Regreso al pasado - Tanya Michaels - E-Book
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Regreso al pasado E-Book

Tanya Michaels

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Beschreibung

Para Pamela Jo Wilson, regresar a su pueblo natal en Mississippi significaba enfrentarse a su pasado. A los diecisiete años, abrumada por la responsabilidad del matrimonio y de la familia, había huido de Mimosa. Trece años más tarde esperaba poder enmendar sus errores con su exmarido, Nick Shepard, y con la hija a la que apenas conocía. El primer instinto de Nick fue proteger a su hija, pero su pequeña estaba decidida a conocer a la mujer que la había abandonado. Aunque los sentimientos de Nick hacia Pam eran tan poderosos como siempre, ¿podría volver a confiar en ella? Pam tendría que convencerlo de que no volvería a huir. De que había vuelto a casa… para quedarse.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Tanya Michna. Todos los derechos reservados.

REGRESO AL PASADO, N.º 4 - abril 2012

Título original: A Mother’s Homecoming

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0012-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

COMO parte de sus esfuerzos por convertirse en una persona mejor, Pamela Jo Wilson intentaba encontrar algo positivo en cualquier situación. En aquel momento, lo más cercano a un aspecto positivo que podía encontrar era: «probablemente el coche se estropee antes de que llegue allí». Al menos le quedaba la esperanza.

O tal vez los neumáticos simplemente se derretirían con el calor bochornoso de agosto, una posibilidad dolorosamente plausible.

Incluso con las ventanas bajadas, un golpe de calor parecía inminente. El aire acondicionado de su coche había muerto el año anterior, a escasas manzanas de la tienda de coches usados. Ni siquiera había intentado que le devolvieran el dinero. En ese vecindario ya era toda una suerte que le hubieran dado una matrícula. Pero el automóvil dilapidado había resultado ser tan testarudo como su dueña, y había aguantado todo el camino desde California hasta el delta.

El sol de Mississippi atravesaba su parabrisas con intensidad. Aunque Pam no disfrutaba del calor, ni de la peste de las marismas y de las fábricas de papel, sí apreciaba la majestuosidad del cielo azul sobre los campos. Unas nubes perfectas y esponjosas salpicaban el horizonte y daban la sensación de estar pintadas en un cuadro.

Mientras su coche subía por la pendiente, apareció un cartel de madera. La pintura de las letras parecía tan reciente que se imaginó a algún voluntario con mono de trabajo a un lado de la carretera al amanecer de cada día aplicando retoques con una lata de pintura acrílica. Disfrute de su estancia en la preciosa Mimosa. Todo muy acogedor. Aun así cada célula de su cuerpo le gritaba «¡Date la vuelta de una puñetera vez!».

Dejar de decir tacos era el resultado del paso número cuatro. Había sido jodi… verdaderamente difícil. Pero lo había logrado; había examinado sus muchos defectos y había decidido cambiar. Con un poco de persistencia y mucha intervención divina, podría hacer eso también. Al abandonar Mimosa casi trece años atrás, escabulléndose en mitad de la noche para tomar un autobús con destino a Memphis, solo había pensado en una cosa que podría hacer que regresara. Ahora aquella fantasía extinta le parecía nimia y risible.

Tras haber escuchado durante su juventud que tenía «la voz de un ángel», había albergado la fantasía de regresar convertida en una estrella de la música. Se había imaginado llegando al pueblo, en lo más alto de las listas de éxitos, con el tiempo justo en su apretada agenda para dar un concierto benéfico y hacerle un gesto de indiferencia a su madre… que naturalmente le rogaría perdón por todo lo que había pasado entre ellas.

Solo había un aspecto de realidad que, aunque remotamente, se parecía a su sueño de juventud. Pam estaba haciendo aquel viaje de vuelta para ver a Mae Danvers Wilson.

No importaba la manera en la que de pequeña la obligaran a llamarla, pues Pam siempre había pensado en esa mujer como Mae, no como mamá. Mae Wilson poseía el cariño y el instinto maternal de una víbora. Aunque Pam tampoco lo había hecho mucho mejor. A sus treinta y un años, ya no era tan crítica como en la adolescencia; había cometido demasiados errores como para no ser más humilde.

Pam parpadeó con fuerza al recordar algunos de esos errores, incluyendo un flirteo desastroso con la maternidad. «No vayas por ahí», se dijo a sí misma. No había hecho un viaje tan largo para darse la vuelta a la primera oportunidad.

Dentro de los límites oficiales de Mimosa, los dos primeros edificios eran una gasolinera al otro lado de la calle que parecía nueva y, a su derecha, El abrevadero de Wade, un antro más viejo que ella. Al menos era considerado un antro de mala fama hacía una década. Ahora el tejado estaba resplandeciente y el aparcamiento había evolucionado mucho desde el barrizal anterior. Claro que una no podía juzgar basándose únicamente en el exterior. ¿Quién sabía lo que se escondería en el estómago de la bestia?

«Cerveza», imaginó con un suspiro. Cerveza fría de grifo con la amargura justa para que una persona se relamiera. Y todos sus viejos amigos de pie tras la barra de teca: José, Jim y Jack.

Dios, cómo echaba de menos a Jack.

Sedienta de pronto, agarró el volante con fuerza y giró hacia la gasolinera. Allí podría comprarse un refresco. O agua, aún más saludable. Además, su coche destartalado necesitaba carburante igual que cualquiera. Detuvo el coche y sonrió a modo de disculpa. Debería estarle más agradecida a su automóvil. Era la cosa más valiosa que poseía, junto con una ficha de aluminio azul y una vieja guitarra acústica que se negaba a tocar.

Rebuscó en el asiento del copiloto, que había ido llenándose con cosas que había comprado durante el viaje, y localizó una gorra verde con visera. Su pelo rubio estaba más corto y oscuro que antes, pero lo suficientemente largo como para que se le rizara con la humedad y el aire de la ventanilla.

Salió del coche y le sorprendió notar la bofetada de calor húmedo incluso cuando ella ya tenía calor y estaba sudorosa. Era como abrir la puerta del horno para ver cómo iban las galletas. Al llegar al surtidor, eligió la opción de pagar dentro y después bordeó el coche para sacar un billete de veinte de la guantera.

Cuando entró, fue recibida por el tintineo de un cencerro sobre su cabeza y una ráfaga casi orgásmica de aire acondicionado. Si se quedaba algún tiempo en el pueblo, tal vez pidiera trabajo allí, solo para disfrutar de lo fresco que se estaba. Su suspiro de satisfacción llegó a los oídos del hombre de mediana edad situado detrás del mostrador.

–Hace calor, ¿verdad? –dijo riéndose.

Pam estuvo a punto de tropezar. Asintió a modo de respuesta y mantuvo la cara oculta. ¿Conejo? No lo había reconocido hasta que había hablado, pues parecía mayor de lo que era. Pam buscó en su memoria el verdadero nombre de Conejo. Travis. Travis Beem, que había tenido la mala suerte de entrar en segundo curso con los dientes delanteros pronunciadamente torcidos. Finalmente se los habían corregido, pero el apodo le había acompañado hasta la graduación. Cambiar era tremendamente difícil en un pueblo pequeño y dormido.

Pam recordó el día en el que, durante la comida, con cara avergonzada Travis le había pedido que fuese al baile con él.

–No es que espere que digas que sí; todo el colegio sabe que irás con Nick, pero Tully ha apostado cinco pavos a que no tendría pelotas para preguntártelo –había sonreído de manera infantil–. Y me vendrían bien los cinco pavos.

Por supuesto, todo el colegio sabía que ella iría al baile con Nick. Nick Shepard y ella habían sido inseparables por entonces. Si quería, incluso transcurrido todo ese tiempo, aún podía recordar el timbre exacto de su risa y el aroma de su colonia, que impregnaba la chaqueta rotulada que llevaba a menudo. El estómago le dio un vuelco y Pam apartó el recuerdo de su mente.

«Gracias a Dios que vive en Carolina del Norte», pensó.

Enfrentarse a su madre sería desagradable, pero se había prometido a sí misma y a su madrina, Annabel, que podría hacerlo. Y si hubiera pensado que cabía la posibilidad de volver a ver a Nick Shepard, jamás habría puesto un pie en el estado de Mississippi. No solo por su supervivencia, sino también por la del propio Nick. Las acusaciones de Gwendolyn Shepard aún resonaban en su mente: «¿No crees que ya le has hecho a mi hijo suficiente daño?».

Pam sacó una botella de agua de la cámara situada en la pared contraria y la llevó a la caja. El estómago le rugió cuando pasó de largo frente al surtido de barras de chocolate y patatas fritas, pero los aperitivos eran un lujo. Tal vez la posibilidad de comer en casa de Mae la mantuviese motivada para terminar el viaje.

Con la cabeza gacha, deslizó el dinero sobre el mostrador.

–Ponga lo que quede después del agua en el surtidor dos, por favor.

–Claro, des… –cuando Travis se detuvo, Pam levantó la vista, e inmediatamente deseó no haberlo hecho.

Travis la miró fijamente.

Oh, no. No era tan ingenua como para pensar que podía estar en su pueblo natal sin que la gente se diera cuenta, pero no había esperado que sucediera tan pronto. «Annabel se equivocaba. No estoy preparada», se dijo.

–Claro, desde luego –concluyó Travis finalmente, y miró a través de la ventana hacia donde estaba su coche aparcado.

–Gracias –Pam se dio la vuelta para marcharse e hizo un esfuerzo por no salir corriendo. Al fin y al cabo, si algo había aprendido en esos doce años y medio, era que no podía dejar atrás su pasado, por mucho que corriera.

–Que tengas un buen día, Pamela Jo –gritó Travis tras ella.

Demasiado tarde.

«No es que no pudieras volver a casa», pensó Pam cuando su coche rebotó en el mismo bache en el que solía rebotar el Mustang de Nick después de sus citas. «Simplemente, tienes que estar loca o desesperada para hacerlo». En su caso, ambas cosas.

Pero tal vez la gente con familias más unidas lo viese de manera distinta.

Entró en el camino largo y serpenteante que conducía a la casa. El buzón de los Wilson seguía teniendo el mismo amarillo mostaza gastado. Y el bosquecillo de árboles seguía ocultando la casa desde la carretera. Sin embargo, el sauce llorón que antes había en el jardín había desaparecido.

El viejo coche de Mae estaba aparcado en el garaje añadido a la casa de ladrillo de dos dormitorios; obviamente el vehículo llevaba años sin funcionar. Pam se inclinó hacia delante y se quedó mirando a través del parabrisas. El coche no era lo único abandonado. En vez de cortinas, o el salón familiar, lo que se veía a través de las ventanas eran enormes tablones de madera que bloqueaban cualquier vista. Los bloques de cemento que formaban el porche se habían rajado y por las grietas crecían las malas hierbas. Varias de las tejas de madera habían caído sobre los arbustos abandonados, y otra colgaba precariamente, como si apenas aguantara y planeara pasar a mejor vida en cualquier momento.

Pam conocía esa sensación.

Aparcó el coche y se recostó en el asiento. Se sentía derrotada y aliviada al mismo tiempo. Mae no vivía allí.

Nadie vivía allí. No parecía que la casa hubiera sido vendida, con el coche aparcado en su lugar habitual. De no haber sido por las ventanas tapiadas, habría temido que Mae se hubiese caído y se hubiese roto el cuello sin que nadie se enterase. Pam experimentó cierto arrepentimiento por no haber mantenido la comunicación con su madre durante los años… felicitaciones de Navidad, postales…

¿Se habría mudado su madre a la residencia de ancianos de Mimosa? Improbable. Aunque su estilo de vida probablemente la habría envejecido prematuramente, solo tenía cincuenta y tantos años. ¿Acaso se habría mudado con su hermana mayor, la tía Julia? Pam se estremeció al pensar en lo que sería esa casa. Pobre tío Ed.

Abrió la puerta del coche, aunque no sabía por qué sentía la necesidad de echar un vistazo más detallado a la casa de su infancia. No tenía llave. Colarse dentro sería relativamente fácil, pero también relativamente inútil. Dudaba que fuese a encontrar algo más que arañas y ratones. ¿Por qué perder el tiempo allí cuando debería ir a buscar a Mae? A pesar de que la idea de hablar con su madre le produjese escalofríos, esa era la razón por la que había recorrido tantos kilómetros.

Durante una conversación con Annabel sobre enmendar errores, Pam había caído en un momento de autocompasión, diciendo que era una pena que Mae no se hubiera unido al programa, porque ella sí que tenía errores que enmendar. Annabel, con su tono seco y directo, le había dicho que odiar a Mae estaba haciéndole más daño que su madre en sí.

Pam había decidido que, si no lograba obtener el perdón de aquellos a los que había herido, lo mejor que podía hacer era perdonar a la persona que le había hecho daño a ella. Tal vez cuando hiciera las paces con su madre podría seguir hacia delante. Porque en aquel momento, su vida estaba tan ruinosa como aquella casa.

Le dio una patada a una piedra del camino y se acercó. La habitación en la esquina más cercana a ella era la cocina. Casi todas sus comidas de infancia habían consistido en cereales y platos de microondas. Muy de vez en cuando Mae cocinaba algo fantástico, principalmente para impresionar a algún nuevo novio cuando estaba lo suficientemente sobria como para importarle. Había habido un tipo, un camionero, que había vuelto con ellas una y otra vez durante un invierno entero. Le había enseñado a Pam a tocar la guitarra. Había sido una de las estaciones más felices de su vida. Se recordaba a sí misma rasgueando en el salón, perdiéndose en los nuevos acordes que aprendía.

Agridulces eran los recuerdos posteriores en aquel mismo salón, cuando Nick y ella habían perdido la virginidad juntos en el sofá. Eran unos críos, completamente ineptos ante lo que estaban haciendo. Y sin embargo, en muchas ocasiones desde entonces había deseado poder perderse en aquellos brazos fuertes gracias a los entrenamientos de fútbol.

Según la madre de Nick, furiosa con Pam por haber tenido el valor de llamar después de todos esos años, aunque solo fuera para pedir una dirección de contacto, Nick había vuelto a casarse y estaba criando a su hija en Carolina del Norte. «Nuestra hija». Pam sintió una presión tan fuerte en el pecho que apenas pudo respirar. Finalmente soltó un sollozo y tomó aire entre hipidos.

El sonido espantó a un grupo de zanates situados en el árbol encima de su cabeza. Pam no pudo evitar envidiarlos por huir. Un pájaro testarudo se mantuvo en su posición y entornó sus ojos negros como si la desafiara. ¿Ahora qué?

Excelente pregunta.

De camino a casa de tía Julia y tío Ed, el coche de Pam se sobrecalentó. Como prueba de que Dios existía, el coche se había detenido justo enfrente de la Cocina de la abuela K. Pam se preguntó si la abuela K, una venerable institución del pueblo, seguiría sirviendo el mejor filete de pollo frito conocido por el hombre.

Técnicamente no debía derrochar en la cena o estaría sin blanca a finales de semana. Pero se suponía que debía ir enfrentándose a la vida paso a paso. Además, Annabel le había dicho en más de una ocasión que estaba prácticamente esquelética. Una comida en la Cocina de la abuela mientras el coche se enfriaba sería lo mejor para ambos.

La Cocina era el tipo de establecimiento en el que una se sentaba sola. En pocos minutos, Pam había pedido un filete de pollo frito acompañado de puré de patatas. Aunque los menús habían sido rediseñados, le encantó ver que sus platos favoritos permanecían.

La camarera de pelo platino, Helen, según la chapa de su camisa, asintió con la cabeza y dijo:

–Enseguida vuelvo con tu vaso de agua, cariño.

–Espera –Pam se sorprendió a sí misma por aquel arranque de curiosidad–. La dueña original, Kat McAdams, ¿sigue llevando este lugar?

Helen entornó los párpados.

–¿Eres de por aquí?

–Hace mucho tiempo, sí.

–¿Entonces no sabes lo del ataque? Kat se recuperó, pero los médicos le dijeron que tenía que tomárselo con calma. Tiene una habitación en la comunidad para mayores de Magnolia Hills, pero se pasa por aquí al menos una vez por semana para asegurarse de que todo marcha bien. Le vendió parte del negocio a Davy Lowe, pero no ha venido hoy a supervisar el turno de noche porque su perra va a tener cachorros.

–Gracias –Pam había roto todo contacto con Mimosa la noche que se marchó. La pregunta sobre Kat McAdams era una manera poco arriesgada de recuperar su vida anterior.

Helen pasó a la mesa siguiente y Pam echó un vistazo a su alrededor. Durante la inspección advirtió que una joven de veintipocos años la observaba. No comprendía por qué. Parecía demasiado joven para formar parte de su pasado. Y demasiado mayor para ser Faith.

Pam tragó saliva e ignoró esa idea. Si seguía levantándose las costras emocionales, nunca se curaría.

De pronto se dio cuenta de que la otra mujer se había levantado y parecía que se acercaba. Por lo que ella sabía, Mae podría haber vuelto a casarse y aquella podía ser su hermanastra. Pero antes de que la desconocida hubiera dado dos pasos, otra mujer se interpuso en su camino y la veinteañera cambió de rumbo.

–Vaya, Pamela Jo. Eres tú –dijo una pequeña pelirroja sentándose frente a ella en la mesa.

–Sí, soy yo –contestó–. Aunque ahora solo soy Pam.

–Ahora que todos hemos crecido, ¿eh? –dijo la pelirroja con un guiño de complicidad–. Bueno, yo sigo siendo Violet, como siempre.

Violet Keithley. Pam parpadeó para asumir otra parte de su pasado que aparecía ante sus ojos.

–Claro, me acuerdo de ti –estaban en cursos diferentes, pero Violet era miembro del coro de la iglesia con ella. Una soprano de refuerzo, no una de las solistas frecuentes como Pam.

–Me alegra volver a verte –dijo Violet–. Siempre imaginé que un día encendería la radio y oiría tu voz.

–Sí, bueno… ¿Has venido con tu familia? ¿Marido, hijos? –Pam estaba dispuesta a tragarse un montón de fotos de carné de los hijos de Violet si eso significaba no tener que hablar de sí misma.

–Oh, no –contestó la pelirroja–. Aún no he encontrado al hombre perfecto que me convierta en una mujer decente. Mi hermana Cora se casó el pasado junio y me dijo que debería volver a pescar para conocer hombres. Así fue como lo hizo ella. Yo iba a cenar aquí con una amiga, pero me ha llamado cuando ya estaba de camino y me ha dicho que su hijo se siente mal. Normalmente no le importa quedarse con su padre, pero ya sabes cómo es. Todo el mundo quiere a su mamá cuando está enfermo.

«No todo el mundo».

En cuanto aquel pensamiento sardónico apareció en su cabeza, Pam lo pensó mejor. El alcoholismo era una enfermedad y, como parte de su intento de recuperación, allí estaba ella, buscando a Mae.

La camarera regresó con dos vasos de agua y le ofreció una carta a Violet, que miró a Pam. Ella se encogió de hombros. Violet parecía inofensiva y sin duda podría ponerla al día sobre la vida en Mimosa desde su partida.

–Hablando de madres –dijo Pam cuando la camarera se marchó con el pedido de Violet–, ¿te acuerdas de la mía? –pintoresca en el mejor de los casos y destrozahogares alcohólica en el peor, Mae resultaba memorable.

–Mae Wilson. Por supuesto –sorprendentemente, la expresión de Violet se suavizó–. Siento mucho su pérdida.

–¿Pérdida?

Violet se llevó una mano al corazón y Pam leyó sus labios más que oír sus palabras.

–¿No lo sabías? Dios mío, lo siento mucho. Pensaba que…

Pam agarró el vaso que tenía delante y bebió un poco. En vez del ardor del whisky que seguía esperando en cierto modo, solo hubo agua. Tardó unos segundos en reorientarse.

Cierto, ya no bebía whisky.

Y Mae Danvers Wilson ya no estaba viva.

«Llego demasiado tarde».

Tal vez fuera un poco hipócrita sentirse destrozada por la pérdida de una madre a la que apenas había conocido, ni siquiera cuando compartían casa. Sin haber interactuado con Mae durante todos esos años, era absurdo pensar que el no hacerlo ahora iba a afectar a su día a día. Pero haber ido hasta allí, haber ensayado una y otra vez y haberse preguntado durante kilómetros cómo recibiría su ramita de olivo…

–¿Qué… qué ocurrió?

–Yo oí algo de un fallo hepático –contestó Violet–. Lo siento mucho, Pam. Sabía que no pudiste llegar a tiempo para el funeral, pero… A principios de este verano tus tíos contrataron a alguien para que te encontrara. Pensaba que tal vez por eso habías vuelto al pueblo.

–Mis tíos –repitió Pam–. Iba a ir a su casa después de cenar.

–¿Los Calbert? –Violet estaba prácticamente temblando de incomodidad–. Oh, cielo, no están en casa. Tu tía se ha ido fuera el fin de semana a una de esas ferias de artesanía que hace en el condado de al lado. Lo sé porque Cora ha estado regándoles las plantas mientras… Oh, mírame, sin dejar de hablar. Lo sie…

–No, no pasa nada –dijo Pam. Pero sí que pasaba. ¿Su madre había muerto y a ella solo se le ocurría decir «no pasa nada»? Pero no quería que Violet siguiera disculpándose.

–Creo que vuelven mañana a alguna hora.

–¿Y podrías recomendarme algún lugar para pasar la noche? –preguntó Pam. ¿Debía admitir el tipo de presupuesto con el que contaba? Eso sin duda provocaría su compasión.

–Hay un par de hoteles grandes junto a la autopista.

–Yo pensaba más bien en algo más… pintoresco.

–Bueno, Trudy alquila habitaciones, por noches o más tiempo, en esa mansión falsa que tiene en Meadowberry. Probablemente tenga un par de habitaciones libres. Aunque…

–¿Aunque qué? –preguntó Pam. A juzgar por la expresión de Violet, no podía ser nada bueno.

–Disculpadme, señoritas –Helen se interpuso entre ellas y dejó sobre la mesa dos platos de comida. Una pena que Pam hubiese perdido el apetito–. ¿Queréis algo más?

Pam negó con la cabeza, esperando a recibir el golpe. Intentó consolarse pensando que, fueran cuales fueran las próximas palabras de Violet, nada podría compararse con la noticia de la muerte de Mae.

–Mmm –dijo Violet con una sonrisa poco convincente cuando la camarera se hubo marchado–. Nada como la cocina de la abuela K, ¿verdad?

–Antes de que nos interrumpieran, ibas a decirme algo.

–Es que no quiero hablar de más. Cora siempre me reprende por ser una cotilla, pero no es ningún secreto que Nick Shepard y tú salíais…

–¿Nick? ¿Qué pasa con él?

–Él también vive en Meadowberry. Enfrente de Trudy. Con su hija.

–¿Faith está en el pueblo?

Nada en el universo marchaba bien. De pronto su madre estaba muerta y su hija, que se suponía que vivía en Carolina del Norte, estaba en el pueblo. «No tengo derecho a estar cerca de esa pobre niña», pensó. Si alguien buscase la palabra «incapacitada» en el diccionario, aparecería una foto suya. Parecía ser una especie de legado familiar femenino, un legado que se había jurado que terminaría con ella.

De pronto fue consciente del resto de palabras que había dicho Violet. Y sintió que su rostro palidecía.

Nick estaba en Mimosa.

CAPÍTULO 2

SI AQUELLA noche era una señal de cómo iban a ser los años de adolescencia, Nick Shepard debería salir en aquel mismo instante a comprar todos los suministros de aspirina de la farmacia. Tal vez le hicieran descuento. Y tendría que llevarse a su hija rebelde de doce años y medio a la tienda en vez de dejarla sola en casa, porque al parecer no podía confiar en ella.

Faith y él estaban cenando, sentados lado a lado en dos taburetes frente a barra del desayuno, una costumbre que a su madre la sacaba de quicio. «Tienes una mesa en la cocina, Nicholas», le diría su madre. «No entiendo por qué insistes en comer en la barra como si estuvieras en una cafetería». Por una vez deseó estar sentados a la mesa. Si Faith estuviera sentada frente a él, sería más fácil interpretar lo que se le pasaba por la cabeza.

Pero tenía la cabeza agachada sobre el plato. Jugueteaba con el tenedor sobre la cerámica, pero en realidad no comía nada. Su pelo oscuro, único rasgo visible que había heredado de él, le caía sobre la cara y oscurecía sus rasgos.

Siempre habían estado unidos, pero últimamente…

–¿Puedes explicarme de manera racional por qué eres tú la que está enfadada? Eres una buena chica, así que sabes que lo que has hecho ha estado mal, y que castigarte el fin de semana siguiente es probablemente menos de lo que te mereces. Tu abuela y tu tía Leigh creen que soy demasiado blando contigo.

–¿Y por qué no dejan de meterse donde no las llaman? –dijo Faith.

A veces Nick pensaba lo mismo. Pero entonces recordaba que, técnicamente, él había echado a perder dos matrimonios y que su hija necesitaba algún tipo de influencia femenina que contrarrestara a los obreros de la construcción que él contrataba.

–Si quieres que interfieran menos –le dijo a su hija–, deja de demostrar que tienen razón.

–Actúas como si me hubieran pillado con un laboratorio de anfetaminas. Simplemente me he saltado una maldita clase.

–¡Una clase de Matemáticas! Pensaba que querías dar cursos de Matemáticas avanzadas cuando llegaras al instituto –a Nick le habría gustado pensar que la habilidad para la aritmética la había heredado de él, pero lo cierto era que encajaba con su talento innato para la música: ritmo, frecuencia y pautas. Cuando cantaba, era como si a él lo atormentara el espíritu de su madre.

Tal vez Pamela Jo no estuviese muerta, pero desde luego era el fantasma de su pasado.

–Solo estamos en la segunda semana de colegio, papá. Estamos repasando. No me he perdido nada importante –de pronto Faith se apartó el pelo de la cara, lo miró a los ojos y cambió de estrategia–. Además, tú siempre me has enseñado lo importante que es la lealtad y ser una buena amiga. Morgan necesitaba hablar. Estaba muy disgustada. Por eso lo hice.

Al oír le nombre de la mejor amiga de Faith, Nick tuvo que hacer un esfuerzo por no apretar los dientes. Las chicas ni siquiera estaban en el instituto y Morgan ya tenía citas. En la comida del Cuatro de Julio, había pillado a Morgan en su jardín liándose con un adolescente punk mayor que ella. A saber en qué tipo de problemas se metería la chica antes de su graduación.

Hipócrita. Él sabía bien en qué tipo de problemas se había metido a esa edad. Razón de más para querer que Faith ampliase su círculo de amistades.

–Hay una diferencia entre querer ayudar a alguien y dejar que te arrastren con ellos –dijo–. Si te saltaras una clase cada vez que Morgan estuviese triste por un chico, estarías expulsada para Navidad.

–¡Qué cosa más imbécil!

–Esa no es manera de hablarle a tu padre. Si…¡Ah!, corred… volad: para que tanto os mováis es preciso que yo permanezca siempre inmóvil.

Cuando sonó el teléfono, Nick no supo exactamente cuál de los dos acababa de ser salvado por la campana. Señaló su plato mientras se levantaba para ver en la pantalla quién era.

–Come. Hablaremos de esto más tarde. Después de hacer los deberes y escribir una disculpa para tu profesor de Matemáticas.

La persona que llamaba era Leigh. Su hermana. ¿Se habría enterado de la visita de Faith al despacho del director? Tal vez. El marido de Leigh daba clase de Ciencias a octavo.

–¿Sí?

–Hola, Nicky.