Del bosque a la libertad - Faye Schulman - E-Book

Del bosque a la libertad E-Book

Faye Schulman

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Beschreibung

Faye Schulman era una adolescente normal y corriente cuando su pequeño pueblo situado en la frontera entre Rusia y Polonia fue invadido por los nazis. Tenía una gran y cálida familia, buenos amigos y vecinos, pero la mayoría de ellos los perdió en los horrores del Holocausto. Pero Faye sobrevivió y sus fotografías son un testimonio de sus experiencias y las persecuciones que presenció. Condecorada por su heroísmo, Schulman, con setenta años relata una historia extraordinaria, no solo de supervivencia, sino de lucha y resistencia contra la opresión. En este maravilloso libro, Schulman habla sobre escapar de los nazis, encontrar una unidad de partisanos y demostrar su propia valía. Ella y sus fotografías hablan elocuentemente sobre su experiencia viviendo y sobreviviendo durante años en los bosques, aprendiendo a curar a gente enferma y a heridos, y de armas tomar contra los que brutalmente diezmaron el mundo.

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Del bosque a la libertad

Memorias de una partisana judía

Faye Schulman

Con la colaboración de Sarah Silberstein Swartz

Traducción de Pablo Hermida Lazcano

Título original: A Partisan’s Memoir. Woman of the Holocaust, originalmente publicado en inglés por Second Story Press, en 1995, en Canadá

Primera edición en esta colección: marzo de 2022

Copyright © 1995 Faye Schulman.

Published with permission of Second Story Press, Toronto, Ontario, Canada. All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in retrieval system, or transmitted in any form or by any means, electronic, mechanical photocopying, recording, or otherwise, without the prior written permission of the Publisher.

© de la traducción, Pablo Hermida Lazcano, 2022

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2022

Imagen de portada de Moishe Lazebnik, hermano de Faye Schulman. El uso de esta imagen ha sido posible gracias a la Jewish Partisan Educational Foundation, www.jewishpartisan.org y a la familia de Schulman. Para aprender más sobre los partisanos judíos visite www.jewishpartisan.org o www.jewishpartisancommunity.org

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-18927-45-4

Diseño y realización de cubierta: Ariadna Oliver

Fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

PrefacioAgradecimientosIntroducciónCronología1. La vida en nuestra ciudad de Lenin2. Mi familia3. Bajo la ocupación soviética4. El reinado del terror nazi5. Gueto y liquidación6. Uniéndose a los partisanos7. Enfermera, soldado y fotógrafa partisana8. Mis hermanos como partisanos9. Raika10. Partisanos amigos y enemigos11. Misiones peligrosas12. Estaciones amargas13. Un importante bloqueo14. Liberación15. Reencuentros y nuevos comienzosEpílogo

Compañeros de la Brigada Molotava. Detrás: izquierda, Misha Gerasimov, jefe de la brigada; derecha, el comisario de la brigada; delante: izquierda: Rosa, una partisana judía; derecha, Faye.

Que este libro sea un monumento...

A la memoria de mi querida familia, mi padre, mi madre, mis dos hermanas y mis dos hermanos, que perecieron a manos de los asesinos nazis.

A los partisanos que murieron luchando por la dignidad, el honor y la paz de los judíos.

Al futuro de nuestros jóvenes judíos —incluidos mis nietos Michael, Daniel, Nathan, Matthew, Rachelle y Steven— que continúan el legado judío y perpetúan la memoria.

Prefacio

Llevo medio siglo escribiendo este libro en mi mente. Los recuerdos todavía siguen vívidos y ya es hora de plasmarlos sobre el papel, de registrar esta parte crucial de la historia tal como se refleja en mis propias experiencias.

Como miembro del Holocaust Education and Memorial Centre [Centro para la Educación y la Memoria del Holocausto] y el Comité Yad Vashem de Toronto, he hablado de mis experiencias como partisana y superviviente del Holocausto en universidades y colegios públicos, en seminarios de profesores, conventos y encuentros ecuménicos. Las fotografías de la atrocidad que fui obligada a revelar para los nazis, junto con las que yo misma hice durante la guerra, han llegado a ser parte de este relato. Mis públicos han sido judíos y gentiles, jóvenes estudiantes y personas mayores, clérigos y profesores. Las personas más afectadas por mi testimonio han sido jóvenes con escasos o nulos conocimientos previos del Holocausto. Una muchacha que participó en mi taller con otros estudiantes de una escuela católica escribió: «Mis ideas han cambiado. Me avergüenza enormemente que los sentimientos antijudíos fuesen la base de semejante historia de terror. Nuestro peligro de cara al futuro radica en olvidar un pasado tan lúgubre. El olvido del Holocausto supondría la ceguera ante el lado más oscuro de la humanidad».

Con la publicación de mi historia en forma de libro, confío en que los lectores de este relato trasciendan mis fronteras geográficas y la duración de mi vida. Albergo la esperanza de que quienes lean Del bosque a la libertad:memorias de una partisana judía logren comprender mejor la ardua vida, la lucha y el heroísmo de los partisanos judíos en la resistencia durante el Holocausto.

Son demasiados los que han negado el Holocausto. Más numerosos aún son quienes han perpetuado el mito de la pasividad, la falacia de que seis millones de judíos fueron dócilmente a su muerte cual corderos al matadero. Es importante que las generaciones futuras sepan que esto no es cierto. En realidad, dondequiera que tuvimos la mínima oportunidad, los judíos nos defendimos. Hicimos todo lo posible por sobrevivir bajo circunstancias indescriptiblemente difíciles en los bosques, en los guetos y en los campos. Todos luchamos por nuestra vida y por las vidas de nuestros seres queridos. Muchos combatimos con armas en la mano en los guetos, en la resistencia clandestina en las ciudades y los pueblos ocupados, como partisanos en los bosques, y simplemente como individuos que se enfrentaban a quienes llegaban para destruirles.

Inevitablemente, la mayoría de esos héroes y heroínas desconocidos que lucharon como partisanos no lograron sobrevivir. No obstante, su valentía y sus cualidades valerosas no deberían olvidarse jamás. Nunca conoceremos el número exacto de los muertos anónimos. Como uno de los supervivientes, me siento obligada a hablar en nombre de aquellos que fueron trágicamente silenciados. Apenas se ha escrito acerca del valor de los partisanos judíos, que casi se ha mantenido en secreto. Yo serví en la resistencia partisana, como uno de los millares de hombres y mujeres que se unieron al movimiento partisano y participaron a diario en ataques, emboscadas y batallas contra el enemigo. Nos enfrentábamos al hambre y al frío; nos enfrentábamos a la amenaza constante de la muerte y la tortura; nos enfrentábamos asimismo al antisemitismo en nuestras propias filas. Contra viento y marea, luchamos contra la opresión nazi. Utilizábamos todos los recursos disponibles, todo nuestro coraje, espíritu e inventiva, para combatir al enemigo. Muchos combatientes partisanos eran meros muchachos —adolescentes como yo misma— sobre quienes había recaído el peso de la responsabilidad adulta. Jamás se dieron por vencidos. Lucharon por venganza, por el honor y la dignidad, por el fin de los asesinatos y de la guerra, muchos de ellos hasta su último aliento.

Es importante tener presente que mi historia es solo una de entre una multitud de historias de supervivientes judíos. Aunque cada historia es única, cada una es también representativa; todas son inapreciables. La documentación de estos testimonios en primera persona es crucial; es mediante ellos como podemos desafiar enérgica y exitosamente los mitos y contar la verdad.

Agradecimientos

Me gustaría dar las gracias a mi hija Susan, mi hijo Sidney y mi nuera Louise por brindarme el respaldo emocional, la confianza y la inspiración para completar la escritura de este libro.

Estaré eternamente agradecida a mi esposo Morris, bendita sea su memoria, por compartir mi vida y animarme a documentar los años más difíciles de mi existencia. Por desgracia ya no está conmigo para ver cumplida mi tarea.

También quisiera reconocer los esfuerzos de Maureen Mazin, David Birkan y Lisa Ben Simon, a quienes agradezco su ayuda y su aliento.

Mi especial gratitud y aprecio a Sarah Swartz por su inestimable labor y por su profunda comprensión.

Introducción

Estábamos a finales del año 1942. Nuestro destacamento de combatientes partisanos había recibido la orden de dejar nuestra base en los bosques para realizar otra incursión en la localidad de Lenin. Misha, el líder ruso de nuestra brigada, nos había enviado en una misión para atacar al enemigo. En esta ocasión teníamos que arrasar las casas utilizadas como cuartel general por los nazis y sus colaboradores. Al tiroteo inicial le seguiría la habitual tregua breve hasta la llegada de refuerzos nazis, durante la cual lograríamos aprovisionarnos de lo necesario para la supervivencia en el bosque: rifles, municiones, alimentos y suministros médicos.

Yo tenía razones personales para desear participar en el asalto a la ciudad de Lenin. Aquel shtetl había sido mi hogar. Allí había nacido y vivido con mi familia, en la casa amorosamente construida por mi padre. Allí me había criado con mis seis hermanos y había vivido mi juventud. Era asimismo la localidad en la que los miembros de mi propia familia habían sido asesinados por los nazis.

El shtetl de Lenin en el distrito de Polonia oriental llamado Polesia, cerca la frontera con la Unión Soviética, había albergado una comunidad de seis mil judíos. El 14 de agosto de 1942, toda la población judía restante de Lenin, excepto yo misma y otras cinco familias, había sido fusilada y enterrada en unas pocas horas en tres fosas comunes. Tan solo yo y unos cuantos más nos libramos de la muerte. Transcurridos tres años de guerra, a mis diecinueve años, me encontraba sin familia, ni hogar ni comunidad.

Lenin estaba situada en una región desierta rodeada de pantanos, ríos y un denso bosque, bueno para el camuflaje. Aquel era un refugio ideal para bases partisanas como la nuestra. Tras la aniquilación de toda nuestra comunidad judía, yo había huido al bosque y me había unido a la Brigada Molotava, un destacamento partisano integrado básicamente por soldados y oficiales rusos que habían escapado de los campos de prisioneros nazis. Llevaba seis meses con la Brigada Molotava y había participado en ataques anteriores. Ahora algunos de mis compañeros me informaron de los preparativos para otra incursión en mi localidad natal de Lenin. Yo deseaba unirme al grupo en su ataque a los asesinos de mi comunidad y de mi propia familia. Inicialmente, el comandante no había tenido intención de incluirme en esa misión particular, pero le supliqué permiso para ir. Le expliqué lo importante que era para mí continuar vengando la muerte de mis seres queridos participando en esos ataques. Tras algunas deliberaciones, me permitió sumarme a la incursión.

Nuestros exploradores nos habían contado los detalles más recientes de las actividades de la localidad. Sabíamos con exactitud qué casas ocupaban ahora los nazis y cuántos nazis y colaboradores había en cada casa. Sabíamos qué edificios albergaban el cuartel general de la Gestapo, la Wehrmacht y la policía local que servían al gobierno nazi. Teníamos asimismo una lista de nombres y direcciones de civiles locales que habían simpatizado con los nazis y habían abusado de su poder sobre el resto de la población.

Nuestros exploradores también se habían enterado, por los campesinos de la vecindad, de que los nazis estaban experimentando dificultades para mantener cubiertas las tres zanjas en las que más de 1850 hombres, mujeres y niños judíos habían sido asesinados y enterrados. Los nazis habían cubierto las fosas con tierra y arena, pero días después el terreno continuaba moviéndose mientras se asentaban los cadáveres; la capa superior se agrietaba y la sangre seguía filtrándose. Por tres veces cubrieron las fosas; por tres veces las fosas se abrieron, cual una gigantesca herida sangrante. Al escuchar esa noticia, se me hacía imposible quedarme atrás mientras la sangre de mi propia familia continuaba fluyendo de las zanjas. ¿Cómo no iba a participar en nuestro ataque a Lenin?

No había amanecido aún cuando nuestra banda de noventa partisanos llegó a las afueras de Lenin. Habíamos caminado varias horas durante la noche por el bosque, evitando las carreteras. Cada uno tenía que esmerarse en no perder de vista a la persona que andaba inmediatamente delante, so pena de perderse en la oscuridad. Ahora que estábamos fuera de la ciudad, nos separamos en grupos más pequeños y avanzamos hacia nuestras respectivas posiciones asignadas. A una señal dada, debíamos atacar desde todas las direcciones. Si un vigilante nazi nos descubría antes de que recibiésemos nuestra señal, habíamos sido instruidos para estrangularle antes de que pudiese dar la voz de alarma.

* * *

Aguardo en silencio entre los pinos en las afueras de la localidad. La ciudad se me antoja dolorosamente familiar; cada calle, cada rincón me trae recuerdos. Sostengo firmemente en mis manos un fusil cargado. No lejos de mi puesto hay tres fosas en las que mis familiares y mis amigos fueron brutalmente asesinados. Embargada por la emoción, vuelvo a imaginar esa escena de horror. Si pudiera, me tumbaría en el suelo con los brazos extendidos y abrazaría la tierra empapada de sangre. Quiero cerrar los ojos y dormirme para siempre con mis seres queridos. En vez de ello veo sus rostros, oigo sus voces que susurran: «¡No! No te rindas. Ahora tienes un rifle. ¡Lucha! Vénganos y defiéndete». Ya no tengo miedo. Mis manos sujetan con firmeza mi fusil cargado.

Este ensueño es interrumpido por un único disparo que rompe la quietud: nuestra señal para avanzar. Desde nuestros diversos atrincheramientos en torno a los edificios, los noventa gritamos con fuerza «¡Hurra! ¡Hurra!» para desconcertar a los nazis mientras comenzamos a disparar. Incendiamos sus cuarteles generales sobre sus cabezas.

Estoy disparando a ciegas. No veo los rostros de mis blancos. Algunos de los sorprendidos guardias nazis apostados fuera de los edificios contraatacan con sus disparos. Muertos y heridos en ambos bandos. Desciende una calma espeluznante.

Me encuentro cerca de la casa de mi familia y me apresuro a entrar. Estoy ahogada por la emoción. Esa casa siempre había estado llena de vida, de gente que entraba y salía: parientes, amigos, vecinos. Y ahora el silencio total. Las habitaciones vacías; los legítimos ocupantes de la casa, muertos. El suelo está cubierto de mondas de patatas tiradas por los nazis. Al oír los disparos, se habían marchado aterrorizados hacía tan solo unos instantes. Por nuestros confidentes partisanos, sé que mi antiguo hogar ha albergado a una treintena de colaboradores locales que trabajan como policías nazis.

Estoy en el centro de la estancia, paralizada, sin derramar lágrimas. Oigo en mi mente un extraño grito apremiante. Es la voz de mi madre. Un grito con un eco. Veo imágenes de mis hermanas, de mi hermano. Sí, les oigo gritar; un grito de remembranza inocente y exigente: «¡Corre! ¡Lucha! ¡Resiste!» Ese grito no me deja en paz. Aprieto los puños. Me siento incapaz de gritar. No hay tiempo para las lágrimas. La tensión, las necesidades del momento anulan mis sentimientos internos.

Las ruinas de la casa de la familia Lazebnik; solo quedan las chimeneas.

Otro partisano entra corriendo en la casa. Es Moishe, a quien hemos apodado der Weisser, el rubio. «Esta es tu casa. ¿Qué te parece? —brama—. ¿Le prendemos fuego?»

Mi familia está muerta; mi ciudad ha sido ocupada. Jamás volveré a vivir aquí. No quiero que los asesinos usen nuestro hogar. En menos tiempo del que se tarda en formar estos pensamientos, le grito «¡Quémala!» Él rocía con gasolina el suelo del salón. Yo enciendo las cerillas. Al instante, la casa está ardiendo. Mientras nos retiramos a la seguridad del bosque, vuelvo la cabeza para ver las llamas y el humo que atraviesan el cielo. Me siento desconsolada, devastada; algo preciado se ha perdido una vez más. Se han roto irrevocablemente más vínculos con mi pasado. Una verdad terrible: esta población y esta casa, tan cerca de mi corazón, han cesado de existir. Todavía puedo oír los chillidos que vienen de las tres zanjas; han quedado grabados para siempre en mi mente.

Cronología

1 de septiembre de 1939: Polonia es invadida por los nazis y la Unión Soviética. Queda dividida entre la Alemania nazi al oeste y la Unión Soviética al este. La localidad de Lenin pasa a estar bajo la ocupación soviética.

22 de junio de 1941: Los nazis atacan la Polonia ocupada por los soviéticos y la Unión Soviética sin previo aviso, pese al pacto mutuo de no agresión entre los dos países.

24 de junio de 1941: Las tropas nazis invaden la localidad polaca de Lenin; comienza el reinado del terror.

Mayo de 1942: Se inicia el transporte de hombres y niños judíos en buenas condiciones físicas desde Lenin hasta los campos de trabajos forzados en Gancevich y otros lugares.

10 de mayo de 1942: Los nazis crean un gueto judío en Lenin.

14 de agosto de 1942: El gueto judío de Lenin es erradicado; más de 1850 judíos son asesinados, fusilados y enterrados en tres fosas comunes. Solo sobreviven Faye Lazebnik y otras cinco familias judías. Los judíos del campo de trabajos forzados de Gancevich tienen noticia de los asesinatos y deciden huir del campo. Muchos mueren en la fuga, pero la mayoría halla refugio en los bosques.

Septiembre de 1942: Los partisanos de la Brigada Molotava atacan Lenin; Faye Lazebnik escapa y se une a ellos. Durante los dos años siguientes, actuará como enfermera y fotógrafa en su unidad de partisanos, además de participar en numerosas incursiones contra las fuerzas nazis.

Noviembre de 1942: Faye se reúne brevemente con su hermano Kopel, quien ha logrado escapar de Gancevich y unirse a un grupo partisano. Faye rescata y asume la responsabilidad de una huérfana judía de ocho años, Raika Kliger.

Diciembre de 1942: Lenin es arrasado por los nazis y el resto de su población rusa blanca muere quemada.

Febrero de 1944: La niña a cargo de Faye, Raika Kliger, es evacuada con los heridos a un lugar seguro en Moscú.

De febrero a marzo de 1944: Las tropas y los colaboradores nazis fuerzan a la Brigada Molotava a dispersarse desde su campamento base. La unidad de Faye, perseguida sin tregua por los nazis, sobrevive milagrosamente y regresa seis semanas después a la base.

3 de julio de 1944: Las tropas soviéticas liberan territorio partisano de la Brigada Molotava; los nazis son expulsados finalmente. Los partisanos de la Brigada Molotava liberan la ciudad de Pinsk.

12 de diciembre de 1944: Faye se casa con Morris Schulman.

Junio de 1948: Faye, Morris y su hija Susan emigran a Canadá.

1.La vida en nuestra ciudad de Lenin

Lenin no se llamaba así por el revolucionario comunista de ese nombre; la localidad precedía en muchos años a la Revolución rusa de 1917. Cerca de doscientos años atrás, la ciudad y sus granjas y aldeas circundantes habían sido propiedad de un rico aristócrata que tenía una hija llamada Lena, y había puesto a la ciudad el nombre de esta.

Lenin, la localidad polaca donde nací, estaba situado en la orilla del río Sluch. Al otro lado del río estaba la Unión Soviética. Un puente escrupulosamente custodiado, el único puente en muchos kilómetros, separaba los dos países. Incluso antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, los habitantes teníamos prohibido aproximarnos al río, que servía de frontera. Solo unas cuantas veces al año, cuando los sofocantes días estivales se tornaban casi insoportables, el gobierno militar polaco nos concedía permiso para nadar en un pequeño sector cercado de la orilla.

En la época de mi infancia, Lenin tenía una población civil de unos doce mil habitantes, la mitad de los cuales aproximadamente eran judíos. Además, miles de soldados de infantería y caballería con sus familias estaban destinados en nuestra ciudad debido a su estratégica ubicación. Su impresionante cuartel general y sus barracones militares eclipsaban la mayor parte de los modestos edificios de la localidad. Solo nuestro grande y moderno hospital, localizado en un hermoso pinar justo en las afueras de la población, podía competir en prestigio.

Dado que Lenin era una ciudad fronteriza, estaba bien custodiada por las fuerzas armadas polacas. Incluso durante el relativamente tranquilo dominio polaco, había regulaciones y restricciones que debían ser seguidas por todos los civiles de Lenin. Se instauró un toque de queda a las once de la noche, que se respetaba escrupulosamente. Aquellos que violaban ese toque de queda —como los jóvenes amantes que se reunían para una cita nocturna— se arriesgaban a ser capturados y arrestados. Todos los visitantes tenían que conseguir un permiso especial para entrar en Lenin. Eso significaba que los amigos y parientes que acudían de visita desde otras localidades no podían dejarse caer sin más, sin la formalidad de un visado. Ello restringía asimismo el comercio entre los habitantes de Lenin y los de fuera de las inmediaciones, toda vez que contactar para hacer negocios fuera de Lenin resultaba a menudo complicado.

Sin un fácil acceso al mundo exterior, los residentes sentían una cierta afinidad entre ellos. Judíos y gentiles vivían en armonía con sus vecinos. Aunque el antisemitismo imperaba en otras partes de Polonia y en la Unión Soviética, en Lenin existía una aceptación y comprensión mutuas entre los judíos y los cristianos, al menos a nivel personal. Recuerdo que toda la ciudad, tanto los cristianos como los judíos, celebró el quincuagésimo aniversario de servicio del sacerdote en la iglesia de nuestra localidad. La comunidad judía le honró regalándole un libro encuadernado con cubierta de oro.

Aunque antes de la Segunda Guerra Mundial la ciudad formaba parte de Polonia, la mayoría de los residentes permanentes no judíos eran rusos blancos o bielorrusos, como se les conocía a la sazón. No obstante, Lenin era una localidad polaca y todos los asuntos oficiales se llevaban a cabo en polaco. Hasta los catorce años, todos los niños de la ciudad estudiábamos en colegios públicos polacos en los que las enseñanzas se impartían en polaco. Todos los niños judíos teníamos que aprender cuatro lenguas: el ruso blanco en la calle, el polaco en la escuela pública, el yidis en casa y el hebreo en el cheder, la escuela judía a la que todos acudíamos por las tardes.

Aunque en términos generales el antisemitismo era inexistente entre la mayoría de la población rusa blanca de Lenin, las actitudes hacia los judíos en el seno de la minoría polaca variaban. Dos historias tipifican los extremos mostrados por la minoría polaca de la ciudad hacia los judíos. Un día, un vecino, un tendero llamado Olshevski que se consideraba a sí mismo parte de la «élite» polaca de nuestra localidad, pasó por delante de nuestra casa. Mi madre estaba sentada en nuestro porche descansando tras un largo día de duro trabajo. El tendero se detuvo a hablar con ella. Tras las formalidades acostumbradas de la conversación normal, le espetó de repente: «Señora Lazebnik, pronto llegará un tiempo en el que tendré derecho a disparar a todos los judíos de esta ciudad».

Lenin antes de la guerra, a mediados de los años treinta. Bajo el régimen nazi, esta zona se convirtió en el gueto.

Mi madre replicó: «Señor Olshevski, pronto llegará un tiempo en el que aparecerá delante de usted un gran agujero en el que caerá y jamás será capaz de salir».

Posteriormente, cuando los nazis ocuparon nuestra ciudad, Olshevski exigió que los judíos fuesen a limpiar su casa. Yo me convertí en una de sus fregonas. Si me negaba, él amenazaba con presentar una queja ante los nazis. Al cabo de algún tiempo, en una de sus incursiones, los partisanos fusilaron a Olshevski y a otros de su calaña.

En el otro extremo, un capitán polaco, un médico, era un buen amigo de nuestra familia. Durante su paseo matinal diario, se dejaba caer por nuestra casa para tomarse una cerveza, que mi madre despachaba para incrementar los ingresos familiares. Un día se percató de que mi madre había estado llorando. Cuando le preguntó el motivo, ella le contó que no tenía dinero para pagar la inminente boda de mi hermana Sonia. Mientras mi madre bajaba al sótano para coger la cerveza, el oficial extendió un cheque por quinientos eslotis. Se lo entregó como pago por su cerveza y dijo: «Espero que esto sea suficiente».

En aquellos tiempos, quinientos eslotis eran una fortuna, suficiente para todo: la boda, la ropa, la comida y el alquiler de un apartamento. Aquel oficial polaco hizo posible que se casara mi hermana. Mi madre decía que un ángel bueno había ido a visitarla.

Pese a las regulaciones y restricciones gubernamentales, antes de la Segunda Guerra Mundial los judíos de Lenin conseguían ganarse la vida. Los artesanos, comerciantes y tenderos obtenían sus ingresos atendiendo a los oficiales polacos y a sus familias. Los oficiales organizaban regularmente eventos especiales para ellos mismos: bailes, fiestas y carreras de caballos. Incluso contaban con su propia orquesta con más de doscientos músicos. Y para todas esas ocasiones, sus esposas vestían siempre elegantemente, requiriendo los servicios de las talentosas costureras y los sastres judíos de la ciudad.

Lenin tenía muchos acres de huertos; era uno de los distritos frutícolas más grandes de toda Polonia. A finales de verano, esas plantaciones de árboles frutales estaban cargadas de manzanas y peras maduras. Los comerciantes judíos hacían con frecuencia de intermediarios en la venta y el envío de esas frutas y de otros productos a toda Polonia.

Había dos sinagogas en la ciudad y solamente una iglesia. Los domingos, los aldeanos y los granjeros cristianos acudían desde las afueras de la localidad para asistir a la iglesia y, al mismo tiempo, traían consigo una variedad de productos para intercambiarlos con los comerciantes judíos por zapatos, ropa, jabón y manjares especiales, como panecillos blancos y frescos horneados por los panaderos judíos de Lenin. Esos panecillos eran muy diferentes de los toscos panes integrales que se comían a diario. Tras los servicios de la iglesia, la gente se reunía a centenares para charlar, hacer trueques y almorzar sus panecillos blancos y recientes, comprados a los comerciantes judíos.

La comunidad judía de Lenin era vibrante. Tenía su propio cementerio y su sociedad funeraria para hacerse cargo de sus difuntos, su bet din, un «tribunal» para las disputas internas entre judíos, y su sociedad de beneficencia para ayudar a los judíos pobres. Tras su jornada escolar, los niños judíos asistían al cheder, una escuela suplementaria mantenida por la comunidad. En el cheder aprendían a leer en hebreo, la Torá y otros libros religiosos.

Lenin antes de la guerra; mediados de los años treinta. Cada primavera, el lago inundaba las calles de la ciudad.

La mayoría de los judíos de la ciudad eran judíos observantes que practicaban el judaísmo con gran devoción. Eran conocidos como misnagdim. Dado que vestían ropas europeas contemporáneas e iban bien afeitados, se consideraban más modernos que sus homólogos jasídicos de otras zonas del país. Los jasídicos llevaban largas barbas, tirabuzones laterales y los tradicionales abrigos negros y largos con sombreros de piel que habían caracterizado a los judíos desde los primeros tiempos. Sin embargo, los judíos de nuestra comunidad eran asimismo religiosos ortodoxos. Rezaban tres veces al día, consumían alimentos kosher y observaban las costumbres, los ritos y las leyes judías que les habían sido transmitidos durante generaciones.

En Lenin, las festividades judías eran celebradas abiertamente con gran entusiasmo por toda la comunidad judía. En mi niñez, recuerdo haber participado con mis compañeros de clase del cheder en una caminata por el bosque para celebrar el Lag Baomer, la festividad primaveral que conmemora la rebelión de Bar Kojba contra los romanos. Correteábamos entre los árboles con nuestros arcos y flechas, como era costumbre en esa fiesta, cantando y bailando en celebración. Llevábamos un copioso pícnic con comida y bebida en abundancia para compartir entre todos.

El sabbat y cada festividad judía, las calles se llenaban de jóvenes que paseábamos en grupos cogidos del brazo, entonando a pleno pulmón las canciones hebreas y yidis que habíamos aprendido en casa y en el cheder. Jamás existió temor alguno a la persecución o a los problemas ocasionados por la población gentil.

Recuerdo especialmente las celebraciones callejeras del Simjat Torá, la fiesta que celebra la finalización del ciclo anual de la lectura de la Torá, los Cinco Libros de Moisés, y el inicio de la primera lectura. La comunidad entera participaba en una procesión, acompañando al rabino desde su casa hasta la sinagoga. Hombres, mujeres y niños bailaban por las calles de la ciudad, cantando con gran fervor al tiempo que sostenían los rollos de la Torá y los besaban en su regocijo comunitario.

Durante esa celebración, llegó a ser costumbre en nuestra ciudad que los vecinos se colaran en las casas ajenas para robar una olla enorme de comida de la cocina y llevarla a la sinagoga para compartir entre todos una comida al concluir los servicios. Las mujeres cocinaban enormes tinajas de tsimmes, un plato tradicional de la festividad a base de zanahorias, patatas y ciruelas pasas, y las dejaban en sus casas sin cerrar, por si acaso.

Las celebraciones familiares y los eventos del ciclo de la vida tales como los nacimientos, los bar mitzvahs, las bodas y los funerales se celebraban comunitariamente. A una fiesta de bodas podían asistir centenares de invitados, ya que solía convidarse a toda la comunidad. Se servía a todo el mundo vino dulce, bizcocho y tarta de miel, símbolos de una dulce vida futura.

Los vecinos de nuestra ciudad estaban muy interesados en la política y en lo que sucedía en el resto del mundo, especialmente en Palestina y Polonia. Estaban suscritos a periódicos en numerosas lenguas de toda Europa. Con frecuencia se invitaba a oradores judíos de otras partes de Polonia para dar charlas a la comunidad, siempre y cuando pudieran conseguir la documentación que les permitiese la entrada en esa ciudad fronteriza celosamente custodiada.

Aunque algunos judíos de Lenin participaban en organizaciones socialistas, su número era limitado. Habida cuenta de nuestra proximidad a la Unión Soviética —considerada «el enemigo» por el gobierno polaco— y de la estricta vigilancia polaca a la que nos hallábamos sometidos, resultaba peligroso ser conocido como un miembro activo del Partido Comunista. Por ejemplo, el Primero de Mayo, una importante festividad comunista, siempre teníamos cuidado de no vestir de rojo, puesto que el rojo era el símbolo del comunismo. Vestir de rojo podía interpretarse como un signo de apoyo a la Unión Soviética; temíamos que aquello pudiese desembocar en nuestro arresto por parte del regimiento polaco local.

Adultos y adolescentes participaban en otras varias actividades sociales y políticas. En la biblioteca, los miembros jóvenes organizaban sus propias reseñas de libros, presentaciones y conferencias. Aquello llegaría a convertirse en un paraíso social especial para la juventud judía. Allí se reunían los jóvenes para compartir ideas intelectuales y políticas, así como para socializar.

Muchos jóvenes llegaron a ser miembros activos en varios movimientos sionistas, desde los movimientos religiosos Betar y Mizrachi hasta los izquierdistas Chalutz y Shomer Hazair. Si bien las ideologías de estas organizaciones diferían, todas ellas aspiraban al establecimiento de un Estado judío en Palestina. Jóvenes y ancianos donaban su tiempo a Keren Kayemet, la organización que recaudaba fondos para la creación de un Estado judío.

Muchas mujeres pertenecían a una hermandad de voluntarias judías que recolectaban comida y ropa de los ricos para entregársela a los pobres. Recuerdo que mi madre iba a las casas de las familias acomodadas de la ciudad todos los viernes por la tarde, cesta en mano, para recoger challahs, panes de huevo especiales para la comida del sabbat, para los pobres que no podían permitirse hornearlos. La hermandad organizaba asimismo el cuidado de los enfermos, los ancianos y los hambrientos de la comunidad. En invierno distribuían ropa de abrigo y zapatos a los niños que carecían de ellos. Las mujeres jóvenes se reunían con regularidad para tejer y bordar manteles y ropa de cama, que posteriormente rifaban para recaudar dinero para obras benéficas.

Para el entretenimiento teníamos nuestro propio grupo teatral, que representaba clásicos yidis como Tevie el lechero, Mirele Efros y El Dibbuk. Aunque los actores y los músicos eran aficionados, sus interpretaciones eran de primera categoría y se tomaban muy en serio su trabajo en el teatro. Las obras teatrales y las actuaciones musicales tenían lugar en un edificio con un gran escenario, alquilado especialmente para esos espectáculos por la comunidad judía del ejército polaco. El dinero de la venta de entradas servía para cubrir gastos y los fondos remanentes se enviaban a los pobres o a Keren Kayemet para Palestina.

La conversación era otra forma de esparcimiento en esa aislada ciudad. La gente hablaba después de las representaciones teatrales, hablaba después de las bodas y hablaba también después de los funerales. Las historias y los chistes se contaban una y otra vez hasta que el relato original apenas resultaba reconocible.

Recuerdo una historia acerca de una pareja de ancianos que se repetía constantemente. Un día la esposa enfermó. Fue al doctor, quien le prescribió una medicina y un baño caliente. Eso del baño caliente era más fácil decirlo que hacerlo, pues no había agua corriente. Había que coger agua del pozo más próximo, que a menudo estaba a una o dos manzanas de casa. A la anciana enferma le costó lo suyo llenar su bañera galvanizada y luego cargar con la leña desde el patio y hacer el fuego para calentar el agua. Dedicó medio día a esas tareas. Cuando estaba a punto de meterse en la bañera, recordó la toalla. Salió de la habitación para cogerla. Cuando regresó, su marido estaba sentado en la bañera.

Ella le gritó a su esposo: «¿Qué estás haciendo? El médico me ha dicho que debo darme un baño caliente. He trabajado muy duro. ¿Por qué te has colado? Ya sabes que estoy enferma».

«Yo también estoy enfermo», contestó él.

Más tarde ella fue a buscar su medicina. Había desaparecido. «La he gastado yo —reconoció su marido—. Yo también estoy enfermo». Ella se quedó sin baño y sin su medicina. La pobre mujer murió.

En su funeral, su esposo no podía parar de llorar y de hablar de lo mucho que quería a su mujer y de lo mucho que la echaría de menos. Concluyó su largo y lacrimógeno panegírico diciendo: «¡Oh, Necha, Necha, eras tan buena! Jamás te olvidaré. Ni siquiera retiraré tu fotografía de la pared cuando vuelva a casarme».

Otra historia agridulce fue la comidilla de la ciudad durante semanas. Había un zapatero judío que no podía ganarse la vida para mantener a su mujer y a sus seis hijos. Día tras día buscaba trabajo, pidiendo desesperadamente a todo el mundo cualquier cosa que pudiera ayudarle en su calamitosa situación. Suplicaba un empleo, comida, limosna. Imploraba la ayuda divina, pero todo era en vano. Un día, un oficial polaco antisemita le propinó una paliza terrible. Además de las desdichas que ya le abrumaban, aquel hombre patético, flaco y azotado por la pobreza tenía ahora una cojera permanente.

Temeroso de ser acusado de la paliza, lo cual habría resultado tremendamente embarazoso para él, el oficial agresor fue al encuentro del zapatero y le dio veinte eslotis. Interpretando aquello como una señal de Dios, el desdichado zapatero quedó extasiado, pensando que ahora podría proporcionar lo esencial para su familia. Pregonó por toda la ciudad su dinero caído del cielo. Sin embargo, no tardó mucho en percatarse de que los veinte eslotis no eran suficientes. Pronto se le oyó exclamar: «¿Dónde puedo encontrar a otro oficial que me dé otra paliza a cambio de otros veinte eslotis?» Aunque a los vecinos se les antojaba un cuento trágico, la ridícula súplica del zapatero les hacía reír.

Aunque judíos y gentiles se entremezclaban bien a nivel personal, seguían existiendo las desigualdades institucionales habituales, que tornaba vulnerables a los judíos ante la población gentil. A título de ejemplo, a ningún judío de Lenin se le permitía ocupar cargos públicos. En consecuencia, los judíos solían sentirse intimidados cuando necesitaban acudir a una oficina gubernamental y hablar con los burócratas de turno.