Decisión de amor - Tanya Michaels - E-Book
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Decisión de amor E-Book

Tanya Michaels

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Beschreibung

Brooke Nichols se había pasado la infancia saltando de una ciudad a otra, cambiando de colegio y viviendo lo que sus padres consideraban "aventuras". Pero por fin había encontrado la estabilidad. Prometida a un hombre de negocios que siempre la llamaba cuando decía que iba a hacerlo, Brooke estaba deseando echar raíces. Sin sorpresas. Desde luego, nunca tendría una relación con alguien como el mejor amigo de su prometido, el bombero Jake McBride, que era todo lo que su novio no era: salvaje, espontáneo y apasionado. Pero la pasión no lo era todo… ¿verdad? Jake seguía traspasando los límites y poniéndola a prueba, y tal vez la chica que odiaba las sorpresas terminara sorprendiendo a todo el mundo, especialmente a sí misma.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Tanya Michna. Todos los derechos reservados.

DECISIÓN DE AMOR, N.º 12 - diciembre 2012

Título original: The Best Man in Texas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1236-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

BROOKE Nichols había crecido en una familia en la que los anuncios aleatorios y las declaraciones dramáticas eran un modo de vida.

–Chicas, vuestra madre me ha echado de casa otra vez.

–¿Qué os parecería saltaros hoy las clases para ir al acuario?

–¡Mamá, papá, Brooke, mirad! ¡Me he rapado al cero!

En contraste con las coloridas noticias de sus padres y de Meg, su hermana mayor, Brooke siempre anunciaba éxitos académicos, como la beca de periodismo en la Universidad de Texas o sus ascensos en el trabajo. Actualmente escribía para la sección de estilo y sociedad del Katy Chronicle. Ninguna de sus declaraciones pillaba nunca a nadie por sorpresa. Pero aquella noche Brooke tenía que compartir algo que le cambiaría la vida y que era inesperado.

Al menos, ella no lo esperaba, pensó acercándose a la puerta de entrada de la última casa que habían alquilado sus padres. Apenas había puesto el pie en el porche cuando su madre salió de casa.

–¡Aquí está la niña del cumpleaños! –exclamó Didi Nichols con entusiasmo.

La delgada mujer de cabello largo y rubio como el trigo estaba descalza y llevaba un vestido baby-doll. Su único maquillaje era un poco de brillo rosa en los labios. Cuando la gente veía a Didi con Meg pensaban que madre e hija eran hermanas. Cuando veían a Didi con Brooke, que tenía más curvas y el pelo oscuro, no establecían ninguna relación entre ellas.

–Vamos, vamos, entra. Hace mucho calor.

Aunque estaban solo a mediados de mayo y los meses de verano todavía no habían llegado, las temperaturas en el sur de Texas habían estado subiendo durante toda la semana. Dentro de la casa, el aire acondicionado salía por los conductos de ventilación del techo provocando que la pancarta amarilla y morada de cumpleaños se agitara encima de ellas. Brooke se rio entre dientes ante aquel detalle infantil para celebrar su treinta cumpleaños.

Didi siguió la dirección de la mirada de su hija y sonrió.

–Ya me conoces, nunca tiro nada. Esa pancarta vieja probablemente sea de las fiestas sorpresa de cumpleaños de Meg.

De pequeña, Brooke les hacía jurar a sus padres que no la sorprenderían con una fiesta, pero a Meg le encantaba lo inesperado y todos los años dejaba caer que le encantaría que le prepararan una fiesta sorpresa. Lo que irónicamente provocaba que nunca fuera una sorpresa.

–Tu hermana siente mucho no poder venir –dijo Didi–. Con el curso ese al que asiste durante el día ha vuelto a servir mesas de noche, y los sábados es cuando más gente hay.

Tras apuntarse a clases de cosmética y dejarlo, así como el curso de chef de postres, Meg estaba ahora preparándose para ser detective privado.

Brooke asintió.

–A Giff también le gustaría estar aquí, pero ha tenido que irse a San Francisco esta misma mañana –Brooke jugueteó distraídamente con el solitario de diamante que tenía en el dedo.

Aunque Giff Baker y ella nunca habían hablado de compromiso hasta la noche anterior, se las había arreglado para comprarle un anillo que le iba a la perfección. Algo muy propio de él.

Didi se mordió el labio.

–Tal vez habría estado mejor celebrarlo en otro momento.

No va a ser una gran fiesta solo con papá y conmigo, ¿verdad? ¿Te acuerdas del desmadre que se montó cuando cumplí los cincuenta?

–Sí, aquello fue inolvidable –Brooke hizo un esfuerzo por no estremecerse al recordar el caos.

Cuando un agente de policía se presentó con una queja por ruido, uno de los amigos de espíritu libre de Didi le había deslumbrado con una linterna en gesto de buena voluntad.

–Créeme, me parece bien que estemos solo los tres. Además, tengo algo que deciros a papá y a ti.

Didi entornó los ojos con preocupación. Estaba claro que no se había fijado en el anillo de compromiso.

–Eso suena muy serio, cariño.

Mucho. Serio para el resto de su vida.

Brooke había pasado años organizando cómo quería que fuera su futuro, qué clase de familia crearía. Sus hijos disfrutarían de una vida confortable y estable. Giff era un hombre inteligente y confiable y, además, guapo como un actor de cine. Podía darle todo lo que siempre había querido.

Una sonrisa se le asomó a los labios al imaginar sus sueños largamente acariciados hacerse realidad.

–No te preocupes, mamá, se trata de…

Pero su madre ya estaba entrando en la cocina.

–¡Everett! ¡Ven, cariño! Brooke tiene algo que contarnos.

Un instante más tarde, Everett Nichols entró en la habitación con el delantal puesto. Pasó por delante de su mujer para abrazar a su hija.

–Espero que tengas hambre, cariño. Estoy preparando algo nuevo por tu cumpleaños.

Los padres de Brooke se habían conocido en Las Vegas, donde Didi era crupier y Everett trataba de subir de nivel en la cocina de un hotel a pesar de su falta de preparación académica. Era un brillante chef en potencia que incurría en fallos desastrosos porque siempre quería experimentar con los sabores. Cuando criticó al chef principal por tener un gusto «demasiado predecible» se quedó sin trabajo. Everett fue entonces al casino más cercano a ahogar las penas. Según la leyenda familiar, su mirada se cruzó con la de Didi y setenta y dos horas después se casaron.

A sus amigas del instituto y de la universidad les encantaba aquella historia de pasión y romanticismo. Pero claro, ninguno de ellas había vivido el posterior matrimonio de sus padres, que estaba marcado por las discusiones apasionadas. Y las reconciliaciones. Y las decisiones espontáneas como invertir todo el dinero en un restaurante familiar que no duró ni tres meses, o trasladarse de pronto a Colorado cuando Brooke estaba todavía en el colegio y luego a Texas en mitad de octavo curso.

Brooke estiró los hombros como si se hubiera sacudido un peso de encima. Cuando Giff le pidió la noche anterior que se casara con él, había experimentado una ligera punzada de duda. No llevaban mucho tiempo saliendo, desde la noche en que les presentaron en la fiesta del Día de San Patricio. Y aunque admiraba su brillantez como consultor técnico, su ética en el trabajo y la devoción que sentía por su madre, que se estaba recuperando de un cáncer de mama, Brooke se había preguntado en más de una ocasión si no debería sentir algo más.

Ahora, al mirar a sus impetuosos padres y pensar en lo distinto que sería su matrimonio con Giff del suyo, supo sin lugar a dudas que había hecho lo correcto al aceptar su proposición.

–Brooke, ¿va todo bien? –preguntó Everett al ver cómo su mujer se retorcía nerviosamente las manos.

–No podría ir mejor –sonrió y alzó la mano izquierda–. ¡Papá, mamá, voy a casarme!

CAPÍTULO 2

SE ESCUCHÓ un repentino pitido en el asiento del copiloto. Alguien debía de haber dejado un mensaje de voz. Conduciendo con una mano, Jake McBride mantuvo la mirada clavada en al autopista mientras rebuscaba entre mapas, CDs y la bolsa de papel arrugada en la que estaba lo que había comido hacía unas pocas horas. El estómago le rugió. Bueno, tal vez habían pasado algo más que unas cuantas horas.

Finalmente encontró el teléfono. Había pasado buena parte del día conduciendo por una zona rural donde no había demasiada cobertura, así que no le extrañaba no haber recibido en su momento la llamada. Sin mirar la pantalla para no sufrir un accidente, se llevó el teléfono a la oreja y marcó varias teclas hasta que la grabación de una voz femenina le dijo que tenía dos mensajes nuevos de voz.

El primero de ellos era de Hoskins. Ben Hoskins, la última incorporación al departamento de bomberos, no tenía mucha experiencia pero aprendía rápido y era un tipo muy afable.

–No sé si llegarás muy tarde, pero esta noche tenemos una urgencia en el bar de Buck. Nos vendría bien contar con tu experiencia.

Jake sacudió la cabeza y se rio entre dientes ante la invitación del novato para tomar una cerveza con los chicos. En el bar de Buck servían la mejor hamburguesa con chile jalapeño del estado. Pero tras cuatro días fuera de la ciudad, Jake necesitaba darse una ducha, deshacer la maleta y dormir una noche entera en su cama, así que tal vez no iría.

Tras varios años en el ejército, la idea de tener su propia cama y una dirección permanente le suponía todavía una novedad. Tras regresar a Estados Unidos y recibir el alta con honores, Jake se había comprado una casa en las afueras de Katy, que estaba a una media hora del lugar donde se había criado en Houston. Su casa era pequeña y muy cómoda, pero cuando regresaba de aquellos viajes y cruzaba la puerta de entrada nunca experimentaba la sensación de alivio y de hogar de la que hablaban sus compañeros de batallón.

Se podría argumentar que su paso por el ejército y la sucesión de misiones y estancias temporales habían contribuido a su tendencia a la movilidad, pero lo cierto era que siempre había sido inquieto. Cuando era pequeño su madre siempre le rogaba que se estuviera quieto o se callara, sobre todo si su padre estaba durmiendo la mona de su última borrachera.

Jake dejó a un lado los recuerdos de sus padres, presionó una tecla y escuchó el segundo mensaje.

–Hola.

La voz de Giff, tan familiar como la de un hermano, le provocó una punzada de culpabilidad. ¿Cuánto tiempo hacía que no quedaban para jugar al tenis o para comer unos tacos en el restaurante mexicano favorito de Jake?

–Sé que este fin de semana estás fuera en una de tus excursiones, de hecho yo estoy fuera también, en la Costa Oeste, echando una mano en el desarrollo de un producto, pero vuelvo el miércoles. ¿Estás libre para cenar esa noche? Tengo una noticia que darte en persona.No es nada malo –se apresuró a añadir Giff–.Todo lo contrario. Llámame mañana si puedes.

Intrigado, Jake dejó otra vez el móvil en el asiento del copiloto. Agradecía que le hubiera dicho que no pasaba nada malo, porque lo primero que pensó fue en Grace Baker. La madre de Giff había librado una durísima batalla contra el cáncer de mama durante el último viaje de Jake. Si su amigo tenía algo que celebrar, eso podría ayudar a restablecer la fe de Jake en el universo. Había visto cómo la tragedia asolaba a gente buena, a gente joven.

Cuando era niño, hijo de un expolicía discapacitado y amargado que anteponía cada vez más la bebida a su mujer y a su hijo, Jake había aceptado de forma fatalista que su vida era un horror, pero creía en una especie de equilibrio cósmico. Seguro que la gente que nacía en mejores barrios y en familias sobrias no tenía preocupaciones. Entonces, cuando estaba en cuarto de primaria, conoció un día de primavera a Giff Baker, el hijo único de unos padres ricos y cariñosos. Estaba a punto de recibir una paliza en el campo de atrás del colegio. Cuando estaban en el instituto Giff medía un metro ochenta y dos y se pasaba las mañanas haciendo pesas. Pero ese no era el caso en cuarto. Tres matones le tenían acorralado. Ya había recibido un golpe en la cara cuando Jake llegó a lo alto de la colina.

Jake no conocía personalmente a Giff, pero sabía quién era. A todas las clases se les había pedido que escribieran una nota de agradecimiento al señor Baker porque su empresa había donado el aparato de aire acondicionado del gimnasio. No fue el afecto lo que llevó a Jake a defender al otro niño, sino una abrumadora sensación de injusticia. Si a la gente como Giff Baker también le pasaban cosas malas, ¿qué esperanza tenían los demás?

En las semanas siguientes al espontáneo rescate, los niños se convirtieron en los mejores amigos. En el equipo de fútbol americano del instituto Jake le cubría las espaldas, protegiéndose si era necesario. Compartieron habitación un año en la Universidad de Texas hasta que Giff se tomó un semestre libre cuando su padre murió. Jake nunca tuvo la valentía de preguntárselo, pero no podía evitar preguntarse si Giff no lamentaría que hubiera sido su padre, un filántropo que adoraba a su familia, en lugar de, por ejemplo, un alcohólico amargado cuya mujer lloraba todas las noches y cuyo hijo pasaba en casa el menor tiempo posible.

«No es nada malo, todo lo contrario», le había dicho esta vez.

Entonces era algo bueno. Aunque no supiera de qué se trataba, ya se alegraba por su amigo. Nadie se lo merecía más que Giff Baker.

–De acuerdo, ahora que se ha ido… –comenzó a decir Meg Nichols en tono conspirador.

Brooke parpadeó.

–¿Quién? ¿Kresley?

Su amiga y editora, Kresley Flynn, acababa de excusarse para ir al cuarto de baño. Algo que hacía cada vez con más frecuencia a medida que su embarazo avanzaba.

–Sí –Meg se sentó momentáneamente en la silla de Kresley para que Brooke pudiera oírla mejor por encima de la banda de música que estaba tocando en la sala de al lado.

El bar de Buck era sobre todo un restaurante, pero al lado había una pequeña habitación con dardos, billar y una pista de baile minúscula.

–No quería decir nada delante de ella para no parecer insolidaria. Ya sabes, el apoyo familiar y todo eso. Pero tengo que preguntártelo. ¿Estás segura de lo que vas a hacer? ¿Del compromiso?

–¿Que si estoy segura? –repitió Brooke asombrada.

El lema de su hermana mayor era saltar primero y mirar… a la larga. Si es que le apetecía. Era la última persona que Brooke hubiera esperado que cuestionara su decisión. Tal vez prometerse tras solo dos meses saliendo pudiera parecer precipitado a los demás, pero dos meses eran prácticamente una década en la familia Nichols.

–¿Por qué no iba a estarlo?

–Bueno –Meg sonrió vacilante y sus grandes ojos marrones adquirieron una expresión compasiva–. Admito que Giff es muy guapo. Eso es innegable. Pero, ¿no te parece a veces un poco aburrido?

Brooke soltó una carcajada. ¿Así que esa era la mayor preocupación de Meg?

–Meg, el último chico con el que saliste durante más de una semana tragaba sables y hacía malabarismos con fuego en la feria medieval. Cualquiera te parecería aburrido al lado de eso. Giff no es aburrido, es alguien en quien se puede confiar.

Meg arrugó la nariz, lo que hizo que pareciera que tenía veinte años en lugar de treinta y cinco.

–Eso es un sinónimo de predecible.

Ojalá fuera así. A su pesar, Brooke se había enamorado una vez de un chico totalmente inadecuado, un compañero escritor que había conocido en Austin durante sus años universitarios. Aquel año turbulento de rupturas y reconciliaciones con el guapo y taciturno poeta había reforzado su creencia de que no necesitaba más estereotipos artísticos ni espontáneos en su vida. Ahora tenía a un guapísimo hombre de negocios que siempre llamaba cuando decía que iba a hacerlo y que nunca se olvidaría de su cumpleaños. Nada podría hacerla más feliz.

–No me confundas contigo –le dijo a su hermana–. A mí no me gustan las sorpresas.

Meg suspiró y se apartó el rubio cabello del hombro.

–De acuerdo, pero al menos dime que lo celebrasteis con una noche loca de…

–¿Qué me he perdido? –preguntó Kresley regresando a la mesa y esperando pacientemente a que Meg volviera a su propia silla.

Kresley estaba adorable con su camisola premamá y el pelo rubio sedoso como de anuncio de champú que ella achacaba a las vitaminas prenatales.

–Justo a tiempo –dijo Meg con tono travieso–. Estaba a punto de entrar en los detalles sucios de la vida sexual de Brooke. Quiero decir, ahora que estás prometida, supongo que al fin…

–Meg, va a ser el padre de mis hijos. Tu cuñado. Esto no es una aventura sórdida de una noche.

–No lo rechaces hasta que lo hayas probado –bromeó Meg.

Meg no era tímida con los detalles. Cuando tenía poco más de veinte años traumatizó a su hermana con sus explícitas descripciones de primera mano sobre qué posturas proporcionaban los mejores orgasmos. Brooke, que entonces tenía dieciséis años, había tardado una semana en sacarse aquellas imágenes de la cabeza.

Brooke resistió la tentación de señalar que precipitarse en la cama nunca le había traído a Meg nada duradero ni serio. Pero no tenía por qué juzgarla; después de todo, su hermana nunca había buscado nada permanente en ese sentido.

Pero la pasión no lo era todo. Brooke había compartido una física increíble con el poeta y, sin embargo, la relación había sido un fracaso. Cuando rompieron definitivamente, se quedó tan devastada que estuvo a punto de perder la beca.

Al parecer, Kresley tampoco entendía la inclinación de Brooke a tomárselo con calma, a anteponer el lazo emocional al sexo. Alzó las cejas en expresión de asombro.

–Entonces, ¿vosotros todavía no…?

–No es que sea asunto vuestro –señaló Brooke–, pero hemos decidido que es más romántico esperar a la noche de bodas.

Meg bufó.

–Al menos ahora entiendo la prisa por casarse este verano.

Cuando Giff regresara aquella semana de California buscarían sitio y fechas para la boda. Pero estaban de acuerdo en que julio o agosto les venía bien a los dos. Él ya tenía viajes previstos para septiembre y, como él decía, ya que habían encontrado a la persona con la que querían pasar el resto de su vida, ¿qué sentido tenía esperar? Además, querían estar al menos un año solos antes de tener hijos. El riesgo de complicaciones en el embarazo aumentaba significativamente a partir de los treinta y cinco años, y no todo el mundo tenía la suerte de concebir tan rápidamente como Kresley y su marido, Dane.

Brooke miró pensativa a Kresley. La editora era una de esas antiguas animadoras rubia de ojos azules que había sido guapa toda su vida, pero en opinión de Brooke nunca había estado tan bella como ahora con el embarazo. Por supuesto, Brooke podía no ser imparcial porque ella había querido toda su vida ser madre. Cada vez que se sentía avergonzada o impactada de adolescente se decía que ella haría las cosas de otra manera con sus hijos. Esos hijos imaginarios habían ido tomando forma en su vívida imaginación. Quería ser ridículamente casera, cocinarles espaguetis y carne en lugar de pedirles que probaran las brownies de wasabi. Quería ayudarles con los deberes y coser disfraces ridículos para las funciones del colegio. Lo cierto era que nunca había cocinado carne ni tenía máquina de coser, pero eso eran tecnicismos menores.

Kresley interrumpió los planes que tenía para su futura familia.

–Al menos me alegro de que hayas pensado en julio para la boda. Seré una testigo de boda embarazada, pero si fuera en septiembre tendrían que llevarme rodando al altar.

Brooke se echó a reír.

–No estás tan gorda. Además, tendrías que estar contenta de haber ganado peso.

Durante el primer trimestre, Kresley se encontraba fatal y no era capaz de comer ni de tomar líquidos. Había perdido varios kilos.

–Me alegro de haber recuperado el apetito –reconoció con una sonrisa mirando el plato vacío de Brooke. Tras devorar su ensalada había terminado con los tacos de Brooke.

–Hablando de comida –Meg se puso de pie–, debería darme una vuelta para ver si alguien necesita que le eche una mano.

Cuando las tres mujeres quedaron para celebrar la noticia de Brooke y hablar de los planes de boda mientras cenaban, Meg no tenía trabajo ese lunes. Pero una de sus compañeras se había puesto enferma y Buck les prometió comida gratis a las tres si Meg estaba de guardia para ayudar si fuera necesario. Brooke tenía que admitir que su hermana era una camarera muy popular. A pesar de lo poco que había trabajado aquella noche, había conseguido buenas propinas.

Cuando Meg se fue a hacer la ronda, Kresley sonrió con malicia.

–Es muy valiente por tu parte pedirle a tu hermana que sea tu dama de honor. ¿No te preocupa que te organice una despedida de soltera tan alocada que se vaya de las manos y alguien llame a la policía?

Era una preocupación legítima. En teoría, cuanto antes se casaran menos tiempo tendría Meg para planear algo salvaje. Pero lo cierto era que su hermana no planeaba las cosas. Nunca había tenido problemas para idear locuras en el último minuto.

–Es mi hermana –dijo Brooke a modo de resignada explicación–. No podía no pedírselo, y menos cuando tú estás en el segundo trimestre y…

–Solo estaba bromeando –aseguró Kresley–. No estoy dolida por que no me lo hayas pedido a mí.

–Prométeme que si trata de arrastrarte a alguna locura le recordarás que no me gustan las sorpresas.

A Kresley le brillaron los ojos.

–Si crees que servirá de algo…

Brooke pasó el dedo por el borde del vaso.

–¿Crees que es precipitado casarse con tan poco tiempo?

–Si hacéis algo sencillo, no. Dijiste que los dos queríais una boda íntima, ¿verdad? Precipitarse habría sido que os fugarais como dos niños locos.

–No, ese no es mi estilo –el estómago le dio un vuelco ante la idea. Ella quería algo completamente distinto al matrimonio de sus padres–. Además, a Grace se le partiría el corazón si no estuviera allí.

Giff le había dicho que le había enseñado a su madre el anillo antes de dárselo a ella el viernes. Luego fueron a verla para compartir la feliz noticia. La mujer era tan cariñosa y encantadora como su hijo, y Brooke sabía que sería una suegra maravillosa.

–Vamos a cenar el domingo con ella –dijo Brooke–. Giff se ofreció a llevarnos a algún sitio, pero ella dijo que quiere cocinar para darme la bienvenida a la familia.

–¿Es su única familia? –preguntó Kresley.

–Casi. Tiene un tío un Dallas y unos primos con los que no mantiene mucha relación que algún día me presentará. Pero aparte de su madre, la persona más importante para él es un amigo con el que creció. Al parecer, son como hermanos. Creo que le voy a conocer el miércoles. Si Giff le quiere, seguro que yo también.

–Guau –Meg apareció en aquel momento y se dejó caer sobre la silla, abanicándose exageradamente con lo que parecía una revista–. Chicas, tendríais que ir a jugar al billar.

–Yo estoy muy cansada últimamente –admitió Kresley–. Estaba pensando en irme a casa.

–¡Pero os lo estáis perdiendo! –Meg dejó sobre la mesa lo que estaba sosteniendo, que resultó ser un calendario–. Hay tres bomberos que están como quesos en la sala de al lado. Le he rellenado el vaso de refresco a uno de ellos y nos hemos puesto a hablar de esos calendarios que hacen para recaudar fondos. Me ha vendido uno a mitad de precio porque ya estamos a mitad de año.

Brooke se echó a reír.

–Creo que nunca he visto un calendario en tu apartamento.

La única concesión de Meg al tiempo estructurado eran los relojes, aunque el del salón llevaba meses parado.

–Créeme, hermanita, este calendario sí lo voy a colgar –empezó a pasar las hojas para que vieran las fotos.

La de enero era un hombre muy sonriente apoyado en un camión de bomberos antiguo con la mano en la campana. La impresión global era que se trataba de un calendario políticamente correcto que nadie se avergonzaría de colgar en la cocina. También había un par de bomberas, y nadie posaba en tanga rojo. Pero los hombres escogidos para los meses de verano no tenían camiseta, y Brooke contuvo la respiración al ver a Mister Julio.

Tenía los pómulos afilados y barba incipiente, el cabello castaño claro muy corto a los lados y un poco más largo por arriba. Mostraba unos brazos bien definidos pero no parecía un culturista. Sin embargo, fueron sus ojos los que la cautivaron. No estaba segura si se debía a su color verde inusualmente claro o a que había algo en su mirada que…

Meg cerró el calendario de golpe.

–Algunos de estos tipos están de verdad en la sala de al lado. Vamos, podemos ver las versiones a tamaño real.

Brooke se aclaró la garganta, consciente de que ya había visto demasiado. ¿Sería él uno de los tres hombres que estaban en la sala de billar? Acalló su curiosidad imaginando el rostro de Giff.

–No, gracias. Te olvidas de que Kresley y yo tenemos relaciones felices y monógamas y que las dos tenemos una reunión en la oficina a la siete y media de la mañana.

–Tiene razón –la apoyó Kresley. Pero eso no evitó que mirara de reojo en la dirección que Meg indicaba–. Yo tengo que irme.

Meg se llevó una mano a la frente y murmuró:

–No puedo creer que una hermana mía renuncie a esta oportunidad. ¿Seguro que no eres adoptada?

–Tú sabrás –respondió Brooke riéndose–. Estabas allí antes que yo.

Ser adoptada explicaría sin duda por qué se sentía siempre como una extraña en su propia familia.

Pero eso cambiaría pronto. En cuando Giff y ella se casaran, construirían la vida que siempre había querido.

CAPÍTULO 3

CUANDO Jake atravesó el arco de piedra el miércoles por la noche y aspiró el aroma a pimienta y carne a la parrilla, pensó que aquello era lo más parecido al sentimiento de hogar que había experimentado nunca. Para él, el restaurante familiar Comida Buena era el cielo.

Giff ya estaba dentro, esperando a que le asignaran mesa. Sonrió de oreja a oreja en cuanto lo vio.

–¡McBride! –se lanzó a abrazarlo–. Me alegro de que hayas podido venir.

–Es un placer –Jake señaló el uniforme que llevaba puesto–. Pero estoy de servicio, así que nada de cerveza para mí. Les he prometido a los chicos que les llevaría tamales.

Siguieron a la encargada por el pasillo decorado con enormes sombreros hasta una mesa del fondo. Un atareado camarero les dejó un plato de patatas fritas en la mesa y desapareció a toda velocidad. Jake sabía por experiencia que no debía probar la salsa picante hasta que les sirvieran el agua.

Cuando les llevaron las bebidas y pidieron la comida, Jake fue directo al grano.

–Y dime, señor misterio, ¿cuál es la gran noticia?

Giff se reclinó en el banco almohadillado. Parecía cómodo vestido con aquel traje que debía de haberle costado una fortuna. Respondió también sin preámbulos:

–Estoy prometido.

¿Prometido para casarse? Jake era más o menos consciente de que Giff tenía una novia, pero no sabía que era algo tan serio.

–Eso es sin duda una buena noticia –dijo distraídamente tratando de procesar la información.