Cuero contra plomo - Alberto Ojeda - E-Book

Cuero contra plomo E-Book

Alberto Ojeda

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Solo una hora después de que culminara la ceremonia inaugural del Mundial 82, ETA asesinaba a un guardia civil en el puerto de Pasajes. La banda había anunciado que no atentaría directamente contra la competición: a ellos también les gustaba el fútbol, decían, aunque quedaba intacto el riesgo de que el escaparate de la recién descorchada democracia española pudiera saltar en añicos. Así, bajo el pánico a una irrupción terrorista, rodó el balón aquel verano. La selección española no dio pie con bola. Fueron nuestros «primos» italianos los que lo bordaron. Nadie daba un duro por que España lograse organizar un Mundial en una época tan convulsa y delicada; nadie tampoco daba una lira por que la azzurra hiciera algo meritorio. Pero el torneo cuajó, en lo logístico y lo deportivo: tuvo épica, lírica y magia. El equipo del estoico Bearzot levantó la copa en el Bernabéu. Ambos acontecimientos pusieron —de manera más que simbólica— fin a los años de plomo que ensangrentaron a los dos países, los más martirizados de Europa por el terror, sembrado tanto por extremistas de izquierda como de derecha. Cuero contra plomo contrasta el cruento devenir histórico de Italia y España en los 70 y primeros 80. Un recorrido repleto de analogías (GRAPO-Brigate Rosse, Moro-Carrero, Piazza Fontana-calle del Correo, Pinelli-Ruano...) e imbricado con la narración de partidos memorables, como el petardazo de España ante Irlanda del Norte o la mayestática derrota infligida por Italia al jogo bonito brasileño en Sarrià. Una historia, pues, de goles y balas.

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A Teo, por los goles cantados al unísono

Introducción: Golear a los hados

 

 

 

 

La muerte de Paolo Rossi, cuando apareció en los papeles (digitales) el 9 de diciembre de 2020, me golpeó duro. Sentí una profunda pena porque derribaba prematuramente un mito de la infancia. No me recuerdo viendo los partidos del Mundial 82, que se celebró cuando tenía solo cuatro años. Las primeras imágenes que retengo de mi trayectoria como espectador futbolero se remontan al 12-1 contra Malta, en el 83. Señor clava el duodécimo gol y desata el éxtasis. Mi padre, a mi lado en el sofá, ebrio de goles, palmeaba sus zapatillas una contra otra.

Pero, aunque mi memoria no lo retenga, sí que me asomaba con ojos curiosos a aquellos encuentros. Mi madre da fe. Asegura que interrumpía el trajín infantil —era inquieto de narices— para sentarme en el suelo y fijar la mirada en aquella televisión Philips en blanco y negro nuestra que pesaba un quintal. Lo que nunca he olvidado, eso sí, es la ilusión que sentí aquellas semanas. Naranjito, Sport Billy, el álbum de cromos que todavía conservo… Alucinante el poder hipnótico que el fútbol ejercía sobre mí entonces. Un ceremonial que me convocaba irremisiblemente. Lo cual era hasta cierto punto lógico: el 99% de los chicos de la Ciudad 70, el barrio de Coslada cuyo nombre evidencia la cronología de su origen y en el que yo crecí en los «movidos» años ochenta, estábamos como locos con este deporte: el parque, en efecto, era un aleph de pachangas entreveradas. Pura fiebre.

Así que aquella noticia luctuosa me interpelaba particularmente. Bastante tocado por el efecto de una reminiscencia casi platónica, devoré los obituarios, los publicados aquí y los de los principales periódicos italianos (Corriere della Sera, La Repubblica, Il Messaggero…). Leyendo y leyendo, se me encendieron las ganas de contar esta historia. Hubo un detalle en el que no había reparado hasta entonces que fue determinante: en una de las necrologías, se le atribuía —y se le agradecía— al delantero el mérito de haber finiquitado el terrorismo de los anni di piombo. Ciertamente, con sus goles en el 82 devolvió la alegría a un país exangüe, enzarzado durante más de una década en un enfrentamiento que algunos protagonistas que lo vivieron en primera línea —por ejemplo, el escritor Erri de Luca, enrolado en Lotta Continua— describen como «pequeña guerra civil».

De pronto, se me reveló un relato compacto y redondo. Con un agitado arranque: las revueltas estudiantiles del 68 y las de los obreros en el Autunno caldo («otoño caliente») del 69. Con una progresión dramática: el crescendo de violencia de estos movimientos que degeneró en lucha armada contra el «Estado opresor» y el renacimiento del fascismo. Y un final más o menos edificante: la derrota de los pistoleros y los dinamiteros gracias al creciente rechazo social al fanatismo ideológico y la eficacia ejemplar de algunos servidores públicos (policías, magistrados y, de alguna manera, periodistas como Walter Tobagi, cuyas crónicas le costaron la vida).

Se trataba pues de entrelazar el convulso discurrir de la Italia setentera con la errática evolución a lo largo del campeonato de Rossi y la azzurra, que pasó de ser un equipo desahuciado a alzar el preciado trofeo en el Bernabéu (Zoff lo recogió de manos del rey Juan Carlos I, ante un Pertini exultante). Una gesta que insufló a los italianos optimismo en el futuro y reverdeció entre ellos el sentido unitario (risorgimentale) de la patria.

Todo parecía encajar. La dificultad estribaba en hilvanar el acontecimiento deportivo y la secuencia de terror de manera atractiva. Es decir, que la reconstrucción de la época, basada en mi obsesiva investigación, se leyera como una novela. Había que encontrar sucesos que engarzaran ambos planos de manera elocuente. Como, por ejemplo, el eclipse mediático sobre la convocatoria de los jugadores italianos para el Mundial precedente (el del 78, en el que un jovencísimo Rossi encandiló a la afición y al seleccionador Bearzot) porque coincidió con el día del descubrimiento del cadáver de Aldo Moro dentro del maletero de un Renault 4 en una calle de Roma. Lo habían «ejecutado» las Brigate Rosse.

Quería, por otra parte, destacar la importancia que tuvo el Mundial para la autoreivindicación de España como un país moderno y fiable, con una democracia en construcción que pedía paso en selectas organizaciones internacionales como la Comunidad Económica Europea (CEE). Pero, claro, esto no podía hacerlo si no me sumergía de pleno en nuestros propios años de plomo, aquellos en los que en mitad de continuos sobresaltos se asentaron los cimientos del Estado de derecho actual, que, mal que bien, ha sustentado la convivencia en un territorio tan propenso a los encarnizamientos «inciviles».

Sin ese contexto, marcado aquí también por el terror de los extremos (ETA como infame protagonista en el acoso y derribo de la Transición), no se entendería el tremendo valor que tuvo organizar la cita mundialista sobre unas tambaleantes condiciones políticas y económicas, y bajo la amenaza de la Goma-2. Esto hacía más complejo el proyecto, pero, en contrapartida, ganaba —creo— en originalidad y ambición. El objetivo, siempre con el Mundial como eje vertebrador (incluido el periplo decepcionante de la selección española), pasó a ser colocar frente a frente, como en un juego de espejos, los años de plomo y los anni di piombo, Italia y España en los setenta y principios de los ochenta, para identificar simetrías, analogías, coincidencias, concomitancias, sincronías, equiparaciones, paralelismos, reflejos…

¡Y vaya si afloraron! Ahí están las muertes paralelas del anarquista Giuseppe Pinelli y Enrique Ruano, miembro del «Felipe» (Frente de Liberación Popular), tras tres días (con sus noches) interrogados por la Policía. O las bombas que seccionaron las pasiones futbolísticas de dos niños: el interista irredento Enrico Pizzamiglio, víctima del artefacto que estalló en la Banca dell’Agricoltura de piazza Fontana, y Alberto Muñagorri, que tuvo la desgracia de meterse en medio de la campaña de ETA contra la central de Lemóniz el día después de que España palmara, ante una afición estupefacta, contra Irlanda del Norte. O la llegada de una nutrida caterva de neofascistas italianos a la España de Franco, un santuario para ellos al que trajeron consigo su pericia en la estrategia de la tensión (strategia della tensione), que aplicaron contra nuestra Transición, igual de maltratada por los extremistas que el italiano compromiso histórico (compromesso storico) impulsado por Enrico Berlinguer y Aldo Moro. O las sospechas de que la miríada de grupos armados, de ambas orillas del Mediterráneo y de los dos bandos ideológicos, en realidad estaba monitorizada por los servicios secretos locales, a su vez conchabados con los Estados Unidos (léase Gladio o, más precisamente, la CIA). O la paradoja de que las revoluciones proletarias se ensañaran con los parias meridionales (calabreses y napolitanos / extremeños y andaluces) que, huyendo de la miseria, acababan en muchos casos encorsetados en un uniforme, «humillados por la pérdida de la calidad de hombres a cambio de la de policías», en palabras de Pasolini.

En fin, un viaje de ida y vuelta constante, revelador, realizado con el acicate y la «excusa» de aquel bello Mundial de España que ganó, contra pronóstico, Italia. Nadie daba un duro por la escuadra de Bearzot. Nadie daba un duro por la recuperación de Rossi. Y nadie daba un duro por España, en la peor situación para levantar un torneo con veinticuatro selecciones. Los tres sujetos (uno individual y dos colectivos) se impusieron a las adversidades y doblegaron el destino. Tres historias a su modo ejemplares, de rebeldía contra agoreros y cenizos, que merece la pena rememorar.

I. Balaídos

 

 

 

Noi siam venuti al loco ov’ i’ t’ho detto

che tu vedrai le genti dolorose

c’hanno perduto il ben de l’intelletto.

DANTE

«Inferno», Divina Commedia

Del Camp Nou pacifista al depósito de cadáveres

 

 

 

La bala, tras hacer añicos el cristal de la garita de vigilancia del puerto de Pasajes, atraviesa el parietal izquierdo del guardia civil José Luis Pernas, causándole una herida mortal. El reloj está a punto de marcar las nueve de la noche. Es domingo, pero no un domingo cualquiera en España. Apenas una hora antes, en el Camp Nou, ha terminado la ceremonia inaugural del Mundial 82. El momento más emotivo lo ha protagonizado Víctor Puente, un niño ataviado con la indumentaria de la selección española —camiseta roja, pantalón azul y medias negras— y un balón bajo el brazo. Puente ha caminado solo desde un lateral del campo hacia la hierba entre casi cinco mil voluntarios que, como el mar a Moisés, le han hecho un amplio pasillo. Una vez alcanzado el círculo central, con mil millones de televidentes expectantes y la Romanza de Salvador Bacarisse sonando por la megafonía, ha abierto la pelota que —en ese momento se comprueba— estaba cortada en dos mitades. De su interior ha escapado una paloma blanca aleteando hacia el luminoso y mediterráneo cielo de Barcelona. La vocación pacifista del torneo, encarnada por ese animal simbólico, ha quedado así abiertamente expresada. Por partida doble en realidad, porque antes de ese vuelo catártico los figurantes ya habían formado sobre la hierba, con sus cuerpos agrupados y sus prendas de blancura nuclear, una paloma picassiana gigante, esta con su ramita de olivo en el pico y todo.

ETA, sin embargo, tarda apenas unos minutos en sobresaltar el bienintencionado inicio de una competición que pone sobre España una lupa a través de la cual nos escudriñará el mundo a lo largo de un mes. Virtudes y defectos aparecerán aumentados al máximo en un momento crucial de la historia del país, con la Transición todavía en marcha y el ingreso en la CEE en juego. Los terroristas, por su parte, han puesto la mira telescópica de su rifle sobre la cabeza de un agente de la Benemérita de tan solo veinticinco años que, a pesar de ser trasladado a toda velocidad al Hospital Militar de San Sebastián, ingresa cadáver. Deja huérfanas a dos niñas, una de dos años y otra de dos meses.

José Javier Beloqui ha sido quien ha apretado el gatillo del Winchester desde el Alto de Capuchinos, en Rentería, un lugar idóneo para hostigar los puestos de vigilancia de las fuerzas de seguridad del Estado, esos maketos invasores que, en la lógica despiadada del abertzalismo más cerril, deben ser expulsados de Euskal Herria sin más miramientos. No es la primera vez que atacan desde sus lomas, que dominan toda la bahía de Pasajes. Beloqui ha subido a un taxi conducido por su correligionario José Aparicio Sagastume. En el maletero han metido a la fuerza al chófer al que se lo han robado. Y ahí, en su interior, lo mantienen mientras disparan. Una vez soltado el plomo, abandonan el rifle en las inmediaciones —por si caen en algún control— y se meten en su madriguera, a esperar a que escampe.

En la portada de El País del día siguiente cohabitan ambas noticias. Por un lado, la de los fastos balompédicos, con una imagen panorámica del estadio culé engalanado y un largo pie engatillado que, aparte de reprochar a la ceremonia su falta de ritmo (ya antes de los Goya pinchábamos en esto), informa de la sorprendente derrota del campeón vigente, Argentina, a manos de Bélgica por 1-0. Un tropiezo que, por cierto, tiene mucho que ver con el titular principal de esa jugosa primera página, dedicado a la ofensiva final de los británicos sobre las Malvinas. La guerra ha descentrado a Maradona y sus escuderos. Por otro, en la zona baja de la portada, un discreto faldón (que ETA matara en aquella época era una noticia relativa por la frecuencia con que lo hacía) recoge el asesinato de Pernas. La macabra simultaneidad parece un augurio funesto para el gran acontecimiento y sus declarados afanes de paz. El inmaculado plumaje de la paloma gotea sangre desde el primer minuto.

Nervios en la Casa del Barón, el fortín azzurro

 

 

 

Cabe pensar que los jugadores de la selección italiana no están muy atentos a los periódicos locales, que, cabe pensar de nuevo, andan desperdigados por el vestíbulo del Parador Nacional de Pontevedra (la Casa del Barón) donde se han acantonado. En ese palacio renacentista del siglo XVI su seleccionador, el taciturno Enzo Bearzot, se aloja en la habitación 101, la misma, dicen, que ocupó el rey Juan Carlos cuando estudiaba en la Escuela Naval de Marín. El motivo de la desatención de los futbolistas es comprensible. Amén de la disuasoria barrera lingüística (no insalvable para italohablantes, por otra parte), esa misma tarde deben debutar en Balaídos frente al poderoso combinado polaco, liderado por Boniek y Lato. No pueden, pues, despistarse del objetivo prioritario, el deportivo, menos aún cuando las dudas en torno a su rendimiento no paran de crecer. En Italia, la verdad sea dicha, creen pocos (y poco) en ellos. Por ejemplo, el periodista Alberto Cerrutti, un clásico de la Gazzetta dello Sport, meses antes de iniciar su primera cobertura mundialista habla con su hermana, que lo ha llamado para preguntarle si le cuadra que fije la fecha de su boda el día 10 de julio, o sea, un día antes de la gran final. «Sí, no hay problema. Como si la pones el 25 de junio… Italia no llegará muy lejos», le contesta, convencido de que la azzurra no pasará ni el corte de la primera fase.

De lo que sí se han percatado Zoff, Tardelli y compañía es del despliegue policial que los rodea, una circunstancia común para todos los equipos participantes. Bruno Conti lo define como un marcaje «sin piedad». Es en verdad un auténtico catenaccio. El de Helenio Herrera en el Inter era un juego de niños comparado con este. «No podemos dar un paso sin encontrarnos acompañados o escoltados por militares o agentes de la Guardia Civil», explica el angustiado centrocampista de la Roma. En total, Italia tiene asignados nada menos que ciento veinte efectivos. Así que, aunque sus compañeros y él no hayan visto los periódicos (los gallegos deben de consignar ampliamente el crimen, pues Pernas era de As Pontes y pertenecía a la comandancia de Pontevedra, hallándose en el País Vasco por una comisión de servicios coyuntural), son todos muy conscientes de que un peligro silencioso acecha. Desde la FIFA se les ha advertido explícitamente de que se teme un atentado de la banda etarra, que esa mañana asoma sus garras en la prensa.

No es una sensación, en cualquier caso, extraña para los componentes del equipo italiano. Todos ellos han experimentado en sus propias carnes qué significa el terrorismo, hasta qué punto puede conducir a una nación entera a un estado de psicosis y ansiedad, y cómo terceras vías conciliatorias, en particular la del compromiso histórico tejido por Aldo Moro y Enrico Berlinguer, líderes de la Democrazia Cristiana (DC) y del Partito Comunista Italiano (PCI) respectivamente, han saltado por los aires por culpa de la violencia. La consumación de ese compromiso habría puesto a los comunistas a las puertas del Gobierno, una posibilidad intolerable para muchos (no solo derechistas, sino también para la izquierda radical, que percibía el acuerdo como la domesticación definitiva del partido llamado a abanderar la revolución).

Italia, frontera geográfica que divide los bloques enfrentados en la Guerra Fría, lleva más de una década sumida en una cruenta pesadilla, martirizada por una larga lista de organizaciones armadas (el pico se alcanza en 1979, con 269 activas), tanto de extrema derecha como de extrema izquierda, que han dejado un reguero de centenares de muertos justificado con planteamientos ideológicos maximalistas. De hecho, solo dos días después de asentarse en España, el 7 de junio, los neofascistas de los Nuclei Armati Rivoluzionari matan a dos policías a los pies del Estadio Flaminio de Roma. En su reivindicación afirman que se trata de la réplica por un compañero «finiquitado» por los cuerpos de seguridad estatales, excusa que con el tiempo se demostrará como una patraña.

El fútbol, en esa coyuntura, es para una squadra azzurra en horas bajas y para una España sobre la cuerda floja —que avanza con esforzado equilibrio hacia la consolidación de la democracia— una oportunidad pintiparada de sacudirse los fantasmas totalitarios. El cuento, sin embargo, ha empezado mal para la primera (el duelo con Polonia se salda con un deslucido empate) y fatal para la segunda, con un guardia civil —el enésimo— en el depósito de cadáveres. Son presagios oscuros. Pero en la vida «nada está escrito».

Rossi atrapado en la pesadilla de Gregor Samsa

 

 

 

Bearzot regresa con sus chicos desde Balaídos hacia el parador pontevedrés en un autocar Pegaso debidamente tuneado con los colores rojo, blanco y verde. Aun con la moral de la tropa tocada por la decepcionante puesta de largo ante Polonia, piensa, para animarse, justamente eso: «El futuro en España no está escrito por mucho que los descreídos periodistas ya hayan levantado en sus crónicas el acta de nuestra inminente defunción. Estaba claro que el primer encuentro iba a ser un momento crítico».

Pero en realidad, si queremos ser precisos, fue mucho antes cuando el curtido comisario técnico («CT», pronunciado «chití» en español, como llaman al seleccionador nacional en Italia) hizo propia la filosofía del espía inglés enamorado de las dunas, que, para sorpresa del mundo entero, puso a pelear en comandita a las belicosas y caóticas tribus de la península arábiga contra la ocupación otomana durante la Primera Guerra Mundial. Hay que remontarse a 1980 para entender la rebeldía contra los destinos profetizados de Bearzot, porque ese año Italia se ve sacudida por un escándalo bautizado como totonero (quiniela negra). Los carabinieri entran en los estadios durante la jornada dominical del 23 de marzo y se llevan detenidos a doce jugadores.

Las escenas de los futbolistas esposados consternan a la afición. A Paolo Rossi, que acaba de perder 4-0 con la Roma en el Olímpico, no lo prenden, como han hecho con Mauro della Martira y Luciano Zecchini, sus compañeros en el Perugia, pero sí le dejan una notificación para que se persone ante la justicia. Hablamos del mismo Rossi que, junto a Bettega, encandiló a Bearzot en el Mundial 78, para el que fue convocado, junto al resto de la expedición transalpina, justo el día en que el cadáver de Aldo Moro apareció baleado dentro de un maletero. La lista de los seleccionados, por esa coincidencia, quedó relegada en la actualidad informativa. Rossi y la azzurra, no obstante, recuperaron la atención de sus angustiados compatriotas ya en Argentina, al completar una magnífica actuación: cuarto puesto tras caer con la Naranja Mecánica en semifinales, no sin plantar batalla hasta los últimos minutos.

A Rossi, la justicia deportiva le impone una sanción dura: es apartado de las competiciones italianas por tres temporadas. Un mazazo que, para más inri, supone su adiós al Mundial 82. Bien es cierto que, tras recurrir el fallo, se le rebaja a dos, un tiempo que, igualmente, le sigue dejando —casi con toda seguridad— fuera de la expedición azzurra que viajará a España. Podrá volver a vestirse de corto en un partido oficial a finales de abril de 1982 (lo hará, de hecho, en el campo del Udinese, con la camiseta juventina), solo dos meses antes de que comience el Mundial. Un margen, a priori, demasiado estrecho para recobrar el estado de forma que le había hecho indiscutible a los ojos de Bearzot.

El tinglado delictivo ha aflorado de una manera curiosa: han sido sus principales cerebros los que lo han denunciado ante la justicia. Se trata de, por un lado, Massimo Cruciani, un frutero al por mayor cuyo establecimiento está situado a dos pasos de la romana plaza de San Pedro, de modo que la curia vaticana se encuentra entre sus principales clientes. Su tiempo libre lo dedica a las apuestas (carreras de caballos y fútbol). Le encanta arrimarse a los jugadores y fotografiarse con ellos. Los corteja con su mercancía como reclamo: así que ve el hueco, les llena el maletero de tomates, plátanos, sandías… Poco a poco se va haciendo conocido en el mundillo, sobre todo entre los futbolistas de la Lazio: Manfredonia, Giordano, Wilson, D’Amico, Garlaschelli… Con el equipo romano tiene una estrecha relación el otro protagonista de la trama: Alvaro Trinca, propietario del restaurante capitalino La Lampara, en via dell’Oca, donde Umberto Lenzini, el presidente del club, reúne cada jueves a sus chicos para atiborrarlos de besugo a la brasa y risotto ai frutti di mare. Una rutina que, según el dirigente laziale, les trae buena suerte. Al orbitar en torno al mismo núcleo, Trinca y Cruciani acabaron haciéndose amigos. Y, tras frecuentar apostadores clandestinos, deciden aprovechar su posición privilegiada para amañar partidos, en connivencia con los jugadores más venales. La idea, de entrada, promete ser muy lucrativa: Cruciani y Trinca sobornan a los deportistas, estos propician en el campo los resultados convenidos y los beneficios riegan los bolsillos de ambos arribistas.

Los problemas para Rossi sobrevienen en un hotel de Vietri Sul Mare (Costa Amalfitana), a finales de diciembre del 79. Allí está concentrado con sus compañeros del Perugia, con los que mata el tiempo jugando al bingo. Uno de ellos, el defensa Mauro della Martira, le dice que dos amigos quieren conocerle. Son Cruciani y un secuaz suyo. En un encuentro que no llega al minuto, según el delantero, le proponen sutilmente «arreglar» el partido contra el Avellino que jugarán en las próximas horas. Un empate a dos es el resultado sugerido. Rossi no se siente cómodo. «Hablad con los demás», dice antes de hacer mutis. No es una negativa, en realidad, ni tampoco, por supuesto, una aceptación.

 

Pensaba que era una de esas situaciones habituales en que el empate puede ser conveniente para ambos equipos. Si a todos les va bien, pues se empata. Siempre ha habido casos así. Jamás lo asocié con las apuestas. Por la noche lo hablamos todos y nadie estaba de acuerdo, queríamos ganar. Un punto no nos bastaba. La mala suerte quiso que acabáramos dos a dos, con ambos goles míos. Pero fue un partido de verdad, basta verlo de nuevo. Con entradas duras. Nadie contemporizó.

 

Así explica su versión Rossi. El menudo delantero centro defiende su inocencia en todo momento («creer en ella fue lo que me salvó»). Niega que su actuación estuviera condicionada por intereses turbios. Cruciani, por el contrario, declara que le ha pagado ocho millones de liras. No aporta, eso sí, documento alguno que lo acredite. Cosa, por otra parte, lógica: ¿quién es el pardillo que emite facturas en un fregado así?

El tribunal deportivo termina, en cualquier caso, considerando que sí hay base para escarmentarle. A Rossi, con tan solo veintitrés años y en vías de erigirse como estrella rutilante del calcio, se le viene el mundo encima. Vive todo el proceso igual que el Gregor Samsa kafkiano su conversión en escarabajo. «Esto es una pesadilla de la que despertaré en cualquier momento», piensa. Vana esperanza. No basta con despertar a la mañana siguiente para salir de ella. Italia queda dividida entre quienes lo creen y los que no. Bearzot no pronuncia juicios en sentido alguno, pero está con él, cree en su decencia. «Me llamaba a menudo para animarme y para empujarme a seguir viviendo como un profesional del fútbol», recordaba Rossi en un documental de título algo cursilón pero certero: Un campione è un sognatore che non si arrendemai («Un campeón es un soñador que no se rinde nunca»). Aquel respaldo impide que su psique se desmorone. El CT Le apremia a entrenar duro, a continuar sometido al régimen de entrenamientos diario de su equipo, por entonces el Vicenza. El objetivo es que no coja peso y evitar que se le atrofie su sexto sentido para llegar un segundo antes que los defensas al punto culminante, la virtud que marca la diferencia entre él y los demás.

El plan prospera. O al menos sirve para mantenerlo a flote. El día que se hace pública la lista de convocados aparece, por sorpresa, el goleador juventino (Boniperti, presidente de la vecchia signora, lo había repescado en marzo del 81 para las filas turinesas). El damnificado por esa decisión es el capocannoniere (el pichichi) de las dos últimas temporadas, el delantero de la Roma Roberto Pruzzo. Bearzot nada contracorriente: deja fuera al jugador que sobre el campo ha demostrado ser el más eficaz de cara a la portería contraria y mete en la convocatoria otro que, a lo largo de dos años, solo ha jugado un par de partidos y que, al contrario de lo que temía Bearzot, ha perdido cinco kilos por el estrés, lo que merma su estructura muscular.

La animadversión contra el técnico se dispara y genera dos escenas lamentables en la concentración italiana antes de la partida hacia Galicia. Un fan de Pruzzo le escupe alcanzándole en una manga de la chaqueta oficial. Bearzot, indignado, se la arranca y se la ofrece al maleducado seguidor romanista: «¡Toma, aquí la tienes, ahora haces tú de seleccionador! ¿Vale?». Días después, a las puertas del hotel Villa Pamphili de Roma, donde se aloja el equipo, una veinteañera interista le grita: «¡Simio bastardo!». Su ira se debe a la ausencia de otra notable figura, Evaristo Beccalosi, centrocampista del Inter de Milán. Il vecio («el viejo», mote por el que se conoce a Bearzot desde sus tiempos como jugador del Torino, club en el que militó hasta los 38 años) le suelta un guantazo. Mide, eso sí, la fuerza para no lastimarla. «Lo hubiera hecho igual con mi hija», aduce, paternal. Deja bien clarito que está dispuesto a encajar cualquier crítica, pero ninguna ofensa. La chica, contrita, le acaba pidiendo perdón, pero su acción crispa todavía más el ambiente. Bearzot, fiel a sus corazonadas y principios (confía más en los hombres que en los futbolistas), afronta un alto riesgo.

Un país en transición: el peor momento para organizar un Mundial

 

 

 

El riesgo que corre España al comprometerse a organizar un Mundial es también extremo. Aunque lo cierto es que cuando asumió tal responsabilidad —¡en 1964! — el país era muy distinto y nadie podía prever que, llegado el 82, se hallaría en una situación institucional y financiera tan diversa y delicada, por no decir precaria. La Transición es boicoteada, a diario, desde los extremos ideológicos y estrangulada por los efectos de la crisis del petróleo, que supuso un brusco parón en las economías europeas, todavía presente en España. Tres millones de españolitos están en paro. La inflación se dispara hasta el ¡26%! El cóctel recesivo se completa con el déficit público y una balanza de pagos negativa. Toca pues sacar adelante un envite mastodóntico en el contexto más adverso posible. Para planificar y ejecutar con precisión milimétrica los infinitos detalles que determinan el éxito o el fracaso de un desafío así es, claro, muy aconsejable disponer de estabilidad. Pero eso es precisamente lo que España no tiene a finales de los setenta y principios de los ochenta.

 

No es el mejor momento para organizar un Mundial. Hubiese sido mejor hace diez años o dentro de diez, con la autocracia, o con la democracia ya estabilizada. La Transición no es el momento ideal. Con un catorce por ciento de parados y todos los otros problemas económicos, no es, no, el mejor momento.

 

Este diagnóstico, clarividente y cabal, lo expresa Raimundo Saporta, presidente del Comité Organizador, en las páginas de ABC en marzo de 1981, solo unos días después de la irrupción de casi tres centenares de guardias civiles en el Congreso de los Diputados, durante la votación para la de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo.

Tejero tiroteando el techo del hemiciclo, zancadilleando al ya anciano Gutiérrez Mellado, a la sazón dignísimo ministro de Defensa, y profiriendo cavernarios «vivas» a España. Un episodio de nuestra historia que pudo ver todo el mundo gracias a la cámara de Televisión Española que se quedó encendida (¡qué documento!) y ofrecía una imagen pésima del país. Propia, realmente, de una república bananera, con los diputados agazapados como conejos temerosos bajo sus escaños. ¿Es allí donde tenemos que ir a jugar el próximo año?, debían de preguntarse, recelosos, los mandatarios de algunas de las federaciones nacionales de fútbol participantes. Pues sí, allí se debía jugar en virtud de una designación que, como decíamos, se dio a conocer en 1964, cuando el régimen nacionalcatólico celebraba los XXV Años de Paz. La resistencia al Caudillo a esas alturas era escasa. El bienestar material que se iba extendiendo con las políticas desarrollistas de los tecnócratas del Opus Dei la han reducido a la mínima expresión. La vieja receta romana de pan y circo vuelve a demostrar que es mano de santo. Ese año 1964, además, entrega al franquismo una satisfacción futbolera enorme. Por tres razones. Primero, porque España acoge la fase final de la Eurocopa, entonces denominada Copa de Naciones de Europa, el precedente más relevante de macroevento deportivo antes del Mundial. Segundo, porque va y la gana. Y, tercero, porque lo hace, 2-1 (con goles de Pereda y Marcelino), en una final contra la Unión Soviética, es decir, la encarnación demoniaca del comunismo. El delirio, aquella noche del 21 de junio, se apodera de las gradas de un Santiago Bernabéu atestado.

El congreso de la FIFA De 1964 en el que, de una tacada, quedaron definidas las sedes de los mundiales de 1974 (Alemania), 1978 (Argentina) y 1982 (España) tuvo lugar en Tokio. La elección, que respetaba la alternancia América-Europa, fue ratificada en otro congreso del máximo organismo futbolístico celebrado en Londres, en 1970. Por fin contábamos con la confianza de la FIFA después de que nuestras candidaturas para los mundiales de 1930 y 1966 no prosperaran. Entonces tampoco se sabía que el del 82 sería un Mundial más complicado que el resto por otro motivo: por vez primera hospedaría a veinticuatro selecciones de los cinco continentes, no dieciséis, como en las ediciones previas. La decisión tenía un trasfondo pecuniario y geoestratégico. Resumido: João Havelange, entronizado en la FIFA en el 74, debía dar cancha a los países del «tercer mundo», porque estos, asiáticos, africanos y suramericanos, le habían apoyado en su pugna por el cetro de la organización contra el inglés Stanley Rous, muy refractario, en contraste, a hacerles un hueco desde su llegada a la presidencia de la FIFA en 1961. Así que éramos pocos y… ¡parió Havelange!

Raimundo Saporta: el director de orquesta pierde la cabeza

 

 

 

Para Raimundo Saporta, la organización del Mundial termina siendo un calvario. Su designación se debió a un dedazo del rey Juan Carlos, amigo personal suyo, como lo era también otro pope de la gestión deportiva española, Juan Antonio Samaranch, que se hizo con los mandos del COI en 1980. Entre los tres había muy buena sintonía. Aquella arbitrariedad poco aseada del monarca —vista con ojos democráticos actuales— no era, sin embargo, un desatino. En absoluto: Saporta era un valor seguro por su trayectoria como hombre de confianza de Santiago Bernabéu en el Real Madrid desde mediados de los años cincuenta. Fue una figura clave, por ejemplo, en el fichaje de Alfredo Di Stefano, verdadero punto de inflexión en la historia del club madridista, y en la gestación de una Copa de Europa de clubes diseñada a imagen y semejanza de la Libertadores de América gracias a su dominio de varias lenguas, algo muy útil para hacer de intérprete a su «jefe» en las negociaciones que alumbraron la actual Champions League.

Esa habilidad políglota le venía de cuna. Saporta descendía de judíos sefardíes expulsados de España que recalaron en Salónica y, posteriormente, en Constantinopla, donde él nació. La Gran Depresión hizo que su familia (su padre, Jaime, era banquero) tuviera que cambiar de aires y se afincara en París, donde aguantaron hasta que la situación para los judíos peligró con la ocupación nazi de la capital gala. Jaime tenía pasaporte español, cortesía de un decreto dictado por Primo de Rivera en 1924 que concedía ese privilegio a los sefardíes. Aprovechando la ventaja burocrática, tramitó a toda prisa los de su mujer y sus hijos para poder regresar a España. En 1941 ya estaban en Madrid y Raimundo, una vez matriculado en el Liceo Francés, empezó a destacar por sus dotes organizativas como delegado del equipo de baloncesto, ya que en la cancha había comprendido rápido que no llegaría muy lejos. Su buen hacer en los despachos no pasó inadvertido a Jesús Querejeta, el presidente de la Federación Española de Baloncesto, en la que entró como tesorero en 1947 y, solo un año después, acabaría aupado a la vicepresidencia.

Bernabéu, igual que Querejeta, quedó prendado de su eficiencia y sus recursos, así que le echó el lazo, una decisión que se revelaría muy acertada con el tiempo. En 1962, le nombró vicepresidente del club, donde ya ejercía como presidente de la sección de baloncesto, que bajo su mando y el de Pedro Ferrándiz en el banquillo cosechó incontables triunfos en España y en Europa. Su labor en el Real Madrid, asimismo, la compatibilizó con cargos muy elevados en la Federación Internacional de Baloncesto (FIBA). Y con su verdadero trabajo: empleado del Banco Exterior de España, en cuyas dependencias, con escrupulosa puntualidad, fichaba cada mañana a las ocho y media. Pero levantar el Mundial en una España tambaleante es una hercúlea tarea que termina por degradar su salud psíquica, situándolo en la antesala de la ansiedad y la depresión.

El 17 de abril de 1982, en El País se puede leer: «Raimundo Saporta sufre un fuerte desequilibrio». La información alude a conductas impropias de un hombre ducho en diplomacia y relaciones sociales. Desconcierta la altanería con que reacciona cuando su desempeño al frente del Comité Organizador se pone en entredicho. Saporta responde que él solo rinde cuentas a quien le ha colocado en esa posición: el monarca. La remisión constante a Juan Carlos, como si fuese un escudo que lo blinda contra cualquier crítica, acaba incomodando a la Casa Real. La rumorología se dispara: en los mentideros empieza a decirse que las salidas de tono (y las inoportunas somnolencias en reuniones de alto nivel) se deben a los desajustes producidos por la medicación. Pilotar el Mundial le ha granjeado enconadas enemistades y conflictos varios: el PSOE