De camarera a princesa - Sharon Kendrick - E-Book

De camarera a princesa E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

De humilde camarera… …a esposa de un príncipe. Cathy está acostumbrada a hacer camas, ¡no a meterse en una con un príncipe! Pero el arrogante Xaviero impone una norma: después de que le haya enseñado a Cathy todo lo que sabe, su aventura concluirá. Cuando el rey de Zaffirinthos enferma, Xaviero se ve a obligado a asumir el rol de príncipe regente. Las voluptuosas curvas de la dócil Cathy siguen asolando sus sueños y decide ofrecer a la humilde doncella un trato muy especial, digno de un príncipe.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Sharon Kendrick

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

De camarera a princesa, n.º 1998 - julio 2022

Título original: The Prince’s Chambermaid

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-115-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DURANTE un momento, creyó haber oído mal. O eso, o se estaba volviendo loca debido a que sus tontos sueños de amor acababan de recibir un golpe mortal. Cathy, que estaba sustituyendo a la recepcionista durante su hora del almuerzo, miró a su jefe con incredulidad. Intentó no pensar en la carta arrugada que había al fondo de su bolso ni en el vapuleo que había sufrido su autoestima y que la había dejado sintiéndose herida y solitaria.

–Disculpa –se aclaró la garganta, preguntándose si le estaba tomando el pelo–. Por un segundo he creído que decías…

–¿Un príncipe? Lo he dicho –dijo Rupert con una mueca de superioridad, exagerando su acento inglés de clase alta. Hizo una pausa–. Un príncipe va a honrar nuestro hotel con su presencia. ¿Qué te parece eso, Cathy?

–¿Un príncipe? –repitió Cathy, incrédula.

–El príncipe Xaviero de Zaffirinthos –la miró con desdén–. Está claro que tú no habrás oído hablar de él.

Cathy se mordió la lengua. Que fuera una camarera de hotel sin más cualificaciones no implicaba que no pudiera reconocer el nombre de un miembro de la familia real inglesa, o incluso de un país extranjero. Sin embargo, Rupert, maldito fuera, tenía razón. Aunque procuraba estar al día en temas de actualidad leyendo periódicos y libros, Zaffirinthos parecía haber escapado a su radar.

–No –contestó–. La verdad es que no.

–Yo te informaré. Es el segundo en la línea dinástica de un reino insular, jugador de polo de fama mundial y amante de las mujeres bellas –Rupert hinchó el pecho–. De hecho, el huésped más importante que hemos tenido nunca.

Cathy estrechó los ojos, confusa porque algo no cuadraba. Ambos sabían que los huéspedes importantes eran escasos y no se prodigaban, a pesar de que muy cerca había un club de polo famoso y varios criaderos de caballos. Pero también había hoteles muy superiores al suyo. No podía imaginar por qué razón un príncipe elegiría alojarse en el suyo. Antes de convertirse en hotel había sido una elegante casa privada, cierto, pero la mala gestión de Rupert y la escasez de clientes habían tenido como consecuencia la decadencia del edificio y los jardines, y eso no resultaba atractivo para la gente importante.

–¿Por qué? Es decir, ¿por qué viene aquí?

La sonrisa de Rupert se desvaneció.

–El porqué no es asunto tuyo –ladró. Miró a su alrededor para comprobar que no había moros en la costa y se inclinó hacia ella. Era obvio que se moría de ganas de contarlo–. Bueno, no lo repitas, pero va a trasladarse aquí desde Nueva York y está a punto de completar la compra del Club de Polo Greenhill.

Cathy abrió los ojos de par en par. Pensó en la enorme y valiosa propiedad donde se encontraba el prestigioso club, que atraía a celebridades de todo el mundo durante la temporada de polo.

–Debe de valer una auténtica fortuna –dijo.

–Por una vez tienes razón, Cathy. Pero eso no será problema. Este hombre no sólo es un príncipe de sangre azul, además es impresionantemente rico –Rupert estrechó los ojos, calculador–. Por eso, habrá que hacer algunos cambios antes de que llegue con su séquito.

–¿Cambios? –preguntó ella, intentando ocultar su alarma. Llevaba suficiente tiempo trabajando para Rupert para intuir cuando se avecinaban problemas–. ¿Qué clase de cambios?

–Para empezar, vamos a tener que arreglar las zonas públicas para acomodar a un hombre de su calibre. Necesitarán una mano de pintura, en especial los aseos de la planta baja. He contratado a una empresa de decoración para que empiece a trabajar mañana a primera hora.

–¿Tan pronto? –Cathy lo miró, atónita.

–Sí, tan pronto. Dentro de un rato vendrá alguien a tomar medidas y tendrás que enseñárselo todo –afirmó Rupert–. El príncipe llega la semana que viene y hay mucho que hacer para estar a la altura de sus expectativas. Por lo visto, sólo utiliza sábanas de algodón egipcio y tendré que pedirlas a Londres. Ah, una cosa más.

La recorrió con la mirada de una forma que Cathy siempre había considerado ofensiva pero que había aprendido a ignorar, igual que otras muchas cosas. Ningún trabajo era perfecto.

–¿Qué? –preguntó con aprensión.

–Tendrás que hacer algo respecto a tu apariencia. Todo el personal necesita mejorar, pero tú más que nadie, Cathy.

Era una crítica que le había hecho más de una vez. Pero Cathy se conformaba con lavarse con agua y jabón y pasarse un cepillo por el rebelde cabello rubio. Era camarera de habitaciones y se levantaba demasiado temprano para perder el tiempo en tonterías; además, había sido criada por su tía abuela, una mujer firme que despreciaba el maquillaje y le había inculcado sus creencias.

Cathy odiaba que Rupert a veces le hiciera sentirse como media mujer. «Te critica porque le divierte hacerlo. Y porque no ha superado el hecho de que una vez lo rechazaras», pensó.

–¿Qué pasa con mi apariencia? –preguntó.

–¿De cuánto tiempo dispones para oírlo todo? –Rupert, burlón, se apartó el mechón de pelo que le caía sobre la frente–. El príncipe es un experto en cosas bellas, y más aún cuando se trata de mujeres. Aunque no espero un milagro, me gustaría que te esforzaras un poco mientras esté aquí. Algo de maquillaje estaría bien para empezar. Y recibirás un nuevo uniforme.

A la mayoría de las mujeres les habría gustado recibir un uniforme nuevo, pero Cathy vio algo en los ojos de Rupert que la inquietó. Empezó a sonrojarse, desde el cuello hasta el inicio de los senos, que siempre habían sido demasiado exuberantes para su delicada estructura ósea.

–Pero… –empezó.

–No hay «pero» que valga. Soy el jefe, Cathy. Lo que yo digo va a misa.

Cathy se mordió el labio y contempló a Rupert alejarse de la zona de recepción con su habitual aire melodramático.

Sabía que llevaba demasiado tiempo en ese trabajo y a veces se preguntaba si tendría el coraje de marcharse. Pero la familiaridad era un vínculo poderoso para las personas emocionalmente inseguras; además, era el único sitio en el que había trabajado

Había llegado a ese pueblo como huérfana para quedar al cuidado de su tía abuela, una soltera que no sabía cómo tratar a una niña desconsolada. Cathy había echado mucho de menos a sus padres y a menudo lloraba por las noches. Su tía abuela, aunque con buena intención, había sido muy estricta con ella, inculcándole las virtudes de llevar una vida sana, acostarse pronto y leer muchos libros.

Pero Cathy la había decepcionado en cierta medida. No era una niña con dotes académicas y no había destacado en nada excepto en clase de cocina y en su trabajo en el jardín de la escuela.

Cuando su tía abuela enfermó, Cathy la había cuidado con gusto, deseando compensar de alguna manera su bondad. Tras su muerte había experimentado la misma desgarradora sensación de soledad que había sentido con la de sus padres.

Había aceptado el trabajo como camarera de habitaciones en el hotel de Rupert como algo temporal, mientras decidía qué quería hacer con su vida. Había supuesto un refugio de los crueles golpes de la vida. Pero los días se habían convertido en meses, semanas y años, hasta que había conocido a Peter, un clérigo en prácticas. La amistad se había transformado en romance. Peter había sido su santuario; cuando le pidió que se casara con él, Cathy había aceptado. Veía ante sí un futuro sencillo y feliz, con un hombre recto que la amaba.

Al menos, eso había dicho. Peter había aceptado un trabajo en el norte y el plan era que se reuniera con él a fin de año. Pero el día anterior había llegado la carta que había destruido sus esperanzas y sueños. La carta que decía: Lo siento, Cathy, pero he conocido a otra mujer y está embarazada…

Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que sólo un leve movimiento la alertó de que alguien se acercaba al mostrador de recepción. Un hombre. Cathy se irguió y, automáticamente, forzó una sonrisa de bienvenida.

Y se quedó helada.

Fue uno de esos extraños momentos que ocurren una vez en la vida, con suerte. La sensación de ser absorbida por una mirada tan intensa que parecía estar devorándola.

Deslumbrada, contempló el par de ojos más asombrosos que había visto nunca. Ojos como el sol a media tarde, puro oro y calidez, pero con un matiz subyacente que era metálico y frío.

Cathy apretó los puños. No pudo evitar contemplar el resto de su rostro: rasgos arrogantes y altivos, que parecían tallados en una pieza de metal; labios curvados y llenos, burlones y sensuales, pero también duros y obstinados.

Tenía el cabello oscuro y fosco, la piel olivácea sonrojada y resplandeciente de salud y vitalidad, como si acabara de realizar un gran esfuerzo físico. Era alto y de espalda ancha, fuerte pero sin un gramo de grasa, como demostraba la camiseta que se pegaba a cada músculo y tendón. El torso se estrechaba hacia unas caderas estrechas y las piernas más largas que ella había visto en su vida. Unas piernas embutidas en unos vaqueros manchados de barro, tan desteñidos y viejos que se amoldaban a su carne como una segunda piel. Cathy tragó saliva. Tenía el corazón desbocado y la garganta cerrada como si alguien se la estuviera apretando.

–Me… me temo que no puede entrar aquí con ese aspecto, señor –se obligó a decir.

Xaviero la estudió, pero no con tanta atención como ella lo había estudiado a él. Había notado cómo oscurecían sus pupilas y sus labios se entreabrían con deseo inconsciente. Estaba acostumbrado a tener ese efecto en las mujeres, incluso cuando llegaba de una larga cabalgata, como era el caso. Su tartamudeo tampoco era inusual, aunque solía producirse cuando él estaba cumpliendo con sus deberes oficiales y la gente se dejaba apabullar por el protocolo del evento.

Lo más importante era que no lo había reconocido, eso seguro. Tras una vida de idolatría y halagos, era un experto en el anonimato y en calar a la gente que simulaba no reconocerlo.

Rápidamente, la miró de arriba abajo. Era rubia, diminuta, y tenía los pechos más magníficos que había visto en mucho tiempo. Ni siquiera la poco favorecedora bata blanca conseguía ocultar su firmeza. Parecían demasiado grandes para su estructura ósea, pero su ojo experto le hizo pensar que eran naturales.

–¿Con qué aspecto? –le preguntó.

A Cathy se le secó la boca. Hasta su voz era para morirse. Profunda y rica como la melaza, con un deje cautivador. Tenía un acento que no había oído nunca antes. Cada sílaba sonaba a poema.

«Por Dios, no seas idiota», pensó. «Que tu prometido te haya dejado no te obliga a comportarte como una vieja solterona ni a desear a hombres que no te mirarían dos veces».

Pero no pudo controlar el tronar de su corazón.

–Con aspecto… aspecto de… –no supo qué decir. Tenía aspecto peligroso, eso era. Pinta de ser un mujeriego empedernido que había dejado la moto aparcada afuera, y ella sabía bien lo que opinaba Rupert de alojar a moteros en su hotel. «Líbrate de él. Recomiéndale el motel del pueblo. Y hazlo rápido, para no seguir pareciendo tonta».

–Me temo que nuestros huéspedes deben ir correctamente vestidos, elegantes dentro de la informalidad –repitió rápidamente una de las directrices de Rupert. Vio que él curvaba los labios con sorna–. Es… es una de las normas.

Xaviero casi se echó a reír al oír la pomposa restricción, pero decidió aprovechar la oportunidad de divertirse un poco más.

–¿Una de las normas? –repitió, burlón–. Una norma muy anticuada, en mi opinión.

Cathy se atrevió a poner las manos sobre el mostrador y volverlas hacia arriba, con un gesto de impotencia. Ella estaba de acuerdo con él, pero Rupert seguía anclado en el pasado. Quería formalidad y ostentosos símbolos de riqueza, no a gente que entrara en su hotel con la ropa manchada de barro. Sin embargo, dada la escasez de clientes, le convendría pensárselo mejor.

–Lo siento –dijo con voz suave–. Pero no puedo hacer nada. La normativa es muy estricta.

–¿Ah, sí? –murmuró él, mirando sus ojos color aguamarina–. ¿Y no hacen ninguna… excepción?

Ella se preguntó cómo podía hacer que una pregunta sencilla sonara tan… tan… Con la boca seca, negó con la cabeza. Sin duda, la mayoría de la gente estaría encantada de hacer excepciones por él.

–Me temo que no. Ni siquiera por los clientes.

Alzó los hombros con gesto de disculpa y eso hizo que él se fijara en el movimiento de sus gloriosos senos. Inesperadamente, Xaviero sintió una punzada de lujuria. No había mayor tentación que una mujer que respondiera a él como hombre, en vez de como príncipe.

Apoyó un codo en el mostrador que los separaba y se inclinó hacia ella con una sonrisa de conspiración.

–¿Y qué harías si te dijera que no soy un cliente?

A Cathy le dio un vuelco el corazón. De cerca, exudaba una masculinidad tan pura que le estaba provocando un cortocircuito cerebral. No sabía qué le ocurría. Se esforzó por ordenar su mente. En realidad la respuesta no la había sorprendido, no parecía un huésped del hotel.

–Entonces… ¿no lo es?

–No –hizo una pausa mientras pensaba en quién le gustaría ser. En qué piel le gustaría meterse para contar con un breve momento de libertad absoluta. Era un juego que había practicado mucho de joven, cuando estudiaba en la universidad en Europa, y que había vuelto locos a sus guardaespaldas.

A Xaviero, príncipe Xaviero Vincente Xaius di Cesere de Zaffirinthos, le encantaba mantener el incógnito siempre que era posible. El anonimato era su bien más escaso y preciado. Le gustaba jugar a una vida que nunca sería suya durante más de unos minutos. Adoraba ser juzgado como cualquier otro hombre: por su apariencia, talante y forma de expresarse. Quería probar ese mundo en el que la química tenía más valor que el privilegio.

Daba igual que dos guardaespaldas armados lo esperaran afuera en un coche blindado y otros dos merodearan por los alrededores. Mientras esa mujer siguiera desconociendo su identidad, podía simular que era un hombre cualquiera.

–No, no soy un huésped –dijo, sincero.

De repente, Cathy comprendió la verdad y se preguntó cómo podía haber sido tan obtusa.

–¡Claro! Eres el pintor-decorador –sus labios se curvaron con una amplia sonrisa–. Has venido a medir los lavabos.

Xaviero estrechó los ojos ante esa indignante suposición, pero no podía culparla por hacerla. Estaba a punto de echarse a reír cuando ella se levantó de la silla; quedó cautivado por su lujurioso y pequeño cuerpo y la calidez de su sonrisa. No recordaba la última vez que alguien le había sonreído así o tratado como a un hombre en vez de como a un miembro de una de las casas reales más adineradas de Europa.

Cuando iba del club de polo al hangar donde lo esperaba su avión privado, había decidido hacer una parada. Aún sudoroso tras una larga cabalgata, había sentido curiosidad por ver el hotel antes de que lo acondicionaran para su visita oficial. Pero empezaba a pensar que tal vez una mano invisible y benévola lo había guiado allí para que una mujer de baja clase social, desconocedora de su identidad, despertara su instinto sexual más básico.

–Cierto –dijo, intentando ocultar otra oleada de lujuria–. He venido a medir los aseos.

–Bien. Rupert me ha dado instrucciones para que te lo enseñe todo.

Xaviero sonrió. No tendría que lidiar con el inglés esnob que le ponía los nervios de punta. El asunto mejoraba por momentos.

–Perfecto –dijo.

Cathy sintió que su corazón se saltaba un latido cuando él volvió a recorrerla con la mirada. Recordó la carta que tenía en el bolso y, aun así, supo que ningún hombre había conseguido que se sintiera como en ese momento. Ni siquiera Pete, ¡el hombre al que había creído amar lo suficiente como para casarse con él!

En su mente aleteó la idea de si lo que estaba sintiendo podría ser amor.

«Por Dios, Cathy. ¿Es que has perdido la cabeza? Acabas de conocerlo. No sabes nada de él. Es un desconocido que sabe bien lo atractivo que es. Y si va a trabajar aquí no puedes derretirte a sus pies cada vez que te lance una de esas curiosas y arrogantes miradas», se recriminó.

–Por favor, sígueme –le dijo con una sonrisa.

Xaviero intentó imaginarse cómo reaccionaría un pintor-decorador en esa situación. En especial, uno hechizado por la belleza de una mujer tan diminuta. Seguramente flirtearía un poco. Más aún después de cómo ella lo había mirado, igual que una gata hambrienta miraba un plato de comida. Se preguntó si estaría tan deseosa de sexo como él.

–Me encantará hacerlo –murmuró.

Cathy salió de detrás del mostrador e, inmediatamente, deseó no haberlo hecho. Estando junto a él se sentía expuesta, demasiado consciente de su altura y de su musculoso cuerpo. Sabía muy poco de hombres, pero hasta ella tenía claro que el aura sexual de ése tenía un nombre: peligro. Y en caso de peligro, lo mejor era poner distancia y mantenerla.

–Vamos –dijo.

–Hum. Sí –aceptó él con voz sensual.

Observó el seductor bamboleo de su cuerpo guiando el camino. Era realmente diminuta, como una Venus de bolsillo, y sus curvas conferían un gran atractivo a su trasero. Sabía, por ex novias que asistían a pases de moda internacionales, que la ropa quedaba mejor en mujeres como palos, sin pecho o caderas, pero acababa de comprender que ella era ese tipo de mujer que mejoraba desnuda.

Cathy intentaba andar con normalidad, cosa difícil cuando sentía esa mirada de oro clavada en su espalda. Decidió dejar los aseos para el final porque sería embarazoso tener que inclinarse para mostrarle la pintura cuarteada de detrás de las cisternas. Se detuvo ante unas puertas dobles, las empujó para abrirlas y entró en una gran sala de techos altos.

–Ésta es la sala formal, donde a veces los huéspedes toman el café después de cenar –dijo, animada–. No se ha utilizado mucho últimamente.

–Ya lo veo –comentó Xaviero, captando de un vistazo el aspecto general de abandono.

Los muebles estaban demasiado gastados para conferir un aspecto «chic y elegante», y la araña del techo tenía polvo de varios meses. Cathy notó que la miraba y, para su horror, vio una telaraña enorme en la parte inferior de la lámpara.

–Es… difícil de limpiar incluso con un plumero largo –se disculpó–. Lo haría yo, pero soy un poco pequeña.

–De eso no hay duda –los ojos dorados la miraron de pies a cabeza, deteniéndose en cada curva–. Y supongo que no eres la encargada de la limpieza, ¿verdad? –preguntó con voz seca.

–Eh, no. Soy… –lo miró preguntándose si lo que iba a decir haría que perdiera el interés–. Soy camarera del servicio de habitaciones.

Servicio de habitaciones. Xaviero estuvo a punto de gemir en voz alta, porque en su mente se dibujó una cama grande y suave con ella dentro, no haciéndola. Ese cuerpo voluptuoso cuerpo hundiéndose entre sábanas blancas, con él encima. Hacía años que no experimentaba una imagen erótica tan poderosa.

–¿En serio? –murmuró–. Debe de ser un trabajo muy interesante, ¿no?

Cathy, suspicaz, estrechó los ojos. Se preguntó si se estaba riendo de ella; su trabajo, aunque imprescindible, tenía estatus cero. Decidió concederle el beneficio de la duda.

–Bueno, tiene sus momentos –admitió con una sonrisa–. ¡No te creerías las cosas que se dejan los huéspedes a veces!

–¿Como qué?

–No puedo decirlo –apretó los labios con recato.

–Una camarera leal –murmuró él. Se rió.

–Discreción profesional –dijo ella–. Al menos es un trabajo que me da mucho tiempo libre.

–Supongo que eso tiene sus ventajas –contestó. Pensó que ella no le habría hablado con tanta naturalidad si hubiera sabido quién era en realidad.

–Sí –abrió la boca para hablarle del terreno que rodeaba al hotel, de todos los lugares secretos en los que era posible soñar despierto y del paraíso aromático que había creado en su propio y pequeño jardín, pero cambió de opinión.

«Vete antes de quedar como una tonta de nuevo. Un hombre acaba de abandonarte, será mejor que no asustes a otro».

–Mira, ya he perdido bastante tiempo hablando. Será mejor que te deje con tu trabajo –dijo, aunque no le había visto sacar el metro ni parecía llevar una libreta para tomar notas!

Xaviero la escrutó. Lo más sensato sería desvelar su identidad, pero últimamente no se sentía en absoluto sensato, sino imprudente y temerario. Y los últimos acontecimientos en su isla habían intensificado esa sensación.

Apretó los labios. Ya ni siquiera era su isla. Estaba bajo el dominio de su hermano mayor. En el momento en que habían coronado a Casimiro, Xaviero se había sentido como si ya no cumpliera ningún papel allí.

El año de luto oficial por su padre lo había dejado vacío por dentro; ésa era una de las razones de que estuviera allí. Quería dejar su ajetreada existencia neoyorquina por una vida nueva: iba a comprar uno de los clubs de polo más famosos del mundo y cumplir su sueño de crear una escuela de adiestramiento.

Contempló el rostro de la rubia, hechizado por su pálida belleza. Era tan diminuta, delicada y ligera que tenía la sensación de que podría levantarla con una mano, como un trofeo. Se preguntó si una mujer tan pequeña podría acomodar a un hombre tan grande como él.

Sintió que su temeridad se transmutaba en deseo, sorprendentemente intenso tras una larga ausencia de él. Miró sus labios y su tono rosado lo incitó aún más. Labios carnosos como pétalos hinchados por el rocío, que se entreabrían al mirarlo. Labios que pedían a gritos que los besara. Se preguntó si le dejaría hacerlo. Ninguna mujer se le había resistido porque no había mujer viva capaz de rechazar a un príncipe. Pero nunca había besado a una mujer desde el anonimato.