Pensar el cuerpo - Mabel Moraña - E-Book

Pensar el cuerpo E-Book

Mabel Moraña

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Beschreibung

¿De qué tradiciones multiculturales es heredero nuestro cuerpo? ¿Qué aspectos vinculan cuerpo individual y cuerpo social, cuerpo humano y cuerpo de ley, cuerpo sexual y cuerpo del delito? ¿Cómo entender la salud, la enfermedad, la muerte, los rituales de la sexualidad, el tratamiento del cadáver, sin analizar los conceptos vigentes e invisibles de la corporalidad? Pensar el cuerpo. Historia, materialidad y símbolo constituye una incursión transdisciplinaria y multifacética en la densidad del pensamiento occidental sobre lo corporal, a través de las épocas. El libro comprende aspectos estéticos, políticos, filosóficos, sociales y científicos que contribuyen a promover la imagen del cuerpo —y de lo post-humano— como constelación de sentidos, como espectáculo y como plataforma para la implementación de estrategias de control y de goce, de preservación y de castigo, de agresión y de solidaridad comunitaria.

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Mabel Moraña

Pensar el cuerpo

Historia, materialidad y símbolo

Herder

Diseño de portada: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2020, Mabel Moraña

© 2021, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-4669-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

1. EL PROBLEMA DEL CUERPO

2. EL CUERPO EN LA HISTORIA

3. CUERPO Y ESPACIO

4. CUERPO, RAZA Y NACIÓN

5. CUERPO, SABER Y VERDAD

6. CUERPO Y DIFERENCIA

7. CUERPO / GÉNERO / SEXUALIDAD

8. CUERPO Y OJO

9. CUERPO Y DEPORTE

10. CUERPO Y TECNOLOGÍA

11. CUERPO Y CAPITAL(ISMO)

12. CUERPO Y (BIO)POLÍTICA

13. CUERPO Y REPRESENTACIÓN

14. CUERPO Y ENFERMEDAD

15. CUERPO Y AFECTO

16. CUERPO Y VIOLENCIA

17. CUERPO Y FRONTERA

18. CUERPO Y DOLOR

19. CUERPO Y CADÁVER

20. CUERPO Y POSHUMANIDAD

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Para Aitana, Lucía e Isabel,hermosos cuerpos nuevos.

Hablar del cuerpo es hablar del mundo.

DAVID LE BRETON

Pronto habrá más cuerpos en la crítica contemporánea que en los campos de Waterloo. Miembros amputados, torsos atormentados, cuerpos condecorados o encarcelados, disciplinados o deseosos: se está volviendo cada vez más difícil, dado el giro de moda hacia lo somático, distinguir la sección de teoría literaria de la de pornografía suave en los estantes en la librería local, separar el último Jackie Collins del último Roland Barthes. Un masturbador ansioso puede haber elegido un volumen de apariencia sexy solo para encontrarse leyendo sobre el significado flotante.

TERRY EAGLETON

1EL PROBLEMA DEL CUERPO

El cuerpo es, por naturaleza, problemático. Propio y ajeno, interior y exterior, visceral y emocional, evidente y oculto, individual y colectivo: formas binarias como estas pueden multiplicarse, porque el cuerpo, por su extrema permeabilidad, absorbe y emite significaciones que apuntan tanto a su materialidad como a sus proliferantes estratos simbólicos, sin reparar en contradicciones. La corporalidad se presta, así, a tensiones y superposiciones entre aparentes polaridades, que fluyen en dinámicas vitales, líquidas e incesantes. Presente en el origen mismo, inapresable, de nuestra concepción biológica, y en el final inevitable de la descomposición de la materia, el cuerpo es conocido por nosotros —y nos conoce— en una temporalidad casi del todo superpuesta a la de nuestra conciencia. Nos hace posibles, nos acompaña, nos sustenta y nos traiciona. Aprendemos a amarlo y a temerlo, a aceparlo y a que nos acepte. De vez en cuando intentamos, vanamente, olvidarlo, pero sus llamadas de atención nos devuelven a él, nos humillan, nos doblegan, nos reducen a poco, a casi nada. Lo espiamos para advertir a tiempo deseos, necesidades, impulsos, limitaciones, deterioros y caídas. Nos advierte y amenaza, lo escuchamos y lo desoímos. Y el cuerpo nos cobra cada momento de indiferencia, cada desvío, cada expresión de hybris o de vacilación.

Imposible no contar con él, no contarlo. Nos hacemos la ilusión de que hablar del cuerpo es hablar de nosotros y sabemos, sin embargo, que una distancia inapresable nos separa de su extraña y variable fisicalidad. Inventamos, para nuestro propio consumo, una relación con él, que forma parte de nuestro imaginario. En ella somos los protagonistas, aunque sabemos que todo depende de él, de su voluptuosa ambigüedad, de su presencia equívocamente similar a la de otros, y de sus inestimables diferencias. Y sabemos que referirnos a él como diferente del yo carece de sentido.

El cuerpo nos trasciende, y lo trascendemos. Algo, mucho, al hablar de él, se escapa: es intraducible, incomunicable, un vacío, una presencia sin peso ni medida, un abismo, una totalidad oscura que no admite ni ecos ni retornos. La historia de sus narrativas es la de los intentos de saltar ese vacío, de tender un puente precario de palabras e imágenes que simule llegar al otro lado. La imagen visual y los pliegues del lenguaje han intentado, en variados registros, capturar su significación: Velázquez, Leonardo, Bacon, Picasso, Sherman, Orlan, Mendieta. La gran literatura nos ha entregado también imágenes insustituibles en las que el cuerpo interroga: un príncipe con un cráneo en la mano, que reflexiona sobre el sentido mismo de la vida; un cuerpo que se va disolviendo en el aire puro de la montaña; una muchacha sorda en una playa del sur; un cadáver mutilado por los ejércitos, que aún provoca deseo desde la muerte; un cuerpo que es dos, yo y el monstruo que me habita, o en el que yo resido.

El problema del cuerpo es su inabarcable polivalencia, juego de espejos que en realidad reflejan solamente la ausencia del significado. Al decir «el problema» del cuerpo, quiero hacer referencia a su nivel conflictual, a sus paradojas, intrigas, sugerencias y sinsentidos, es decir, al punto en el que se confirman los límites de la racionalidad y de la lógica, y donde se desata el torbellino de las connotaciones. También aludo a su ubicación en el punto en el que se intersecan una pluralidad de discursos, perspectivas teóricas, protocolos disciplinarios, metodologías y posicionamientos ideológicos.

La ilusión de que tenemos con el cuerpo (al menos con el nuestro) una relación íntima y privada oscurece el hecho de que nuestro organismo está inscrito en lo social, le pertenece. La sociedad y la cultura lo regulan desde la concepción, e incluso antes, al definir las normas de la sexualidad y la reproducción; lo adiestran y lo educan; lo controlan y lo reprimen; lo administran y lo desechan cuando se lo considera un surplus que no vale el espacio que ocupa. Su omnipresencia en el espacio público, en el mercado, en los discursos de la ciencia y la política y en los imaginarios populares permitiría pensar que todo gira en torno a su existencia y a sus necesidades, pero las prácticas y los discursos bélicos, la proliferación de tecnologías creadas para su eliminación masiva, los obstáculos que dificultan su supervivencia, su abandono social y las desigualdades que se le imponen cuando no pertenece a estratos privilegiados demuestran otra cosa.

De todos los dualismos que se le aplican, el que distingue el cuerpo abstracto, superteorizado y separado de los cuerpos reales y sufrientes es el más perturbador, pero forma parte de los esquemas con los que las culturas se manejan para acercarse a la realidad escurridiza de la corporalidad, cuya realidad conceptual e ideológica parece ir eclipsando su materialidad. Este libro quiere rescatar rasgos del amplio espectro de visiones y versiones sobre el cuerpo, porque todas tienen su lugar en la configuración de paradigmas y discursos que eventualmente se traducen en políticas, prejuicios y conceptos que se imponen como una segunda naturaleza a los cuerpos reales. Se ofrece aquí, apenas, una entrada somera en un campo tan amplio como el mundo. Se trata simplemente de indicios que se han de seguir para desarrollar, con la extensión que merecen, las articulaciones propuestas y muchísimas otras que se vinculan, directa o indirectamente, con las aquí propuestas, las más obvias y ricas en derivaciones y complejidades.

Modelo para armar, el cuerpo es el rompecabezas que se descompone en fisicalidad y pensamiento; la corporalidad y su fantasma; humores, esqueleto y carne perecedera; elementos que han sido material de la lírica, la filosofía, el drama, los discursos científicos, ontológicos y morales en todas las épocas. Se siente, a veces, que el cuerpo es todo lo que uno tiene para dar, y sin embargo se sabe que aún al darlo, el resto que se puede retener es más que él, reside en otra parte y tiene una sustancia diferente, que no podemos explicar, aunque nos acompaña hasta la muerte, y nos gusta pensar que se va con nosotros.

En La construcción social de la realidad (1966), Peter Berger y Thomas Luckmann se aproximan a la conexión entre el ser y lo orgánico indicando que se trata de una relación excéntrica:

Por una parte, el hombre es un cuerpo, lo mismo que puede decirse de cualquier otro organismo animal; por otra parte, tiene un cuerpo, o sea, se experimenta a sí mismo como entidad que no es idéntica a su cuerpo, sino que, por el contrario, tiene un cuerpo a su disposición. En otras palabras, la experiencia que el hombre tiene de sí mismo oscila siempre entre ser y tener un cuerpo, equilibrio que debe recuperarse una y otra vez. (Berger y Luckmann, 1966, p. 71, énfasis en el original)

Este equilibrio se registra también en la relación entre lo natural y lo cultural, lo congénito y lo adquirido, lo biológico y lo social. Lo humano se define en estas combinaciones o, dicho de otro modo, en esa zona de indeterminación que impide reclamarlo como parte exclusiva de uno de esos dominios. Berger y Luckmann lo conciben como la unión inseparable de homo sapiens y homo socius, aunque, como se verá a lo largo de este libro, este tipo de modelo binario se registra en muchos otros planos, resolviéndose siempre en una combinatoria compleja e inestable.

Otra característica del cuerpo es que es ineludible. Es nuestro, y somos suyos, y no hay forma de evitar esta unidad a veces conflictiva. El cuerpo es el lugar donde el otro me encuentra, el espacio de los rituales, del amor, la belleza, la racialización, las prácticas sexuales, la enfermedad, la privación, la violencia, la monstruosidad, la experiencia mística, el placer, la tortura, la reproducción y la muerte. Es el terri­torio en el que se registra el cambio permanente y donde proliferan gérmenes y anticuerpos, degradaciones, anomalías y florecimientos. Es un terreno de pasaje y de llegada, el camino y el destino final. En él se (con)funden medio y fin, peregrinaje y santuario. El cuerpo es agua precariamente solidificada, pero siempre lista a disolverse para volver a su forma primera. Es materia prima, fórmula frágil y resistente, cadena cromosómica, información, plataforma de lanzamiento para algo que imaginamos distinto y superior y que llamamos alma, razón, pensamiento, propósito, destino, es decir, nada. Todo es, al final, límite, frontera.

No hay cuerpo sin otros. Es decir, cada cuerpo es en sí mismo parte de una red de interacciones, imposiciones y resistencias, regulaciones y transgresiones. A la obsesión de permanecer aludida por Borges (1957, p. 299: «Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre») se opone —y vence— el devenir heracliteano, ya que hablar del cuerpo equivale a hablar de variaciones, movimientos e inestabilidades. Nada es fijo en el cuerpo, ni igual, ni definitivo, ni propio ni ajeno, ni por ahora ni para siempre. Todo es temporal y cambiante, superfluo y efímero, definitivo y negociable. Todo en él es materialidad; no hay en el cuerpo nada de sublime. Y sin embargo... Sin embargo, algo persevera a pesar del vértigo de las transformaciones. Algo interroga al cambio y hace sentido de su futilidad, de sus excesos y carencias, de su perseverancia a sol y a sombra. El cambio predomina. Y sin embargo... Por eso las narrativas sobre el cuerpo siempre son particularmente nostálgicas y vanas, porque tratan de capturar un vuelo, deteniéndolo.

Relaciones de poder condicionan y relativizan el lugar del sujeto, su asentamiento corporal, el espacio que ocupa sobre los planos convencionalizados de la casa, la ciudad, el territorio, la nación, el planeta: sitios políticos, es decir, regulados por y en la comunidad, que existen en función de las formas obvias o imperceptibles de comunicación corporal y de las modalidades individuales y colectivas que el cuerpo asume para el funcionamiento cultural. Cuerpo es cultura y/o naturaleza. Es lo que es, o sea, un dato de lo real, una (id)entidad que puede ser captada por los sentidos y por el entendimiento, pero solo de manera parcial y tentativa. Es lo que vemos del otro y de nosotros mismos, pero también lo no-visible, lo que sabemos y lo que ignoramos, lo que intuimos y lo que imaginamos. Es el misterio que nos sobrepasa desde adentro (¿qué está pasando en el interior de nuestro cuerpo?), y es también lo que le adjudicamos. Asimismo, todas estas operaciones responden a paradigmas epistémicos y a modelos representacionales en los que se distingue el cuerpo de la ciencia del cuerpo estético, el cuerpo tecnológico y el cuerpo místico, el cuerpo del delito y el corpus literario, los cuerpos de agua y el cuerpo de la ley.

Nada puede ser percibido, entendido, interpretado, fuera de los modelos producidos desde distintos dominios disciplinarios, pero las combinaciones entre ellos son innumerables y siempre productivas. Toda representación del cuerpo, todo cuerpo textual, emerge de los cruces entre formas diversas de percepción que se desafían mutuamente y que permiten la intersección de diversos recursos cognitivos: el afecto, la intuición, la memoria, la imaginación, el raciocinio. Cuando se piensa el amor desde la muerte, la enfermedad desde la política, la técnica desde la ética, la estética desde la biopolítica, es cuando emerge un ramalazo de sentido, un insight que ilumina, breve­mente, el campo corporal. O así nos lo parece. Del cuerpo emanan verdades fluidas que corren, combinando sus aguas, por cauces que no siempre llegan a la misma desembocadura. El cuerpo aloja, entonces, diversas formas de verdad, verdades múltiples, contradictorias o complementarias, alternativas o antagónicas, relativas, contingentes o provisionales, que afirman en la corporalidad su derecho a existir. La verdad de la mística contiene en sí la verdad del erotismo; en la estética se esconde una verdad política; los instintos sucumben —al menos de manera temporal— ante la verdad impositiva de las regulaciones racionales, que intensifican el deseo de transgresión.

Dada esta proliferación de significados y de connotaciones, los estudios del cuerpo alcanzan los dominios disciplinarios de la antropología, la historia, la literatura, la ecología, la medicina, la filosofía, la religión, el arte, la biología, la historia cultural, el feminismo y, en general, los estudios de género, las artes performativas, los estudios de la salud, la sociología y los estudios culturales. Asimismo, especializaciones más recientes, como el campo de los deportes, el entretenimiento, la alimentación, el humor, los afectos, la discapacidad y otros, tienen en el cuerpo una categoría fundamental para la observación, la reflexión, el análisis y la proyección interpretativa. En todos estos espacios de investigación, desde los más tradicionales hasta los más recientes, la pregunta central se organiza en torno a los límites de la corporeidad. ¿Dónde termina el cuerpo y dónde comienza el alma (resto, exceso, residuo, resaca)? ¿Cómo se relaciona el cuerpo con el género, con el poder, con el patriarcalismo, con el Estado, con las instituciones, con la sociedad? ¿Dónde se sitúa la frontera entre la vida y la muerte? ¿Lo humano y lo corporal coinciden? ¿Lo humano reside en el cuerpo, en los afectos, en el pensamiento, o en la sensorialidad, en la capacidad de definir propósitos, de distinguir los territorios de la moralidad y la belleza, de proyectarse hacia la espiritualidad y la trascendencia?

Autores como Bergson, Marx, Freud, Baudrillard, Mauss, Merleau-Ponty, Foucault, Sontag, Cixous, Bourdieu, Butler, Deleuze, Elias, Haraway, Kristeva, Latour y otros han aportado importantes aproximaciones a estas cuestiones que son centrales para la reflexión posmoderna, y han agregado muchas otras, que deben ser incorporadas a los nuevos enfoques. Para hacer referencia solo a dos de estos nuevos dominios de inquisición filosófica y científica, debe mencionarse, en primer lugar, el espacio que abren las nociones de biopolítica y biopoder, así como el campo de la gubernamentalidad, que parten del pensamiento de Foucault y adquieren desarrollo, variantes y derivaciones en un vasto número de autores que exploran la relación entre vida y poder político.

El segundo espacio de reflexión que se abre desde finales del siglo XX es el que se centra en los conceptos de poshumanidad, no solo renovando una rica tradición reflexiva sobre las relaciones entre humanidad y tecnología, sino incorporando intrigantes preguntas que tienen que ver con las transformaciones que el cuerpo va sufriendo con la utilización de técnicas médicas, como trasplantes, aditamentos, implantes, prótesis, aplicaciones de la inteligencia artificial y dispositivos mecánicos y electrónicos que hibridizan la corporalidad contribuyendo a mejorar su funcionamiento. ¿Cómo afectan estas intervenciones al concepto mismo de lo humano? ¿El donante de órganos sobrevive, de alguna manera, en el cuerpo del otro? ¿Y el que adopta los órganos del donante, no contiene en sí ya una forma de muerte concretada en las porciones de su interior que pertenecían a un cuerpo ya difunto? Con esto, ¿no se ha sobrepasado ya la línea que considerábamos claramente divisoria entre vida y muerte? ¿Un cuerpo clonado tiene la misma condición vital que un cuerpo natural? ¿Qué porcentaje del cuerpo humano puede admitir la sustitución tecnológica sin que se pierda la condición de humanidad? ¿Es esta, siquiera, una pregunta válida?

Sin duda alguna, nociones que han guiado el pensamiento occidental desde la Antigüedad hasta nuestros días, como las de humanidad, identidad y subjetividad, se encuentran involucradas en las transformaciones que se están mencionando, y que no se limitan a la modificación corporal, sino que revelan ramificaciones profundas y múltiples en todos los niveles, tanto en los que tienen que ver con la interioridad del sujeto (con sus procesos identitarios) como en los que atañen a las formas de socialización y reconocimiento del Otro en la sociedad del presente. Se trata no solamente de proponer nuevas categorías de análisis (lo poshumano, la cultura cibernética, la robotización, etc.) sino de profundizar en las ramificaciones biológicas, éticas, estéticas, políticas y civilizatorias en general, que las transformaciones sustanciales de lo humano imprimen en diversos niveles de lo social y lo político. ¿Cómo debe ser modificada la noción de sujeto y de agencia para llegar a alojar estas transformaciones?

Asimismo, ¿cómo afecta la tecnificación que está disponible para la concepción de un nuevo ser (fertilización in vitro, manipulación de información genética) la concepción de la vida, la familia, la sexualidad, etc.?1 ¿Permanecen estos dominios intocados (desde el punto de vista social, psicológico, filosófico, científico, etc.) a pesar de los cambios a los que aquí se hace alusión, o se anuncian necesarias reconsideraciones, redefiniciones y resignificaciones de las formas básicas de concebir lo humano, tal como esta categoría fue pensada desde el humanismo griego, el cristianismo, el liberalismo, etc.?

Como se ve, la concepción del cuerpo sometido siempre al poder, reprimido, contenido o abstraído de sus relaciones con el entorno, se abre a complejas especulaciones que se apartan de los dualismos tradicionales del tipo cuerpo / alma, cuerpo individual / cuerpo colectivo, racionalidad / sensibilidad, inmanencia / trascendencia, para revelar más bien la fluidez entre polaridades, es decir, el carácter eminentemente relacional y múltiple de la corporalidad y de su multifacética relación con lo humano. Jacques Derrida argumentó ampliamente en contra de la lógica binaria de este tipo de planteamientos que suelen presentarse aún, afantasmados, toda vez que se intenta analizar los estudios del cuerpo y de sus representaciones como campos de lucha en los que se dirimen conflictos ideológicos, éticos y estéticos. Para Derrida, tales proposiciones siempre implican jerarquías que imponen un orden a lo real, reprimiendo, excluyendo o subordinando unos significados en beneficio de otros. Como se verá, ese ha sido justamente el caso en los estudios sobre el cuerpo que, desde la Antigüedad clásica, visualizaron dicotómicamente la corporeidad humana, en la cual el componente espiritual ha resultado a la vez omnipresente e inhallable.

El cuerpo como constructo social y proyecto político, el cuerpo como evento y como discurso visual (como relato), como cárcel del alma o como su contraparte, como deficiencia o exceso, como carne y como energía psíquica, como espíritu o materia, como totalidad o proceso, como campo emocional o intelectual: es tan difícil prescindir de estas alternativas como reducirlas a opciones que sacrifican la otra parte, relegando, quizá, aspectos esenciales de la experiencia de la persona, entendida como totalidad, a pesar de su precariedad y sus fisuras.

Inapresable y fascinante, el cuerpo abre un haz de significaciones que, como en el Barroco, se pliegan, despliegan y repliegan sobre sí mismas revelando contenidos ocultos y disipando otros, según las épocas y las culturas, y dependiendo de las formas sensibles que se apliquen para la captación de la corporalidad. Como elemento físico, el cuerpo ha sido cartografiado, diseccionado, traducido a gráficas y ecuaciones, atrapado en discursos científicos, pruebas, algoritmos y experimentos, dejando la impresión de que algo se escapa de la observación minuciosa, de la especulación y del análisis. Las artes visuales y la literatura parecen haber captado aspectos que han permanecido ocultos para la observación científica. Han representado, bajo formas simbólicas, la capacidad relacional y la energía de los cuerpos, su futilidad y resistencia, así como la singularidad de la experiencia del cuerpo propio y la ansiedad que provoca el cuerpo de otro. Pero las propuestas simbólicas tienden a ser efímeras, y la incertidumbre, duradera.

El cuerpo es mediación, es decir, herramienta, implemento o ensamblaje que tiene sentido porque en el lado exterior de la piel hay un mundo: otros cuerpos, objetos, naturaleza, espacios, circunstancias y proyectos, hay un tiempo que flota y en el que flotamos. Es a través del cuerpo que llegamos al mundo —y él a nosotros— para interpelarnos o, simplemente, para anunciar que allí está el desafío.

Cada uno posee no solo el cuerpo propio sino una idea del cuerpo, un cuerpo imaginado desde algún discurso que ha provisto pautas para la construcción mental de nuestra corporalidad y que tuvo, para nosotros, más relevancia que otros. Tal discurso puede habernos expuesto tempranamente a parámetros de pensamiento a partir de los cuales formalizamos nuestra concepción de lo orgánico: el cuerpo como algo sagrado, como un «templo», como un tesoro que debe preservarse, como un bien para dilapidar, como una carga, como un capital simbólico que puede cultivarse y cotizar en el espacio social, como una cáscara que no nos representa. Pensamos el cuerpo desde el discurso médico o securitario, humanista o político, artístico o moral, pornográfico o religioso, hedonista o ascético, y en cada caso la imagen es distinta. Son distintos los usos que concebimos para el cuerpo desde cada una de esas posiciones, como es distinta la historia de cada vertiente particular de pensamiento sobre lo corporal. Son diversos los simbolismos que nutren cada imagen y el tipo de presencia que le damos en nuestra vida. A veces la imagen del cuerpo es en nosotros caleidoscópica, y se va recomponiendo a medida que los cristales que la forman se combinan frente a la luz. En otros casos es contundente, autoritaria, fuente de represiones, doctrinas, prejuicios y autocastigos. Para todos, de alguna manera, el cuerpo es también tabula rasa, espacio en blanco en el que inscribir nuestras propias obsesiones, temores y deseos. Ya tengamos una aproximación lúdica o ascética, hedonista o disciplinadora, severa o tolerante, el cuerpo entrará en un diálogo con nosotros que irá modelando conductas y valores, haciéndonos revisar preconceptos, doctrinas y comportamientos. El cuerpo nos irá haciendo saber qué desea y qué necesita, cuáles son sus dolencias y sus temores, y le haremos saber, a nuestra vez, en qué grado y dentro de qué parámetros podemos complacerlo.

Por supuesto, esta relación con el cuerpo, dramatizada aquí a efectos de proceder ensayísticamente a la introducción de nuestro tema, teatraliza el vínculo complejo y no siempre gozoso que mantenemos con la dimensión corporal que nos acompaña, en la que los posicionamientos del ser, el cuerpo, la mente, los afectos, no siempre se distinguen con claridad. La experiencia del cuerpo es enmarañada, palimpséstica, y aunque cada nivel puede ser identificado a efectos del análisis, está marcada por la simultaneidad en la que percepciones, afectos, conceptualizaciones, instintos y regulaciones se aglutinan y entremezclan. Tales superposiciones crean lo que llamamos estados de ánimo, sentimientos, vivencias o experiencias cotidianas, traumas o epifanías, vivencias en las cuales lo orgánico, lo afectivo y lo intelectual resultan prácticamente inseparables.

Michel de Certeau señala en una entrevista publicada bajo el título «Historias de cuerpos»:

El cuerpo es algo mítico, en el sentido de que el mito es un discurso no experimental que autoriza y reglamenta unas prácticas. Lo que forma el cuerpo es una simbolización sociohistórica característica de cada grupo. Hay un cuerpo griego, un cuerpo indio, un cuerpo occidental moderno (habría todavía muchas subdivisiones). No son idénticos. Tampoco son estables, pues hay lentas mutaciones de un símbolo al otro. Cada uno de ellos puede definirse como un teatro de operaciones: dividido de acuerdo con los marcos de referencia de una sociedad, provee un escenario de las acciones que esta sociedad privilegia: maneras de mantenerse, hablar, bañarse, hacer el amor, etcétera. Otras acciones son toleradas, pero se consideran marginales. Otras más están incluso prohibidas o resultan desconocidas. (Vigarello, 1982)

De Certeau compara, en este aspecto, cuerpo y lenguaje, señalando que tal multiplicidad es la que hace al cuerpo, como a la lengua, algo intrínsecamente evanescente, «huidizo y diseminado», al mismo tiempo que reglamentado por las culturas. El cuerpo y la lengua admiten tanto un uso convencional como un uso poético, que eleva las propiedades de cada uno a un nivel de expresividad mayor, que se escapa de lo contingente. De Certeau ve en estas operaciones una alquimia histórica que «transforma lo físico en social».

La experiencia del cuerpo en Occidente tiene una de sus claves, como señala el historiador francés, en la presencia / ausencia del cuerpo icónico de Cristo, en su tumba vacía, hueco que se ha ido llenando con doctrinas, sacramentos, Iglesias, es decir, cuerpos simbólicos que con la primacía de la razón han sido sustituidos por elementos de la historia científica, política y social. El cuerpo se fragmenta y rearma de múltiples maneras, creando cuerpos nuevos, ficciones, simulacros, siempre de alguna manera referidos al primer cuerpo ausente. De ahí la imagen antropomórfica del poder de Leviatán, en el que múltiples cuerpos ilustran el cuerpo político del Estado moderno, dominado por las pasiones. El pueblo tiene un cuerpo múltiple, multitudinario, que solo podemos descomponer a efectos del análisis, en un ejercicio de individuación que no llega a esconder el hecho de que todo cuerpo busca a sus otros, sin los cuales no puede definirse ni con acciones ni con palabras.

El cuerpo despliega múltiples rostros al conocimiento. La «verdad del cuerpo» se aloja en sus dobleces y en sus avatares, en sus formas mediáticas, en sus disecciones, en sus revestimientos, en sus acoplamientos y en sus máscaras. La tarea del arte y de la ciencia, de la política, la economía, la antropología y el entretenimiento ha sido la de interpretar sus indicios. Las huellas y los códigos hablan un lenguaje cifrado, a través del cual el cuerpo da a conocer sus grados de conciencia, sus impresiones, sus afectos, sus traumas y deseos. Es un lenguaje de gritos y susurros, negociaciones, cálculos y disfraces. La tarea de la crítica es observar las teatralizaciones del cuerpo, su constante protagonismo y sus metamorfosis, sus formas de decir y de callar, de agresión y de defensa, de hacerse presente, de ausentarse, y siempre regresar, como cuerpo o como fantasma.

1 Es importante recordar que estos avances, que se atribuyen a las últimas décadas y se consideran parte del panorama de la Posmodernidad, vienen de mucho antes. Se sabe que Descartes sentía fascinación por la maquinización (automatons) que circulaba desde la Antigüedad y que era parte del dominio público en su época. El término robot (del checo «trabajo aburrido») se acuña en los años veinte del siglo pasado, pero no sería hasta 1954 que el primer robot de aplicación industrial se fabricaría, pasando así de la mecanización a la automatización. De la misma manera, el ADN (ácido desoxirribonucleico) fue descubierto en 1869. Sin embargo, no fue sino hasta 1953 que James D. Watson y Francis H. C. Crick anunciaron que habían llegado a formular la estructura de doble hélice de la molécula de ADN que contiene los genes humanos. Esta estructura permitiría la aplicación de los estudios genéticos a campos tan fundamentales y dispares como los estudios prenatales para la detección de enfermedades, la modificación genética de alimentos, el análisis forense, el tratamiento de enfermedades, entre otras, el sida, etc.

2EL CUERPO EN LA HISTORIA

Puede decirse que el cuerpo ha seguido en la historia un proceso de revelación y des(en)cubrimiento, inseparable de los cambios históricos. Desde la subyugación colonialista hasta los avatares de la Modernidad y la globalización, se ha mantenido, sin embargo, la compartimentación socio-racial, la discriminación de género y las jerarquías de clase, aunque las estrategias de exclusión e invisibilización de sectores sociales implementadas por los poderes dominantes han ido cambiando. Casi todas las formas de fragmentación social y de distribución de privilegios comienzan y terminan en el cuerpo, cuyos rasgos son interpretados como elementos de identificación y como barruntos de verdades ocultas sobre aquello que la apariencia corporal, al mismo tiempo, revela y oculta. Rasgos fisonómicos, texturas y colores corporales son interpretados como marcas de carácter cultural o educativo, y como señales que indican preferencia sexual o pertenencia de clase. En algunos casos, son vistos como signos que revelan creencias o nacionalidad, que delatan la edad y el estado de salud, que sugieren autoridad, locura, marginalidad o beligerancia política. El cuerpo nos delata, entonces, con particularidades que se encuentran adheridas a la piel y a la fisonomía y que la cultura dominante tiende a manipular, minimizar o hipertrofiar, según los casos. Podría hacerse la historia de la interpretación de estos indicios y de lo que la sociedad ha hecho con ellos. Pero estos análisis son insuficientes y engañosos, porque esas formas de recorte social no son autónomas, sino que se encuentran estrechamente relacionadas con condiciones económicas, políticas y culturales y con desarrollos diacrónicos que determinan la conciencia social y sus procesamientos cotidianos.

Interesa indicar, en este sentido, que la percepción misma, como acto cognitivo, va variando históricamente, del mismo modo en que la experiencia y la interpretación responden a valores y métodos que se van transformando. El cuerpo va inscribiéndose en la historia en relación directa con los cambios que se registran en las convenciones sociales, las costumbres y las formas de vida. Estas condiciones rigen la formación de identidades y subjetividades, los valores y formas de intervención sobre los cuerpos, tanto en la esfera pública como en la privada. La inscripción social de la corporalidad, su visibilidad y su apreciación, responde a los procesos a partir de los cuales las economías articulan productividad y fuerza física, necesidad y trabajo. A partir de las condiciones materiales se administran recursos y consumo y se estima el valor variable tanto de los cuerpos como de las mercancías, y de los cuerpos como mercancía.

Se sabe que el cuerpo comenzó a ser objeto de estudios anatómicos ya desde el siglo III a. C., cuando se inician análisis orgánicos sobre cadáveres de animales y de seres humanos para investigar su interior. La fascinación con el cuerpo tuvo un momento de esplendor en la cultura griega, en la que la corporalidad era no solo objeto de curiosidad y trabajo científico, sino de admiración estética e interés erótico, como atestiguan las artes visuales y los estudios del período. El culto a la belleza, la preocupación por reproducir detalles físicos que pudieran captar la perfección del cuerpo humano y animal, la representación de la relación entre los organismos vivos y las reacciones que expresan deseo sexual, miedo, ira y otros afectos tanto en el nivel físico como en el emocional, produjeron algunos de los más refinados ejemplos de simbolización de lo humano en épocas tempranas de desarrollo civilizatorio.

Entre los griegos estos logros fueron acompañados por la reflexión filosófica, que se ocupó tanto de los misterios de la vitalidad humana como de la dimensión funeraria, la condición del cadáver con respecto al cuerpo viviente, la relación entre lo humano y lo divino, la temporalidad de la materia y su relación con la mente y con el sentimiento. La constitución corporal fue pensada a partir del funcionamiento de las partes, la energía vital unificaba y consolidaba los distintos componentes, otorgando significado real y simbólico a lo humano. Comienza entonces a reflexionarse sobre la relación entre las partes y el todo, entre la mente y el cuerpo, y entre la naturaleza y la cultura. Según indica Francisco González Crussí en «Una historia del cuerpo humano»:

Aristóteles comentó en su obra De Partibus Animalium (641 a, 1-5) que las partes del cadáver no pueden ser las mismas que en el ser viviente. «Ninguna parte de un cadáver —dice— por ejemplo un ojo o una mano, es en rigor tal, puesto que ya no puede ejecutar su función propia, así como le sería imposible a una flauta de una escultura, o a un médico en una pintura, ejecutar el oficio correspondiente». (González Crussí, 2003, p. 10)

Disecciones, autopsias y otro tipo de intervenciones sobre el cuerpo fueron avanzando, en muchos casos de forma clandestina, dado el carácter sagrado del cuerpo como unidad y el estigma contra el derramamiento de sangre y la ruptura de la organicidad corporal en algunos contextos culturales.

El sentido medieval de la corporeidad considera que la dimensión orgánica se encuentra supeditada a la superioridad del alma, a la que el cuerpo coloca en la frontera de virtud y pecado. La contingencia corporal no puede competir con la trascendencia del espíritu, ya que lo primero tiene la dimensión humana y lo segundo remite a lo divino. El cuerpo es el receptáculo imperfecto del alma y debe ser controlado en sus impulsos terrenales. El concepto medieval de pueblo o comunidad invisibiliza al sujeto individual y lo encierra dentro de los parámetros de la religión, representándolo preferentemente como multitud, o en grupos en los que la singularidad se subsume en lo múltiple.

El cuerpo se destaca en la Edad Media solo cuando es sacrificado (penitencias, torturas, rituales religiosos) o cuando es objeto (elemento mediador) para la experiencia mística (contemplación, raptos, autocastigos). Le Breton retoma la idea de que la noción del cuerpo en el Medievo está ligada a un «cristianismo folclorizado» en el que la doctrina religiosa se combina con creencias y prácticas populares. El cuerpo es pre-individual, se halla subsumido en la comunidad, en lo colectivo, en el grupo o en el sector social o cultural que le corresponde según las formas de organización social en que se encuentra, de modo que la dimensión corporal no funciona como el límite entre el yo y la otredad, sino como el punto de contacto e identificación dentro de una totalidad que contiene a los cuerpos en el nivel material y espiritual. En este período predomina la dimensión simbólica del cuerpo, la cual, partiendo de la Trinidad, la comunión, el cuerpo encarnado de Cristo y la resurrección, interpreta la materialidad como una forma disminuida del Ser, una encarnación o encarnadura que puede metamorfosearse para alojar el cuerpo de Cristo, como en la eucaristía. La corporalidad es el camino hacia Dios desde el mundo terrenal y el dispositivo para el perfeccionamiento del alma. En este sentido, el cuerpo es una referencia constante al milagro de la creación, la futilidad de la vida y la mortalidad de la carne.

En el Renacimiento se operan cambios con respecto a las formas de concebir el cuerpo y de representarlo, consistentes esencialmente en pensar el cuerpo como unidad individual, a partir de una perspectiva temporal y diacrónica. El cuerpo es visto como organismo que atraviesa períodos y modificaciones a lo largo del lapso vital. A partir de los siglos XV y XVI la investigación revelará la dimensión funcional del organismo humano, su singular materialidad, sus constantes, sus ritmos y posibilidades de relación con el medio ambiente, la naturaleza y la comunidad. El pensamiento científico y humanístico abrirá múltiples ángulos para acceder al estudio de las leyes que rigen el de­senvolvimiento humano, tanto en su dimensión orgánica, anatómica, como en lo relativo a la racionalidad, la intelectualidad y los afectos. El arte pictórico enfatiza el detalle realista, la captación de la variedad de exteriores e interiores y la multiplicidad de sentimientos que se manifiestan en los rasgos y expresiones corporales. Como en la obra de Leonardo da Vinci y de otros artistas de la época, los estudios del cuerpo, tanto individuales como grupales, son científicos y a la par artísticos; implican investigación, diseño y cálculo de proporciones, composición y perspectiva. La dimensión estética funciona como la forma simbólica de celebración de la perfección física concebida como ideal de belleza y representación de lo divino. Poco a poco la aparición de estratos populares comienza a resaltar los rasgos más pedestres y excesivos de los individuos, utilizando el cuerpo como marca de clase, educación, poder, salud y extracción etno-racial. Correlativamente, los sectores más encumbrados de la sociedad reclaman protagonismo para sus cuerpos, sus atuendos y sus posesiones. Según Le Breton:

Ya en el siglo XVI, en las capas más formadas de la sociedad, se insinúa el cuerpo racional que prefigura las representaciones actuales, el que marca la frontera entre un individuo y otro, la clausura del sujeto. Es un cuerpo liso, moral, sin asperezas, limitado, reticente a toda transformación eventual. Un cuerpo aislado, separado de los demás, en posición de exterioridad respecto del mundo, encerrado en sí mismo. Los órganos y las funciones carnavalescas serán despreciadas poco a poco, se convertirán en objeto de pudor, se harán privadas. Las fiestas serán más ordenadas, basadas más en la separación que en la confusión. (Le Breton, 1990, p. 32)

Son frecuentes desde el Renacimiento las representaciones tanto de cuerpos desnudos como de las partes interiores del cuerpo, como si la piel hubiera desaparecido y se pudiera percibir la red de músculos, el sistema circulatorio, los órganos y el esqueleto, revelando lo oculto y dando la ilusión de una penetración profunda en el misterio de la vida. El exterior del cuerpo es abordado a través de las proporciones, se busca la exactitud de movimientos y posturas y se exploran las ideas de equilibrio. La fisicalidad es captada asimismo como el vehículo para la transmisión de estados de ánimo pasionales o contemplativos y para exponer las múltiples facetas de los cuerpos, ya sea en movimiento o en perfecto estado de serenidad.

El desnudo implica una aproximación directa a la Creación, sin las vanidades terrenales, una mostración de la obra divina, en la que se revelan la virtud y la perfección. Representada individualmente o en conjuntos humanos, la corporalidad remite al entorno que la contiene y la sustenta. Los cuerpos ocupan un primer plano, pero no están aislados, sino contenidos en composiciones que los contextualizan, como si siempre fueran parte de una escenografía destinada a marcar el lugar de la cultura y su predominio sobre lo natural, destacando a los seres humanos como elementos al mismo tiempo autónomos y relacionales.

La conceptualización y tratamiento de los cuerpos alcanza asimismo al cuerpo muerto, cuya unicidad se trata de respetar:

El cadáver no debe desmembrarse, arruinarse, dividirse, sin que se comprometan las condiciones de salvación del hombre al que encarna. Esta es una prueba, también, pero de otro orden, de que el cuerpo sigue siendo el signo del hombre. Cortar al cuerpo en pedazos es romper la integridad humana, es arriesgarse a comprometer sus posibilidades ante la perspectiva de la resurrección. El cuerpo es registro del ser (el hombre es su cuerpo, aunque sea otra cosa), todavía no ha sido reducido al registro del poseer (tener un cuerpo, eventualmente distinto de uno mismo). (Le Breton, 1990, p. 48)

El cuerpo que no se adapta a los modelos de lo que se consideraba normal o común fue en muchos períodos demonizado, rechazado o considerado marginal. Del cuerpo grotesco que deja ver deformaciones, protuberancias o mutilaciones desborda una vitalidad caótica, que debe ocultarse o entremezclarse con la multitud, volviéndose así indiscernible.

El cuerpo grotesco —dice Bajtín— no tiene una demarcación respecto del mundo, no está encerrado, terminado, ni listo, sino que se excede a sí mismo, atraviesa sus propios límites. El acento está puesto en las partes del cuerpo en que este está, o bien abierto al mundo exterior, o bien en el mundo, es decir, en los orificios, en las protuberancias, en todas las ramificaciones y excrecencias: bocas abiertas, órganos genitales, senos, falos, vientres, narices. (Le Breton, 1990, p. 35)

Desde el punto de vista filosófico, en lo que es considerado el inicio de la filosofía moderna, la obra de Descartes ocupa el lugar funda­cional, al plantear, en El discurso del método (1637) y en las Meditaciones metafísicas (1641), la problemática del conocimiento y de la existencia desde una perspectiva racionalista y a través de una deconstrucción del aparato conceptual para el cual cuerpo y alma eran una unidad indisoluble. El pensamiento constituye, en el inicio del método cartesiano, la única certeza del ser, ya que los sentidos se manifiestan como poco confiables. El pensar (cogitare) conecta directamente con la esencia misma de la existencia y revela la evidencia de la conciencia. El único recurso para alcanzar el conocimiento y la comprensión de lo humano es la deducción, que permite afirmar la existencia de mente y cuerpo como entidades ontológicamente diferentes, aunque íntimamente co­nectadas. El cuerpo es materia no pensante, mientras que la mente es el asiento del pensamiento y de la idea, es decir, de la abstracción, que nos permite concebir la existencia de Dios y captar la presencia de las ideas innatas con las que el ser humano viene al mundo. El pensamiento cartesiano se aplica asimismo a la comprensión del campo de las emociones y del modo en que la experiencia cognitiva y la afectividad se conectan y sustentan mutuamente.

El tema del cuerpo tiene en Descartes, por tanto, uno de sus momentos clave, ya que se definen en su obra parámetros para la comprensión de las relaciones entre conocimiento y acción, mente y cuerpo, sensaciones e ideas. Asimismo, Descartes manifiesta gran fascinación por los mecanismos automáticos o automatons (cons­trucciones que se mueven por medio de mecanismos o engranajes, como si lo hicieran por propia voluntad), los cuales existían desde la época de los griegos y son mencionados en las obras de Homero. En la época de Descartes era habitual el despliegue de figurines o construcciones de gran sofisticación técnica, en las que el cuerpo humano o el de animales adquiría «vida» sin alma, lo cual inspiraba en el filósofo reflexiones sobre la naturaleza misma de lo humano, las fuerzas que lo animan y la relación sujeto / objeto. De inmensa influencia en épocas posteriores, las consideraciones de Descartes sobre el cuerpo humano y los cuerpos físicos en general se proyectan en muy diversos campos. Afectan particularmente el pensamiento sobre las máquinas, que tanta influencia tendría en el capitalismo industrial y en el marxismo.

El cuerpo es visto como un accesorio de la persona, se desliza hacia el registro del poseer, deja de ser indisociable de la presencia humana. La unidad de la persona se rompe, y esta fractura designa al cuerpo como una realidad accidental, indigna del pensamiento. El hombre de Descartes es un collage en el que conviven un alma que adquiere sentido al pensar y un cuerpo, o más bien una máquina corporal, reductible solo a su extensión. (Le Breton, 1990, p. 69)

La fascinación de Descartes con la anatomía está presente en varios pasajes de sus Meditaciones, donde indica, por ejemplo, cómo construye una idea sobre su propio cuerpo a partir del cadáver, en un movimiento reflexivo que va desde la muerte hacia la vida, de lo inanimado a lo animado.

«Me consideré en primer término como teniendo un rostro, manos, brazos, y toda esta máquina compuesta de huesos y carne, tal como aparece en un cadáver y a la que designé con el nombre de cuerpo». (Descartes, segunda meditación, en Le Breton, 1990, p. 60)

El cuerpo humano vivo pierde valor ante la importancia de la observación que permite el cuerpo muerto, cuya misma forma de presencia / ausencia estimula la especulación sobre el sentido mismo de la vida, su origen, su relación con lo divino y con la temporalidad. El pensador construye su edificio racional y metafísico metódicamente, a partir de la ruina corporal, del descaecimiento de la energía vital, yendo de la anatomía a la filosofía, de la muerte a la vida, de la corporalidad al alma.

En el pensamiento del siglo XVII el cuerpo aparece como la parte menos humana del hombre, el cadáver en suspenso en el que el hombre no podría reconocerse. Este peso del cuerpo respecto de la persona es uno de los datos más significativos de la Modernidad. (Le Breton, 1990, p. 71)

¿Qué sucede, al mismo tiempo, con la relación cuerpo/poder en contextos intercivilizatorios, cuando se enfrentan concepciones diversas de lo humano que se superponen a los proyectos de dominación del Otro? Un espacio epistémico fundamental para aproximarse a esta pregunta lo proveen los escenarios del colonialismo. Cuerpos territoriales, cuerpos de agua y cuerpos aborígenes son la primera visión del Nuevo Mundo para la conciencia europea. El tema de la mirada se inaugura así, con la llegada al Otro, coincidiendo con los proyectos de apropiación colonialista de los territorios de ultramar. Va unido, por lo mismo, indisolublemente, al capital y al trabajo, a la explotación, a la invisibilización de la subjetividad y al usufructo de la diferencia. La religión despliega intrincadas estrategias para la invención de un alma que pudiera adaptarse a esos cuerpos dudosamente humanos. Para ello, doblega la fisicalidad reduciéndola a formas al mismo tiempo abstractas y materializadas de energía laboral, libidinal, tanática y sacrílega, que van constituyendo un lugarsimbólico en el cual sea posible situar una otredad que se hace asimilable para la episteme europea a través del recurso de la similitud en la diferencia.

Los procesos de otrificación por parte de la cultura europea en el contexto de la expansión religiosa no comienzan con el descubrimiento de América, sino que tenían en tierras europeas múltiples antecedentes. La lucha contra los moros en la Península Ibérica es un ejemplo claro de tales estrategias, en las que poder político, interés económico, racialización y «guerra santa» se unen en un complejo constructo ideológico de inmensas consecuencias civilizatorias.

La expresión «moros por indios» resume un programa de conquista y colonización que, visto desde esta perspectiva, constituye una etapa más en la continuidad de la dominación española, reduciendo la excepcionalidad de la conquista del Nuevo Mundo a la dimensión de una estación más en el proceso de cristianización. Alberto Sando­val analizó esta contigüidad en la concepción y representación de la otredad y en la construcción del «enemigo» designado como el antagonista en una lucha que iba cambiando su objetivo, pero a partir de similares direcciones.

Indios y moros son configurados y estereotipados como bárbaros, infieles, idólatras, herejes, agentes diabólicos, mentirosos, sospechosos e inferiores, que deben ser cristianizados, catequizados y civilizados a imagen y semejanza del imperio. Sus territorios deben ser ocupados, dominados y controlados por el sistema del poder y del saber, y por las instituciones y los agentes imperiales. Así, al moro y al indio se los sujeta sígnicamente y significantemente, se los objetiviza y se les adjudica un significado imperial que vacía su significación histórica propia. Al sujeto conquistado y subalterno se le a-signa una posición político-ideológica para sujetarlo según los valores, creencias, convenciones, percepciones, actitudes, juicios y prejuicios regularizados, articulados y codificados por la cosmovisión imperialista y sus prácticas de saqueo y expansionismo. (Sandoval, 1995, p. 541)

A partir de las interacciones entre corporalidades y culturalidades, el lugar del Otro es construido como un repositorio de diferencias equivalentes y asimilables a los imaginarios del dominador. En un proceso derrideano de diferencia y repetición, la alteridad se inscribe en lo id-éntico, se refuerza en un proceso de pliegue y de despliegue de la corporeidad y de los afectos que atraviesan compartimentaciones étnicas para constituir un espacio inestable pero cohesionado que se presta al control y al disciplinamiento. Debe seguirse el argumento desplegado por Sandoval para advertir este proceso por el cual la otredad se convierte en un tropo corporal en el que se articulan aspectos físicos, rasgos culturales, creencias y valores, aspectos que se manifiestan en representaciones visuales, crónicas, prácticas, declaraciones, creaciones literarias y fiestas populares. Asimismo, tal asimilación está presente ya en las cartas de Colón, en las que el color de la piel de los indígenas es visto por Colón a partir de la experiencia conocida de árabes y africanos:

«Dellos se pintan de prieto y dellos son de la color de los Canarios, ni negros ni blancos»; «ellos ninguno prieto salvo de la color de los canarios, ni se debe esperar otra cosa, pues está Lestegüeste con la isla del Fierro en Canaria, so una línea». (en Sandoval, 1995, p. 543)

Similar operación se realiza en las mismas cartas en referencia a los territorios y a la naturaleza del Caribe, que es comparada con las islas Canarias y con Andalucía y Córdoba, último reducto de los moros en España. Los ejemplos abundan también en el teatro evangelizador.2

La experiencia conquistadora adquiere así continuidad y coherencia dentro de la lógica del expansionismo y de la «guerra santa»: «el indio pasa a ser el moro, y su re-presentatividad imaginaria se da por sustitución metafórica y por deslices metonímicos con el moro» (Sandoval, 1995, p. 541).

Para el sujeto español y su ojo imperial, moros, turcos o indios son referentes con una misma significación y función, como lo serían los habitantes de las Filipinas donde también se propagó el espectáculo religioso de moros y cristianos por los misioneros. (Sandoval, 1995, p. 543)

Pero mientras que indígenas, negros y castas en general son asimilados ideológicamente a otredades conocidas e invisibles en su sujetidad, sus cuerpos tienen prominencia física, racial, laboral, y funcionan como personajes colectivos en los dramáticos escenarios coloniales. Si Colón conceptualiza a los pobladores de las islas caribeñas a partir de sus carencias, calificándolos como «gentes desprovistas de todo» (expresión con la que el navegante se refiere a lo que considera extrema precariedad, vacío epistémico, vulnerabilidad de los cuerpos, tabula rasa), en el imaginario barroco la masa indígena es considerada «plebe tan en extremo plebe», como indicaría Carlos de Sigüenza y Góngora. La población nativa o afrodescendiente se ve, en conjunto, como aglomeración o aglutinación inorgánica que amenaza el orden sistémico del virreinato y desestabiliza los principios que lo rigen.

La otredad, en cualquiera de sus manifestaciones, está imbuida entonces de rasgos amenazantes cuyo origen y naturaleza resultan inciertos e inclasificables. Los rasgos corporales, es decir, la materialidad de anatomías y conductas, forman parte de construcciones identitarias siempre permeadas por supuestos atributos de aptitud y carácter: tendencias a la agresividad, la lasitud, la imprevisibilidad, la traición, los comportamientos instintivos y maléficos, los rasgos demoníacos, el paganismo, la impureza, la deslealtad, la ignorancia, la superstición y la lascivia. La materialidad corporal se ve a través de una lente que hipertrofia lo distinto y lo opone al ideal de la homogeneidad sustentada en nociones colectivistas como la de súbdito o cristiano, que subsumen la singularidad.

Las transformaciones que siguen a los procesos de Reforma y Contrarreforma en el siglo XVI se corresponderán con cambios sustanciales en la concepción del cuerpo individual y del cuerpo social. En el período barroco, los encuadres espaciales son de suma importancia en la representación de los cuerpos. El escenario cortesano y el conventual se vinculan, respectivamente, al cuerpo gozoso, eminentemente visual y propenso al decorativismo, y al cuerpo sacrificial, inspirado en el martirio de Cristo y en las prácticas del ascetismo y la penitencia. Entre los ámbitos público y privado el cuerpo transita asumiendo identidades performativas, que teatralizan el lugar del sujeto, sus gestos, sus atuendos, lenguajes y discursos. Tales espacios constituyen escenarios en los que se representa la tragicomedia de la corporalidad sometida por la doctrina o liberada, transgresivamente, por los instintos.

El cuerpo místico somete la corporeidad y al mismo tiempo la proyecta fuera de sí misma al concederle un espacio simbólico de expansión y despliegue, dando lugar a representaciones en las que el espíritu parece apoderarse de la subjetividad. Los raptos místicos teatralizan una sensualidad sublimada y exacerbada por la fe, proveyendo una canalización del deseo y los sentidos en los límites mismos de la doctrina.

El cuerpo polivalente de la mujer, sometido a la oscilación entre la santidad monástica y su naturaleza demoníaca, ocupa un lugar relevante en la cultura del Barroco. Los retiros, las técnicas para domesticar al cuerpo y adiestrarlo en los rigores de la pureza corporal y espiritual, la contemplación de las heridas de Cristo y la reflexión sobre sus sacrificios van creando una delectación espiritual que ve en el dolor (en las llagas, los padecimientos y la crucifixión) un modelo a seguir, pero también un mensaje sensual en el que la carne es portadora de mensajes que involucran tanto al alma como a los sentidos, llegando a erotizar la relación con el Salvador, administrada, en muchos casos ineficaz o interesadamente, por el confesor.3

El siglo XVIII traerá, con los procesos de secularización, por un lado, la orientación racionalista que desplaza la fe y ensalza el valor de la ciencia, con lo cual el estudio objetivo del funcionamiento físico se desarrolla y adquiere relevancia social. Por otro lado, la valorización de la experiencia impulsada por la filosofía empirista de David Hume reconocerá la importancia fundamental de las percepciones y de las pasiones como elementos que guían al individuo y llegan a predominar sobre la racionalidad, dando así al cuerpo un lugar preponderante en el estudio del conocimiento sensible y de la relación entre sujeto y mundo real. En su Tratado de la naturaleza humana (1739-1740), Hume establece que lo que se siente (las impresiones) precede y rige a las ideas por la intensidad e inmediatez de la experiencia de lo que después se llamaría «el cuerpo vivido». Por ejemplo, el ardor que produce una quemadura es superior en intensidad y precisión a la idea del fuego o del calor intenso. El cuerpo le habla a la mente, guiándola en sus apreciaciones sobre las características y efectos del mundo exterior, de modo que la idea no precede a la experiencia, sino que se forma a posteriori, a partir de los datos sensoriales. Incluso la imaginación solo puede funcionar combinando elementos que remiten a lo vivido, ensamblándolos de formas originales e hibridizándolos, pues se encuentra incapacitada para crear algo de la nada, ajeno a la experiencia.

En la Crítica del Juicio (1790)Kant reflexiona sobre el ser humano como entidad en la que se combinan naturaleza y acción. Entre ambos niveles, el juicio es la capacidad de comprender las relaciones causales y vincularlas al deseo y al ámbito de la moral. Kant afirmará la alianza necesaria de los aspectos sensoriales y racionales para la captación de la belleza, por ejemplo, destacando la importancia de la vista y el oído para la adquisición de conocimiento sobre el mundo material y para la síntesis intelectual que se realiza a partir de la experiencia.

En el siglo XIX el cuerpo se convierte en objeto pedagógico y experimental en los campos de la medicina y la mecánica. Con la publicación de El origen de las especies (1859) de Darwin, no solamente se consagra una visión contundente del lugar que el ser humano ocupa entre los seres vivos, sino que se consolida la síntesis entre cuerpo y mente, entendiendo que el funcionamiento de esta depende de procesos orgánicos y que la dimensión corporal constituye una unidad que desmiente el dualismo radical característico de las corrientes de pensamiento anterior. La importancia de la materialidad física en el mismo nivel que las cualidades de la mente será desde entonces dominante.

Ya al comienzo del siglo XX, el existencialista y fenomenólogo francés Maurice Merleau-Ponty, autor de la Fenomenología de la percepción (1945), reelabora la tradición heideggeriana, pero también los conceptos de la Gestalt, impulsando cambios definitivos en las formas de conceptualización del cuerpo humano. Este filósofo habla del cuerpo encarnado, es decir, físico y material, como prerrequisito para la relación con el medio, ya que sin cuerpo no hay experiencia, «no hay mundo», con lo cual confirma la relación entre naturaleza y conciencia. Buscando aproximaciones alternativas tanto al intelectualismo como al idealismo, su filosofía se extiende a los campos de la investigación psicológica, la antropología, la lingüística y las artes. La atención al carácter empírico de la corporalidad le permite discutir la noción de que el mundo constituye algo dado que solo corresponde captar en su objetividad. Merleau-Ponty enfatiza más bien la corporeización de la experiencia que, en las etapas finales de su trabajo filosófico, particularmente en Lo visible y lo invisible (obra póstuma, 1964) se concreta en la noción de carne, con la que se refiere a la relación bidireccional que conecta el cuerpo con las cosas, es decir, con la carne de las cosas. El filósofo concibe tal relación a partir de la noción de quiasmo, término que remite a un tipo de mediación que admite la reversibilidad y la circularidad, como por ejemplo un cuerpo que se toca a sí mismo, funcionando como el que provoca y el que recibe la sensibilidad, lo cual demostraría, según el filósofo, la continuidad ontológica entre sujeto y objeto.

Al analizar los inicios del pensamiento moderno sobre el cuerpo, David Le Breton señala que, si en períodos anteriores la materia prima del ser humano es considerada la misma del cosmos y la naturaleza, el cuerpo adquiere en la Modernidad un sentido distinto, autonomizándose y revelando su singularidad.

Implica la ruptura del sujeto con los otros (una estructura social de tipo individualista), con el cosmos (las materias primas que componen el cuerpo no encuentran ninguna correspondencia en otra parte), consigo mismo (poseer un cuerpo más que ser su cuerpo). El cuerpo occidental es el lugar de la cesura, el recinto objetivo de la soberanía del ego. Es la parte indivisible del sujeto, el «factor de individuación» (Durkheim) en colectividades en las que la división social es la regla. (Le Breton, 1990, p. 8)

El tema de la raza será uno de los elementos que la Modernidad pondrá en el proscenio de las relaciones sociales, haciendo del cuerpo el elemento inocultable de una «condición» que decidía la participación en lo humano. En América Latina, con las independencias, la sociedad criolla integrará en los imaginarios republicanos la normatividad de la exclusión social, proceso en el que los cuerpos de muchos sectores serán negados y marginados de toda forma de participación y considerados disruptivos de los programas de homogeneización ciudadana. Aunque utilizado como carne de cañón en las guerras de inde­pendencia, el cuerpo subalterno —negros, indígenas, (ex)esclavos, analfabetos, delincuentes— continúa habitando los márgenes de los emergentes imaginarios nacionales.

Las normas de conducta que acompañan la instalación del liberalismo conciben el cuerpo criollo como un dispositivo regulable, que los proyectos republicanos debían canalizar hacia los objetivos de la ciudadanía: el reforzamiento de las instituciones, el centralismo paternalista del Estado y la continuidad de la colonialidad de clase, raza y género. Los estratos sociales no criollos pasaron múltiples instancias de asimilación relativa a la organización nacional, integrándose precariamente a los sistemas de producción y al funcionamiento de la sociedad. Mujeres, ancianos y discapacitados ocuparán siempre un margen invisible y estarán sometidos a relaciones de dependencia que los desvalorizan y descartan. La mujer logra formas de integración en el campo de las tareas domésticas, la asistencia médica, la educación y el cuidado de los niños, para luego comenzar a participar, a través del consumo, en los diversos frentes que abren los mercados nacionales, y en la diseminación de costumbres y productos europeos destinados a «civilizar» a la sociedad americana.

En el campo de las grandes teorías, con el advenimiento del marxismo el cuerpo se posiciona en un lugar preponderante, como principio de productividad y de potencial emancipación colectiva. Se trata no solamente del cuerpo abstracto y colectivo del proletariado, sino del cuerpo material del trabajador, que es visibilizado en su concreción física y en su funcionalidad económica y política. No es este un cuerpo pasivo, radicalmente victimizado, sino un cuerpo resistente a las condiciones materiales que le fueron impuestas, y que son pasibles de ser revertidas. El cuerpo del proletario es un cuerpo productivo y racional; es el del sujeto que se hace a sí mismo, que emerge de su propia fuerza física y política, consciente de su lugar en la sociedad y de la importancia de su trabajo. No es el sujeto meramente contemplativo que conciben otras ramas de la filosofía, ni el cuerpo del esclavo, reducido a material social utilizable y desechable, sino un cuerpo con conciencia de sí. En la sociedad, la naturaleza renace, enriquecida por el trabajo. Las imágenes de corporalidad tienen en Marx un poder removedor y un aliento emancipatorio. Ya en los Manuscritos económico-filosóficos (1844) y en El capital (1867), Marx indica que el cuerpo del obrero es, en realidad, un cuerpo colectivo en el que se realiza la alianza estrecha entre mente y fisicalidad, inteligencia y trabajo. En un proceso de exteriorización, el obrero pone la manufactura fuera del cuerpo; el fruto del trabajo, que comienza por ser individual, es también un «producto social».

El individuo no puede actuar sobre la naturaleza sin poner en acción sus músculos bajo la vigilancia de su propio cerebro. Y, así como en el sistema fisiológico colaboran y se complementan la cabeza y el brazo, en el proceso de trabajo se aúnan el trabajo mental y el trabajo manual. Más tarde, estos dos factores se divorcian hasta enfrentarse como factores antagónicos y hostiles. El producto deja de ser fruto del productor individual para convertirse en un producto social, en el producto común de un obrero colectivo. (Marx, 1867,p. 425)

Los escritos de Marx exponen elocuentemente su profunda refle­xión sobre la energía del trabajo, sobre el sudor y la sangre de los obreros, sobre la fuerza humana que se verá amenazada por la automatización y por el vampirismo del capital. La pasión expresiva y la abundancia metafórica basada en imágenes del cuerpo humano caracterizan las obras de Marx; afirman así la elocuencia de las ideas e ilustran visualmente conceptos esenciales de sus teorías.