De Abiyán a Túnez - Mariama Ndoye - E-Book

De Abiyán a Túnez E-Book

Mariama Ndoye

0,0
5,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La guerra estalla en Costa de Marfil en 2002 y la sede del Banco Africano de Desarrollo se traslada temporalmente de Abiyán a Túnez. La familia Mbengue llega a su nuevo destino, una ciudad de clima más riguroso de lo esperado, en la que se evidencian las diferencias culturales entre africanos del Magreb y del sur del Sáhara y se respira cierta hostilidad hacia el recién llegado. Un nuevo entorno que da alas para indagar las costumbres tunecinas y, a la vez, hacer un alto y recordar los años pasados en Senegal y Costa de Marfil. Historia de vida en la que se entremezclan recuerdos personales y reflexiones sobre la sociedad africana y la naturaleza humana. Diario de viaje, recetario de cocina, diálogo interior, paseo musical narrado desde la melancolía, el humor, el dolor y el amor. Un libro homenaje al fiel Billy, que acompañó a la autora en sus peregrinaciones y a cuya familia dedicó sus mejores años.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Mariama Ndoye

De Abiyán a Túnez

Traducción de Mar i Cel Perera Valls

Título original: D’Abidjan à Tunis © abis éditions, 2007, ISBN 978-2-918165-08-8

© de la traducción: Mar i Cel Perera Valls, 2015

© de la edición: 2709 books, 2015 Sociedad limitada unipersonal Arpón, 18 – 03540 Alicante www.2709books.com [email protected]

Imagen de la cubierta: In the wash, Jeff Attaway, en Flickr.com (www.flickr.com/photos/attawayjl/5294649856/in/photostrem/). Licencias CC-BY 2.0 y CC-BY 4.0.

Coordinación editorial: Marina M. Mangado

La editora quiere expresar su agradecimiento a Amparo, Carmen, Fulgen y Óscar por su colaboración en este proyecto.

ISBN: 978-84-941711-6-1

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones de reproducciones provisionales y de copia privada previstas por la ley.

Número de copia: 2709BW - Fecha: 27.09.2015

Dedico este libro a la generación de mis nietos a las familias marcadas por el naufragio del Joola a la memoria de Ido Voubié llamado Billy.

Mis confidencias a Billy

Billy tiene el alma de una niña pequeña. Os lo digo yo. Cree incluso en los milagros. Sin ir más lejos, tiene la seguridad de que su padre, que estuvo en la guerra como tirador senegalés, aun siendo burkinés de rancio abolengo, sigue viviendo en Francia. Que volverá un día al hogar cargado de bienes colosales y de niños mestizos. Billy espera este maná y confía. Llega incluso a buscar en vano a su padre en la pantalla de la televisión cuando le aseguran que los supervivientes del famoso desembarco no pueden perderse el sexagésimo aniversario de esta hazaña. Está convencido, su viejo se halla entre la muchedumbre, pero el cámara olvidadizo no dirige el zoom hacia nuestros veteranos. No importa, dejemos a Billy vivir inocente y feliz. Su felicidad consiste en creer que Dios realizará un milagro para él cuando lo necesite. ¿Ingenuidad? ¿Inconsciencia? No, Fe. Quizá sea esto ser un ángel. ¿Un ángel? ¿Esta fuerza de la naturaleza con unas pantorrillas y unos bíceps tan sarmentosos como las ramas de un baobab? ¿Un ángel, este hombre de casi dos metros de alto, de cejas pobladas, labios carnosos y una sonrisa feroz? ¡Ah! ¡Pero qué metamorfosis ante el llanto de un niño! Con qué delicadeza roza los mofletes regordetes para secarle las lágrimas. Lo levanta por encima de su cabeza, lo sostiene en el aire, lo sacude como un guayabo para depositarlo después en el suelo aturdido y muerto de risa. ¿Un ángel, Billy? ¡Sí! Incluso un hacedor de milagros, de pequeños milagros diarios que pasan desapercibidos y que sin embargo son la sal de la vida. Te despiertas cansada tras una mala noche. De tanto darle vueltas a una vejación en el trabajo, se te ha olvidado cerrar la ventana, la lluvia nocturna ha empapado la moqueta. Teniendo en cuenta el olor que resistirá cualquier incienso desde Rawalpindi hasta Bamako, desanimada, piensas que más vale volver a cerrar los ojos y no abrirlos hasta mañana, o quizá en Rufisque, en casa de tus padres, cuando la ensoñación te haya devuelto a la niña mimada y dependiente y no a la mujer casada y, a veces, perdida. Pero ¡qué va! Aquí está Billy. Su risa gargantuesca contestando a las chanzas de una vecina te asalta y luego te tranquiliza. El olor a café molido te cosquillea la nariz. Billy abre las persianas de par en par y exclama: «¡Señora! ¡Balcón ahora piscina!». Sonríes con los ojos entornados. ¡Vamos! Mejor abrirlos y darte una buena ducha. Tu salvador está aquí. Si él ha podido dejar Abobo al alba, rociarse con el agua helada de un pozo, hacer el viaje traqueteado en un gbaka abarrotado y nauseabundo, con el vientre vacío para llegar a tu casa, sonriente y con brío, ¿por qué tú, delicada incorregible, no puedes hacer el esfuerzo de estirar las piernas y extirparte de las sábanas para devolverle sus tónicos buenos días? ¿Acaso no se trata de un milagro cotidiano? ¿Queréis más? Con mucho gusto, ¡en breve!

A miles de kilómetros, una mujer recorre a grandes pasos la orilla. Lleva su pagne casi caído. Tiene una cierta edad y todos los hombres, jóvenes o viejos, desvían la mirada con pudor a su paso. Las mujeres se preguntan si anudando sus pañuelos conseguirían cubrir la desnudez de esta abuela. La interesada no les deja tiempo para concertarse y tomar cualquier decisión. Está ocupada en hablar deprisa y mucho. En su verborrea hecha de amenazas, súplicas, invectivas, chocan entre sí términos diolas, mandingas, portugueses, como si quisiera que la entendiera el mayor número de personas. De vez en cuando, dice en francés: «C’est pas bon!» o también «Trop mauvais, mauvais...». Señala el barco. Aquel que se vislumbra allí, reflotado hace poco. ¿Cómo puede ser malo ese barco? Es el que trae a los alumnos a su querida escuela, a los estudiantes a sus coquetos pabellones de Sanar y Fann, a las vendedoras del puerto a sus puestos providenciales rebosantes de todos los sorprendentes frutos del mar, pero también de mangos, de plátanos, de aguacates, de granos de palmiste, de arroz paddy, de todos estos extras suculentos de nuestra verde Casamance. El Joola trae a sus familias, los soldados a su guarnición, los veraneantes a su hogar, a los enfermos que vinieron para que los tratasen los famosos curanderos del sur. En fin, ¿a quién se le ocurre calificar como malo a este barco tan querido que lleva a cada cual a donde lo llama el deber, si no es en un ataque de locura? Además, la anciana, según la expresión consagrada, no goza de todas sus facultades mentales. Apenas la miran, no queda sitio suficiente en el barco y no volverá hasta dentro de largas semanas. Hay que embarcar a la mayor brevedad posible antes de que estén ocupados los mejores sitios. Los más ricos ocupan las cabinas; las madres prudentes encierran bajo llave a los niños para que no se pierdan en este puerto de arrebatacapas que es la travesía. Hay una muchedumbre en la crujía. Los turistas quieren tomar las últimas fotos, los enamorados-poetas y los vendedores de productos ilícitos prefieren las cubiertas de arriba. No hay intimidad posible, pero se imaginan que pueden gozar de mayor discreción. Las familias se apretujan, los más pequeños se acurrucan contra los mayores. Los pasajeros embarcan, unos alegremente con paso ágil y aliviado, otros sigilosamente y otros con recogimiento, susurrando: «bismilaay», persignándose o apretando su talismán en los bíceps; cada cual según su temperamento y sus creencias, pero, al parecer, nadie con aprensión. Mouskéba posee un billete para una cabina. Regresa tras una estancia de tres años en Costa de Marfil. Allí ha ganado honradamente lo suficiente para preparar su boda. Los empujones la ponen un poco nerviosa. Ya había perdido la costumbre. En Abiyán, la gente se coloca en fila para coger el autobús o el barco-bus. ¿Por qué se empeñarán sus compatriotas en todas las ocasiones en vender más billetes que plazas tienen, obligando por tanto a los clientes a empujarse? El barco zarpa, por fin…

En la orilla, la anciana ha entrado en trance. Con el pagne arremangado, los senos cubiertos de arena, los dedos agarrotados, los ojos exorbitados, se tapa los oídos en vano. Llegan hasta ella ensordecedoras llamadas de socorro, alaridos de angustia que solo ella oye. Se lleva las manos a los ojos, se los tapa para dejar de ver esos manojos de niños agarrados a sus madres, a esa esposa abrazando los tobillos de su hombre, a esos amigos que luchan para izarse a lo que se parece a un bote salvavidas. Un soldado, campeón de natación, se aleja del barco con su pesado macuto a la espalda. Hasta el último instante, creerá que ha salvado a su camarada de tropa nadando con él durante horas. ¡Incluso le hablaba entre brazada y brazada en el helado océano para darle ánimos! Mariama, la señora de Yenne-sur-Mer, nada con gallardía entre los hombres, en el secreto de su vientre duerme un bebé de cuatro meses.

Mamá Yémou, con ojo ejercitado de iniciada, «ve» un mercado abandonado por los clientes porque en la orilla han naufragado cuerpos sin vida; esa orilla donde se celebraba la subasta en los días felices. Pero ¿volverán los días felices? De momento, todos juran que jamás volverán a comer pescado, nunca jamás. Ese maldito pescado ahíto de carne humana. Desgraciadamente, la anciana casamancesa es la única que ve lo que ve y oye lo que oye, mensajes sonoros y visuales que le transmiten celosamente sus «ancestros-beukines».

Cansada de predicar para sordos, se había detenido un momento, babeando de rabia, impotente, se había deshecho las trenzas en señal de duelo, golpeado el pecho, intentado, gritando, detener a algunos pasajeros que caminaban resueltos, qué digo caminaban, que corrían hacia las piraguas que los llevaban al barco que se llenó, se llenó, y ya cabeceaba manifiestamente.

El cielo se oscurece, cae la noche. Un cielo cargado de nubes de lluvia, de tempestades de terror, de borrascas de sufrimiento, de diluvios de lágrimas, de olas de sangre, de mareas de cuerpos inanimados. Fue una noche satánica aquella del 26 al 27 de septiembre de 2002. El Joola, como un baobab secular, se tumbó y nuestros corazones de senegaleses zozobraron con él en el agua negra, acre y rugiente. Nuestras deficiencias se hicieron las amas: precipitación, diletantismo, afán de lucro, inconsciencia, esta vez no nos perdonaron. ¡Ojalá pudieran hundirse con el barco para no volver a dañar jamás a un pueblo entero! ¿Utopía?

Mientras tanto, Senegal lleva en señal de duelo un pagne doblado en la cabeza al modo de la gente del sur. La nación está unida en la desgracia unánime para consumirse, interrogarse, indignarse, condenar. Consumirse por contar solo con dos psicólogos en un equipo médico de más de doscientos miembros, por haber esperado en balde durante largas horas noticias de su familia. Interrogarse en cuanto a la culpabilidad, al grado de responsabilidad de unos y otros. ¿Cuántas plazas? ¿Cuántos billetes vendidos? ¿Quién permitió seguir embarcando flete y pasajeros suplementarios en Carabane en un barco sobrecargado? Indignarse, ¿por qué no había suficientes botes de salvamento en buen estado y no se dieron las instrucciones para su uso? ¿Por qué reprender con dureza a los padres de las víctimas, tan afligidos ya? ¿Por qué no se disparó la alarma a tiempo? ¿Por qué el auxilio tardó tanto en llegar? ¿Por qué no se señaló y se castigó a los verdaderos culpables? Por fin, condenar el abandono de los cuerpos amados al océano voraz y la promesa incumplida de un barco nuevo, seguro y funcional. Gracias a Dios, este mismo pueblo senegalés, tras una oleada justificada de pasiones, se ha recuperado, se han fundido, en comunión, todas las etnias. Se ha recogido durante ceremonias de rezos ecuménicos en los cementerios diseminados por todo el país, ha vuelto a esperar días mejores. Es el milagro de esperar una vida próspera futura cuando las condiciones de vida son las más sombrías. Y nos sorprende una vez más el poeta tunecino por la universalidad de su mensaje:

La luz está en mi corazón y en mi alma ¿por qué habría de asustarme andar en la oscuridad?

Esta vida es una cítara y es la cítara de Dios. Los que se van día tras día bordan en ella [una canción].

Cuando el recuerdo de ciertos acontecimientos asalta mi memoria como el aceite en una emulsión acuosa, o cuando otros acuden a través del mundo cercano o lejano, siento, según la naturaleza de los mismos, cómo entristezco hasta suspirar, pensativa, dolorida como por un mal de muelas, molesta como si un mosquito cantara en mi oído, o por el contrario, dopada a tope y dispuesta a cambiar el mundo. Entonces, para no hundirme en la beatitud, ni en la cólera, ni en la febrilidad estéril, tomo mi pluma una vez más. Es mi escudo y mi jabalina. Además, mi padre dice que no hay que dejar para mañana la realización de una buena intención, ¿quién sabe si mañana nos dará la oportunidad de pasar al acto? ¿Existe mejor intención que la de escribir para comunicarse con un gran número de seres humanos, para comulgar con algunos? ¡Ojalá mi pluma pudiera imitar el plantón de la mandioca! Basta con echar un esqueje en cualquier lugar, incluso en una superficie enlosada, dicen; solo hace falta que llueva y el tubérculo generoso crecerá en abundancia para alimentar a su gente.

Desde Abiyán hasta Túnez, pasando por Dakar o París, a merced de las peregrinaciones de una familia africana diplomática, los marcos de la vida se atropellan y chocan entre sí en mi espíritu, rebosantes de mensajes diversos.

Billy, la señora te contará todo lo que no te ha dado tiempo a vivir con tu segunda familia. Esa con la que no te unía lazo de sangre alguno y a la que, sin embargo, has dedicado tus mejores años. No olvidaré nada, desde Abiyán y aquellos años de despreocupación, hasta Túnez, friolera en invierno y asfixiada en verano. Me acompañarás en mis peregrinaciones tú que no parabas de soñar con coger algún día el avión. ¡Abróchate el cinturón!

Hoy es día para la nostalgia. La señorita Ardouin no ha contestado mi felicitación de año nuevo. Tengo un mal presentimiento, ¡ojalá siga en este mundo! Nunca dejar para mañana… Debería haber ido a visitarla cuando estuve de paso por París. Se alegraba tanto por la llegada al mundo de Noura. ¡Todos los griegos y latinos ilustres cuyos escritos tanto apreciaba, y su primo y amigo el profesor Trémolières le brindarían un recibimiento triunfal y emotivos reencuentros!

Este año, lo que me pesa es el silencio de la Madre Marie-Danielle. Tengo la esperanza, aunque no termino de creérmelo, de que mi presentimiento, esta vez, me engañará. Ella era una figura omnipresente en mi infancia de niña que amaba la escuela. Los días benditos de la entrega de las notas, me sonreía con satisfacción y bondad mientras colocaba en mi blusa la cinta de honor roja. La lucía unos días durante los cuales el patio entero del recreo y todos con cuantos me cruzaba a la vuelta del colegio sabían que yo era una buena alumna.

Durante las fiestas patronales, la madre superiora que-no-imponía-su-superioridad-a-nadie me colocaba en un estand para que la ayudara con mis torpes manitas. Llena de orgullo, estorbaba más que otra cosa, pero ella siempre me felicitaba con un gesto de aprobación cuando pasaba por mi lado, o con una caricia en mi pelo crespo. Una mañana me llevó con ella en su furgoneta para ir a Dakar. Debía tomar contacto con mi futura escuela. La que iba a cobijar mis estudios secundarios.

La institución Notre-Dame des Victoires tenía muy buen aspecto. Su larga fachada enlucida de color marrón y sus balcones con forma de arcadas me encantaron. Muy intimidada, apreté con más fuerza la suave mano de la monja. Nos dirigimos al locutorio. Una secretaria, discreta y muy educada, nos introdujo en el despacho de la Madre Jean de la Croix. Mi madrina católica me presentó de una forma tan elogiosa que no me atrevía a alzar la mirada. Era mucha la responsabilidad. Tenía que ser la joven buena, trabajadora, educada, con unos padres encantadores, que había descrito mi reverenda madre. Al despedirse, me susurró al oído, abrazándome: «Ánimo, hija, sé que vas a dejar muy alto el pabellón de Santa Agnès, y el de los rufisquenses». Me he esforzado para ello y creo haberlo conseguido, bien o mal, más bien, bien. «Mi madre» nos enseñó a mostrar en cualquier circunstancia un alma valiente y generosa. También le gustaba decir que el mendigo de la esquina no pide solo una limosna, sino que además, y sobre todo, lo miremos, le hablemos, le sonriamos. Ella daba ejemplo.

Anteanoche soñé que hablaba con una amiga de la infancia llamada Ndèye Coumba, que no había vuelto a ver desde hacía muchos años. De niñas, nos cogíamos de la mano, parecía echar de menos el afecto que nos teníamos la una a la otra. De pronto, en mi sueño, habíamos crecido y decidido ir al khawaré, una velada recreativa.

Al despertarme, al día siguiente, una llamada de teléfono me informó de la defunción del padre de Ndèye Coumba. ¿Existe el azar? ¿Por qué, en mi sueño, retrocedí en el tiempo para reencontrarme con Ndèye Coumba en el mismo instante en que un acontecimiento importante ocurría en su vida?

Repaso mis recuerdos y me llevan directamente al periodo de mi infancia cristalina de niña adulada. Resalta un trío; sus miembros, de forma extraña, llevan el mismo nombre, Babacar. A los tres los llamaba «tío» Bou, Babou y Boubou.

Los dos primeros, Bou Cissé y Babou Diouf, eran empleados del Organismo de Investigación para la Alimentación y la Nutrición Africanas, que se convirtió después en Oficina de Alimentación y de Nutrición Aplicada de Senegal. Mi padre era su superior jerárquico y le manifestaban respeto y afecto. Es el padrino epónimo de dos de sus hijos. Acto cargado de sentido cuando se sabe que, según el credo popular, el niño hereda, junto con el nombre, al menos siete rasgos del carácter de su padrino epónimo.

Estos dos tíos compartieron con el que llamaban «doctor» grandes momentos que pusieron a dura prueba su valor y su fidelidad. Más adelante, recordaban esos momentos con sentido del humor ante nuestra mirada estupefacta. ¿Qué puede decirse de la noche enfervorizada de Magama, poblado entonces oscuro, si no oscurantista? Noche durante la cual los duendes y demás gnomos intentaron en vano invitarlos a sus bailes locos con el ritmo de las carracas.

No conformes con dar entera satisfacción en su trabajo, adoptaron a los niños Ndoye como si fueran sus propios hijos. Recuerdo el día en que cumplí quince años, en el que el tío Bou, al ver a mi padre hacer gestiones en el puerto autónomo, pensó que estaba sacando de la aduana un regalo regio para mí: un coche pequeño. Ese anhelo suyo por verme feliz me emocionó profundamente.

El tío Babou era menos expresivo, pero nos quería igual. De camino al «despacho», su lugar de trabajo, nos dejaba con mucha prudencia y destreza en el instituto. A veces, solo disponía de una escasa media hora para comer. Otras veces, nos esperaba pacientemente en el coche bajo una gran solanera, o cuando había vendaval, para llevarnos a casa. ¡Qué saber estar, qué corrección! Jamás una palabra más alta que otra, ninguna crítica ni comentario descortés sobre nadie. No obstante, en su vida de chófer de un gran organismo del Estado, tuvo que haber, a lo largo de tres decenios, mucho sobre lo que chismorrear. Sin embargo, seguía discreto y digno como un noble serer.

El tercer hombre de bien de este trío fue el tío Boubou Sow. Cuando lo evoco, mis recuerdos susurran, o quizá debería decir retumban por el redoble de los tamtanes y los cantos de los griots. En efecto, él organizaba todas las ceremonias de la ciudad, felices o desdichadas, se ocupaba de todo, lo gestionaba todo de forma admirable, desde el alquiler de las sillas hasta la instalación de las carpas, pasando por la restauración de hasta un centenar de personas a veces y, si se presentaba el caso, la confección de uniformes. Era alto, en cualquier caso yo lo recuerdo así, de tez clara, fortachón, dinámico, guapo, en resumen, principesco. Siempre se mostraba cortés. No se reía a menudo, pero era de trato agradable. Impresionaba a todos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Su voz fuerte acallaba, dependiendo del momento, murmullos de desaprobación o chismorreos varios. Ponía fin a las tergiversaciones en torno a una decisión que había que tomar, a los llantos estridentes así como a las chácharas intempestivas durante los funerales, por ejemplo. El tío Boubou era el encargado del intercambio público de regalos, durante las ceremonias familiares, entre las mujeres y su familia política. Era una responsabilidad que pesaba mucho, ya que la modestia de los presentes o su atribución defectuosa podía llegar a provocar hasta un divorcio. Nadie lo igualaba en la amplitud del gesto de dar, el énfasis con el que tenía que acompañarlo, la mímica o las palabras acerbas que estallaban cuando el regalo, a pesar de ser correcto, era mal recibido. Mi madre era su preferida, siempre y en cualquier circunstancia la defendía y nadie se atrevía a oponerse a mamá o a hablar mal de ella en presencia de su amigo. No obstante, sabe Dios que mamá provocaba celos por su belleza y su afición al lujo. Qué delicadeza de opinión, qué generosidad cuando este señor gestionaba la casa de nuestras tías, les hacía la compra para las grandes ocasiones, les prestaba dinero, les aconsejaba paciencia con esos hombres sin vergüenza que eran sus esposos; cuando los reconciliaba después de una bronca o apelaba a sus sentimientos de personas creyentes. ¡Había hecho varias veces la peregrinación a La Meca! Cuando anunciaron su fallecimiento, la niña pequeña que yo era se extrañó mucho: el tío Boubou nunca estaba enfermo, no lo había visto envejecer y sin embargo estaba muerto. La comunidad rufisquense, en aquel entonces muy festiva, lo lloró mucho y durante mucho tiempo. Sobre todo durante las ceremonias, es decir casi todas las semanas. Su sombra planeaba. Todas las grandes damas lo echaban de menos a él y a su fuerte energía, en el buen sentido.

En mis plegarias no dejo de apelar la misericordia de Dios sobre estos tres tíos entre la lista, desgraciadamente larga, de mis queridos desaparecidos, empezando por Serigne Mass Sy, con su mohín falsamente severo, que me enseñó los rudimentos del Santo Corán, hasta la dulce tía Arame Ndiaye Cissé, amiga de mamá. Ojalá la siniestra segadora pudiera suspender su obra hasta la publicación de este libro…

Pero me olvidaba de mi sueño, ¿os acordáis?, aquel en el que me reencontraba con mi camarada de la infancia. Nos preparábamos para ir a la famosa velada, cuando los peones que trabajan en la obra de mi vecino tunecino decidieron otra cosa. Me despierto sobresaltada. La realidad se impone a mí. No estoy en Guendel con mis amigas de la infancia, sino en Túnez donde aprendo, dando tumbos, a adaptarme a un nuevo entorno.

Los buenos de los peones echan abajo con gallardía paredes con el martillo neumático. Mi sueño pesado no resiste ese trato matinal y cotidiano. El propietario del lugar ha decidido reconstruir su casa. Los africanos recién llegados que trabajan en el nuevo banco y sus familias, estos energúmenos que somos, que llenan sus carritos en el supermercado de forma indecente, que van a recoger a sus hijos al colegio con un BMW, son los inquilinos potenciales. Poco importa que ya casi todos tengamos alojamiento y que el banco pueda dejar el dulce país de acogida de un año para otro. Inch Allah, que se empeñen los obreros en darle fuerte para abatir los muros demasiado decrépitos para nosotros, irá bien, inch Allah, ¡Dios es grande! Que alrededor no puedan dormir los recién nacidos, que vecinos enfermos estén agotados, que aúllen a la muerte los perros guardianes desde el despuntar del alba hasta el último fulgor del día, ¡poco importa! El vecino ha decidido echar abajo su casa. «¡Acaso hemos ido nosotros a sacar de sus casas a estos africanos! Para algo tienen que servir. Después de todo, se sienten a gusto aquí y se libran de la guerra que azota su país», piensan algunos, la mayoría de la gente del pueblo.

Una vez despierta, me doy un baño, rezo y me dedico a mis actividades. Dentro de un rato llamaré a Sowa. Necesita dormir y no hay que despertar a las mujeres embarazadas. Durante su sueño es cuando Dios perfecciona los miembros del niño que va a nacer. Por lo tanto no hay que interrumpirlo. ¿Cómo, Billy, no sabías que Sowa se había reunido con nosotros en Túnez? Se me había olvidado decírtelo, está esperando un feliz acontecimiento, digamos... ¡dos! Pero ¡chsss! ¡No se lo digas a nadie!

Alguien llama a la puerta. No se puede estar tranquilo. En ningún lugar la gente respeta la necesidad de calma de los escritores. Me asomo a la terraza para comprobar quién está allí antes de apretar, o no, el sistema de apertura del portal. Es el fontanero.

—Buenos días, señor, ¿qué hay?

Es tunecino y le hablo como si siguiera en Abiyán.

—Es radiador aquí, ¡hay que mirar!

—No, gracias, todo está bien.

—Frío llegará, señora, hay que comprobar grifos calentador…

—No gracias, próxima vez, Mohammed.

Lo he malacostumbrado, le pago todos los dinares que pide y vuelve con el menor pretexto. Cree que soy rica y que me puede desplumar, cuando la realidad es que todavía no me aclaro con la moneda local. No sé exactamente cuántos son once dinares traducidos a francos CFA, ni si es una estafa reclamarme tanto por cambiar, por ejemplo, un flotador de WC. El quídam de nombre ilustre permanece unos minutos, indeciso, y regresa a su estruendoso ciclomotor.