Democracia, otredad, melancolía - Mabel Moraña - E-Book

Democracia, otredad, melancolía E-Book

Mabel Moraña

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Beschreibung

Partió de la sociología política, transitó críticamente por la fi losofía alemana contemporánea y la antropología de lo simbólico, examinó la historia de las ideologías y, más recientemente, se ha ocupado de la vasta reciprocidad entre cerebro y conciencia. El pensamiento de Roger Bartra recorre la totalidad del pensamiento antropológico, engarzándolo con otras fuentes del conocimiento, ya sea el arte o la historia. Bartra se ha ocupado de los movimientos campesinos, del marxismo como ideología, de la vinculación entre democracia y capitalismo, de los dilemas de izquierda, derecha y populismo, del neoliberalismo y la socialdemocracia, de la otredad en las representaciones simbólicas, además de analizar los procesos de globalización y el dispositivo epistémico que denomina exocerebro, entre numerosos temas.

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ROGER BARTRA (Ciudad de México, 1942) es antropólogo, sociólogo y ensayista. Investigador emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México, se le reconocen aportaciones importantes y fundamentales en diversos campos de las ciencias sociales. Sus ensayos abordan muy diversos temas, que van desde la situación del campo mexicano y el problema de la conciencia hasta el análisis de la sociedad contemporánea, la teoría política y el concepto de alteridad. A la par de su carrera académica, el doctor Bartra ha labrado una importante presencia en la opinión pública: fue fundador y director de la revista de cultura política El Machete; ha colaborado como columnista en periódicos como Unomásuno y El Día, y dirigió el suplemento cultural La Jornada Semanal del diario La Jornada. Su destacada trayectoria le ha valido múltiples reconocimientos, como el Premio Universidad Nacional (1996), el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez (2009), el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2013) y el ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua (2014).

MABEL MORAÑA (coord.) (Montevideo, 1948) es titular de la Cátedra William H. Gass de Humanidades en la Washington University in Saint Louis, donde imparte clases de teoría cultural y estudios latinoamericanos. Fue directora de publicaciones del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. Es autora, entre otros libros, de Políticas de la escritura en América Latina (1997), Viaje al silencio (1998), Crítica impura (2006), La escritura del límite (2010) y Arguedas/Vargas Llosa: el demonio feliz y el hablador (2013).

IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO (coord.) (Ciudad de México, 1979) es profesor asociado de literatura latinoamericana y estudios internacionales en la Washington University in Saint Louis. Se especializa en letras, cultura y cine mexicanos de los siglos XX y XXI. Es autor de El canon y sus formas (2002), Naciones intelectuales. Las fundaciones de la modernidad literaria mexicana (1917-1959) (2009) e Intermitencias americanistas (2012).

VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO

DEMOCRACIA, OTREDAD, MELANCOLÍA

Democracia, otredad, melancolía

ROGER BARTRA ANTE LA CRÍTICA

MABEL MORAÑA IGNACIO M. SÁNCHEZ PRADO (coordinadores)

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

Primera edición, 2015 Primera edición electrónica, 2015

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

D. R. © 2015, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes Dirección General de Publicaciones Av. Reforma 175; 06500, México, D. F.

D. R. © 2015, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3280-7 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Introducción. Asedios críticos a una poética de la cultura, Mabel Moraña

Roger Bartra y el problema de los modos de producción en América Latina, Sergio Villalobos-Ruminott

La idea de la democracia en Roger Bartra, Maarten van Delden

La teoría de la democracia en el país de la hegemonía. Una lectura de Las redes imaginarias del poder político, Ignacio M. Sánchez Prado

Roger Bartra y la crítica del nacionalismo mexicano frente a los dilemas de la condición posmexicana, Adela Pineda Franco

La condición posmexicana ante la “restauración”, Robert McKee Irwin

La jaula de la condición posmexicana. Resignación posmoderna en el pensamiento de Roger Bartra, Michael Paul Abeyta

El hombre barroco y la melancolía. Diálogo con Roger Bartra, Fernando Pérez-Borbujo Álvarez

El primitivismo, la figura del salvaje y el imaginario nacional. La deconstrucción de los esencialismos, Amaryll Chanady

La mutación del signo. La genealogía del salvaje, Silvia Nagy-Zekmi

Viaje al corazón de la melancolía. Desencanto y (pos)modernidad en Roger Bartra, Mabel Moraña

Placeres salvajes. Las fronteras de lo visual en la obra bartreana, Susan Antebi

La mirada “desmoderna”. Las artes visuales en la obrade Roger Bartra, Manuel Gutiérrez Silva

La conciencia por dentro y por fuera. El exocerebro y la neurociencia, José Luis Díaz

Acerca de los autores

Introducción ASEDIOS CRÍTICOS A UNA POÉTICA DE LA CULTURA*

MABEL MORAÑA

Copiosa, innovadora y multifacética como pocas, la obra de Roger Bartra (México, 1942) constituye uno de los hitos indiscutidos del pensamiento latinoamericano. Construida a partir de la superación de fronteras disciplinarias como una extensa reflexión acerca de las teorías y prácticas políticas, la producción simbólica, los modelos epistemológicos y los mitos que articulan el pensamiento occidental, la amplia exploración de la modernidad desarrollada por este autor incursiona en las artes visuales y la filosofía, la ciencia y los avances tecnológicos, la ideología y la literatura, conectando con sofisticación y originalidad campos tradicionalmente compartimentados de inquisición y análisis. En un estilo humanístico, totalizante, por momentos poético y al mismo tiempo fuertemente afincado en la realidad circundante, el pensamiento bartreano concibe todos estos dominios del saber y la acción colectiva como aspectos inseparables e integrales de la aventura humana.

Aunque académicamente la obra de Roger Bartra revela siempre la sólida formación sociológica, histórica y antropológica que adquiriera en México y en Francia, tanto su erudición como sus variados intereses intelectuales y su original metodología rebasan ampliamente los protocolos de esos campos de estudio. Su condición multicultural (catalán, hijo de exiliados españoles, residente temporal en Venezuela, Inglaterra, Francia y Estados Unidos) sin duda contribuye a estimular la voracidad intelectual del crítico y su capacidad de incorporar perspectivas múltiples y variadas experiencias de vida a la interpretación de la cultura.

Habiéndose graduado en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en 1967 Roger Bartra obtiene la titulación como maestro de antropología en esa misma institución y termina su doctorado de sociología en la Sorbona. Se especializa inicialmente en arqueología para dedicarse luego a la antropología social. Realiza trabajo de campo sobre campesinado y poder político en varios países latinoamericanos, complementando luego su formación con estudios sobre mitología, historia europea y cultura grecolatina. Su orientación humanística dialoga productivamente con su sólida formación en ciencias sociales y con su constante preocupación por temas políticos, etnográficos y de historia cultural. Definido como un “etnógrafo del presente”,1 Roger Bartra realiza aportes fundamentales a sus campos de estudio y contribuye a redefinir la concepción misma del saber y de la función intelectual en los escenarios culturales y políticos de nuestro tiempo.

Con la pasión de un verdadero militante de la crítica, Roger Bartra incursiona tanto en territorios temáticos centrales en la historia cultural de Occidente como en espacios impuros y en muchos casos marginales con respecto a registros canónicos, rescatando para sí la tradición del intelectual público de larga trayectoria en América Latina. Su pensamiento no se deja atrapar en las restricciones de la especialización profesional ni se diluye en el impresionismo ensayístico; articula, más bien, los beneficios de la erudición con la elaboración de una perspectiva personal —independiente y subjetiva— que confiere a su escritura una textura única, tanto en el entramado de las ideas como en el del lenguaje. La suya es una obra premeditadamente heterodoxa y abierta, destinada a provocar un pensamiento capaz de ir más allá de conveniencias y convencionalismos ideológicos.

Algunos tópicos reaparecen persistentemente en la obra crítica de Roger Bartra: la preocupación por la cultura nacional, el tema de la democracia, los procesos de (auto)reconocimiento social, particularmente las construcciones de identidad y alteridad en la modernidad, las relaciones entre nacionalismo y globalización, la diversidad de culturas y proyectos sociales en el interior de la nación-Estado, la conexión entre cultura, política y sociedad civil, las diferentes formulaciones del pensamiento utópico y los vínculos entre realidad, percepción y figuración simbólica. Sin embargo, el análisis bartreano está mucho menos centrado en la definición de categorías, tipificaciones o estructuras establecidas que en la identificación de procesos y desarrollos culturales e históricos. Su discurso crítico se organiza, en efecto, como una larga, diversificada pero orgánicamente construida reflexión acerca de las transiciones, rupturas y combinatorias que permiten vislumbrar la naturaleza fluida e inestable de lo real tal como éste es aprehendido a través de formas muy variadas de conciencia social. Su obra se concentra justamente en la naturaleza híbrida de los procesos y en la performatividad que asume lo social: la “condición anfibia” del mestizo, el estado larvario de la identidad mexicana simbolizada en la imagen del axolote, la teatralidad de la política, la extrañeza del Otro que define y al mismo tiempo pone en peligro las fronteras del Yo, el simulacro de la ideología, las mediaciones que atraviesan la sociedad civil y sustentan la cultura política, el fenómeno de la melancolía como un “mal de frontera” que se extiende entre cuerpo y espíritu conectando culturas, épocas y territorios existenciales, la construcción del salvaje como línea de fuga de las sucesivas modernidades que recorren la historia occidental. Interesa primariamente a Bartra la fugacidad y la teatralidad que consideramos inherentes a la cultura occidental desde la Antigüedad y que asumimos como características exacerbadas de la vida moderna. Le seduce el despliegue de la anomalía y de la diferencia como resistencia a la normatividad y como búsqueda transgresora de instancias que rebasan el límite convencionalmente aceptado para el conocimiento. Su obra no intenta, por lo mismo, capturar el sentido sino afirmar su naturaleza proliferante y efímera, siempre sujeta a nuevas e imprevisibles recodificaciones. Más que la certeza del conocimiento intriga a Roger Bartra la posibilidad de abrir definitivamente las jaulas hermenéuticas y disciplinarias, principalmente las que caracterizaron durante muchas décadas a las ciencias sociales y a las humanidades, para dejar volar libremente el pensamiento, aunque ello pudiera acrecentar la precariedad del saber y reducir su valor de verdad y su universalismo. De hecho, el pensamiento crítico de Bartra no puede prescindir de un relativismo estratégico, que le permite respetar la especificidad de las culturas y diferir derrideanamente la construcción del significado. Al esencialismo y la totalización opone una práctica desmitificadora e historificadora, a partir de la cual las redes imaginarias del poder, sus mediaciones y subterfugios, quedan al descubierto.

La obra bartreana no se desarrolla, por supuesto, libre de controversias y polémicas. Su misma naturaleza abierta y plural deja espacio para la discusión de sus fundamentos teóricos y metodología, principalmente debido a la utilización de conceptos que se van reinscribiendo en contextos diversos, donde el contenido ideológico de las categorías utilizadas se ve constantemente refuncionalizado. Sus análisis se concentran sobre todo en el nivel de la representación (cultural y política) y se apoyan en las operaciones interpretativas que decodifican los entramados simbólicos de lo social y lo político explorando los usos de ideologemas, mitos y modelos de pensamiento a través de las épocas. Sus elaboraciones sobre modernidad, capitalismo y democracia, sus ideas sobre populismo, hegemonía y resistencia popular, no eluden el debate, sino que se sitúan justamente en el punto más álgido de éste, para poner en práctica, desde el ojo del huracán, una crítica destinada a deconstruir posicionamientos y nociones recibidas a partir de un discurso que, aunque no se sustrae a desacuerdos y a cuestionamientos severos, no puede ser en sí mismo ni ignorado ni descalificado sin más. Los textos de Bartra constituyen así una sofisticada serie de propuestas finamente elaboradas sobre la naturaleza de la cultura política de nuestro tiempo y sobre los imaginarios que la sostienen, los cuales van modificándose históricamente de la misma manera que el pensamiento crítico va desenvolviéndose y definiendo nuevos objetivos y nuevas formas de percepción y análisis.

DEL ECONOMICISMO AL CULTURALISMO POLÍTICO

Los aportes de Roger Bartra a la comprensión de la cultura política de nuestro tiempo son múltiples e indiscutibles, aunque muchos de sus posicionamientos se presten inevitablemente a polémicas y desacuerdos puntuales.

Desde sus estudios sobre el papel del campesinado en las luchas sociales hasta sus análisis sobre la función del marxismo como ideología y práctica emancipatoria, desde sus trabajos acerca de las diversas formas posibles de vincular la democracia con el capitalismo, con la nación-Estado, con el internacionalismo, con los programas de la izquierda, el populismo, la derecha, el neoliberalismo y la hegemonía, hasta sus acercamientos críticos al mundo posterior a la Guerra Fría, a la socialdemocracia, a la americanización, al posnacionalismo y a los procesos de globalización, el trabajo crítico y ensayístico de Roger Bartra se ha desplegado sobre un vastísimo abanico de problemas teóricos y prácticas concretas que atañen al mundo occidental contemporáneo y, en muchos casos, particularmente a México y a la región latinoamericana.

Como señala Maarten van Delden en el estudio incluido en este libro, la reflexión política de Bartra pasa por distintas etapas, que se corresponden con cambios mayores que se van registrando tanto en la política nacional mexicana como a nivel internacional. Luego de un periodo inicial dedicado al trabajo arqueológico en el que enfoca aspectos relacionados con la estructuración de la antigua sociedad azteca y sus regímenes tributarios, la investigación de Roger Bartra se concentra en la sociedad rural tratando de analizar el papel que juega la cuestión campesina en la lucha social. Tal como lo resume Carlos Illades en La inteligencia rebelde. La izquierda en el debate público en México 1968-1989:

La pregunta que orientaba la pesquisa bartreana hacia 1965 era “¿en qué medida se puede comprender la interacción del mundo precapitalista con la moderna sociedad capitalista y con el imperialismo económico, interacción que ha producido esto que llamamos países subdesarrollados?”, bajo el supuesto de que “nuestra interpretación del presente —y del pasado— debe ser hecha en función del futuro que lo revolucionará”.2

Durante los periodos de 1965-1970 y 1974-1981 Bartra dirige, junto a Enrique Semo, la prestigiosa revista Historia y sociedad, auspiciada por el Partido Comunista Mexicano, desde la cual se alienta la reflexión sobre temas de cambio social, así como sobre el particular desarrollo del capitalismo en México y la difusión teórica del marxismo.3 A la temática campesina de esta primera época, sobre la cual Roger Bartra continúa trabajando hasta comienzos de los ochenta, corresponde el volumen que lleva por título El modo de producción asiático. Antología de textos sobre problemas de la historia de los países coloniales (1969), y posteriormente Estructura agraria y clases sociales en México (1974, originado en la tesis presentada en la Sorbona en 1974), Marxismo y sociedades antiguas (1975), El poder despótico burgués: Las raíces campesinas de las estructuras políticas de mediación (1977) y Campesinado y poder político en México (1982).4 La reflexión política de Bartra se organiza en este periodo en torno a la problemática de la lucha de clases, la función del campesinado y los problemas del desarrollo desigual en las periferias del capitalismo con base en la interpretación de las vertientes ortodoxas del marxismo.5

Como indica Sergio Villalobos en este volumen, el trabajo de Bartra sobre el tema campesino se orienta como crítica y superación del economicismo y del reduccionismo de clase del marxismo tradicional y de los postulados de la teoría de la dependencia, que explican la condición periférica de la región latinoamericana y sus peculiaridades histórico-económicas, partiendo de esquemas demasiado genéricos y lineales del desarrollo histórico. La obra de Bartra emprende, en este aspecto, una crítica a las visiones mecanicistas que interpretaban tanto la inserción de América Latina en el capitalismo internacional como las relaciones de producción propias de la región como una problemática asimilable a los principios generales del marxismo, sin llegar a elaborar teóricamente —políticamente— la especificidad de la sociedad poscolonial en las antiguas colonias hispanoamericanas. Asimismo, el abordaje bartreano del tema rural se plantea, como señala Sánchez Prado, como una clara alternativa a las políticas oficiales de “indigenismo participativo” alentadas durante el mandato de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976).6 Bajo la gestión de éste, tales estrategias intentan cooptar al sector campesino para contrarrestar la movilización obrero-estudiantil cuya represión eclosiona en la masacre de Tlatelolco. En todo caso, estos contextos ayudan a explicar la visibilidad que comienza a adquirir la problemática rural y el perfilamiento de nuevas formas de agencia social y política, y de nuevas formas de subjetividad, en el candente panorama político del momento.

Según se desprende del trabajo de Bartra, las características de la región latinoamericana y particularmente mexicana —sus radicales desigualdades de clase y raza, sus enclaves premodernos y lo que Aníbal Quijano llamaría su colonialidad— requerían la consideración de los modos de producción como instancias combinadas donde los remanentes arcaizantes se articulan a las formas de producción capitalistas, dando por resultado una modernidad anómala, híbrida, larvaria, que no se aviene puntualmente con los modelos europeos ni con los paradigmas anglosajones. Villalobos destaca en la reflexión de Bartra de este periodo un rasgo que se irá acentuando desde entonces: la atención a los factores materiales, particularmente los de carácter étnico-cultural, que se encuentran en la base de las desigualdades sociales y económicas de América Latina. Paulatinamente, la obra que nos ocupa va pasando, metodológica pero también ideológicamente, del economicismo de los años setenta al culturalismo que caracteriza las décadas siguientes. Se va produciendo así en la obra bartreana una progresiva culturalización de la política que va complementando, cuando no remplazando, la politización de la cultura.

Para entender este proceso es imprescindible tener en consideración el contexto mexicano conocido como periodo de “transición a la democracia”, el cual se iniciaría, según algunos autores, en 1977, con una serie de transformaciones tendientes a la pluralización de la escena política mexicana.7 Los cambios que se realizan en esta dirección en años posteriores, principalmente durante el mandato de José López Portillo (1976-1982), resultan en una verdadera “colonización del Estado”. Tales modificaciones incluyen el reconocimiento de los partidos políticos desplazados por la hegemonía clientelista del PRI y su constitucionalización, es decir, el otorgamiento de personería política a agrupaciones partidistas que a partir de ese momento pueden participar del proceso electoral para cargos representativos a nivel estatal y municipal. Se inician asimismo procesos como la ampliación del Congreso, la introducción de candidatos plurinominales y la activación de grandes sectores de la población antes marginados de la escena pública a consecuencia de la rigidez de los mecanismos políticos y la clausura de canales participativos durante las décadas de control priista. En este proceso, en el que se reconoce la necesidad de modernización política, pluralización ideológica y diversificación social, académicos e intelectuales acrecientan su influencia y participación en los debates públicos. Muchos de ellos despliegan ferviente actividad en la elaboración de políticas culturales, contribuyendo en gran medida a traducir el espíritu de cambio a los términos de una nueva cultura política acorde con las transformaciones de un mundo en el que las polarizaciones Norte-Sur, Este-Oeste, centro-periferia van perdiendo vigencia. Muchos de los análisis de Roger Bartra responden a los impulsos de un mundo en acelerado proceso de transformación y de un país en lucha por alcanzar las dinámicas transnacionales, a pesar del lastre de una tradición conservadora de fuerte y prolongado arraigo. Esta tradición debe ser, sin embargo, comprendida e integrada productivamente, según entiende Bartra, en los nuevos escenarios políticos y culturales.

El problema de la democracia emerge per se en el proscenio de la reflexión teórica de Bartra con El poder despótico burgués (1977), considerado por algunos el “texto bisagra” del pensamiento bartreano, donde se analiza tanto el problema de la hegemonía como los procesos de legitimación del poder a partir de las propuestas de Louis Althusser y Antonio Gramsci, autores para entonces centrales en el ideario político de América Latina. Pensado alternativamente en relación con las políticas tanto de izquierda como de derecha y también a partir de las orientaciones del eurocomunismo que se oficializa a partir de 1977 y que muestra a Bartra una avenida heterodoxa en el espacio del pensamiento marxista, el concepto de democracia va adquiriendo en la reflexión de este autor distintas connotaciones a medida que se analizan sus usos y sus materializaciones programáticas en distintos contextos sociales y políticos. Asimismo avanza el proceso de análisis cultural como uno de los espacios más fecundos para la captación de distintas formas de conciencia social y representación simbólica del conflicto social.8

Bartra analiza principalmente la democracia como mediación, es decir, como dispositivo de formalización de los pactos sociales en los que se negocia la distribución e institucionalización del poder en una sociedad determinada. A partir de su potencial utópico, la democracia es utilizada con diversas valencias en distintos contextos, constituyéndose a veces en cómplice del ejercicio autoritario al combinarse con estructuras no-democráticas de mediación que se perpetúan en la modernidad. Estas formas impuras de cultura política terminan por propiciar formas fraudulentas de legitimación del poder que invisibilizan o disfrazan los antagonismos reales. Desde 1965 existía ya el clásico y pionero libro de Pablo González Casanova La democracia en México, que marca un antecedente serio e internacionalmente reconocido sobre el tema en cuestión. En su aproximación crítica, impactada por los procesos de su tiempo, Bartra se preocupará, entre otras cosas, por establecer necesarios deslindes. Identifica una democracia real y una democracia formal, una democracia parlamentarista o electoralista y una democracia socialista, una democracia aliada al despotismo y otra alentada por un ethosemancipatorio. Cada una de estas formalizaciones de la democracia a las que alude Bartra da lugar a modalidades diferentes de ejercicio del poder y de regulación de la participación ciudadana en los procesos de decisión política y de distribución de la riqueza. Lo que todas estas modalidades tienen en común es el horizonte utópico al que supuestamente se dirigen y al que invocan como legitimación de sus particulares estrategias. El problema es que, justamente a consecuencia de sus múltiples avatares políticos y sus particulares materializaciones históricas, el significado mismo del concepto de democracia tiende a diluirse, persistiendo en muchos casos más como ideologema del liberalismo que como elemento crucial para un proyecto emancipatorio y descolonizador. Para Bartra, en sociedades periféricas la democracia revela siempre, inevitablemente, las marcas de los procesos de dominación y la naturaleza de las culturas en las que se actualiza. De este modo, su análisis intentará determinar los grados y particulares inflexiones que la implementación de la democracia adquiere en cada caso, así como sus formas específicas de concreción histórica. El trabajo de Bartra incorpora en este sentido, más que nada, los análisis de Foucault sobre poder e ideología, así como también las sugerentes propuestas althusserianas y los enfoques de historiadores como Pierre Vilar sobre formaciones sociales. Será, sin embargo, la lección de Foucault, aplicada por Bartra como por ningún otro filósofo de la cultura en América Latina, particularmente el estudio de la microfísica del poder, la que tendrá más rendimiento crítico-teórico para la elaboración de la idea de mediación, es decir, para la identificación del entramado estratégico o conjunto de relaciones variables que articulan las fuerzas sociales. Según Foucault, “el poder sustantivo no existe” más que como “una red más o menos organizada, jerarquizada, coordinada”:

[p]or poder hay que comprender, primero, la multiplicidad de las relaciones de fuerza inmanentes y propias del dominio en que se ejercen, y que son constitutivas de su organización; el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes las transforma, las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones de fuerza encuentran las unas en las otras, de modo que formen cadena o sistema, o, al contrario, los corrimientos, las contradicciones que aíslan a unas de otras; las estrategias, por último, que las tornan efectivas, y cuyo dibujo general o cristalización institucional toma forma en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales […]

El poder no es una institución, y no es una estructura, no es cierta potencia de la que algunos estarían dotados: es el nombre que se presta a una situación estratégica compleja en una sociedad dada.9

De este modo, el poder nunca aparece como teóricamente totalizable en la obra de Roger Bartra, como anota en su ensayo Sánchez Prado, sino como un fenómeno abarcable, más bien, a través de sus sucesivos avatares históricos y de sus inflexiones ideológicas contingentes.

Como parte de la crisis de la cultura política que hizo posible en México la hegemonía priista durante más de seis décadas consecutivas, Bartra identifica la necesidad de una teoría del Estado que permita criticar la reproducción constante de la maquinaria institucional que socava los regímenes democráticos y perpetúa, ya como simulacros de una posible identidad colectiva, los imaginarios nacionalistas. Las nociones de coerción, gobernabilidad y hegemonía y la conciencia de la importancia que detentan los discursos de legitimación del poder como retóricas de control social y de fabricación de consenso guían el pensamiento bartreano en libros como Las redes imaginarias del poder político (1981) y El reto de la izquierda (1982), por ejemplo, donde se enfoca el tema del desmoronamiento del socialismo, la presencia del terrorismo en la escena internacional y las transformaciones que se van registrando en el mundo occidental a partir del fin de la Guerra Fría. Los ensayos reunidos en El reto de la izquierda (1982) y republicados en La democracia ausente (1986) analizan asimismo críticamente el problema de la tolerancia política dentro de la izquierda, registrando los signos de la crisis de la democracia en la construcción del socialismo y planteando la disyuntiva —ética, política— que atraviesa los procesos en los que la democracia es suspendida en nombre de la revolución proletaria.

Las redes imaginarias del poder político, sin duda uno de los libros capitales de Roger Bartra, captura ejemplarmente las dinámicas a que viene aludiéndose, ofreciendo un análisis a nueva luz de las relaciones reales y simbólicas entre poder político y sociedad civil. Definido desde el comienzo como un libro de teoría política capaz de iluminar las complejas relaciones entre la espectacularidad del terrorismo y la legitimidad democrática, el volumen, probablemente uno de los más ambiciosos de Roger Bartra, reivindica el espacio de la imaginación ya desmitificado por la experiencia histórica: a los poderes liberadores de ésta las últimas décadas del siglo XX han sumado su capacidad de legitimación de mecanismos que coartan el camino hacia la utopía. “Las redes imaginarias” se extienden hacia dominios que exceden en mucho los límites de lo nacional, aunque sin duda alguna lo abarcan de múltiples maneras: la comprensión de la hegemonía norteamericana, el colapso del comunismo, las guerras y la marginalidad. Sin embargo, el tema de la nación, sus instancias de consolidación y su existencia, por momentos afantasmada, en la posmodernidad, es el eje articulador de esos ensayos. De la misma manera en que Benedict Anderson, siguiendo a Ernst Renan, Ernest Gellner y otros, introyecta el tema de la imaginación en los orígenes del nacionalismo, poniendo énfasis en los entramados simbólicos que va tejiendo la cultura letrada, particularmente a través de la imprenta, como dispositivo de legitimación y diseminación del proyecto nacional, el trabajo de Bartra pasa de lo imaginado a lo imaginario, es decir, de la concepción de comunidades que son producto de la discursividad lingüística o visual que la construye a las tramas ideológicas que sostienen el edificio del poder. Partiendo de ideas similares a las de Anderson en cuanto a la importancia que se asigna a los procesos de construcción simbólica y de diseminación ideológica, las redes imaginarias de Bartra no son tan sólo parte del nacionalismo pedagógico que preocupa a Anderson. Son, sobre todo, desde el horizonte posmarxista, otra forma de hablar de la alienación y la falsa conciencia, de los discursos del poder y la manipulación masiva, como avenidas para desentrañar no ya el surgimiento del nacionalismo sino el funcionamiento de la democracia y de las fuerzas que la amenazan.

El libro es presentado al lector de habla inglesa como una serie de ensayos de transición, “un rito de paso” que conecta la antropología cultural y la política, el marxismo y la posmodernidad, la tradición crítica europea y la de ambas Américas. Heterodoxamente, el autor desea introducir la imaginación en la crítica, el arte en la política, la metáfora en el análisis científico, traduciendo así “el método a un estilo abierto”. De ahí que el libro ofrezca, junto a los 22 ensayos que lo componen, la misma cantidad de sugerentes dibujos de Adela Trueta, permitiendo así, a partir de la convergencia de distintos registros discursivos, una proliferación del sentido, “de tal suerte que […] el resultado es más una canasta de serpientes heterogéneas que un mundo teórico acabado”. Al lector le toca arriesgarse a una mordedura al asumir el riesgo de atrapar las ideas que se le ofrecen.10

Más allá de su diversidad, los trabajos que componen el libro apuntan a la compleja función del Estado moderno que engendra tanto versiones dominantes y legítimas del “orden social” como formas represivas y marginalizantes de exclusión política, económica y social, que funcionarán como fuerzas desestabilizadoras, social y políticamente erráticas, a las que Bartra alude, haciendo uso de una referencia bíblica, bajo el nombre de “síndrome de Jezabel”. Explica al respecto:

Desarrollé originalmente esta idea en polémica con Jean Baudrillard, en mi libro Las redes imaginarias del poder político. (Primera edición, Era, 1974; segunda edición, corregida, Océano, 1996.) Este síndrome hace referencia a la elevación espectacular de los grupos marginales al escenario de un teatro guerrillero donde la acción revolucionaria es tan disparatada, tan exorbitada y tan fantasiosa que produce un efecto simbólico de gran envergadura. El gobierno responde también de manera espectacular con una estrategia de simulación, pero la acción es encubierta por velos extraños que sugieren la existencia secreta de un mundo críptico, exótico y misterioso. En Europa, tradicionalmente, este tipo de situaciones termina en la represión encarnizada de los llamados terroristas y provoca una cohesión social en torno del gobierno amenazado por los revolucionarios. En México este desenlace cruento ha sido evitado tanto por el gobierno como por los revolucionarios alzados en armas, en parte gracias a la influencia de una sociedad civil democrática. Así, el simulacro ha conducido a una situación novedosa donde la guerra del espectáculo se impone sobre la violencia real.11

Las redes imaginarias son las que atrapan la subjetividad individual y colectiva, naturalizando el discurso del poder como una forma de verdad inapelable que se impone discursivamente y se implementa a través de las prácticas del performance político en sus múltiples formas: desde las negociaciones democráticas a las convocatorias populistas, desde el extremismo terrorista a los conjuros del fundamentalismo. Bartra se resiste a la idea de que las redes imaginarias puedan ser consideradas como exteriores a los fenómenos sociales, particularmente a las contradicciones sistémicas o coyunturales. Para Bartra, el Estado moderno funciona como un espejo en el que se combinan espacios reales e imaginarios, que existen ya sea en su materialidad, ya en el reflejo que proyectan. Según él,

hay que alejarse de la tentación de interpretar las redes imaginarias únicamente como la solución ilusoria externa, en las nubes de la mitología y la religión, de las contradicciones reales. Las redes mediadoras de la imaginación están presentes en la constitución misma de las relaciones de explotación, no como un fetiche engañoso que oculta las contradicciones sino como un elemento ilusorio indispensable al desarrollo mismo de la contradicción, la explotación y el antagonismo intrínseco.12

La jaula de la melancolía adquiere pleno sentido histórico-cultural en contraposición a El laberinto de la soledad (1950), de Octavio Paz, Las redes imaginarias del poder político remite también de manera inequívoca a uno de los más influyentes ensayos políticos del Premio Nobel mexicano, El ogro filantrópico (1979). Como es sabido, el Estado es presentado en el libro de Paz como un ser monstruoso que detenta un poder despótico mientras pretende velar por el bien de la ciudadanía. En lugar de haber visto reducidas sus funciones, tal como el liberalismo y el marxismo habían previsto, cada uno desde sus particulares perspectivas, el siglo XX habría asistido, según Paz, a un incremento de la función estatal y habría desatado “la peste autoritaria” sobre la sociedad civil. Las redes imaginarias se encamina al desencubrimiento de mecanismos de alienación colectiva que impiden ver las razones y consecuencias de la proliferación maligna del Estado que prolonga y legitima el modelo autoritario sin dejar espacio para el pluralismo democrático.

Al mismo tiempo, como indica el análisis que Ignacio Sánchez Prado ofrece en este libro, al margen de su importancia cultural Las redes imaginarias del poder político responde a la necesidad política de conceptualizar la naturaleza y función política de la izquierda democrática en el México contemporáneo. En efecto, el debate sobre la constitución y naturaleza del Estado, así como la transición hacia la consolidación de una izquierda electoral capaz de competir con la estructuración partidista tradicional, estaban claramente inscritos en el panorama ideológico de la época.13 Los orígenes y alternativas de estos debates quedaron registrados en las revistas en las que Bartra publicó profusamente sus artículos desde la década de los años setenta: Historia y sociedad, El Machete, La Jornada, Nexos y Letras Libres, entre otras.14 En muchas de estas reflexiones periodísticas se discuten cuestiones vinculadas al panorama político nacional e internacional de esas décadas, viendo también el problema de la democracia como un aspecto de la integración internacional. En un conocido artículo titulado “Viaje al centro de la derecha”, más tarde recogido en La democracia ausente, Roger Bartra desarrolla sus ideas acerca de la plurivalencia de esa tendencia política, en la cual reconoce muchas modulaciones, grados y articulaciones ideológicas. Su intención es deconstruir el “mito” de la derecha y mostrar que sus materializaciones históricas son, en general, mucho más complejas de lo que registra el imaginario colectivo, en la medida en que resultan de negociaciones, alianzas y coyunturas específicas que no siempre trascienden al dominio público. Entiende que en un país como México es imposible para la izquierda avanzar por el terreno de la apertura democrática sin dialogar con las tradiciones variadas que componen el pensamiento y la tradición política conservadora. Trata, por tanto, de “ubicar a la derecha con cierto realismo, y escapar a esa imagen mitológica que brindan los discursos de la demagogia oficial: la derecha horrendamente antinacionalista, agresivamente antidemocrática y pavorosamente antirrevolucionaria es casi inexistente”.15

La “anatomía” de la derecha mexicana está integrada, más bien, según Bartra, por proyectos tan diversos como los de “la derecha católica conservadora, la derecha liberal burguesa, la derecha pequeñoburguesa protofascista, la derecha revolucionaria carrancista”, aunque estas corrientes no se hayan unificado ni organizado en una estructura partidista.16 El mencionado artículo de Bartra aparece en enero de 1983 durante el mandato priista de Miguel de la Madrid (1982-1988). Contribuyendo al mismo debate, Enrique Krauze escribió a su vez en noviembre de ese mismo año el artículo titulado “Por una democracia sin adjetivos”, respondiendo, quizá, a los deslindes antes mencionados realizados por Bartra sobre las diversas formas de concebir ese concepto. Krauze intenta impulsar en ese artículo, como alternativa a la hegemonía priista, lo que llama “la iniciativa democrática”. Basándose en una idea de Daniel Cosío Villegas, Krauze alude a la “naturaleza pendular” de la política mexicana, cuyo “progreso oscilante” se va desarrollando desde la colonia “entre avances y postraciones”. Según Krauze, la transición democrática requiere “limitar, racionalizar y depurar el Estado”,17 de modo que a la postración autoritaria de la derecha priista pueda seguir un régimen más inclusivo y abierto. Como Bartra y otros intelectuales de su tiempo, Krauze se extiende sobre el tema de las mediaciones y redes ideológicas que rodean la práctica política, refiriéndose ampliamente al papel de la prensa y los intelectuales orgánicos que refuerzan y diseminan la ideología estatal. Según Krauze, quien en muchas instancias de su carrera sería a su vez criticado con argumentos similares a los que esgrime en este artículo, “[l]a estatolatría es el opio de nuestros intelectuales, su enfermedad profesional”.18 Para algunos de sus compatriotas, la propuesta de una “democracia sin adjetivos” (vale decir, ni “orgánica”, ni “participativa”, ni “cristiana”, etc.) constituye una invitación a “rehuir el diagnóstico”,19 justamente en momentos en que se hubiera necesitado más que nunca una caracterización ajustada de esta vertiente política, así como el análisis de las distintas alternativas que la derecha presentaba ante los reclamos de inclusión ideológica y racionalización del Estado.

El tema de la derecha reincide en las obras de Bartra. Los artículos titulados “¿Puede la derecha ser moderna?” y “Los lastres de la derecha” integran, por ejemplo, La fractura mexicana (2009), replanteando el tema de las diversas articulaciones que se registran en el interior de estas corrientes ideológicas, y los problemas que conlleva la convergencia de la tradición católica conservadora con el liberalismo moderno en el seno de esa vertiente política. Según Bartra, tanto la izquierda como la derecha deben modernizarse ideológica y políticamente para enfrentar los desafíos de los nuevos tiempos, a saber: la tecnologización acelerada, la multiculturalidad, las transformaciones de un mundo globalizado y los cambios a nivel de hegemonía internacional. Bartra brega por “el fortalecimiento de una derecha liberal y de una izquierda democrática” como manera de evitar que con el apoyo del conservadurismo católico se produzca “una restauración del rancio autoritarismo priista”.20 Como en el caso de la identidad del mexicano, sobrestima, quizá, la capacidad de las formalizaciones ideológicas de desnaturalizarse, atenuando sus perfiles, para poder así perpetuar su presencia política y social. La autorregulación reclamada por Bartra significa, para muchos, una concesión excesiva al espíritu del liberalismo y un apartamiento flagrante de los horizontes revolucionarios de la izquierda setentista enfrentada, para entonces, a las posibilidades y a los espejismos de la normalización democrática. Para otros implica una observación sagaz de un mundo donde las polarizaciones tienden a diluirse. La llamada “marea rosada” (la instalación en el poder de atenuados regímenes de izquierda que desde la década de los años noventa conquistan el poder por la vía electoral) parecería dar la razón a Bartra.21 Qué se gana y qué se pierde en este redireccionamiento político-ideológico es un interrogante fundamental en nuestro tiempo, que excede los límites de este trabajo. En todo caso, más allá de coincidencias o divergencias con la posición bartreana y de la aplicabilidad de sus observaciones a otros contextos nacionales y latinoamericanos, queda claro que el antropólogo mexicano toca, una vez más, un punto neurálgico de la problemática nacional y continental, abriendo así vías necesarias de debate y análisis político.

Como se indicara antes, la función del intelectual en los procesos que vienen aludiéndose es también una preocupación constante en la obra de Bartra, ya que la afiliación orgánica de los intelectuales al poder, su integración a los aparatos ideológicos del Estado y su alineamiento partidista, sectorial o institucional, y aun las actividades del intelectual público, han demostrado ser, en muchos casos, uno de los impedimentos fundamentales para el desarrollo de una cultura política limpia y democrática en el caso de México. Tal como la asume Octavio Paz en El ogro filantrópico y como la define Bartra en Las redes imaginarias, la función del intelectual debería ser, primordialmente, la de esclarecer la conciencia colectiva acerca de los mecanismos de manipulación ideológica que permiten la construcción y ejercicio de la hegemonía. La voluntad de contener los excesos del poder político y de fortalecer la capacidad de movilización popular guía un proceso que tiene en su horizonte la voluntad de pensar las posibilidades de cambio social dentro de los parámetros de la institucionalización democrática. Este contexto corresponde también al desarrollo de la obra de otros intelectuales que dentro y fuera de México tendrían, a lo largo de muchas décadas, gran influencia en la cultura nacional y, más ampliamente, en la comprensión de la cultura política de nuestro tiempo más allá de fronteras: Pablo González Casanova, Luis Villoro, Carlos Monsiváis, Carlos Montemayor, Néstor García Canclini, Bolívar Echeverría, Enrique Dussel, Héctor Aguilar Camín, José Manuel Valenzuela, Claudio Lomnitz, entre otros, autores cuya disímil obra encuadra y estimula la reflexión crítica de Bartra sobre cultura política moderna a distintos niveles. A pesar de mantener un diálogo abierto y productivo con muchos de sus pares, Bartra no deja de criticar el oportunismo que acompaña el proceso de expansión de los espacios públicos ni de denunciar la variada “picaresca” que compone la intelligentsia nacional, compuesta por “escapados de la academia, periodistas con ínfulas, prófugos de la literatura, ideólogos desahuciados, tecnócratas desempleados, políticos insensatos, burócratas exquisitos”.22 Como mediador entre poder político y sociedad civil, el intelectual es uno de los más importantes y complejos mecanismos de mediación ideológica. Sin desprenderse del reconocimiento de la función mesiánica del intelectual en la sociedad poscolonial latinoamericana, y sin eludir, tampoco, la responsabilidad que a este sector toca en el desarrollo del “nacionalismo pedagógico”, Bartra reconoce otras formas más dispersas e inorgánicas de construcción y diseminación ideológica en la creatividad popular, en los niveles del afecto, la imaginación y la creencia, y en la capacidad de las artes de generar entramados simbólicos, impulsando así nuevas formas de conciencia social y, a veces, en el despliegue de formas de falsa conciencia que oscurecen la comprensión de conflictos reales. Como indica Bartra,

[s]e habla de un Estado multiplicado al infinito e inserto en todos los poros de la vida cotidiana; de una estructura estatal inmanente y envolvente, de una ideología expandida a un grado tal que unifica y aplana peligrosamente a la masa social. Todos ellos son fenómenos bien reales —y trágicos— que no obstante se inscriben en lo que yo llamo una red imaginaria de mediaciones políticas, constituida por un conjunto de simulacros, mitos e ideas que obliga, por decirlo así, a las clases sociales en conflicto, a adoptar papeles en una guerra imaginaria que aparentemente conjura el peligro de una guerra revolucionaria.23

Nuevamente, el Estado, hipertrofiado, avanza e invade a la sociedad civil, impidiendo su desenvolvimiento. Las redes imaginarias del poder sustituyen con una guerra imaginaria la conciencia acerca de los conflictos de clases reales y de las posibles formas de emancipación colectiva que pueden alcanzarse con la movilización colectiva. La crítica combina ambos estratos, ideológicos y sociales, reales e imaginarios, para la captación de la cultura como una máquina transnacionalizada, tecnologizada y transmediática, de producción de significados, desde la cual se absorbe y se genera la política.

(POS)MODERNIDAD, (POS)NACIONALISMO

Las crisis del mundo socialista y la transformación del pensamiento político y filosófico que se acelera en las últimas décadas del siglo XX impulsan un viraje notorio, aunque gradual, en el pensamiento bartreano. Éste registra el “naufragio de las ideologías mesiánicas” y el advenimiento de nuevas formas de figuración política acorde con los escenarios de un mundo en el que, cancelada la bipolaridad político-ideológica, la democracia debe encontrar nuevos apoyos exteriores para definirse y sustentarse tanto a nivel de la nación-Estado como en la dimensión transnacional. Bartra se adentra en el espacio teórico abierto por la posmodernidad con el proyecto de vislumbrar los nuevos reacomodos del nacionalismo de cara a las lógicas de la globalización. Ésta es identificada como la segunda etapa en el pensamiento de Bartra. De hecho, frente al desencanto que sobreviene ante la desarticulación de los grandes sistemas de pensamiento y ante las transformaciones radicales que afectan la economía y la cultura del fin de siglo, Bartra analiza los procesos de vaciamiento del Estado, debilitamiento del partidismo político y erosión de la civilidad como evidencias de una crisis profunda —civilizatoria— que echa por tierra las categorías crítico-teóricas que sirvieran hasta entonces para comprender y analizar las sociedades occidentales. Asimilando las ideas de Jean-François Lyotard, Zygmunt Bauman, Jean Baudrillard y otros críticos de la cultura, así como las críticas de Gilles Deleuze y Félix Guattari a la modernidad capitalista, Bartra comienza a teorizar el posnacionalismo como una instancia de superación del modelo moderno que postulaba los conceptos de identidad y nación como las plataformas primarias para el análisis político y social. Acorde con propuestas expresadas más tarde por Jürgen Habermas en La constelación posnacional (2000), Bartra entiende que tanto los procesos de transnacionalización económica, las migraciones y las imposiciones del neoliberalismo como la activación de nuevas subjetividades colectivas y los cambios que se registran a consecuencia de la crisis de los saberes disciplinarios han transformado el rostro de la nación moderna, sustituyéndolo por una imagen fragmentada y fluida de lo social que no resulta aprehensible a partir de las categorías tradicionales. Así, la noción de identidad, entendida como la transmisión transhistórica de rasgos esencializados que supuestamente capturan y perpetúan el ser colectivo y a partir de los cuales se expresan los valores de la comunidad, es uno de los ideologemas que han quedado obsoletos con la complejización del mundo que acompaña las etapas del capitalismo tardío. De ahí que nociones como las de mexicanidad y nacionalismo exijan, en la opinión de Bartra, un enfoque desmitificador, alternativo a los que ofreciera la reflexión política y cultural hasta el momento, donde los proyectos de solidificación del Estado capitalista moderno eran inseparables de la construcción del nacionalismo y de los mitos de la identidad.

En el proceso de deconstrucción de los mitos nacionales y de las estructuras ideológicas de la mexicanidad Bartra enfocará principalmente los grandes parámetros a partir de los cuales se ha venido organizando el pensamiento político a nivel nacional a través de las épocas, incluyendo centralmente el pensamiento de la derecha como espacio de cristalización de tradiciones y de habitus sociales. De ahí que la comprensión de la obra bartreana sea, tanto en el aspecto político como en el cultural, inseparable de la de los grandes autores que fundaron el establishment simbólico de México, aunque muchos de ellos ocuparan trincheras diferentes y hasta opuestas en el debate público. El mismo Bartra reconoce el corpus en el que su propia obra se inserta y con cuyas ideas dialoga a través de las décadas. Así, en Anatomía del mexicano (2002) reúne ensayos y conferencias sobre 25 autores que han trabajado el tema de la identidad nacional, desde Ezequiel Chávez, Antonio Caso, Guillermo Bonfil Batalla y Jorge Cuesta hasta José Revueltas, Octavio Paz, Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis. Para Luis Villoro el nacionalismo es más bien una instancia transicional de ensimismamiento que en el fondo se orienta hacia una búsqueda del universalismo. En su introducción al libro En México, entre libros, este crítico comenta los contextos discursivos que trabajan en México el tema del nacionalismo y la identidad en la primera mitad del siglo XX como presentación de los autores que selecciona (de Antonio Caso a Roger Bartra), señalando que:

Nuestro nacionalismo no era un fin sino un medio de acceder a la universalidad sin imitaciones. Después de cobrar conciencia de nosotros mismos, sólo quedaba —como vieron Leopoldo Zea y Octavio Paz, cada quien desde su punto de vista— abrirnos hacia una comunidad más amplia. El retiro del ensimismado sólo puede proseguirse hasta un límite: luego, es preciso iniciar el retorno.24

Para Villoro, identidad, autenticidad y nacionalismo, manejados casi como sinónimos, son la instancia preparatoria para dar el salto hacia la integración universal. El nacionalismo debe ser transformado, elevado (“levantado” en el sentido hegeliano) al nivel superior de lo supranacional, al cual se accede a partir del doble movimiento del internacionalismo y la profesionalización intelectual. Publicado en 1994, el libro de Villoro pasa revista al canon de la mexicanidad para ponerla al día con los nuevos tiempos. Su lenguaje se apega todavía a los mitos de la modernidad, aunque percibe el cambio de los tiempos y de los modelos de pensamiento que lo acompañan.

Desde una perspectiva más crítica, Carlos Illades analiza, en La inteligencia rebelde, los debates que acompañan el desarrollo del pensamiento mexicano sobre esos mismos temas, así como las prácticas intelectuales y los procesos de institucionalización cultural que preparan y ayudan a comprender la obra bartreana. Indica Illades:

La ruta de su crítica había avanzado con Revueltas, quien escarbó la entraña metafísica de este discurso sobre lo propio desenterrando unas esencias desprovistas de historicidad. Y González Casanova, en la batida científica contra la metafísica de los ensayistas de la generación precedente. Jorge Aguilar Mora dejó a la intemperie la ilusión paciana de una historia unidimensional y circular que disolvía la pluralidad dentro de falsas oposiciones, donde el mito era la mano invisible detrás de ella, el productor de su sentido, o mejor aún, quien la suplantaba en un presente interminable. Bartra recuperó esta veta escéptica hacia lo que la filosofía de lo mexicano mostraba como evidencia de la identidad nacional, y con lo avanzado en los estudios acerca de las sociedades agrarias de la primera etapa de su producción intelectual, en La jaula de la melancolía (1987) redactó su epitafio.25

En adición a estos análisis, deberían tenerse en cuenta algunos otros textos de importancia fundamental en el proceso de construcción de los imaginarios nacionales en el México contemporáneo, con los cuales la obra de Roger Bartra establece, explícita o implícitamente, intercambios productivos. 26

El primero de ellos, El perfil del hombre y la cultura en México (1934), de Samuel Ramos, constituye una indagación caracterológica del mexicano, y un estudio sobre sus autopercepciones y formas de conducta. Continuando por la línea de José Vasconcelos y también de José Ortega y Gasset, aunque con fuerte influencia psicoanalítica, particularmente de las ideas de Alfred Adler y Carl Jung, el método heurístico de Ramos se adentra en aspectos de la mentalidad colectiva desde una perspectiva axiológica, tratando de establecer influencias del medio sobre el comportamiento colectivo.27 Atormentado por complejos de inferioridad que estarían en la base de su esencial indeterminación, el mexicano concebido por Ramos sigue los lineamientos heideggerianos del “no-ser todavía”, lo cual dificulta su inserción en la contemporaneidad. Ramos trabaja el tema de la identidad desde la perspectiva de la filosofía de los valores, proyectando su pensamiento hacia el horizonte que plantea en Hacia un nuevo humanismo (1940) dentro del horizonte del México posrevolucionario que intenta refundar sus posicionamientos ideológicos y culturales como superación del porfiriato y como indagación acerca de las posibilidades y limitaciones a las que se enfrenta el nuevo ser nacional de cara a la democratización nacional.

Pero si la obra de Ramos había provisto ya tempranamente, con su “Psicoanálisis del mexicano” y su estudio de la cultura criolla, una matriz interpretativa que fijaría durante muchas décadas los ejes de la conceptualización de la cultura nacional, Los grandes momentos del indigenismo en México (1950) de Luis Villoro ofrecería a su vez un modelo para pensar “el ser indígena” y las formas históricas de percepción del indio. Como tipo histórico y social, éste ha llegado a constituir, como Villoro indica, “una realidad de doble fondo”, es decir, una construcción a la vez subjetiva y objetiva, sobre la cual se proyecta lo que se percibe y lo que se desea. El ser y el querer ser —o el querer que el otro sea— son operaciones que hablan tanto del objeto construido como de la perspectiva desde la cual ese objeto es conceptualizado. Toda otredad es, como se sabe, una proyección identitaria. Cubriendo el amplio espectro que va de la Conquista al México moderno, Villoro releva las interpretaciones que van pautando la cuestión indígena, desde las copiosas y coloridas referencias de Hernán Cortés, Bernardino de Sahagún, Antonio Manuel Clavijero y fray Servando Teresa de Mier hasta las elaboraciones de Francisco Bulnes, Manuel Gamio, Antonio Caso y Agustín Yáñez, entre otros. Aunque el propio Villoro reconoce en el prólogo a la segunda edición de su libro que éste está animado por un innegable idealismo que subordina a las construcciones ideológicas la consideración de contextos sociales y políticos que confieren materialidad histórica al debate indigenista, la importancia que el libro concede a los procesos de construcción de imaginarios, tipificaciones, formas de conciencia social y encubrimientos de la realidad por el uso de estereotipos y, en general, de un lenguaje marcado por la dominación criolla, constituye una instancia esclarecedora e ineludible en el pensamiento mexicano y latinoamericano con respecto a las formas de falsa conciencia que engendra la cultura y a propósito de la complicidad existente entre saberes e intereses dominantes. Su propuesta de pensar en la identidad a partir de la diversidad cultural y del respeto a la diferencia actualiza el recurrido tema de la esencia de lo nacional, poniéndolo a tono con nuevos debates sobre interculturalidad.

Junto a estos libros capitales sobre el tema de lo que se dio en llamar “filosofía de la mexicanidad”, El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, se publica, como el libro de Villoro, en 1950. Sin embargo, lejos de ser un aporte más al ya trillado tema del ser nacional, el ensayo de Paz se ubica en el núcleo mismo de los debates sobre identidad y modernidad dentro y fuera de México. Como relato ensayístico sobre las alternativas de la identidad colectiva, el texto se formaliza a partir de una aproximación en la que se combinan contextualizaciones históricas y perspectivas existenciales y psicologistas. El carácter y esencia del mexicano son concebidos por Paz como síntesis de una serie de rasgos y determinaciones socioculturales que capturan la diversidad de lo social y lo reducen a figuras, casi a personajes, que desempeñan papeles fijos dentro del drama de la historia nacional. Mucho más “literaturizado” que los libros antes mencionados, El laberinto de la soledad alegoriza el ser en el mundo del mexicano a partir de una doble direccionalidad: por un lado, se intenta una lectura que, sin llegar a ilustrar la metodología de la antropología cultural, cohesiona historia y mito, ficción y realidad, comportamientos sociales y creencias, releyendo lugares comunes sobre el comportamiento colectivo y reformulándolos en clave poético-psicológica. A la deficitaria figura del Padre (¿el Estado?) se opone en la visión de Paz la bivalente imagen materna: Malinche/Guadalupe, en la que mito histórico y religiosidad dan lugar a una construcción simbólica que articula historia, estética y creencia. De esa ausencia del Padre y de la proliferante significación de la Madre surge, quizá, la disfuncionalidad de la familia nacional, en cuyo seno se perpetúa la barbarie originaria. Los tipos nacionales que Paz identifica (el campesino, el indígena, el macho, la mujer, el azteca originario, el desterritorializado pachuco) aparecen como figuras enigmáticas y ahistorificadas que ya durante la plena vigencia de la cultura de masas funcionan como dispositivos mediadores de la subjetividad colectiva. La compleja historia poscolonial de México, asediada por el fantasma de su propio arcaísmo, intenta comprender e interpretar su entrada anómala e incompleta en la modernidad occidentalista. Los tipos nacionales son los protagonistas estereotipados del drama nacional presentado como un laberinto existencial donde la soledad ocupa el sitio de la alienación. Producido por Paz como el grand récit sobre el ser nacional durante su residencia como diplomático en París, el texto no esconde su voluntad y funcionalidad mediadora: construye no sólo para consumo interno sino también for export el mito de la enmascarada esencia de lo mexicano para deconstruirlo hermenéuticamente y luego perpetuarlo, re-legitimado, como la vulgata del moderno nacionalismo mexicano. Son las “redes imaginarias del poder político” en acción, a las que Bartra se referiría con posterioridad: formalizaciones ideológicas que promueven formas de conciencia social y perpetúan estructuras de dominación a nivel colectivo, obnubilando el reconocimiento del conflicto real, tanto a nivel social como político y económico.28

Con estos antecedentes, en 1987 surge, desde la perspectiva de la antropología cultural, El México profundo, una civilización negada, libro en el que Guillermo Bonfil Batalla distingue dos formas de conceptualizar lo nacional: el México profundo, que corresponde a las civilizaciones anteriores a la Conquista y a sus remanentes contemporáneos, y el México imaginario, el que es prefigurado por quienes piensan a la nación en relación con proyectos civilizatorios ajenos a su naturaleza y raíces históricas que llegan a proponer la “desindianización” del mestizo o la europeización o americanización general de la cultura. El libro reivindica a la cultura indígena como el inescapable sustrato de la nación mexicana, no sólo por su importancia cultural sino porque su agencia social misma se proyecta, según el autor, hacia los desarrollos futuros de la nación mexicana, la cual es impensable al margen de este sector social. Partidario del pluricentrismo y del etnodesarrollo, Bonfil Batalla se preocupa por aspectos ideológicos, vinculados a lo que Bartra llamaría procesos de mediación cultural, sobre todo en lo relacionado con las formas de apropiación, innovación y resistencia cultural que los pueblos sometidos pueden desarrollar en situaciones de subalternidad.

El trabajo crítico de Bartra constituirá una respuesta y una alternativa a todas estas formalizaciones del pensamiento mexicano en cuanto a las bases de la nacionalidad y a la cuestión de las identidades colectivas, que conllevan debates en cuanto a las formas de incorporar el componente indígena en la nación criolla y a las modalidades posibles de regulación de la heterogeneidad radical del pueblo mexicano, a la que se refiere México profundo. La obra bartreana intentará eludir el esencialismo de planteamientos anteriores, apelando a la antropología/arqueología cultural allí donde se utilizara antes el psicologismo y la perspectiva existencialista. Presentará, asimismo, una entrada diferente al tema indígena, reformulado en los textos bartreanos a través de la deconstrucción de la imagen del salvaje, que subyace a todas las elaboraciones que acompañaron el proyecto civilizatorio desde la Conquista hasta la modernidad, y también en su relectura de los tipos nacionales ya estudiados por Ramos y Paz.

En este libro, los estudios de Michael Abeyta, Robert McKee Irwin y Adela Pineda se detienen en distintos aspectos del análisis de la condición posmexicana, desarrollado principalmente en los ensayos recogidos por Bartra en La sangre y latinta (producidos desde 1981 hasta 1998 y publicados en 1999), en La jaula de la melancolía (1987) y en Oficio mexicano: miserias y esplendores de la cultura (1993), libro que muchos consideran un complemento del anterior. Por esos mismos años se publica en inglés Exit from the Labyrinth. Culture and Ideology in the Mexican National Space, de Claudio Lomnitz, cuya versión española, Las salidas del laberinto. Cultura e ideología en el espacio nacional mexicano, aparece en 1995. El libro se propone como una superación de los “psicodramas” que Samuel Ramos, Guillermo Bonfil Batalla y Octavio Paz habrían construido para explicar la mexicanidad. Lomnitz ofrece una “etnografía de la hegemonía” emprendiendo el estudio de la cultura nacional mexicana desde la perspectiva regional que impide que esa categoría se convierta en una matriz homogeneizante y reduccionista que niega la diversidad y, con ella, la visibilidad de proyectos, intereses y tradiciones distintos a los dominantes. La imagen del laberinto centraliza, como se ve, el campo semántico que corresponde al pensamiento sobre lo nacional, transmitiendo la idea de una intrincada construcción cuyo sentido se escapa a la conciencia, aunque las múltiples rutas posibles para recorrerlo prometen una meta final, quizá la esencia de lo mexicano que, desde las arcaicas culturas prehispánicas hasta la contemporaneidad, se sustrae a una captación totalizante. Sucesivamente reclamado por distintas disciplinas (la filosofía, la historia, la antropología, la literatura y las ciencias sociales), lo nacional es sometido a exploración y análisis sin que, de hecho, cambie la relación entre la idea misma de la identidad y los poderes dominantes, entre la sociedad civil y las instituciones del Estado que definen el nos(otros) como unidad sin modificar la relación entre las partes que lo componen. Las respuestas al tema de la identidad cambian de método, sin notar que la pregunta misma va perdiendo sentido. Cada vez más, la crítica de la modernidad va imponiendo un cuestionamiento más profundo y riguroso a esa matriz civilizatoria, así como una revisión a fondo de los protocolos disciplinarios y de los procesos de construcción del saber, comenzando por el posicionamiento de la nación en el contexto del occidentalismo desde los orígenes mismos de la nación-Estado y siguiendo con la racionalidad instrumental derivada del Iluminismo, el concepto mismo de humanidades y la definición de proyectos descolonizadores capaces de hacer visibles y viables los distintos sectores sociales y culturales que coexisten en el seno de la nación moderna. Esto requiere nuevas formas de conciencia social y un espíritu desmitificador de las construcciones ideológicas de la modernidad y de los pilares filosóficos en los que ésta se apoya.

Enfrentado al tema de la identidad del mexicano, en sus ensayos Bartra pone de manifiesto de qué modo los procesos de desterritorialización y la visibilización de la multiplicidad de culturas que alberga y que margina la cultura oficial han asestado un golpe fundamental a las pretensiones de homogeneización social y centralización política de la nación-Estado, dando lugar a una cultura civil que incorpora y progresivamente naturaliza la fragmentación y diversificación de lo social. Su crítica de la identidad es, ampliamente, una crítica de la modernidad y de la cultura política que la sustenta. En lugar de identificar rasgos o valores fijos para ilustrar la condición del mexicano, Bartra opta por el reconocimiento de lo inasible e inacabado de toda identidad. Propone así la imagen larvaria y persistentemente transicional del axolote como metáfora de un devenir perpetuo que sólo puede insertarse de una manera anómala e intrigante en la modernidad. A partir de esta imagen que no puede ocultar su arcaísmo, el axolote interroga, melancólicamente, su presente.

Ese presente integra, hacia fines del siglo XX y comienzos del XXI, la diseminación de sujetos, capitales y mercancías a través de fronteras que obliga cada vez más a relativizar la delimitación territorial y a advertir la importancia de nuevas formas de pertenencia y de distanciamiento respecto a lo nacional que caracterizan la posmodernidad. Bartra integra el tema étnico en su evaluación del nacionalismo como discurso del poder, poniendo énfasis en los estereotipos que informan construcciones ideológicas como la ideología del progreso o la ideología del mestizaje. Intenta así efectuar la deconstrucción de todo esencialismo identitario y propiciar el surgimiento de una nueva narrativa de lo nacional que, prescindiendo de tipificaciones y mitologías, permita la emergencia de formas otras de conciencia social integrativas, pluriculturales y abiertas a la democratización de los imaginarios. Como se aludiera antes, su trabajo pone sobre el tapete las relaciones entre intelectuales, Estado y sociedad civil como instancia fundamental en los procesos de producción y diseminación de conocimiento. Directamente vinculada a la producción del sujeto nacional-popular que funciona como agente en la definición de programas de acción social, tal relación va sufriendo múltiples transformaciones a través de la historia. La crítica de Bartra es concebida, en este contexto, como una intervención, es decir, como un desmontaje de mecanismos naturalizados por la cultura dominante tanto a nivel de alta cultura como en las dimensiones de la cultura popular y la cultura de masas que alcanza a todos los niveles de la ciudadanía. La deconstrucción de los mitos nacionales permite una superación de los modelos negativos (estereotipación, elitismo, racismo, etnocentrismo europeizante) que los aparatos ideológicos del Estado han propagado a través de educadores, intelectuales y profesionales de la cultura como una forma de control de los imaginarios nacionales. La crítica bartreana se perfila así como un intento por impulsar modalidades alternativas de conciencia social y estimular la apertura de nuevas formas de concebir lo colectivo y de integrar lo popular en procesos de democratización nacional e integración transnacionalizada.

En su análisis de la crítica de Roger Bartra a lo nacional, Michael Abeyta relaciona el tema de la condición posmexicana con la transición que se efectúa en México a partir de la interrupción del continuismo priista. Adela Pineda señala, por su parte, que tal transición hacia la democracia se ha visto enturbiada por las guerras del narcotráfico y por el triunfo del PRI