Desde la clínica - Beatriz M. Rodríguez - E-Book

Desde la clínica E-Book

Beatriz M. Rodríguez

0,0

Beschreibung

El psicoanálisis contemporáneo asiste a una singular transformación social en la que las personalidades neuróticas ya no presentan sintomatología florida y, en cambio, expresan su sufrimiento bajo la forma de rasgos de carácter, modos de ser socialmente aceptados que, sin embargo, pueden ser ocasión de conflicto.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 240

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



DESDE LA CLÍNICA

DESDE LA CLÍNICA

Psicoanálisis sin fronteras

Beatriz M. Rodríguez

Rodríguez, Beatriz M.

Desde la clínica / Beatriz M. Rodríguez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Al Fondo a la Derecha Ediciones, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-48793-1-8

1. Psicología Clínica. I. Título.

CDD 150.1

Beatriz M. Rodríguez

Desde la clínica

E-Book

ISBN 978-987-86-1929-3

© 2019, Al Fondo a la Derecha Ediciones.

José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.

www.alfondoaladerecha.com.ar

© 2019, Beatriz M. Rodríguez.

www.danielsorin.com

Diseño de tapa e interior: Al Fondo a la Derecha

Adaptación a formato eBook: Sofía Olguín

Imagen de tapa: Néstor Crovetto

www.nestorcrovetto.com.ar

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Con gratitud.

A mis maestros,

a mis discípulos,

a mis pacientes.

Apostilla preliminar

El psicoanálisis contemporáneo asiste a una singular transformación social, de la que también participa, en la que las personalidades neuróticas ya no presentan sintomatología florida y, en cambio, expresan su sufrimiento bajo la forma de rasgos de carácter, modos de ser socialmente aceptadas que, sin embargo, pueden ser ocasión de conflicto.

Las perturbaciones narcisísticas, los trastornos fronterizos y las afecciones psicosomáticas (ya sean funcionales o con compromiso de órgano) conforman el espectro de mayor frecuencia en la clínica actual.

El psicoanalista se encuentra hoy frente a nuevas formas de padecimiento: sujetos con un núcleo anestésico o de vacío, en busca de su propia identidad; sujetos que evidencian dificultad para “apropiarse” de su cuerpo, o para experimentar la vivencia de existir; o pacientes con escasos recursos simbólicos que, al enfrentarse a un malestar intolerable, no recurren a la palabra o al pensamiento, sino al acto compulsivo o a la enfermedad orgánica. Por ello utiliza herramientas clínicas que van más allá de las fronteras del psicoanálisis; no para alejarse del mismo, sino para enriquecer su práctica. Una práctica dinámica que no pierde de vista la interacción con lo cultural que la atraviesa, y a partir de la que le es posible revisar nociones tales como: transferencia, contratransferencia, resistencia, analizabilidad, modo de funcionamiento psíquico, reacción terapéutica negativa, o narcisismo.

La lectura de las presentaciones clínicas reunidas en este volumen, originadas en mi práctica hospitalaria, tuvo lugar hace más de dos décadas durante Jornadas Interhospitalarias y de Salud Mental; así como en Diálogos Psicoanalíticos Interinstitucionales y Ateneos Clínicos.

Ecos del aforismo “no hay enfermedades, sino enfermos”, estos trabajos dan cuenta de modos de padecimiento no neuróticos y de un abordaje no tradicional de los mismos a partir de la creación y la fantasía como vehículos de salud.

Los ensayos teóricos intercalados, que no indican publicación o lectura previas, acompañaron y ampliaron estas comunicaciones, compilados en un volumen publicado por la Universidad de la Marina Mercante (2010), para el dictado de la asignatura Clínica de Adultos a mi cargo.

He agregado a la presente edición, la crónica: “La excepción que confirma la regla. Interacción familiar en un caso masculino de anorexia nerviosa”, que refiere la labor terapéutica llevada a cabo por una colega del equipo.

Aún cuando cada uno de estos escritos constituye en sí mismo una unidad, el conjunto procura una relectura teórica desde la clínica.

Mayo de 2022

Introducción:Tan ajeno como el dolor

Entre marzo y abril de 1915, medio año después de que estallara la Primera Guerra Mundial, Freud escribió dos ensayos de actualidad acerca de la guerra y la muerte. De éstos, el segundo, que suele ser asiduamente citado, aunque en realidad no leído con la misma frecuencia, alude a la falta de sinceridad con que sostenemos que la muerte es el desenlace natural y necesario de toda vida.

Es posible racionalizar acerca de ello, afirma, en la suposición de que cada uno de nosotros debe a la naturaleza una muerte y estará eventualmente preparado para saldar esta deuda; pero lo cierto es que si podemos admitir esta idea es tan sólo porque la experiencia nos demuestra que mortales son los demás. Es decir, aceptamos la muerte de los otros, pero en el fondo nadie cree en la propia.

Pero por lo que toca a la muerte del otro, agrega, el hombre culto evitará cuidadosamente hablar de esta posibilidad si el sentenciado puede oírlo. Y más aun, si por acaso relatara a otra persona un sueño propio en que viera morir a ésta, se disculparía agregando la fórmula supersticiosa: “Te alargué la vida”, que suele disimular el secreto conocimiento que el soñante posee, acerca del deseo que encierran sus sueños. Sólo los niños, dirá Freud, trasgreden esta restricción: se amenazan despreocupadamente unos a otros con la posibilidad de morir, y aun llegan a decírselo en la cara a una persona amada, por ejemplo: “Mamá querida, cuando por desgracia mueras, haré esto o aquello”.

Desde luego, la muerte propia no se puede concebir. Aun si intentamos hacerlo y figuramos una escena, podremos advertir que en ella sobrevivimos como observadores, lo que también ocurre en nuestros sueños y equivale a decir que en el inconsciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad.

Nuestro inconsciente no conoce absolutamente nada negativo, insiste Freud, no cree en la propia muerte, en él no existe siquiera su representación y se conduce como si fuera inmortal, aunque la muerte sea indiscutiblemente la única consecuencia cierta del hecho de haber nacido.

En la antigüedad, una persona tenía una buena muerte cuando hacía acudir a su lado a sus seres queridos, les legaba sus bienes y se despedía de ellos antes de fallecer. Pero si por entonces el lecho de muerte ocupaba el centro de la escena, y el moribundo, rodeado por sus deudos, parientes y subordinados, destinaba sus últimas fuerzas a “terminar sus días en paz con Dios y con los hombres” (Rodríguez; 2000), era porque las religiones habían logrado presentar la existencia ulterior como la más valiosa, rebajando la vida terrenal a un mero prolegómeno. Aferrado así a sus creencias, el moribundo se avenía con convicción a este tránsito hacia la vida eterna.

En otro tiempo asimismo, era corriente para la mayoría de la gente haber visto fallecer a alguna persona de su entorno; en la actualidad en cambio, la muerte resulta un acontecimiento ofensivamente falto de significado, un hecho obsceno que debe ocultarse. En el Occidente secularizado, y particularmente en las sociedades industriales, la negación de la muerte surge de la ampliación de la categoría de vejez, con la que parece difícil convivir.

Vivimos en una cultura anestésica a la que le resulta intolerable el dolor, cualquiera que éste sea y al que, lejos de interpretar como otrora, sólo aspira a suprimir.

Se suele suponer que los médicos adoptan una actitud profesional ante el sufrimiento y que el proceso de distanciamiento profesional comienza en torno al segundo año de carrera, cuando empiezan a diseccionar el cuerpo humano. Es verdad. Pero se trata de algo mucho más profundo que el simple hecho de aprender a vencer la repulsión física frente a la sangre o las entrañas. Otros factores vienen en su ayuda más tarde a la hora de autoprotegerse. Los médicos emplean una segunda lengua, una jerga técnica, desprovista de toda emoción. Muchas veces tienen que actuar con rapidez y llevar a cabo unas manipulaciones complicadas, las cuales exigen una concentración que excluye todo lo demás. El incremento de la especialización fomenta una visión cada vez más científica de la enfermedad. (…) El número de casos tratados es de por sí un obstáculo para que el médico pueda identificarse con ningún paciente en concreto.

Sin embargo, por cierto que sea todo esto, el sufrimiento que tienen que presenciar muchos médicos puede suponer una tensión mucho más seria de lo que generalmente se admite (Berger; 2008).

A poco de iniciarse la década de 1990, mientras formaba parte del Equipo de Psicosomática del Hospital Español, del que fui co-fundadora (1992), pude participar como docente en una experiencia llevada a cabo en esa Unidad Docente Hospitalaria desde la cátedra de Salud Mental de la Dra. Lía Ricón. Los alumnos de la Facultad de Medicina que cursaban entonces en el hospital su quinto o sexto año de estudios, podían hacerlo trabajando en reducidos grupos, comentando y discutiendo sus primeras prácticas con pacientes “de carne y hueso”. Nuestra función, como docentes consistía en ayudarlos a reconocer, comprender y elaborar estas primeras vivencias para las cuales los libros no los habían preparado, y empleábamos para ello técnicas lúdicas y dramáticas, además de la metodología habitual en la enseñanza. Así, cada uno de ellos relataba sus experiencias con los pacientes y en el grupo se discutían las mismas, pues no les resultaba fácil a los estudiantes encontrar entre los enfermos a jóvenes de su misma edad, con quienes la identificación era inevitable; o soslayar el temor al contagio, ante cuadros desconocidos; o, sencillamente, negar el propio dolor al negar la posibilidad de que los procedimientos que realizaban como “auxiliares pre-médicos” pudieran ser dolorosos para el paciente, y hasta causar daño.

Llorando, en cierta ocasión, un joven confesó que la noche anterior, estando en la guardia, había roto tres costillas a un hombre mientras le realizaba un masaje cardíaco. La idea de producir sufrimiento era precisamente lo contrario de aquello que había imaginado sería su práctica de la medicina.

En otra oportunidad, al entrar a la sala, un estudiante se detuvo a la vista de una paciente con el rostro enrojecido, los brazos y el torso lleno de ampollas: “No voy a acercarme, debe tener algo infeccioso” –pensó, mientras disimulaba su aprensión en la lectura demorada de la historia clínica–, para luego advertir que la mujer sólo tenía quemaduras.

En el aprendizaje de Salud Mental, la mayor dificultad no se halla en retener datos; sino en cambiar actitudes. Así, por ejemplo, evidenciando su dificultad para considerar la subjetividad ajena, los “asistentes pre-médicos” solían anticipar a los pacientes: “Esto no le va a doler”, en un intento por conjurar la propia angustia, cada vez que llevaban a cabo una maniobra.

Los docentes utilizábamos entonces, como disparador de los temas de discusión, aquellos problemas que traían los mismos estudiantes, procurábamos de este modo que su acercamiento a la clínica no estuviera obturado por prejuicios; si en el grupo un alumno refería su conmoción por la muerte de un paciente; o si la preocupación surgía a partir de situaciones generadas por una familia muy demandante, hablábamos de ello.

Como se trataba de estudiantes que estaban cursando las últimas materias de su carrera, muchos de ellos ya se hallaban ubicados intelectual y emocionalmente en la especialidad que habrían de desarrollar; pero adherían, aun sin notarlo, al tradicional “modelo médico hegemónico”. Procurábamos entonces desde la cátedra, ofrecerles una oportunidad para reflexionar, en lo posible, acerca de la soberbia, en tanto defensa contra el miedo a lo desconocido, y construir debate acerca del alcance de la sublimación de la agresión, que la práctica de la medicina implica.

En la praxis del psicólogo clínico ocurre otro tanto: las construcciones defensivas pueden excluir al paciente de la categoría de semejante, y cuando esto ocurre toda empatía deviene imposible.

No obstante, así como los médicos suelen desestimar las emociones de sus pacientes, entendiendo que no son un área de su incumbencia, los psicólogos hacen lo propio con el cuerpo.

La clínica suele estar viciada de prejuicios entre los que, aunque resulte extraño, la rigidez, erróneamente considerada rigurosidad técnica, ocupa un lugar preponderante.

Referencias

Berger, J. (2008) Un hombre feliz. Montevideo. Alfaguara.

Freud, S. (1915) “Nuestra actitud hacia la muerte”, en: Obras Completas. Vol. XIV; Buenos Aires. Amorrortu. 3ª reimpresión, 1991.

Rodríguez, B. M. (2000) Climaterio femenino. Buenos Aires. Lugar Editorial.

Notas sobre transferencia

Desentrañar los contenidos del inconsciente de un paciente partiendo de sus ocurrencias resulta, según sentencia Fenichel (1966), un capítulo relativamente sencillo en la labor del analista; el manejo de la transferencia en cambio, constituye la parte más difícil. Pues parece bastante natural que durante el curso de un análisis surjan en el paciente intensos afectos, y que éste los comunique en forma de ansiedad o de alegría; es decir que manifieste el aumento de la tensión interna llegando a los límites de lo soportable, o que, por el contrario, exprese una serena beatitud. Más aun, que exteriorice sentimientos específicos hacia el analista: un amor intenso, toda vez que se siente ayudado por el analista, o un odio amargo, pues lo obliga a pasar por experiencias desagradables.

Pero la situación ciertamente se complica cuando el paciente interpreta erróneamente la situación y termina amando u odiando a su analista por algo que, a juicio de éste, no existe.

El mismo Freud, quien se sorprendiera en un comienzo al hallar este fenómeno al que aludió brevemente en el “caso Dora” (1901-05) y luego trató con mayor extensión en sus conferencias, no dejó de considerarlo inevitable. De hecho, esta falsa interpretación de la situación psicoanalítica, “ciega a la realidad objetiva”, ocurre regularmente en casi todos los análisis.

La situación analítica es particularmente propicia para dar lugar al surgimiento de derivados de lo reprimido, éstos se expresan en la forma de necesidades emocionales muy concretas dirigidas a la persona del analista. Ahora bien, simultáneamente, hará su aparición cierta resistencia contra lo reprimido, falseando el sentido real de las circunstancias: el paciente interpreta entonces erróneamente el presente en términos del pasado, a partir de un clisé que ha repetido de manera regular a lo largo de su vida, y de este modo, en vez de recordar el pasado tiende a vivirlo nuevamente, aunque sin reconocer la naturaleza de sus actos, buscando una satisfacción que en la infancia le fuera denegada. En suma: transfiere al presente actitudes del pasado.

Pero ¿cuál es el sentido de esta conducta, toda vez que el objeto no está bien elegido, y la situación no es la adecuada? Aunque la descarga así obtenida sea necesariamente insuficiente, los actos transferenciales le servirán para falsear el sentido de los hechos y situaciones originales, y de este modo, al volver a vivir sus conflictos infantiles, el paciente se defenderá evitando recordarlos y en todo caso discutirlos, analizarlos, elaborarlos. Por ello, en el análisis, la transferencia debe ser considerada básicamente como una forma de resistencia.

Ciertamente, la vida cotidiana está colmada de situaciones transferenciales en las que los seres humanos interpretan sus experiencias actuales a la luz del pasado; pero la transferencia en la situación analítica ofrece al analista una oportunidad extraordinaria para observar directamente el pasado de su paciente y comprender, de este modo, el desarrollo de sus conflictos.

La situación analítica presenta dos peculiaridades que favorecen el establecimiento de la transferencia y la ponen en evidencia: en primer término el medio ambiente al que el paciente reacciona: el encuadre, posee un carácter relativamente constante y uniforme; en segundo lugar los dichos y actos del paciente no habrán de provocar al analista, cuya única respuesta a los arranques afectivos del primero será el señalamiento de que esta conducta deriva de sus impulsos inconscientes.

Las únicas dificultades de un análisis, señaló Freud (1915), son aquellas que depara el manejo de la transferencia; y aun así la reacción del analista hacia la misma no será sino la que cualquier otra actitud del paciente promueve en él: interpretar. Aunque, por cierto, en la práctica sea ésta la interpretación más difícil. Pues veamos: si el analista se comportara como lo hicieron los padres del paciente, sólo repetiría lo acontecido en la infancia de éste, y no haría más que satisfacer sus deseos resistenciales si, por el contrario, adoptara la actitud opuesta; pero en ningún caso su conducta sería de ayuda para el paciente. Si aspira a interpretar con éxito, no deberá hacer ni lo uno ni lo otro. Más aun, si halagado por el amor de su paciente el analista correspondiera amorosamente, o si herido por sentimientos hostiles del primero diera rienda suelta a su enojo; en suma, si reaccionara a estos afectos con “contra-afectos”, daría motivos a su paciente para que éste dejara de trabajar analíticamente.

Será entonces por rigurosidad técnica, y no por razones morales, que el analista se abstendrá de exteriorizar sus “contra-afectos”, pues el paciente podría protestar contra las interpretaciones con algo parecido a: “No es verdad que yo lo ame a causa de inclinaciones tiernas de mi infancia, eso no tiene nada que ver, usted es la persona más amorosa que conozco”; o bien “Usted no entiende nada, no estoy reaccionando a tendencias hostiles no resueltas de mi pasado, usted realmente se comporta de una manera detestable”.

En todas sus puntualizaciones sobre técnica psicoanalítica, Freud encontró oportunidad de recalcar que el apropiado dominio de la misma sólo podía adquirirse a partir de la experiencia cínica, y no se refería con ello tan sólo a la experiencia que se obtiene con los pacientes, sino principalmente a aquella que deviene del propio análisis, de modo que insistió en ello cada vez con mayor convencimiento, exhortando incluso a todo analista en ejercicio a retomar su análisis periódicamente, quizá cada cinco años.

Pero las razones que hacen del propio análisis un prerrequisito para advenir analista, no se agotan en el dominio de la técnica a partir de la experiencia personal: las represiones, o los propios prejuicios del analista, podrían hacerle pasar por alto ciertos elementos en el discurso de su paciente, o ver otros de forma exagerada, alterando su significado. Por otra parte, no siempre es fácil afrontar el inagotable acoso afectivo de los pacientes, sin reaccionar consciente o inconscientemente al mismo; es decir, sin pretender de algún modo sofocarlo o corresponderlo.

El tema de la contratransferencia también merece ser objeto de un examen detenido; consignaré aquí, de momento, que el análisis didáctico aspira en gran medida a eliminar las tendencias inconscientes del analista a expresar sus impulsos amorosos u hostiles no resueltos en relación a circunstancias que podrían ser actualizadas por cada paciente, reaccionando a la transferencia con una contratransferencia.

Conocemos innumerables ejemplos de este proceder; sin embargo, no existe una porción igualmente significativa de denuncias relativas a la presencia inevitable de la contratransferencia en el analista. Aunque Freud se encargó, sí, de señalar a sus colegas los “excesos en el celo” por el paciente, cuando tal vez hubiera preferido censurar abiertamente conductas reñidas con la ética.

El caso más documentado de que tenemos noticia es el de Carl Jung, quien fuera por un tiempo discípulo dilecto de Freud y su supuesto heredero en el terreno del psicoanálisis, que no tuvo reparos en mantener una relación íntima con su paciente Sabina Spielrein y adoptar al respecto la más indecorosa y cínica de las conductas.

Para Sabina, Jung fue su primer amor, y debió luchar muchos años para librarse de la influencia que él ejerciera sobre ella. Pero Emma Jung intervino escribiendo anónimamente a los padres de Sabina, alertándolos acerca de lo que sucedía entre su marido y la hija de éstos. Los padres pidieron entonces las consabidas explicaciones al médico, quien en respuesta solicitó de modo altanero a la madre ”le pagara honorarios por el tratamiento de la hija para asegurar que el médico sintiera las restricciones necesarias junto con la absoluta franqueza en asuntos sexuales que exigía el tratamiento” (Appignanesi & Forrester; 1994):

“Pasé de ser su médico a ser su amigo –adujo, no sin hipocresía– cuando dejé de reprimir mis propios sentimientos. Pude abandonar mi rol de médico con más facilidad porque no me sentía profesionalmente obligado, puesto que nunca cobré honorarios. ... Por lo tanto, sugeriría que si desea usted que me adhiera con rigor a mi papel de médico, debería pagarme un honorario como recompensa adecuada por mis esfuerzos. De esta manera podrá estar absolutamente segura de que respetaré mi deber como médico en toda circunstancia (ibíd, 235)

Enredado en su propia maquinación, le escribió luego a Freud:

“...una paciente a quien años atrás liberé de una difícil neurosis con un esfuerzo generoso, violó mi confianza y mi amistad de la manera más mortificadora imaginable. Ha armado un vil escándalo sólo porque me negué el placer de darle un hijo” (ibíd, 236).

Lo que probablemente evocara en el maestro los fantasmas del escenario en el que Breuer le confesara el lío emocional en que se viera envuelto con Anna O. (Berta Pappenheim), de modo que lo tranquilizó:

“He oído hablar de la paciente a través de la cual usted entró en contacto con la ingratitud neurótica de los rechazados. (...) Ese es nuestro destino, mi querido Jung: seremos difamados e importunados por el amor con que operamos. Tales son los riesgos de nuestro oficio, pero no por ello vamos a renunciar” (ibíd, 236).

Jung se sintió alentado a responsabilizar a la joven, y tratándola injustamente como seductora volvió a escribir al maestro:

“Spielrein es la persona sobre la que le escribí. Fue mi primera paciente en análisis y le tengo mucho cariño. Guardo hacia ella una gratitud muy especial. Como sabía que podría sufrir una recaída de su enfermedad, prolongué mi relación con ella durante años y acabé en la obligación moral de consagrarle mi amistad. Fue recién cuando noté que las cosas habían tomado un cariz indeseable que decidí romper con ella. Es claro que ella sistemáticamente intentaba seducirme. Ante mis negativas quiere, ahora, vengarse” (Volnovich; 2002)

Freud creyó estar frente a dificultades surgidas de una tumultuosa relación transferencial y, atento al hecho de que se dirigía a su “hijo favorito”, exhortó a quien creía futuro líder del movimiento psicoanalítico a tratar el episodio como gages del oficio:

“Esas experiencias, si bien dolorosas, son necesarias y difíciles de evitar. Sin ellas no podemos conocer en serio la vida ni a qué nos enfrentamos. Personalmente nunca fui engañado en tal grado, pero he estado cerca un par de veces y `escapé por un pelo´. Creo que sólo las necesidades inflexibles que pesan sobre mi trabajo y el hecho de que era diez años mayor que usted cuando me inicié en el psicoanálisis me han salvado de experiencias similares. Pero el daño que producen no es duradero. Nos ayudan a desarrollar la piel gruesa que necesitamos y a dominar la `contratransferencia´, que después de todo, es un problema permanente para nosotros; nos enseñan a desplazar nuestros propios afectos en pro de un beneficio mayor. Son una bendición encubierta. La forma en que estas intrigantes mujeres se las ingenian para seducirnos y cautivarnos con todas las perfecciones psíquicas concebibles hasta lograr su propósito, constituye uno de los más grandes espectáculos de la naturaleza. Y una vez que lo logran, la constelación se modifica asombrosamente” (Appignanesi & Forrester; 1994).

La muchacha protestó decepcionada:

“Cuatro años y medio atrás el doctor Jung era mi médico, luego se convirtió en mi amigo y después en mi ‘poeta’, es decir, mi amante. Finalmente me buscó y las cosas sucedieron como suelen hacerlo en la ‘poesía’. Predicaba la poligamia; se suponía que su esposa no pondría ningún reparo, etc., etc.” (ibíd, 238).

Apelando a Freud, que aún no parecía tener claro si se trataba de “una entrometida, una chismosa o una paranoica”, le adjuntó con su carta algunas de las cartas de amor que recibiera de Jung, al tiempo que le exigió a éste que se disculpara con sus padres, que confesara a Freud la índole de sus relaciones y le pidiera además que, por escrito, probara haber recibido dicha confesión.

En su carta expiatoria Jung reconoce, en parte, su injusto trato:

“...atribuí enteramente a mi paciente todos los deseos y expectativas (con respecto a tener juntos un bebé al que llamaríamos Sigfrido) sin ver lo mismo en mi interior. Cuando la situación se tornó tan tensa que la continuada persistencia de la relación sólo podía lograrse con actos sexuales, me defendí de una manera que no puede justificarse desde el punto de vista moral. Atrapado en mi delirio de ser la víctima de las intrigas, las malas artes y los ardides sexuales de mi paciente, escribí a su madre que yo no era quien saciaba los deseos sexuales de su hija sino apenas su médico...una muestra de picardía que ahora le confieso, con muchos reparos, como solo podría hacerlo con mi padre” (ibíd, 237).

Freud también se retractó con Spielrein:

“Deseo pedirle disculpas en la medida en que mi juicio fue erróneo… Le ruego que acepte la expresión de mi total simpatía por la manera digna con que usted supo dar cuenta del conflicto” (Volnovich; 2002).

Y años más tarde lo hizo con mayor contundencia aun:

“Mi relación con Jung, su héroe germánico, ha sido totalmente demolida. Su comportamiento fue demasiado ruin.”

Pero todo el episodio pareció haber dejado una honda impresión en él, a juzgar por su conmovida referencia “al caso en que una paciente mujer deja colegir por inequívocos indicios, o lo declara de manera directa, que, como cualquier frágil mujer, se ha enamorado del médico que la analiza” (Freud; 1915), pues es penoso para el varón hacer el papel de quien rechaza mientras la mujer lo corteja, en tanto que pese a la resistencia y la neurosis, “una magia incomparable emana de aquella dama de elevados principios que confiesa su pasión”.

De lo expuesto no cabe más que concluir en la necesidad imperativa de elucidar la transferencia, sin incurrir en “arbitrariedades”, entendiendo que “Elucidar es el trabajo por el cual los hombres intentan pensar lo que hacen y saber lo que piensan” (Castoriadis; 1992).

El trabajo interpretativo sistemático y consecuente de la transferencia, señala Fenichel (1966), podría describirse como una “educación del paciente” tendiente a que éste produzca derivados del inconsciente progresivamente menos deformados, hasta que puedan reconocerse los conflictos originales. Por cierto, no se trata de una única operación; sino, contrariamente, de un proceso minucioso de elaboración que mostrará al paciente reiteradamente, aunque desde diversos ángulos, los mismos conflictos y el modo en que él reacciona a éstos. Ahora bien, el psicoanálisis no crea la transferencia, simplemente la revela; y aunque en el devenir de cada análisis hay siempre una cuota de impredecible, no puede evitarla ni, por cierto, provocarla:

Según he sabido, ciertos médicos que practican el análisis preparan con frecuencia a sus pacientes mujeres para la aparición de la transferencia amorosa, y hasta las exhortan a “enamorarse del médico sólo para que el análisis marche adelante”. Así se le quita al fenómeno el carácter convincente de lo espontáneo, y uno se crea obstáculos de difícil remoción (Freud; 1915).

En la literatura psicoanalítica suelen presentarse casos clínicos en los que resultan evidentes las interpretaciones transferenciales que toman como punto de referencia algún estímulo proveniente de la propia persona del analista; pasaremos ahora de lo universal a lo singular en la siguiente viñeta en la que, aun cuando solamente mencionaré los antecedentes clínicos e históricos que se relacionan con el tema que aquí nos convoca, bien podrán deducirse otras cuestiones.

Un hombre de 29 años, a quien daré el nombre de Javier, inició su primera entrevista con la categórica frase: “Yo nocreo en eso de enamorarse de la analista”, que profirió aún antes de explicitar su motivo de consulta; advirtiéndome luego que había estado durante bastante tiempo en análisis, pero que el mismo se había interrumpido abruptamente a causa de la gravidez de su analista quien, en sus palabras, estaba “siempre embarazada”. La Dra. M. que, por cierto, esperaba su segundo hijo, me derivaba a este paciente en ocasión de tomar su licencia por maternidad, situación que a él le resultó intolerable.

Como ocurre con frecuencia, las expresiones de afecto suelen estar sobre-determinadas, y los opuestos hallarse estrechamente vinculados entre sí: un sentimiento puede manifestarse intensamente y su contraparte mantenerse reprimida e inconsciente. Le hice notar que si bien lo que experimentaba conscientemente era rencor por considerarse ahora expulsado (más tarde habría de usar la expresión “abortado”, para referirme a esas circunstancias), sus sentimientos no estaban motivados en la derivación de quien fuera su analista, sino ocasionados por el embarazo de ésta.

Javier, cuyo temor a engendrar hijos “monstruosos” era de tal magnitud que sólo había podido sentir algún alivio al casarse con quien fuera su primera novia (por entonces viuda y con dos hijos del primer matrimonio), no tenía hermanos.

Siendo todavía pequeño –reconoció, confirmando mi hipótesis– su madre le había informado que, antes de nacer él, había hecho siete abortos: el nacimiento de Javier obedecía, pues, al azar; o acaso a la actitud disuasiva del médico que impidió a su madre volver a arriesgar la propia vida.

Este recuerdo, que se le imponía insistentemente, generaba en él ideas terroríficas y una angustia insoportable; paradójicamente, empero, en defensa de la imago materna, había embarazado reiteradas veces a su mujer induciéndola luego a practicar abortos. Pero, ¿acaso no resultaba un absurdo contrasentido proponer semejante procedimiento a quien había sido elegida, precisamente, por sus supuestas dotes maternales?

El padre de Javier, que muriera durante la adolescencia de éste, había sido un jugador compulsivo y ello determinó una vida de privaciones para el grupo familiar que siempre vivió “de prestado