Del amor y sus desvaríos - Carmen Santamaría Alonso - E-Book

Del amor y sus desvaríos E-Book

Carmen Santamaría Alonso

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Beschreibung

Esta colección de relatos, escritos a lo largo de tres décadas y compilados aquí, tiene como nexo el amor. Pero no un amor ideal, etéreo, inalcanzable, sino un amor realista, tangible: un amor entre personas de carne y hueso que viven en el mundo prosaico de todos los días y que desean, sufren, se debaten, caen y se levantan, como cualquiera. En estos cuentos, pausados, minuciosos, llenos de detalles, escritos con una prosa elegante, habita el amor de verdad.

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Primera edición: abril 2024 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Gwen John, A Comer of the Artist's Room in Paris [87, rue du Cherche-Midi] (1907-09) Maquetación: Eva M. Soria Corrección: María Luisa Toribio Revisión: Ana Briz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2024 Carmen Santamaría Alonso © 2024 Libros.com

[email protected]

ISBN-e: 978-84-19435-96-5

Carmen Santamaría Alonso

Del amor y sus desvaríos,luz y penumbras

No siempre el amor es resplandor y deleite.

No todo el amor es idilio y complacencia.

Hay deslices del amor que provocan el vértigo,

equívocos que roban la cordura,

desaires que escuecen y amedrentan.

Pero, siendo así, con sus luces y sus sombras,

no hay quien, al cabo, se arrepienta de haber amado,

de haber sentido el peso del amor en sus entrañas,

en algún recodo de su existencia.

Para los hombres y mujeres que me enseñan cada día lo que es el amor.

Para quienes pasan por mi vida dándome amor y enseñándome a darlo.

Y, como siempre, para ellos, para Daniel, Darío y Andrés.

Agurtu. 1. (gral.; Lar, Lecl, Añ). Ref.: A; EI 339 y 340; Lh; Etxba Eib. (Aux. trans. e intrans.). Saludar (tanto al encontrarse con alguien como al despedirse).

Índice

 

Portada

Portadilla

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Una cruz al atardecer (I)

Tantas noches sin Nelita

Todavía

El príncipe pobre

Calle Montera

Camarada Chelo

El poeta

Sesión de cine

Su mejor amiga

Donde moran las sirenas

Los versos del ayer

Mi madre, de pelo negro

Ringo y Etelvina

Carmín violeta

Versos a Irene

Imágenes de Herminia

Segundo curso

Toda la noche sin ella

Luz de pasión, luz de azar

Maldita ciudad

El cuento de la bailarina

Agua sucia discurre por el asfalto

El día que te marchaste

Un silencio entre dos trenes

Una cruz al atardecer (II)

Una cruz al atardecer (I)

 

Hay una cruz pintada sobre la roca. Una cruz blanca que al anochecer, con la luz de las bujías, destella como un trozo de luna. Los automóviles frenan al pasar por delante. Entran en la curva despacio y se alejan acelerando. Como si desearan poner distancia cuanto antes. Ayer tarde alguien arrojó una flor desde una ventanilla, un clavel rojo que cayó sobre el asfalto, sobre unas gotas de sangre que ni la lluvia ni el barro han borrado todavía. Me acerqué cuando oscurecía y lo coloqué al pie de la cruz, donde no lo alcanzaran las ruedas de otros coches. Hoy he subido unas lilas que he cortado en el jardín. A Bernardo le encantaban mis lilas. Yo me esmeraba con ellas. En primavera adornaba con las más espléndidas la mesa de mi despacho, por si Bernardo venía. He depositado el ramillete junto al clavel de ayer, que aún no se había marchitado. Luego me he sentado enfrente, a la sombra de la vieja encina, a resguardo de las miradas de los automovilistas. Solo una hora, que ha transcurrido deprisa. Se ha echado la noche y me he bajado corriendo, a tiempo de preparar a madre su cena y sus medicinas. Nunca pregunta a dónde voy. No para de hablar cuando estoy con ella, pero nunca me pregunta por mis ausencias. Mientras la visto y la aseo, me cuenta chismes del pueblo. No sé quién se los cuenta a ella. Quizás esas viejas que se la llevan a la novena o a los primeros viernes. Yo me hago la desentendida, no sea que un día, si me ve interesada, me suelte lo que sabe de mí. De mí y de Bernardo. Porque, saberlo, lo sabe. No hay más que oírla mencionar a Adela, cargando tanto las tintas. Madre no tiene motivos para despreciarla, pero se ensaña con ella. Antes la criticaba porque iba muy seguido al cementerio. Luego, porque iba poco. Ahora, porque ya no gasta ropas de luto. O porque abre la tienda a deshora. Por lo que sea. Siempre encuentra el hilo para nombrarla y despellejarla. Pienso yo si estará provocándome, esperando que yo la defienda para sacarme lo mío. O para recriminarme por haberle permitido que me quitara a Bernardo. Yo, por si acaso, me callo. La visto, la lavo, le sirvo la comida y me meto en mi cuarto o en el baño hasta que termina. Después la ayudo a sentarse en el sillón, enchufo la televisión y desaparezco hasta la hora de cenar. Me voy al despacho, repaso las facturas de los proveedores y los extractos del banco, compruebo la lista de reservas, distribuyo las habitaciones para el fin de semana y, un rato antes del anochecer, me subo a la carretera. A recordar a Bernardo en el último sitio que contemplaron sus ojos.

A la carretera no baja Adela. Ella le reza en el cementerio. Al principio acudía a diario, pero en siete meses ha perdido la costumbre. O las ganas, me dice madre con sorna. Yo no creo que le haya olvidado a Bernardo. Estará ocupada con la tienda y con los críos, que, aunque son mayores, aún dan cuidados. Y un montón de problemas. El chico es clavado a Bernardo. Lo vi un domingo este invierno, de casualidad, porque yo casi no salgo. Había bajado al Balneario con otros muchachos del pueblo. Entraron en el bar de Ponce y pidieron cervezas. Ponce los mandó a la calle a gritos. Estaba Juan Pizarro de ronda con un guardia novato, y tuvieron que intervenir para amonestar a los chiquillos y librarlos de las iras de Ponce, que es un demonio cuando se irrita. Adela estará hecha polvo. Antonio se llama el chico. Como el padre de Bernardo. Me quería a mí mucho ese hombre. Si por él hubiera sido, Bernardo se casa conmigo. Lo dijo la mañana de un domingo que fui yo a la tienda a buscar a Bernardo. Los domingos se dedicaba el padre a ordenar las piezas de tela y a clasificar el género por tallas y por colores, y Bernardo lo acompañaba. Le disgustaba el oficio, pero nunca se le ocurrió marcharse del pueblo, alejarse de su padre. Recuerdo que ese día nos íbamos de excursión al valle de Trinos y que a Bernardo y a mí nos tocaba comprar las gaseosas y el vino para comer. Recuerdo también que esa tarde, de regreso, nos despistamos y nos retrasamos al volver al pueblo. Los de la pandilla nos tomaron el pelo. Pero entonces no hacíamos nada. Los otros quizás, pero nosotros no. A mí me habían educado para reservarme hasta el matrimonio y Bernardo se aguantaba. Además, él estaba molesto por lo de su padre. Le había preguntado, cuando yo llegué a la tienda, que a qué esperábamos para anunciar una boda. Así de clarito. Yo me puse colorada. Bernardo le contestó que él no era de ataduras ni bodorrios. Muy enfadado con el pobre hombre, que no se atrevió a replicar. Bernardo no solía levantar la voz y le debió sorprender al padre el cabreo que agarró. Luego, en el campo y sin que yo aludiera al asunto, Bernardo me dijo que él no tenía carácter para casado. Que estábamos bien como estábamos. Que nosotros no éramos como los otros, que se liaban en la escuela y ya la vida entera amarrados, hasta morirse, sin tratar a nadie más, sin experimentar algo diferente. No seamos vulgares, Marisa, me dijo con aplomo. El matrimonio es para gente sin imaginación y sin proyectos.

Cuarenta y seis días después, exactamente, me enteré por madre, cuando desayunaba, de que Bernardo se casaba con la de don Nicasio, el del banco, al mes siguiente.

Me he acordado miles de veces de la conversación de aquella tarde. De las palabras de Bernardo. ¡Qué tristeza sentí! ¡Qué decepción! Pero no se las repruebo, porque eran la pura verdad. Bernardo no valía para el matrimonio. Y bien que lo ha demostrado. Aunque es muy cierto que lo intentó con Adela. Y que siempre fue respetuoso con ella. Nunca la humilló ni la ofendió a propósito. Nunca le negó un deseo. Nunca pronunció una frase en su contra. Al revés: la alababa por trabajadora, por ser tan paciente. Cuando la crisis, decía que sin ella no habría salvado la tienda. Y cuando lo de su suegro, la compadecía. El padre de Adela era un tipo imponente. Yo lo conocía del banco, de cuando iba con padre a sus gestiones. Don Nicasio era el director, y a padre, como era el dueño del hostal del Balneario, lo atendía él en persona. Muy alto, elegantísimo con su traje de rayas oscuras y sus corbatas de seda. Un señorito de ciudad, de pies a cabeza. Pero le dio la locura y organizaba unos escándalos de aúpa en el pueblo. No le regaba la sangre el cerebro. Una vez se escapó a la calle cuando lo estaban vistiendo. En calzoncillos. Adela tuvo que salir a por él porque la madre, con lo tiesa que era cuando su marido mandaba en el banco, no se movía de la casa, de vergüenza que le daba. Y ahora ahí está, vendiendo sábanas y trapos de cocina. ¡Si la viera su difunto! Al viejo lo pilló Adela en la esquina de la iglesia cuando estaba quitándose los calzoncillos. Bernardo se reía al contármelo, porque el suegro le reventaba. Pero yo notaba que le dolía por Adela. Él la quería a su manera. La apreciaba, diría yo. Enamorado no estaba. Ni cuando novios siquiera. Yo creo que Bernardo no se enamoró jamás de ninguna. Tampoco de mí, a pesar de tantos años juntos. Veintidós desde que empezamos con la pandilla. Seguro que me quería, pero no hasta el extremo de ceder una pizca de su libertad por mí. Y con Adela lo mismo. Se casó sin maliciarse que ella, tan sumisa, tan complaciente de novia, iba a exigirle atenciones y tiempo cuando se viera de esposa.

A los pocos días de casados tuvieron la primera bronca. Bernardo se retrasó en el bar con los amigos después de cerrar la tienda. Cuando llegó a casa, Adela cogió el plato con la cena y arrojó la sopa, o lo que fuera, en la taza del retrete. Discutieron y Bernardo no se acostó en su dormitorio. Me lo contaría el propio Bernardo más adelante, porque en esa temporada yo le ignoraba. Ni siquiera asistí a la boda. Me había invitado, como al resto de la panda, pero me marché una semana antes a la ciudad, a donde la tía abuela Virtudes, y me quedé allí cinco meses con matrícula en un curso de contabilidad y cálculo. Por teléfono, madre me contó el banquete y el baile. De Bernardo no me habló, pero de Adela me describió el traje, el tocado, las flores, los zapatos, todo. No es mujer para Bernardo, me decía. Como si fuera mi culpa que él se hubiera casado con ella y no conmigo.

Yo ni entonces la odiaba. Era tan menuda, tan discreta, que me parecía imposible que tuviera voluntad. Que hubiera sido suya la idea de la boda. Comentaban los de la pandilla que Bernardo se había encaprichado de ella por lo guapa. Porque guapa sí que era. Y con buen estilo en la ropa y en el peinado. No como ahora, que va hecha un adefesio. Claro, ¿quién está con temple para cuidarse cuando acaba de morírsele el marido? Con la panda nunca la trajo Bernardo. No por lo cría ni por lo pavisosa, sino para que yo no sufriera. O por si yo me enfadaba. Bernardo no era malo. No era de malos sentimientos. Él no quería ofender ni fastidiar, pero iba a lo suyo, a su conveniencia, sin sacrificarse. Y dejaba heridos en el camino. Adela y yo, por ejemplo.

A veces pienso que a ella le ha tocado la peor parte. Le ha tenido más horas que yo, más días, más noches. Y ha tenido a sus hijos. Pero lo ha pagado caro. Mucho trabajo y muchas penalidades. Por Bernardo, por su tienda, por los niños. Así se la ve de ajada: el pelo con canas; los ojos sin brillo; vestida de vieja con treinta y siete años, que los habrá cumplido este invierno. Uno menos que nosotros. Le ha tocado lo peor: la crisis de la tienda, que a punto estuvo de irse a pique; los partos; los problemas de los críos, que no has solucionado unos y ya surgen otros; el malhumor de Bernardo, la desgana, las amenazas de abandonarlo todo y emigrar a otro continente. En esas ocasiones, cuando le venía el ataque de melancolía, de frustración, Bernardo se explayaba conmigo. Con Adela no. Con Adela se callaba. ¿Qué va a entender ella de estas cosas?, me decía a mí. Y soltaba el lastre, las pesadumbres que lo abatían. Yo le reñía: no seas pesimista, que no te fijas más que en lo malo, le decía sin severidad. ¡Qué ironía! ¡Yo convenciendo a Bernardo de que la vida era hermosa cuando la mía estaba destrozada! ¡Destrozada por él! Pero ¿qué iba a hacer si no? Le hubiera propuesto que nos fugáramos juntos si hubiera sospechado que existía la mínima posibilidad de conseguir que fuera mío. Pero yo sabía, sin la menor duda, que Bernardo no abandonaría jamás de los jamases a su esposa y a sus hijos. Por mucho que renegase. Sabía que envejecería con ellos. ¡Es más!, sabía que, si un día enviudaba, Bernardo buscaría a otra como Adela: una mujer que le permitiera ser como era a cambio de su cuerpo, su afecto y su compañía. Y de mantener las apariencias. Y yo no era esa. Porque yo le hubiese exigido que me entregara su alma. Por eso lo consolaba, le animaba a regresar a casa cuando estaba decaído. No era por favorecer a Adela. Lo hacía por egoísmo. Porque si Bernardo huía, yo también lo perdería.

Venía de cuando en cuando. Venía con el coche a traer un pedido a una clienta del Balneario. O venía corriendo desde el pueblo, que desde joven le tenía afición al deporte. Cerraba la tienda y se lanzaba a la carretera. O le encargaba cerrar al empleado, antes de que lo despidiera por la crisis. Llegaba empapado en sudor, pegada la camiseta al pecho y a la espalda. Una camiseta roja con una franja dorada. La llevaba el día que murió. Supongo que se quedaría en el hospital, en un cubo de basura. Entraba por la puerta de atrás, para no tropezarse con los huéspedes ni pasar por Recepción. Vicenta estaba en la cocina, atareada con sus guisos, y no reparaba en él. Las camareras, en el comedor, aviando las mesas para las cenas. Cruzaba veloz el pasillo y se colaba en el despacho sin llamar. Siempre me encontraba. Aunque yo nunca sabía con antelación cuando se presentaría. Igual transcurrían dos o tres semanas, un mes o dos, entre una y otra visita. Pero habitualmente, a eso del atardecer, yo me ponía a revisar papeles, pendiente de los ruidos del exterior, por si escuchaba las zancadas de Bernardo. Se sentaba en el sofá y, mientras yo continuaba repasando facturas y extractos bancarios, o, más bien, fingiendo que los repasaba, me contaba sus cosas. Lo que a nadie le contaba. Yo le interrumpía cuando se quejaba, lo acusaba de terco o de agorero, me enfadaba con él si era preciso para rebatirle. Cuando estaba de buen humor hablaba poco. Se colocaba detrás de mi silla y me besaba en la nuca; me acariciaba la cabeza, la espalda. Esa tarde no terminaba el trabajo. Dejaba los papeles alborotados sobre la mesa, las luces encendidas, la puerta del despacho cerrada, y me subía con Bernardo a la tercera planta, que solo se ocupa en verano y en Semana Santa. Nos metíamos en la habitación de la esquina, que tiene la cama grande. Nos revolcábamos sobre la colcha. Frenéticos. ¡Era impresionante! ¡Qué ansiosos, qué enloquecidos! Si lo hiciéramos a menudo, ya estaríamos aburridos, decía Bernardo satisfecho. Yo me callaba, regocijándome por mí. Compadeciéndome de Adela.

La primera vez que subimos, vivía todavía padre. Yo esos días tonteaba con un chico que había conocido en la academia, en el curso de contabilidad. Nos veíamos los domingos. Él llegaba en su moto al Balneario en torno a las once y se marchaba después de comer y tomarse un café. Con padre simpatizaba, pero madre no lo tragaba. Porque era tímido y los tímidos son de mal fario, me decía. Yo no lo amaba, pero pensaba que, si en algún momento debía casarme, él sería un marido tolerante, fácil de soportar para mí. Estaba en el despacho rellenando los documentos de Hacienda para que padre los enviara el lunes a la delegación. Sonaron golpecitos en la puerta y, antes de que respondiera, se asomó Bernardo sonriendo. Traigo las servilletas que me habéis encargado, me dijo a manera de saludo. Entró en el despacho y me plantó una caja de cartón sobre la mesa. No lo veía desde antes de su boda. Estaba guapo, muy guapo. Se sentó en el sofá, como luego montones de tardes, y se puso a hablar de lo bien que le iba con la tienda y del dinero que estaba ahorrando para coger el local contiguo y ampliarla. ¡Él, de soltero, la detestaba! Renegaba de la tienda. ¡Cómo ha cambiado Bernardo!, pensé ese día. Pero estaba confundida: Bernardo era el mismo de siempre, procurando adaptarse a sus circunstancias para sobrevivir.

Estuvimos charlando un rato largo. Del comedor venía ruido de platos y de cubiertos. Las camareras estaban sirviendo las cenas. Me levanté para despedirlo. De repente, no sé cómo, me encontré entre sus brazos. Olía a colonia fresca. Y me besaba en la boca. Vicenta canturreaba en la cocina. Intenté despegarme de Bernardo. ¡Inútil! Me fallaban las fuerzas. Vamos a otro sitio, le dije. Saqué del cajón de padre una llave maestra y me llevé a Bernardo al tercer piso. Por la escalera de servicio, que a esas horas no se usa. El pasillo estaba a oscuras. A tientas lo conduje hasta la habitación de la esquina. Me temblaban las manos cuando empuñé la llave para abrir la puerta. Encendí la lámpara de la cabecera y antes de echar el cerrojo ya estábamos los dos en la alfombra. Los botones de mi camisa sueltos, la cremallera de los pantalones desgarrada. ¡Tanto resistirme de novios… para ceder ahora, ahora que Bernardo estaba ligado irremediablemente a otra!

Tardó cuatro meses Bernardo en regresar al hostal. Para entonces padre había muerto y con el chico de la academia había roto yo la relación. Sin explicaciones por mi parte. Y sin que él las pidiera.

Yo a Adela no la recuerdo de pequeña. La hija de Vicenta, que es de su edad, sí la recuerda. Me dijo una vez que en el colegio era una niña torpona y calladita, de esas que se repliegan en un rincón cuando las demás arman jaleo en la clase. Al padre lo había trasladado el banco a la sucursal del pueblo cuando Adela era de párvulos. Ella creció aquí, pero la mandaron al instituto en la ciudad. Venía los fines de semana y se quedaba metida en casa. No salía con pandilla. Lo de Bernardo fue rápido. Estaba Adela comprando un mantel para su madre y, así, por las bravas, le pidió Bernardo que lo acompañase el domingo al cine. El martes ya estaban de novios. Bernardo me lo contó una tarde, sin pesar ni mala conciencia. Como una anécdota intranscendente. Me contaba muchas cosas de él y de Adela. Como si yo no fuera su amante, sino su confidente. Algunas cosas, más delicadas, insinuándolas. Conozco a Adela al detalle. Su intimidad, sus manías, su desengaño. Y me da bastante lástima. Con Bernardo no se entendía en la cama, me lo confesó él al poco de empezar conmigo. Al principio les iba bien, pero luego desconectaron. Ella, por el embarazo, que en seguida de casarse tuvo la primera falta. Bernardo, porque le dolía que ella no le respondiera. Dormían en la misma cama y algo harían, porque tuvieron luego una hija. Pero no se entendían. Presumo que pasaban meses enteros sin tocarse. Era un matrimonio fallido. Porque no era solo en la cama. Tampoco se entendían en los pensamientos ni en la forma de afrontar la vida. No me refiero a los asuntos normales, las rutinas de a diario, sino al comportamiento de Bernardo, a su afán de disfrutar, de andar de acá para allá sacándole jugo a cualquier trance. Adela le censuraba que perdiese el tiempo en el bar, de parloteo con la gente, no porque descuidase el negocio, que Bernardo era trabajador como el que más, sino porque no concebía una diversión más tonta que hablar sin ton ni son. Porque, beber, Bernardo no bebía. Si acaso un par de cervezas, un par de vinos. Pero no era de los que necesitan alcohol para el jolgorio con los colegas. Adela es de no malgastar palabras, de hablar lo justito. Con las clientas, igual: si quieren comprar, las atiende; pero, si dudan, ella no se molesta en convencerlas. De comerciante no da la talla. Sin embargo, se portó de maravilla cuando el negocio se iba a pique. Hasta las tantas de la madrugada se quedaba con Bernardo en la tienda ordenando el género en los estantes, pintando y adornando los escaparates para que resultara más moderno. Hubo una temporada en que iba de casa en casa repartiendo folletos que les había imprimido gratis un amigo de Bernardo, para atraer clientela.

Aquellos meses no vi a Bernardo. Sabía de él por madre y por otros comerciantes del pueblo que bajaban al Balneario. El del almacén de frutas era medio primo suyo. Yo mudé en esa época las cortinas del segundo piso, que eran las más antiguas, y las toallas de lavabo. En parte por ayudar a Bernardo, en parte por obligarlo a bajar. Le dicté el pedido por teléfono. Bernardo me lo mandó con la furgoneta de Quino, el hijo de la panadera, muy bien embalado para que no se manchase la tela con el polvillo de la harina. Pude haber subido al pueblo a pagarle. O haberle telefoneado para que viniera a cobrar. Pero comprendí que no era momento para agobiarlo. Y envié a una camarera con el talón cuatro días después. Bernardo no me dio las gracias. Pero yo sé que él estimó el gesto. Entre nosotros no eran imprescindibles ciertas palabras: ni las de amor ni las de agradecimiento. Cuando la conversación se agotaba, nos bastaba con mirarnos a los ojos en silencio para averiguar lo que el otro sentía o deseaba. Ahí también le llevaba yo ventaja a Adela. Con Bernardo había conseguido una compenetración que muchos matrimonios para sí quisieran. Nada más verlo entrar en el despacho, me olía si venía de buenas o de malas, con ganas de reír o de quejarse. Incluso adivinaba si esa tarde subiríamos a la tercera planta o nos quedaríamos allí sentados, charlando hasta que él tuviera que marcharse y yo bajarme a darle la cena a madre. Era lógico. Por los veintidós años de relación y porque conmigo Bernardo no disimulaba. De jovencitos tampoco. Ni mentía ni disimulaba. Aunque entonces no me hablaba de sus cosas con tanta sinceridad como luego, de casado. ¡Catorce años casado! Catorce años de amor clandestino y de pecado que Dios tendrá que perdonarme aunque, la verdad, no me arrepiento.

No frecuento yo la iglesia. Dejé de confesarme y comulgar por las discrepancias que nos surgen en la adolescencia. Don Wenceslao, que se apuntaba a comer los sábados en el hostal, me preguntó un día por qué no asistía a la misa. Le contesté que yo honraba a Dios a mi manera. Madre no me hizo reproches, porque aborrecía al cura. Con sus sermones le amargaba la comida. A don Wenceslao lo sustituyó un verano don Marcelo, uno de la capital, que ni daba la murga en el hostal ni me conoció hasta el funeral de padre. Tuve que ir a la iglesia con madre. En pecado y con remordimientos. Pero sin propósito de la enmienda.

Ahora voy de cuando en cuando. Tempranito, que hay menos gente. A nadie le interesa si yo rezo o no rezo. Me arrodillo en la capilla de san Nicolás, que por él recibió su nombre padre, y rezo un avemaría o una salve. Lo que surja. Me encanta el olor de la cera que arde a los pies del santo. Cuando no hay muchas prendidas, enciendo una lamparilla y la ofrezco por Bernardo, por madre y por mí. Seguro que Dios me perdona, aunque no me arrepienta. Él no me dio fuerzas para olvidar a Bernardo, para despreciarlo o rechazarlo cuando vino a mí ya de casado. Dios no puede condenarme por haberlo amado tanto.

Una mañana coincidí con Adela. Entró en la iglesia y pasó a mi lado sin verme. Me pareció que daba un respingo, pero no me miró. Me escondí donde san Nicolás y la observé atentamente. Se había arrodillado en un banco de la segunda fila. Y estaba inmóvil, como una estatua. Don Marcelo salió de la sacristía y se acercó a ella. Le habló durante unos minutos. Cuando se retiró el cura, Adela hundió la cara entre los brazos. Supuse que lloraba. Me fui sin haber rezado ni un avemaría. Con pena por Adela. Madre me contó luego que la había visto en la novena de san Pascual. Don Marcelo la ha convertido, me dijo madre dos o tres tardes después. Fue a comprarse calcetines y camisetas y se la ha ganado para la parroquia. Me gustaría decirle algo a Adela, una frase de ánimo. O de condolencia. Pero me falta coraje. No lo tuve para ir al entierro ni para ir al funeral, así que ahora, en frío, menos aún.

Con Adela yo no he cruzado nunca palabra. Ni de niñas ni de mayores. No ha habido ocasión ni yo la he propiciado. Podía haber subido a la tienda hace un mes, cuando encargué sábanas nuevas. O haber llamado por teléfono. Lo estuve cavilando un par de días. Al final mandé a Vicenta, que es de confianza, y a su hija, que se ha separado del yerno y se ha mudado con ella. La hija es la mar de espabilada. No es de las que se descomponen cuando se les va el marido. Este verano voy a contratarla para que me ayude con el hostal y con madre. Está muy quisquillosa madre. Si me ayuda la chica de Vicenta, igual me escapo una semana a la ciudad, a descansar. No he tenido vacaciones desde que padre murió. No por el hostal, que no iba a ocurrir ninguna calamidad por ausentarme yo. Ni por madre, que Vicenta se hubiera ocupado de su comida y su aseo. Era por Bernardo. No me marchaba de vacaciones por si él se presentaba.

A la habitación de la tercera planta no volvimos hasta que madre dejó de moverse sola por el hostal. Con madre andando por los pasillos, inspeccionando los rincones, los cuartos vacíos, no me atrevía a subir. Si aparecía Bernardo, daba un pretexto en Recepción para que no me buscaran y me iba con él hasta el río, hacia la zona donde se alzan las ruinas del viejo hotel. En el jardín trasero hay un cenador cubierto de hiedra tupida. A su alrededor crecen matas de tomillo, de romero y hierbabuena. Allí nos amábamos. Con humedad y con frío. La tapia está desplomada junto al roquedal por el que fluía el manantial antes de que lo canalizaran y se llevaran los baños a la orilla de la carretera. La lluvia ha borrado los rastros de humo de la fachada del hotel, pero ha corroído los trozos de las paredes que el fuego no devastó. Las ventanas sin persianas, el tejado destruido, las terrazas invadidas por hierbajos: la estampa triste de un edificio pomposo del que se narran leyendas diversas en el Balneario. Unos dicen que el incendio fue una represalia de los que ganaron la guerra; otros, que lo provocó la propietaria para que no cayera el hotel en manos de los golpistas. Algún atardecer, en lugar de subir a la curva de la carretera, camino hacia el río. Paseo por entre los árboles, despacio, como paseaba con Bernardo. ¡Qué impresionante la soledad del paisaje en invierno! ¡El silencio de las ruinas! Apenas se oye el trino de un pájaro. Y el crujido de la hierba húmeda bajo la suela de mis botas. Y, cuando sopla el aire, el meneo de las ramas de los álamos que, al agitarse, me suenan como lamentos. A veces traspaso la tapia del hotel, arranco una ramita de romero o de hierbabuena y me la pongo en el pelo. Como hacía cuando iba con Bernardo. Al cenador no me arrimo. No quiero verlo, no quiero ver el banco en el que nos amábamos. Tampoco subo nunca al tercer piso. Y, si he de subir, evito pasar por delante de la habitación de la esquina. Estoy segura de que han quedado restos de nuestras voces. No quiero encontrarme con el fantasma de Bernardo. ¡Bastante me duelen los recuerdos sin azuzarlos!

Cuando regresó Bernardo, acabábamos de enterrar a padre. Habían pasado cuatro meses, pero yo todavía lo esperaba. Francis, que estaba de turno en Recepción, me avisó de que un señor preguntaba por madre. Pronunció su nombre y su apellido. Le dije que le indicara las escaleras de casa, tres cuartos de la entreplanta que padre había reformado como vivienda poco antes de mi nacimiento. Madre se encerraba allí horas y horas. Del hostal me encargaba yo casi por completo. Madre, cuando salía de su encierro, revisaba las habitaciones vacías, los pasillos, el comedor, y protestaba si había polvo y desorden. Pero de los bancos, los proveedores y las gestiones con los clientes me ocupaba yo desde que padre enfermara.

Bernardo se acercó a madre y le dio el pésame. Emocionado, porque él había perdido a su padre recientemente. Madre estaba nerviosa. Y yo, temblando por si le soltaba una grosería. Cuando Bernardo se despidió, lo acompañé a la puerta. Me enganchó por el codo y echamos a andar. Sin percatarme, porque no tenía ojos más que para mirarlo, llegamos hasta el borde del río. De chicos íbamos con la pandilla a la explanada que hay frente al hotel. Nos colábamos en el jardín y jugábamos al escondite entre las ruinas. Era bonito recordarlo con Bernardo. Vamos a jugar, Marisa, me dijo de repente. La ligas, dijo. Cuenta veinte y me buscas. Se escondió en el cenador. Cuando di con él, ya se espesaba la noche. Me agarró por la cintura, me besó y me retiró las ropas. Hacía relente, pero no lo advertí hasta que estornudé a la mañana siguiente.

Jamás se me ocurrió negarme a Bernardo. Le quería demasiado para renunciar a él, a los escasos ratos de placer y de felicidad de mi existencia. Jamás rechacé a Bernardo.

Lo intenté una vez. Cuando lo del aborto. Esto es una señal del cielo, pensaba. Me propuse romper con Bernardo cuando hubiéramos solucionado el problema. Él se portó como debía portarse. Tú tranquila, que esto no es el fin del mundo, me decía para apaciguarme. Bajaba todas las tardes a contarme cómo iba el asunto y consultar mi opinión. En seis días lo arreglamos. Fuimos a la ciudad. En una calle de las afueras había una clínica con un rótulo falso en la entrada. La enfermera y el médico fueron amables. Estaba muy asustada, pero no le veía alternativa. No me imaginaba de madre. No sin un padre para la criatura. Me acordaba de Remigia, la del lechero: su padre la envió fuera del pueblo cuando empezó a engordarle la tripa. Yo no quería marcharme. No quería irme del hostal ni alejarme de madre. Bernardo no me presionó. No dio su opinión hasta que yo decidí. Era contrario al aborto, pero hubiera sido una catástrofe para él tener un hijo con otra. Adela no lo habría consentido. Pero él no me presionó. Lo decidí por mí misma. Lo amaba con delirio, pero no deseaba un crío. Acaso hubiera sido como el de Adela. Un año menor. Guapo y fuerte como su padre. Simpático y jaranero.

Estuve seis horas en la clínica. Ni me dolió ni me resentí con la anestesia. Bernardo me trajo en su coche hasta la puerta principal del hostal. Si madre me hubiera visto apearme, le habría dicho que me había recogido en la estación de autobuses. Que coincidimos de casualidad. Tanto me daba que me creyese o no. Estaba yo muy angustiada desde que me hice la prueba. Bernardo me la compró en la farmacia del pueblo. La farmacéutica supondría que era para su esposa. Para mí fue horroroso: dándole vueltas a la cabeza hasta que tomé la decisión. Bernardo fue un caballero. Por eso no cumplí mi propósito. No pude rechazarlo luego. Se presentó a los dos días en el despacho. No se sentó en el sofá, sino en la silla de las visitas. Me preguntó si sentía dolores, me contó que estaba en tratos con el dueño del local contiguo para ampliar el negocio, se levantó, me dio un beso en la mejilla y se fue. Si me necesitas, llámame a la tienda, me dijo. Pero yo no lo llamé. Volvió al mes y medio. Entonces fuimos al río. Como en los primeros tiempos. Madre ya no se movía de su cuarto y usábamos la habitación de la tercera planta. Pero esa tarde apetecía pasear: se respiraba en el aire la primavera que se avecinaba. Y terminamos en el cenador.

Una semana después cogí cita con un ginecólogo de la ciudad y le pedí unas pastillas. No podía renunciar a Bernardo. Por él era capaz de hacer todo lo que desde niña me enseñaron que era indecente para una mujer como yo. Una mujer como Dios manda.

No me arrepiento de nada. Ni siquiera ahora, que Bernardo ha muerto y estoy tan sola… Si me hubiera casado con el tímido, o con el sobrino del abogado del banco, que me cortejaba de jovencita, quizás no estaría tan sola. O sí. Quizás hubiéramos acabado malamente, cada cual por su lado, porque aguantar los siete días de la semana a un individuo, con sus manías, con sus berrinches, que igual le huelen los pies o el aliento…, no me veo yo con valor. Ni con paciencia. Habría tenido hijos, quizás, pero ¿y si me hubieran nacido raros? Drogadictos, delincuentes, alcoholizados, que de los críos de ahora se puede esperar lo peor. Nosotros éramos más sanos, apreciábamos más las cosas cotidianas, disfrutábamos con tonterías: las fiestas en el campo, las excursiones, que te rozara un chico que te encantaba… Pero estos, como lo tienen todo resuelto… Lo hablaba con Bernardo cuando íbamos hasta el río. Te esmeras en darles gusto y encima se te rebelan, me decía Bernardo por los suyos. Estaban creciendo y se le desmandaban. El niño es clavadito a él. Su fiel retrato: trece años y rondando por los bares. Bernardo lo frenaba, pero a Adela la torea. De eso me he librado yo. Los hijos son preocupaciones. Estaría menos sola, pero ¡qué agobio si alternase por la noche, si me viniese borracho, si lo atropellase un coche…!

¡Malditos coches! ¡Odio los coches! Máquinas de asesinar. ¡Canallas que los conducen! El que mató a Bernardo era un conductor de fuera, ni me acuerdo de qué pueblo. Iba borracho. Se metió en el arcén y lo estrelló contra la roca. No se detuvo a socorrerlo. Pero lo vio el Bilbaíno y avisó a los guardias. Cayó el tío en un control, a once kilómetros de la ciudad. ¡Ojalá que se pudra en la cárcel! Que sufra como estoy yo sufriendo. Y como está sufriendo Adela.

Adela ha envejecido. Demasiado en siete meses. Va por la calle con su madre, que ahora la ayuda en la tienda, y parecen de la misma edad. La vieja tan tiesa, los labios bien rojos y el moño de peluquería. Y la pobre Adela hecha un desastre: con ojeras, sin maquillaje, mal peinada. Eso sí, el luto le ha durado poco. Muy modosita aparenta, pero en seguida se ha hartado de las ropas negras. Y para colmo, beata, que hasta un crucifijo ha colgado en una pared de la tienda. Don Marcelo la ha convertido. Madre me dice que la ve en la novena. Se sienta en un banco de las filas delanteras y, en cuanto don Marcelo echa la bendición, se va sin hablar con los otros feligreses. Mira que es hosca esta chica, dice madre mientras la visto y le lavo las manos. De su padre no ha heredado maneras. Yo a madre no le contesto. Si defiendo a Adela o la contradigo puede que me saque lo de Bernardo, que seguro que lo sabe. No porque le hayan ido con el chisme las otras viejas. Es que ella se lo huele.

Procurábamos ser prudentes. Bernardo se colaba por atrás y nadie se enteraba. Ni el de Recepción, ni Vicenta, ni las camareras. Ni madre, que, si no se la habían llevado sus amigas al rosario o a la novena, estaría encerrada en la entreplanta. Subíamos por la escalera interior, que a esas horas del atardecer no se usa. Las chicas del servicio de habitaciones se van a mediodía y los clientes bajan en el ascensor o por la principal. Pero madre lo notaba. De fijo que lo notaba. Se me leía en la cara cuando había estado un rato con Bernardo. No sé si más guapa o más fea, pero estaba distinta. Aunque me atusaba el pelo y me untaba colorete en las mejillas, me veía distinta en el espejo. Los ojos brillantes, los labios a punto de sonreír. Como más ancha por dentro. Madre tenía que notarlo. Pero no me preguntaba. Nunca me preguntaba de dónde venía o con quién había estado, pero yo advertía que me evitaba la mirada. No era por vergüenza ni por respeto. Ni por haberse convencido de que ya era mayorcita para disponer sobre mi vida. Era por miedo: miedo a que yo me largara. Que me enfadara y me fuera. Que la dejara sola en el hostal, en el Balneario. Madre me había hecho prometerle ante el ataúd de padre que jamás la abandonaría como él la había abandonado a ella. No le perdonaba que se hubiese muerto. Padre la cuidaba como si fuera una reina, se desvivía por ella, se le encogía el corazón cuando madre se quejaba. A mí no. Yo siempre he creído que madre se inventa las enfermedades, y si no me he marchado, no ha sido por atenderla. Ni por la promesa que me arrancó, aprovechándose de mi congoja, frente al cadáver de padre. Ha sido por él. Por Bernardo.

Por Bernardo no me voy ahora.

Subo a la carretera al atardecer y lo imagino con su camiseta roja corriendo por la orilla del asfalto, rumbo al hostal donde yo lo espero. No soy capaz de entrar en la habitación de la tercera planta. Ni de llegar hasta el cenador del viejo hotel. Allí quedan restos de su voz, de su olor, de sus besos. Allí está su fantasma. Aquí, en cambio, en la carretera, lo imagino corriendo, respirando fatigado. Lo imagino en carne y hueso. ¡Vivo! Y eso me mantiene viva a mí.

Al cementerio no he ido. Ni cuando el entierro, que tuve que meterme en la cama de tan hinchados como tenía los ojos. Mandé a madre con Vicenta en el coche del panadero, que bajó a buscarlas por hacerme a mí el favor. Yo no asistí. Adela, con lo suyo, no se hubiera percatado. Pero los demás… ¿Cómo justificaba yo mi disgusto si no era la viuda? Me propuse ir una mañana con unas flores, pero lo fui postergando. Unas veces por no cruzarme con Adela. Otras porque llovía. Otras porque pensaba que me iba a desmayar al leer su nombre escrito sobre una lápida.

No soy persona cobarde. No me amilana el peligro. Amar a Bernardo era peligroso. Y complicado. Y pecado, además. Pero eso no me apartó de él. No me hubiera separado de Bernardo ni aunque nos hubieran descubierto juntos. Ni aunque me hubiera excomulgado don Wenceslao. Sin embargo, ahora me siento débil. Estoy que me caigo por los suelos. Me tiemblan las piernas y la cabeza se me nubla. Las cuentas me han fallado un mes. Y un martes coloqué a dos parejas en la misma habitación, estando el hostal vacío. No salgo a la calle más que para las gestiones en el banco. Con los proveedores trato por el teléfono. No recibo visitas. Si oigo las voces de las amigas de madre, me encierro con llave en el despacho y no me muevo hasta que las escucho taconear en Recepción, hacia la calle.

No lloro apenas. Bastante lloré durante seis días. Le dije a Vicenta que me había enfriado, si no ¿de qué iba a tener los ojos tan colorados? Vicenta trajo a madre a mi cuarto, pero yo me fingí dormida. Con madre me hubiera costado mentir. Mejor era no hablar con ella. No lloro casi nunca. Solo alguna lágrima se me escapa en la carretera cuando estoy con el día tonto. Viendo los coches pasar.

Hay una cruz pintada sobre la roca. La pinté una noche que no lograba dormir. De madrugada. Con pintura que encontré en el sótano. Una cruz blanca que al oscurecer, a la luz de las bujías, destella como un trozo de luna. Los coches vienen deprisa. Frenan antes de coger la curva. Luego aceleran y se alejan velozmente. Como si temieran que la muerte les sorprenda como le sorprendió a Bernardo aquella tarde. Un atardecer maldito. Corriendo hacia el Balneario.

Tantas noches sin Nelita

 

Suenan ocho campanadas en el reloj de la sala. Cadenciosas, puntuales. Se deslizan por el pasillo, atraviesan la madera de la puerta y retumban en la quietud de la alcoba. Nelita estará preparando la cena de los niños. O llenando la bañera para que Marta se asee antes de sentarse a la mesa. Manuel aguza el oído, rastreando entre el sinfín de sonidos que pueblan la casa a esta hora el que le revele la presencia de ella en una estancia o en otra. Percibe las voces magnéticas de dos individuos que discuten acaloradamente en el televisor, el eco de la música estridente que proviene del dormitorio de Óscar, el chirrido del ascensor deteniéndose en el rellano de la planta y el taconeo de la vecina de la vivienda contigua. Pero ¿dónde estará Nelita?

Contiene la respiración y escucha, inmóvil y concentrado, durante varios segundos. Hasta que le llega, amortiguado, el soniquete leve de un cubierto de metal que golpea un cacharro de loza. Está en la cocina, deduce Manuel, y exhala un suspiro. Está batiendo un huevo, se dice, figurándose la estampa de Nelita atareada frente a la encimera, volcando el huevo en una sartén para cuajar una tortilla que dentro de un rato vendrá a traerle para que cene.

Un timbrazo estridente estalla en el aire del pasillo y se sobrepone a la algarabía vespertina de la casa. De inmediato, se oyen los pasos apresurados de Nelita que se dirige hasta la puerta de la calle gritando voy, voy a quienquiera que sea el que ha llamado. Se oye luego su voz vaporosa que se mezcla con la de otra persona, a la que Manuel no identifica. Será el cartero con un sobre certificado, o el operario que lee el contador del gas. La conversación dura poco en el vestíbulo. En seguida se repiten los pasos de Nelita desandando los cuatro metros escasos que distan hasta la cocina.

Manuel procura relajarse, neutralizar los pensamientos que le turban, descansar. Así se lo ha recomendado el médico de cabecera que le visita de cuando en cuando. Tiene que tomárselo usted con mucha calma, le dijo la última vez que lo exploró. Se le notan los músculos rígidos. Y la tensión es alta todavía. Si no se tranquiliza usted, el proceso de curación se va a dilatar más de lo que preveíamos, insistió el doctor con severidad.

Es una crueldad aconsejarle tranquilidad a un enfermo que está postrado en la cama, sin poder moverse, sin poder evadirse, medita Manuel, indignado. Es una humillación para un hombre hecho y derecho, condenado a permanecer inactivo debajo de una manta por un tiempo que ya se mide en semanas.

La irritación le impele a levantarse, pero un millar de agujas laceran su pecho cuando intenta incorporarse. Su cabeza cae como un fardo sobre la almohada. Y permanece inmóvil, esperando que su pulso se apacigüe.

Los amigos estarán a esta hora rematando la enésima partida de dominó en el bar de Rosendo. Manuel se esfuerza en recordarlos para sosegarse; recuerda sus rostros, sus voces, sus ademanes, sus manías, las carcajadas compartidas cuando uno de ellos narraba la última calamidad sucedida por un fallo de su memoria o de las destrezas de sus manos. Recuerda, sin proponérselo, los chillidos y los aspavientos de los amigos la tarde en que se cayó de la silla, derribado por un dolor infinito que pudo habérselo llevado de este mundo de no haber sido por la intervención rapidísima de un joven enfermero que se tomaba un café en la barra del bar. ¿Me guardaréis el sitio por si vuelvo?, murmura con tristeza, porque, aunque los amigos le envían recados de aliento, piensa Manuel que cuando se rondan los setenta cualquier ser humano está ya concienciado, y resignado, para irse despidiendo de sus allegados.

La voz de Nelita en el pasillo, reclamando a Marta para que se meta en la bañera, desbarata los recuerdos, los amables y los penosos.

Y es ella, Nelita, la que unos instantes después entra en la habitación, con la bandeja de la cena de Manuel, encendiendo el aposento con el reflejo de su sonrisa; con el balanceo de sus hombros y su cintura; con el acento melodioso de sus palabras, que formulan un saludo tópico y anodino. Nelita infla de emociones el alma de Manuel, trastorna sus latidos, inculca en su organismo el deseo indómito de aferrarse a la vida como si fuera no un viejo achacoso e impedido, sino un jovenzuelo con un futuro generoso por conquistar.

¡Qué viejo más tonto!, sentencia para sí, sabiéndose tan débil para cumplir la promesa que se hiciera una noche de aquel verano maldito. Tan incapaz de corregirse, de ser leal a sí mismo, al hombre decente que se aborrece hasta el desprecio cuando, en el umbral que separa la realidad del sueño, estrecha entre las sábanas de su lecho de viudo la imagen etérea de una Nelita temblorosa, despeinada y a medio desnudar.

Un rayo de luz amarilla se filtra a través de la persiana. Las cortinas flotan en la brisa cálida de la madrugada. De la calle suben voces de chicos que trotan por las aceras, rugidos de vehículos que circulan a velocidades prohibidas, la música lejana de un bar nocturno. Más cerca, suena el aleteo de las hojas de los árboles, que se mecen con la brisa que viene del mar.

Manuel empuja con suavidad la puerta que Nelita no cierra para oír a la niña, que alguna madrugada se despierta lloriqueando porque ha sufrido una pesadilla o porque tiene ganas de hacer pis.

La hoja se desliza en silencio y ante los ojos de Manuel se dibuja la silueta oscura de la cama donde la mujer yace de costado, inmóvil, suspendida en las alas de un sueño inocente que enternece al hombre que la contempla furtivo.

Con el pulso acelerado, Manuel avanza unos centímetros hacia el centro de la alcoba, profanando un territorio que durante seis años ha considerado vedado para él. La estancia huele a la crema hidratante que usa Nelita después de fregar los platos. Y es entonces, cuando ese aroma dulzón le alcanza el olfato, cuando advierte lo absurdo de su comportamiento. ¿Qué hace él aquí, a las cuatro de la mañana, acechando en las tinieblas a la esposa de su hijo? ¿Qué haces, viejo? ¿Se te ha ocurrido que puedes meterte en la cama de esta mujer sin que el cielo se desplome sobre tus espaldas antes de que tú satisfagas tus ridículos anhelos de amor?

No es la vergüenza por su osadía lo que le paraliza, sino la consciencia de las arrugas que horadan su cuerpo, la desazón que le provocan su piel marchitada y su anatomía deformada, la percepción de su deterioro físico cuando aún su corazón respira enloquecido a causa de un inesperado ramalazo de pasión.

¿Qué harías si ella te aceptara en su cama? ¿Qué podrías hacer? ¿Se te ha ocurrido que podrías complacerla?

Gira en redondo y sale de la habitación. Se encierra en la suya, que se halla en el extremo opuesto del pasillo, y pasa la noche en vela, jurándose a sí mismo que se enmendará, que luchará contra el amor que lo consume hasta asfixiarlo, que no se consentirá siquiera un sueño lascivo.

Sucedió unas fechas después de que Nelita celebrase con una merienda especial y una tarta el segundo cumpleaños de la niña. Manuel le había comprado a su nieta una enorme muñeca y había ayudado a Óscar a elegir un regalo barato para su hermana. Las escenas deshilvanadas de aquel mes de agosto van surgiendo de la memoria de Manuel como fotogramas vertiginosos de una película en blanco y negro proyectada sobre las sábanas que amparan su enfermedad.

Ese verano, a Ramón le había encargado el dueño del almacén de droguería en el que estaba empleado que supervisase los pedidos y las facturas mientras él disfrutaba de sus vacaciones en la costa portuguesa. Cuando le comunicó a la familia que tendría que trabajar durante el mes de agosto, Manuel le propuso a su hijo llevarse a Nelita y a los niños a la playa. Un compañero del banco me ha ofrecido un apartamento en un pueblo de Alicante, le había dicho a Ramón en un aparte. Los niños necesitan tomar el aire, salir del piso durante unos días. Y a ver si a tu mujer le da un poco el sol, que está más pálida que la cera, había añadido con un guiño de complicidad.

Ramón aceptó a regañadientes.

Los viernes viajaba al atardecer para pasar el sábado y el domingo con la familia. La puerta del dormitorio conyugal no se cerraba las noches en que Ramón dormía en el apartamento, de lo que coligió Manuel que su hijo y su nuera no mantenían ya tratos sexuales. Fueron los primeros indicios de que el matrimonio no funcionaba. Y eso enfadó a Manuel, porque Nelita se merecía un hombre que la mimase y la halagase, un hombre que le prodigara tanto amor como el que sentía él hacia ella.

La noche en que se coló en la alcoba de ella habían cenado en la terraza los dos, después de acostar a los niños. Nelita le había preguntado a Manuel por su esposa, fallecida cuatro años antes de que ella se casara con Ramón, y él había rememorado ciertos episodios románticos o singulares, eludiendo el relato de las desavenencias que, desde muy pronto, arruinaron su matrimonio. Le contó que se habían casado en contra de la opinión de sus padres, que eran vecinos y estaban reñidos desde décadas atrás. Le contó que habían vivido durante tres años en una pensión antes de poder alquilarse un piso en las afueras, que ella cosía para una tienda de modas y él estaba de botones en el banco en el que luego prosperaría. Pero no le contó que después de alumbrar a Ramón la mujer le anunció que no deseaba otro embarazo y que no estaba dispuesta a evitarlo ni con píldoras ni con condones. Tampoco le contó que de cuando en cuando él se iba con otras mujeres, buscando el placer y la cordialidad que en su casa se le negaba, ni que estuvo casi enamorado de una pianista y que si no se marchó con ella fue porque había prometido en el altar permanecer junto a su esposa el resto de su vida y no tenía intención de abandonarla a mitad del recorrido.

También le preguntó Nelita por Micaela, la mujer con la que había mantenido una relación sin compromiso durante diez años, después de enviudar. Con Micaela, le contó Manuel, era divertido salir a bailar y a cenar los fines de semana, viajar en vacaciones, apuntarse a cursillos y visitas a museos cuando ambos se jubilaron. Pero las cosas se terminan y es estúpido prolongarlas si no hay aliciente, le dijo a Nelita para no confesarle que se habían despedido porque Micaela, mosqueada por el desasosiego y la aflicción que él ya no era capaz de disimular delante de ella, había empezado a indagar en su intimidad y a exigir unas explicaciones que él no le iba a darle por mucho que ella implorara, gimiera o amenazara.