De la cárcel al hospital - José Ignacio Allevi - E-Book

De la cárcel al hospital E-Book

José Ignacio Allevi

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Este libro aborda la encrucijada de procesos que generaron preocupación disciplinar y un espacio clínico para abordar la locura en el litoral argentino durante la entreguerra (1920-1944). Con ese objetivo, Allevi reconstruye los escenarios materiales y académicos que permitieron problematizar la sinrazón en la ciudad de Rosario. En un contexto del afianzamiento de un campo psiquiátrico nacional e internacional, la investigación que nutre estas páginas estudia cómo se constituyó un espacio de ciencia legítimo para la psiquiatría en una de las ciudades más dinámicas del país a lo largo de dos décadas.  De este modo, invitamos a las lectoras y los lectores a recorrer el espectro de planos a partir de los cuales se construyó ex nihilo un campo psiquiátrico en Rosario: desde la apertura de un área psi en su casa de altos estudios, las instituciones que derivaron, la posición que esta logró en el mundo académico –nacional e internacional–, su diálogo con actores políticos, estatales y de la sociedad civil. Por último,De la cárcel al hospital se ocupa de investigar la recepción e implementación de los primeros tratamientos de shock en el Hospital de Alienados local. Así, busca retratar también de qué manera la configuración de ese espacio de saber, clínica y asistencia médica psi en Rosario resultó un capítulo más en una historia global de la psiquiatría como disciplina.  Se trata, en suma, de una obra de interés para todas y todos aquellos interesados en la conformación de espacios de atención médico-psiquiátrica y su materialidad inacabada, en las ideas y tratamientos que fundamentaban sus prácticas, en el lugar que éstos adquirieron dentro del Estado, en los orígenes de la circulación del ideario psicoanalítico o bien en un capítulo especial de la historia de la ciudad de Rosario y la provincia de Santa Fe.

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DE LA CÁRCEL AL HOSPITAL

Este libro aborda la encrucijada de procesos que generaron preocupación disciplinar y un espacio clínico para abordar la locura en el litoral argentino durante la entreguerra (1920-1944). Con ese objetivo, Allevi reconstruye los escenarios materiales y académicos que permitieron problematizar la sinrazón en la ciudad de Rosario. En un contexto del afianzamiento de un campo psiquiátrico nacional e internacional, la investigación que nutre estas páginas estudia cómo se constituyó un espacio de ciencia legítimo para la psiquiatría en una de las ciudades más dinámicas del país a lo largo de dos décadas.

De este modo, invitamos a las lectoras y los lectores a recorrer el espectro de planos a partir de los cuales se construyó ex nihilo un campo psiquiátrico en Rosario: desde la apertura de un área psi en su casa de altos estudios, las instituciones que derivaron, la posición que esta logró en el mundo académico –nacional e internacional–, su diálogo con actores políticos, estatales y de la sociedad civil. Por último, De la cárcel al hospital se ocupa de investigar la recepción e implementación de los primeros tratamientos de shock en el Hospital de Alienados local. Así, busca retratar también de qué manera la configuración de ese espacio de saber, clínica y asistencia médica psi en Rosario resultó un capítulo más en una historia global de la psiquiatría como disciplina.

Se trata, en suma, de una obra de interés para todas y todos aquellos interesados en la conformación de espacios de atención médico-psiquiátrica y su materialidad inacabada, en las ideas y tratamientos que fundamentaban sus prácticas, en el lugar que éstos adquirieron dentro del Estado, en los orígenes de la circulación del ideario psicoanalítico o bien en un capítulo especial de la historia de la ciudad de Rosario y la provincia de Santa Fe.

 

 

José Ignacio Allevi. Doctor en Historia y magíster en Ciencias Sociales, ambos por la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). Actualmente se desempeña como investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y como docente de Teoría Social en la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Rosario.

Su agenda de trabajo actual versa sobre la construcción de agencias estatales de salud pública en la provincia de Santa Fe durante la primera mitad del siglo XX y el impacto que sobre éstas tuvieron los organismos internacionales de salud de la época. Ha publicado en diversas revistas especializadas de su campo como Història Ciência Saùde – Manguinhos, Historia (Santiago), Trashumante, Asclepio, Anuario de Estudios Americanos o Revista de Indias, así como numerosos capítulos, entre ellos una entrada en The Palgrave Biographical Encyclopedia of Psychology in Latin America (2021). Realizó estancias de investigación posdoctoral en Alemania, Bélgica, España y Brasil. Dirige e integra proyectos de investigación relativos a la circulación de saberes expertos y su vínculo con el Estado en sus distintos niveles financiados por la UNR, el CONICET y la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica.

JOSÉ IGNACIO ALLEVI

DE LA CÁRCEL AL HOSPITAL

Una historia de la psiquiatría en la Argentina de entreguerra (Rosario, 1920-1944)

Colección CIUDADANÍA E INCLUSIÓNdirigida por Carolina Biernat y Karina Ramacciotti

Índice

CubiertaAcerca de este libroPortadaPrólogo. Mariano Ben PlotkinPresentaciónIntroducciónCapítulo 1. De la cárcel al hospital1. La ciudad de Rosario y las particularidades de su modernización2. Una universidad para el litoral, una facultad para medicina3. El higienismo mental y Lanfranco Ciampi4. Construir un hospital de alienados5. Una institución moderna: la Escuela de Niños Retardados de RosarioCapítulo 2. El Instituto de Psiquiatría de la Universidad y sus primeros años1. El proyecto del Instituto: discusión curricular y política disciplinar2. El Consejo Superior y la intervención de la Universidad3. La psiquis cuestionada4. Interferencias políticas y el siempre escaso presupuestoCapítulo 3. Legitimar una disciplina1. Los inicios del Instituto de Psiquiatría: sociabilidad y difusión de la ciencia2. La segunda época del Instituto: crecimiento y renovación3. ¿Un conflicto aislado?AnexoCapítulo 4. Fiebres, comas y convulsiones: terapias de shock en el Instituto de Psiquiatría1. Malaria, insulina y alcanfor: insumos biológicos para problemas psíquicos2. La anamnesis de un tratamiento3. Escasez de recursos, exceso de intenciones4. Endocrinología catalana en Rosario: nuevas preguntas a los shocks5. La administración de los pacientes y otros ejercicios de lectura6. Una nueva personalidadCapítulo 5. La psiquiatría en la centralización de la salud pública provincial1. La construcción de un consenso internacional en salud pública y sus correlatos locales durante la entreguerra2. En busca del Estado: los psiquiatras, el municipio y la provincia durante los primeros años 303. El Estado en busca de los expertos: la provincia y los psiquiatras durante la segunda mitad de la década de 19304. Iniciativas educativas para la infancia anormal en una provincia transformada5. Disputas técnicasA modo de cierreBibliografíaMás títulos de Editorial BiblosCréditos

Prólogo Mariano Ben Plotkin

Conicet/CIS-IDES, Untref

 

 

 

¿Cómo y desde dónde analizar la conformación de un campo profesional y un universo de saberes y prácticas específicos? ¿Cómo entrelazar los diversos niveles y escalas de análisis involucrados sin que la narrativa pierda coherencia? Sin dudas, estas preguntas no admiten una respuesta fácil. El presente libro es un ejemplo, a mi juicio exitoso, de dar respuesta a estos interrogantes de índole general, focalizando sobre un caso particular: la conformación del mundo “psi” vinculado a la institución universitaria en la ciudad de Rosario. Y en este sentido, este trabajo constituye un aporte interesante al conocimiento por al menos dos motivos: en primer lugar, porque se trata de una de las primeras investigaciones llevadas a cabo sobre el tema específico de la construcción de un campo psi desde la Universidad en Rosario en el que se abordan las ideas y las prácticas. Pero, en segundo lugar, y esto constituye a mi juicio su contribución más importante, precisamente porque construye un modelo de análisis que entrelaza las diversas y complejas dimensiones en juego en el proceso de construcción de un campo profesional y de saber.

“¿Cuán transparentes son las relaciones sociales que sostienen espacios académicos, lógicas institucionales, organismos estatales, saberes que circulan?”, se pregunta con sagacidad José Ignacio Allevi en la introducción de su libro. En los últimos años se ha desarrollado una historiografía vinculada a los saberes psi en la Argentina, al desarrollo del psicoanálisis y, como una especie de subtema, a la formación e identidad profesionales de los psicólogos. Aunque Antonio Gentile ha trabajado sobre estos temas en Rosario, y hay otros trabajos realizados para los casos de Córdoba, San Luis y otras provincias, lo cierto es que el grueso de la producción se ha concentrado (y focalizado) en la ciudad de Buenos Aires. Por lo tanto, el mero hecho de que Allevi haya fijado su atención en Rosario y no en la ciudad capital ya de por sí resulta un aporte valioso. El foco del libro no está puesto en el psicoanálisis ni en los psicólogos, sino en una temática que requiere la articulación de escalas de análisis a la vez mayores y menores que la utilizada por la gran mayoría de los trabajos mencionados. José Ignacio Allevi balancea el uso de estas escalas (y de los instrumentos metodológicos requeridos) con precisión. Escala menor, porque, en una primera mirada (que enseguida se revela engañosa) este libro se trataría de una historia institucional. Allevi nos guía (a veces de una manera demasiado prolija) por los vericuetos asociados con la creación de una serie de instituciones, en particular el Instituto de Psiquiatría y el Hospital de Alienados, vinculada a la recientemente creada Universidad Nacional del Litoral. Pero, aún en este nivel, el autor toma una perspectiva multidimensional, y en la historia que narra muestra con claridad lo intrincadamente entrelazados que se hallaban los desarrollos ocurridos a nivel provincial, nacional y aun municipal. En este sentido, no puede hablarse, como muestra Allevi, de una influencia unidireccional. Desarrollos políticos locales y nacionales estaban vinculados de una manera compleja que él analiza con habilidad. Empero, como señala, el universo de relaciones tampoco terminaba allí. La llegada de inmigrantes, sobre todo italianos y españoles, tuvo un impacto enorme en el desarrollo del campo psi en Rosario. En particular, la de Lanfranco Ciampi –discípulo del prestigioso psiquiatra italiano Sante de Sanctis y creador de la primera cátedra dedicada a la neuropsiquiatría infantil en la Argentina y, probablemente, en el mundo– y la de Juan Cuatrecasas. Las trayectorias de estos médicos extranjeros en la Argentina estuvieron íntimamente vinculadas a la del establecimiento de la psiquiatría (crecientemente biologizada) como una especialidad autónoma con legitimidad propia respecto de la neurología dentro del campo médico y a su relativa hegemonía respecto de la segunda como forma de entender y operar sobre las enfermedades mentales. Esta historia institucional que nos presenta Allevi es también una historia llena de tensiones provocadas por los avatares de la política argentina en todos sus niveles en un período que va desde el establecimiento del primer gobierno originado en el voto popular hasta los golpes de Estado que asolaron al país a partir de 1930, pasando por la llamada “década infame”.

Pero estas tensiones se originaban, también, en otros factores, tales como las perennes escaseces presupuestarias que muchas veces hacían colapsar (o, en el mejor de los casos, obligaban a reformular) programas y prácticas. Allevi no se limita a analizar las cuestiones puramente políticas e institucionales a nivel macro, sino que se introduce en el mundo de los choques de personalidades y celos profesionales (no siempre vinculados a visiones teóricas contrapuestas). En otras palabras, su análisis otorga un bienvenido lugar central en el proceso de construcción el campo psi a la agencia humana y a la contingencia, y esto constituye una contribución de gran valor. La historia que nos cuenta este libro está muy lejos de ser lineal, y está poblada de idas y vueltas, avances y retrocesos.

Pero, así como Allevi utiliza el microscopio como herramienta central para una parte de su análisis, a lo largo del libro también nos muestra que sabe usar (y muy bien) el telescopio. Esto es así porque sus análisis micro se complementan con miradas macro de procesos transnacionales. Este libro resulta muy informativo acerca de los desarrollos de las teorías y las prácticas psiquiátricas en los países “centrales” durante el período estudiado, al tiempo que analiza su recepción, reformulación y readaptación en un contexto doblemente periférico: periférico por tratarse de un país perteneciente al “sur global” y, dentro de él, por centrar la mirada sobre una ciudad del interior con características sociales y económicas muy particulares, discutidas por Allevi con solvencia. Sin embargo, si consideramos (como yo lo creo, y sospecho que Allevi también) que la historia de las ideas y las prácticas es indistinguible de las de sus múltiples apropiaciones, reformulaciones y contextos de recepción, entonces esta “doble marginalidad” adquiere otro sentido que merece ser discutido como implícitamente lo hace el autor.

Un caso particularmente revelador, analizado en profundidad en el libro, de la ubicación del “caso rosarino” dentro de una red transnacional que nos fuerza a reconsiderar críticamente la dualidad “centro-periferia” es el asociado a la introducción de la terapia de shock. En particular, aquella basada en la técnica del Cardiazol, inventada por el médico húngaro Laszlo von Meduna, con quien los psiquiatras rosarinos establecieron relaciones personales. Hay que mencionar que para Cuatrecasas y otros, la terapia de shock generaría las condiciones de posibilidad para la ulterior aplicación de tratamiento psicoterapéutico. El problema es que la implementación de esta forma de terapia en Rosario se veía limitada por el hecho de que la mayoría de los pacientes del hospital eran crónicos y, por lo tanto, considerados no curables (la aplicación de la terapia de shock en estos pacientes, sin embargo, señala Allevi, generó un campo de investigación novedoso). Pero, también, por restricciones presupuestarias y de otro tipo que dificultaban el acceso a la droga. En una de las secciones a mi juicio mejor logradas del libro, Allevi muestra las consecuencias (“negativas” y “positivas”) de esta escasez. Por un lado, la falta de medicamentos generó investigaciones (algunas con proyecciones internacionales, cuyos resultados fueron recogidos en los “países centrales”) sobre la utilización y el desarrollo de drogas alternativas. Pero, por otro lado, el estado de hacinamiento que se vivía en el hospital debido a la constante falta de camas obligó a resignificar uno de los elementos básicos vinculados a la noción de higiene mental como forma de entender el tratamiento de las enfermedades mentales: los consultorios externos.

El movimiento de higiene mental había nacido en Estados Unidos durante la segunda década del siglo XX y se difundió rápidamente por el mundo, en particular en América Latina. El movimiento se proponía mejorar las condiciones de tratamiento de los internados en los hospitales psiquiátricos, al tiempo que proponía medidas preventivas que evitaran las enfermedades mentales. También estableció la importancia de tratamientos ambulatorios en consultorios externos siempre que esto fuera posible, lo que contribuiría a “desestigmatizar” la enfermedad mental que, de esa manera, entraba en el universo general de enfermedades tratadas de esta manera. En Rosario, fueron estos consultorios externos los que tuvieron que ser adaptados para la administración de la terapia de shock entre aquellos pacientes agudos considerados recuperables, lo que abrió nuevos caminos para la experimentación. A estas cuestiones se sumaban, también, los problemas derivados de las presiones ejercidas por los laboratorios productores de las distintas drogas.

Finalmente, otra dimensión asimismo presente en este libro es la construcción de la psiquiatría como un saber de Estado, es decir, como forma de conocimiento constitutivo del Estado moderno. En efecto, la psiquiatría, como la criminología, determina sistemas de inclusión y exclusión que resultan funcionales (casi me atrevería a decir necesarios) para el desarrollo de ciertas capacidades estatales. Allevi muestra cómo esta percepción de la psiquiatría como saber de Estado fue evolucionando junto con el Estado mismo (en sus diferentes niveles) y con los desarrollos teóricos internos a la disciplina.

Por la solvencia con la que Allevi trata los temas, convirtiendo el caso rosarino en un verdadero “estudio de caso” para cuestiones mucho más amplias, mostrando las complejidades, las tensiones y los altibajos inherentes al proceso que se propone estudiar, creo que este es un libro necesario. Alguien dijo alguna vez que la historia, como la literatura, son géneros narrativos que sirven para hablar de otras cosas; la trama en sí resulta, en rigor de verdad, el componente menos relevante de una buena novela, como debería serlo de un buen libro de historia. Si esto es así, este libro resulta un excelente ejemplo de una investigación centrada en un caso particular, durante un período acotado de tiempo, pero que permite al autor hablar de procesos mucho más generales (y relevantes) que trascienden las fronteras nacionales y culturales.

Presentación

Como tantos eventos en nuestra propia historia personal, este libro es el resultado de la confluencia de múltiples factores. Su inicio, sin embargo, fue muy preciso. A mediados de 2010, cuando aún era estudiante de grado de la carrera de Historia en la Universidad Nacional del Litoral, obtuve una beca en su Programa de Historia y Memoria que me condujo a explorar numerosos registros archivísticos de la casa de altos estudios donde me formaba. Aunque mi tarea era reconstruir trayectorias de sus cuadros de gobierno desde sus inicios y hasta el comienzo del primer gobierno peronista, había logrado encontrar cierto entretenimiento mientras revisaba documentos sobre sus facultades y personalidades. En medio de esa dinámica que había construido para volver llevadero mi trabajo, una frase captó mi atención mientras leía atentamente los decretos, actas de consejo directivo y resoluciones publicadas en el Boletín de la Universidad: “Discursos en la inauguración de los nuevos pabellones del Hospital de Alienados”. Por alguna extraña razón –solo conocida por mi inconsciente–, sabía que volvería sobre esas páginas.

Al cabo de unos años, nuevas preguntas y documentos me permitieron recuperar una trama detrás de ese hospital que demostró incluir un espectro de actores, saberes y dinámicas difícilmente limitados a la ciudad de Rosario. Cuando finalicé mi licenciatura en Historia en marzo de 2013, con una beca doctoral del Conicet otorgada, inicié la investigación que alimenta estas páginas y cuyo resultado fue mi tesis de maestría y doctorado.

A poco de comenzar mi formación conocí a Analía Ravenna, directora de la especialización en Psiquiatría de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario. Sin este encuentro fortuito, mediado por Nicolás Cuaranta, no hubiera podido acceder a un espacio hasta ese entonces impensado por mí: la biblioteca donde los psiquiatras del hospital que estudiaba habían preservado un sinnúmero de “papeles” que retrataban la vida del nosocomio. No me resulta exagerado afirmar que la suerte estaba de mi lado. Ravenna había digitalizado meses atrás la colección completa de los boletines del Instituto de Psiquiatría, situación que sin dudas facilitó mi pedido por acceder a estos archivos.

No obstante, este invaluable hallazgo para mi investigación encerraba un desafío. La biblioteca carecía de todo registro o catálogo sobre los materiales allí guardados. Fue gracias a la confianza con la que me permitieron revisar esas vitrinas y recorrer sus anaqueles que pude transformar ese conjunto indistinto de anotaciones, cartas, notificaciones, propagandas, resoluciones administrativas y manuscritos en documentos que nutrieron mi investigación de una forma impensada.

En dicho camino, mis directores fueron un sostén indispensable. Marisa Miranda, siempre atenta a mis necesidades académicas, y mi querido Diego Roldán, con quien construimos un vínculo que (saludablemente) trasciende las fronteras académicas. Con su calma y lucidez historiadora, Diego no solo percibió siempre las tensiones que omitía en mis avances, sino que fue un apoyo clave para mí en cada paso que di en mi carrera. Una mención especial merece el acompañamiento de mi continuo y elegido director, Adrián Carbonetti, quien nunca dudó en acompañar todos los proyectos en los que decidí embarcarme desde el final de mis estudios de grado y el inicio de mi camino en el Conicet, allá por 2013. Nunca olvidaré, tampoco, que fue Beatriz Pallarés quien, muchos años atrás, me sugirió ese camino.

Debo mucho a mi formación de grado en la Universidad Nacional del Litoral, pero, al mismo tiempo, sostengo un enorme agradecimiento a la casa de altos estudios que me acogió cuando migré hacia la “gran ciudad” de mi provincia, Rosario. Su Facultad de Psicología fue un espacio que me enriqueció en muchos sentidos, en particular su cátedra de Teoría Social. Marisa Germain y el excelente equipo que la acompañaba me acogieron con una generosidad inusitada. Desde 2015, cuando ingresé como docente a este espacio, el cobijo inicial se tornó una relación entre colegas a quienes no solo aprecio en demasía, sino que además me enseñaron mucho sobre sociología, el ejercicio docente y la vida universitaria. Casi al unísono, mi ingreso a la Facultad me puso en contacto con otro grupo entrañable: el del Centro de Estudios Históricos del Psicoanálisis en la Argentina, que integro desde ese entonces. Ana Bloj y Soledad Cottone inauguraron y sostuvieron allí un espacio valioso para la reflexión histórica y la preservación documental que aún tiene mucho por aportar.

Mi breve paso por la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de dicha Universidad resultó igualmente fructífero para mi formación. La cátedra de Política Social I me dejó importantes reflexiones y hermosas personas, como Eva Benassi, Florencia Pisaroni y mi queridísima amiga Florencia Brizuela. El potente grupo del Programa de Estudios sobre Gubernamentalidad y Estado me nutrió con sus debates y su afecto. Con Melisa Campana, además, pudimos pensar proyectos más allá de las fronteras argentinas, y siempre le agradeceré haberme acercado tal desafío. Otro tanto corresponde a mi paso formativo por la cátedra de Historia Social Contemporánea, donde pude revisitar un período que me cautivó desde mi formación de grado de la mano de Natacha Bacolla, con quien tengo el placer de trabajar y seguir aprendiendo.

A lo largo de los congresos, los cursos, las defensas de tesis o los eventos académicos que transité durante mi formación doctoral y posdoctoral, muchos colegas me acercaron generosos comentarios sobre mi trabajo, permitiéndome replantear mis hipótesis y abrir nuevos interrogantes. En un resumen a todas luces injusto, debo un especial agradecimiento a Mariano Ben Plotkin, Ana Talak, Mauro Vallejo, Andrés Bisso, Pablo Scharagrodsky, Ricardo Campos, Fernando Ferrari, Hugo Klappenbach, Karina Ramacciotti, Jeremías Silva, Mauro Pasqualini, Ana Briolotti, Sebastián Benítez y Victoria Molinari. A ellos se suman dos entrañables personas que conocí durante mis estadías en el sur de Brasil, Beatriz Weber y mi querida Sandra Caponi, que con su afecto y calidez siempre acompañó mis iniciativas (y sus invitaciones) para fortalecer mi carrera.

Este libro es el resultado de una reescritura integral de la tesis que concluyó mis estudios en la maestría en Ciencias Sociales y el doctorado en Historia que cursé en la Universidad Nacional de La Plata. Esta notable institución no solo me formó en la investigación; al mismo tiempo me permitió conocer a un hermoso grupo cuya calidez y solidaridad hizo que mis viajes para cursar cobren otro sentido. Marda Zuluaga, Jennifer Ortiz y Amado Mariño me cobijaron en sus hogares y me enseñaron sobre Colombia y Cuba a través del café, la comida y las palabras. Del grupo de los argentinos, construimos con Lucia Coppa un afecto inquebrantable, potente y divertido.

Mi familia siempre apoyó mis decisiones y me demostró su orgullo por mis logros. Por eso –y por tanto más– estaré siempre agradecido con la mujer que tanto dejó de sí para que haya podido elegir estar donde estoy: Adriana, mi madre. Pero también con Blanca y Antonio, mis abuelos, y Claudio, mi tío. Mis pequeños núcleos de amigas y amigos son una pieza central en la alegría de mis días. Por todo lo que convocan en mí, no puedo sino estar agradecido con Adriel, Emma, Román, Lisandro, Vicky, Juan Diego, Manu, Andrea, Flori y Tomi, a quienes elijo a diario.

Introducción

La imagen verdadera del pasado pasa fugazmente. Solo el pasado puede ser retenido como imagen que fulgura, sin volver a ser vista jamás, en el instante de su cognoscibilidad […] Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “como verdaderamente ha sido”. Significa adueñarse de un recuerdo tal como fulgura en un instante de peligro.

Walter Benjamin, Conceptos sobre filosofía de la historia

 

Corría octubre de 1894 cuando Pedro Falcan, jefe de policía en la capital de la provincia de Santa Fe, elevaba un preocupado informe al ministro de Gobierno. En este detallaba la frecuencia con que individuos “atacados de enajenación mental” terminaban en las dependencias policiales. Según afirmaba, esta recurrencia respondía al rechazo generalizado que la sociedad toda brindaba a estos ciudadanos. Incluso en los espacios administrados por las asociaciones de beneficencia local, que a pesar de haber tenido “el deber de atender a estos enfermos, no solo no se preocupan de ellos, sino que cuando algún caso se presenta se desentienden de él, y rechazan al enfermo de sus hospicios”.1

Surgidos como iniciativa civil amparada por el Estado para dar respuesta a los cada vez más frecuentes problemas de salud de una población en rápido aumento, la experiencia de Falcan indicaba que los hospitales de caridad no habían derivado en mayores beneficios para la población. Si esto respondía en parte a su carencia de especialidades y personal capacitado para este tipo de pacientes, el comisario entendía, a su vez, que esta situación se debía más a la exigua voluntad de estas damas antes que a razones económicas. En efecto, percibían cuantiosos fondos de parte de la lotería provincial y aparentemente no estaban dispuestas a desembolsarlos, “faltando naturalmente a la misión que les está confiada por el público y engañando a este”. Distinta era su opinión, no obstante, sobre el desempeño de los municipios en la gestión de los nosocomios. Pero lo cierto en ambos casos era que los resultados no variaban de una institución a otra.

Frente a este delicado e irresuelto panorama, las posibilidades reales de contención de estos sujetos se limitaban notoriamente. Allí radicaba, pues, la preocupación de este consternado funcionario, dado que la institución policial se veía en el deber “ineludible” de encarcelarlos cuando eran remitidos. En esta dirección, apeló al ministro aludiendo a la precariedad de las celdas locales, “el estado lamentable en que estas se encuentran, y podrá por ello comprender perfectamente bien que la situación de aquellos no es nada alhagüeña [sic] y que en nada les favorece, por el contrario, se agrava tal vez su estado”. Ante un problema urgente que solo este agente policial parecía percibir, proponía que se remitiesen los fondos de la beneficencia local hacia los hospitales de alienados de la Capital Federal, para que entonces recibiesen a los pacientes que la provincia enviaría en un futuro.

El expediente iniciado por Falcan fue archivado al cabo de dos años, luego de que el ministro manifestase que se habían tomado medidas al respecto. Difícilmente las damas de la élite local hayan sido privadas de sus fondos. No obstante, la voz que este agente del orden alzó en nombre de las “locas” y los “locos” nos muestra, por una parte, el estatuto que ocupaban como miembros de una sociedad cuando su condición no podía ocultarse tras las puertas de la propiedad familiar. Pero, en segundo orden, su clamor también expone que el padecimiento mental, aun en sociedades en plena modernización a finales del siglo XIX, no constituía un apremio notorio para las autoridades de una de las provincias más dinámicas del país.

En rigor de verdad, posar la atención sobre este acontecimiento aislado puede conducirnos a una reflexión de más largo aliento, referida al complejo y extenso proceso que transformó el mundo luego de la “doble revolución”, industrial y francesa (Hobsbawm, 2007). La expansión del capitalismo como sistema junto a la consolidación del liberalismo como cosmovisión legítima para regir el funcionamiento de la economía, el Estado y su propuesta de individuación bajo la figura del sujeto del intercambio (el clásico homo oeconomicus) trajeron aparejadas una miríada de transformaciones materiales y subjetivas a las sociedades occidentales (Foucault, 2007). Junto a la mutación del espacio urbano al calor de las transformaciones productivas y un desigual proceso de modernización, comenzó a afirmarse lentamente una forma de subjetivación que recuperaba los debates que el liberalismo sostenía desde el siglo XVII. Esto es, la de un individuo cuya autonomía residía en su condición de propietario (Castel, 2010). Si esta figura permitía en parte romper con las dependencias que estructuraban previamente a los sujetos –fundamentalmente religiosas–, al mismo tiempo excluía de dicha categoría a todos aquellos desposeídos durante el proceso de conformación de la propiedad privada, que Karl Marx (2009 [1844], 2015 [1859]) iluminó con perspicacia. La movilización de la población expulsada del campo hacia las grandes ciudades que concentraban mano de obra impuso transformaciones significativas en dicho espacio. Junto a las realidades laborales de explotación que se instalaban como norma, el deterioro de las condiciones de vida de la población asalariada fue veloz y sostenido. Fue solo cuando las élites se vieron afectadas por este fenómeno cuando adquirió el cariz de preocupación pública, dando lugar a su problematización como cuestión social y transformándola en el foco de sus acciones de gobierno (Castel, 1997).

Con relación a esto último, va de suyo que el mundo de las ideas acompañó el fragor de estas mutaciones estructurales, aunque aquí nos interesa un recorte de su espectro. Cuando el Renacimiento introdujo un consenso a nivel occidental sobre la primacía de la razón del hombre, permitió desplazar la conceptualización de su “ausencia” desde la posesión demoníaca hacia la noción de locura (Foucault, 2012a). Resultaría un anacronismo descabellado, claro está, asociar esta lenta metamorfosis intelectual al inicio de una intervención sistemática sobre los sujetos nominados de esta manera. Sin ánimos de romantizar el tiempo pasado, las “locas” y los “locos” siguieron existiendo mayormente en libertad, transitando y habitando las calles junto al resto de sus vecinos, casi como un elemento pintoresco de cada poblado.

Sin embargo, la radicalidad de la doble revolución fue arrasadora en todo sentido. A lo largo del siglo XIX, la medicina con su modelo clínico y la psiquiatría con su teoría de la degeneración ofrecieron lentes y pautas de acción para leer al tiempo que gestionar los antagonismos sociales que el sistema generaba, expandiendo sus objetos de intervención hacia la sociedad toda:

 

[E]l siglo XVIII restituyó al enfermo mental su naturaleza humana, pero el siglo XIX lo privó de los derechos y del ejercicio de los derechos derivados de esta naturaleza. Ha hecho de él un “enajenado” puesto que transmite a otros el conjunto de capacidades que la sociedad reconoce y confiere a todo ciudadano. (Foucault, 1984: 93)

 

Como Robert Castel (2009) afirmó a fines de la década 1970 para el caso francés –prototípico en el nacimiento de la psiquiatría moderna–, a pesar de representar un problema menor y cuasi irrisorio, el fenómeno de la locura tensionaba profundamente el nuevo orden social y jurídico emergente de la sociedad contractual burguesa. Si la justicia y la administración decimonónicas no terminaban de resolver esta cuestión, fue la apelación a un saber “experto” la que permitió no solo dar respuestas, sino articular ambos dispositivos. Fue, entonces, la medicalización de la locura lo que permitió el funcionamiento general del derecho y las instituciones liberales, generando un nuevo estatuto de tutela. La civilización europea occidental instituyó, así, un criterio de normalización como forma de inteligibilidad social, depositando en un saber específico dicha potestad. Así, nuevas esferas de la vida fueron problematizadas sistemáticamente, donde todo elemento disruptivo a este orden, amparado ahora en el saber “científico”, comenzó a leerse en clave de una amenaza, frente a la cual era preciso intervenir (Foucault, 2000, 2010, 2011, 2012b).

Por encima del carácter disciplinario que estos análisis observaron en la naciente psiquiatría, esta tenía, a su vez, otras funciones y expectativas disciplinares, vinculadas al orden terapéutico y científico. No obstante, lo cierto es que a lo largo del siglo XIX y durante las primeras dos décadas del XX, la ausencia de terapias efectivas definió implícitamente el rol de estos expertos como meros agentes de policía interna en las instituciones en que se desempeñaban. En esa dirección, en sus intentos por constituirse como un discurso científico y próximo al campo médico en cuanto a sus pretensiones de cura se destacan dos grandes movimientos.

El primero fue de corte nosográfico o clasificatorio, vinculado al modelo médico clínico, cuyo norte era la descripción de una serie de enfermedades junto a sus síntomas, diagnósticos y posible evolución. Atravesada por el desarrollo de la “meta” teoría de la degeneración propuesta por Benedict Auguste Morel y perfeccionada por Vincent Magnan (Caponi, 2011), semejante empresa taxonómica alcanzó su cénit con la obra del alemán Emil Kraepelin. Una segunda orientación transitó por el sendero anatomopatológico, en busca de un posible sustrato orgánico y etiológico de la locura. Algunos autores entienden que fue recién hacia 1980 –al menos para el caso norteamericano– cuando la psiquiatría consiguió localizar biológicamente su objeto a partir del avance del diagnóstico por imágenes (Harrington, 2019). Esta postura, atinada si se adopta el punto de vista de los especialistas, encuentra distintas respuestas si se desplaza el foco hacia otros momentos en la historia disciplinar.

La vinculación de la insania con su posición cerebral era la garantía “material” de la psiquiatría, dando lugar a un movimiento organicista que, en su desconocimiento generalizado, descubrió una excepción a inicios del siglo XX: la parálisis general, producto de la afectación cerebral que la treponema causante de la sífilis provocaba en su etapa terciaria. Aunque poco se conocía de tal enfermedad, esta consecuencia se tornó el prototipo de enfermedad mental con origen biológico establecido. Es preciso recordar que, en cuanto integrante del campo médico general, la psiquiatría era la única de sus ramas que no disponía de medios para “curar”. Los tratamientos que implementó –e implementa– fueron el resultado de ensayos cuyo punto de partida no era la etiología de las enfermedades que la ocupan, sino las formas de abordarla. Este empirismo terapéutico (Missa, 2006) que caracteriza a la psiquiatría se ancla en una tensión irresoluble. El objeto que sostiene su razón de ser –la locura– es elusivo e ilocalizable. La cura de la insania es, en sí misma, una promesa que contiene su propia negación.

Si volvemos el foco hacia la Argentina, podemos ubicar el desarrollo de estos procesos globales hacia el último tercio del siglo XIX, en especial si partimos de la temporalidad usualmente atribuida a la estabilización de una estatalidad de corte “nacional”, luego de la masacre encabezada por Julio Argentino Roca en la “campaña del desierto” hacia 1880 y la unificación del territorio (Oszlak, 1997). Valerse solo de estos acontecimientos resulta insuficiente para pensar un proceso tan complejo como el de conformación, legitimación y percepción social de un Estado (Bohoslavsky y Soprano, 2010). No obstante, cierto es que, tras varias décadas de arribos inmigratorios y complejización del tejido social, un conjunto extenso de saberes ofreció posibles abordajes a una cuestión social cada vez más apremiante, deviniendo experticias estatales. Como sabemos, con el advenimiento de la bacteriología moderna, los médicos fueron actores privilegiados en este proceso por su flexibilidad a la hora de articular sus conocimientos con campos tan diversos como el educativo, el criminológico y, por supuesto, el saber par excellence a la hora de sanear el espacio urbano, organizar viviendas y velar por la salud de población: el higienismo (González Leandri, 1999; Zimmermann, 1995; Suriano, 2000).

Con todo, la historiografía de la última década evidenció los límites en el supuesto alcance “nacional” de estas instituciones de control más allá de sus proclamas discursivas. Siendo la Capital Federal –y, en ocasiones, la ciudad de La Plata– donde se concentraba su radio de acción, difícilmente podría afirmarse que el proceso de medicalización había dado sus frutos. Por caso, las provincias de los por entonces Territorios Nacionales contaban solo con un puñado de médicos enviados por el Departamento Nacional de Higiene (Bohoslavsky y Di Liscia, 2008).

En 1920, José Ingenieros publicaba un artículo titulado “Los asilos para alienados en la Argentina” en la reconocida Revista de Criminología, Psiquiatría y Medicina Legal que él mismo había fundado a inicios del siglo. Allí, recorría históricamente la conformación de las ocho instituciones más destacadas de atención a los desequilibrios psíquicos hasta la fecha. En detalle, los más antiguos eran el Hospital Nacional de Alienadas y el Hospicio de las Mercedes, ambos en Capital Federal y que alojaban la mayor cantidad de pacientes, superando ampliamente el millar. Se agregaban a estos tres asilos-colonias distribuidos en la provincia de Buenos Aires: el José A. Estéves (Lomas de Zamora), la colonia Open Door “Domingo Cabred” (Luján) y el Hospital Melchor Romero (La Plata), igualmente sobrepoblados. Por fuera de la ciudad y la provincia más poderosas del país, Córdoba contaba con el Hospital Nacional de Alienados y su multitudinaria colonia en la localidad de Oliva. En su listado, Ingenieros (1920: 129-156) adicionaba también las cárceles nacionales y provinciales, junto a siete sanatorios privados, y una última institución de ínfima incidencia, que veremos enseguida. Como podemos observar, resultaría una afirmación por lo pronto ligera que la atención de la locura en la Argentina “moderna” era eficiente o efectiva: todos los pacientes del interior –exceptuando Córdoba– debían ser remitidos a las instituciones porteñas para su hospitalización, y solo en caso de que estas dispusiesen de camas.

Si retornamos al testimonio del comisario Falcan con que iniciamos este apartado, veremos que la provincia de Santa Fe, incluso su polo más pujante –Rosario–, no había avanzado demasiado. Hacia 1920, la ciudad puerto que secundaba a Buenos Aires en expansión económica y poblacional aún depositaba a sus locos en la cárcel local, a pesar de la constante denuncia, ejercida por los médicos y los interesados por el tema, de mayor presencia pública.

Esto no quiere decir que no hayan existido iniciativas al respecto. La primera de ellas, reconocida por Ingenieros, provino de la Sociedad de Beneficencia rosarina, que desde 1889 sostenía el Asilo de Dementes y Mendigos, de limitada capacidad, y cuya ampliación había sido financiada por el municipio tras diez años de funcionamiento.2 Al despuntar el siglo XX, algunas iniciativas discutidas en su Concejo Deliberante procuraron atender de alguna forma el esquivo problema de las alienadas y los alienados. Así, en 1906 los ediles facultaron al Ejecutivo a licitar cuatro pabellones destinados a tal fin en la Casa de Aislamiento de la ciudad –actual Hospital Carrasco–, que quedaron inconclusos.3 A principios de 1912, algo similar se intentó en el Hospital Rosario, también dependiente del municipio, donde se requirieron planos y presupuestos para una sección de sesenta camas para la asistencia de hombres alienados.4 Sin embargo, las obras tampoco se llevaron a cabo. Distinto era el caso para las familias de mayores recursos, que contaban con el Instituto Neuropático creado en 1916 por el reconocido neurólogo local Teodoro Fracassi, única institución privada de la ciudad especializada en afecciones mentales.

Aunque fallidos, no es un dato menor que estos intentos hayan fungido del municipio fenicio, que desde el último tercio del siglo XIX se constituyó en un ámbito de activa intervención social, con fuerte impronta higienista (Campana, 2012). Desafiando la clásica división del liberalismo alberdiano que les asignaba la función de mera “administración”, la intendencia rosarina supo desplegar una importante agencia sanitaria e infraestructura hospitalaria propia que contrastaba con el limitado accionar del Consejo de Higiene provincial o del Departamento Nacional de Higiene (Allevi, 2018b; Allevi y Roldán, 2021).

Coyunturas, contingencias y una torsión del destino

Con todo, algo cambió radicalmente hacia 1920. Una confluencia de coyunturas abiertas entre el Centenario de la Revolución de Mayo, el final de la Primera Guerra Mundial, el impacto de la Revolución Rusa y la Reforma Universitaria generó condiciones de posibilidad para encarar de otra manera la sinrazón de la población santafesina. Este libro se propone iluminar ese proceso y sus derivas durante la entreguerra. En este sentido, nos aventuraremos a reconstruir los escenarios materiales y académicos que permitieron problematizar la locura bajo un régimen de verdad específico. Nos ocuparemos, así, de la constitución de un espacio de ciencia legítimo para la psiquiatría en una de las ciudades más dinámicas del país a lo largo de poco más de dos décadas (1920-1944), en el marco del afianzamiento de un campo psiquiátrico nacional e internacional de entreguerra.

Con ese fin, ubicaremos la lente en una serie de núcleos funcionales suscitados en Rosario con la creación de la Universidad Nacional del Litoral y su Facultad de Ciencias Médicas, a partir de los cuales podremos observar la emergencia de un ámbito disciplinar psi, y los conflictos que ello detonó en la comunidad galénica local. De este modo, invitamos a las lectoras y los lectores a recorrer históricamente la construcción ex nihilo de un campo psiquiátrico en Rosario, pensado como resultado de múltiples intersecciones: desde la apertura de un área psi en su casa de altos estudios y las instituciones que tuvo a su cargo, la posición que esta logró en la academia –nacional e internacional–, su diálogo con actores políticos, estatales y de la sociedad civil, y la manera en que procesos globales se articularon en este espacio local.

Este libro busca, además, retratar de qué manera la configuración de ese espacio de saber, clínica y asistencia médica en Rosario resultó un capítulo más en una historia global de la psiquiatría como disciplina. Esta forma de aproximarnos a nuestro objeto implica reconocer la importancia de los entrelazamientos entre actores, ideas y espacios cuya lógica trascendía la escala meramente local o nacional (Conrad, 2016). Al mismo tiempo, un enfoque de este tipo permite iluminar la manera en que la articulación de estos elementos en Rosario repercutió sobre tales procesos de alcance planetario. Se trata, entonces, de comprender la importancia de la escala local como ámbito de implementación, transformación y aporte a los procesos globales (De Vito, 2019; Torre, 2018).

Ahora bien, ¿no existía acaso un campo psiquiátrico en la Argentina hacia el primer cuarto del siglo XX? Si nos remitimos a la definición de campo propuesta por Pierre Bourdieu (1990, 1993, 1997), difícilmente podríamos afirmarlo. En efecto, si este constituye un espacio estructurado de posiciones donde los agentes involucrados –distribuidos por su acumulación de capital específico– disputan algo que está en juego y que perciben como valioso, una pregunta resulta inevitable: ¿qué reunía a un conjunto tan variado como médicos, abogados, educadores? ¿Qué interés común compartían psiquiatras, criminólogos, higienistas, eugenistas? Sin temor a equivocarnos, tres elementos operaban como points de capiton en este agregado de expertos: la teoría de la degeneración, la circulación del evolucionismo y un temprano discurso eugénico. Así, la vaguedad de la primera se articulaba con la ilusión de progreso encarnada por la segunda y la potencialidad que encerraba el mejoramiento de la raza. Todo ello en un marco de confluencia de dos procesos globales. Por un lado, la generación de relatos, emociones y expectativas raciales en la construcción de los modernos nacionalismos (Hobsbawm, 1992; Devoto, 2002), junto a una cuestión social cuyos efectos despertaban reacciones cada vez más virulentas, y ante los cuales la Revolución rusa y el socialismo comunista demostraron su capacidad de movilización.

Los datos que José Ingenieros brindaba para 1920 nos muestran que, mientras el activo movimiento intelectual alrededor de estos tópicos se plasmaba en sociedades, revistas, cátedras y congresos (Talak, 2005, 2010; Mailhe, 2014), la dimensión que el problema adoptaba en estas últimas no se traducía en acciones estatales. Junto a ello, frente a la progresiva diferenciación de especialidades que atravesaba a la medicina como disciplina, el espectro psi aún no contaba con una esfera de preocupaciones autónoma y diferenciable de áreas como la neurología, la puericultura o la higiene social, entre otras.

Este panorama señala la relevancia académica y política de historizar la conformación de un ámbito psiquiátrico. Si la experiencia porteña muestra un dinamismo “alentador” de este último, su construcción no fue unívoca en la Argentina, ya que cada región canalizó allí sus particularidades, sea por sus características socioeconómicas o por el desarrollo de sus instituciones médicas, educativas o judiciales. Solo podremos alcanzar una imagen más completa si observamos un espacio y tiempo determinados.

¿Por qué, entonces, Santa Fe y, particularmente, Rosario? A diferencia del resto de ciudades pujantes del país, como Buenos Aires, Córdoba o La Plata, la urbe portuaria es la que mayores –y más rápidos– cambios atravesó durante la segunda mitad del siglo XIX. La inserción de la Argentina a la división del trabajo del mercado mundial redefinió la fisonomía material y social rosarina: de ser una pequeña villa ladera del río Paraná, entre 1851 y 1895 su población aumentó de 3.000 a 90.000 habitantes, es decir, 300% en cuarenta años. Hacia 1914, la ciudad contabilizaba 220.000 habitantes, de los cuales más del 45% eran extranjeros y 11% migrantes internos (Roldán, 2013). Semejante crecimiento respondía a su posición estratégica a la vera de la segunda vía hídrica más importante del país. Luego del puerto de Buenos Aires, Rosario concentraba –para nunca dejar de hacerlo– la mayor comercialización del caudal productivo de la región central del país.

Aunque ambas compartían su condición portuaria, las diferencias que existían en materia de atención y enseñanza psi entre la Capital Federal y Rosario eran sustanciales. Buenos Aires no solo concentraba ingentes recursos económicos sino también instituciones dependientes de la gestión federal que complementaban las existentes de orden municipal, mutual o benéfico. La existencia de instituciones corporativas de peso en la estructuración del campo médico, creadas durante el último cuarto del siglo XIX en estrecha articulación con la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires y sus hospitales, era una característica que el caso rosarino solo alcanzaría durante las primeras décadas del siglo XX. No obstante, si ello brindaba un marco en apariencia más robusto para el desarrollo disciplinar de la psiquiatría, resultó al mismo tiempo un condicionante cuando sus cultores procuraron diferenciarse tanto del alienismo como de la neurología durante la década de 1920.

A decir verdad, la ciudad compartía con La Plata su creación reciente, por haber surgido ambas prácticamente desde cero durante la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, dos elementos las diferencian notablemente. El primero de ellos, su motor inicial. Si la capital de la provincia de Buenos Aires resultó una creación del Estado, Rosario, en cambio, fue una creación del mercado. La segunda diferencia refiere a su estatuto político: la ciudad portuaria es la única del país que reunía dinamismo socioeconómico y cultural sin ser capital de provincia o nacional. Esto marcará una pauta más que específica en las atribuciones de gobierno que el municipio adoptó rápidamente para afrontar la cuestión social local.

A esta lista de contrastes resta agregar un elemento: en los centros urbanos mencionados existían tradiciones universitarias de distinto tipo: colonial, en el caso cordobés, decimonónica y moderna en el porteño y, despuntando el siglo XX, surgida al calor de los “liberales reformistas” en el caso platense. En Rosario, en cambio, la construcción de una tradición académica se nutría de instituciones y corporaciones locales tan recientes como la propia ciudad, como eran los colegios nacionales, su Círculo Médico, o bien la Universidad Provincial de Santa Fe, cuyas sedes se ubicaban en la capital provincial. Fue la Reforma universitaria de 1918 la que institucionalizó este dinamismo y dotó a la provincia de casas de altos estudios nacionales. La primicia que representaba la novel Universidad del Litoral, tanto en sus fundamentos como por nacionalizar prácticas previas, abrió al mismo tiempo la posibilidad para que emergiera un área psiquiátrica de corte muy distinto de la ocurrido en las otras casas de altos estudios médicos del país. En su “atraso” relativo respecto de lo sucedido en la Capital Federal, la inauguración del Hospital de Alienados de Rosario durante la segunda mitad de la década aparejó novedades significativas.

Así, la creación de su Facultad de Ciencias Médicas constituye el inicio temporal de nuestra pesquisa. Si bien este hito constituyó el punto de llegada de una miríada de acciones y prácticas previas con fuerte enraizamiento en la sociedad rosarina, representó también el momento en que se concretaba formalmente una casa de altos estudios médicos, cuyo delegado organizador fue Antonio Agudo Ávila. Fue este alienista el responsable de impulsar la especialidad psi en la formación, atención e investigación médica rosarina. El punto de clausura de esta investigación se ubica en 1944, cuando los signos de constitución de un campo psiquiátrico local resultaron evidentes, como veremos a lo largo del libro.

Posar la lente, agudizar la lectura

¿Cuán transparentes son las relaciones sociales que sostienen espacios académicos, lógicas institucionales, organismos estatales, saberes que circulan? Para pensar en la construcción de una de las psiquiatrías de la Argentina, nos proponemos reconstruir una cartografía de vínculos, instituciones, saberes y prácticas relativas a lo psiquiátrico tejidas en esferas muy disímiles tanto en sus reglas como en su funcionamiento. Al recuperar estos encadenamientos, nos interesa exponer la contingencia y la variedad de factores extradisciplinares involucrados en la construcción y el sostenimiento de una posición para la psiquiatría en Rosario. La red resultante movilizó agentes y recursos de distinto tipo, y osciló entre un vasto abanico de posibilidades: desde la concreción y administración de instituciones propias, el sostenimiento de cátedras universitarias, su posicionamiento en redes académicas y la gestión de una dinámica institucional autónoma, hasta su apelación en distintos niveles estatales por espacios de actuación.

En este libro entenderemos la ciencia no como una actividad dada, sino como una práctica fortuita y en permanente construcción, en la cual coyunturalmente decantan discursos, saberes, prácticas y lógicas institucionales de duración variable. Si esos discursos implican distintos saberes, su formalización académica puede transformarlos en disciplinas. El nexo entre ambas conforma y delimita ámbitos de cultura científica que, de acuerdo con su sistematización y estabilización de estructuras y lógicas propias, pueden dar lugar a un campo científico. Como ya mencionamos, a pesar de su extensión y pregnancia en el discurso público, las disciplinas preocupadas por lo psíquico en la Argentina no contaban con un estatuto de ciencia legítimo, a diferencia de otros ámbitos del saber biomédico. Si Michel Foucault (2010) planteaba que esta debilidad era su clave para amalgamarse y extender su influencia a un conjunto de instituciones, esta nos permitirá observar la constitución y el fortalecimiento de un colectivo científico en su “grado cero” en Rosario a partir del espacio de ciencia que funcionó como su basamento.

Al enfocar nuestro trabajo bajo esta lente, nos atraviesan interrogantes epistemológicos en torno a dos cuestiones: la espacialidad y la relación social.

En cuanto al primer término, el desarrollo de las culturas científicas no acontece de manera autónoma a las topografías sociopolíticas que las habilitan. La producción de conocimiento se encuentra atravesada por relaciones de poder que, en su despliegue, configuran geografías de la ciencia que estructuran cada campo de saber, involucrando criterios de legitimidad, prácticas de acceso al conocimiento y, en suma, la producción de espacios científicos ubicuos (Livingstone, 2003). Sin embargo, es posible desplazar el foco del problema del saber producido hacia el de las prácticas, las locaciones y arquitecturas donde la investigación científica se materializa (Henke y Gyerin, 2008). Atender a la espacialidad y lo local como sustrato de tales circuitos de intercambio constituye una vía para problematizar la recepción como operación activa y crítica, vinculada a los ejercicios específicos de lectura de los agentes, así como a las condiciones materiales que encuentran y que determinan sus prácticas (Salvatore, 2007). La espacialidad gana relevancia, a su vez, si, de acuerdo con Donna Haraway (1995), asumimos el carácter inherentemente situado de la producción de conocimiento frente a la universalidad retórica de la ciencia. De esta manera, proponemos a las lectoras y los lectores pensar en la ciudad de Rosario como una geografía donde se actualizó una constelación más amplia; un observatorio de la relación compleja y múltiple entre el proceso global de autonomización de la psiquiatría y su localización.

En segundo orden, este trabajo se ancla en el poder constructivo de las relaciones sociales, recuperando algunas premisas del análisis de redes. Este enfatiza el lugar que los vínculos pueden jugar como estructuras sociales donde se intersecan lo colectivo y lo individual. Por sí mismas, las redes no aportan a la comprensión del mundo social. Es en la pesquisa de su contenido y de las mediaciones que las vuelven posibles donde reside su potencia estructurante (Bidart y Cacciuttollo, 2009; Grossetti, 2007). Pero el objeto de este libro propone, a su vez, la reflexión sobre otro tipo de relación. La actividad científica es tal vez la que mejor expone que la producción de saber y los descubrimientos dependen de los vínculos entre actores humanos, pero en igual medida de los límites, posibilidades o casualidades que ejercen objetos y tecnologías. En este sentido, distintos autores como Bruno Latour (1991, 2008) o la misma Haraway (1995) han insistido sobre la agencia que estos últimos poseen y su incidencia en la construcción del mundo social. Los procesos de recepción, apropiación y producción de nuevos conocimientos no pueden escindirse de las posibilidades que las geografías políticas ofrecen para implementarlos. Como las lectoras y los lectores argentinos pueden augurar, la circulación de un saber y su puesta en práctica se encuentra, en un país como el nuestro, atado a las limitaciones materiales. Pero estas limitaciones pueden pensarse, también, a partir de las estrategias y relaciones que detonan en los actores involucrados.

Con estas aclaraciones, entonces, nos interesa observar la forma en que las redes y su contenido vincular, así como la materialidad espacial, resultaron fundamentales en la constitución y las características de la psiquiatría rosarina, y su estructuración como un campo en los términos que Pierre Bourdieu (2003, 1990) los define. Revisitar de este modo una experiencia histórica puede habilitar una reflexión sobre los límites de la teoría para pensar la sociedad. Pero, sobre todo, puede servir para entender las relaciones sociales como un momento anterior y necesario a la constitución de estructuras de posiciones que ordenan, jerarquizan y regulan a los actores en torno a un objeto de disputa.

Por último, mucho se ha discutido ya sobre la pertinencia y los límites de adoptar como marco analítico el primer y el segundo momento foucaultiano para estudiar la extensión de la influencia del saber médico en el mundo occidental contemporáneo, y en particular sobre la locura y sus espacios institucionales (Conrad, 2007; Rose, 2012). Entendemos, así, que es posible diferenciar dos formas posibles de valerse de la obra de Foucault, al menos en el campo historiográfico: una, teórica; otra, epistemológica. Desde este libro nos interesa rescatar la segunda, pues sostenemos que la potencialidad de su propuesta para la investigación histórica reside en su reflexión epistémica sobre la cosmovisión moderna y la deriva de sus múltiples articulaciones con saberes específicos.

En suma, la apuesta de este libro es doble. En primera instancia, busca reconstruir la trama de una de las historias de la psiquiatría en la Argentina. Al esclarecer los actores, las instituciones, las ideas y los conflictos que hicieron a esta disciplina, nos interesa en igual medida visibilizar la fragilidad e incertidumbre inmanentes a la constitución material de un campo para lo psi. Ello en un lugar donde tal campo emergió prácticamente desde cero, y en una temporalidad tan convulsiva como novedosa, la de entreguerra. La historia desplegada en estas páginas, entonces, forma un nítido contraste con la fuerza, legitimidad y autorización actuales que cuentan los saberes médicos, y en especial el psiquiátrico, en el ejercicio de la gubernamentalidad. En esta dirección, esta historia apunta, de manera implícita, a la reflexión de las lectoras y los lectores sobre la arbitrariedad de estructuras, instituciones y saberes que se presentan y sostienen bajo un estatuto de verdad, y que desde dicha posición detonan una serie de efectos de subjetivación y poder. Rastrear y exponer la materialidad de un espacio de ciencia puede ser una vía posible, y allí deseamos inscribir nuestras preguntas.

Intersecciones de relatos múltiples

La investigación que nutre las páginas que siguen dialoga con dos grandes problematizaciones historiográficas contemporáneas. Por una parte, el extenso campo de la historia social de la salud y la enfermedad, cuyo sostenido desarrollo en América Latina en las últimas décadas ha delimitado, entre varias aristas, una línea fuerte de trabajo en la profesionalización del arte de curar en sus distintas disciplinas (Armus, 2002a; Di Liscia, 2008; Carbonetti, Aizenberg y Rodríguez, 2014). Dentro de las proficuas investigaciones orientadas en esta dirección reside una apuesta cada vez más potente por contemplar los intersticios de este proceso a la luz de la diversidad de actores intervinientes, el acompañamiento estatal y su alcance, así como los avatares que los médicos debieron enfrentar para sostener la legitimidad de sus saberes ante la incertidumbre que los caracterizaba (Witter, 2005; Weber, 1999; Di Liscia, 2003; Armus, 2002b).

En el caso de la historiografía de la psiquiatría, podría afirmarse que, durante el último tercio del siglo XX, esta estructuró sus aportes en torno a dos extensos registros. Uno, referido a las críticas pronunciadas sobre los abusos institucionales y subjetivos perpetrados por no pocos de sus representantes, mayormente expresadas en sus versiones italiana y francesa (Castel, 1984). Por el contrario, un segundo espectro surgió como respuesta desde el campo psiquiátrico e historiográfico, encargado de defender el valor de los avances disciplinares sobre el campo de la salud mental (Shorter, 1997; Fink, 2011). Sin embargo, otros trabajos señalaron con agudeza la multiplicidad de variables que atravesaron –y aún lo hacen– las diversas narrativas historiográficas de la psiquiatría existentes desde inicios del siglo XX: no solo se trata del impacto que los debates actuales ejercen sobre las formas de comprender el pasado de la disciplina. En igual medida, sus tensiones internas y su relación con el campo médico general ocuparon un lugar similar en la temprana producción de un relato histórico psi (Micale y Porter, 1994).