Desafíos entre fe y cultura - Paul O'Callaghan - E-Book

Desafíos entre fe y cultura E-Book

Paul O'Callaghan

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La cultura moderna es extensa y sofisticada, gigante en sus conocimientos y fuerte en su antropología, y muestra una sorprendente adaptabilidad y apertura para absorber, aclarar y unir. Sin embargo, en la actualidad se presenta a menudo separada de la fe que le dio vida, y sin la cual no es posible sobrevivir: se vuelve así frágil, cada vez más incapaz de adaptarse y unir. En la práctica, muchos aspectos de la cultura y de la vida pública sufren de racionalismo, individualismo, desigualdad, discordia e ingratitud. Tratamos de vivir aislados de nuestros semejantes, incapaces de reconocer el mundo y la vida que disfrutamos como regalos de Dios. El autor muestra cómo la cultura desafía a la fe, exigiendo de ella respuestas razonables; y cómo la fe desafía a la cultura actual, denunciando su fragilidad y planteando a su vez nuevas e interesantes preguntas.

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PAUL O’CALLAGHAN

DESAFÍOS ENTRE FE Y CULTURA

Dos hermanos de sangre en la dinámica de la modernidad

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Faith Challenges Culture

© 2021 by Lexington Books, un sello de The Rowman & Littlefield

Publishing Group, Inc.

© 2023 de la traducción de Andrea Fernández Cueto

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6615-0

ISBN (edición digital): 978-84-321-6616-7

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6617-4

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

Introducción

1. Los términos

1. Cultura

2. Fe

3. Cultura y fe

4. Desafío

5. Modernidad

6. Un desafío en dos direcciones

Sección I La fe desafía a la cultura

2. La fe desafía a la cultura: ética y antropología bíblica

1. La dignidad de cada hombre y la igualdad de los hombres

2. Libertad, elección, responsabilidad y conciencia humanas

3. La santidad de la vida humana

4. Una cultura de rectitud y culpa

5. La matriz fundamental de la sociedad: matrimonio y familia

6. El carácter de alianza de la sociedad

7. La Fuente del poder humano

8. ¿Qué ha sido de las ‘aportaciones’ antropológicas de la Biblia?

3. Cómo la fe desafió a la cultura

1. La revelación cristiana y el conocimiento filosófico

2. Otros agentes en el proceso de formación de la cultura

3. Situando las raíces del Humanismo moderno en la Edad Media

4. La cualidad positiva de la modernidad

5. ¿La revelación cristiana se encuentra en la raíz de la antropología moderna?

6. La revelación cristiana como savia viva que anima perennemente a las culturas

7. Conclusión

Sección II La cultura desafía a la fe

4. Cómo la cultura desafía a la fe (I): El significado de la racionalidad

1. En busca de un punto de encuentro entre fe y razón

2. Una narrativa sobre la relación entre fe y razón

3. ¿Es posible recuperar un sentido cristiano de la razón?

4. Conclusión: ¿Cómo consolidar un cristianismo verdaderamente racional?

5. Cómo la cultura desafía la fe (II): Libertad e individualismo

1. La génesis de la libertad humana

2. La ambivalencia de la noción moderna de libertad

3. Libertad y receptividad

4. La alegría y la paz de la libertad interior

5. En resumen

6. Cómo la cultura desafía a la fe (III): Igualdad y solidaridad

1. El carácter social del hombre

2. Hacia una comprensión de la igualdad humana

3. La contribución de la fe cristiana a la concientización sobre la igualdad humana

4. Nuestro conocimiento de la igualdad humana: ¿de fe o de razón?

5. ¿Por qué se encuentra la desigualdad entre los hombres?

6. Dar y recibir

7. Conclusión: Cómo comprender la igualdad humana

7. Cómo la cultura desafía a la fe (IV): Conquista y gratitud

1. Dios como fuente de todo bien y generosidad

2. Una historia de la gratitud

3. Redescubriendo la verdadera gratitud

4. Conclusión

8. Ampliando la noción de la gratitud mediante una integración del conservadurismo y el liberalismo progresista

1. El temperamento ‘conservador’ y ‘liberal’

2. La compleja dinámica del conservador y el liberal

3. Los temperamentos conservador y liberal en la política, la sociedad y la economía

4. ¿Los creyentes cristianos deben ser conservadores o liberales?

5. La integración teológica y espiritual de los temperamentos conservador y liberal

6. Purificando e integrando el impulso conservador y liberal de la vida humana

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Notas

Introducción

Cuatro conceptos sobresalen de entre las corrientes culturales que influyen en profundidad la vida de tantas personas en la actualidad. Los llamo racionalidad, libertad, igualdad y conquista. En primer lugar, la racionalidad. Nos gusta creer que entendemos las cosas, que sabemos lo que sucede; estamos convencidos de que el conocimiento debe ser accesible, claro y verdadero. La racionalidad casi parece ser nuestro derecho, nuestra heredad. Algunos irían al extremo de afirmar que homo est Deus, que los hombres son seres semejantes a Dios (o los que lo sustituyen), que comprenden a la perfección lo que pasa en sus vidas y en las de los demás, y que, por consiguiente, pueden planear y controlar su futuro. El siguiente concepto es la libertad, nuestro libre albedrío, profundamente valorado, ya que creemos que mientras actuemos con libertad, actuaremos de manera adecuada e incluso ética. O eso parecería. Aspiramos a ser libres, independientes, autocreadores. Después, en tercer lugar, está la igualdad. Suponemos —sin cuestionarnos por el momento por qué— que todos los hombres son iguales, que comparten la misma dignidad. Y nos indignamos cuando esto no se reconoce, cuando prevalecen la discriminación y el racismo. Por último, en cuarto lugar, está la conquista. Damos por sentado que tenemos derecho a lo que podemos obtener, a lo que está a nuestro alcance: es nuestro y no le pertenece a nadie más; ya sea que se trate de hijos, o propiedades, o el viaje al espacio, o la comunicación telemática instantánea con el otro lado del mundo… Vemos el universo que nos rodea como un terreno de conquista, de logros, de éxitos.

Lo que nos es menos evidente es que estos valores tan profundamente enraizados en nuestra sociedad se derivan, en última instancia, de convicciones antropológicas que vienen de lejos: de Atenas, de Roma, de Jerusalén. Son convicciones que se han consolidado durante un período de casi tres milenios. Debido a que esos valores se han convertido el algo ‘culturalmente evidente’, nos sentimos justificados al ignorar su genealogía u origen. Ese es un error grave. No solo significa que estamos ignorando lo que Chesterton llamó ‘la democracia de los muertos’, sino también que los valores en cuestión fácilmente se descomponen, se deterioran y mueren. Los creyentes, por supuesto, aceptan estos valores, pero también reconocen la necesidad de trazar su linaje, sus raíces, su origen. En más de una forma, usando una frase mundialmente conocida de Marshall McLuhan, ‘el medio es el mensaje’.

Este libro pretende mapear el desarrollo de estos valores en una variedad de tiempos y épocas. Primero, en el contexto de la filosofía griega durante los cinco siglos precedentes a Cristo. Después, en los orígenes bíblicos de las etapas tempranas del cristianismo y su desarrollo a lo largo del período patrístico y durante la Edad Media. Finalmente, examinaremos el período moderno, los últimos cinco siglos aproximadamente, en los que la síntesis bíblica y filosófica de los dos milenios previos toma vida propia, como cuando los hijos dejan el hogar que los crio y luchan por ser ellos mismos con independencia de sus padres y familia. Los valores y la antropología que derivan, en última instancia, de la fe y vida cristianas y de la reflexión filosófica, en el período moderno buscan una especie de estructura autosustentada que ya no necesite de la fe y la gracia. Por fin, la humanidad está emancipada y ya no requiere la presencia y el poder de Dios, de Jesucristo hecho presente en la Iglesia. De hecho, para muchas personas Dios o no existe o se ha vuelto irrelevante. Los valores que surgieron de una reflexión exigente y extendida sobre la fe en la vida de los hombres se desconectaron de la savia viva que les dio vida en primer lugar. Se transformaron en una serie de convicciones culturales independientes y libres, por lo menos en Occidente.

El texto se compone de dos secciones. La primera, en tres capítulos, describe cómo —a lo largo de la historia— la fe desafía a la cultura, la informa y le da vida. También mapea lo que sucede cuando la fe vivida se desconecta del mundo de la cultura, y los valores que la fe inspiró se comienzan a colapsar. La segunda sección pretende, en cuatro capítulos, identificar cómo la cultura desafía a la fe. Los cuatro capítulos tratan sobre las corrientes culturales antes mencionadas: racionalidad, libertad, igualdad y conquista. En cada capítulo hemos examinado cómo las corrientes en cuestión necesitan del complemento vital de la fe y de la gracia cristianas para no marchitarse, morir y desaparecer. Como veremos, la racionalidad se torna racionalista si no está informada por la fe; la libertad se vuelve arbitraria y estéril si no es comprendida como la recepción inteligente, voluntaria y amorosa de un don recibido de otro; se habla de la igualdad humana en el contexto imposible de la interacción de inequidades, el dar y recibir que compone la vida social; y la conquista se vuelve violenta y antihumana fuera de un contexto de agradecimiento… En primer lugar, agradecimiento a las otras personas y, en segundo lugar, a Dios, a quien debemos el sumo agradecimiento, adoración y alabanza.

Con la idea de comprender mejor la noción de reconocimiento y agradecimiento, concluiremos con un capítulo final (el octavo), considerando la fuerza y la ambivalencia cultural de la tensión entre el espíritu conservador y el liberal. Intentaremos integrar los dos espíritus o temperamentos en una síntesis cristiana superior.

1. Los términos

Son cuatro los conceptos que componen el título de este libro, ninguno de los cuales debe tomarse a la ligera: cultura, fe, desafío… y modernidad. Vamos a considerarlos uno por uno.

1. Cultura

La cultura es como el aire que respiramos. El aire puede ser saludable o insalubre, pesado o ligero, fresco o cálido, fragrante o maloliente. Sea como sea, en general, es invisible. Y aun así influye decisivamente en nuestra vida. Sin él, moriríamos. Además, la cultura, como el aire que respiramos, puede contener elementos de todo tipo: positivos y negativos, buenos y malos. Podemos no ser conscientes de ella, pero determina nuestra existencia de muchas maneras, nos lleva a un lado u otro, facilita un comportamiento u otro, expresa una actitud u otra. El hecho es que vivimos de la cultura, nos alimenta, nos guía, nos lleva, posibilita la comunicación, regula comportamientos; la transmitimos a otras personas, a otras generaciones, a través de palabras, gestos, acciones, leyes, reglas. En palabras de Roy D’Andrade, la cultura consiste en «reglas que se dice que son implícitas pues la gente común no puede decirte qué son»1. Por consiguiente, aunque es inherentemente eficaz y profundamente comunicativa, la cultura en general es decididamente ambivalente. Expresa y comunica nuestra identidad y la de las personas con quienes interactuamos; de hecho, puede decirse que una cultura compartida es precisamente lo que hace posible un ‘nosotros’ humano. Por ello, según Jesse Prinz, la cultura es inseparablemente tanto contenido como mediación2, contenido mediado y mediación de contenido.

En 1871, el antropólogo Edward B. Tylor describió a la cultura como «el todo complejo que incluye conocimiento, creencia, arte, ley, comportamiento moral, costumbre y cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad»3. Sin duda se trata de una descripción amplia que incluye toda la realidad, toda, es decir, excepto un elemento importante: la naturaleza. Así que Melville Herskovits tiene razón al describir la cultura simplemente como «la parte del medio ambiente hecha por el hombre»4. Podríamos decir que, mientras que los hombres encuentran a la naturaleza como algo dado, con todo su fuerza y lógica, a la cultura la crean. La cultura —y no la naturaleza— es lo que distingue a los hombres de otros seres vivos y sintientes. A. R. Radcliffe-Brown concluye que «no puede haber una ciencia de la cultura. Puedes estudiar a la cultura solo como un personaje de un sistema social»5. Como lo afirma D’Andrade, la cultura es «la herencia de formas aprendidas de sentir, de pensar y de comportarse que resuelve los requisitos del ajuste social mutuo»6.

Si bien la distinción entre naturaleza y cultura es razonable, también es cierto que la cultura se refiere al hombre en su totalidad, y esto incluye cuatro elementos enraizados en la ‘naturaleza humana’: lo social, lo corporal, lo temporal y la capacidad de autodeterminación de los hombres. Vamos a analizarlos uno por uno.

Primero, como ya hemos visto, la cultura no se refiere a los hombres por sí solos, como entidades distintas, individuales e independientes, sino al hombre junto con los demás, ya que la cultura es «el comportamiento total, compartido y aprendido de una sociedad o subgrupo»7, en palabras de Margaret Mead. Y para Prinz, la cultura es «algo ampliamente compartido por los miembros de un grupo social y compartido en virtud de la pertenencia a ese grupo»8. Asimismo, Dan Sperber la define como las «representaciones públicas ampliamente distribuidas y mentalmente duraderas que habitan en un grupo social determinado»9. En un tono menos serio, podemos decir, junto con T. S. Elliot, que la cultura es «aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida»10. La cultura es esencialmente una realidad social compartida, aunque no necesariamente compartida por todos los miembros de la sociedad. Por ello nos referimos a ‘culturas’ en plural, ya que las culturas se refieren a la pertenencia a grupos sociales específicos.

En segundo lugar, la cultura tampoco se refiere a los hombres exclusivamente con respecto a su interioridad espiritual, ya que «la cultura es una unidad bien organizada, dividida en dos aspectos fundamentales: un conjunto de artefactos y un sistema de costumbres»11, citando a Bronislaw Malinowski. Sin duda, la cultura influye sobre el corazón y la mente; de hecho, se deriva de ambos. Pero también opera a la inversa, ya que la cultura deja su huella —de manera decisiva— en el mundo externo, corporal y material que los hombres comparten con otros seres: artefactos, sistemas legales, obras de arte y todo lo demás. En otras palabras, la cultura tiene manifestaciones materiales claras y tangibles. La existencia de museos es un indicio de ello.

Tercero, la cultura no está fijada para siempre desde tiempos inmemorables, ya que evoluciona, se desarrolla y cambia en contenido e influencia de una generación a la siguiente, de un período de tiempo a otro. La cultura, en palabras de Clifford Geertz, «denota un esquema históricamente transmitido de significados representados en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas por medios con los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida»12.

Al mismo tiempo, la cultura está siempre marcada por lo que se podría denominar ‘inercia cultural’. Los modos de pensar, de hacer o de juzgar no cambian de la noche a la mañana, sino a lo largo un período de tiempo más o menos extendido, a menudo de manera compleja e impredecible, bajo la presión de expresiones culturales alternativas.

En efecto, la cultura se presenta como un conjunto de textos o artefactos ya existentes que necesitan ser descritos e interpretados. Los estudiosos de la cultura, particularmente los ‘antropólogos culturales’, emplean sus mejores esfuerzos en hacer eso. La cultura adopta un perfil, contiene reglas que son actuales e influyentes; presiona, limita y guía el comportamiento en cada aspecto de la vida. Así, Boyd y Richerson describen a la cultura como una «información capaz de afectar el comportamiento de los individuos, que adquieren de otros miembros de su especie, mediante la enseñanza, la imitación y otras formas de transmisión social»13.

Sin embargo —y este es el cuarto punto—, la cultura no es solo una realidad que hay que explicar, que está ahí, inmóvil, intocable e irreprochable, porque los hombres no solo la reciben y son influidos por ella, sino que contribuyen a construirla libremente y a transmitirla a otros. En efecto, la cultura es construida o edificada inteligente y libremente por los hombres. Es el resultado de la libre acción y colaboración humana14, el fruto de la vida humana.

2. Fe

La fe es, por supuesto, un concepto central para el judaísmo y el cristianismo y en toda la teología15. En el uso general, el término denota confianza, creencia o confidencia —ya sea dirigida a la realidad, a otras personas o, en última instancia, a lo divino— en lo que dicen, en lo que ordenan, en lo que inspiran16. La fe siempre apunta hacia alguien o algo. Pero la posibilidad misma de que haya ‘fe’, por supuesto, plantea en primer lugar la cuestión de la confiabilidad de la realidad o de la persona en quien se cree. La fe en alguien o en algo indigno de ella está, por definición, mal dirigida. Además, cuando creemos en alguien (o en algo) aceptamos su identidad —declarada o percibida— como digna de confianza. En otras palabras, la dinámica y el contenido de la fe están determinadas más por su objeto (qué o en quién creemos) que por el sujeto (aquel que cree). Es decir, creer en alguien digno de confianza se llama fe; creer sin más en cualquier cosa o persona se suele llamar credulidad. Cuando creemos en alguien, hay que tener buenas razones para hacerlo, ya que creemos en ellos por ser de una determinada manera y no de otra. No es suficiente simplemente decir ‘soy creyente’ o ‘soy del tipo de persona que cree’, como si, a partir de esa afirmación pudiéramos creer de cualquier modo. Siempre hay un algo y un alguien que determina nuestra creencia, alguien (o algo) en quien (o en lo que) creemos.

En el contexto de la religión cristiana, es claro que todo el perfil y la dinámica de la fe en la que establecemos y vivimos nuestra relación con Dios está determinada, a nivel más profundo, por el mismo Dios en quien creemos: Padre, Hijo y Espíritu Santo, el Señor, Creador del universo y Salvador de la humanidad, quien se nos ha revelado. Si Dios no existiese, no habría lugar para la fe religiosa. No habría nada (ni nadie) en qué creer en modo definitivo. El ateísmo, por definición, excluye la fe sencillamente porque excluye a Dios. Podría haber algún remanente de ‘creencia en el hombre’, o una romántica ‘fe en la humanidad’, pero tendría poco peso.

Sin embargo, si nuestra comprensión de quién es Dios fuera distinta de lo que el cristianismo dice que es (tal es el caso del judaísmo y especialmente de islam), entonces la ‘fe’ tal como es, asumiría un perfil correspondientemente distinto. La ‘sumisión’ (islam) a Alá, la aceptación de la palabra divina revelada a través de Mahoma, no es lo mismo que la ‘fe’ en el Padre de Jesucristo, porque está de por medio una comprensión diferente —no Trinitaria— de Dios. Por poner otro ejemplo: si existiera una pluralidad de divinidades de un tipo u otro pero fueran consideradas o bien benévolas y cercanas, o bien codiciosas, avaras y envidiosas (como en las religiones paganas o politeístas), entonces sería, en última instancia imposible confiar en lo divino y la ‘fe’ sería, en el mejor de los casos, genérica o calculadora y, en el peor de ellos, estaría vacía. En tal caso, los hombres no se relacionarían con lo divino a través de la fe, sino quizás por medio de ‘colaboraciones’ o ‘negociaciones’, dejando siempre la puerta abierta parta la aparición de otras nuevas divinidades.

En resumidas cuentas, los cristianos dicen que la fe es posible y significativa porque Dios es fundamentalmente ‘confiable’. En efecto, uno de los atributos clave que la Biblia aplica a Dios es que es ‘fiel’… y la fe de las creaturas es posible en primer lugar porque Dios es fiel —en sus acciones y palabras— a la alianza que estableció con los hombres; y es además todopoderoso, bueno y misericordioso. Y en el Nuevo Testamento la misma noción se confirma y se extiende por medio de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo: Dios se revela como el Amor omnipotente y paternal, y por ello es digno de una fe sin reservas17. Además, la paternidad de Dios pone un sello y garantía especiales a su fidelidad; de hecho, sabemos bien que los padres son instintivamente fieles a sus hijos. Claro que, si Dios no fuera fiel, nuestra fe simplemente menguaría, se desplomaría y moriría.

Dicho con otras palabras, la fe no es en estricto sentido nuestra contribución a la vida religiosa, aun cuando podemos experimentar la fe y confianza en Dios en el fondo de nuestro corazón como una profunda convicción personal. Ni es ‘nuestra’ actitud confiada hacia una realidad amorfa y última, una confianza que bien podríamos dirigir hacia algo o alguien a nuestro antojo. Sería más exacto afirmar que la fe es la respuesta propia y adecuada del hombre ante un Dios fiel, amoroso y trino que se les revela, que infunde la luz de su vida en sus corazones, que los llama a la intimidad con Él. Así, no tiene sentido hablar de ‘fes’ en plural: solo hay una ‘fe’ pues solo hay un Dios. Si Dios fuese distinto, entonces nuestra respuesta a Él sería otra. Claro que hay diferentes religiones pues Dios nos creó como seres religiosos, «a su imagen y semejanza» (Gen 1, 27) y nuestra inclinación hacia Dios —profundamente enraizada en nuestra alma— podría expresarse de formas distintas. Pero solo hay una fe porque solo hay un Dios que releva su vida a los hombres. La fe está ‘dentro’ de nosotros, pero no es ‘de’ nosotros, sino de Dios. En su carta a los Efesios, Pablo dice que hay «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4, 5). Y Gregorio Magno lo dice así: «Si la fe no es una, no es fe»18.

3. Cultura y fe

¿Cómo se relacionan entonces el mundo de la fe y el de la cultura? ¿Cómo interactúan entre sí? El asunto saldrá con frecuencia en las siguientes páginas, pero es necesario hacer dos observaciones.

Antes que nada, los términos ‘fe’ y ‘cultura’, en el sentido moderno y cristiano, estaban totalmente ausentes en el léxico y visión del mundo antiguo.

Los griegos hablaban de la fe (pistis) en un contexto religioso, pero le daban poca importancia, más o menos según la naturaleza sin peso de las divinidades a quienes podría estar dirigida19. Los gnósticos en el siglo ii consideraban a la fe como el destino de los hombres inferiores —los creyentes— mientras que los hombres superiores —los espirituales— disfrutaban de la gnosis, es decir, del conocimiento puro derivado directamente de la divinidad, que prescindía de la fe destinada para los cristianos de segunda clase, los creyentes20. Fides —la palabra latina para fe— era significativa para los romanos en un contexto legal, pero está prácticamente ausente en el religioso21. Se puede decir lo mismo del complemento de la fe, la esperanza (elpis)22. En tiempos antiguos, muchos consideraban que el futuro dependía del destino y era, por lo tanto, poco más que una réplica del pasado. El cosmos y el universo se estructuran en términos del llamado ‘retorno eterno’23: la misma realidad regresa una y otra vez. Así que, en general, ni la fe ni la esperanza tienen una importancia particular en el mundo antiguo. Pero ciertamente la tienen para los cristianos.

Nuestro término ‘cultura’ deriva del latín cultura, que en la antigüedad se refería al cultivo o cuidado principalmente del suelo. Solo desde el siglo xvi se aplicó el término al cultivo de la mente y sus facultades, o de modales y del comportamiento humano. Antes de los tiempos modernos, claro está, existía la cultura, pero se le prestó poca o nula atención al nivel del pensamiento reflejo. Tal como lo usamos hoy en día, es claramente un concepto moderno. Queda claro que la noción se desarrolló y se consolidó ya que los hombres comenzaron a verse verdaderamente como agentes de su propia vida y, de manera indirecta, de la de los demás y de la sociedad en general.

De acuerdo con Romano Guardini24, el pensamiento moderno está estructurado en torno a tres magnitudes: la naturaleza, el sujeto y la cultura. La naturaleza, lo que nos encontramos o lo que nos es dado, es transformado por el sujeto humano —personal y colectivamente— y esto es lo que, a su vez, da lugar a la cultura. Sin embargo, a partir del Renacimiento, el sujeto humano se percibía siempre más como superior a la naturaleza y autónomo con respecto a ella. El contexto próximo fue una antropología platónica que distinguía claramente entre cuerpo (naturaleza) y alma (sujeto). Pongamos un ejemplo de este proceso. El filósofo del siglo xvii René Descartes, distinguía entre la res cogitans —la parte pensante del hombre— y la res extensa —el cuerpo humano, el mundo material—. Ambos dominios se conectan, pero la primera domina a la segunda: el sujeto está por encima de la naturaleza. Como resultado, la cultura —que es, como vimos, un producto del sujeto humano— es vista como superior a la naturaleza y, en última instancia, ocupa su lugar, haciéndola menos relevante. La consecuencia es, por supuesto, que las leyes de la cultura terminan prevaleciendo sobre las leyes de la naturaleza y, eventualmente, las remplaza.

Cada vez más, en siglos recientes, podemos ver que la reflexión ética hace referencia a la naturaleza en un nivel meramente material, pero a la cultura en uno formal; esta posición se puede encontrar en los escritos de Kant25 y culmina a lo largo del siglo xx, por ejemplo, en los escritos del filósofo Michael Foucault26. Nos dice que los hombres están destinados a transformar el mundo siguiendo libremente cada deseo y fantasía, haciendo de lado las agobiantes restricciones de la naturaleza material. En el mejor de los casos, la naturaleza corporal y cósmica nos ofrece la ‘materia prima’ de nuestro actuar, el contexto vivo, pero los hombres son los que deben determinar el significado, la consistencia y la finalidad de las cosas: a través de la cultura los hombres se vuelven, en cierto sentido, ‘creadores’ del mundo. Ignorar así a la naturaleza puede, por supuesto, tener serias repercusiones en el área de la ecología.

De la anterior discusión resulta una conclusión interesante. Quizá podemos explicarlo en los siguientes términos: la ‘fe’ es significativa porque Dios es Dios, y la ‘cultura’ es posible porque los hombres no son solo una parte de la naturaleza, sino que son inherentemente tanto libres como sociales. Ambas, fe y cultura, tendrían significados y perfiles muy distintos si Dios o el hombre no fueran como son. En otras palabras, las mismas nociones de fe y cultura están determinadas críticamente —en su contenido e interacciones— por la teología y la antropología, por quién y qué son Dios y el hombre. No son categorías primarias sino derivadas, profundamente dependientes de Dios y de la antropología. Es más: son categorías de raíz cristiana.

Una segunda observación: tanto la fe como la cultura implican dos elementos inseparables entre sí: transmisión y contenido. Ambas son recibidas, asimiladas y transmitidas de una generación a la siguiente, de un grupo a otro, de una persona a otra. De hecho, la fe se transmite muchas veces como cultura (esto sucede en sociedades predominantemente cristianas) y la cultura se transmite sobre la base de la fe (entendida en un sentido amplio, como confianza). Además, ambos tienen un contenido temático, una visión, una doctrina, una intuición, un modus operandi, un estilo, que necesita interpretación y comprensión. En otras palabras, la fe que brota de la revelación divina y la cultura que brota del espíritu humano invariablemente se buscan, interactúan mutuamente, como dos corrientes vivas.

El papa Juan Pablo II habló —como es bien sabido— de la necesidad de proveer una «síntesis entre cultura y fe», la cual «no es solo una exigencia de la cultura, sino también de la fe… Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida»27. Y en otro lugar dice que «la cultura misma tiene una capacidad intrínseca de recibir la revelación divina»28. En otras palabras, así como la cultura ‘acude’ a la fe y es enriquecida, informada y transformada por ella, así la fe se sostiene y adquiere un perfil visible y comunicable por medio de la cultura. Todos estamos convencidos de que, en términos generales, las culturas particulares deben ser respetadas pues surgen del corazón humano y son, en última instancia, lo que posibilita la comunicación humana. Aun así, las culturas no son realidades fijas o ideales ya que pueden ser enriquecidas, engrandecidas, integradas… y desafiadas. Por eso podemos hablar de una fe (pues solo hay un Dios) pero muchas culturas (porque hay muchos hombres y, por lo tanto, muchas sociedades y muchas épocas).

4. Desafío

La idea de la interacción entre la fe y la cultura nos lleva a considerar el tercer término, ‘desafío’, que literalmente significa acusar, objetar, incluso disputar, reprender, retar, hacer frente. De hecho, las raíces de la palabra ‘desafío’ en inglés, challenge —del francés antiguo—, se encuentran en el término latino calumniari, calumniar, es decir, no solo acusar u objetar, sino acusar falsamente, malinterpretar29. Sin embargo, según nuestra comprensión moderna y actual de la dinámica de la cultura, el progreso y el cambio, el término ‘desafío’ se considera mayormente de forma muy positiva. Tal como ‘fe’ y ‘cultura’, es un término distintivamente cristiano y moderno. Se nos dice que las personas, las culturas, las tradiciones, los estilos de vida y las religiones deben ser desafiadas, no solo confirmadas de manera conservadora o transmitidas literalmente. Hay que hacerles afrontar su potencial, sus errores, sus responsabilidades, incluso podríamos decir, su vocación.

No obstante, debe quedar claro que el cambio semántico moderno que incluye el término ‘desafío’ aparece en el contexto de una antropología claramente nueva, en la que la verdad sobre el hombre no está completamente disponible o establecida en el presente de sus vidas —aquí y ahora— sino más bien por delante de ellos, llamándolos, instándolos a mejorar, a crecer, a sobrepasar sus logros actuales30. En otras palabras, el término ‘desafiar’ puede volverse significativo y positivo debido a una antropología en la que la cultura, el cambio y la historia juegan un papel esencial en nuestra visión del mundo. Si el mundo como lo conocemos fuese simplemente inmutable, bloqueado y destinado a ser fijo por siempre, entonces la fe sería arbitraria o ‘fideísta’, la cultura se identificaría con la naturaleza y el ‘desafío’ constituiría una forma de reto estéril y destructivo. En pocas palabras, sin una teología y antropología específicas, no tiene sentido hablar de fe, cultura y desafío. En realidad, la teología y la antropología vienen primero, mientras que la fe, la cultura y el desafío son derivados.

5. Modernidad

En cuarto y último lugar, está la modernidad, un período de tiempo que comenzó después de la Edad Media y alcanza hasta nuestros días. Claro está que el ‘posmodernismo’ ha dejado su huella en décadas recientes, como explican los estudiosos de filosofía, pero el mundo en que vivimos, en especial el llamado mundo occidental, se considera frecuentemente como ‘moderno’. Quizá podríamos decir que la modernidad está marcada de dos maneras: (1) por una antropología elevada y sofisticada que influye en la vida de innumerables formas, así como por una visión empobrecida de la divinidad que había dado ímpetu a la vida, al pensamiento y a las instituciones por muchos siglos; y (2) por un énfasis particular en la razón y una menor atención a la fe. En resumen, está marcada por una ética autónoma y una fe sentimental. Charles Taylor, en su obra de 2007 La era secular, reflexionó ampliamente en el hecho de que hace cinco siglos, nadie negaba ni la existencia ni la actividad de Dios pero, en contraste, hoy en día muchas personas ya no creen en Dios o actúan como si Dios no existiese. Se ha convertido en un nuevo hecho aceptado por la cultura. Por supuesto que nos tenemos que preguntar cómo y por qué sucedió esto: ¿cuáles son las dinámicas culturales de la modernidad?

6. Un desafío en dos direcciones

Los creyentes cristianos viven en medio de un mundo —un mundo caído— al que desean cambiar, elevar y purificar bajo el poder de Dios en Cristo31. Su tarea fundamental es vanguardista, progresista, llena de esperanza y con visión de futuro, incluso, podríamos decir, escatológica. Pero la revelación y la gracia cristianas no pasan por encima del mundo tal como lo conocemos, de las vidas, sueños y proyectos de sus habitantes, de sus tradiciones y civilizaciones consolidadas a lo largo de los siglos. Después de todo, el cristianismo es escatológico más no apocalíptico32. La diferencia es importante. El Evangelio nos dice que Cristo vino a «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10); «no ha venido a juzgar al mundo sino a salvar al mundo» (Jn 12, 47). La revelación y la gracia cristianas están destinadas a penetrar el corazón de los hombres, renovándolos y purificándolos. Su fuerza desafiante no debe ser destructivo ni brutal. De hecho, como señaló Tom Holland en su reciente libro Dominion33, los cristianos vinieron a dejar su huella en el mundo, a ‘dominar’ y transformar la cultura, precisamente a través de la presencia perseverante de la compasión, del amor misericordioso. El mensaje cristiano, más aún, la Iglesia en su misión evangelizadora, debe ser desafiante, y no acomodaticio