Estados para el despojo: del Estado benefactor al Estado neoliberal extractivista - Raúl Zibechi - E-Book

Estados para el despojo: del Estado benefactor al Estado neoliberal extractivista E-Book

Raúl Zibechi

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Contra el Estado han chocado las mejores intenciones emancipatorias de los pueblos y de los trabajadores, en los dos últimos siglos. Cuando se rebelaron armas en mano, fueron reprimidos hasta el genocidio. Cuando optaron por el camino institucional, sus demandas fueron escamoteadas en los laberintos de las burocracias, a través de la cooptación de sus dirigentes o de la incorporación de movimientos enteros a la gobernabilidad neoliberal. Lo intere- sante del período actual, es que los levantamientos no han cesado, aunque ya no se saldan con exterminios directos sino con una combinación de cooptación y violencia paramilitar que provoca matanzas por goteo. Pero el cambio mayor consiste en que la tradicional alternativa que dividió el campo de las izquierdas, entre tomar el Estado por asalto u ocuparlo gradualmente, se vio brutalmente alterada desde el aterrizaje del neoliberalismo en la década de 1990. El capital f inanciero más concentrado y volátil consiguió secuestrar los Estados-nación a través de la legislación internacional y la formación de una camada de administradores capacitados para gestionar las instituciones a la medida de las necesidades de la globalización y de la creciente modernización de las fuerzas armadas y policiales. En ese contexto, los gobiernos "progresistas" no tienen la menor posibilidad –amén de que no tienen la voluntad– de salir del modelo neoliberal ya que no están dispuestos a afrontar las consecuencias, pero, sobre todo, porque el camino estatal se ha revelado como una trampa mayor: implica ingresar en una suerte de cárcel dentro de la cual sólo es posible administrar lo existente. Quienes aspiren a cambiar el mundo deberán hacerlo por fuera de la institucionalidad establecida.

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Ilustración de la portada:

Fragmento de un cuadro de William Blake (1757-1827),

Behemoth and Leviathan

Edición a cargo de Débora Zamora.

© Raúl Zibechi / Decio Machado, 2023

© CEDLA / Plural editores, 2023

Primera edición: abril de 2023

DL: 4-1-1425-2023

ISBN: 978-9917-625-34-6

ISBN DIGITAL: 978-9917-625-47-6

Producción:

Plural editores

Av. Ecuador 2337 esq. c. Rosendo Gutiérrez

Teléfono: 2411018 / Casilla 5097 / La Paz, Bolivia

e-mail: [email protected] / www.plural.bo

La publicación de este libro cuenta con el apoyo de la Embajada de Suecia en Bolivia, en el marco del proyecto: “2022-2024: Knowledge and Debate in a Changing World”. Las opiniones y orientación son de exclusiva responsabilidad de los autores y no necesariamente son compartidas por las instituciones y/o agencias que han apoyado la publicación de este trabajo.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

Índice

Introducción

CAPÍTULO ILa evolución del sistema-mundo: del orden bipolar al desorden global multipolar

CAPÍTULO IIEl desmantelamiento

CAPÍTULO IIIEl Estado en su fase

CAPÍTULO IVEstados para el despojo

CAPÍTULO VEl recorrido de las izquierdas latinoamericanas hasta quedar sin respuestas

Bibliografía

Introducción

Contra el Estado han chocado las mejores intenciones emancipatorias de los pueblos y de los trabajadores en los dos últimos siglos. Cuando se rebelaron armas en mano, fueron reprimidos hasta el genocidio, como sucedió en París en 1871 para aniquilar la Comuna, el primer gobierno obrero en la historia; y en El Salvador en 1932, cuando la rebelión campesino-indígena se saldó con un brutal etnocidio, el exterminio directo de casi la totalidad de las comunidades nahuas del país.

Cuando optaron por el camino institucional, sus demandas fueron escamoteadas en los laberintos de las burocracias, a través de la cooptación de sus dirigentes o de la incorporación de movimientos enteros a la gobernabilidad neoliberal. Lo interesante del período actual es que los levantamientos no han cesado, aunque ya no se saldan con exterminios directos, sino con una combinación de cooptación y violencia paramilitar que provoca matanzas por goteo, como viene sucediendo en Colombia, o de modo más intenso, en México. Los resultados, empero, no son muy diferentes para los pueblos afectados.

Pero el cambio mayor consiste en que la tradicional alternativa que dividió el campo de las izquierdas entre tomar el Estado por asalto u ocuparlo gradualmente, se vio brutalmente alterada desde el aterrizaje del neoliberalismo en la década de 1990. Si las dictaduras militares habían cercenado buena parte del campo popular diezmando sus organizaciones, aniquilando a los dirigentes más experimentados e imponiendo el terror a la población, el neoliberalismo consiguió blindar a los Estados de cualquier intento por modificar el modelo desde dentro.

Como esperamos demostrar a lo largo de este trabajo, el capital financiero más concentrado y volátil consiguió secuestrar los Estados-nación a través de la legislación internacional y la formación de una camada de administradores capacitados para gestionar las instituciones a la medida de las necesidades de la globalización y de la creciente modernización de las fuerzas armadas y policiales. De ese modo, todo gobierno que se apartara de las indicaciones de los organismos financieros internacionales fue tachado de populista y autoritario, cuando no directamente de dictatorial. Así, las grandes corporaciones del Norte y los organismos dependientes de la Casa Blanca (desde el fmi hasta el Comando Sur), se dispusieron a descabalgar gobiernos más o menos populares apelando a una amplia gama de “métodos”, desde golpes blandos, como los sufridos por Manuel Zelaya en Honduras (2009) y Fernando Lugo en Paraguay (2012), hasta procesos de desestabilización dura, como el que viene sufriendo Cuba desde la década de 1960.

Lo que viene sucediendo ante nuestros ojos a comienzos de 2022 resulta más que revelador. Por un lado, diversos estudios constatan un fuerte deterioro de la democracia en el mundo. El informe “El estado de la democracia en el mundo 2021”, elaborado por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (idea Internacional), registra 90 países en los que se han aprobado leyes o se han tomado acciones que restringen la libertad de expresión y el acceso a la información bajo el pretexto de luchar contra la pandemia (idea Internacional, 2021). Más grave aún es que se estima como muy probable que muchas de estas restricciones se mantengan después de que haya finalizado la crisis.

Agrega que 38 países han utilizado nuevas leyes para criminalizar la desinformación, siendo posible castigarla incluso con penas de prisión. En Filipinas, por ejemplo, las multas por el delito de “desinformación” pueden alcanzar los 20 mil dólares. Actualmente, agrega el informe, el 70% de la población del planeta vive bajo regímenes autocráticos o en democracias en retroceso. Aunque la mayor parte de esa población pertenece, por su orden, a países de Oriente Medio, África y América Latina y Caribe, el 14% vive en naciones europeas, hasta ahora tenidas como lo más granado de las democracias.

La libertad de expresión está en franco retroceso, es evidente en 90 países, y las medidas que se vienen imponiendo son desproporcionadas, incluyendo “el uso de legislación para silenciar las voces críticas, la censura, las restricciones de acceso a ciertos tipos de información y los ataques a periodistas” (ibid.). Quienes se oponen a las medidas contra el covid, sin debate público ni parlamentario, estemos o no de acuerdo con ellos, están viendo sus libertades cuestionadas en los países llamados democráticos; ni qué hablar en naciones de Asia como China, donde no existe la menor posibilidad de disentir.

En paralelo, en muchos casos los cuerpos represivos están fuera de control. Un reciente informe del Grupo de Estudios de los Nuevos Ilegalismos (geni) de la Universidad Federal Fluminense revela que la decisión del Supremo Tribunal Federal de restringir las operaciones policiales en las favelas tuvo un impacto positivo traducido en “haber reducido la letalidad policial en un 34%” (geni, 2021). No obstante, el mismo informe muestra que en casi la mitad de las operaciones policiales en las favelas de Río de Janeiro no se cumple con la decisión del Supremo de comunicar previamente al Ministerio Público las intervenciones policiales.

Por otro lado, estamos asistiendo a las serias limitaciones que se están imponiendo a gobiernos como el de Pedro Castillo en Perú o Xiomara Castro en Honduras. Más allá de la evidente incapacidad demostrada por el Gobierno peruano, el sistema político impone serias restricciones a su capacidad de gobernar, toda vez que su gestión está permanentemente socavada por un Parlamento dominado por las fuerzas de la derecha golpista.

En Honduras, un solo dato revela la relación de vasallaje con Estados Unidos. La vicepresidenta Kamala Harris llegó al país para la asunción de Castro, pero no lo hizo al aeropuerto internacional, sino a la base militar estadounidense Enrique Soto Cano, lanzando una señal de que ese emplazamiento militar no es negociable para la estrategia del Pentágono. Esa base militar fue utilizada contra las insurgencias en la región durante los años 70 y 80, para después traducirse en un punto de discordia entre el gobierno de Barack Obama y el de Zelaya, al punto que el presidente hondureño intentó convertirla en aeropuerto comercial con la feroz oposición del Departamento de Estado. Cuando Zelaya fue destituido de forma irregular, fue detenido y trasladado a esa base, en la que había al menos 600 militares estadounidenses, antes de que lo sacaran del país por la fuerza (López, 2021).

En estos momentos, de los cuatro países miembros de la Alianza de Pacífico tres tienen gobiernos progresistas: México, Perú y Chile. El otro miembro, Colombia, vivirá un proceso electoral en mayo con gran posibilidad de triunfo del progresista Gustavo Petro; y en Brasil, con elecciones el próximo octubre, también el progresista Lula Da Silva aparece como favorito. Lo anterior implica que el año 2023 podría comenzar con las seis mayores economías latinoamericanas (Brasil, México, Argentina, Colombia, Chile y Perú) en manos de gobiernos progresistas, algo nunca antes visto en el continente.

Sin embargo, estos gobiernos no tienen la menor posibilidad –amén de que no tienen la voluntad– de salir del modelo neoliberal ya que no están dispuestos a afrontar las consecuencias, pero, sobre todo, porque el camino estatal se ha revelado como una trampa mayor: implica ingresar en una suerte de cárcel dentro de la cual sólo es posible administrar lo existente. Quienes aspiren a cambiar el mundo deberán hacerlo por fuera de la institucionalidad establecida.

* * *

Quien lea atentamente los cinco capítulos que integran este libro reconocerá, en sus diferentes tramos, pensamientos, preocupaciones y estilos de escritura distintos. Efectivamente es un libro elaborado a cuatro manos, donde pese a que los dos autores “metieron cabeza y tinta” indistintamente en todos sus capítulos, es reconocible el mayor peso de uno u otro en función de las temáticas abordadas y la perspectiva de los análisis derivados. Pese a ello, y teniendo en cuenta que no es nuestro primer trabajo conjunto, consideramos que esta obra goza de coherencia y una visión compartida fruto de extensos intercambios de ideas, debates conjuntos, análisis complementarios y trayectorias militantes comunes.

La intención de este trabajo reposa en investigar las razones por las cuales el acceso al gobierno o al poder estatal supone la legitimación del orden existente, de ahí que quienes llegan a ocupar los altos escalones del Estado apenas pueden limitarse a administrar lo existente, introduciendo pequeños cambios, casi cosméticos, pero sin poder realizar transformaciones estructurales, más allá del discurso y su propia voluntad. Rechazamos el concepto de “traición” para explicar por qué tantos gobiernos progresistas y de izquierda, en todo el mundo, se limitaron a cumplir con las recomendaciones de los organismos financieros internacionales y a favorecer, cómplices, al gran capital. Más allá de las inconsecuencias en el accionar político de las izquierdas institucionales o del incumplimiento de compromisos o promesas realizadas durante sus campañas electorales, consideramos que el gran error consiste en fijar como objetivo “asaltar los cielos” en lugar de enterrarse en lo interno de la realidad existente.

Tras tal enfoque, el primer capítulo realiza un análisis geopolítico del sistema-mundo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la implementación del neoliberalismo, pasando por la crisis del socialismo real, para poder tener un panorama del extraordinario poder que alcanzaron las grandes corporaciones multinacionales durante estas últimas décadas, así como del acelerado deterioro de los sistemas democráticos y los Estados-nación. El ascenso de Asia-Pacífico como nuevo eje de la centralidad geopolítica en detrimento de la decadente hegemonía estadounidense y la creciente polarización global completan este capítulo introductorio.

En el segundo apartado abordamos el auge, la crisis y el desmantelamiento de los Estados de bienestar desde una mirada focalizada en las luchas obreras y los pueblos oprimidos. La producción industrial en masa y el keynesianismo, que otorgaba un papel regulador al Estado, fueron contestadas por el capital, por una generación de luchas obreras y también por las dictaduras militares que contribuyeron a debilitar las organizaciones sindicales, alfombrando el camino para una nueva fase evolutiva del sistema capitalista basada en el modelo de acumulación por despojo/desposesión. La particularidad latinoamericana es que este nuevo tipo de acumulación (minería a cielo abierto, monocultivos, grandes obras de infraestructura, etc.) aterrizó en ancas de la represión.

El tercer capítulo enfoca su análisis en el proceso de transformación al que fue sometido el Estado, convertido ahora en instrumento al servicio del nuevo modelo, lubricando el despojo y sirviendo al capital financiero, el gran beneficiario del período neoliberal y de la globalización. De ese modo, los Estados se convirtieron en artífices y garantes de la desregulación de las economías a través de una amplia gama de mecanismos que van desde la deuda y las privatizaciones hasta el control digital de las poblaciones.

En la cuarta sección de este trabajo procedemos a analizar el mismo fenómeno, la mutación de los Estados latinoamericanos, pero desde la confluencia de los aparatos coercitivos legales con prácticas paramilitares heredadas de las dictaduras ensambladas ahora con el narcotráfico. Nos interesa enfatizar que la proliferación de grupos y de prácticas irregulares o mafiosas en todos los países no son ni accidentes ni desviaciones de la norma, sino que forman parte de una nueva realidad gestionada por y desde el Estado. Poco a poco, México y Colombia están dejando de ser excepciones para convertirse en modelos de formas de control sobre las sociedades que sintetizamos en la militarización de los Estados. Las competencias exclusivas que definieron a los Estados de antaño, monopolio del uso “legítimo” de la violencia y control sobre la superestructura, hoy son compartidas y cogestionadas con el poder corporativo.

Por último, el capítulo cinco hace un somero recorrido de las izquierdas de nuestra región, desde el período en el que intentaron tomar por asalto sus respectivos “palacios de invierno” hasta la actual política progresista de sometimiento a las limitaciones que supone estrictamente ocupar el Estado. Derrotadas las guerrillas de las décadas del 60 y 70, de aquel impulso parece no haber quedado más que la voluntad de poder, no ya para cambiar el mundo, sino para gestionar el modelo de acumulación con despojo, adobado con algunas políticas sociales compensatorias.

Quisiéramos enfatizar que nuestro trabajo no está guiado por alguna consideración ideológica sobre el papel del Estado, como ha sucedido en el movimiento obrero desde las postrimerías de la Comuna de París. Nos apegamos estrictamente a los hechos, que son los que enseñan que el Estado realmente existente está estructuralmente al servicio de los poderosos y no es una herramienta neutra que pueda ser utilizada en los procesos emancipatorios. Realidad que conlleva que la izquierda de hoy viva un permanente proceso de impotencia, que comparte espacios con los estados hipnóticos de la catatonía.

CAPÍTULO I

La evolución del sistema-mundo:del orden bipolar al desorden global multipolar

No hay progreso en la historia, salvo en un sentido instrumental […] y si hablamos desde un punto de vista moral, no hay más que mirar lo que sucede en torno nuestro para dejar de hablar de progreso. El progreso es una significación imaginaria esencialmente

capitalista por la que el mismo Marx se dejó seducir.

Cornelius Castoriadis,

entrevistaen La République des Lettres (junio de 1994)

Por geopolítica se define a la ciencia que, a través de la geografía política, la geografía descriptiva y la historia, estudia la causalidad espacial de los sucesos políticos y sus efectos actuales y futuros.

Dicha ciencia tiene su arranque a finales del siglo xix, siendo el geógrafo y politólogo sueco Rudolf Kjellén el primero en usar dicho término en su obra El Estado como forma de vida (1916), aunque el mayor exponente y padre fundador de este concepto fuera el geógrafo alemán Friedrich Ratzel a través de su libro Politische Geographie,en el cual definió las leyes de crecimiento de los Estados. Posteriormente, ya en el siglo xx, varios geógrafos –anglosajones, alemanes y estadounidenses– trabajaron este término. Será en los años 70 cuando Yves Lacoste1 –académico vinculado en su momento al Partido Comunista–, desde el ámbito de la escuela francesa de geografía crítica, se referirá a la geopolítica como el espacio de rivalidad de poderes políticos o de influencias sobre un determinado territorio para controlarlo, y por extensión, el mundo.

A partir de Lacoste, la geopolítica comenzó a ser utilizada como denominador de la rivalidad global en la política mundial y su etimología es aprovechada para referirse a un proceso general de organización en el equilibrio y disputa por el poder.

Los últimos ochenta años de la historia de la humanidad se han enmarcado en un proceso acelerado de transformaciones tanto en la geopolítica global como en la cartografía de actores en ella implicados, pasándose de un orden mundial bipolar a uno unipolar hoy en crisis, y transformándose doctrinas políticas y militares en el ámbito de un protagonismo nunca antes visto del mundo transnacional corporativo en detrimento del rol anteriormente adquirido por los Estados-nación.

Configuración del mundo tras la SegundaGuerra Mundial y el Estado protector

En la conferencia de Casablanca, realizada en el Hotel Anda de esa ciudad ubicada en el oeste de Marruecos entre el 14 y el 24 de enero de 1943, los entonces mandatarios de Estados Unidos y Reino Unido, Franklin Delano Roosevelt y Winston Churchill, afirmaron en una declaración conjunta que las fuerzas aliadas no aceptarían ningún acuerdo con Alemania y Japón que no fuera estrictamente su “rendición incondicional”. En lugar de hablar de ‘capitulación’2 –convenio en el cual se estipulan las condiciones de la claudicación de una nación y su ejército–, se utilizó el término ‘rendición’, algo que no figuraba por aquel entonces en el derecho internacional sino en el derecho mercantil (Traverso, 2015) para designar la utilidad de un bien o la cantidad de moneda acuñada en un período determinado y cuya circulación no ha sido todavía autorizada.

De esta manera, tanto Roosevelt como Churchill rechazaron cualquier posibilidad de aplicación de norma jurídica internacional que pudiera obstaculizar la transferencia de territorios y modificación de los viejos límites fronterizos previamente establecidos sobre los países enemigos que posteriormente serían ocupados. Fue así que la “rendición incondicional”, sometimiento absoluto del derrotado a la voluntad del ganador, permitió rediseñar las fronteras y el control de territorios tanto en Europa como en Asia tras la ocupación de Berlín y Tokio, imponiendo en los países enemigos derrotados regímenes políticos auspiciados por los vencedores. Este modelo de imposiciones políticas y militares sería replicado con cierta frecuencia a partir de entonces sobre naciones militarmente subyugadas por Estados Unidos y sus aliados.

Cuadro 1Países con mayor número de muertos en la Segunda Guerra Mundial

País

Población en 1939

Muertos

Soldados

Civiles

Total

% población

Unión Soviética

168.5000.000

10.700.000

12.400.000

23.100.000

13.71

China

517.568.000

3.800.000

16.200.000

20.000.000

3.86

Alemania

69.623.000

5.533.000

1.970.000

7.503.000

10.77

Polonia

34.849.000

160.000

5.440.000

5.600.000

16.07

Indonesia

69.435.000

4.000.000

4.000.000

5.76

Japón

71.380.000

2.100.000

580.000

2.680.000

3.75

India

378.000.000

87.000

1.500.000

1.587.000

0.42

Yugoslavia

15.400.000

446.000

581.000

1.027.000

6.67

Indochina (F.)

24.600.000

1.000.000

1.000.000

4.07

Rumania

19.934.000

300.000

533.000

833.000

4.22

Hungria

9.129.000

300.000

280.000

580.000

6.35

Francia

41.700.000

212.000

350.000

562.000

1.35

Italia

44.394.000

301.400

153.100

454.500

1.02

Reino Unido

47.760.000

382.600

67.800

450.400

0.94

Estados Unidos

131.028.000

416.800

1.700

418.500

0.32

Fuente: British Political History

Este acuerdo anglo-estadounidense, definido en Casablanca dos años y medio antes de la finalización del conflicto bélico más sangriento de la historia, devela la pronta intencionalidad de ambas potencias de ampliar sus respectivas áreas geográficas de influencia y reafirmar/imponer viejas y nuevas hegemonías. Sin embargo, estos consensos enmarcados en la “relación especial”3 entre los dos nodos principales de la angloesfera tuvieron forzosamente que ser reformulados debido al peso adquirido por otro de los actores en el transcurso del conflicto.

La división de Europa a lo largo de la línea Szczecin-Trieste no correspondió a los intereses previamente trazados entre Washington y Londres, sino que fue el resultado del importante rol ejercido por la Unión Soviética en la guerra contra el Tercer Reich. La ocupación de territorios por parte del Ejército Rojo, de los que paulatinamente iban siendo expulsadas las tropas alemanas en lo que se denominó como frente oriental,4 condicionó los acuerdos de Teherán, Yalta y Potsdam. Citando a Ernest Mandel, “la forma en que la Segunda Guerra Mundial reorganizó el mapa de Europa y el Lejano Oriente fue decidido en gran parte en el campo de batalla y no en las conferencias de Yalta y Potsdam, la realpolitik militar-diplomática fue desbaratada y parcialmente neutralizada” (2015: 245).

En todo caso y más allá de lo anterior, el desenlace de esta guerra significó el fin del imperialismo alemán, italiano y japonés; además de un fuerte debilitamiento de sus contrapartes francesas y británicas,5 así como el posicionamiento de Estados Unidos como nuevo hegemon global6 y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (urss) como su contrapeso político y militar con control sobre parte de Europa. En paralelo, asistiríamos a la emergencia de diferentes movimientos de liberación en las colonias que protagonizarían procesos de revolución social –el caso más emblemático fue China–, y a la reorganización del movimiento obrero en Europa, Japón y Estados Unidos. Todo ello, a su vez, se daría en paralelo a una rápida configuración de un sistema-mundo bipolarizado y a la disputa entre bloques enmarcada en la Guerra Fría, la que conllevó el surgimiento de la ideología “campista” (Arcary, 2005) al interior del movimiento obrero internacional.

La doctrina de tensión bajo riesgo permanentemente calculado, desarrollada durante la Guerra Fría mediante la estrategia de intimidación a través del alarde de poderío militar y atómico, nunca llegó a mayores, excepto en el caso de Corea y situaciones concretas que generaron picos de tensión tales como la batalla de Dien Bien Phu7 (mayo de 1954) y la crisis de los misiles de Cuba (octubre de 1962). Podríamos afirmar, entonces, que pese a la partida de ajedrez geopolítico desarrollada por Estados Unidos y la Unión Soviética durante cinco décadas, las razones de perfil político se impusieron sobre criterios de ámbito estrictamente militar.

Para que la Guerra Fría, en su fase inicial y posiblemente de mayor riesgo, no llegase a convertirse en “guerra caliente” fueron determinantes cinco hechos. Primero, que el Congreso de los Estados Unidos no aprobase en 1945 el reclutamiento militar forzoso, lo que permitió bajar las tensiones en Europa –primer territorio postbélico en disputa– donde los movilizados norteamericanos estuvieron a punto de amotinarse demandando su repatriación.8 Segundo, que el movimiento obrero estadounidense, italiano9 y francés impulsara una importante oleada de huelgas en sus respectivos países. Tercero, el desarrollo de la guerra civil en Grecia, prolongada entre 1946 y 1949, una vez que la resistencia partisana antifascista (elas) y el Partido Comunista Griego (kke) –por aquel entonces con un millón y medio de afiliados– no aceptaron la entrega del país a Gran Bretaña y su posicionamiento bajo hegemonía estadounidense acordada entre Stalin y los mandatarios aliados en la Conferencia de Teherán. Cuarto, las incógnitas del momento respecto a la evolución e implicaciones de la guerra civil en China. Y, finalmente, quinto, las dudas respecto a si la gigantesca maquinaria industrial estadounidense, inflada por las inversiones de la economía de guerra, tendría la capacidad de reconvertirse en industria de producción civil sin caer en una profunda crisis de sobreproducción (Mandel, 2015).

En palabras de Eric Hobsbawm,

este acuerdo tácito de tratar la guerra fría como una «paz fría» se mantuvo hasta los años setenta […], la urss supo (o, mejor dicho, aprendió) en 1953 que los llamamientos de los Estados Unidos para «hacer retroceder» al comunismo era simple propaganda radiofónica, porque los norteamericanos ni pestañearon cuando los tanques soviéticos restablecieron el control comunista durante un importante levantamiento obrero en Alemania del Este […], a partir de entonces, tal como confirmó la revolución húngara de 1956, Occidente no se entrometió en la esfera de control soviético (1998: 232).

La posición dominante de Estados Unidos, especialmente durante el período 1945-1965, momento a partir del cual a Washington se le empieza a complicar su participación en Vietnam, posibilitó el establecimiento de nuevas formas internacionales de regulación y control sobre los países aliados y especialmente sobre el Sur global. Así se establecería, mediante la Conferencia de Bretton Woods (oficialmente Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas) realizada entre el 1 y el 22 de julio de 1944, la creación del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (parte de lo que hoy es el Grupo del Banco Mundial) y del Fondo Monetario Internacional (fmi); el Acuerdo General de Aranceles y Comercio (gatt por sus siglas en inglés) en 1947; y el desarrollo del Plan Marshall (oficialmente Programa de Reconstrucción Europea), aplicado durante el período 1947-1952 sobre distintos países de la Europa occidental y Turquía, el cual alcanzó un monto de inversión aproximado de 13.000 millones de dólares de la época bajo la condición impuesta a los países receptores de formar parte del “libre” comercio internacional y del sistema multilateral de pagos, así como aceptar la influencia directa de Estados Unidos a través de acuerdos sobre los fondos vinculados al plany mediante los programas de difusión del modelo económico norteamericano.

Tomaría cuerpo así la “edad de oro del capitalismo”, los llamados Trente Glorieuses del boom de la postguerra, período comprendido entre 1945 y 1973, el cual estuvo caracterizado por un crecimiento económico nunca antes alcanzado en la historia escrita de la economía global y enmarcado en la tensa “pax” existente entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Durante ese período asistimos a la implementación del modelo keynesiano en los países occidentales, temática que será abordada más adelante en este trabajo.

Cuadro 2Crecimiento del PIB entre 1900 y 1973

País

1900-1913

1913-1949

1950-1973

Alemania

3,0

1,3

5,9

Estados Unidos

4,0

2,8

3,7

Francia

1,5

1,1

3,8

Italia

2,8

1,4

5,5

Japón

2,5

2,2

9,3

Reino Unido

1,5

1,3

3,0

Fuente: Maddison, Wayne (1992). MacClade. Analysis of phylogeny and character evolution.

Crisis del petróleo de 1973

En un contexto en el que desde finales de la Segunda Guerra Mundial la dependencia del petróleo crecía de forma acelerada, fundamentalmente en las zonas económicamente desarrolladas10 –Japón, Estados Unidos y Europa occidental–, en agosto de 1971 el gobierno del presidente Richard Nixon, fruto de la compleja situación por la que atravesaba la economía estadounidense derivada de la guerra en Vietnam, decidía –de forma unilateral– desligar la moneda dólar del patrón oro. Esta decisión abre una coyuntura de fuerte desorden en el sistema monetario internacional que, sumado al crecimiento del déficit de la balanza de pagos norteamericana, deriva en que las principales monedas del planeta flotaran inmersas en un marco de creciente inestabilidad.

Si bien entre 1960 y 1971 el precio del petróleo se había mantenido más o menos estable –pese a que en la práctica había perdido aproximadamente un 20% de su valor–, siendo negociado por las grandes petroleras que dominaban el 80% de la producción mundial,11 en 1973 esa realidad se había transformado fruto de que las reservas petroleras que año a año eran descubiertas representaban un saldo negativo respecto al consumo anual de entonces. En paralelo, cabe señalar que, para entonces, con excepción de Estados Unidos y la Unión Soviética, el resto de países industrializados que demandaban altas cuotas de consumo de crudo no eran productores. Las primeras licencias de producción petrolera que se dan en Gran Bretaña y Noruega, fruto del descubrimiento de nuevos yacimientos en el Mar del Norte, no llegarían sino a partir de la segunda mitad de la década de 1970.

En este contexto, uno de los factores determinantes que afectó al sistema de precios del crudo establecido por el cartel de empresas productoras y Estados importadores de petróleo durante las décadas anteriores fue la nacionalización de grandes compañías explotadoras: en 1971 el presidente argelino Huari Bumedian nacionalizaba su industria petrolera, la cual era hasta entonces controlada en un 51% por Francia; en 1973 Libia hacía lo mismo; y pocos años más tarde, en 1979, Arabia Saudí constituía la empresa nacional de petróleo Aramco.12

El evento detonante de la crisis se daría el 16 de octubre de 1973 como parte de una estrategia política de los países árabes derivada de la Guerra del Yom Kippur,13 lo que significaría el fin de todos los acuerdos previamente alcanzados respecto al precio del barril de crudo. La Organización de Países Exportadores de Petróleo (opep), liderada por siete naciones árabes, detuvo la producción de crudo y estableció un embargo para los envíos a Occidente, especialmente hacia Estados Unidos (que consumía en aquel momento el 33% de la energía global) y los Países Bajos, acordándose también un boicot al Estado de Israel. Debido a aquella decisión se duplicó el precio real del crudo a la entrada de las refinerías y se produjeron cortes de suministro, lo cual aceleró una etapa económica negativa que ya estaba fraguándose en los países desarrollados. Al año siguiente el mundo entraba en recesión y las evidencias eran notables: en Estados Unidos, el precio de venta al público de un galón de gasolina pasó de 38,5 centavos promedio, en mayo de 1973, a 55,1 centavos en junio de 1974, mientras el mercado bursátil de Wall Street perdía 97.000 millones de dólares de su valor en apenas seis semanas.

En su evolución, el precio del petróleo se multiplicó por cinco en el período 1973-1974, para luego continuar escalando hasta el 150% en 1979-1980. El derrocamiento de la dinastía Pahlaví,14 con la consiguiente revolución islámica en Irán (1979) y la posterior guerra entre Irán e Irak (1980), terminaron por aguzar aún más el incremento de precios del crudo a nivel global.

La crisis del petróleo, combinada con el descenso de la tasa de ganancia en los países económicamente desarrollados del mundo occidental, marcaría el comienzo del fin del llamado Estado del bienestar y del modelo keynesiano aplicado tras la Segunda Gran Guerra. La fase inicial de la “crisis del keynesianismo” aparecerá en la primera mitad de la década de los 70, enmarcada en la fractura del modelo de relación entre capital y trabajo impulsado a partir de 1945 como consecuencia de que el crecimiento de la productividad del trabajo comenzaba a dar señales de estancamiento y la tasa de beneficio del capital iniciaba su descenso. El capital decidió entonces que debía articular un nuevo patrón de dominación superador de la fase anterior.

Cuadro 3Evolución de los precios cotizados o de lista* de julio/1973 a julio/1974

Jul.

1973

Ago.

1973

Oct.

1973

Nov.

1973

Dic.

1973

Ene.

Junio

1974

Jul.

1974

Árabe ligero 34°

2.898

3.066

3.011

5.176

5.036

11.651

11.651

Árabe barril 39°

n.d.

3.141

3.086

5.741

6.596

12.351

12.351

Árabe pesado 27°

2.623

2.775

2.725

4.684

5.557

11.441

11.441

Iranio ligero 34°

2.884

3.050

2.995

5.401

5.254

11.875

n.d.

Irán Gach Sarán 31°

2.826

2.989

2.935

5.046

n.d.

n.d.

n.d.

Kuwait 31°

2.776

2.936

2.884

4.957

4.822

11.545

n.d.

Árabe ligero embarcado por el Mediterráneo

3.955

4.184

4.205

7.228

7.032

13.647

13.647

Sumatra ligero 34°

n.d.

n.d.

4.750

6.000

n.d.

10.80

11.70**

12.60

Tía Juana 26° (Venezuela) con premio al azufre

n.d.

4.164

4.925

7.261

7.462

13.776

14.45***

Tía Juana 26° (Venezuela) con premio al azufre

n.d.

4.490

5.203

7.563

7.762

14.356

n.d.

Fuentes: Petroleum Intelligence Weekly, 8 de abril de 1974; Petroleum Press Service, mayo de 1974; OPEP Weekly Bulletin, 19 de julio de 1974

* Posted prices

**A partir de primeros de mayo de 1974

***Aproximado

n.d. No disponible

La implementación del neoliberalismo

La desaceleración del crecimiento económico y la gran oleada de inflación de los años 70 generaron la implementación de un nuevo patrón de dominación demandado desde el capital. Este sería impulsado inicialmente desde Estados Unidos y Reino Unido –gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, respectivamente–, dando cuerpo a la “revolución neoliberal” diseñada desde diferentes think tanks15 y que en realidad consistió en una “contrarrevolución” política, económica y jurídica.

El neoliberalismo tiene sus fundamentos en la teoría neoclásica de la economía,16 desarrollada en Europa y Estados Unidos a finales del siglo xix e inicios del xx. Aquellos viejos teóricos neoclásicos influirían posteriormente en autores neoliberales como Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek o Milton Friedman, entre otros. El neoliberalismo económico, continuador de las teorías neoclásicas que fueron dominantes hasta la implementación del keynesianismo tras la Gran Depresión y especialmente a partir del período de postguerra, apuesta por la economía irrestricta del mercado y debe ser analizado bajo tres dimensiones básicas: como ideología, como forma de gobierno y como paquete de medidas económicas aplicadas (Steger y Roy, 2011).

La ideología neoliberal se basa en una imagen idealizada del libre mercado, recelando de la intervención económica del Estado y entendiendo que esta –ya sea a través de normas medioambientales, sociales o económico-fiscales– entorpece su adecuado funcionamiento como regulador de la vida social. Como forma de gobierno, el neoliberalismo entiende que las instituciones estatales deben funcionar bajo parámetros empresariales tales como la competencia, el interés, la descentralización, la deslocalización, el fortalecimiento del poder individual y las limitaciones a los poderes centrales; dejando a un lado la promoción del bien común o el desarrollo de la sociedad civil y de la justicia social, e impulsando la transformación de la mentalidad burocrática para sustituirla por visiones corporativas que garanticen el libre funcionamiento del mercado. Por último, referido a las medidas económicas, el neoliberalismo se caracteriza por la desregulación de la economía, la liberalización del comercio y la industria, así como por la privatización de empresas estatales y servicios públicos.

Sobre estas premisas, y en nombre de la “modernidad”, se impuso la ideología del mercado capitalista y de la globalización neoliberal (Duménil y Lévy, 2014), cuyo principal adversario ideológico era el Estado del bienestar bajo los siguientes principios básicos: el déficit del presupuesto estatal es negativo para la economía debido a que absorbe el ahorro nacional, aumenta los tipos de interés y disminuye las tasas de inversión financiadas por los ahorros domésticos; la intervención estatal regulando el mercado de trabajo añade una rigidez que dificulta el libre juego del mercado y no permite el desarrollo económico y la creación de nuevos empleos; la protección social garantizada por el Estado de bienestar aumenta el consumo, disminuyendo la capacidad de ahorro de la población; y por último, el Estado no debe regular el comercio exterior ni los mercados financieros (Muiños, 1999).

Esto generó que el sistema-mundo entrara en un proceso de desmantelamiento de las regulaciones existentes en diferentes actividades –en especial las atinentes al ámbito financiero–, superándose la anterior lógica de relación capital-trabajo mediante: el debilitamiento de las posiciones negociadoras de las organizaciones de trabajadores; la reducción paulatina del financiamiento y normativas existentes respecto a la prestación de servicios de bienestar social; la reorganización de las actividades productivas en busca del menor costo posible –incluyendo el fomento de las innovaciones tecnológicas en el área de la producción como mecanismo de reducción de plantillas laborales–; la relocalización geográfica de procesos productivos en busca de menor costo laboral; la reducción del déficit fiscal mediante el achicamiento del Estado, privatizaciones y subcontrataciones en el sector servicios; todo lo cual liberalizaba los flujos de comercio y capital entre países y abandonando la política fiscal macroeconómica keynesiana enfocada en cierta grado de redistribución de la riqueza, buscando con ello hacer funcional al sistema. A partir de entonces asistimos a un paulatino proceso, tanto de orden jurídico como político y económico, en el que el Estado y el derecho se van ajustando a las transformaciones derivadas de este nuevo patrón de dominación neoliberal carente de legitimación democrática, el cual actúa exclusivamente en favor de los intereses de las élites en esta nueva fase del capitalismo mundial.

En resumen, el neoliberalismo no es sólo una estructura económica, sino un modelo integral geopolítico que combina la violencia política, militar, ideológica, jurídica y estatal (Harvey, 2007) en beneficio de las clases dominantes; estructura que descompuso la estabilidad social al menos en las partes del planeta donde la misma había alcanzado cierto nivel de existencia mediante la conformación del Estado protector.

Ahora bien, entender cómo el neoliberalismo se impuso como pensamiento aceptable y hegemónico por parte de las mayorías sociales en el mundo del “bienestar” –Europa y Norteamérica principalmente– supone comprender cómo la ideología dominante se construye en el campo de la cultura. Rememorando a Nicolás Maquiavelo, quien afirmara que el poder es como un centauro, tiene una parte animal identificable con la fuerza bruta y una parte humana que podría identificarse con la racionalidad y el consentimiento; Antonio Gramsci diría –cuatrocientos años después– que la parte animal son las relaciones de producción, lo que los marxistas llaman la estructura, y la parte humana, lo que los marxistas llaman superestructura, la constituye la ideología.

Pues bien, es el proceso desarrollista impulsado durante la primera parte de la segunda mitad del pasado siglo –ese proceso impulsado precisamente por el keynesianismo– el que hace que en los años 70 los jóvenes hijos de las obreras y los obreros de la primera modernidad, aquellos que con razón veían a la familia nuclear como la “fábrica” dedicada a la “producción de personalidades” confeccionadas conforme a las normas sociales de la sociedad de masas, opten como ejemplo a seguir por el individualismo propio de las hijas y los hijos de burguesía. En palabras de Pier Paolo Pasolini, “el consumismo ha destruido cínicamente un mundo ‘real’ transformándolo en una irrealidad total, en la que ya no hay elección posible entre el bien y el mal” (2017: 131).

De esta manera, se transitaba de una primera modernidad, vinculada a una sociedad que comenzaba a modernizarse y que proviniendo de la austeridad demandaba mucho más (Beck, 1992), generando las bases para la producción masiva, a una segunda modernidad que da vida a una nueva mentalidad que migra desde los modos de vida tradicionales a una conciencia de individualidad psicológica que ya no se contenta con ser miembro anónimo de la sociedad de masas (Zuboff, 2021).

Derrumbe de la Unión Soviética

Paralelamente, y tras más de medio siglo de implementación de aquello que se definió como “socialismo real”, la Unión Soviética comenzó a mostrar en la década de los 70 indicadores contradictorios respecto a su evolución como potencia mundial: por un lado, su potencial militar y su influencia política internacional seguía indiscutible; por otro, se mostraba incapaz de producir los bienes de consumo y alimentos básicos para cubrir las necesidades de su población, pese a ser la segunda potencia industrial del planeta.

El peso fundamental en la estructura de comercio exterior soviético en los años 70 recaía sobre la exportación de productos energéticos, materias primas y tecnología; condiciones propias de un país con abundancia de fuentes energéticas y materias primas. Pese a ello, una combinación de factores negativos, entre los que destacan deficiencias en su modelo de planificación central, ineficacia y corrupción en la gestión de empresas públicas, creciente peso económico derivado de la carrera armamentística de la Guerra Fría, baja productividad interna y paulatino proceso de rezago tecnológico, hizo urgente emprender un profundo proceso de modernización de su sistema productivo, el cual –como indicara Herbert Marcuse– compartía muchos principios comunes con el capitalismo.

La diferencia fundamental entre las sociedades occidentales y soviética no impide que, paralelamente, exista también una fuerte corriente asimilatoria. Ambos sistemas muestran rasgos comunes de la moderna civilización industrial: la centralización y la reglamentación reemplazan a la empresa individual y a la autonomía del individuo; la competencia es objeto de organización y “racionalización”; la dirección incumbe conjuntamente a las burocracias económica y política; la población es coordinada a través de los medios de comunicación de masas, la industria del espectáculo y la educación (Marcuse, 1969: 85).

Para principios de la década de los 80, el colapso soviético era más que evidente, pese a que oficialmente se lo definiera con el término “estancamiento”. La tasa de crecimiento anual del producto nacional tomada en promedio por quinquenio se desplomó a menos de la mitad entre 1966/1970 y 1981/1985, y el déficit fiscal –inexistente hasta finales de la década de 1960– alcanzó el 15% del pib hacia fines de la década de 1980. Esta condición se constataba también en su balanza comercial. En 1985, la exportación de maquinaria y equipos –productos con valor agregado– a Occidente tan sólo representaba el 4% del total de sus productos comercializados, y los esfuerzos por sintonizar el modelo productivo soviético con la nueva realidad de un mundo globalizado, con un acelerado proceso de desarrollo tecnológico, implicó un fuerte endeudamiento externo que en 1989 ascendía a 60.000 millones de dólares.17 Podríamos afirmar que, pese a la particularidad del caso soviético debido a la especificidad del capitalismo monopolista, asistimos a la manifestación de una de las leyes inherentes al sistema capitalista: la tendencia a la caída de la cuota media de beneficio.

Como consecuencia de lo anterior, descendió ostensiblemente el nivel de vida de la sociedad soviética, aumentando la mortalidad infantil entre 1960 y 1984 en un 50%, a la par que la duración media de la vida descendió de 70 a 67,7 años en igual período de tiempo.

A su vez, en el plano político ideológico, la crisis que se venía incubando de antaño emergió en la década de 1980. La doctrina oficial presentada como “marxista-leninista” pasaba a ser cuestionada por cada vez más amplios sectores de la sociedad, al interior de un régimen totalitario que todo militarizaba y donde se había conformado una casta burocrática de privilegiados al interior del sistema. A finales de los 80 esa crisis ideológica se manifestaba también al interior de las Fuerzas Armadas, hasta entonces pilar fundamental del régimen, consecuencia de la derrota sufrida en Afganistán y las condiciones de inestabilidad política ya imposibles de revertir en varios países de Europa del Este.

La reestructuración de la economía soviética, propuesta inicialmente por Yuri Andrópov18 y posteriormente llevada a la práctica por Mijaíl Gorbachov,19 tenía como objetivo principal reducir el déficit presupuestario disminuyendo, a su vez, el crédito a empresas improductivas e incrementando la producción de las empresas rentables mediante mayor eficiencia del trabajo. La gestión del hasta entonces todopoderoso Comité Estatal de Planificación­ (Gosplan por sus siglas en ruso) pasaba a ser cuestionada, llegándose incluso a proponer la introducción de mecanismos de mercado tales como el impulso a la iniciativa privada, reformas normativas con el objetivo de dotar de mayor protagonismo a la tecnocracia frente a la burocracia, y también la adopción de incentivos salariales en busca del incremento de la productividad.

En paralelo y a nivel global, la implementación del neoliberalismo y la globalización económica capitalista significó la aplicación de las recetas monetaristas básicas (reducción de impuestos, eliminación de subsidios estatales, privatización masiva, reducción del gasto público y la emisión monetaria para reducir el índice inflacionario, así como el cese del control estatal sobre las fuerzas del mercado) en el mundo bajo influencia estadounidense, las que, a la postre, reestructurarían la economía global a través de la libre circulación de bienes y servicios y generarían a su vez una nueva articulación geopolítica en distintas áreas del planeta, propiciando que las economías más fuertes en los diferentes continentes impulsasen la creación de bloques económicos regionales como estrategia reactiva ante el tsunami comercial desregulado generado por la globalización.

Las distintas reformas impulsadas por Mijaíl Gorbachov, elegido secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (pcus) en 1985 y presidente del Soviet Supremo de la urss en 1988, tomaron forma en tres fases diferentes –uskoréniye (aceleración), glásnost (liberalización, apertura y transparencia) y perestroika (reconstrucción)–, buscando adaptarse de alguna manera a las características del nuevo patrón de acumulación capitalista que se implementaba en el mundo occidental. De esta manera se intentaba dar respuesta a dos situaciones claves del momento: la contracción de ingresos debido a la caída de precios del petróleo y otros energéticos que la URSS exportaba al mundo capitalista, así como al incremento de los fondos destinados a los países aliados de Europa del Este debido al aumento acelerado de sus respectivas deudas externas acumuladas.20

En 1987 la burocracia del pcus hablaba ya abiertamente del agotamiento del modelo económico y socio-político del socialismo real. La aceptación explícita de un proceso de transición desde la vieja y anquilosada economía centralizada y planificada hacia una economía de mercado de características propias, controlada desde el pcus, fue aprobada por el Soviet Supremo en noviembre de 1990. A su vez, los reformadores soviéticos eran conscientes de que para que esta reestructuración económica fuese viable era necesario reformar también el sistema político y redefinir el rol del pcus en ese contexto, readecuando el modelo de relacionamiento entre las repúblicas federadas que conformaban la urss y abandonando la lógica de confrontación con Estados Unidos y con el mundo occidental en general. Esto último fue planteado como objetivo prioritario en materia de política exterior, buscando acuerdos de desarme e intentando redireccionar partidas presupuestarias de carácter militar hacia ejes como el repunte tecnológico y el económico interno.

En 1990, agudizada la crisis político-económica al interior del país, con un producto nacional bruto negativo de -2,5% y una exportación petrolera de 90 millones de toneladas –menos de la mitad de la registrada diez años antes–, el pcus modificaba el artículo 6 de la Constitución soviética dando paso al pluripartidismo. A la par, el “partido-Estado” renunciaba ideológicamente al marxismo-leninismo redefiniéndose como una organización política de carácter socialdemócrata.

Al mismo tiempo, mientras el proceso de desintegración de la URSS se aceleraba entre soflamas nacionalistas e independentistas en sus distintas repúblicas y notables movilizaciones ciudadanas sucedían en Moscú y Leningrado –hoy San Petersburgo– exigiendo la renuncia de Gorbachov y su Gabinete, tuvo lugar el fracasado intento de golpe de Estado de agosto de 1991.21 En la práctica, este suceso vino a acelerar la desestabilización general interna existente en el país, la descomposición del partido comunista y la desmembración de lo que había sido hasta entonces la Unión Soviética. El 25 de diciembre de 1991, con la dimisión de Mijaíl Gorbachov como presidente, la urss dejaba oficialmente de existir. Con efecto dominó, el desmoronamiento soviético se llevó por delante a los regímenes socialistas de Europa del Este, muchos de los cuales habían perdido también su legitimidad social y política,22 tal y como indicamos anteriormente.

Pese a que fue una experiencia fallida y con tal nivel de contradicciones que en su práctica deformó el marxismo hasta niveles inimaginables, el régimen soviético fue el más serio intento en la historia de la humanidad de llevar la teoría de Marx a la realidad. De hecho, el pensamiento marxista concibe la historia básicamente en tres etapas: la anterior al socialismo, la del socialismo como tal –toma del poder e imposición de la dictadura del proletariado– y, en última instancia, la realización comunista. La Unión Soviética, gracias al acelerado proceso de industrialización implementado por Stalin, alcanzó a figurar a nivel mundial en el segundo renglón, demostrando en la práctica que más que una variante disruptiva en el sistema-mundo mercantilizado era una experiencia de “modernización retrasada” del capitalismo con introducción violenta de mecanismos con base en la producción de valor.

El escritor alemán Thomas Mann, a su manera, estableció sobre la lectura marxista realizada durante la experiencia bolchevique una crítica fundamental que pocos pensadores se han atrevido a teorizar. Pese a la consideración generalizada en las izquierdas tradicionales con respecto a que la existencia de valor es un “bien” neutro del que debemos proveernos, Mann tenía claro que una oposición al capitalismo en nombre del trabajo carece de sentido, por lo tanto, no podemos abolir el valor sin abolir el trabajo.

Destaco en este contexto que la diferencia moral entre capitalismo y socialismo es tan mínima, porque en ambos el trabajo vale como el principio más alto, como lo absoluto. No se trata de hacer de cuenta que el capitalismo es una forma de vida improductiva y parasitaria. Por el contrario, el mundo burgués no conocía término y valor más alto que el del trabajo, y este principio moral se oficializa en el socialismo cuando se convierte en un principio económico, un criterio político y humano, ante el cual uno existe o no, y de manera tal que nadie pregunta por qué y para qué el trabajo posee esa virtud y esa consagración (Mann, 1990: 268).

Más que como “socialismo real”, la experiencia soviética debería haber sido denominada “capitalismo de Estado”, condición previamente anhelada por Lenin en franca contradicción con respecto a la teoría marxista y a la que se llegó durante la era estalinista, la cual nunca fue superada.

En realidad, el capitalismo de Estado sería para nosotros un paso adelante. Si fuéramos capaces de establecer en Rusia el capitalismo de Estado en un breve lapso, esto sería una victoria […] afirmo que el capitalismo de Estado sería nuestro salvador. Si lo tuviéramos en Rusia, la transición al más complejo socialismo sería indudable y sencilla. Pues el capitalismo de Estado sería un sistema de centralización, integración, control y socialización. Y esto es precisamente de lo que carecemos (intervención de Lenin en el Comité Ejecutivo Central de toda Rusia, abril de 1918).

Pese a ello y mucho antes de que Francis Fukuyama distorsionara el pensamiento hegeliano, los integrantes del Politburó (comité central) del Partido Comunista de la Unión Soviética consideraban, inmersos en su ceguera, que una vez alcanzada la etapa de realización comunista –algo que preveían como inminente– estarían protagonizando el desenlace final de la historia.

Citando a Robert Kurz, cofundador y editor de la revista alemana exit! Kritik und Krise der Warengesellschaft, “con el derrumbe del socialismo real desaparece una época entera y se vuelve historia” (2016: 31). Sin embargo, en la disputa existente en el mundo bipolar, Estados Unidos y los países de la Europa Occidental se convirtieron en unos ganadores extraños, dado que se vieron tan sorprendidos por el desplome soviético como el resto del planeta. Al fin y al cabo, no dejaba de ser una ironía que los países del “socialismo real” existentes en Europa y la Unión Soviética fuesen, enredados ya dentro del actual modelo de economía global integrada, las principales víctimas de la crisis capitalista de los años 70 (Hobsbawm, 1998).

En definitiva, el socialismo real, consolidado en la economía de guerra y posteriormente insertado en el sistema de producción de mercancías global, terminó mostrándose como la parte más frágil y propensa a la crisis capitalista, haciendo franca demostración de su incapacidad para adaptarse al naciente automatismo cibernético en acelerada expansión desde finales de los 80. Como resultado, tal socialismo se convirtió en un modelo económico de amplia escasez extendida a todos los ámbitos, lo que determinaba la vida social e individual entera de las gentes (Kurz, 2016). Dicha condición propició que amplios sectores de las sociedades sometidas a los Estados totalitarios del “socialismo real” aclamaran la llegada del libre mercado y el modelo de libertades inherentes al sistema democrático liberal.

Ruptura, punto de inflexióne involución democrática global

De esta manera, tras la implosión del “socialismo de cuartel”, la ideología neoliberal se impone sobre el ideal socialista y se extiende globalmente sin necesidad que enfrentar grandes obstáculos. De forma paralela, los efectos de su ariete –la globalización económica capitalista en curso– derrumbaba los cimientos del Muro de Berlín (1989) y ponía fin a lo que había sido el imperio soviético y el sistema-mundo bipolar nacido a partir de las conferencias de Yalta y Potsdam. Por último, el impacto político e ideológico de estos sucesos implicó la desaparición de lo que habían sido los tradicionales partidos comunistas en el mundo occidental. Estos se habían caracterizado por el reformismo colaboracionista al interior de sus respectivos países, el sectarismo como lógica de intervención política y una ilimitada pleitesía a Moscú en el ámbito de la política internacional.

El fin de siglo concatenó circunstancias tales como el fin del sistema-mundo bipolar tras el derrumbe soviético; la crisis del Estado-nación como efecto de la globalización neoliberal; la toma antidemocrática de los centros materiales vitales de las sociedades modernas por parte del poder corporativo, así como la ruptura del equilibrio y pacto de poder establecidos durante la primera modernidad de la sociedad industrial (Beck, 2008).

Fruto de lo anterior se transitó hacia un modelo de autogestión de la actividad económica controlado por empresas transnacionales; una nueva “translocalización” de la comunidad, el trabajo y el capital; el incremento acelerado y descontrolado de la desigualdad; el predominio del capital financiero/especulativo sobre el capital productivo; la evolución del sistema económico global hacia un capitalismo sin trabajo y sin impuestos (Gorz, 1995); el desarrollo tecnológico acelerado; la globalización informativa y, junto al agotamiento de la vieja arquitectura de gobernanza y control global creada tras la Segunda Guerra Mundial, el surgimiento de una nueva hegemonía global en detrimento del equilibrio anteriormente existente y la transferencia de la centralidad política y económica global desde el Atlántico Norte hacia Asia-Pacífico. En resumen, no asistimos a una época de cambios, sino a un cambio epocal, es decir, a una transformación real del sistema-mundo.

Algunos autores, apólogos del neoliberalismo, definieron aquel momento como “el fin de la historia”23 (Fukuyama, 1992) y la inauguración de un “nuevo orden mundial”24 hegemonizado unilateralmente por Estados Unidos. Otros, desde el campo progresista, incluso se atrevieron a resucitar el viejo y retórico concepto schumpeteriano de “pensamiento único” para enmarcar este período en el que el economicismo neoliberal pasó a monopolizar prácticamente todos los espacios mediáticos de opinión y foros académicos. Estas construcciones ficticias de uno y otro lado, con más carga retórica que análisis metódico de la realidad existente, duraron muy poco tiempo. Las movilizaciones contra la cumbre de la Organización Mundial del Comercio (omc) en Seattle –finales de 1999– visibilizaron el surgimiento de un movimiento altermundista global que se posicionaba como contrapoder y resistencia frente a las grandes corporaciones transnacionales, el capital financiero y el entramado de instituciones globales a su servicio, lo que ponía fin a la irrisoria teoría del “fin de la historia”. Poco tiempo después, en enero de 2001, movimientos sociales vinculados a la resistencia al neoliberalismo organizaban el primer Foro Social Mundial en Porto Alegre, dejando sin sustento también la tesis del “pensamiento único” y la supuesta “crisis del pensamiento crítico”. Por último, más que al surgimiento de un nuevo orden mundial, el planeta asistió a una “explosión del desorden global” (Fernández Durán, 1993) que desde entonces caracterizara el actual sistema-mundo.

La desaparición de la urss y la caída de sus gobiernos afines en Europa del Este consolidaría, desde principios de la década de 1990, a Estados Unidos como la única e indiscutible potencia existente a nivel global. Dicha hegemonía, sin contrapesos en aquel momento, se expresó en injerencia política y acciones bélicas sobre áreas estratégicas, como la Operación Tormenta del Desierto –primera intervención militar en el Golfo Pérsico–, la Operación Fuerza Aliada –bombardeos de la otan sin autorización previa del Consejo de Seguridad de la onu sobre la ex-Yugoslavia–, o la intervención armada en Somalia, entre otros casos.

Sin embargo, la supremacía unilateral estadounidense fue relativamente corta. Su reacción a los atentados del 11 de septiembre de 2001 con la llamada guerra global contra el terrorismo impulsada por George W. Bush –invasión de Afganistán en 2001 y nuevamente en Irak en 2003, así como el secuestro ilegal de personas para posteriormente torturarlas en cárceles clandestinas ubicadas en diversos lugares del planeta– empantanó a Washington en un área de tan alta complejidad geopolítica como es Oriente Medio.

Tras los atentados del 11-s en Washington y Nueva York, la campaña de Afganistán –que marcó el inicio de la primera fase de la guerra estadounidense contra el terrorismo– aunó medios convencionales y no convencionales de guerra, así como acciones policiales de alta y baja intensidad al interior del país. Aquella nueva doctrina militar auspiciada por los halcones de la Casa Blanca y el Pentágono, hecha pública el 20 de septiembre de 2002, completaba el diseño estratégico necesario para alcanzar el objetivo previamente anunciado –desde antes de la caída de las Torres Gemelas– por parte del escuadrón neoconservador que acompañó a George W. Bush durante su gestión presidencial: lograr un poder geopolítico y militar aún mayor al existente mediante el derecho a intervenir preventiva y alegalmente sobre enemigos potenciales antes de que las “supuestas” amenazas que estos representaban llegasen a materializarse.

Conscientes de que no existe saber independiente del poder, pues el saber produce y mantiene poder (Foucault, 2010), tras los atentados en las torres del World Trade Center y el edificio del Pentágono, la administración Bush renovó el cargo de subsecretario de Estado en Diplomacia Pública y Asuntos Públicos poniendo al frente a Charlotte Beers –conocida como la “reina del branding”–, quien no provenía del área militar ni de la política, sino de las comunicaciones, y que hasta entonces ejercía como ceo de la gigantesca agencia de publicidad y marketing J. Walter Thompson Worldwide. A partir de ahí, los nuevos teólogos de la “guerra justa” comenzarían a expandir sus tesis sobre la superioridad de Occidente respecto al islam y el resto del planeta, basados en una hipótesis previamente concebida denominada “choque de civilizaciones” (Huntington, 1997). De esta manera, toda violencia que no fuera ejercida por las “fuerzas imperiales” pasaba a ser necesariamente concebida como ilegítima y criminal, es decir, terrorista (Negri y Hardt, 2007). Aprovechándose de los sucesos acaecidos el 11-S, la administración Bush tomaba la vía de la intervención unilateral hacía un pretendido y remodelado nuevo orden global.

En términos generales, la doctrina de seguridad adoptada por Estados Unidos bajo el pretexto de combatir el terrorismo y los países componentes del “eje del mal”25 se impuso como modelo hegemónico y pasó a ser asumido por otros gobiernos dentro de estrategias de neutralización sobre sus disidencias internas. Estos, aprovechando la vaguedad que conllevan las definiciones de terrorismo, pasaron a instrumentalizar sus cuerpos legales en busca de perfeccionar modelos de sociedad disciplinaria y de control. Cada país desarrolló su particular versión de la usa patriot Act26 (acrónimo de Uniting and Strengthening America by Providing Appropriate Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism Act). De esta manera se fue generando un nuevo modelo de “totalitarismo sin Estado totalitario” (Bauman, 2002) que ha ido tomando cuerpo a través de atribuciones extralegales asumidas por parte de los Estados y los llamados estados de excepción o emergencia, lo que ha permitido tanto la eliminación física de aquello que se considere como adversario político como la de individuos y estructuras sociales consideradas como “no integrables” al sistema político imperante (Agamben, 2004).

Sin embargo, y pese a lo anteriormente descrito, desde principios del presente siglo se evidencia, de manera paulatina, el fin de la etapa unipolar de dominio hegemónico estadounidense. El caso más evidente de esto tiene que ver con la emergencia de la República Popular China como nueva potencia mundial, pero también con el surgimiento de nuevos centros de poder territorial liderados por países de distintas zonas geográficas del planeta. Un ejemplo de ello es Asia-Pacífico, en este polo geográfico se pueden contabilizar hasta seis países que superan el billón de dólares en su producto interno bruto (pib). Si en el año 1990 el porcentaje de participación de esta región en el pib global alcanzaba hasta el 27%, en la actualidad la cuota se eleva al 45% y se estima que superará el 49% en 2023.

En la disciplina de las relaciones internacionales, la existencia de un país potencialmente más poderoso que los demás –sistema unipolar– hace inevitable, según la teoría de juegos, la conformación de una agenda política/económica/geopolítica de imposiciones. Ya lo vimos tras la Segunda Guerra Mundial con Estados Unidos en la Conferencia de Bretton Woods, imponiendo un orden mundial diseñado de acuerdo a sus intereses como país hegemon.

En la actualidad, el sistema-mundo muestra señales evidentes de que aquel viejo orden está agotado, especialmente a partir de la crisis financiera global de 2008.27 Estamos ante una explosión de desorden global que combina una crisis multifacética –social, ambiental, política, energética y económica–, cambios irreversibles en la estructura de poder internacional y un modelo de evolución del sistema capitalista con efectos cada vez más nocivos y desestructuradores para la convivencia humana y la sociedad en general. Mientras la economía se globalizaba, las instituciones democráticas –cuyo objetivo consistía en tutelar los derechos de las mayorías– se fueron desplazando hacia el espacio subordinado y marginal en el que ahora se encuentran. Las instituciones globalizadas sustituyeron el control democrático nacional por una regulación cada vez más opaca del comercio global (Hernández, 2009).

Volviendo a la teoría de relaciones internacionales y de juegos en general, la hipótesis es que si entran más países con capacidad de disputa y la acumulación de poder entre ellos tiende a igualarse, puede ocurrir dos cosas: que compitan entre sí e incluso combatan para desbancar al rival o que lleguen a establecerse lazos de cooperación entre sus gobiernos y élites.

A lo anterior debemos sumar que la geopolítica actual trasciende el poder y la presencia de los Estados. Los grandes ganadores de esta nueva época son las corporaciones globales, las cuales están experimentando un nivel de crecimiento de poder como nunca antes se había visto. Aunque el hecho de que el capital privado acumule poder no es nuevo, en la coyuntura actual cabe destacar que estos gigantes económicos llevan años imponiendo la mayor parte de la agenda política a escala mundial. Entre otras, quizás la expresión más notable de este hecho sea la que encarnan las multinacionales tecnológicas conocidas como gafa (acrónimo de Google, Apple, Facebook y Amazon),28 cuya capitalización bursátil camina a los tres billones de dólares –cifra similar al pib de Francia o Reino Unido– y buscan imponer las condiciones más favorables para sus intereses, rivalizando con el poder de los Estados e interviniendo incluso de forma decisiva en procesos político-electorales de países con interés estratégico.

El poder de estas corporaciones globales es tan grande que han entrado en el desarrollo de la diversificación de sus actividades económicas a través de la adquisición de otras compañías, ya sean de su sector o de otros sectores. Esta tendencia lleva a la generación de oligopolios tecnológicos que están cada vez más controlados por gafa y transcienden incluso a otros nichos más tradicionales,29 si bien es cierto que en la actualidad se ven amenazados por la disputa de mercados con sus competidores chinos, las batx