De Lwów a León - Andrzej Rattinger - E-Book

De Lwów a León E-Book

Andrzej Rattinger

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Beschreibung

En la primera mitad del siglo XX se vivieron dos grandes guerras en el continente europeo que costaron millones de vidas y forzaron la reubicación de millones más. Esta emotiva narrativa en primera persona muestra a hombres y mujeres que vivieron esa situación tenían vidas reales y fueron protagonistas de la historia muy a su pesar. De Lwów a León es hoy más actual que nunca: la guerra en Ucrania es un reflejo de la invasión soviética a Polonia en 1939. Este libro nos invita a entenderla a través de la historia de Władysław Rattinger, un ingeniero polaco, políglota y carismático, que vivió la brutalidad del conflicto bélico, fue obligado al trabajo forzado en condiciones extremas, se unió a la resistencia y salvó a cientos de polacos al traerlos a México.

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Índice

Portada

Contraportada

Quien esto escribe, dedica…

Recuerdo de Ana María Rattinger R.

Carta de Chavita, sobrino de Sław

Prólogo, de Mariano González-Leal

I. La ciudad del león

II. Karol y Emilia

III. Mi juventud

IV. Vientos de guerra

V. Caos

VI. Un incidente, una agresión y una batalla

VII. Infierno desde el cielo

VIII. El monasterio

IX. Bajo la lluvia

X. El gato

XI. Por fin en casa

XII. El Ejército Rojo

XIII. La ocupación soviética

XIV. Terror en primera persona

XV. El reclutamiento

XVI. La misión

XVII. La resistencia

XVIII. El juicio

XIX. Prisionero

XX. Tomasevich y los médicos

XXI. El convoy del exilio

XXII. Borovichilag C-5

XXIII. Lec-pom

XXIV. Mudanza de gulag

XXV. Narian-Marlag, los finlandeses

XXVI. Nos gustaría que te quedaras…

XXVII. Un hombre libre

XXVIII. El ejército de Anders

XXIX. El maquinista

XXX. De compras en Tashkent

XXXI. Escapa el primer contingente

XXXII. Segundo grupo por salir

XXXIII. El mar Caspio

XXXIV. Libres en Persia

XXXV. Dejado atrás

XXXVI. De Persia a la India

XXXVII. El cónsul

XXXVIII. Rumbo a América

XXXIX. California - México

XL. Paz en Santa Rosa

XLI. Después de la guerra, en Polonia

XLII. Mi vida en México

XLIII. Reflexiones

Epílogo. Por qué se escribió de Lwów a León vía Siberia

Bibliografía

Página legal

Autor

Quien esto escribe, dedica…

Dedico estas letras a Sław, mi papá, por dejarnos un testimonio de valor y calidad humana. Por educar a su familia a pesar de las grandes dificultades que se encuentran al vivir en un país que no es el de nacimiento. Un gran hombre, noble y culto que supo llevar una vida plena a pesar de los grandes sufrimientos que experimentó…

A Hanka, mi mamá, por hacer fuerte a mi papá y a nosotros sus hijos, de pasada, rodeándonos de amor y dando ejemplo de entereza…

A mi amada y paciente esposa Adriana, quien se identificó con el proyecto tanto o más que yo. El decidido apoyo de Addy, ofreciendo sugerencias, recordando anécdotas, cuestionando detalles e insistiendo en que continuara, resultó imprescindible para llevar a buen término este documento…

A mi hijo Andrzej, experimentado escritor y cineasta, por su estricta revisión del borrador que logró una lectura fácil y amena, con plena exactitud en datos y fechas. Al haber participado en la redacción del primer documento, Andy tuvo una visión única de lo que debía ser este texto…

A mi hijo Álvaro, quien con visión y talento me apoyó en el largo trayecto de la realización…

A mis hijos Adriana, Andrzej, Álvaro y Ana María que son la luz de mi vida… y sin el entusiasmo y cariño de todos ellos, nada se podría haber hecho…

A mis nietos como una humilde herencia…

Me hago eco de los deseos de Sław y dedico este trabajo a todos aquellos polacos que no lograron salir con vida del infierno soviético…

Espero que los horribles acontecimientos que marcaron su vida no se vuelvan a repetir nunca jamás…

Mi abuelito no solo sobrevivió, sino que logró sanar y volver a amar. Cada vez que estábamos juntos me regalaba un abrazo, una sonrisa y una linda historia. Alguna vez, por la noche, afuera de una tienda departamental, mientras esperábamos a que saliera mi mamá de unas compras, él se puso a cantarme en polaco, y a jugar conmigo en lugar de desesperarse y enojarse. Para mí siempre fue un abuelito cariñoso, más que un enigma. Alguien que no solo sobrevivió una guerra y tuvo que salir forzadamente de su país, sino que reconstruyó su vida y se libró de las ataduras de la amargura. Gracias por vivir y no solo sobrevivir, Swaf.

Su hijo, mi papá Andrzej, recuerda y resuelve mucho de la historia de mi abuelito. Ellos convivieron más. ¡Gracias, papi, por rescatar esta historia y conectarnos con ella!

Ana María Rattinger R.

Carta de Chavita, sobrino de Sław

De la adolescencia suelen quedar recuerdos interesantes, algunos imborrables, en mi caso, en particular uno, que fue conocer y tratar de cerca a un personaje interesante, fuera de lo común para mí en esa época; extranjero, europeo y además polaco, que se convirtió en mi tío.

Era poco usual que me invitaran a frecuentar a parientes mayores. Me hacían sentir útil como compañía y yo observaba los esfuerzos de un extranjero con un español chapurrado, intentando trabajar en lo posible en contabilidad, restaurante y hasta en carpintería, fabricando juguetes para vender en Navidad, casitas de muñecas que hacían la delicia de las chiquillas, caballitos y más.

Pasan los años, mi tío se aventura a vivir en Guadalajara, siempre respaldado valiente y amorosamente por mi tía Ana María, de cariño Ruca, y ahora en polaco Hanka, y su tropa de cuatro retoños. Dedicado a manejar la planta de Gases Agamex, empresa productora de oxígeno y acetileno, vivían en una casa ubicada en los amplios terrenos de la fábrica, que aprovechaba para cultivar algunas hortalizas, tener un gallinero e incluso había una alberca.

Para mis vacaciones del colegio me invitaban a Guadalajara y yo iba con todo y bicicleta. Me gustaba su tendencia a comunicar acontecimientos, le extrañaba mi desconocimiento en muchas materias y me explicaba que en su tierra, con la gravedad de los acontecimientos derivados de las guerras, la gente se preparaba para aprender, además de las materias convencionales de la escuela, uno o varios oficios orientados a la reconstrucción de los desastres y, además para desarrollar un espíritu de patriotismo y conocimientos de su país. De ahí que desde las épocas de su liberación, cuando se podía, organizaba cuadros teatrales y bailables, diseño de los trajes regionales de su país, música y letra, etcétera.

Le gustaba salir en las tardes e iba al café Apolo a disfrutar del café y saludar gente. Me llevó a conocer colonias nuevas en construcción y buscaba un buen lugar para él construir su casa en la colonia Chapalita.

Como buen tradicionalista, esperaba con entusiasmo fechas de aniversarios familiares, bodas, etcétera, y particularmente la Navidad. Casi todo esto acontecía en León, donde residía la mayor parte de la familia Aranda, y qué mejor que conservar recuerdos de todo aquello, por lo que dio rienda suelta a su entusiasmo por la fotografía y, principalmente, el cine. Armado con su cámara de ocho mm, desde entonces y durante años conservó lo que ahora disfrutamos y mostramos a las nuevas generaciones; para mí fue el inicio de la afición a la fotografía y a las películas caseras. Y afortunadamente Andrzej heredó y practica con singular entusiasmo esa afición.

Con el tiempo llegó la jubilación y una vida apacible, siempre interesado en los acontecimientos mundiales, gran aficionado a los crucigramas, a las celebraciones especiales en su casa, pues era un gran anfitrión y preparaba una variedad de bocadillos sabrosos y elegantes, con un brindis con la infaltable żubrówka.

Siempre animado y disfrutando de su inseparable Hanka, un día aceptó, por insistencia de Andrzej y Krysia, comenzar a grabar sus memorias, que conoceremos en detalle más adelante, y se entenderá por qué, para mí, mi tío Sław fue mi personaje inolvidable.

§

Salvador González Aranda fue uno de los sobrinos más cercanos a Władysław y un primo mayor muy querido para mí. Chavita poseía una amplia cultura y notable capacidad para pintar figuras taurinas en acuarela. Mi papá y él se tenían un particular cariño y podían conversar durante horas de historia y muchos temas. La pandemia de COVID-19 impidió que viera este trabajo terminado.

Prólogo

Muchos son los lazos que unen a México con Polonia. Con un poco que se profundice en la historia de ambos pueblos, podremos encontrar multitud de razones para que esos lazos fraternales, a veces ignorados, se vuelvan tangibles y amables.

Ya desde los años de la formación de los Estados de Europa, a principios de la Edad Moderna, fueron dos los espíritus gigantescos que condujeron al triunfo de la cultura occidental cristiana, amenazada constantemente por la Media Luna, en el Viejo Continente. Los dos campeones de esta epopeya marcaron para siempre la historia y el destino de la Europa occidental y de la Europa oriental: España, nuestra madre patria, tuvo como conductores en este sendero al emperador don Carlos I y, sucesivamente, a don Felipe II. Polonia, por su parte, tuvo al rey István Báthory, esposo de Ana Jagellón, última princesa de su dinastía, paradigmas de la defensa del cristianismo en su tiempo.

Ese fue uno de los primeros signos de la plena identificación axiológica de los pueblos hispano y polaco: el uno celtíbero y el otro eslavo, pero templados ambos en la hermandad que significó la Cruzada contra los otomanos, permanente amenaza de nuestra civilización y útil instrumento para el uso de los promotores de la Reforma protestante, antítesis de la Contrarreforma católica. Polonia fue, para la Europa central y para la Europa oriental, el crisol donde la fe católica se templó para enaltecer las virtudes de un pueblo en el cual el Creador derramó generosamente sus dones.

Si se tiene en cuenta que México —templado por España— obtuvo la herencia cultural procedente de las Casas de Castilla, de Aragón y de Austria, no resulta difícil comprender cuál es una de las bases más sólidas de la fraternidad de ambos pueblos. Da testimonio de ello el profundo amor que san Juan Pablo II mostró para con nuestra patria y la entrega con la que México le correspondió. Aquí, en esta diócesis de León, su santidad Benedicto XVI, siempre bienamado, durante la visita con la que nos honró, pronunció aquella frase inolvidable: «Ahora comprendo por qué mi augusto predecesor amaba tanto a México».

Aquí mismo, en esta ciudad, tuvo lugar, en la historia reciente, un acontecimiento que sellaría para siempre el cariño entre los dos pueblos. En 1943, la ex Hacienda de Santa Rosa, entonces semiabandonada por obra y gracia de la revolución agrarista, se transformó, merced a las gestiones del primer ministro Władysław Sikorski y del «presidente caballero», don Manuel Ávila Camacho, de grata memoria, en el hogar mexicano de casi 1500 polacos. Todos ellos habían estado sometidos a las más amargas experiencias de toda índole debido a la insaciable ambición del comunismo soviético, a la sazón regida por un ser tan perverso e inhumano como Stalin, quien los había exiliado, luego de invadir gran parte de su territorio, a las regiones más áridas de Siberia, a los gulags, a Uzbekistán, Kazajistán y otras zonas inhóspitas de ese enorme país que, como ocurre todavía hoy, ha vivido siempre dañando inmisericordemente a sus vecinos de Occidente.

Por eso vinieron aquí, y aquí florecieron, muchas familias polacas que después —sobre todo a partir de 1947— emigraron a Canadá y a Estados Unidos. Quedaron, sin embargo, entre nosotros, descendientes de aquella generación heroica y mártir de emigrantes polacos que enriquecieron generosamente nuestra tierra con su acrisolada fe, con su trabajo honesto e incansable, con su cultura milenaria, con su sentido de la gratitud y su jamás desmentida fraternidad. Santa Rosa fue durante casi un lustro la «Pequeña Polonia» y, gracias a ello quedan entre nosotros, hasta hoy día, retoños redivivos emanados de la hermandad y del amor que aquel grupo de emigrantes, gente de bien y de pro, sembró en nuestra tierra.

* * *

Este libro es un testimonio vívido, el más auténtico que pueda pensarse, sobre aquella época, sobre aquellas circunstancias y tragedias que cada uno de los emigrantes vivió antes de encontrar en el mundo su morada definitiva.

León fue conocida, desde el siglo XVIII, como «Villa del Refugio». Ayuna de toda apetencia política y consagrada completamente al trabajo, dio hogar, sustento y muchas veces familia a numerosos viajeros procedentes de muy diversas partes del país. En el siglo XIX, la que ya se había vuelto «Ciudad del Refugio» acogió con los brazos abiertos no solo a quienes las guerras de Independencia y de Reforma dejaron sin bienes y sin hogar, también a una próspera colonia de alemanes, españoles, franceses —particularmente procedentes de la Barcelonette— y otros emigrantes europeos.

La vocación histórica de León como «tierra del refugio» no podía encontrar mejor justificación para el epíteto con el que fue conocida, que aquella generosa inmigración procedente de Polonia, pueblo noble, sufrido y heroico como el que más.

Andrzej Rattinger Aranda es producto del amor entre Polonia y México. Hijo de quien vivió lo que en estas páginas se narra y de su esposa —dama procedente de una histórica familia poseedora de un arraigo leonés de tres siglos, por cuyas venas corre, por el lado paterno, la sangre andaluza de la Villa de Constantina en Andalucía, a la vez que otra vertiente que procede de emigrantes alemanes a esta misma ciudad—, recoge fielmente las memorias de su progenitor con devota pasión y extraordinaria fidelidad. Narrado en primera persona, el texto tiene momentos sobrecogedores; testimonios insuperables del sufrimiento, el terror, de la angustia del adiós, del tormento, los horrores de la guerra y el exilio y, a veces, de la muerte que enfrentaron miembros de aquellas familias que sin culpa alguna padecieron la invasión de un coloso perverso y ambicioso, desalmado y destructor que, no conforme con lanzar de su hogar a miles y miles de víctimas, las confinó a los sitios más terribles que ser humano alguno puede soportar. Padre e hijo dan, así, testimonio tangible del amor que todo ser bien nacido tiene por su país de origen y del que le nutre por la nación que le proporciona el calor de una familia.

Agradezco la generosidad de Andrzej, el honor inmerecido que me dispensa al invitarme a escribir estas líneas, porque leyendo las páginas de esta obra, se vive, con extraordinario realismo y desde el testimonio más genuino, la tragedia que Władysław, luego Ladislao Rattinger, vivió desde su juventud hasta que México le abrió los brazos y León le dio la dicha de formar un hogar en el que prevalecen los valores de la cultura occidental cristiana, único legado que puede salvar nuestra civilización.

En la familia Rattinger Aranda, para dicha de quienes la integran, reinan dos amores, que a fin de cuentas son uno solo, al que también consagró su alma el inolvidable pontífice polaco cuya santidad transformó el mundo y cuyo noble corazón amó tanto a nuestra tierra: Guadalupe y Czestochowa.

Mariano González-Leal

León, 4 de junio de 2022

CAPÍTULO I

La ciudad del león

Allá por el año 1239, las frecuentes invasiones mongolas eran una amenaza constante para los pueblos de Europa Oriental. Uno de esos era el ruteno, un pueblo de origen étnico eslavo oriental. El nombre se le daba a quienes habitaban el Reino de Rus de Kiev. De allí proviene el nombre de Rusia. Hoy día, el término ruteno se aplica de manera más general a los pobladores de Ucrania. Con el fin de proteger sus territorios, Daniel I Romanowicz Halicki (1201-1264), quien era entonces rey de Rutenia y príncipe de Halych —ambas regiones de Europa Oriental que colindan con Asia— dio inicio a una campaña para conquistar Kiev, capital del Reino de Rus, a fin de posicionar a sus ejércitos un poco más al oriente y así ofrecer mayor seguridad a sus súbditos. Al lograrlo, añadió a sus títulos el de rey de Rus. Un año más tarde, los mongoles atacaron y arrasaron la ciudad de Kiev, a pesar de que esta opuso larga y feroz resistencia. Continuaron luego su avance hacia el occidente, hacia el centro de Europa, destruyendo las poblaciones del reino de camino a Hungría y Polonia, donde fueron finalmente rechazados. Después de esta invasión, el rey Daniel, acostumbrado a recuperarse de las derrotas, no se quedó con los brazos cruzados y buscó reconstruir el reino con un nuevo ejército, formado en parte con voluntarios, pero en su mayoría por conscripción, y de esa manera restaurar su control sobre los territorios que le habían sido arrebatados.

Sus tropas salieron de la región de Kiev hacia el occidente tras los mongoles, cuando, después de varios días de marchas y combates, sus generales se acercaron al príncipe Lev, el hijo mayor del rey, quien para entonces tenía ya 28 años.

—Su majestad —hablaron los generales—. Los hombres están cansados. Han sido días muy largos con muchos combates y deben descansar para prepararse y enfrentar las batallas que se aproximan. Estamos cerca del río Poltva; tal vez podamos acampar allí un tiempo para recuperar fuerzas. Le rogamos interceda por nosotros ante el rey.

El príncipe estuvo de acuerdo y convenció a su padre.

El río Poltva corre a lo largo de un valle fértil, entre tres colinas que lo protegen de manera natural. No eran los únicos que consideraban el valle como un sitio seguro: había ya algunas tribus asentadas que no se opusieron a que los ejércitos levantaran su campamento a la orilla de las frescas aguas, agradeciendo al mismo tiempo la protección que les brindaban.

Al amanecer del segundo día, el rey deseaba evaluar las condiciones del terreno donde habían acampado. Tomó a Lev y, en compañía de su séquito, subieron a la colina más alta. Con el sol de muy temprano, de finales del verano, a su espalda, las sombras se proyectaban hasta el valle. Daniel quedó sorprendido, no solo de lo hermoso de la verde campiña y su riqueza, sino también de las cualidades estratégicas defensivas.

—Padre— dijo Lev—, desde este lugar, nuestros ejércitos podrán proteger tus territorios de nuestros enemigos. Además, los bosques y minerales garantizan que podremos fabricar las armas que requiere nuestro ejército, tendremos materiales para construir nuestras casas y alimento para nuestras familias. El rey coincidió.

—La tierra es fértil, y los caminos que llegan al valle permiten su defensa. Este lugar me gusta. Lev, tu nombre significa León y este maravilloso lugar es digno de ti. Fundaré una ciudad desde donde podrás reinar y la nombraré en tu honor.

Daniel de inmediato puso manos a la obra. Convirtió el caserío que se encontraba en la ribera en una verdadera ciudad, la rodeó de una imponente muralla y edificó fortalezas sobre las colinas. Así fundó Lwów, y la ciudad le agradaba tanto que la convirtió en sede del reino.

Las invasiones mongolas continuaron a lo largo de los siglos. Algunas veces la ciudad las rechazaba y en otras ocasiones causaban grandes daños. Pero, al pasar el tiempo, la ubicación estratégica de Lwów, en el camino entre Europa central y el Medio Oriente, lo que en la Edad Media se conocía como el «Camino de la Sal», se convirtió en una importante ventaja competitiva. La ciudad creció en comercio y cultura a lo largo de los años. En tiempos de paz se transformaba en un exitoso centro de comercio. Pero esa misma ubicación, además de la fértil planicie al occidente del valle, la ponía siempre en la mira de las potencias vecinas, provocando su codicia.

Era Lwów una de las ciudades más importantes de la Mancomunidad polaco-lituana en el siglo XVIII, antes de 1772, cuando tuvo lugar la primera partición de Polonia. Posteriormente, cuando la región donde se encuentra cayó bajo el dominio de los Habsburgo, se convirtió en la capital del Reino de Galitzia y Lodomeria. Galitzia es un término resultante de la occidentalización de la región de Halych. Desde mediados del siglo XIX, bajo el Imperio austríaco y hasta principios del siglo XX, ya bajo la égida del Imperio austrohúngaro, la ciudad se conocía como Lemberg. Siguió creciendo en importancia y población, al grado que en 1910 era la cuarta ciudad del imperio, con más de 361 000 habitantes. En 1919, al terminar la Primera Guerra Mundial y formarse la Segunda República Polaca, recuperó el nombre de Lwów.

Posteriormente, a finales de la Segunda Guerra, con el desplazamiento de las fronteras polacas y ucranianas como resultado del Tratado de Yalta, se convirtió en una ciudad ucraniana y desde entonces se le conoce como Lviv.

Dicen por allí que cuando a una persona se le pregunta de dónde es, lo normal es responder que se es de la ciudad donde uno estudió la preparatoria y la universidad. En lo personal, siempre consideré a Lwów una ciudad polaca y siempre hablaré de ella como la conocí durante mi juventud.

CAPÍTULO II

Karol y Emilia

El Imperio austríaco estaba en sus primeros años, en los albores del siglo XIX, cuando nació Karol Franciszek Rattinger en la villa de Karlstift, unos kilómetros al norte de Linz, en la Alta Austria. Viajó a Viena para estudiar Medicina en la Medizinisch-chirurgischen Josephs-Akademie, institución de las fuerzas armadas, y recibió su título de médico cirujano militar. En el ejército lo asignaron al 9.º Regimiento de Infantería con base en Stryj, en Galitzia, el extremo oriental del imperio, unos ochenta kilómetros al sur de Lwów.

El doctor Karol se casó con Wilhelmina Beck y el matrimonio tuvo tres hijos. Adolf eligió la profesión de cuchillero y lo hizo con éxito, pues las navajas que llevan su nombre han superado la prueba del tiempo. Karol Fryderyk, por su parte, obtuvo el título de ingeniero imperial de ferrocarriles y estableció su residencia en Drohobycz, a unos veinte kilómetros de Stryj.

El tercero de sus hijos, Wilhelm Cayetanus Rattinger, logró el título de maestro panadero y buscó en Lwów un mercado más grande para aprovechar su talento. Supo sacar ventaja de la influencia de las costumbres vienesas de cafeterías y pastelerías, que llegaron a ser, y todavía lo son, muy populares en la ciudad. Allí conoció a Marie Gergowicz, perteneciente a una de las familias ilustres de la ciudad, y se casaron el 25 de febrero de 1873. Tuvieron un bebé, al cual bautizaron con el nombre de Marian, pero desafortunadamente murió antes de cumplir el año. El 5 de noviembre de 1879, Marie dio a luz a Karol Emilio Rattinger, mi padre.

La familia Rattinger Gergowicz vivía en un departamento en el segundo piso de un edificio ubicado al oriente de la ciudad, en el número 2 de la calle Zimorowicza, justo dentro de las murallas que protegían a los pobladores desde la época medieval.

Debo decir que menciono los nombres de las calles, plazas y ciudades como se usaba en aquella época, pues Lwów debe tener el récord mundial de cambio de nombre de calles y plazas. Por ejemplo, la avenida Hetmańska ha tenido más de diez cambios de nombre tan solo en el siglo XX. Con decir que de 1942 a 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, se llamó Adolf Hitler Ring. Desde 1990 recibe el nombre de avenida Svobody.

Con el tiempo, Wilhelm se convirtió en uno de los reposteros de mayor renombre de la ciudad y había abierto una cafetería cerca del Rynek Głowny, la plaza principal. Era un negocio pequeño con unas cuantas mesas y una linda terraza abierta en primavera y verano, pero muy popular por su Apfelstrudel y el exótico chocolate caliente. El local daba lo suficiente para tener una pequeña granja en el barrio de Stryjskie, que entonces era apenas un caserío. Tal vez hoy se consideraría suburbio, pero en ese entonces era un lugar alejado, hacia el suroeste de la ciudad, al cual se llegaba en un tranvía de vía angosta tirado por caballos.

Mi abuelo Wilhelm murió y después de los rituales funerarios lo sepultaron en el cementerio del barrio, cerca de la granja. Este camposanto, por cierto, fue destruido durante la época soviética, después de la Segunda Guerra Mundial, para convertirlo en un gran parque. Quedó el caserío, el cual ha crecido de tal manera y es habitado por tantas personas, que ahora tiene su propia estación de ferrocarril.

Karol cursó sus estudios en el Academic Gimnazjum, la preparatoria más importante de la ciudad, y continuó en el Politécnico para graduarse con honores. Recibió el título de cirujano odontólogo. Haber logrado la licenciatura le permitió incorporarse a las reservas del ejército imperial austríaco con el grado de oficial. Eligió instalar su consultorio en la calle Kopernyka, a unos pasos del Palacio Potocki.

Mis abuelos por el lado materno, Vincent Wysocki y Marya Rosemberg, vivían en un edificio con el número 2 de la calle Kurkowa, al pie de la colina que alguna vez albergó la fortaleza del rey Lev I. Por el lado poniente, este edificio tenía una hermosa fachada con otra puerta, posiblemente la principal, que daba a una terraza arbolada, parte del parque donde se encontraba el polvorín, en la calle Czarnieckiego, y al lado de la iglesia de San Miguel Arcángel de los monjes carmelitas descalzos.

El 6 de noviembre de 1893, Marya (de cariño Marysia), dio a luz una hermosa niña, que bautizaron con el nombre de Emilia Janina.

Vincent obtuvo en su juventud una licencia para ofrecer el servicio de limpieza de chimeneas, lo que sumado a su trabajo como funcionario del ayuntamiento de Lwów, le permitía a la familia vivir con relativa comodidad e inclusive ahorrar lo suficiente para comprar un pequeño edificio de departamentos en el barrio judío.

Cuando Vincent murió, Marya administró prudentemente los ahorros y frutos de las rentas para educar a su pequeña hija. Retuvo también la licencia para limpiar chimeneas que manejaba a través de un pequeño grupo de trabajadores.

Desde niña, Emilia mostró un gran talento para la música y en particular le encantaba tocar el piano. Las polonesas y nocturnos de Chopin eran sus favoritos, como podría esperarse. A principios del siglo XX, la ciudad tenía un ambiente cultural muy activo y la joven Emilia con frecuencia participaba en recitales, conciertos y otros eventos musicales. El Domingo de Pascua de 1911 fue con su mamá a un concierto ofrecido en la Filarmónica de Lwów, en la calle Chaikovs’koho, para celebrar la llegada de la primavera. Como era la costumbre, Emilia estrenaba sus zapatos blancos y un vestido del mismo color con detalles de color rosa, y su saquito adornado con florecitas y maripositas haciendo juego. Su mamá vestía también su mejor ropa de domingo.

Luego del concierto, caminaron por la calle Shevchenka. Les encantaba pasear por el camellón arbolado de castaños y de vez en cuando sentarse en una banca para ver pasar a la gente, pero en esta ocasión no se detuvieron. Cruzaron la calle frente al Hotel George en la plaza Miskevycha, camino a la cafetería de sus amigos Rattinger, ahora a cargo de Marie, la viuda, donde se reunían a conversar casi todos los domingos.

La ópera de Lwów, en 2017.

En el camino, Marysia habló de un tema que resultaba incómodo para Emilia.

—Hija, la mamá de Karol me ha insistido mucho en que le gustas para que seas la esposa de su hijo. Ella piensa que es hora de que él siente cabeza y forme su propia familia. A Karol le gustas y su mamá está encantada porque eres alegre, inteligente, bonita y tienes gran talento para la música.

—Mamusia, estoy muy joven —contestó Emilia, algo ruborizada—, tengo apenas 18 años y quiero seguir estudiando música, ser concertista de piano. No creo tener edad para casarme.

—Mira, es un joven guapo, dentista establecido, con su propio consultorio. De seguro será un buen marido. Creo que te conviene. Marie me dice que está ansiosa por tener nietos.

—¡Mamá, por favor!

Llegaron a la cafetería y tomaron una mesa en la terraza. A pesar de que oficialmente ya había entrado la primavera, todavía hacía frío, así que Marie les ofreció una frazada para las piernas. Llegaron el Apfelstrudel y un rico chocolate caliente para acompañar la conversación. Al principio, los temas eran ligeros y variados, tal como el trabajo en la granja de los Rattinger en Stryjskie y la coincidencia de que ambas familias vivían en el número 2 de sus respectivas calles.

A pesar de que el tema incomodaba a Karol y Emilia, ambas mamás continuaron las pláticas y, por fin, esa tarde culminaron sus esfuerzos persuadiendo a los dos jóvenes. En realidad no era cuestión de convencimiento: en aquel entonces los padres acordaban las uniones. Formalizado el noviazgo, se iniciaron los trámites y las familias fijaron la fecha de la boda para el 19 de noviembre del mismo año. Karol tendría 32 años y Emilia habría cumplido los 19.

Eligieron para casarse la parroquia católica romana de San Andrzej. La iglesia, con un hermoso interior barroco, se encuentra en la avenida Hetmańska, en la plaza Bernardyński, un poco adelante del monumento al poeta Adam Mickiewicz, apenas a dos calles de casa de los Rattinger y a unas cuatro de la de los Wysocki, prácticamente a medio camino entre las casas de ambas familias.

Años después, Emilia contaría que la boda se le pasó muy rápido y quizá no lució lo suficiente por ser a finales de otoño. Recordaba que le pareció una ceremonia muy emotiva: ella lucía radiante en un vestido blanco y llevaba un bello ramo de flores, y Karol presumía un traje formal con corbata de moño que lo hacía verse sumamente distinguido. La granja Stryjskie fue acondicionada con una lona para proteger en caso de lluvia y la arreglaron profusamente con flores en todo rincón. Los padrinos, Ferdinand Lisewski y Emilio Kozeg, dijeron palabras hermosas, y las mamás hicieron la bendición del pan y la sal. Hubo suficiente comida con los platillos típicos como barszcz, pierogi, gulasz, gołąbk y el postre favorito de Emilia, los naleśniki. No faltó el tradicional vodka żubrówka, y los invitados bailaron hasta entrada la noche.

El 5 de noviembre de 1912 me tuvieron a mí, y me bautizaron con el nombre de Władysław Marian, de cariño me decían Sław... Excepto mi mamá. Ella decidió que le gustaba mejor decirme Władek.

CAPÍTULO III

Mi juventud

Se podría decir que mi infancia fue bastante normal, aún considerando que tenía apenas dos años cuando, en julio de 1914, empezó la Primera Guerra Mundial.

Para el mes de septiembre, el ejército imperial ruso ocupó la ciudad después de ganar la batalla de Gnila Lipa, lo que causó la evacuación de los militares del ejército austro-húngaro, pero luego, en junio del siguiente año, Austro-Hungría retomó la ciudad. A pesar de las guerras y las dificultades que las ocupaciones conllevaban, nuestra familia permaneció en la ciudad.

Con el fin de la Primera Guerra Mundial, llegó el colapso de la monarquía Habsburgo y la ciudad se vio envuelta en un conflicto entre la población polaca y los Fusileros Sich ucranianos, pues tanto Polonia como Ucrania se disputaban Lwów como parte integral de sus nuevas naciones en formación. Es de notarse que Ucrania no había existido como nación, y la mayoría polaca se opuso a que la ciudad se declarara capital de una República ucraniana. En esas batallas tuvo un papel muy importante un grupo de adolescentes polacos llamados los Aguiluchos de Lwów. Los ucranianos se retiraron de la ciudad, para reagruparse bajo el nombre de Ejército Ucraniano de Galitzia (Ukrainian Galician Army-UHA) y luego la sitiaron de nuevo. De Polonia central llegó ayuda con las tropas del Ejército Azul, al mando del general Józef Haller, y lograron levantar el sitio en mayo de 1919, desplazando al UHA hacia el este.

En abril de 1920, el mariscal Józef Piłsudski, jefe del Estado de Polonia, firmó el Tratado de Varsovia con el comandante ucraniano Symon Petliura, en el cual la República Popular de Ucrania renunciaba a los territorios de Galitzia occidental a cambio de apoyo militar contra los bolcheviques rusos. En agosto de 1920, durante la guerra polaco-soviética, el Ejército Rojo, al mando de Aleksander Yegorov, atacó la ciudad con su caballería cosaca, pero fue rechazado por el ejército polaco.

Eran días de miedo y terror, repletos de ofensivas contra la población, en lo cuales corrían a galope grupos de tártaros y cosacos por las calles. Se manifestaban como encarnaciones diabólicas, atacando a civiles que tenían la mala suerte de estar cerca de su paso.

Uno de estos salvajes ataques está muy claro en mi memoria, aún después de todos estos años. Estaba yo, de apenas ocho años, con mi mamá, en el mercado que se encontraba en el Rynek, la plaza del Ayuntamiento, cuando escuchamos gritos que advertían de otra embestida más. Los cosacos irrumpieron a la plaza a todo galope, un frente inquebrantable e impresionante. La gente corrió despavorida en todas direcciones.

En el caos, me solté de la mano de mi mamá. Corrí asustado entre los adultos y caballos, los gritos y sollozos, desorientado y aterrorizado, hasta que tropecé y caí contra una pared detrás unas cajas de verdura. Sobreco­gido por el pavor, desde mi escondite pude observar cómo los cosacos destrozaron los puestos de los mercaderes, enormes pezuñas pisoteando la fruta y verdura de los campesinos. Los soldados abrieron fuego sobre las personas, disparando sus armas para luego renovar el ataque con espadas desenvainadas. Iban y venían, y era claro que no tenían intención de dejar a nadie con vida. No podía moverme del terror.

De repente, del interior de una tienda, alguien me jaló de la mano para meterme por debajo de una cortina metálica, apenas levantada, que de inmediato bajaron tras de mí. Era un pequeño local, repleto de gente en pánico, apretujados unos contra otros, varios heridos entre ellos. Al escuchar más disparos tratamos todos de tirarnos al suelo, pero apenas cabíamos de pie, mucho menos amontonados en el piso.

—¡Władek! —escuché de repente un grito con mi nombre desde el otro lado de la tienda. Mi madre se hizo paso, llorando y empujando a la gente, para encontrarme y envolverme en sus brazos.

Llegó luego el contraataque del ejército polaco, que no por ser más disciplinado era menos terrible. Las balas golpeaban la cortina, y los gritos, dentro y fuera, eran terribles y desgarradores. En un momento escuchamos el relincho de un caballo, justo afuera de la cortina. Si se trataba de un adversario o no, era imposible saberlo.

No sé cuánto tiempo pasó, pero dejamos de oír ruido afuera. Cuando pensamos que ya era seguro, por fin tomamos valor y nos asomamos al exterior. Poco a poco salimos todos y encontramos la plaza del mercado totalmente devastada. Daños extensos a edificios y carretas, pollos y pescados destajados por los suelos, caballos mutilados tratando de ponerse de pie. Comida estropeada entre trastos y mesas en pedazos. Leche derramada, mezclándose con tierra y sangre en lodazales. De entre los escombros se alzaban los lamentos de los heridos. Gente desconsolada gritaba por sus seres queridos, buscando entre cadáveres alguna respuesta. Y, sobre todo, un olor acre que nunca podré olvidar.

Por fin, en marzo de 1923, el Consejo de Embajadores reconoció la soberanía polaca sobre Lwów. Vinieron unos años de relativa calma pues, a pesar de las turbulencias políticas de un país que renace, mi ciudad estaba tranquila y crecía en comercio y cultura. En el período de entreguerras, Lwów llegó de nuevo a ser la tercera ciudad más grande de Polonia (después de Varsovia y Łódź), el segundo centro cultural y científico (después de Varsovia) y un muy importante lugar para el comercio. En 1938, a sus cinco universidades y el Politécnico asistían más de 9000 estudiantes. En estos años, la comunidad judía alcanzó gran preponderancia hasta constituir casi una tercera parte de la población.

Conforme fui creciendo, las enseñanzas de mis padres fueron determinantes en mi educación y resultaron de gran utilidad en mi vida. Mi papá, por ejemplo, me pedía que fuera con él a su consultorio dental. Al principio solo iba de acompañante, pero luego comencé a ayudarlo. Me hacía memorizar los nombres en polaco y latín, pues en aquellas épocas, se usaba mucho este idioma para describir las medicinas y sus componentes activos, y en qué estante se ubicaban. Un día me pidió que le llevara la tintura de yodo, porque no quería alejarse del paciente.

—No la encuentro, papá.

—Debe estar en el anaquel inferior, junto a la eugenia. (La eugenia es básicamente esencia de clavo, usado entonces con mucha frecuencia como anestésico dental. En la actualidad se conoce como eugenol, aun cuando su uso ya no es tan común y es lo que daba ese olor tan característico a lo consultorios de los dentistas de antaño.) La encontré y se la llevé, y su nombre se me quedó grabado.

Como ser dentista no era precisamente mi vocación, mis visitas al consultorio se volvieron cada vez más esporádicas, sobre todo al pasar la adolescencia.

Mi mamá, por su parte, me llevaba a sus conciertos y otras actividades culturales, y despertó en mí un interés por observar el mundo que me rodeaba y reflexionar sobre mi relación con este. Con cierta regularidad, salíamos de paseo en familia y en una de aquellas vacaciones nos dirigimos a Ternopil. En el camino de ida pasamos por la ciudad de Zolochiv y me llamó la atención una casa que se encontraba a la orilla de la carretera.

—Esa era una de las mansiones de la familia del rey Jan III Sobieski —me dijeron mis papás—, pero los austríacos la convirtieron en prisión. Ahora el gobierno está tratando de arreglarla pues tiene valor histórico y artístico por las pinturas en su interior.

Les pedí que nos detuviéramos cerca de la propiedad para poder verla de cerca. En especial me causaron curiosidad las posiciones de la artillería en las esquinas, así como el puente levadizo.

—¿Aquí nació el rey Sobieski? —pregunté.

—No, la historia cuenta que nació en Olesko, una ciudad vecina. Si tenemos tiempo, podemos verla al regreso.

Al terminar las vacaciones, les recordé a mis padres acerca del castillo que me había interesado. En el viaje de regreso a casa hicimos una parada en la villa de Olesko y nos acercamos al palacio donde nació el rey Sobieski. En ese entonces era una escuela vocacional para estudiantes de agricultura, por lo cual no nos permitieron la entrada, pero pudimos pasearnos por los jardines que lo rodeaban.

—Es claro que lo construyeron con propósitos defensivos también —comentó mi abuela—. Mira su ubicación, Władek.

Leon Sapieha núm. 5, en 2017.

Tenía razón. El castillo Olesko se alza imponente sobre una colina escarpada que domina la región y desde la cual se puede ver en todas direcciones. Valió la pena detenernos a visitarlo.

Mis papás empezaron a tener problemas en su matrimonio y eventualmente se separaron. Después de terminado el proceso de divorcio, mi mamá y yo nos fuimos a vivir con mi abuelita Marysia. Ella vivía en el segundo piso del edificio número 5 de la calle de Leon Sapieha,[1] que hoy recibe el nombre de Stepana Bandery,[2] a unos cuantos metros frente a la entrada del campus del Politécnico, cruzando la calle. Recuerdo que el edificio de mi casa era de varios pisos, en el cruce con una calle diagonal, lo que permitía que la esquina tuviera una terminación redondeada, casi como un cilindro. Los edificios con esquina redonda eran muy populares entre los constructores polacos de la época.

Fui muy afortunado en el sentido de que tenía una relación excelente con mi abuela y fuimos muy cercanos. Ella me enseñaba todas esas cosas que las abuelas enseñan. En primer lugar, me inculcó un gran cariño a Polonia y sus tradiciones. Me llevaba a conciertos, no solo aquellos donde tocaba mi mamá, sino de otro tipo, y también a la ópera y al ballet, y dado que Lwów era en esa época una ciudad muy cultural, había mucho que ver. Me enseñó a bailar. Le gustaba el teatro, en especial las comedias, y de allí tomé la afición por el arte escénico que luego sería una parte importante de mi vida. Me enseñó a cocinar y a conocer los platillos típicos del país.

Una de las cosas más importantes que absorbí de mi abuela, y que eventualmente me sería de gran utilidad, fue aprender otros idiomas. Insistió en que estudiara inglés, algo que no era muy popular en esos tiempos, y además me inculcó las bases de alemán. En la escuela también nos enseñaban ucraniano, un idioma con el que no sufría pero tampoco consideraba necesario.

—No entiendo por qué tengo que hablar ucraniano. Soy polaco.

—Algún día hablar otros idiomas te va a ayudar —me explicó mientras me ayudaba con mi tarea—. El mundo es más pequeño de lo que crees.

No había forma de que yo supiera en ese entonces cuánta razón tendría. Sus esfuerzos me exhortaron a estudiar formalmente dichos idiomas.

Mi abuela me pedía que la ayudara con la administración de la concesión de limpiadores de chimeneas. En lo personal no tenía mucho contacto con ellos, fuera de cuestiones de pagos y compra de suministros. Aunque conocía y conversaba con algunos, nunca hice grandes amigos entre ellos.

Con quien sí pude desarrollar muy buenas amistades fue con los inquilinos que vivían en los departamentos de mi abuela que le había dejado mi abuelo Vincent. Ella me pedía que la ayudara a cobrar la renta, y esta tarea me resultaba muy agradable porque había varias familias judías con jóvenes de mi edad. Pronto comencé a asistir a sus fiestas, aprendiendo canciones y tradiciones judías. La pasaba muy bien con ellos.

Uno de mis mejores amigos era mi vecino Tadeusz Lubinski. En su casa tenían un gusto muy especial por las actividades al aire libre y con frecuencia salíamos de excursión a los bosques cercanos.

—Sław, ¿qué te parece si hacemos un viaje en canoa? —me invitó un día Tadeusz. Acepté con gusto. Tomamos la canoa de la familia y nos dirigimos al río Stryi. La parte alta del río, saliendo de las montañas Cárpatos, tiene tramos con rápidos que lo hacen muy divertido. Al acercarse a su desembocadura en el río Dniester, cerca de Khodoriv, a unos cincuenta kilómetros de Lwów, se vuelve muy apacible.

Pasamos una semana en el río, realizando canotaje durante el día y acampando en la ribera en las noches. Es uno de mis mejores recuerdos de ese verano, justo antes de empezar la universidad.

Después de terminar mis estudios en el gimnazjum, decidí estudiar Ingeniería Eléctrica y, para mi fortuna, me aceptaron en la Universidad Politécnica de Lwów, que entonces era la mejor universidad, no solo de la ciudad, sino de toda la región. Ahí, me hice amigo de Bolesław Jacyna y Pawel Osowicki. Los tres cursamos la carrera y luego, al graduarnos, debíamos cumplir con el servicio militar obligatorio, y también lo hicimos juntos.

Dos cosas me causaron dificultad al principio, y una de ellas era tender mi cama. Parecía que mis superiores nunca estaban de acuerdo con la manera en que lo hacía.

—¡Rattinger, si no sabe tender su cama, hable con Osowicki para que le enseñe! ¡Para mañana debe saber o lo mandaré arrestar!

El arresto significaba pasar un tiempo, según la falta, en la limpieza de los baños. Si la infracción era mayor, podía terminar en días de encierro en el calabozo. Para evitar momentos desagradables, le pedí a Pawel que me enseñara. ¡Durante varios días fui la burla de Jacyna!

Otra cosa que me disgustaba era el asunto de lustrar mis botas, pues las marchas diarias parecían tener como objetivo enlodarlas. Por las noches todos debíamos limpiarlas y dejarlas relucientes. Pero pronto aprendí el secreto (una vez que brillan, escupir un poco sobre cada bota, y volver a lustrar. El resultado es envidiable).

Estuve hasta los 23 años en el Colegio Militar, asignado a infantería motorizada, donde pasé por las etapas de entrenamiento reglamentarias, especializado en el arma de comunicaciones, gracias a mis conocimientos de ingeniería.

Mi inclinación por las actividades técnicas tuvo como resultado que tuviera excelentes calificaciones en la transmisión por telegrafía y al hacer triangulaciones para localizar transmisiones enemigas. Como tenía grado de licenciatura, me dieron nivel de oficial, algo muy importante en la milicia, pues otorga autoridad de mando sobre la tropa. Cuando me pasaron a las reservas, me asignaron el grado de subteniente.

Con mi título de ingeniero bajo el brazo y el servicio militar cumplido, ahora era el momento de, como dicen, desplegar las alas.

Conseguí trabajo en Lwów y lo primero que compré con mis sueldos fue una motocicleta usada, modelo Sokoł 600, con sidecar. Aunque no era último modelo, me sentía el rey del universo. Las chicas parecían estar de acuerdo, pues tuve varias novias. Era todo un conquistador.

Una de esas chicas, Żofia Mazurkiewicz, resultó ser más especial que las demás. Aunque al principio la relación comenzó como cualquier otra, eventualmente se volvió más formal. No obstante, aun con el buen trabajo que tenía en Lwów, no era suficiente para empezar una familia, así que Żofia y yo pensamos que sería conveniente buscar algo que pagara mejor, lo cual apuntaba a la capital, a Varsovia. Fijamos los planes de boda para el verano de 1940. Decidimos que debía ir primero yo a probar suerte y, mientras tanto, Żofia se quedaría en Lwów.

CAPÍTULO IV

Vientos de guerra

1938-1939

Abordé el tren con Jacyna y Pawel, a finales de 1938, con rumbo a Cracovia y luego a Varsovia. Aunque me entristecía dejar a Żofia en Lwów, ambos estábamos seguros de que era solo temporal. Si las cosas salían como habíamos planeado, nos veríamos pronto.

Cuando bajamos del tren, mis amigos y yo encontramos en la capital una ciudad vigorosa, entusiasta y en pleno crecimiento. Renté un departamento en el patio interior del número 40 de la calle Nowy świat (Nuevo mundo), en el segundo piso. El edificio se encontraba en la zona más de moda de aquel entonces, plena de actividad social y cultural. No era ostentoso, pero tenía la gran ventaja de estar ubicado cerca de muchas oficinas de gobierno donde estaba seguro que habría oportunidad de encontrar trabajo. Los tres amigos buscamos en diferentes dependencias, pero al fin acabamos en una posición técnica en la Oficina Central Receptora de Comunicaciones. No obstante, aunque parecía que mi vida iba a seguir su curso, las noticias que llegaban con frecuencia eran cada día más alarmantes.

Una tarde de abril de 1939, después del trabajo, quisimos aprovechar el buen clima de principios de primavera y caminar a casa. La conversación pronto pasó a los temas de actualidad.

—¿Se enteraron de que terminó la guerra civil en España? —preguntó Jacyna—. Ganaron los nacionalistas de Francisco Franco.

—Eso, a pesar de la ayuda que recibieron los republicanos de parte de los comunistas de la Unión Soviética—, comentó Pawel.

—Claro que Franco tenía el apoyo militar y económico de Hitler y Mussolini —intercalé. Yo estaba seguro de que el mundo subestimaba a Hitler.

—¿Cómo se llamaba el grupo alemán que enviaron?

—Legión Cóndor —respondí.

Alemania había enviado cientos de aviones con todo y tripulación. Bombardearon y arrasaron ciudades enteras en España. Una de ellas fue Guernica. Habíamos visto las fotografías en el periódico.

La destrucción me recordaba la masacre en el mercado del Rynek, en Lwów.

Władysław Rattinger, 1939.

Quizá fueron estos recuerdos los que me tenían nervioso. Neville Chamberlain, primer ministro inglés, acababa de persuadir a Francia para firmar el tratado de Múnich con la Alemania nazi y el reino de Italia, con el pretexto de evitar la guerra con la que Hitler amenazaba. Pero no estaba convencido.

—¿Qué les parece que Alemania acaba de invadir el resto de Checoslovaquia? —comenté, apesadumbrado—. ¿No tuvo suficiente Hitler con anexarse Austria el año pasado y ahora los sudetes con el pretexto de que son alemanes étnicos? Esa política de appeasement me parece muy equivocada.

—Pero además, la Liga de las Naciones no hace nada para detener las intervenciones —dijo Pawel—. Vean lo que hace Italia en África...

Encontramos un bar con mesas al aire libre y, a pesar de sentirnos un poco pesimistas, decidimos cambiar de tema y pedir unas cervezas. La ciudad se preparaba para el verano sin imaginar que las tácticas y armamentos probados en España pronto se usarían contra nosotros.

Cuando Hitler empezó a presionar para obtener la ciudad de Danzig (hoy Gdansk), Inglaterra y Francia se preocuparon y le garantizaron a Polonia su apoyo para conservar su independencia. Aunque Francia ya tenía una alianza firmada con Polonia desde 1921, Inglaterra no lo había hecho todavía. Chamberlain reconoció, aunque tarde, que las políticas de apaciguamiento no dieron resultado y el 25 de agosto firmó el Pacto de Defensa Común Polaco-Británico.

Hitler de inmediato acusó a Inglaterra y Polonia de querer «cercar» a Alemania y canceló el Pacto Germano-Polaco de No Agresión y el Acuerdo Naval Anglo-Germano. Pero lo que no sabíamos es que el 23 de agosto de 1939, los ministros de Relaciones Exteriores de Alemania y de la Unión Soviética, Joachim von Ribbentrop y Vyacheslav Molotov, respectivamente, firmaron en Moscú el Tratado Germano-Soviético de No Agresión con un protocolo secreto. Este se conoce hoy día como el Pacto Molotov-Ribbentrop. Cada una de las partes se otorgó «esferas de influencia» (para Alemania, Polonia occidental y Lituania; mientras que para la URSS se otorgaron Polonia oriental, Finlandia, Estonia, Letonia y Besarabia).[3] Este pacto resultaba crucial para Hitler pues aseguraba que, a diferencia de lo ocurrido en la Primera Guerra Mundial, no tendría que enfrentar la posibilidad de conflicto armado en dos frentes después de derrotar a Polonia.

El 22 de agosto de 1939, Hitler le dijo a sus generales, «Les entregaré un casus belli propagandístico. No importará si es verdad. Al victorioso no se le pregunta si dijo la verdad».

El 29 de agosto, Hitler exigió al gobierno de Polonia que un ministro plenipotenciario viajara de inmediato a Berlín para negociar la entrega de la Ciudad Libre de Danzig y para que se permitiera un plebiscito en el corredor polaco (en el cual la mayoría alemana con seguridad votaría por la secesión). Los polacos rehusaron cumplir esas demandas y en la noche del 30 de agosto, en una violenta reunión con el embajador británico Neville Henderson, Ribbentrop declaró que Alemania consideraba rechazadas sus demandas.

La realidad es que seis días antes, el 23 de agosto, Hitler ya había dado la orden de invadir Polonia. Originalmente la planeó para que se llevara a cabo a partir del 26 de agosto. Al enterarse de la oferta de apoyo a Polonia de Inglaterra y Francia, decidió posponer el ataque.

La invasión de Polonia comenzaría días después, el viernes 1.º de septiembre de 1939.

CAPÍTULO V

Caos

Finales de agosto de 1939

Eran las primeras horas del 28 de agosto de 1939. Apenas despertaba cuando sonó el timbre del departamento.

—¿Quién es? —pregunté, pero ya temía la respuesta. Me dirigí a la puerta, solo para ver que por debajo deslizaban el sobre de un telegrama.

Abrí el sobre temblando, pues ya me imaginaba el contenido. En el telegrama se me ordenaba acudir de inmediato a la oficina de reclutamiento del ejército polaco. Debido a mi condición de reservista y a la gran tensión que reinaba en Polonia por aquellos días, la orden no me tomó por sorpresa, pero no por ello significaba que estaba tranquilo.

Me reporté a mi trabajo en la Oficina Central Receptora de Comunicaciones en Varsovia y le avisé a mi jefe, quien entendió muy bien lo que sucedía y me deseó suerte en mi asignación. Luego me dirigí a la oficina del ejército que me correspondía, la cual no estaba lejos. Cuando llegué, me encontré con una caótica escena.

Había muchos que respondían al llamado y por lo tanto, gran confusión, pero resulta que las dificultades para los polacos apenas comenzaban. No se sabía aún que todo el país había sido penetrado, infiltrado, por el espionaje alemán.

En ese entonces, el sistema que se usaba para preparar los avisos oficiales, especialmente los de movilización, consistía en formar largas columnas. La primera listaba el año de nacimiento de cada individuo, la segunda el grado de servicio en el ejército de reserva, la tercera el lugar donde se vivía y, por último, una columna que decía a qué clase de unidad o división militar se tenía que entrar.

El espionaje alemán solo tenía que mover o cambiar de secuencia una columna para que no coincidieran la fecha de nacimiento y los datos de residencia con el lugar donde se podría encontrar al regimiento militar. Esto generaba gran confusión, principalmente en las provincias.

En mi caso, el aviso oficial no tuvo ese problema. Fui afortunado, porque miles de reclutas se encontraron con un sistema que no les podía proporcionar información adecuada para poder ayudar a su país en el momento en el cual más los necesitaba. Aun así, me tomó mucho tiempo poder entrar a la oficina para reportarme con el oficial a cargo de logística.

—Subteniente Rattinger —dijo el oficial—, debe usted ir al cuartel y recoger un camión de comunicaciones. Bajo su mando tendrá cuatro soldados. Usted decide cuál de ellos estará asignado para conducir. Allí recibirá órdenes de viaje detalladas.

El cuartel se ubicaba en las afueras de la ciudad y, cuando llegué, descubrí que había una gran cantidad de vehículos, entre camiones, tanques, cañones y otros. Tras preguntar a un par de personas, encontré la oficina correcta y me indicaron dónde estaba la unidad. Me entregaron los manuales, los libros de claves cifradas y las órdenes de viaje.

El camión que debía comandar no era muy grande, pero era nuevo y estaba equipado con el equipo más avanzado de la época en radio de onda corta, telefonía y telegrafía para el servicio de comunicación entre las unidades de combate. Las instrucciones decían que no solo teníamos la asignación de comunicar, el equipo de goniometría instalado también nos permitía ubicar transmisores enemigos por medio de técnicas de triangulación.

Los ejércitos estaban designados por nombre. A nosotros nos tocaba incorporarnos al ejército Cárpatos. Para esto debíamos dirigirnos al sureste del país, un poco al este de Cracovia, en la región de Małopolskie, y unirnos a una de las divisiones que ya se encontraban allí.

Después de la guerra me enteré de que la estrategia defensiva polaca ponía a unos ejércitos frente a la frontera con Alemania y a otros, entre ellos el nuestro, en la retaguardia como segunda línea.

Si uno ve el mapa de la Polonia actual, parece que sería más expedito tomar la carretera directa de Varsovia a Cracovia. Pero en aquella época esa vía no estaba terminada aún, ya que el país tenía apenas unos veinte años de independencia. Antes de la Primera Guerra Mundial, Lublin y Cracovia estaban en el sector austro-húngaro, desconectadas de Varsovia, la cual se encontraba en el sector prusiano. Por lo tanto, la ruta señalada era tomar la vía E372 a Lublin, unos 170 kilómetros, y de allí dirigirnos hacia el sur unos 250 kilómetros a la ciudad de Tarnow. Luego debíamos desviarnos unos cincuenta kilómetros al oeste, siguiendo la carretera E40, en dirección de Bochnia, y finalmente a las inmediaciones de Cracovia. Iniciamos la marcha.

La cantidad y calidad de los caminos en la Polonia de aquella época era muy pobre. En su mayoría, las carreteras eran de dos carriles, incluso las principales que habían sido pavimentadas solo tenían un carril de ida y uno de regreso. Además, a consecuencia de los vientos de guerra que soplaban desde hacía ya varias semanas, se encontraban saturadas de civiles que buscaban a toda costa evitar el conflicto. Un convoy militar, con camiones y artillería, debía presionar con frecuencia a campesinos en carretas tiradas por caballos y, por tanto, tenían que mandar al frente del convoy un grupo de oficiales para negociar espacio en el camino casi cada kilómetro. Nuestro convoy no era muy grande, solo unos cuantos camiones de comunicaciones y tropa de apoyo, pero aun así debíamos llegar con rapidez a nuestro objetivo.

Mientras más nos acercábamos a Cracovia, el caos parecía incrementarse. Una parte del camino la ocupaban los militares que estaban ya en avance con su armamento, y la otra parte estaba repleta de largas filas de civiles cargando las pertenencias que pudieron tomar a toda prisa, a pie o en cualquier clase de vehículo improvisado. La mayor parte de estos civiles huía rumbo al sur, buscando atravesar la frontera y llegar a un lugar mas seguro, tal vez Checos­lovaquia. Quizá pocos sabían, o tal vez no les importaba, que Alemania ya había ocupado dicho país.

La carretera era una fila continua de gente que se movía con una lentitud exasperante. Tan saturados estaban los caminos y tan lento era el avance, que lo que debía haberle tomado a nuestra unidad tan solo unas cuantas horas, nos había requerido ya dos días y apenas estábamos acercándonos a Bochnia.

Era el 1.º de septiembre. La radio comenzó a sonar con mensajes urgentes de nuestros superiores y otros convoyes cercanos. Los anuncios eran confusos y aterradores, y lo que recibíamos era una combinación de incertidumbre y estática que ofrecía información en pedazos, como un rompecabezas en el cual ninguna pieza se acopla con las demás. Pero los detalles eran suficientes para darnos una idea de lo que no queríamos que fuera verdad.

Había comenzado la invasión alemana y, por ende, la Segunda Guerra Mundial.

CAPÍTULO VI

Un incidente, una agresión y una batalla

1.º de septiembre de 1939

La Alemania nazi había entrado a territorio polaco por dos flancos principales: por el norte, desde Alemania y Prusia Oriental, y por el sur, desde Silesia y Checoslovaquia, lo que hoy es la República Checa.

Mencionaré un incidente, una agresión y una batalla que ilustran la dimensión del ataque que enfrentamos los polacos en el primer día de la guerra.

El casus belli al que se refería Hitler tuvo lugar la noche del 31 de agosto de 1939 en la ciudad de Gleiwitz, una población pequeña en la Alta Silesia de la Alemania de preguerra, justo en la frontera con Polonia. A partir de 1945, la ciudad se llama Gliwice y se encuentra en Polonia.

El Incidente Gleiwitz, como se le conoce, fue una de las más de una docena de maniobras llevadas a cabo como propaganda de la Alemania nazi para justificar el inicio de la guerra, y es también la más conocida de la llamada Operación Himmler, una serie de tácticas no convencionales llevadas a cabo por las Escuadras de Protección Schutzstaffel.

La maniobra se trató de una operación encubierta, en la cual las fuerzas nazis se disfrazaron de soldados polacos y atacaron la estación de radio alemana Sender Gleiwitz. Un pequeño grupo de operativos alemanes, bajo el mando de Alfred Naujocks, SS-Sturmbannführer de la Gestapo, tomaron la estación y transmitieron —en idioma polaco— un breve mensaje antialemán, para dar la impresión de que el ataque y la transmisión eran trabajo de saboteadores polacos.

Para que esta charada fuera más convincente, los nazis asesinaron a Franciszek Honiok, un granjero alemán que simpatizaba con los polacos y que había sido arrestado el día anterior por la Gestapo. Lo vistieron en uniforme polaco, lo llenaron de balas y dejaron su cadáver en la estación para crear la ilusión de que había fallecido durante el ataque. Posteriormente se valieron de la presencia del cuerpo para justificar su denuncia frente a la policía y a la prensa. Además de Honiok, los nazis habían asesinado a varios prisioneros, sus rostros desfigurados para impedir que fueran identificados. A todos los habían vestido con uniformes polacos y sus cuerpos habían sido abandonados cerca de la estación.

Años más tarde, en los juicios de Núremberg, Naujocks testificó que organizó el incidente bajo órdenes de Heinrich Müller, jefe de la Gestapo en la región. La agresión fue un acto inconfesable de las fuerzas alemanas que se llevó a cabo en la región centrooccidental de Polonia.

Apenas a las 4:40 horas de la mañana, los poco más de 16 000 habitantes de la ciudad de Wieluń despertaron con el aterrador rugido de las bombas que arrojaban, entre otros aviones, los bombarderos Stuka, que comenzaban su ataque en picada.

El bombardeo de la madrugada del 1.º de septiembre de 1939 dejó la ciudad de Wielun en ruinas. Era un objetivo de fácil alcance por encontrarse a unos cuantos kilómetros de la frontera alemana y porque no representaba riesgo por no tener ningún tipo de guarnición militar ni defensas antiaéreas. Por eso, cuando el general Wolfram von Richthofen, el mismo exjefe de la Legión Cóndor, cuyos aviones arrasaron la ciudad vasca de Guernica en 1937, dio la orden de atacar sorpresivamente, la masacre fue inevitable.

Los nazis dejaron caer más de 46 000 kg de bombas sobre objetivos civiles a lo largo de nueve horas, aniquilando la ciudad. Nunca se estableció el número exacto de víctimas, pero las estimaciones van de cientos a más de mil muertos.

El ataque a la ciudad se considera como el primer crimen de guerra cometido por Alemania en la Segunda Guerra Mundial, pues la Luftwaffe —la Fuerza Aérea Alemana— reportó que uno de los primeros lugares destruidos fue el hospital, claramente identificado, y después, los pilotos alemanes ametrallaron a civiles que huían.

El bombardeo a esa pequeña e indefensa ciudad se hizo para comprobar la capacidad y exactitud de su armamento. Se trató de un ensayo asesino.

Finalmente, la batalla. Aunque los alemanes habían atacado ya otras ciudades durante la madrugada, la que se considera la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar en el puerto báltico de Danzig. No fue sino hasta después de la guerra, estando ya en México, que me enteré de los detalles de la defensa heroica de Westerplatte.

La Ciudad Libre de Danzig fue una Ciudad-Estado semiautónoma que existió entre 1920 y 1939. Se creó el 15 de noviembre de 1920, de acuerdo con el Tratado de Versalles al final de la Primera Guerra Mundial, y estaba formada por el puerto de Danzig, a la orilla del mar Báltico, y unas 200 poblaciones de los alrededores.