reinició la marcha. Desde que había comenzado a ascender, su viaje no había perdido intensidad. Insaciable, miraba a su alrededor cada detalle con la misma dedicación que al principio. Cada cosa que observaba lo emocionaba como en su primera caminata años atrás.

El profundo silencio en el que se encontraba inmerso fue interrumpido por un chasquido. Giró la cabeza y dirigió su vista hacia el lugar desde donde pensó que provenía. No podía asegurar haber visto algo, pero algo había. Soltó la mochila y se movió con cautela. Agazapado como un depredador, perseguía algo, no sabía qué, pero avanzaba hacia su objetivo sin mirar por dónde caminaba. Se paraba de a ratos para corregir su dirección y luego seguía adelante acechando a su presa aún invisible. La concentración que le ponía a la cacería le impidió mirar dónde pisaba; tropezó con una raíz y cayó por un cañadón. Rodó por la ladera, rodó hasta quedar inmóvil en el fondo.

No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente, minutos, tal vez horas. Miró hacia arriba; había caído unos quince metros rodando por la escarpada pared del barranco. Se revisó a sí mismo para asegurarse de que no se había lastimado; estaba bien, pero se percató de que en la caída había soltado la cámara fotográfica. Empezó a buscarla a su alrededor, revolviendo la vegetación seca del suelo para ver si la encontraba. Luego pensó que tal vez la cámara había caído en el primer momento del tropiezo y por eso no la encontraba allí abajo.

Comenzó a trepar penosamente por la pared por donde creía que había rodado su cuerpo durante la caída, revisando cada palmo del lugar.

No encontró la cámara, pero algo le llamó la atención. Aunque miró con detenimiento, no logró identificar lo que veía. Creyó que era una especie de fogón dejado atrás por otro caminante; las piedras, que estaban acomodadas en forma circular, tenían algunos grabados, unas figuras, y cada una de ellas se apoyaba, a su vez, sobre una piedra más grande. Pero no era un fogón; no había cenizas y las piedras, doce, estaban acomodadas a la perfección. Además, nadie utilizaría esas piedras con esos dibujos para contener las brasas de un fuego. Se acercó más, miró hacia arriba como deseando tener su cámara en ese momento y volvió a observar las piedras, pero seguía sin entender.

No pudo resistir la tentación y tocó una de las doce piedras; notó que, extrañamente y a pesar de lo frío del clima, estaba tibia. Sacó la mano de inmediato, pero volvió a tocarla para confirmar la sensación que había tenido; en efecto, estaba tibia.

Tratando de encontrar una explicación, volvió a la hipótesis del fogón. Tal vez las piedras mantenían aún la temperatura del fuego que las había abrazado durante la noche. Pero, entonces, ¿dónde estaban las cenizas? ¿Quién se tomaría el trabajo de “limpiar” las piedras de un fogón?

Ante un nuevo impulso de curiosidad, intentó levantar la piedra que más le llamaba la atención, una que tenía algo así como pescaditos enfrentados. Estiró la mano, tomó la piedra, pero no pudo moverla. Se agachó para ver si se encontraba pegada con algo, o si formaba parte de la piedra más grande sobre la que estaba apoyada, pero no. No solo no estaba pegada, sino que, por la forma oval de las dos piedras, la superficie de contacto era mínima, las piedras se tocaban en unos milímetros de sus superficies, apenas se rozaban.

Ante la imposibilidad de levantarla en su segundo intento, notó que ni siquiera podía modificar en lo más mínimo el emplazamiento de la roca, en contra de lo que cualquiera esperaría de una piedra en posición de equilibrio.

Ya perturbado por el acertijo que se le presentaba, fue tomando una a una las piedras intentando moverlas. No lo logró con ninguna de las doce. Dio un paso atrás y se sentó a observar aquel extraño hallazgo. Lo miró por varios minutos, pensó en todas las alternativas posibles de lo que aquello podría ser, pero ninguna lo dejaba conforme.

Mirando cada detalle de la forma en que estaban dispuestas las rocas, encontró una decimotercera piedra, más pequeña y angulosa. Esta se encontraba dentro del círculo que formaban las otras doce, y su vértice más agudo apuntaba inequívocamente a la roca que tenía tallada a una persona. Era un dibujo muy rudimentario, como los que dibujamos cuando somos chicos, pero seguro era una persona.