De magias y prodigios - Angelina Muñiz-Huberman - E-Book

De magias y prodigios E-Book

Angelina Múñiz Huberman

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Beschreibung

Se presentan estos 14 cuentos fantásticos en los que viven y se transmutan personajes verdaderos (Ramón Llull, Giordano Bruno, Anna Frank, Etty Hillesum) en seres distintos y contradictorios, bajo la pluma mitificadora de Angelina Muñiz-Huberman, maestra de lo insólito.

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DE MAGIAS Y PRODIGIOS

Catorce transmutaciones de materia y espíritu conforman este libro. Las vidas de los personajes no son sus vidas, sino sus deseos. Alejados en el tiempo (Ramón Llull, Giordano Bruno) o cercanos y dolientes (Anna Frank, Etty Hillesum), se empeñan en una búsqueda de lo que no puede hallarse en esta tierra. Cabalistas soñados y magos reales contravienen sus propias enseñanzas. La historia clásica es revertida y Mercucio y Giulietta son los amantes que rechazan a Romeo. En Oldenburgo la vida puede ceñirse a una casa cuya puerta no se abre. O en Aquisgrán un hombre trata de afirmar su propia paz interna. Dos formas del exilio fluctúan: la de la tierra perdida y la de la locura encontrada. Todo es posible en 14 transmutaciones sublimadas desde un torreón de Mixcoac.

Angelina Muñiz-Huberman (Hyères, 1936) ha escrito, entre otros libros, Morada interior (Premio Magda Donato, 1972), Tierra adentro, La guerra del Unicornio, Huerto cerrado, huerto sellado (Premio Xavier Villaurrutia, 1985). Colabora con ensayo, poesía y cuento en revistas y suplementos literarios nacionales y del extranjero. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, al francés y al hebreo.

ANGELINA MUÑIZ-HUBERMAN

DE MAGIAS Y PRODIGIOS

Transmutaciones

letras mexicanas

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 1987 Primera edición electrónica, 2016

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

D. R. © 1987, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4457-2 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

A Alberto, a Míriam, a Rafael

MERCUCIO

A Giulia Cardinali

ESTE Mercucio que precipitadamente baja las escalinatas de piedra labrada que terminan en el embarcadero. Este Mercucio que ya quiere avistar el galeón entre las brumas tempraneras. Este Mercucio que siente a sus espaldas el golpeteo acompasado de los guardas de su enemigo.

Este Mercucio que viene huyendo y cuya capa de terciopelo negro flota al aire fresco del amanecer.

Si logra escapar no sería la primera vez, ni la segunda, ni la tercera. Sus pies no pisan la piedra sino el preciso instante necesario para dar un punto de apoyo y de impulso al músculo que los impele. Si Mercucio, al mismo tiempo que huye, pudiera verse en el reflejo de un espejo, se gozaría en su contemplación. Si apartara el temor y el sentido de preservación no buscaría con los ojos si las velas del barco están aprestadas, y, en cambio, en su imagen refleja contemplaría el descenso velocísimo de su figura de hombre joven aún, de caballero galanamente ataviado, de horizonte amplio y claro, anuncio de mañana impecable.

Se vería a sí mismo en movimiento perpetuo. Bajando infinitamente la escalinata sin nunca terminar de hacerlo. El aire cortado veloz por la capa. Su camisa de seda blanca contra el terciopelo negro. Su gorra ladeada y la pluma volando.

Había sido advertido, pero prefirió esperar hasta el último momento. Por si acaso, llevaba el veneno en su anillo. Él mismo había seleccionado cuidadosamente las poderosas hierbas. Había subido el monte y había elegido las más frescas y olorosas. Luego las dejó secar al sol de mediodía. En las noches las cubría con una gasa que sólo permitía la sombra de los rayos de la luna. Así durante dos veces siete días. Esperó a que lloviera al amanecer y guardó un poco de agua. Entonces molió las hierbas en el mortero. Le agregó sangre de basilisco, oropimente y azafrán. Tres gotas del agua de lluvia que había recogido. Lo amasó y lo dejó reposar. En la tarde cuando brilló el primer lucero, decantó la mezcla en el alambique y la dejó destilar toda la noche. Con el primer canto del gallo, tomó los residuos con pinzas de plata y los introdujo bajo la esmeralda movible de su anillo. Lo selló y olvidó hasta el día en que fuera oportuno. He aquí que estaba prevenido Mercucio.

Porque Mercucio sabía que quienes como él se dedicaban a lo oculto el día llegaba de la violencia y la profanación. Del crimen y de la muerte. Oculto para los demás. Que para él era claro como la luz del día. Matemático y comprobable. Puro y severo. Círculo. Triángulo. Cuadrado.

Su ciencia era síntesis del estudio, del rigor y de la voluntad. De la perfecta soledad y de la vía ascética. De haber amado la tradición y haberla hecho fuente de vida. Del encendido deseo por el conocimiento que revuelve la pasión, que estremece las entrañas. Del desorden que provoca la búsqueda de la armonía. De la inquietud. Del desasosiego del alma. Del vagabundeo.

Pero su ciencia no era admitida por los demás. No era entendida. No conducía a ningún fin práctico. (O si condujera a algún fin práctico, éste se veía tan lejano que era lo mismo que si no condujera.) Estorbaba. Llevaba a fracasos y a errores. A predicciones falsas. A horóscopos mal calculados. A batallas perdidas. A príncipes destronados. A intrigas. A traiciones.

Mercucio era señalado. Objeto de escarnio. Perseguido. Maldito. Desterrado.

Pero él volvía a empezar. Pacientemente. De cero. Salvando sus manuscritos y cargando con ellos de ciudad en ciudad. Por si lograra encontrar quién se los imprimiera. Casa ligera de caracol. Papel entintado. Que cuando lo logró fue su fama: su gloria y su perdición.

Aclamado en las cortes, la envidia y el peligro eran su sustento. En el fondo, siempre surgían las fuerzas que se empeñaban en destruirlo. Si su horóscopo se cumplía y el hijo del rey de España enfermaba y moría, el brazo inquisitorial estaba presto a asfixiarlo y a condenarlo como hechicero. Si los conjuros y los encantamientos no eran suficientes para librar de prisión al bienamado de la reina de Francia, los nobles caballeros lo acorralaban hasta las fronteras y lo encerraban en un calabozo. Si, por fin, encontraba la paz y la calma para el estudio en Praga, al lado de los Reyes del Invierno, éstos se veían envueltos en una guerra que perdían y, de nuevo, Mercucio tenía que salir huyendo entre caos y ruinas.

Probó ser estratego y militar en Italia. Músico y astrónomo. Médico y matemático. Pero la volubilidad lo acuciaba. Retirado en un convento, sumó página tras página de su obra ya extensa: siendo su única constancia.

Un día, por la ventana de su celda, vio pasearse por el huerto a Giulietta. La clara luz del sol brillaba en los verdes de las hojas. Un dorado presentido apaciguaba. Tonos vitrales, rojos y azules, se filtraban. Al centro del huerto, la fuente cantarina. Cuatro vías empedradas que terminaban o empezaban en ella. Casi cree que se le representa el hallazgo del amor. A la manera de los milagros de la virgen. La doncella que encubre su rostro y sólo deja adivinar y alabar la perfección. Algo en el movimiento de la mano. Algo en cómo se inclina levemente el cuello. El pie que apenas asoma bajo el reborde de la saya, principio de la pierna, principio del muslo, principio del centro del sexo, suave vello, húmedo, delicado caracol.

Mercucio podría desnudar a Giulietta y amarla toda la tarde. Ir moviendo su cuerpo para que el sol dorara cada tono de piel y cada músculo alterado. Ante la ventana, que de las axilas fluyera la sombra y de los pezones la gota de miel. De rodillas ante ella, la cabeza impregnada en su olor. Los dedos nunca hastiados. Los labios en busca de los labios.

Y ella, apretando su cuerpo contra el de él, entre sus muslos su miembro, acariciando su espalda, doblando sus uñas contra los costados, deslizándolas. Mordiéndole el lóbulo de la oreja. Jugueteando la lengua.

Pero Giulietta pasa por el huerto y desaparece tras una arcada, apenas dejando el aire ondulado.

Mercucio, en su celda, no ha soltado la pluma y la frase escrita ha quedado interrumpida. ¿Quién es ella? ¿Por qué la ha imaginado en éxtasis? ¿Qué corrientes y qué elementos ha agitado? ¿Dónde ha derramado el polvo de estrellas del reconocimiento?

Ahora Mercucio, en su confusión, piensa si es ella la dadora de vida o si es la profanadora de semillas. Si del núcleo vendría la creación o si el origen esparcido sería pisoteado. Si Eva: aceptaría la pasividad. Si Lilith: reclamaría la igualdad. ¿Quién es ella? La pluma ya no escribiría y las palabras en la página se han borrado al leer.

He aquí que debe haber un nuevo orden en las letras. Giulietta podría invocar la inversión alfabética y con ella, la destrucción. La muerte. Y siete veces siete vueltas a la tumba. Lo que ha sido hecho de polvo volverá al polvo. Lo deleznable se delezna. Sólo la palabra de Dios sobre la frente podrá salvar. El hombre perece ante la mano poderosa.

Para Mercucio, Giulietta es el enigma: el riesgo o el secreto. Puede significar la consagración y el hallazgo. Puede no significar: e iniciar el retorno al líquido del olvido. Tachar el principio del verbo y desoír el proceso enumerativo. Puede ser la armonía que componga su obra. O puede ser el soplo que la consuma. Enigma. Riesgo. Secreto.

No le queda sino seguirla. Llevarla a la celda y descubrir su cuerpo. Si pudiera comprender el móvil de la vida: si en finos cortes, capa por capa, hallara el hilo conductor: la sangre que va por la vena: la inescrutable unión: el más allá de la idea. Si descubriera por qué la forma. Por qué el vaso. Por qué el recipiente. ¿Y lo de dentro? No. Lo de fuera. Por qué.

Y por qué lo de fuera y lo de dentro. Por qué no un todo. Quién habló de fronteras. Quién las estableció. Quién dio el grito desgarrador.

Siempre el duplicado. El doblete. El doblez. El dúo. Dos.

No existe la unidad.

Mercucio busca a Giulietta. Qué importa ya la página interrumpida, la pluma suspensa. Ni el estudio, ni la reflexión. Ni el problema, ni la solución. Es ella. Ella la que todo lo absorbe. La que lo ha arrastrado. Como un perro venteando. Ha quedado en medio de la plaza. Una de las puertas es la suya. Una debió cerrarse casi atrapando al vuelo los pliegues de terciopelo. El silencio todo lo envuelve. El atardecer se precipita. Oscuridad que resalta el alto muro blanco, el hierro forjado, los relieves de la madera.

Si se encendiera una luz. Si alguna ventana se iluminara. Si el balcón se abriera.

Sería la noche estrellada del alma.

Se apoya en un dintel Mercucio. Quiere velar. No hay orden que instaurar: son los fragmentos dispersos los que se acumulan. Lo anterior ha sido relegado. Lo posterior no pesa. Ahora que vibra es como si no vibrara: el tiempo no se recuerda. Es solamente la forma la que existe. El cuerpo de Giulietta. Mientras el cuerpo palpite, eso es Mercucio. El cuerpo tibio, suave, cálido. Tan para tener —detener y retener— entre los brazos, tan para recorrer, que es lo inasible la piel, el poro, el repliegue. Atrapar el movimiento en otro movimiento que no es el habitual. Provocar el ritmo de lo único. La pura reacción del músculo y el nervio: el pensar obliterado y trascendido. Es otra la vida del cuerpo. Es tan poderosa que mata el alma.

Mercucio sólo anhela el cuerpo de Giulietta. Sólo anhela su propio cuerpo en el cuerpo de Giulietta. Y que Giulietta así lo comprenda.

Giulietta ha cerrado la puerta tras de sí y ha sentido que alguien la seguía. Palpitando se ha apoyado contra la pared. Le ocurre que ya no desea sus bodas con Romeo. Que la reconciliación de las familias es su desprecio y su banalidad. Que para que haya paz se eligiera la mediocridad. Que por el bien de la república se desvaneciera la tragedia.

Giulietta escapará. No soporta los contratos, ni la compraventa. Quiere que de los cuerpos fluya sangre. Infligir dolor. Desgarrar la carne. Arrancarse de sí y de los demás. La afilada hoja de cuchillo. El delicado veneno. El filtro enloquecedor.

Ha visitado la cueva de la hechicera. Ha visto colgar de sus paredes huesos de corazón de ciervo, lengua de víbora, cabezas de codornices, haba morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de yedra. Todo lo tiene a punto. Con que sólo agregue unas hojas de estoraque, de granillo y azofaifa a la pócima preparada será suficiente. Después de la muerte huirá. Vivirá con la hechicera y aprenderá de ella sus artes. Las fechas, los astros y las conjunciones. La elaboración de caldos y bálsamos. Lo mismo la mezcla curativa que la infusión mortífera. El milagro o la destrucción final. Todas las aberraciones y herejías. Cabalgar en macho cabrío al aquelarre. Su cuerpo desnudo, untado de aceites y especias, elevado por el aire. El ungüento que vuelve invisible. El maravilloso elíxir que convierte en bestias a los hombres. La mandrágora para la locura de amores. Los dientes de ahorcado para la eterna bienandanza y felicidad. Invocar la tormenta y el rayo y el trueno. El granizo cortante y el viento levantapolvos. Las enfermedades que caen del cielo. La sarta de maldiciones. Las impotencias y las alucinaciones. La espantable predicción y la lujuria recuperada. La perversión acariciada. Íncubos y súcubos. Penetraciones. Desgarramientos. Éxtasis.

Sólo en la carne torturada encontrará Giulietta el alivio de su alma.

Mercucio esperó toda la noche. En la madrugada, el balcón se abrió. Giulietta.

No tenían que hablar. Mercucio estaría en su celda y Giulietta entraría.

Cuando más calor hacía. A la hora de la siesta. Cuando zumbaban los insectos y las hojas turgentes doraban las sombras. Cuando Mercucio se debatía. Cuando Giulietta no pisaba los adoquines sino que volaba.

El tiempo no se medía. La apertura del espacio no se contaba. Las palabras tampoco ponderaban. Era sensación tras sensación. Deseo tras deseo. Temblar. Palpitar. Estremecer. En lo que duró, si es que hubiera sido posible discernir, el trance del no encuentro hacia el encuentro, prevaleció el estertor original, el primero y el último. La oscura edad previa al nacimiento: los sueños no recordados. Los grandes huecos negros de la mente: y del cosmos. Se limpió la razón y el intelecto. Incluso la imaginación. Fue el retorno a la memoria de los organismos unicelulares. El átomo indivisible. El coloide que flota.

Cuando Giulietta abrió la puerta de la celda, Mercucio, a contraluz, aguardaba. Y cada uno lo sabía. Mercucio ya no sería el alquimista aclamado ni Giulietta la esposa requerida. En sí conjugarían el fin de los tiempos. La caída del engaño. No más actuar conforme a buenas reglas. La primera revuelta y el primer corte. Todo orden trastocado. Toda ley subvertida.

De cuerpo desnudo iniciaron el padecimiento de la pasión. Fueron desollando la piel y más abajo hasta llegar al hueso. Machacaron el hueso y desmenuzaron el interior, entre dedos frotados. Era indudable que no había nada más. Luego el alma no parecía.

Hasta dónde se hundieron sin nunca tocar fondo, ni en la memoria se pudo preservar.

Cuando intentaban, débilmente, regresar a las orillas perdidas, Giulietta habló: “El filtro envenenado se lo envié a Romeo, con unas palabras: Bebe para que vuelva a amarte y mata a Mercucio que me ama”.

Más de prisa se vestía y se calzaba Mercucio para acudir a la cita con la muerte.

Este Mercucio que precipitadamente baja las escalinatas de piedra labrada que terminan en el embarcadero. Este Mercucio que ya quiere avistar el galeón. Este Mercucio que siente el golpeteo acompasado de los guardas de Romeo. Este Mercucio que cae con la lanza clavada que le atraviesa de espalda a pecho y gotea sangre rápida hacia la espuma del mar.

Y arriba, más arriba, en los altos escalones cae Romeo, con el filtro paralizando sus miembros.

Y más arriba, más arriba aún, Giulietta se ha arrojado al mar, en éste su único vuelo.

IORDANUS

PRIMERO midió con la vista la altura del muro. Lentamente lo fue trepando, apoyando con cautela los pies en las piedras que sobresalían, estirando los brazos y afianzándose en las hendiduras. Su hombro derecho se raspaba contra las zarzas que habían crecido entre la roca. Sintió que una espina se le clavaba en el muslo. No querría que los otros vieran gotas de su sangre. Pero su sangre resbalaría y penetraría en el fondo oscuro de la tierra. Algunos lo recordarían. Otros lo olvidarían. Llegó a la parte cimera del muro, donde el musgo suavizó la mano. Aún se detuvo un rato. Vaciló entre volver la vista atrás y contemplar lo que abandonaba para siempre o negar con su desprecio una melancolía desmoronable. Eligió no mover la cabeza y, en cambio, deleitarse en el terreno franco que se le ofrecía. Descender era más fácil. Entonces quedaba el recurso de lanzarse, ya cerca del suelo.