Democratizar la democracia - Carlos Eduardo Mena Keymer - E-Book

Democratizar la democracia E-Book

Carlos Eduardo Mena Keymer

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Beschreibung

La democracia no solo recibe las asechanzas de quienes no creen en ella y procuran establecer regímenes autoritarios, también tiene enemigos íntimos. Estos se encuentran al interior de la propia democracia y tienen que ver con la carencia de una ética ciudadana, la persistencia en la sociedad de las viejas y nuevas desigualdades y las discriminaciones de todo tipo tales como las que se dan entre etnias y entre sexos: la xenofobia y el populismo. La democracia no es algo estático que está dada para siempre. Por el contrario, debe estar en permanente transformación. La democratización de la democracia implicará comprender cabalmente el autogobierno y, por tanto, avanzar de manera decidida a democracias más participativas y deliberativas. Los mini públicos, los jurados populares, los referendos electrónicos deben complementar la democracia representativa.

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Democratizar la democraciaAutor: Carlos Eduardo Mena K. Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, 56-224153208. www.editorialforja.cl [email protected] Diseño de portada: Sergio Cruz Primera edición: noviembre, 2023. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2023-A-11132 ISBN: Nº 9789563386752 eISBN: Nº 9789563386769

A la memoria de Giovanni Sartori de quien aprendí el rigor y la disciplina intelectual.

PRIMER PRÓLOGO:“DEMOCRATIZAR LA DEMOCRACIA”

A finales del siglo XX, después de la caída del muro y la recuperación de la democracia en los países del Este, sometidos hasta entonces a la Unión Soviética, la democracia se extendía y consolidaba en todo el mundo. Hasta Rusia estableció su sistema electoral democrático y China prometía a los interlocutores occidentales que negociaban su incorporación a la OMC, próximos pasos en la democratización de su vieja dictadura.

América Latina superó una segunda mitad del pasado siglo preñada de asonadas y golpes militares que trajeron represión y muerte y movimientos guerrilleros de insurrección revolucionaria. Entre la última década del pasado siglo y la primera de este, América Latina consolido sus democracias y vivió los mejores años de crecimiento económico y lucha contra la desigualdad social.

Vivíamos una expansión geopolítica de la democracia en todo el mundo y parecía que ese era el único destino político de todos los países. Parecía como si la historia ideológica de los dos últimos siglos hubiera terminado, como si la democracia se hubiera instalado en las coordenadas sociopolíticas de todos ellos y como si el futuro fueran anchas avenidas democráticas para todos los regímenes políticos en todo el mundo.

Desgraciadamente, pronto comprobamos que ese dominio ideológico de Occidente sobre el planeta no era, ni mucho menos, aceptado dócilmente por muchas culturas y por muchos líderes del mundo. Los atentados a las Torres Gemelas en 2001 fueron el inicio de una contienda terrorista brutal cuyo telón de fondo religioso integrista escondía un rotundo rechazo a la democracia y a Occidente (Europa y Estados Unidos principalmente), como sus estandartes.

Putin empezó a tejer su autocracia a través de una burda maniobra de alternancias ficticias con su vicepresidente, hasta conseguir perpetuarse como el nuevo zar de una ciudadanía sin derechos, pero abducida por un nacionalismo agresivo y una geopolítica belicosa y amenazante.

China, que estaba construyendo el país más poderoso del mundo y que había conseguido un desarrollo social extraordinario, sacando a más de seiscientos millones de seres humanos de la pobreza, abandonó pronto sus promesas democratizadoras y blindó el poder de la cúpula comunista a través de un control tecnológico exhaustivo.

Otras democracias formales fueron adquiriendo peligrosas derivas autocráticas: Turquía, India, Filipinas, Venezuela, a través de abusos de poder, control monopolístico y abusivo de los resortes del Estado y privación a la oposición de sus plenos derechos, generando así regímenes iliberales en los que la democracia quedaba seriamente secuestrada y letalmente dañada.

En todas las democracias del mundo se empezaron a observar estas peligrosas tendencias, estas tentaciones autoritarias que cuestionan los principios liberales de la democracia: la separación de poderes, las elecciones libres e iguales, los contrapoderes necesarios para balancear la democracia: libertad de prensa, libertades cívicas, sociedad civil fuerte, etc. Polonia y Hungría son buenos ejemplos de eso, en Europa, pero en todos los países democráticos del mundo tenemos manifestaciones de esas peligrosas tendencias.

Finalmente, la aparición de fuerzas políticas de ultraderecha, a veces envueltas en banderas nacionalistas y siempre populistas, han mostrado al mundo una radical incapacidad para aceptar la derrota (Estados Unidos y Brasil) y han llegado hasta el extremo de combatir violentamente el resultado electoral.

Son solo algunos de los más significativos elementos de una corriente de fondo que a lo largo de estos últimos veinte años nos ha situado en el centro de una vorágine antidemocrática imposible de intuir cuando creíamos que el futuro se llamaba democracia.

En los últimos cinco años, se han publicado múltiples ensayos analizando las causas de esta deriva y describiendo los desafíos de los estados iliberales. ¿Por qué tantas democracias transitan hacia autocracias manifiestas o disimuladas? ¿Por qué se atenúan o se limitan, o peor, desaparecen, las libertades en un estado democrático sin que los autores de esas tropelías sean sancionados por la ley o por el voto ciudadano? ¿Por qué se lesiona tan frecuentemente la separación de poderes para atribuirse la representación del pueblo en detrimento de los derechos de las minorías? ¿Por qué se violenta tan frecuentemente el principio democrático de la igualdad de los ciudadanos al margen de su orientación sexual, o de su religión, o de su raza? ¿Por qué tanta intolerancia ante el adversario y por qué tanta polarización frentista y sobre todo por qué estas estrategias destinadas a cuestionar el sistema electoral cuando se pierde, violentando el principal canon democrático: aceptar la derrota?

Este libro, que tiene el lector entre sus manos, es uno de esos ensayos, surgido de esta preocupación común en muchos de nosotros, en Europa, en Estados Unidos, en América Latina, en todo el mundo. Cada cual sometido a alguna de estas circunstancias en función de las particulares condiciones sociopolíticas de nuestros regímenes y todos seriamente alarmados por el deterioro de este marco de convivencia que creíamos indestructible y eterno.

Carlos Eduardo Mena enfrenta tan importante tarea con un título que lo dice todo sobre sus intenciones: contra la crisis de la democracia, más democracia. En sus páginas hay pedagogía conceptual: qué es y qué no es democracia. Hay precisión sobre los componentes de la democracia. Hay análisis sobre los nuevos desafíos de una sociedad digital. Y finalmente hay caminos, consejos, recomendaciones, para hacer mejor la democracia. Para hacerla más fuerte, más moderna, más actual, más democrática, en fin.

Hay algunas ideas, ya recogidas muchas de ellas en el libro, que nos ofrecen una cierta descripción de los problemas actuales de las democracias. Sin pretender agotar esa larga lista de problemas a los que nos enfrentamos, me gustaría señalar aquí, en estas breves páginas que prologan este magnífico libro, mis particulares preocupaciones al respecto.

Una de ellas es la creciente atenuación de los perfiles ideológicos de las dos grandes familias políticas e ideológicas que han atravesado la segunda mitad del siglo XX: socialdemócratas y conservadores o cristiano-demócratas, en terminología europea. Esas grandes banderas articularon políticamente la pluralidad social, de manera que la democracia servía de base para vertebrar las dos grandes opciones políticas de la época. La izquierda aglutinaba una masa social y ciudadana que tenía muy claras las aspiraciones de igualdad y protección social y la derecha expresaba una concepción de la libertad individual y de valores y aspiraciones más conservadores. Era una especie de bipartidismo imperfecto, con la suma de algún partido de centro liberal, dando juego a un desarrollo de las democracias y a una construcción social excelente: el estado del bienestar.

Pero esos perfiles se han atenuado por múltiples razones y han emergido otras banderas, nuevos problemas sociales, múltiples identidades, muchos límites a las políticas económicas propias en la globalización, etcétera, que han traído un nuevo escenario pluripartidista mucho más difuso en el que la democracia y sus reglas se desenvuelven peor, con menos claridad, sin tantos estímulos para la vertebración social y para la conquista de objetivos sociales y políticos concretos.

Digamos que las aspiraciones previas a las formulaciones del contrato social básico: democracia e igualdad, se han consolidado en regímenes democráticos regulados por el Estado de Derecho y la igualdad ha alcanzado un estado perfectible pero sólido en la llamada sociedad del bienestar y las nuevas demandas ciudadanas encuentran nuevos límites para su construcción en la sociedad global y en las limitadas soberanías nacionales. Carlos Eduardo Mena señala precisamente esta circunstancia cuando habla de la “crisis de representación” de los partidos políticos y de su función mediadora en la democracia. Papel insustituible, añado, pero muy perfectible como señala el autor.

Todo ello va unido a otro factor nada desdeñable al analizar la crisis de las democracias. La gobernanza democrática se ha hecho tan compleja como difícil, poco explicable ante la multiplicidad informativa y ante las múltiples dependencias y, sobre todo, ante la velocidad de la vida.

Joseph Nagy, el politólogo norteamericano, explicaba la velocidad del mundo actual citando la expansión de los virus: la viruela tardó tres siglos en extenderse por el planeta. El virus del sida, treinta años. Hoy, podríamos añadir, el virus del COVID, tres meses. Todo sucede a gran velocidad y todo lo que ocurre nos afecta en cualquier lugar del mundo y en muy poco tiempo. Eso hace que la gobernanza sea más compleja, más interdependiente, que haya que tomar medidas a veces inexplicables en un escenario geopolítico muy dinámico y muy cambiante. La ciudadanía no sigue, no entiende, la política se ha hecho más difícil, menos aprehensible para la gente y eso le aleja, le aparta de la democracia porque la democracia exige seguimiento, conocimiento, debate público y solo entendiendo la génesis y las razones de las decisiones políticas este debate es posible.

¿Cómo es posible que la deliberación pública sea más difícil en plena sociedad de la información, cuando recibimos millones de pulsiones informativas cada día, a través de múltiples canales informativos en las redes? La respuesta, por paradójica que pueda parecer, es clara. Precisamente por eso, porque las redes sociales se han convertido en un edificio deliberativo banal, anecdótico, sin profundidad, simplificador y polarizado y porque la proliferación informativa de las redes nos obliga a leer solo titulares y pies de foto.

Hace quince años creíamos que Internet y las redes sociales se iban a convertir en una herramienta valiosa para profundizar la democracia, para hacerla más deliberativa, más participativa, para que cada ciudadano fuera capaz de aportar sus puntos de vista sobre los múltiples temas de la gobernanza y así podríamos obtener una ciudadanía no dependiente y más poderosa. Creíamos que de esa manera el ciudadano no dependeria de grupos editoriales y de poderes mediáticos para que tuviéramos una opinión pública más libre, más autónoma, más responsable. No ha sido así. No hace falta insistir aquí en las razones de esta enorme decepción colectiva. Mucho mejor lo ha explicado el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su libro Infocracia, destacando los perniciosos efectos de la sociedad de la información en el edificio deliberativo de las democracias.

Pero no es necesario acudir a los ensayos filosóficos para comprender qué nuevos peligros amenazan a ese edificio cuando los avances tecnológicos añaden posibilidades de engaños masivos en la atribución de declaraciones o comentarios de los responsa-bles públicos o cuando se constatan maniobras de manipulación cibernética a gran escala. Poderes ocultos trabajan en la clandestinidad de grandes máquinas capaces de orientar opiniones públicas en las conversaciones de las redes.

La desconfianza en el sistema electrónico del voto brasileño fue una operación diseñada a lo largo de dos años, como estrategia de desacreditar el resultado electoral en caso de derrota de Bolsonaro. Los patéticos actos de protesta en Brasilia los primeros días de enero de 2023 se parecían demasiado al asalto al Congreso de los trumpistas en enero del 2021.

Otras manipulaciones cibernéticas se han empleado con mayor o menor éxito. Grandes decisiones democráticas influyen en la geopolítica mundial de manera decisiva, especialmente las elecciones de las grandes potencias y de los líderes y mandatarios de grandes países y a esas decisiones populares se convocan también poderes ajenos, interesados en una u otra elección. Lo vimos ya en Estados Unidos con Trump y lo seguiremos viendo desgraciadamente.

Todo lo anterior no es ajeno a la aparición con preocupante fuerza y con universal presencia de un nuevo populismo político, ligado a los sentimientos y a las ideas más reaccionarias. Esa nueva ultraderecha que se presenta como anarco en Argentina, como securitaria en El Salvador, como antimigratoria en Suecia o en Italia, como anti europea en toda Europa o como anti “casta” en todo el mundo, es en el fondo una suma aleatoria y oportunista de enfados sociales por múltiples causas, a las que ofrecen tan sencillas como falsas soluciones.

Todos los populismos son nacionalistas, primero que nada, porque su idea pequeña y antigua del mundo les ubica en las coordenadas sentimentales de lo conocido, lo propio, el rechazo a lo ajeno y a los ajenos, apropiándose de símbolos comunes y manipulando la historia para regodearse en el pasado. Añaden a eso un menú de rechazos y enfados por razones propias de cada país. Desde el rechazo a la inmigración, a la defensa de los toros o la caza, desde la manipulación de la inseguridad al odio al feminismo, desde su aversión a la igualdad de derechos, a las ayudas sociales. Siempre manipulando la ignorancia y denunciando la política, a los políticos y a los partidos como una élite privilegiada y clasista. Con todo ello desprestigian a las instituciones democráticas y a la democracia misma.

Esa suma de nacionalismo más enfado social, es una verdadera termita para las democracias. La democracia liberal, a diferencia de la democracia iliberal, no pretende imponer la verdad, la belleza o la justicia absolutas (eso es lo que pretenden los fanáticos y muchos populistas lo son), sino arreglos y acomodos entre ciudadanos diferentes en su vision del mundo.Uno de los ejemplos más significativos de esos populismos es la transformación de los llamados cinturones rojos de algunas grandes ciudades europeas: Marsella, París, Lyon, Roma, etcétera, en las que se concentraban grandes masas de votantes de izquierdas socialista y comunista, en cinturones negros con mayoría electoral de la ultraderecha por la influencia de sus doctrinas en barrios obreros.

Este cuadro, un poco pesimista, lo reconozco, aunque también provocador de reflexiones necesarias (como decía un verso de Luis Eduardo Aute “el pensamiento no puede tomar asiento”), puede aún hacerse más extenso y provocador mirando a América Latina.

¿Cómo no reconocer en nuestra mirada preocupada sobre las democracias latinoamericanas que la tradición democrática en muchos países es muy débil, que las historias democráticas de las repúblicas latinoamericanas han sido golpeadas repetidamente por golpes militares, que las luchas de insurrección germinaron años de violencia y represión y que las revoluciones que triunfaron no generaron democracias sino nuevas dictaduras? ¿Cómo no reconocer que los Estados democráticos son débiles en la prestación de servicios públicos básicos: (seguridad, educación, sanidad) e ineficaces en la gestión por la falta de recursos ante unos ingresos fiscales extremadamente bajos? ¿Cómo no reconocer que toda América Latina está atravesada por un problema de seguridad (43 de las ciudades más violentas del mundo están en América Latina) que convierte la demanda de seguridad en una exigencia primaria? ¿Cómo no recordar que el narcotráfico se ha convertido en una metástasis de las democracias en algunos países atacados por bandas criminales poderosísimas?

A todo ello hay que añadir la gran crisis que sufren los partidos políticos en América Latina, hasta el punto de que en algunos países la desaparición total del sistema de partidos ha provocado crisis institucionales de muy difícil solución. Carlos Eduardo Mena hace en esta obra una interesante y enriquecedora aportación a la crisis partidaria en América Latina.

Lo sabemos bien, los partidos son claves de bóveda en el sistema institucional democrático. Su función mediadora y representativa entre ciudadanía e instituciones es básico y algunas de las crisis políticas más dramáticas en algunos países latinoamericanos se explican por la práctica desaparición de los partidos políticos que articulaban esa función y por la incongruencia de sistemas electorales que no armonizan adecuadamente los poderes legislativos y ejecutivos especialmente en los modelos presidencialistas.

El autor ofrece una larga y sistematizada información sobre la vida interna y externa de los partidos políticos. Valga como conclusión, la necesidad de fortalecer esas estructuras, de hacerlas más democráticas, más y mejor relacionadas con la ciudadanía, mejor reguladas en el engranaje institucional y electoral. En la misma línea, la necesidad de hacer de la política una actividad mejor considerada, de aumentar su aprecio social, de estimular el interés social por sus debates, de favorecer el acceso y el ingreso en la militancia política de los ciudadanos más concienciados, y de revalorizar socialmente el ejercicio de la representación pública.

Por supuesto, eso exige mucho de los propios protagonistas, pero el combate a ese populismo antipolítico, a ese oportunismo cínico contra las élites y la casta, exige una tarea integral, incluida la educativa y unas reformas institucionales en esa dirección.

De manera que el reto democrático, los desafíos de los estados iliberales y los asaltos populistas al poder resultan en América Latina especialmente graves. Mucho más si tenemos en cuenta que está emergiendo una nueva ciudadanía que reclama a sus gobiernos lo que muchos de estos no les pueden dar. Reclama educación y sanidad universales y de calidad. Reclama seguridad en sus vidas, ya sean periodistas mexicanos, campesinos colombianos o habitantes de favelas brasileñas. Sin seguridad no hay libertad. Reclaman un poder judicial independiente, sistemas de protección social y pensiones dignas. Es una ciudadanía consciente de las enormes desigualdades de sus países y que sencillamente dice: ¡¡Basta!! Es una ciudadanía que no tolera la corrupción ni los abusos de poder, ni soporta democracias que no lo son. Quiere libertad y progreso: son los estudiantes de Santiago o de Bogotá, son millones de ciudadanos reclamando la vacuna contra la pandemia, son miles de pequeñas empresas que reclaman ayudas para no cerrar sus pequeños negocios, son las masas migrantes de Honduras y Guatemala, son los luchadores por la libertad de Managua o la población decepcionada en Caracas, son clases medias que no están dispuestas a dejar de serlo para caer de nuevo en la pobreza. También son los jóvenes cubanos que quieren libertad creativa y progreso social. Son ciudadanos globalizados por sus smartphones que han estado y están en contacto con otros ciudadanos del mundo y ven lo que tienen y se preguntan por qué ellos no.

La desconfianza es solo uno de los síntomas que muestra la debilidad de los estados y la precariedad de sus instituciones. Un informe recientemente publicado por el BID: “Confianza, la clave de la cohesión social y el crecimiento en América Latina y el Caribe”, muestra detalles reveladores a este respecto. Concretamente en el período transcurrido entre 1981 y 1985 hasta 2016-2020, la confianza generalizada o interpersonal descendió del veintidós al once por ciento en América Latina y el Caribe. Solo uno de cada diez ciudadanos cree que se puede confiar en los demás. A su vez, solo tres de cada diez ciudadanos en América Latina y el Caribe confían en su gobierno. No hacen falta demasiadas explicaciones sobre el enorme impacto que tiene en la democracia, en el crecimiento económico y en la cohesión social esta desconfianza generalizada de la población en sus instituciones y en sus conciudadanos.

Es un círculo vicioso y peligroso. La ciudadanía no confía en sus instituciones porque estas no cumplen su cometido ni los compromisos para los que les eligieron. La democracia sufre porque esa deslegitimación mina sus fundamentos. Pierde eficacia en la resolución de los problemas que sufre la ciudadanía o en la respuesta a las demandas que esta plantea. Algunos le llaman “fatiga democrática”, pero no creo que sea una definición acertada porque la fatiga evoca cansancio o agotamiento de una experiencia larga o prolongada y no es eso lo que acontece en las democracias latinoamericanas. Es más bien que estas democracias nunca llegaron a desplegarse y a ofrecer todas las ventajas de su ideario. Es más bien que el contrato social que se desprende de la democracia ha sido incumplido, insuficiente o simplemente fallido.

Este libro de Carlos Eduardo Mena viene a aportar su contribución a un debate tan necesario como imprescindible a la vista de lo que está ocurriendo en toda América Latina. Desde El Salvador a Argentina, desde México a Bolivia. En todo el mundo, pero más en América Latina, es necesario fortalecer los valores democráticos, los principios éticos de la convivencia en libertad, los derechos humanos, las fuentes y las reglas de los Estados de Derecho: la separación de poderes, hacer fuertes los contrapoderes, profundizar las libertades, prestigiar y consolidar las instituciones. En todo el mundo, pero más en América Latina es necesario que el Poder Judicial sea independiente y que el Poder Legislativo sea respetado. Fortalecer los modelos electorales y los sistemas constitucionales que aseguran la gobernabilidad y la correlación entre el Legislativo y el Ejecutivo. En todo el mundo, pero en América Latina más, es necesario que los partidos políticos y los representantes públicos hagan de la ejemplaridad y la transparencia su regla máxima de conducta personal. Que el combate a la corrupción sea consigna nacional y compromiso general. Que se eduque socialmente en los valores democráticos y que la confesionalidad recupere su imperio legal. Laicidad incluyente, que no excluye el hecho religioso, pero lo somete al imperio de la ley que emana de la voluntad popular. Educar en los valores de la igualdad ciudadana por encima de sexos, razas o creencias. Educar en la tolerancia y el pluralismo, practicar la convivencia democrática fortaleciéndola, como dice Carlos Eduardo Mena.

Esta es una larga marcha, pero no hay camino alternativo. Las alternativas a la democracia no son alternativas. Nos devuelven a tiempos de convivencia oscura y salvaje. Llevamos dos siglos largos construyendo valores y principios de civilización en los que el ser humano adquiere dignidad y libertad. La democracia es un marco de convivencia imprescindible para que esos valores sean respetados y es el marco en el que otras aspiraciones tan importantes como las anteriores, la igualdad y la justicia, puedan desarrollarse. Avanzar y perfeccionar ese marco y esos valores es el camino.

Ramón Jáuregui,

fue vicepresidente del Gobierno Vasco,

diputado en Las Cortes, ministro de Presidencia y eurodiputado.

Actualmente es presidente de la Fundación Euroamérica.

SEGUNDO PRÓLOGO:“DEMOCRATIZAR LA DEMOCRACIA: SIEMPRE MÁS DEMOCRACIA”

Democratizar la democracia: siempre más democracia es un libro sobre teoría democrática, que hace un análisis sobre los orígenes de la democracia y un examen sistemático sobre la evolución de conceptos claves como representación, participación, los procesos deliberativos, el pluralismo y los sistemas de partidos. Su autor, Carlos Eduardo Mena, hace una discusión detallada y muy solvente del debate en estas materias considerando autores clásicos y contemporáneos, pero también apelando a su experiencia política y a su participación en programas de fortalecimiento de la gobernabilidad democrática en la región.

Igualmente, se examinan fenómenos actuales que condicionan decisivamente a las democracias del siglo XXI. Aquí, se subrayan los efectos y tendencias contradictorias que la transformación digital tiene en nuestras sociedades y su capacidad para modelar los comportamientos individuales y colectivos, su impacto en el acceso a la información, la posverdad, así como las estrategias referidas a gobierno y democracia electrónica que los estados y los sistemas democráticos despliegan.

No escapa tampoco al interés del autor fenómenos como la globalización, entendida como la creciente interdependencia de las economías de todo el mundo en particular a través del comercio, los flujos financieros, la tecnología y la información que alteran el ámbito político y las estructuras socioeconómicas nacionales, limitando la capacidad de los gobiernos democráticos para tomar decisiones autónomas.

En su recorrido, hay varios puntos tratados de manera sugerente por Mena, pero especial interés tienen aquellos referidos al análisis de la gobernabilidad democrática en América Latina, la participación, la democracia deliberativa y la interdependencia de estas dimensiones con la legitimidad y eficacia del régimen democrático en América Latina y el Caribe. En estas materias sería muy interesante que, en futuras entregas del autor, se profundizara en algunas dimensiones que son examinadas aquí de manera sucinta y que, a continuación, intentaré abordar brevemente.

Se agradece que el autor, a diferencia de una perspectiva clásica de ciencia política que analiza exclusivamente variables dentro de la disciplina para entender el “déficit democrático” en la región, intente interpretar el problema desde otros marcos. Para ello, Mena no se centra en estudiar los típicos obstáculos que explicarían el déficit mencionado como producto de una limitada división y autonomía de poderes y sus competencias; un marcado corporativismo de los actores políticos y un limitado pluralismo; o, una escasa capacidad de representación y agregación de las demandas de nuestros sistemas políticos.

La tesis central de Carlos Eduardo Mena es que los sistemas democráticos en la región están marcados por “pasivos históricos” que delinean una limitada cultura democrática que no promueve la negociación para resolver los conflictos; una capacidad y despliegue infraestructural (Mann, 1986) del Estado muy débil que impide la materialización del estado de derecho y otras políticas públicas en el territorio; la creciente corrupción; y, el peso de la globalización antes anotada que reduce la capacidad de decisiones autónomas, coherentes y oportunas. El autor presenta y analiza algunos de estos factores, pero no profundiza sobre sus consecuencias con respecto al impacto sobre la legitimidad y eficacia de los gobiernos democráticos en la región y las limitaciones que impone a una mayor participación y al involucramiento en un proceso deliberativo de un amplio sector de la ciudadanía.

Me refiero a la repercusión que tiene sobre nuestras democracias existentes el que sus actores e instituciones interactúen en el marco de estructuras socioeconómicas heterogéneas que exacerban una profunda desigualdad y pobreza limitando la capacidad de participación y deliberación ciudadana. Como pone en evidencia Marshall (1965), no es fácil el ejercicio de la ciudadanía política y sus procedimientos sin una ciudadanía social y económica vigorosa. Dicho en términos de Hirschman (1995), tener voz en el debate público y capacidad de agencia es muy complicado en contextos tan desequilibrados.

Como remarca O´Donnell (2004), la democracia no anda bien en la región en parte por un Estado que se ha debilitado enormemente en estas décadas por un furor anti estatista, el crecimiento de la corrupción y el clientelismo. Ello ha producido capacidades estatales truncadas para mantener el monopolio del uso legítimo de la violencia, impotente para garantizar el estado de derecho y proveer bienes y servicios públicos dentro de sus fronteras que aseguren niveles de bienestar mínimo entre sus ciudadanos.

Esta “evaporación funcional y territorial de la dimensión pública del Estado” se expresa en la precariedad de los derechos civiles y políticos básicos para la mayoría de la población, como el acceso limitado a la justicia, la falta de protección contra la propia violencia de las fuerzas de seguridad o el desarrollo de prácticas sociales patrimonialistas en las que grupos o clanes políticos capturan los recursos públicos, en particular en la periferia de los grandes centros urbanos y económicos.

Como es fácil colegir, si la institucionalidad democrática no está asociada a políticas públicas más eficaces y a resultados económicos y sociales que respondan a las necesidades básicas de sus ciudadanos y nivelen las desigualdades, entonces la democracia en la región no podrá asegurar su reproducción a largo plazo y/o estará sometida a una permanente fragilidad. Autores clásicos en el debate sobre la democracia como Schumpeter (2010) y Dahl (1989), incluso asociados con el enfoque procedimental –la democracia como un conjunto de acuerdos institucionales para la toma de decisiones por parte de actores que compiten por el voto ciudadano– lo recalcan como requisitos indispensables.

Como se puede advertir, el libro intenta responder a los desafíos conceptuales y prácticos, clásicos y contemporáneos que la democracia presenta y no elude el hecho de que es un concepto en permanente debate.

Fabricio Franco Mayorga,

director FLACSO Chile.

INTRODUCCIÓNMÁS DEMOCRACIA SIEMPRE MÁS DEMOCRACIA

Democratizar la democracia

La democracia no es algo estático, que está dado para siempre. Por el contrario, debe estar en permanente transformación.

Un viajero británico en Estados Unidos preguntó una vez a un compañero estadounidense:

¿Cómo podéis aguantar ser gobernados por gente que no osarías invitar a cenar? A lo que el estadounidense respondió: ¿cómo podéis aguantar ser gobernados por gente que jamás os invitaría a cenar?

Este libro se propone hacer una descripción y un análisis de la democracia, como sistema político y como forma de vida, comenzando con la democracia representativa, la democracia participativa y deliberativa, la democracia entre el consenso y el conflicto, la globalización y la democracia, y las transformaciones digitales y la democracia. Este recorrido demuestra que la democracia es siempre un proceso inacabado.

En la actualidad, todo el mundo se declara demócrata, pero evidentemente no siempre ha sido así. En el siglo XIX las ideas democráticas eran combatidas forzosamente por las élites establecidas y grupos dirigentes, siendo con frecuencia objeto de burla. La democracia fue el ideal que inspiró las revoluciones americana y francesa, pero durante mucho tiempo su implantación y plena operación y plena difusión, fue limitada. Incluso algunos de los más asiduos defensores de la democracia, como el filósofo político John Stuart Mill, sostenían que era necesario colocarle restricciones.

La democracia en el mundo occidental no se desarrolló totalmente hasta el siglo XX. Antes de la Primera Guerra Mundial las mujeres solo podían votar en cuatro países: Finlandia, Noruega, Australia y Nueva Zelanda. En Suiza las mujeres no obtuvieron el voto hasta 1974. Adicionalmente, algunos países que llegaron a ser completamente democráticos sufrieron después regresiones, tales como Alemania, Italia, Austria, España y Portugal que tuvieron ciclos de regímenes autoritarios o dictaduras militares durante el período que va de la década de 1930 a 1970.

Desde mediados de los años 70 del siglo XX la cantidad de regímenes democráticos el mundo se ha doblado. Comenzaron en la Europa mediterránea, con la caída de los regímenes militares en Grecia, España y Portugal. Otro grupo de países donde también apareció la democracia en los años 80, fue en América del Sur y Central. Doce países establecieron o restablecieron un régimen democrático, incluyendo Brasil y Argentina.

La historia continúa en todos los continentes. La transición a la democracia después de 1989 en Europa del este y parte de la antigua Unión Soviética fue seguida en algunos países africanos. En Asia, la democratización se puso en marcha desde el comienzo de la década del 70 del siglo pasado en países como Corea del Sur, Taiwán, Filipinas, Bangladesh, Tailandia y Mongolia. India es un Estado democrático desde su independencia en 1947.

Dado que muchos gobiernos democráticos han acabado siendo derrocados, no es posible estar seguro de la solidez de estas transiciones democráticas.

Sin embargo, existe una paradoja de la democracia: esta se expan-de por el mundo como se ha descrito, mientras que en las democracias maduras, que el resto del mundo, en teoría, debería copiar, existe una desilusión generalizada con los procesos democráticos. Es evidente que en la mayoría de los países occidentales los niveles de confian-za en los políticos han caído en los últimos años. Vota menos gente que antes, especialmente en Estados Unidos. Los jóvenes no tienen mucho interés en la política. Entonces la pregunta que surge es: ¿por qué los ciudadanos de los países democráticos están aparentemente desilusionados con el régimen democrático, al tiempo que este se expande por el resto del mundo?

Encuestas de opinión que se realizaron en distintos países occidentales revelan datos interesantes sobre la confianza en el gobierno. En efecto, la gente ha perdido la confianza que solía tener en los políticos y los procedimientos democráticos ortodoxos. Sin embargo, no han perdido la fe en los procesos democráticos.

En estudios realizados en Estados Unidos y los principales países occidentales, más del 90 % de la población ha señalado que considera bueno el régimen democrático. Más aún, y en contra de lo que se supone, la mayoría no está perdiendo interés en la política como tal. La gente se siente más interesada en ella, lo que incluye a los estratos jóvenes que no son, como muchas veces se señala, una generación desafectada y alienada. Son críticos de las reivindicaciones de los políticos. Muchos consideran la política como un negocio corrupto en que sus líderes se preocupan de sí mismos, en lugar de tener siempre presente el bien común de los ciudadanos.

La gente joven se ocupa de cuestiones que consideran más importantes, como el cambio climático, el medio ambiente, los derechos humanos, la política familiar, el feminismo y la libertad sexual.

Para mantener activa la democracia se requiere una profundización de la propia democracia. Se necesita democratizar la democracia. Este debe ser un proceso en la actualidad, de carácter transnacional. Se requerirá una profundización de la democracia porque tal como hemos señalado, hay un cuestionamiento evidente a la democracia representativa. Esta no es capaz de procesar adecuadamente las nuevas demandas sociales producto de sociedades mucho más complejas y diversificadas. Es indispensable, por lo tanto, democratizar la democracia tanto por encima, pero también por debajo, en el nivel de la nación. En la era globalizadora se requieren respuestas globales, y esto se aplica en todos los ámbitos, también en la política democrática.

Los sistemas democráticos occidentales han engendrado redes clientelares, tráfico de influencias y corrupción. No es casualidad que hayan existido tantos escándalos de corrupción en los últimos años. Japón, Alemania, Francia y Estados Unidos, el Reino Unido, la mayoría de los países latinoamericanos...

La democratización de la democracia tendrá aspectos distintos en países diferentes, según el contexto. Pero no hay un país tan avanzado que esté exento de ella.

La democratización de la democracia implicará comprender cabalmente el autogobierno y, por tanto, avanzar de manera decidida a democracias participativas y deliberativas. Los jurados populares, los mini públicos, los referendos electrónicos, deben complementar la democracia representativa.

Los partidos políticos tienen que acostumbrarse a su articulación efectiva con los movimientos sociales. Los movimientos sociales están muchas veces a la vanguardia suscitando problemas y preguntas que no pueden ser ignorados en los círculos políticos ortodoxos, hasta que sea demasiado tarde.

La democratización de la democracia depende también del fomento de una cultura cívica sólida. Los mercados no pueden crear esa cultura, y tampoco una pluralidad de grupos de interés. No se puede seguir pensando que solo hay dos sectores en la sociedad: el Estado y el mercado, lo público y lo privado. En medio, hay una esfera de la sociedad civil que incluye a muchas instituciones no necesariamente económicas. Construir una democracia de las emociones es parte de una cultura cívica progresista. La sociedad civil es el terreno en el que deben desarrollarse las actitudes democráticas, incluida la tolerancia.

La democratización de la democracia no es solamente para las democracias maduras. Puede también ayudar a crear instituciones donde están débiles.

Los medios de comunicación no pueden quedar fuera de este proceso de democratización de la democracia, ya que tienen, en especial la televisión, una doble relación con la democracia. Por un lado con la emergencia de una sociedad global de la información, que constituye una potente fuerza democratizadora. Por otro, la televisión y los otros medios tienden a destruir el propio espacio de diálogo que se abre a través de una trivialización y personalización de las cuestiones políticas.

Los nuevos espacios ciudadanos que abren las transformaciones digitales, deben ser el núcleo central de la democratización de la democracia. Las nuevas tecnologías de la información deben contribuir significativamente a que haya más democracia.

Se sabe poco de las condiciones necesarias para obtener una democracia posible, una democracia real. Es importante señalar que detrás de una experiencia democrática pequeña, y una experiencia democrática en grande, hay un abismo.

La palabra griega demokratia se compone de demos que quiere decir pueblo y kratos que quiere decir poder. Con esto ¿estaría todo resuelto? Por supuesto que no, ¿qué es el pueblo?, Y luego ¿cómo se atribuye poder al pueblo? ¿Cómo se hace?

Desde el siglo V-IV la palabra demos ha tenido variadas interpretaciones que, como Sartori sostiene, serían por lo menos seis posibles desarrollos interpretativos del concepto: “1 pueblo como literalmente todos; 2 pueblo como pluralidad aproximada a un mayor número: los más; 3 pueblo como las clases inferiores, proletariado; 4 pueblo como totalidad orgánica e indivisible; 5 pueblo como principio de mayoría absoluta; 6 pueblo como principio de mayoría moderada”.

El concepto se complica y actualmente se aceptan las concepciones de la democracia operativa en el sentido de cómo opera la democracia. En este contexto, encontramos que el principio de la mayoría absoluta y la relativa sería importante. En el primer caso, se puede hablar de todos los derechos mientras en el segundo, del derecho de la minoría. Por tanto, el principio de la mayoría relativa se establece de esta manera: la mayoría tiene un derecho de conducir, dirigir, con respeto al derecho de la minoría. Por lo tanto, desde el punto de vista operativo, el demos es una mayoría, o absoluta o moderada La doctrina unánimemente prescribe que la democracia se debe implicar en el principio de la mayoría limitada, moderada. De otra manera no subsiste. El concepto se refiere a un criterio decisional, no a un criterio electoral. Elegir es una cosa, exigir, otra, y en el ámbito de decisión es mucho más amplio, más extenso que el de elección.

CAPÍTULO IDEMOCRACIA REPRESENTATIVA Y REPRESENTACIÓN

El concepto de representación

La representación es un término polémico que ha suscitado controversias desde su aparición. Puede tener sentidos diversos, múltiples e incluso antagónicos.

En principio es importante señalar el sentido etimológico del término. Representar, como señala Sartori, es hacer presente algo que no está presente. Es decir, volver a presentar. En este sentido, la representación se utiliza para designar en principio algo que reivindican determinados actores o sujetos a través de sus acciones. En consecuencia, el sujeto que se presenta como representante lleva a cabo, ejecuta ciertas acciones en nombre de otros, que desempeñan el papel de representados. Las acciones del representante generan consecuencias para los representados, lo que ocurrirá siempre que este tenga el reconocimiento por parte de un tercero en el sentido de que existe entre los primeros una relación de representación. Esta acepción recuerda o remite al significado etimológico, porque quien invoca la pretensión de representar a alguien o algo, en forma figurada o simbólica, lo hace presente. Es importante recalcar que se refiere a un aspecto figurado.

La representación se ha desarrollado en tres dimensiones opuestas según se la asocia a la idea de mandato o delegación, con la idea de representatividad, es decir, semejanza o similitud, o con la idea de responsabilidad. El primer significado deriva del derecho privado, por tanto caracteriza jurídicamente la doctrina jurídica de la representación. El segundo significado en cambio alude también a una representación sociológica según la cual, la representación es un hecho existencial de semejanza que trasciende toda la acción voluntaria. En el significado jurídico se habla con frecuencia de que es el representante, o su delegado o mandatario, quien da instrucciones del mandante. El significado sociológico en cambio, se refiere fundamentalmente a que alguien que es representativo de, para decir que personifica algunas características esenciales del grupo, clase o profesión de la cual proviene o pertenece y que procura representar. Este es el significado que nos permite comprender al gobierno representativo como un gobierno responsable. Es importante señalar que aunque el análisis se centra en la representación política, esta también está vinculada siempre a la representación sociológica. El vínculo entre la representación sociológica y la política se hace más evidente cuando se refiere a la sobre-representación, o a la infra-representación. Siempre se debe mantener clara la distinción entre la representación política y la representación existencial, porque de otro modo, cualquier sistema político podría reivindicarse como representativo, desde el momento que un grupo dirigente es siempre representativo de ámbitos, secciones, o grupos de la sociedad.

Imputación y representación

Es importante señalar que existen tantas maneras de acceso para ser representante, como las que pueden ser positivas por los representados. Lo que importa es la consecuencia de que la acción del representante se impute a los demás. ¿Qué significa que se le impute? Hay que destacar desde el comienzo que no hay ninguna implicancia normativa en tal imputación: aún no está presente la idea de la obligación.

¿Qué puede ser objeto de imputación? La primera respuesta consiste en lo que los representados piensen; de esta manera, las acciones de un representante pueden atribuirse a lo que opinen los representados. Una segunda posibilidad, es por lo que los representados son, y de esta manera pueden efectuarse juicios sobre los representados a partir de lo que el representante postula ser: un determinado sujeto puede dar lugar a que se le atribuye lo que son y eventualmente cómo son los representados; en tercer lugar, lo que quieren los representados. Con frecuencia para representar lo que se quiere por la preferencia de grupos, es preciso articularlo a través de una opinión. Pero no toda opinión revela estas preferencias. A veces estipula lo que sería provechoso o nocivo para que todos piensen que lo que se quiere es pertinente solo para los representados.

Existen dos características fundamentales en el fenómeno representativo: aquellos que realizan la imputación y lo que se imputa. Quienes realicen la imputación pueden a su vez dividirse de acuerdo con su capacidad de otorgar fuerza vinculatoria a dicha imputación, es decir el Estado y los particulares. El primero la otorga, por la fuerza vinculatoria de una imputación en la medida que es capaz de convertirla en mandato estatal. En cambio, los particulares otorgan una fuerza vinculatoria mínima a sus imputaciones, debido a que no están en condiciones de infundirle a estas, carácter coercitivo.

Con relación a lo que se imputa habría tres categorías: opinión que en términos operativos se traduce en demandas de acción estatal y lo que se quiere buscar, es decir, preferencias a través del imputado.

La representación política

La diferencia específica que hace que la representación sea política, no solamente se refiere a que la acción de un sujeto determinado sea imputada a los demás, sino que la acción del sujeto representante, genera una imputación vinculante apoyada por el poder estatal, es decir, por el monopolio de la violencia legítima, en términos weberianos.

Se ha planteado también una discusión adicional que tiene que ver con que si a quienes se imputan las opiniones, o demandas de acción estatal, son determinados subconjuntos de la ciudadanía o bien es toda la nación. Esta última interpretación es la que ha predominado, lo que tiene efectos importantes en el desempeño de los sistemas políticos democráticos modernos.

Cuando existe fuerza vinculatoria estatal pero esta imputa a aquellos que comparten el mismo estatus que el representante, la naturaleza de la representación se modifica. En efecto, no son las opiniones de los representados que aparecen en el ámbito de la representación, sino su mera presencia. En un caso límite, el representante podría quedar completamente silencioso y aun así conducir a decisiones vinculatorias. Comúnmente, esta modalidad de representación se asocia con grupos de estatus igual, ya sean clases o profesiones que plantean sus propósitos en cuanto asociación. Se habla, por lo tanto, de representación profesional o funcional, para designar esta clase de fenómenos.

Las diversas formas de representación que se han presentado históricamente antes del advenimiento del Estado constitucional moderno, pueden considerarse ejemplos de este tipo de representación política. Se asume que dicha representación o función es relevante para la conducción del Estado.

Existe una influencia recíproca entre la representación política y la opinión pública que puede ser poderosamente influida por esta.

La representación no solo reivindica a los representados, sino que expresa un vínculo de legitimidad entre el representante por el representado. Descansa fundamentalmente en una relación de, en la cual los representados por diversos motivos, ya sea por costumbre, apatía, miedo, intereses, tienden a reproducir sus creencias respecto al dirigente, quien a su vez permanentemente invoca una pretensión de legitimidad. En este contexto, el rasgo distintivo de la representación política consiste en que tanto el representante como los representados forman parte de una asociación política a la que genéricamente nos referimos como Estado, y las decisiones emanadas del cuerpo de representante son vinculatorias precisamente porque están sostenidas por la coacción estatal de las decisiones tomadas por el sujeto representante.

Existen asociaciones en las cuales la dominación no se apoya en la fuerza física, sino más bien en la coacción psíquica. Son las llamadas asociaciones hierocráticas en virtud del tipo de dominación que en ellas se efectúa. En este tipo de asociación el fenómeno representativo puede encontrarse dentro de sus estructuras jerárquicas. Sin embargo, hablar de la representación en el sentido de que es una consecuencia de la relación establecida dentro de la asociación hierocrática, no implica una representación política. Los mandatos de este tipo de asociaciones hierocráticas impactan en todos aquellos que deciden formar parte de dicha asociación, y los reconocen legítimos en tanto norman su conducta individual. Al igual que las asociaciones empresariales, la vinculación y la legitimidad del discurso del dirigente hierocrático no afecta a todos los habitantes de un territorio estatal, ni ostenta el monopolio de la coacción física.

Representación y responsabilidad

Esta perspectiva tiene por objeto corregir teorías o ejemplos de representación que, como ocurre con la perspectiva de la autorización, otorgan al representante autoridad y nuevos derechos sin establecer obligaciones o controles sobre él. De esta forma, los teóricos de la responsabilidad afirman que muy por el contrario la representación genuina existe solo allí donde existen tales controles, la responsabilidad ante el representado.

Pero el interés real de los teóricos de la responsabilidad se plantea en los controles o la responsabilidad de rendir cuentas que estos imponen al representante. Estos son meramente un recurso, un medio para conseguir sus propósitos que es una cierta clase de comportamiento por parte del representante concordante con este. La finalidad de hacer que rinda cuentas después de actuar, es hacerle actuar de una determinada manera. Se le hace responsable con el sujeto que puede llegar a ser responsable; es decir sensible a las necesidades y demandas de los demás, a las obligaciones inherentes a su posición. Es precisamente esto, lo que los teóricos echan de menos a la perspectiva de la autorización y lo que se pretende suplir con esta definición. Sin embargo, la definición que proponen forma parte de la autorización porque es imposible hablar solo de obligaciones inherentes a la posición de un representante.

En tanto que un grupo define un representante como aquel que ha sido elegido o autorizado, el otro grupo lo define como alguien que está sujeto a elección y a responsabilidad. Ninguno de los dos puede decir nada sobre lo que ocurre durante la representación, cómo debería actuar un representante, o lo que se espera que tiene que hacer. Tampoco tiene sentido en los términos que lo plantean definiciones formalistas, como las que proponen la perspectiva de la responsabilidad y de la autorización.

Cada una de estas formas de representación apunta más allá de sí mismas. Con todo, sin embargo, no pueden constituir todo el argumento sobre la representación. Ambas perspectivas tienen limitaciones. Las dos son significativas solo si asumimos que la representación es actividad, y que tanto el representante como el representado son personas. Pero también, de vez en cuando, los hombres representan un interés o una causa o alguna abstracción.

Representación proporcional

Los principales rasgos o características de esta perspectiva se desarrollan de un modo más claro en los defensores de la representación proporcional. Se puede señalar que el principio fundamental de la representación proporcional es el intento de asegurar una asamblea representativa que refleje con mayor o menor exactitud matemática las variadas divisiones o separaciones del electorado. Los proporcionalistas sostienen que el poder legislativo debe ser la expresión lo más exacta posible del país. Debe corresponderse en su composición con la comunidad, debe ser una especie de “compendio” de la totalidad, puesto que lo que se desea es obtener un reflejo de la opinión general de la nación.

Los proporcionalistas se interesan también por lo que hace el poder legislativo. Se preocupan precisamente de él, porque confían en que él determine sus actividades. La función principal del Poder Legislativo en este contexto, es reflejar la opinión popular, que a menudo, señalan, contrasta entre esta función dialogante de la Asamblea Legislativa con la función de actuar que atribuyen al Poder Ejecutivo. Se señala que los legislativos no deben gobernar porque no están capacitados para la acción política. Su tarea más bien es debatir, dialogar, criticar la acción del gobierno. En lugar de gobernar deben vigilar y controlar al gobierno y de alguna manera dar publicidad a sus actos. Por ello es que deben reflejar todas las opiniones e intereses de sus representados de manera precisa, para que todas las opiniones y críticas salgan a la luz.

Los proporcionalistas, por lo tanto, tienden a distinguir entre representación por un lado y la actividad de gobierno que incluye la confección de leyes en la toma de decisiones, por otro. Muchas veces argumentan que si bien las decisiones deben ser adoptadas siguiendo el criterio de la mayoría, las minorías tienen un derecho de representación, un derecho a ser oídas en el legislativo. De esta manera, la representación sería una cosa y gobernar otra distinta. “El derecho de representación” no debe ser confundido con el derecho de decisión. El criterio de la mayoría es aplicable como un instrumento de acción, pero no como un instrumento de representación.

Las críticas a este enfoque se centran en señalar que el objetivo por lograr el reflejo en la composición del legislativo, les impide ver la importancia de sus actividades de gobierno. Agregan que no han advertido que la representación proporcional puede hacer que estas actividades de gobierno sean imposibles. Las críticas se orientan hacia el hecho de que el sistema proporcional tiende a atomizar la opinión, multiplica los grupos políticos, e incrementa las facciones que, en muchas ocasiones, impiden la formación de mayorías estables y por lo tanto dificultan que el ejecutivo gobierne.

Los proporcionalistas asegurarían una adecuada representación, pero a costa de debilitar al gobierno, mientras que el sistema mayoritario garantiza un gobierno adecuado, pero solo al precio de negar o afectar, una representación adecuada.

Los críticos sostienen que un legislativo, además de tener funciones representativas, debe también apoyar a un gobierno estable. F. A. Hermens, que quizás sea el crítico de los proporcionalistas más importante, argumenta contra ellos preguntándose si “el objeto de los órganos representativos” es representar. Argumenta en cambio que “los parlamentos se han convertido fundamentalmente en agentes de la constitución y control del gobierno; los podríamos denominar los agentes intermediarios de los gobiernos.

Es evidente que la representación de conformidad con lo que se ha señalado por los teóricos de la autorización, no debe ser definida en términos de semejanza, reflejo o correspondencias precisas. Para Hobbes el concepto está íntimamente ligado a la acción del gobierno para saber que aún una asamblea en la cual todos los miembros tengan poder de veto, no es en absoluto representativa porque podría ser paralizada e incapacitada para actuar, es decir, para representar. Antes que nada un representante debe ser capaz de realizar una acción eficaz.

Al igual que la definición de la autorización que por sí misma es plausible y tentadora, es una definición que podríamos formular si entendemos la representación desde una cierta orientación y con las precauciones adecuadas. Al igual que la definición de la autorización, esta no es falsa sino más bien, es una verdad parcial o una parte de la verdad acerca de lo que significa “representación”.

El énfasis que los proporcionalistas ponen en la exactitud de la correspondencia, hace aparecer que la representación sea una cuestión de precisión. Esta sería la razón por lo que los artífices de la constitución americana suponían que “el retrato es tanto más excelente cuanto mayor es el parecido. Lo que se necesita para lograr una representación no es la exactitud en la descripción de algo visible, sino simplemente la descripción de algo visible, con la intención de describir.

Representar como actividad

Representar requiere, como actividad, ofrecer información sobre los representados. Ser un buen representante significa dar una información precisa, donde no hay información que ofrecer, aunque debe existir un representante para “toda opinión que valga la pena”, y el número de representantes por cada opinión particular es esencialmente relevante. “Si la representación significa presentar un punto de vista, un portavoz es tan bueno como diez. Ya no es una correspondencia de características lo que importa tanto. Como la presentación de una información precisa”.

Representar no es solamente un “suplir” algo ausente en virtud de una semejanza, sin una especie de actividad. Se trata de una teoría muy diferente de la actuación general en nombre de otro de que hablan los teóricos formalistas; no es cosa de mediación, de estar autorizado para vincular a otros, de actuar con una posterior responsabilidad ante otros. No es un actuar por, sino un otorgar información sobre un hacer, representaciones acerca de algo; por consiguiente, no precisa ni de autorización ni de responsabilidad.

Por otro lado, la representación descriptiva puede aplicarse a la esfera política. Algunos autores, mostrándose de acuerdo con que la Asamblea Legislativa es como una gran agencia que toma decisiones activas, que gobiernan en el sentido más amplio, sostienen que sus actividades no suponen representación. La representación, en este contexto, implica una correspondencia precisa con la Nación, una réplica perfecta, de manera que se puedan justificar las acciones del legislativo, como “lo que la nación habría hecho”. La representación puede ser vista como una precisa correspondencia entre el legislativo y la nación; y no solo con propósitos de información; sino para asegurar que el legislativo hace lo que el pueblo mismo habría hecho si hubiese actuado directamente. De esta forma, la representación requiere que llegue a ser un modo de justificar el gobierno de muchos, por parte de unos pocos, es decir una justificación para la democracia representativa. Todo lo que el legislativo hace debiera ser lo que la nación entera habría hecho si hubiera estado en su lugar. De esta manera, nadie tendrá razón o motivo alguno de queja. Una copia lo suficientemente parecida al original, puede ser sustituida por el original sin provocar ninguna diferencia.

Esta especie de justificación para los representantes que sustituyen a todo el pueblo guarda relación con una ideología democrática, conforme a la cual la democracia directa es el sistema ideal de gobierno y la representación una mera segunda mejor aproximación. Se señala de manera ideal que todo hombre tiene derecho a gobernarse a sí mismo, al autogobierno, o al menos participar en las decisiones que afectan a sus intereses. En una pequeña comunidad, esto puede conseguirse a través de una acción democrática directa; las decisiones políticas pueden alcanzarse en una asamblea de todo el pueblo. Pero, por el tamaño y la complejidad y extensión del Estado moderno, se hace imposible el ideal, y por lo tanto, la representación se perfila como la mejor aproximación a ese ideal, como un modo de permitir a cada hombre participar en las decisiones que afectan sus intereses.

En política, la representación entendida como “sustitución” por medio de la semejanza, como la copia de un original, es siempre una cuestión referida a cuáles son las características políticamente relevantes que deben ser reproducidas. En un sentido general, es evidente que las características políticamente significativas, varían con el tiempo y el lugar, y que las doctrinas que se desarrollan en torno a ellas varían también. La historia del gobierno representativo, y la expansión del sufragio, reflejan bien las cambiantes demandas en favor de la representación basada en conceptos cambiantes, por sobre aquellos rasgos políticamente relevantes, que debían ser representados.

Es cierto, que la representación ha nacido históricamente, precisamente del seno de una pertenencia. Los miembros de las corporaciones medievales se sentían representados no porque eligiesen a sus mandatarios, sino porque los mandatarios “se pertenecían”. Como ha señalado con precisión Grosnell, el latín impresonare se usaba en las corporaciones en el sentido en que lo usamos nosotros actualmente cuando decimos representar. Es decir, poseer las características de alguien o de algo ha sido siempre, una connotación de la palabra representación. Cuando en la actualidad se vuelve a requerir una representación ordenada y expresada según criterios profesionales o de intereses, el fundamento de esta instancia está ciertamente en el principio de pertenencia. En consecuencia, es totalmente verosímil que una persona se sienta mejor representada cuando el representante es un alter ego, alguien como él, alguien que actúa como él actuaría, porque es existencial o profesionalmente igual a él. El hecho es que se puede muy bien plantear la hipótesis de un parlamento que sea perfecto reflejo de similitudes de extracción y que sin embargo, no reciba de hecho las demandas de la sociedad que refleja. Esto se explica por qué responder responsablemente tiene, al menos en la democracia, prioridad sobre las semejanzas.

No obstante, el planteamiento puede replantearse manteniendo que si la representatividad no es, por sí misma, una condición suficiente, sigue siendo una condición necesaria. La dificultad se genera porque mientras que en una sintonía se intuye fácilmente una relación unívoca, de uno a uno, esto no sucede en una relación de muchos con uno, sobre todo, cuando los muchos son, en concreto, decenas, centenares o miles.

En el ámbito de la representación política, en democracia llegamos por tanto a un dilema: sacrificar la responsabilidad por la representatividad, o bien sacrificar la representatividad a la responsabilidad. Esta noción requiere un análisis más preciso de la idea de responsabilidad.

Representación y responsabilidad

La idea de responsabilidad tiene al menos dos aspectos: a) la responsabilidad personal hacia alguien, es decir la obligación del representante de responder al titular de la relación; b