De Sande al mundo - Elvira González Fernández - E-Book

De Sande al mundo E-Book

Elvira González Fernández

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Beschreibung

Cuando Elvira tomó un vuelo de Madrid a Caracas, nunca imaginó pasar los siguientes dos meses ingresada en una clínica, debatiéndose entre la vida y la muerte por una enfermedad desmielinizante desconocida que la dejó paralítica por un par de meses. Llegó a España en una silla de ruedas, no obstante, esta circunstancia no la amilanó: había pasado por muchas adversidades antes y las había sobrevivido. Llegó hasta a quedar ciega de un ojo y se curó, algo que los oftalmólogos llamaron un milagro, pues no se explican todavía lo sucedido. Pensando en su familia primero, creció ante los desafíos que la vida fue presentando: nunca se acobardó en los momentos más críticos. Es más, continuó viajando y disfrutando de la vida, sin pensar cuánto tiempo le queda para seguir caminando —su equilibrio empeora cada año y puede que regrese pronto a la silla de ruedas— porque, como en sus 72 años de vida, siempre que pueda, seguirá avanzando hacia adelante. 

Elvira Fernández de Veiga, de 72 años, nació en la provincia de Orense, España, y vive en Vigo desde hace tres años. Durante 60 años vivió en Venezuela, donde se casó, formó una familia y enviudó. Desde niña su hobby era leer todo tipo de libros que cayera en sus manos; siempre soñó con escribir un libro para ayudar a otras mujeres y para exponer que en la vida hay momentos dulces y amargos:  lo importante es saber sobrellevarlos y canalizarlos. 
Alguna vez leyó que en la vida hay que realizar tres cosas: tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol. Con esta publicación, finalmente cumplirá esos tres objetivos. 
 

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Elvira Fernández de Veiga

 

 

 

De Sande al mundo

 

 

 

 

Ayrton Zazo Girod (Curador)

© 2022 Europa Ediciones | Madrid www.grupoeditorialeuropa.es

ISBN 979-12-201-2771-4

I edición: Octubre de 2022

Depósito legal: M-20953-2022

Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

De Sande al mundo

 

Dedico este libro a mi esposo por su amor, comprensión, apoyo respeto y tolerancia durante 41 años.

 

A mis padres por sus sacrificios y esfuerzos, gracias a ellos soy lo que soy.

 

A mis abuelos que asumieron el rol de padres inculcándome valores para afrontar la vida.

 

A mis hijos que me ayudaron a ser fuerte: son mi fortaleza, mi apoyo, están a mi lado cuando los necesito y son lo más hermoso que la vida me dio.

 

A mis nietos que iluminan mi vida

con sus risas, alegrías, me llenan de felicidad, sin ellos me sentiría vacía y triste.

 

A Tony y Pili, hermanos de corazón y del alma, dos pilares fundamentales que siempre estuvieron a mi lado cuando los necesite.

 

A mi familiares y amigos gracias por su apoyo incondicional en los momentos más difíciles de mi vida.

 

 

Introducción

El 11 de marzo de 2020, en medio de la pandemia de Coronavirus, cumplí 70 años. Exactamente, al otro día, concurrí a un chequeo médico en el que mi neuróloga me impuso una cuarentena estricta. Mi edad y el hecho de ser una persona con una enfermedad desmielinizante —una rara esclerosis múltiple que al momento de escribir estas líneas todavía no fue identificada— me convertían en una persona de alto riesgo en el contexto pandémico mundial.

Navegué los primeros días de ese confinamiento con normalidad: Lumi, mi hijo, y Ari Anne, mi nuera, me traían alimentos, se llevaban la basura y me ayudaban con cualquier necesidad que tuviese del “mundo exterior”. Pero tras 22 días de encierro, comenzaron a aflorar en mi cabeza los recuerdos, tanto tristes como felices, de mi vida en España y Venezuela: el amor, mi matrimonio, muertes, nacimientos, robos, accidentes, quiebras, secuestros, pérdidas de amigos, enfermedades… Había dejado España cuando era una niña, para ir a Venezuela, e hice el camino inverso casi 60 años más tarde, abandonando casas, bibliotecas repletas de libros y sobre todo, abandonando un país que adoro y añoro, para volver a una tierra que, si bien llamo natal, pues aquí nací, sigue sintiéndose extranjera para mí.

El 4 de abril de ese mismo año, recibí la dolorosa noticia de la muerte de Antonio, un amigo con el que había compartido muchas juergas y muchos momentos de mi vida. Más que amigo, era familia. Su muerte fue un duro golpe: por las prohibiciones y por el riesgo de sufrir un cambio de presión dañino para mi salud, no pude viajar a Viveiro —la ciudad en la que vivió los últimos años de su vida— a despedirlo. Antonio y Conchi, su esposa, me habían apodado “Madre Coraje” por las luchas que había llevado adelante en mi vida para proteger y defender a mis hijos de todas las adversidades que nos tocó sufrir.

La muerte de Antonio, el recuerdo del apodo Madre Coraje y mi reciente cumpleaños me llevaron a reflexionar sobre lo efímero que es todo en la vida. Encerrada en casa, comencé a escribir estas memorias, con el fin de compartir mis vivencias con mis nietos, a quienes, por mi trabajo, no pude dedicarles todo el tiempo que hubiese querido. Confío en que me recuerden en un futuro con un poco del vastísimo cariño que les tengo.

También, con la frase “Mujer no se nace, se hace” de Simone de Beauvoir —una de mis escritoras favoritas— grabada a fuego en mi mente, quisiera compartir este libro con todas las mujeres del mundo, con el fin de alentarlas a perseguir sus sueños. Con educación, lucha, trabajo y esfuerzo, todo es posible para las mujeres.

“Quien no fue mujer, ni trabajador, piensa que el de ayer fue un tiempo mejor” escribió alguna vez María Elena Walsh, poeta, compositora y escritora argentina. Hoy las mujeres están en una posición de mayor cercanía a la igualdad de derechos que los hombres, y espero, con estas memorias, poder compartir con las nuevas generaciones de mujeres empoderadas que tenemos todo por conquistar.

1

Nací el 11 de marzo de 1950 en la casa de mis abuelos maternos, ubicada en una aldea muy pequeña en la provincia de Orense. Tan pequeña era la aldea que, con el tiempo, en vez de crecer, se achicó cada vez más: al momento de mi nacimiento, la habitaban alrededor de 100 habitantes y en la actualidad… Quedan solo seis.

Los recuerdos y anécdotas de mi más tierna infancia me fueron contados por mi abuela materna. Mi abuela había tenido doce hijos, de los cuales dos habían muerto cuando eran bebés, dos cuando eran adultos y los ocho restantes se habían ido a vivir a diferentes lugares. Tanto amor tenía mi abuela para darle al mundo, que aún con diez hijos, adoptaba a sus nueras como hijas, y fue acompañada hasta el fin de sus días por una de ellas, Marina, la esposa de su hijo menor, Jesús.

La pobreza invadía la mayor parte de los hogares rurales de la España de posguerra, pero las mujeres de las familias hacían malabares con los escasos recursos que tenían. Mi abuela me contaba, cuando era pequeña, la genealogía de mi ropa, como había pasado de los mayores a los pequeños, y cómo cuando se iban rompiendo, se convertían en otras prendas. Un vestido roto era convertido en ajuar para él bebe. Donde nada sobraba, todo se convertía y reciclaba.

La gente joven de la aldea se reunía en un pajar, donde bailaban hasta la mañana siguiente. Los músicos eran autodidactas y lo que no tenían por falta de formación, lo compensaban con sobrado talento. Mi tío

Julio tocaba la armónica, y lo acompañaba uno que tocaba el saxofón y un acordeonista de una aldea vecina.

Los días transcurrían tranquilos entre quehaceres domésticos y entretenimientos comunales. Cuando tenía cinco años, mis padres me dejaron con mis abuelos paternos para ir a Venezuela a buscar una vida mejor. Mi infancia transcurrió entre la casa de mis abuelos paternos, donde vivía, y la casa de mis abuelos maternos, donde se realizaban las verbenas en el pajar. En esos tiempos, tenía un perro que era mi mejor amigo. Me acompañaba a todas partes, siempre sujeto a una cuerda para que nada le sucediera. Una tarde, decidí soltarlo para que deambule libremente, confiando en que nada iba a pasarle. A esa temprana edad, aprendí lo que es la muerte: el perrito comió veneno del que los aldeanos ponían en las cosechas para protegerlas de las plagas y murió. Me la pasé varios días llorando, sin comer, sumida en una profunda tristeza. Mi abuelo, sin saber exactamente qué hacer ante una situación tan triste, llegó a los pocos días con una yegua jovencita, que se convirtió en el mejor regalo de mi vida. Como no tenía fuerzas para ponerle la silla, la acercaba al muro que rodeaba la casa de mis abuelos y la montaba a pelo, trotando juntas por los caminos y bosques cercanos a la aldea. Si me caía, la yegua, mansa, esperaba pacientemente a que la montara de nuevo.

Por las mañanas, iba a una escuela pública situada a dos kilómetros de distancia de mi casa. Por las tardes, iba a clases particulares dictadas por Doña Elisa, en la que me encontraba con niños y niñas de diferentes edades residentes de las aldeas vecinas. Muchos de sus padres también se habían ido al exterior, y años más tarde pude encontrarme, en otras latitudes, con algunos de esos compañeritos de la escuelita de Doña Elisa.

La biblioteca de la casa de Doña Elisa era enorme y ella, generosa como era, me prestaba libros que yo, sin otra cosa que hacer, devoraba de principio a fin. Doña Elisa, perteneciente a una familia de buena posición y siempre triste por la muerte de su hermano, médico, vivía encerrada en las cuatro paredes de su casa, de la cual solo salía para ir a misa los domingos, vestida de un riguroso luto. Su contacto con el exterior, y gran legado, era haberles inculcado a tantos niños, como a mí, el amor por los libros. Como en la aldea había poca electricidad, dependíamos de faroles para ir de un lado a otro y para continuar nuestras vidas una vez que hubiese anochecido, lo cual me permitía seguir leyendo hasta altas horas de la noche. En la zona donde había nacido se hablaba gallego, pero para entrar al bachillerato era necesario saber y dominar bien el castellano. Los libros fueron de gran ayuda en ese momento de formación, dividido entre el idioma cotidiano y el de los libros.

Luego de las clases de Doña Elisa, solía montar a mi yegua hasta el anochecer. Durante los fines de semana y en los periodos de vacaciones, llevaba a pastar al ganado a los campos. Era pequeña, pero no temía a los lobos u otros animales que rondaban por ahí. Una vez al mes, iba al molino en el río Avia, a unos 4 kilómetros de casa, para moler el maíz recolectado y convertirlo en harina, con la cual elaborábamos pan y comida para los animales. Mi abuelo cargaba un saco de maíz sobre mi yegua, y luego me cargaba a mí: al llegar al molino, el molinero me bajaba primero a mí y luego al saco. Terminados los procesos, vuelta al ruedo: primero el saco, ahora repleto de harina, y luego yo, para volver lentamente hacia casa. Una vez, el saco —mal atado— se volteó hacia la barriga de mi pobre yegua, que incomoda, no podía caminar con el saco entre las patas. Pero no me deje amedrentar por ello: busqué un muro, me trepé y con todas mis fuerzas logré enderezarlo y retomar el camino a casa. La aldea me había enseñado, desde pequeña, que la vida estaba repleta de problemas e imprevistos: estaba en las manos de una misma resolverlos.

Los días 4 y 18 de cada mes, se celebraban las ferias del ayuntamiento, donde mi madrina Cristalina vendía productos de sus campos. Esperaba ansiosa su regreso, porque traía con ella naranjas, plátanos y diferentes frutas exóticas que mis abuelos no podían comprar, pero que ella, siendo esposa de un encargado de minas que ganaba relativamente bien, podía darse el lujo de llevarle a sus hijos —Otilia y Etelvino— y a mí. Esos días, me sentaba en el balcón de casa esperando verla para correr a buscarla y probar las delicias con las que volvía.

En septiembre, mis abuelos peregrinaban al Santuario de Nossa Senhora da Peneda, ubicado en Melgaço, Portugal, a unas doce horas de distancia caminando. Mis abuelos eran muy católicos, y al llegar al Santuario, se descalzaban y subían de rodillas por las escaleras. Rezaban y luego bajaban para descansar y pasar la noche allí. Los habitantes de Melgaço sostenían que la Virgen se había aparecido en el mismo lugar donde luego fue construido el templo. La veracidad de esa historia era improbable, sin embargo, la fe era más fuerte y la gente acudía en masa en septiembre. Mis abuelos volvían a casa con las rodillas y los pies heridos, pero contentos de haber cumplido con lo que consideraban su deber religioso.

Ese mismo mes también se festejaba en la aldea las fiestas de la parroquia, que duraban dos días y tenían como invitados a varias personas de aldeas vecinas. Siempre aparecía gente a comer en casa: el abuelo asaba un cordero, la abuela cocinaba diferentes platos junto a su hija Felisa y por la noche se ponían todos los alimentos en canastas y comíamos todos juntos en montes vecinos a la fiesta, para no perderse las verbenas. Eran días fantásticos de fiesta, donde el humor general de la aldea se podía percibir en los aromas de las diferentes comidas que se preparaban y oír en cada una de las verbenas que se organizaban. Si las fiestas eran realizadas en alguna aldea un poco alejada, los jóvenes se calzaban alpargatas para no estropear los zapatos de baile, pero de ninguna forma se perdían la oportunidad de festejar.

Cuando tenía 10 años, a mi abuela le dio un ACV: quedó paralítica de la parte izquierda de su cuerpo, pero logró recuperarse lo suficiente como para caminar arrastrando un pie. Ante esta situación, mi abuelo contrató a una señora, llamada Amparo, para que ayude a mi abuela con las labores de la casa. Junto a Amparo, vino Celso, su hijo, que comenzó a trabajar con mi abuelo en el campo. A partir de ese momento, la salud de mi abuela empezó a empeorar cada vez más: a cada rato tenía que coger a la yegua e ir galopando hacia la farmacia más cercana —a cuatro kilómetros de distancia de la casa— o a buscar de emergencia al médico. En una de estas travesías tropecé con una rama de un árbol y rodé por el suelo: sin importar la cantidad de sangre que me salía de la nariz, seguí mi camino. El bienestar de mis abuelos era lo más importante en esos momentos.

El único respiro de esa situación en casa fue que llegó el momento de hacer la primera comunión. Mi tía Preciosa, que en esos momentos estaba embarazada, me vino a buscar en el autobús a leña que circulaba por las aldeas. Compramos los zapatos, el libro y el rosario en lo que fue una aventura increíble para mí. No salía mucho de la aldea en la que estaba, más que para cabalgar en los bosques cercanos o dirigirme a otras aldeas. Para el regreso, mi tía decidió que volviéramos caminando por el bosque. Cuando llegamos al río, bajamos y lo cruzamos en una barca que llevaba ganado y gente, indistintamente. El viaje de casi tres horas fue todo una novedad: el mundo en el que me movía era muy pequeño y no llegaba a imaginar la travesía que habían realizado mis padres y que —aunque todavía no lo sabía— también realizaría yo.

Como la salud de mi abuela seguía empeorando, mi abuelo le escribió una carta a mi padre, el único hijo varón que tenía. Vino a verla desde Venezuela, vía Azores, Madrid, y de regalo, me trajo un reloj de oro, una casita con unas tacitas y una muñequita afroamericana. Fueron mis únicos juguetes, que atesoraba con muchísimo cariño. Pero poco tiempo duró la feliz visita de mi padre qué, como se acercaba mi ingreso al bachillerato, me internó con las Hermanas Carmelitas, con el fin de sacarle un peso de encima a mis abuelos, y tener más vigilados mis estudios. Fue un gran shock para mí: estaba acostumbrada al campo, a la libertad de poder ir y venir a donde quisiera y sobre todo, me dolía dejar a mi yegua, compañera de tantas aventuras, idas y venidas.

A los pocos meses, me enfermé gravemente de los pulmones: el convento no era lugar para mí. Mi abuelo decidió entonces llevarme a vivir a la casa de mi tía Carmen, mi tío Arturo y mis primas, Charo y Carmen. Este conducía un autobús de pasajeros y como a veces me llevaba con él en los trayectos que tenía que realizar, pude conocer varias villas, ciudades y hasta conocer el mar por primera vez.

Poco tiempo antes de irse, mi padre le dejó dinero a mi abuelo para que compre un televisor para mi abuela. Como se la pasaba en la cama, quería dejarle algo con lo cual pudiera entretenerse. Vino un señor que colocó una antena para que el aparato funcionara. Primero la colocó en un pino, porque tenía que estar a grandes alturas. Con el viento, y el vaivén del pino, la señal iba y venía. Decidieron, entonces, ponerla en la punta de un tronco fijo, donde finalmente funcionó con un poco más de estabilidad. La casa de mis abuelos se convirtió de repente en una sala de cine, dado que no era común tener uno de esos aparatos a principios de los años sesenta. Para los vecinos de la aldea fue todo una novedad: gritaban y lloraban viendo películas donde la gente moría o había guerras. A mí me gustaba mucho ver el programa de Guillermo Tell, el héroe suizo con puntería inigualable, que colocaba una manzana en la cabeza de su hijo y le disparaba con el arco y flecha con una precisión increíble. Intentamos con mi primo Tony hacer lo mismo, pero a falta de arco y flecha, lo hicimos con una escopeta. Por suerte, tenía tanta mala puntería que solo le hice un agujero en la pared. Podría haber sido una tragedia, pero a esa edad, lo trágico para mí fueron los castigos que tuve que soportar por haber cometido semejante imprudencia.

En vacaciones, mi tía Azucena me llevaba a Valladolid. Vivía en San Pedro Regalado, un barrio de trabajadores, y tenía dos hijos varones: Avelino, de una antigua pareja, y Quique, de su esposo, el tío Eusebio. El tío, que trabajaba en la Renault, siempre soñó con tener una niña, razón por la cual me consentía mucho cada vez que me llevaba de vacaciones a su casa. Los domingos me llevaban a Alejo, un pueblito al cual íbamos a buscar melones de una finca de un primo suyo, y los días de semana, si llegaba temprano del trabajo, me llevaba a agarrar caracoles a la orilla del río Pisuerga. Yo les tenía un poco de asco, pero él los preparaba muy bien y disfrutaba mucho comerlos.

El 30 de diciembre de 1962, falleció mi abuela. Fue una noche infernal: todo estaba cubierto de nieve, pero eso no impidió que decenas de personas de diferentes aldeas vinieran a dar el pésame. Mi abuela había sido muy querida en la zona: tenía conocimientos de medicina natural con los cuales curaba a la gente, y si a alguno le faltaba alimentos, ella se los daba.

Ni mi abuelo, ni mi abuela tuvieron una vida fácil. Ella había nacido en una familia de panaderos que surtía de pan en las aldeas vecinas. Mi abuelo Avelino, por su parte, era huérfano de padre, y tanto él como su madre y sus dos hermanos pasaron muchas penurias. Su hermano mayor se unió al ejército y fue destinado a Filipinas: años después, regresó y decidió embarcarse hacia Argentina con su esposa embarazada. Felisa, su otra hermana, se dedicaba a las labores del hogar en casa del cura de la parroquia de mis bisabuelos maternos. Mi abuelo se quedó solo con su madre. Frente a la falta de ropa y comida, mi bisabuela pidió un préstamo a un terrateniente de apellido Bozán. Logran vender un ternero para pagar la deuda, pero el prestamista había desaparecido: era un usurero que prestaba pequeñas cantidades, evitaba a toda costa la devolución del dinero y luego se quedaba con las tierras empeñadas como garantía para el préstamo. Mi abuelo, frente a la desesperación de su madre, aun siendo un niño de doce años, tomó la escopeta y lo fue a buscar. Cuando lo encontró, disparó al aire:

—Toma tu dinero y dame el papel que firmó mi madre, o de lo contrario la próxima bala atravesará tu cuerpo.

El usurero le arrojó el papel al instante y desapareció.

Años después, al visitar a su hermana Felisa, conoció a mi abuela. La familia de ella la advirtió de que no se casara con él, pero ella hizo oídos sordos, se casó y se mudó a la aldea donde él vivía. Mi abuelo era un picaflor y era secreto a voces que había tenido sus “amiguitas” durante buena parte de su matrimonio. Tuvieron ocho hijos en total, de los cuales tres fueron varones y solo uno sobrevivió a la infancia: mi padre.