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Raúl Zibechi

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Beschreibung

Crítico de la cultura política heredada de Occidente, Raúl Zibechi expone la diferencia radical entre la cosmovisión americana y la occidental, encontrando en ello un conjunto de lecciones para las prácticas emancipatorias y los movimientos antisistémicos, en tanto "es necesario apartarse de lo hegemónico para construir algo diferente".   Es una interpelación a la descolonización del pensamiento, lo que implica adentrarnos a esa cosmovisión cuyo ritmo, movimiento y dirección difiere no solo del progreso capitalista neoliberal, sino también de las clásicas tradiciones revolucionarias.   Zibechi comprende que el fundamento de experiencias emancipatorias no surge del ímpetu de cambiar el mundo, sino de crear uno nuevo. Y señala que "la creatividad, única actividad transformadora, no puede sino realizarse por fuera del sistema, en los márgenes del mundo realmente existente. En esas condiciones, lo creado puede ser realmente diferente a lo instituido. Y esa diferencia puede, quizá, modificar el equilibro del mundo. O, mejor, reequilibrar lo que el desarrollo y el capitalismo han trastocado, alterado, descompuesto".

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DESCOLONIZAR

el pensamiento crítico y las prácticas emancipatorias

A José Carlos Carballa, Pepe (1951-2018), espíritu libre, corazón de paloma

Prólogo

En los entresijos de la selva, asoma un frondoso ygary, árbol que en el imaginario mitológico päi representa el elemento vital, jasuka, del que surgen dioses y todo lo contenido en el universo. Conocido por nosotros como cedro, en el mundo guaraní es concebido como un árbol antiguo, primigenio, que proviene de un universo mudo y esencialmente botánico. Parece estático, pero lo cierto es que su genealogía remota ha oscilado al ritmo de los continentes que navegan por los océanos de la Tierra, levantando y hundiendo montañas en ciclos que crean, era tras era, nuevas realidades.

Ante lo humano, el cosmos vegetal se erige como representación de etapas tempranas de la vida. Generación tras generación, la selva permanece, guardando en su follaje la memoria del trinar de las aves, de los rugidos del jaguar, de la lírica de hombres y mujeres. Por eso, en el imaginario guaraní, el ygary es un árbol del cual fluyen las palabras-almas, brotando incesantemente como gotas de savia. Según su cosmogonía, el Primer Padre, el Absoluto, se crea a sí mismo en las tinieblas primigenias, de donde emergen las plantas de los pies, el reflejo de la divina sabiduría, junto a ojos, sonidos y oídos, las manos de ramas floridas y una excelsa coronilla de flores. Es el curso evolutivo que sigue Padre Ñamandú, que alimentándose de los productos del paraíso ingénito que le otorga el colibrí, pájaro primitivo que revolotea entre las flores, e iluminándose por la luz de su propio corazón, crea entre neblinas y llamas el lenguaje, el amor al prójimo y los himnos sagrados. Estos elementos serán depositados en un ser creado por cuatro dioses sin ombligo, encargados de otorgar el fundamento del lenguaje a sus futuros numerosos hijos, los habitantes de la Primera Tierra.1

La cosmogonía guaraní, de esta forma, descifra con claridad lo esencial del mundo, el cimiento que persiste más allá de lo pasajero, lo inmanente a nuestro devenir. El ygary, de hecho, es protegido por el dios Karaí Guasú, guardián de este árbol mítico, sui generis.

Así, alejados por abismos del paraíso primigenio, los guaraníes fijan su atención en el mundo ultraterreno, al cual se unen mediante el lenguaje, bien común de humanos y dioses, cuya máxima expresión es el canto luminoso, que junto a la danza y a la música hacen vibrar sus cuerpos, provocando cierta experiencia mística que disuelve la realidad y desnuda aquella dimensión del tiempo imperceptible en la tierra de las imperfecciones.

Su lenguaje no se articula solamente en su sentido corriente. Existen dos tipos más: uno es de sentido religioso, usado por ancianas y ancianos, mientras el otro es secreto, reservado, escasamente revelado a occidentales, y denominado por el guaraní como ñe’e pará, es decir, «palabras de nuestros padres». En ambos casos, pese a la fluctuación de las épocas —cuya antigüedad es imposible de vislumbrar—, la literatura antigua persiste gracias a una lengua dada al canto antes que a la comunicación cotidiana. Hay, como es evidente, adaptaciones a través del tiempo, tal como hubo infinitas variaciones a lo largo y ancho de la espesa selva. Aun así, en todos los casos, se concibe que la palabra posea un origen divino. Por ello, la lírica del canto luminoso es, ante todo, lenguaje que desea superar lo humano, estar próximo a los dioses y diosas, padres y madres verdaderos de la Palabra.

Dada la sencillez de su mitología, de esta múltiple noción del lenguaje resulta lo que Pierre Clastres llamó la «eclosión de un pensamiento, en el sentido occidental del término».2 Pensamiento reflexivo y, a su vez, nacimiento de una filosofía política que excluye las nociones de mando y obediencia, conservando el ejercicio de la política dentro de la sociedad, y no separado de ella. Dicho ejercicio consiste, a grandes rasgos, en que el jefe no posee el derecho a la palabra, sino el deber de esta; su función es la repetición del canto, la persistencia de la mítica lírica y, con ello, de las normas y costumbres que evitan la emergencia de relaciones de dominación. Es el mundo de la oralidad y, por lo tanto, con una comprensión radicalmente distinta del transcurrir del tiempo, respecto a nuestras sociedades, que día a día adolecen a causa del peso de la historia.

Para entender la dimensión de esta diferencia, podemos hacer el siguiente ejercicio: partiendo desde la noción básica de que la sociedad es más antigua que el ser humano y que aquello que denominamos cultura de línea humana se puede rastrear hasta hace unos tres millones de años, comprenderemos que las formas que han ido adoptando los grupos humanos se sostienen en un legado cuya trayectoria evolutiva es prácticamente insondable, pero que sabemos ya existentes en otras especies de animales. Anatómicamente, el llamado hombre moderno aparece hace cincuenta mil años,3 por lo que podemos deducir que el llamado tiempo histórico que sustenta la idea de progreso de la civilización occidental es más bien una ilusión antes que una razón de ser. Pese a toda la metafísica y la lógica que se ha construido para brindarle un sentido, el Estado, como división entre lo social y lo político, nace como un movimiento errático del lenguaje, un accidente traducido en violencia y dominación, un desliz reciente que se ha encargado de controlar la sociabilidad y eliminar la diferencia. Por esto, aquello que llamamos sucintamente naturaleza no corresponde a la imagen de lo salvaje —concepto acuñado desde la mirada civilizatoria, que se proyecta en nuestra imaginación como la flora y fauna aún intacta y sin intervención humana—, sino a una idea más amplia: naturaleza es el movimiento perpetuo que se constituye como condición ineludible de todo lo existente. Es, por decirlo de algún modo, el tiempo en tanto mecanismo que crea infinitamente el momento presente. Si el ser humano, como señala Eliseo Reclus, es la naturaleza formando conciencia de sí misma, entonces sus múltiples expresiones variarán según la concepción que adopte en torno a la idea de tiempo, es decir, de la conciencia que construya a partir de este.

El caso del mal encuentro entre el mundo europeo occidental y el americano, contando desde el año 1492, es sin duda alguna la representación más clara de esto. Cinco siglos de un proceso de colonización avasallador y sangriento, sucio y biológicamente enfermo, basado en una ilusoria noción de naturaleza que se sostiene en la relación de amos y esclavos. Al decir de Albert Camus, la historia oficial ha sido siempre la historia de los grandes criminales. Corresponde a nosotros, por ende, sentir y pensar el tiempo de otra forma, concebir la estampa del tiempo en un sentido territorial. Excavar, en otras palabras, lo que Occidente tapó tras el manto de la historia. Es el valor, por ejemplo, que podemos concebir en el conocimiento de las cosmogonías que en estas tierras emergieron y que dotaron a millones de hombres y mujeres, niños y niñas, ancianas y ancianos, del sentido de un mundo de iguales donde la felicidad se reparte equitativa y abundantemente. Es la enseñanza del viejo ygary, o, si queremos saltar hacia el océano Pacífico, es esa primera momia negra que en el 7000 a. C. fue hecha en el esplendor de la quebrada Camarones (cerca de la disputada frontera entre Perú y Chile) por la denominada cultura Chinchorro, que durante milenios momificó sin distinción social ni etaria a todos sus miembros, desde fetos a ancianos, y abandonó esta actividad entre el 1700 a. C. y el 1100 a. C., y continuó, como cultura, en diversos grupos que se dispersaron a través de la costa.

Experiencias situadas en otra idea de tiempo, contrapuestas, en el caso Chinchorro, a momificaciones artificiales posteriores, como la egipcia, reservada a cierta estirpe dominadora con afán de eternidad. Experiencias que ocurrían en estos parajes mientras en el Mediterráneo se institucionalizaba la violencia, la muerte y la esclavitud. Experiencias, no obstante, que en nuestros días se exhiben en museos, como sepultadas por la historia.

Quedan, entonces, las preguntas en suspensión: ¿cómo resistir a este apabullante paso? ¿Existe un porvenir para estas antiguas prácticas o solo queda someterse a la estructura de dominación que día a día se afianza en los espacios y en los espíritus? ¿Cuál es el presente de la antigua memoria del territorio americano? En este punto de las interrogantes, el trabajo realizado por Raúl Zibechi durante las últimas décadas es fundamental para conocer los tejidos de las resistencias indígenas ante la irrupción estatal. No muestra el afán de documentar, sino el ímpetu de quien desea aprender.

Los artículos que conforman este libro reflejan dicho gesto. Crítico de la cultura política heredada de Occidente, Zibechi expone, con base en su propia experiencia como militante y como viajero, la diferencia radical entre la cosmovisión americana y la occidental, encontrando en ello un conjunto de lecciones para las prácticas emancipatorias y los movimientos antisistémicos, en tanto «es necesario apartarse de lo hegemónico para construir algo diferente».

Es una interpelación a la descolonización del pensamiento, lo que implica adentrarnos a esa cosmovisión cuyo ritmo, movimiento y dirección difiere no solo del progreso capitalista neoliberal, sino también de las clásicas tradiciones revolucionarias. De ahí que se acuñen los conceptos de Frantz Fanon que se enfrentan entre la zona del ser —de imaginario estadocéntrico, colonial y progresista— y la zona del no-ser —ubicada abajo, carente de centro y distribuida en comunidades— para enfrentarse a una de las tantas preguntas enunciadas en estos escritos: ¿de qué sirve la revolución si el pueblo triunfante se limita a reproducir el orden colonial, una sociedad de dominantes y dominados?

Escuchando y observando, Zibechi comprende que el fundamento de experiencias emancipatorias —como la desarrollada tras el levantamiento zapatista en Chiapas— no surge del ímpetu de cambiar el mundo, sino de crear uno nuevo: mientras la primera visión es una forma de expresar la intención revolucionaria de direccionar el progreso hacia la izquierda o la derecha en una oscilación dialéctica, la segunda es dinámica y se mueve en una doble emancipación, material y subjetiva, que busca mantener la comunidad ahora, no hacia futuro, creando realidades y vivencias comunitarias autónomas, sobre todo en salud y educación, ejes esenciales del cotidiano vivir.

Por esta razón, Zibechi señala que «la creatividad, única actividad transformadora, no puede sino realizarse por fuera del sistema, en los márgenes del mundo realmente existente. En esas condiciones, lo creado puede ser realmente diferente a lo instituido. Y esa diferencia puede, quizá, modificar el equilibro del mundo. O, mejor, reequilibrar lo que el desarrollo y el capitalismo han trastocado, alterado, descompuesto». Creando siempre, no instituyendo, es decir, dispersando el poder, evitando que se acumule hasta separarse de la sociedad.

Se sabe que el lenguaje es esencial para crear realidades; ¿no hay allí un factor de vital relevancia para llevar a cabo esta tarea, para descolonizar el pensamiento? Esto puede ser visto desde distintos ángulos: uno de ellos es el valor del secreto, código que fue la condición necesaria para que el levantamiento zapatista pudiera producirse; otro supone aprehender conceptos e ideas fundamentales de la filosofía indígena, como lo es el sumak kawsay, el ‘buen vivir’.

No obstante, en las urgencias del siglo XXI, es la reconstrucción del diálogo lo que permitirá tejer lazos de autonomía y resistencia. La obra de Raúl Zibechi que se nos presenta a continuación no fue escrita para encontrar respuestas o instaurar caminos, sino para fundar el diálogo desde un punto todavía inexplorado, pese a que hemos estado situados desde siempre ahí: nuestra diferencia ante el mundo capitalista y occidental, la opresión vivida, la esclavitud y el exterminio, el saqueo perpetuado hasta el día de hoy por la forma del extractivismo que se disfraza de desarrollo y crecimiento, la violencia a la que nos han sometido las leyes del Estado, el cual solo se ha encargado de extinguir aquella sustancia milenaria que tuvo miles y variadas expresiones en el extenso continente.

El ygary que abre este manuscrito es un modo de pensarnos desde acá, y no desde allá, de abrirnos a los soles que brillaron otrora y que aún están llenos de sentido. En los colapsos que arrastra Occidente por su propia contradicción, quizás encontremos luceros para imaginar y crear otros mundos, otros tiempos, otras realidades interiores y exteriores.

Diego MELLADO GÓMEZ

1 Para la cosmogonía guaraní, me basé en el libro La literatura de los guaraníes. Introducción, selección y notas de Alfredo López Austin. Versión de textos guaraníes por León Cadogan. Ciudad de México: Editorial Joaquín Mortiz, 1965.

2 Clastres, Pierre. La palabra luminosa: mitos y cantos sagrados de los guaraníes. Buenos Aires: Ediciones del Sol, 1993, p. 14.

3 Para profundizar sobre este postulado, se recomienda la lectura del opúsculo de Marshall Sahlins La ilusión occidental de la naturaleza humana, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2011.

Agradecimientos

Este trabajo ha sido posible gracias a la reciprocidad entre muchas personas y movimientos, con los que hemos intercambiado miradas, formas de ver y caminar, sueños y pesadillas a lo largo de los últimos años. A lo largo del texto aparecen de forma nítida sus nombres y sus haceres, sus modos de vida y pensamientos. Son ellas y ellos los verdaderos protagonistas, a quienes agradecemos enormemente.

Este libro es, también, un homenaje a Pepe, con quien comenzamos a trabajar su publicación. Su tremenda ausencia no puede ser llenada con palabras, ni con gestos ni con nada, porque hay razones del corazón que solo los silencios pueden trasmitir.

Agradezco a Manuel el empeño en llevar a buen término algunos de los sueños que cobraron forma en el Ateneo Heber Nieto, con dedicación y emoción, pero a la vez con lucidez y espíritu crítico.

Agustín y Pola han compartido este andar y conocen buena parte de los haceres colectivos que aparecen en este trabajo; conocieron y compartieron tiempos y sentires con Pepe y su familia. Sin ellos, nada habría sido posible.

DESCOLONIZAR

el pensamiento crítico y las prácticas emancipatorias

Introducción

El sujeto del conocimiento histórico es la clase oprimida misma, cuando combate.

Walter BENJAMIN

También hay racismo en la izquierda, sobre todo en la que se pretende revolucionaria.

Subcomandante insurgente Marcos

Colonialismo y movimientos antisistémicos

El 17 de octubre de 1961, el Estado francés perpetró una masacre de argelinos residentes en París. Fue una masacre colonial. No hay cifras precisas, pero se estima que entre ciento cincuenta y doscientos argelinos fueron asesinados por la Policía durante una manifestación pacífica convocada por la sección francesa del Frente de Liberación Nacional (FLN), para protestar por el toque de queda que les impuso el 5 de octubre el alcalde Maurice Papon.

La de París fue una masacre comparable a la que se perpetró en la plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, y a muchas otras que sucedieron en varias regiones del mundo. Sin embargo, durante tres décadas permaneció en el olvido. Los libros publicados fueron confiscados y se prohibió la difusión de una película sobre la masacre. Para el Estado francés, hubo apenas tres muertos. La memoria de los hechos del 17 de octubre de 1961 permaneció recluida en las familias y colectivos argelinos, y en los pocos intelectuales y militantes franceses que los apoyaban. Recién en la década de 1980, y en particular después de 1991, volvió a hablarse de una de las más atroces masacres cometidas en Francia. En 1998, Papon fue condenado, no como responsable de la masacre, sino como colaborador de los nazis y por crímenes contra la humanidad durante el régimen de Vichy (1940-1944).

Estos hechos ilustran de modo transparente e inequívoco la existencia de un corte entre las personas que son reconocidas como seres humanos y aquellas a las que se les niega ese reconocimiento. Es este uno de los temas centrales que trata el pensador y revolucionario de origen martiniqués Frantz Fanon: el núcleo del colonialismo, pero también del capitalismo en su etapa actual de acumulación por despojo y guerra, que actualiza el orden colonial. El lugar de los argelinos en el mundo, tanto en la metrópolis como en su propio país, es el lugar desde donde reflexiona Fanon, quien será nuestro guía en este recorrido sobre los movimientos sociales y su relación con el colonialismo. En particular, me interesan aquellos movimientos —como los de indígenas, de afros, de campesinos y de pobladores de las periferias urbanas de América Latina— que hacen política «desde la zona del no-ser» (Grosfoguel, 2012 y 2013). La masacre de París es una excusa para adentrarnos en ese debate. Podría haber elegido otras matanzas, entre todas las que nos ofrece la historia brutal del capitalismo en América Latina, incluso las numerosas que se cometieron esos mismos años en Argelia. Elegir París, la Ciudad de la Luz, de la Comuna y de las vanguardias artísticas, nos ayuda a contrastar ambos mundos y permite echar luz sobre los modos como se sublevan los oprimidos, pero también sobre las estrecheces de la teoría crítica y de las izquierdas a la hora de incluirlos como sujetos en sus reflexiones.

Argelia fue ocupada por Francia en 1830, y anexada como departamento francés. En 1872 Francia había confiscado cinco millones de hectáreas de las mejores tierras para entregarlas a sociedades vinculadas a la guerra de conquista (entre ellas, la Société Genevoise), a colonos privilegiados, generales de carrera y «legionarios enganchados que de la noche a la mañana se transforman en terratenientes» (Goldar, 1972: 23). A comienzos de la década de 1950, veinticinco mil colonos franceses poseían 2,7 millones de hectáreas y los argelinos (unos nueve millones) tenían 7,6 millones de hectáreas. Los europeos cultivaban con tractores; los argelinos, con arados de madera.

Además de la agresión económica, se produce una agresión demográfica: desde 1830 se trasladaron a Argelia un millón de franceses, estableciéndose una relación de uno a diez, muy diferente a la registrada en otros procesos de colonización. El 8 de mayo de 1945, toda Francia festejó la capitulación de la Alemania nazi. Ese mismo día en Argelia, en la ciudad oriental de Sétif, en el departamento de Constantina, miles de personas se manifestaron pacíficamente por la independencia. Al llegar al barrio francés, un manifestante levantó una bandera argelina. Fue asesinado por un policía. En los enfrentamientos murieron ciento tres europeos y miles de argelinos. El ejército francés, la Legión Extranjera y las milicias de colonos provocaron en los días siguientes una de las más brutales masacres que se recuerdan, que se cobró entre cinco mil y veinte mil muertos, aunque algunas fuentes elevan los asesinados a más de cuarenta mil.4

La masacre convenció a los argelinos de la imposibilidad de conseguir la independencia a través de diálogos y negociaciones. Mientras se asesinaba a tiros a los niños argelinos en calles y mercados de Sétif y Guelma, «en la Francia libre, gobierna un gabinete de coalición dirigido por De Gaulle e integrado por dos comunistas (Charles Tillon y Maurice Thorez) que se apresuran a obviar el trámite nombrando una “comisión investigadora” que termina justificando a los franceses» (Goldar, 1972: 48). El racismo atravesaba, por lo menos en aquellos momentos, a todo el espectro político francés, aunque con diferentes modos e intensidades.

El 1 de noviembre de 1954, el FLN lanza la guerra por la independencia con cuarenta atentados que provocan daños materiales y siete muertos. Al año siguiente las tropas de ocupación llegan a ciento sesenta mil soldados, que crecen hasta medio millón en 1959; los combatientes, que eran apenas cuatrocientos al comenzar la guerra, llegan a cuarenta mil milicianos en 1959 (Goldar, 1972: 61). En 1955 se aprueba una ley que autoriza a los prefectos departamentales a declarar el toque de queda y a reglamentar la circulación en sus respectivas circunscripciones como respuesta al levantamiento argelino (Thénault, 2007).

Los ocho años que duró el conflicto, hasta la independencia en 1962, fueron una guerra colonial del ocupante contra todo el pueblo argelino, que apoyó masivamente al FLN. El ejército francés cometió las atrocidades propias del ocupante: asesinatos en masa, torturas, no solo a combatientes sino también a niños, internación en campos de concentración, violaciones de mujeres y niñas, entre otras. Para tener una idea de la virulencia de la guerra, el FLN informó que fueron asesinados un millón de argelinos y otro millón fueron torturados, de un total de entre nueve y diez millones de habitantes.5 Varios europeos residentes en Argelia fueron condenados a muerte por apoyar al FLN (Goldar, 1972: 96). La mayor parte de los europeos que vivían en Argelia apoyaron al ejército francés, y una pequeña parte integró la OAS (Organisation de l’Armée Secrète), grupo terrorista de extrema derecha en el que participaron militares y policías.

En Francia vivían alrededor de trescientos cincuenta mil argelinos que trabajaban como mano de obra barata para la industria, de los cuales una parte considerable apoyaba al FLN de forma clandestina, a través de colectas para la compra de armas y la ayuda a familiares de las víctimas y de los presos. En agosto de 1958, el FLN decidió abrir un segundo frente de guerra en Francia, con una campaña de atentados con bombas contra las infraestructuras petroleras y locales policiales, como forma de presionar a las autoridades francesas que llevaban una ofensiva despiadada contra los independentistas en Argelia. En setiembre, se decreta el toque de queda para los trabajadores musulmanes argelinos desde las 20.30 hasta las 5.30 (Thénault, 2008: 168). En marzo, Maurice Papon había sido nombrado prefecto de Policía de París, en un clima de exasperación de los policías, que exigían mano dura contra los argelinos. Papon había ostentado un cargo similar en Constantina, Argelia; se lo consideraba especialista en el trato duro y sin contemplaciones con los norteafricanos y fue nombrado expresamente para desarticular el FLN en París. Durante la segunda guerra mundial había sido colaborador de los nazis como secretario general en la prefectura de Gironda, instrumentando la deportación de judíos desde Burdeos hacia Alemania.6

La prefectura de Papon institucionalizó la represión y el control de los norteafricanos en París, abrió el Centro de Identificación de Vincennes, creó una fuerza policial auxiliar integrada por harkis7 e hizo permanentes redadas en los barrios de la región oeste, donde vivía la mayor parte de los inmigrantes, como Nanterre y Aubervilliers (Nordmann, 2005). Desde comienzos de 1961 se producen atentados atribuidos a la OAS contra hoteles frecuentados por argelinos, desaparecen militantes y colaboradores del FLN que luego aparecen muertos, en un clima de creciente hostilidad. Antes de la masacre del 17 de octubre se produjeron dos hechos que la antecedieron: el 2 y 3 de abril se produce un ataque de los harkis en el que resultan heridos gravemente ciento cincuenta argelinos, en el barrio Goutte d’Or del distrito 18.o, poblado por argelinos; la noche del 24 al 25 de julio, un grupo de trescientos paracaidistas atacó la parte argelina de la ciudad industrial de Metz, en el norte de Francia, provocando tres muertes.

En mayo de 1961 se abren negociaciones entre el gobierno francés y el Gobierno Provisional de la República de Argelia, brazo político del FLN, que se interrumpen en julio por desacuerdos sobre el futuro del Sahara, donde se encuentran las principales riquezas argelinas. A fines de agosto, el FLN reanuda su campaña de ataques en suelo francés, que había interrumpido durante las negociaciones. Entre el 29 de agosto y el 3 de octubre se producen treinta y tres ataques en los que mueren trece policías (Nordmann, 2005). Papon alimenta el odio policial contra los argelinos. Durante el funeral de un policía, el 2 de octubre, dijo: «Por cada golpe que recibamos, devolveremos diez» (Einaudi, 1991: 79).

Las redadas son masivas, con más de seiscientos detenidos algunas noches. El 5 de octubre se establece un nuevo toque de queda para los argelinos, ya que el de 1958 había sido desbordado, obligando a cerrar lugares de venta de bebidas, con la expresa recomendación de circular solos, ya que «los pequeños grupos corren el riesgo de parecer sospechosos a las patrullas de Policía» (Thénault, 2008: 172). El FLN decide convocar una manifestación pacífica a la vez que pone fin a los atentados en Francia. La organización local del FLN resuelve que la manifestación debe hacerse durante el día, sin armas y sin caer en provocaciones. En la tarde del 17 de octubre, entre veinte mil y treinta mil argelinos ocupan las calles del centro de París. Cuatro columnas marchan hacia el centro: serenos, dignos, vestidos con sus mejores ropas (endomingados, propuso el FLN), desafiando el toque de queda. La represión fue brutal. Hubo abundantes disparos contra la multitud, que resistió con asombrosa serenidad. Unos once mil manifestantes fueron arrestados y trasladados al Palacio de los Deportes y a cuarteles policiales, donde fueron golpeados y humillados durante cuatro días. Algunas fuentes aseguran que varias decenas fueron asesinados durante la noche en los cuarteles; en los días siguientes aparecieron cadáveres en las orillas del Sena; otros cuerpos fueron colgados de los árboles, como escarmiento (Einaudi, 1991: 82).

Hasta ahí los hechos, sumariamente recortados. El Estado aplicó censura a las publicaciones que relataron la masacre. El libro de Paulette Péju, Ratonnades à París, publicado a fines de ese mismo año por la editorial Maspero, fue secuestrado por la Policía. La misma suerte corrió la película de Jacques Panijel, Octobre à Paris, cuando fue proyectada el año siguiente.

La independencia fue reconocida el 18 de marzo de 1962, seis meses después de la masacre de París. Sin embargo, los hechos quedaron en el olvido y recién reaparecieron casi treinta años después gracias al trabajo militante del movimiento antirracista de la década de 1980. La historiadora Sylvie Thénault señala que se generó un secreto en torno a la masacre del 17 de octubre de 1961, con base en tres lógicas: el camuflaje, el olvido y la ocultación (Thénault, 2000: 72). El camuflaje proviene de la actitud del aparato estatal consistente en negar, prohibir la difusión y deformar los hechos, pese a que algunos medios habían informado en los días sucesivos con cierto detalle, aunque sin darle la importancia que merecía. El olvido, por el contrario, «se explica por la actitud de los franceses en el momento de los hechos», ya que «solo las minorías militantes reaccionaron y protestaron», incluyendo una declaración de los grandes sindicatos, un acto en la Sorbona y una manifestación convocada por el Partido Socialista a la que acudieron dos mil o tres mil personas en noviembre (Thénault, 2000: 73). Lo que no existió fue una reacción masiva, ni una corriente de opinión a favor de los argelinos.

La ocultación de los hechos sucedió de un modo más complejo. Thénault sostiene que el 17 de octubre fue borrado por la posterior «represión de Charonne»8 y que esa responsabilidad «concierne a las minorías militantes» (Thénault, 2000: 73). El 8 de febrero de 1962, tres meses después de la masacre del 17 de octubre, el Partido Comunista convocó a una manifestación contra los atentados que cometía la OAS y por el fin de la guerra de Argelia, cuando estaban a punto de firmarse los Acuerdos de Evian, que consagraban la independencia.

Desde el mes de noviembre de 1961, además de manifestaciones reclamando el fin de la guerra, se produjeron atentados de la OAS, uno de ellos contra un local del Partido Comunista, con un saldo de varios heridos. La manifestación del 8 de febrero fue convocada por los comunistas y varias centrales sindicales. Acudieron unas diez mil personas que se concentraron en cinco puntos. Cuando la multitud se dispersaba, una carga policial provocó la muerte de nueve personas, todos trabajadores y militantes franceses. El día 13, alrededor de medio millón de personas rindieron homenaje a las víctimas en el cementerio de Père Lachaise. En el acto, solo uno de los oradores hizo una referencia a la masacre del 17 de octubre (Thénault, 2000: 73). La masacre de Charonne quedó inscripta en la memoria colectiva, durante tres décadas, como la principal represión vinculada a la guerra en Argelia. En gran medida, porque las víctimas eran franceses de izquierda que contaban con partidos, sindicatos y medios de comunicación que sostuvieron la memoria. Thénault examina las razones de la ocultación de la masacre de 1961 en contraste con el vivo recuerdo de la masacre de Charonne:

La represión de Charonne evoca fácilmente una tradición de protesta y confrontación del pueblo parisino con las fuerzas del orden que lo reprime duramente. Esta tradición de la cultura política francesa se remonta a la Comuna. Más aún, la represión de Charonne despertó el orgullo porque que dio lugar a una gran manifestación de 500.000 personas.

Al contrario, la memoria del 17 de octubre culpabiliza a los franceses por dos razones: la indiferencia general que siguió a la represión es una actitud que no despierta orgullo; además, la naturaleza de la represión conecta en la memoria colectiva con otros momentos de «desgracia nacional». La analogía entre los arrestos masivos en la noche del 17 de octubre y las redadas de judíos durante la Segunda Guerra Mundial es muy común en los periódicos de la época. Es una represión pesada de asumir. También es revelador que octubre haya resurgido a través de la Segunda Guerra Mundial, con ocasión del análisis de las responsabilidades, de la culpabilidad de los franceses durante ese período. (Thénault, 2000: 74)

La memoria de la masacre de octubre resurgió en la década de 1980 desde los barrios pobres (bidonvilles) de la periferia oeste de París (Nanterre, Gennevilliers, Argenteuil), recuperada no solo por los argelinos sino por todos los norteafricanos. Eran los hijos, los vecinos y los amigos de los que sufrieron aquella represión, que treinta años después enfrentaron el crecimiento del ultraderechista Frente Nacional y pusieron en pie organizaciones antirracistas. En 1981, la situación política era muy diferente, con la llegada al gobierno del socialista François Mitterrand.

En tanto, Papon continuó su carrera política. Entre 1968 y 1983, fue alcalde de la pequeña ciudad de Saint-Amand-Montrond, diputado y ministro del Presupuesto en el gobierno de Raymond Barre. Recién en 1983 fue acusado de crímenes contra la humanidad, y aunque finalmente fue condenado como colaborador nazi, nunca fue acusado por la masacre del 17 de octubre. Nunca hubo condenas por asesinar argelinos.

Con los años, decenas de libros, letras de canciones, reportajes de prensa, estudios académicos y muchos pronunciamientos de movimientos y personalidades recuerdan aquella masacre. El 17 de octubre de 2001 el alcalde socialista de París, Bertrand Delanoë, colocó una placa en el puente Saint Michel, a orillas del Sena, «a la memoria de los muchos argelinos que murieron durante la sangrienta represión de la manifestación pacífica del 17 de octubre de 1961».9

Esta historia no termina ahí. El toque de queda fue decretado nuevamente el 8 de noviembre de 2005, con base en la misma ley que había sido aprobada en 1955 para enfrentar el levantamiento del pueblo argelino por su independencia. Esta vez se trataba de hacer frente a revueltas en los barrios populares de las grandes ciudades, iniciadas en Clichy-sous-Bois, París, en las que ardieron unos diez mil coches en veinte días, hubo dos mil ochocientos detenidos y cuatrocientos presos. Muchos analistas descartan considerar que esta oleada represiva pueda tener algún tinte colonial, en lo que coinciden tanto los periodistas como los académicos cercanos a la izquierda (Thénault, 2007; Bonelli, 2005). Sin embargo, la revuelta comenzó en barrios de inmigrantes, cuando dos adolescentes hijos de africanos (Zied Benna y Bouna Traoré) murieron electrocutados huyendo de la Policía.

En este clima reflexionaba y trabajaba Frantz Fanon: en la zona del no-ser, donde la humanidad de los seres es violentada día a día, hora tras hora. En la colonia, casi toda la población argelina era confinada en una suerte de campo de concentración. En la Ciudad Luz, el color de piel es motivo suficiente para que se les apliquen medidas represivas que los confinan en un campo real-simbólico del que los policías tienen las llaves. La actualidad del pensamiento de Fanon radica en su empeño en pensar y practicar la resistencia y la revolución desde el lugar físico y espiritual de los oprimidos; allí donde buena parte de la humanidad vive en situaciones de indecible opresión, agravada por la recolonización que supone el modelo neoliberal. Indios, negros y mestizos, la inmensa mayoría de la población latinoamericana, sufren cerco y aislamiento (policial y subjetivo) en sus comunidades, favelas, quilombos, barrios periféricos y precarios. La lucha de todos los días por convertir esos espacios en lugar de resistencia y transformación social es respondida por las clases dominantes con los más variados y sutiles cercos: desde el muro que separa palestinos de israelíes hasta los más diversos modos de aislamiento, donde las razias son complementadas por políticas sociales domesticadoras.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Fanon emigra de Martinica a Francia y estudia psiquiatría y medicina en la Universidad de Lyon, donde sufre la discriminación y el racismo. En 1952 publica Piel negra, máscaras blancas, donde analiza cómo el racismo afecta la personalidad de los colonizados. En 1953 se convirtió en director médico de una división del hospital psiquiátrico de Blida-Joinville en Argelia, y en 1955 se unió al FLN. Al hospital donde trabajaba llegaban torturadores y torturados a recibir asistencia. En 1956 difundió su Carta de Renuncia al cargo; luego fue expulsado de Argelia. Fue embajador del gobierno provisional del FLN, recorrió varios países africanos difundiendo la causa argelina e hizo una travesía del desierto para abrir un tercer frente en la lucha por la independencia. Enfermo de leucemia, murió el 6 de diciembre de 1961, a los 35 años.

Fanon es ejemplo de compromiso militante y de pensamiento anticolonial. Nunca se sujetó a las categorías heredadas y fue capaz de ir más allá, cuestionando la teoría crítica hegemónica, es decir, el marxismo soviético, en las décadas de 1950 y 1960. Por eso advirtió que no debemos imitar a Europa. Sus ideas y análisis son una puerta de ingreso a un tema que considero central: la organización y la militancia para cambiar el mundo desde la zona del no-ser, donde hoy viven los millones de latinoamericanos que necesitan construir un mundo nuevo. La teoría crítica fue labrada en la zona del ser. No puede ser trasplantada mecánicamente a la zona del no-ser, porque sería repetir el hecho colonial en nombre de la revolución. Hace falta otra cosa, recorrer otros caminos. Fanon comienza a transitarlos. Décadas después, los zapatistas son los que más lejos han llegado en el camino de la creación de un mundo nuevo por los oprimidos.