Desde las montañas del Tíbet - Lama Yeshe Losal Rinpoche - E-Book

Desde las montañas del Tíbet E-Book

Lama Yeshe Losal Rinpoche

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Beschreibung

El Lama Yeshe no vio un coche hasta los quince años. En el tranquilo pueblo tibetano donde creció, los niños corrían entre yaks. El ritmo de la vida era lento, regido por el cambio de las estaciones. La llegada del ejército chino en 1959 lo alteró todo. Él y su hermano se vieron obligados a huir caminando a través del Tíbet y los Himalayas durante diez meses, hasta encontrar refugio en la India. De los trescientos miembros que partieron, solo trece sobrevivieron. Acabaría trasladándose a EE.UU., donde experimentó los excesos de la generación hippie, antes de reformarse y embarcarse en el viaje espiritual que lo convertiría en uno de los más notables monjes tibetanos en Occidente. Ahora, desde la posición de abad del monasterio escocés de Samye Ling, el primer centro budista tibetano de Europa, el lama Yeshe refl exiona sobre su extraordinaria vida y sobre el manantial de compasión y resiliencia que le posibilitó vencer la tragedia y el fracaso. Desde las montañas del Tíbet es una autobiografía cargada de fuerza y profundamente inspiradora que puede enseñarnos a superar la adversidad y hallar la paz.

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Seitenzahl: 430

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Lama Yeshe Losal Rinpoche

Desde las montañas del Tíbet

La odisea de un lama tibetano

Traducción del inglés de Agustín Araque

Título original: FROM A MOUNTAIN IN TIBET

© Rokpa Trust, 2020

Publicado originalmente como From a Mountain in Tibet en el año 2020 por Penguin General que es parte del grupo Penguin Random House.

© de la edición en castellano:

2022 by Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

Imagen cubierta: © Alamy and © Millenium Images

Diseño cubierta: Editorial Kairós

Composición: Pablo Barrio

Primera edición en papel: Marzo 2023

Primera edición en digital: Marzo 2023

ISBN papel: 978-84-1121-131-4

ISBN epub: 978-84-1121-162-8

ISBN kindle: 978-84-1121-163-5

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Sumario

1. Un niño del Tíbet2. Ritual y resistencia3. El regreso al monasterio4. La huida5. Crisis6. Refugiado7. Marginal8. Rebelde9. Los días locos en Estados Unidos10. La transformación11. Maestro12. Místico13. Rinpoche14. La gran prueba15. Lo que queda por hacer…GlosarioBibliografíaAgradecimientos

1.Un niño del Tíbet

El primer recuerdo que tengo es de estar jugando con mis amigos. Jugábamos a matar pájaros.

No recuerdo de quién había sido la idea, ni si competíamos para ver quién tenía más habilidad como cazador. Probablemente estaríamos aburridos, con ganas de hacer algo, víctimas de la excitación incansable típica de todos los niños del mundo. No teníamos juguetes, eso era algo desconocido en nuestra sociedad, y no había maestros que dirigieran nuestras energías. Nuestros padres estaban en los campos, trabajando con dureza, y nosotros no teníamos nada que hacer, salvo ir en busca de diversión. Recuerdo la sensación de la honda en mi mano y el orgullo por mi habilidad cuando la piedra lanzada hirió a un pájaro y cayó al suelo.

Todos sabíamos que eso no estaba bien. Claro que lo sabíamos. «No matar» es uno de los cinco preceptos que todo budista debe cumplir. Esos preceptos –abstenerse de matar a cualquier ser vivo, de robar, de conductas sexuales incorrectas, de mentir y de intoxicarse– eran un hecho incontrovertible. Ninguna persona mayor en mi pueblo mataba animales, ni siquiera para comer. De modo que una parte de la aventura consistía en la transgresión. Nos habíamos apartado hasta las afueras del pueblo, a la orilla del río, donde era imposible que nos vieran. Uno de nosotros golpeó las cañas para que los pájaros se asustaran y echaran a volar, y otro apuntó con su honda para derribar a su presa. Todos gritamos alborozados cuando alguien dio en el blanco. No creo que, ni por un segundo, ninguno de nosotros considerara cómo se sentirían los pájaros. Sé que yo no lo hice. No recuerdo haber tenido en ese momento ni más tarde ningún tipo de remordimiento. Si hubiéramos sido descubiertos, habríamos sido castigados; pero nadie se enteró.

No es agradable este recuerdo. Ni tampoco fue la última vez que rompí el precepto de no matar. Reconozco que no he tenido una vida libre de errores. Al contrario. Y eso es lo que hace, creo, que mi vida sea potencialmente instructiva.

Nací y crecí en una aldea de montaña llamada Darak. Estaba ubicada en la confluencia de dos de los mayores ríos del Tíbet, el Ngom-chu y el Dza-chu, que pasan a convertirse en el Mekong. Nuestra provincia era Kham, en el Tíbet oriental. Ya de niño sabía que Chamdo, la capital de la provincia, estaba a un día de caballo y que el monasterio de Dolma Lhakang estaba a tres días hacia el oeste. Más allá, a una distancia inabarcable, estaba Lhasa, la capital de la nación. Ni yo ni nadie de mi familia habíamos estado nunca allí, y las noticias que nos llegaban las traían los mercaderes que llegaban para vender sus productos y los lamas que ocasionalmente pasaban por el pueblo de camino a sus monasterios. Me era difícil imaginar el gran palacio del Dalái Lama o los espléndidos templos, porque mi pueblo consistía a duras penas en una docena de casas, desperdigadas arriba y abajo por las verdes laderas de la montaña, conectadas por los caminos trazados por nuestros pies y las pisadas de nuestro ganado. No teníamos ayuntamiento, ni edificios religiosos ni institucionales de ningún tipo. Lhasa me parecía un lugar tan remoto como la Luna, y casi tan misterioso.

El nombre que me pusieron al nacer fue Jampal Drakpa, Jamdrak era la versión breve, y crecí sin falta de nada, rodeado en abundancia de amor, relaciones de solidaridad y devoción. Nací el año del Cordero de Agua, el año 1943 del calendario occidental, y creo que fue en septiembre. No lo sé con exactitud, porque carecíamos de relojes y de calendarios en el pueblo. Tampoco los necesitábamos. El único tiempo que importaba era el cambio de las estaciones, que marcaban cuándo plantar, cuándo subir a los animales a los altos pastos y cuándo era el tiempo de la cosecha. El día exacto en que alguien nacía no nos preocupaba en absoluto, porque los días no contaban. Para nosotros, uno era joven hasta que se hacía viejo.

Yo era el más pequeño de los cuatro hermanos que habíamos sobrevivido (había habido otro chico nacido antes que yo, pero murió sin siquiera llegar a recibir nombre): Jamyang Chogyal, Palden Drakpa y Karma Shetrup Chochi Nyima. Y había dos niñas más pequeñas: Yangchen Lhamo y Zimey. Yo vivía con mi madre, mi padre, una prima mayor a la que llamaba Tía y mis dos hermanas. Mi madre era infinitamente amorosa, una mujer grande cuyos abrazos me envolvían por completo. Como yo era el chico más pequeño, ella, y todo el mundo, me lo consentían todo.

Todas las familias del pueblo estaban vinculadas por lazos de matrimonio, si no de sangre. Todo el mundo era tía o tío, o primo o familia. Todos los adultos a los que conocía podían darme una colleja si acudía despacio cuando me llamaban, darme de comer si tenía hambre o abrazarme si lloraba porque me había hecho daño con algo. Mi mundo se hallaba contenido en el familiar paisaje por el que los niños deambulábamos en nuestros juegos y por el cuidado de los mayores, que me conocían desde el día en que vine al mundo.

Las montañas de Kham tienen unas formas puntiagudas que alcanzan los 5.400 metros de altura, y en mi infancia todavía albergaban místicos en sus cuevas, meditando durante meses, en ermitas con vistas panorámicas de águila. Kham había sido el centro de un gran poder militar en el Tíbet prebudista, y había estado defendiéndose durante siglos de los ataques mongoles y chinos; siempre había sido política y económicamente una región poderosa. Es uno de los lugares habitados de mayor altitud del planeta y aún a día de hoy sigue siendo un lugar sobrecogedoramente remoto, aunque sus valles son ricos y fértiles, en comparación con las yermas tierras altas. Era una tierra virgen primordial que nos daba todo lo que necesitábamos, pero exigía nuestro respeto.

Los occidentales se sorprenden a veces al enterarse de que el Tíbet no es un país completamente cubierto por la nieve, a pesar de su elevada altitud. Con frecuencia hace demasiado frío para que nieve, contando además con que la lluvia queda bloqueada por las montañas del Himalaya. Durante los meses de invierno, el frío se agarra a la garganta a pesar del fiero resplandor del omnipresente sol (¡se puede sufrir congelación e insolación en un mismo día!).

En Kham, la población sedentaria, como mi familia, convive con los nómadas, que residen en tiendas hechas de piel de yak. Todos nosotros, los khampas, los oriundos de Kham, ya seamos nómadas o sedentarios, ocupamos un lugar en el orden espiritual gobernado por la cultura monástica de los monjes, las monjas, los lamas y los tulkus, como se llama a los lamas reencarnados, a quienes se da el título honorífico de Rinpoche, «precioso maestro», y que son los rectores de los monasterios. Veneramos a los tulkus y respetamos los rangos de una sociedad altamente jerarquizada, aunque recibimos mucho más de las autoridades religiosas de lo que contribuimos, ya sea en dinero o en devoción. El budismo se basa en la búsqueda de la sabiduría y la bondad, que es la naturaleza íntima de cada uno de nosotros. Las enseñanzas del Buda, que han pasado de generación en generación, son nuestra guía para encontrar esa sabiduría y esa bondad que hay en nuestro interior. En el budismo hablamos de las Tres Joyas: el Buda, el Dharma (las enseñanzas) y el Sangha (la comunidad monástica que encarna y transmite el Dharma). En el Tíbet de mi infancia, nadie cuestionaba nada de todo ello. Era el telón de fondo de nuestras vidas, arraigado y al mismo tiempo inadvertido, y objeto de nuestra absoluta devoción.

El carácter de nuestra cultura budista tibetana ha sido descrito a veces por los occidentales como mágico y místico, y ahora que resido en Occidente puedo entender por qué. Sin embargo para nosotros los actos de clarividencia y los sueños proféticos que se utilizaban, por ejemplo, para identificar el próximo renacimiento de un determinado tulku, no eran más mágicos o místicos que la luz que enciendo al darle al interruptor cuando entro ahora al baño. Nuestro modo de estar en el mundo y de relacionarnos entre nosotros y con el resto de los seres vivos estaba regido por una comprensión particular de la realidad, y por los poderes de la mente. El eje central de nuestra visión del mundo era la cultura religiosa, que había concebido la exquisita decoración de los templos, con sus delicados frescos al pastel de las vidas de santos y sus altares* revestidos de pátinas de oro. Cada uno de nosotros, ya fuera monje, tulku, meditador altamente realizado habitante de una cueva, madre de diez hijos en una tienda de piel de yak, o por supuesto un pequeño y mimado niño desobediente, éramos parte de un mundo donde todo estaba interconectado.

No es que nada de todo ello me importara cuando era niño, ni sentía ninguna resonancia espiritual particular en mi vida diaria. El budismo estaba tan presente como el aire que respiraba, el agua del río o la boñiga de yak sobre la que resbalaba mientras jugaba al escondite.

La vida de mi familia había sido moldeada por el orden religioso, al igual que la de todo el mundo. Mi hermano mayor, Jamyang Chogyal, era monje en Riwoche, un bellísimo monasterio bastante cercano a casa, situado en uno de los lugares más maravillosos de Kham. Era siete años mayor que yo, y se había ido al monasterio antes de que yo naciera, y por tanto no lo conocía. Se trataba de una situación bastante frecuente. De cada familia, un chico o una chica, normalmente el mayor, entraba en el monasterio como monje o monja.

Tampoco conocía a mi segundo hermano, Palden Drakpa. Cuando nació, mi madre no tenía leche suficiente para amamantarlo, y para que sobreviviera se lo llevó su hermana a su pueblo para criarlo ella. No lo conocí hasta muchos años más tarde, justo antes de dejar yo la aldea, y solo coincidí con él brevemente. Mis padres lo habían elegido para que los sucediera como cabeza de familia. Estaba destinado a ser el heredero de la casa y el cuidador de nuestros padres en su vejez.

De nuevo, esa era la costumbre. El Tíbet no solo era una cultura monástica, sino también patriarcal. El cabeza de la casa era un hombre, y debía elegirse a un hijo varón para suceder al padre al mando de los negocios familiares. Las mujeres mandaban en el ámbito doméstico y eran respetadas como madres, pero sus vidas estaban más constreñidas. Muchas se hacían monjas, por ejemplo, aunque no tenían acceso a los niveles de ordenación más elevados, que estaban reservados para los hombres.

Y luego estaba mi tercer hermano, a quien toda la vida conocí como Akong, nacido en 1940, el año del Dragón de Hierro, y que era el más especial. El nombre que le pusieron al nacer fue Karma Shetrup Chochi Nyima, pero pronto, a los dos años de edad, fue reconocido como la segunda reencarnación del linaje de los Akong tulkus, y a los cuatro se lo llevaron a su monasterio de Dolma Lhakang, del que estaba destinado a ser abad.

Los tulkus son una figura propia del budismo tibetano. Es nuestra creencia que los maestros espirituales iluminados pueden renacer de forma voluntaria para continuar con sus obras en la vida siguiente. Cuando esto sucede, los lamas de alto rango y los maestros espirituales pueden detectar su presencia a través de sueños, de rituales de adivinación y consultando los textos sagrados, y a continuación parten en busca del niño. Cuando lo encuentran, el niño es sometido a una serie de pruebas para determinar si es un tulku auténtico o no. Es una gran alegría cuando un maestro espiritual del pasado es reconocido, porque puede dedicarse a retomar su labor en la vida presente. Para las familias tibetanas, que uno de sus hijos sea reconocido como tulku es un gran honor, de modo que entregan al niño de mil amores. Históricamente, la gran mayoría de los tulkus han sido niños y hombres, aunque hay excepciones. Las Samding Dorje Phagmo tulkus, por ejemplo, que tienen su sede en el monasterio de Samding, son mujeres. Su primera encarnación tuvo lugar en el siglo XV, y la encarnación actual, la XII, vive aún en Lhasa.

Yo nací un poco después de la partida de Akong a su monasterio, de manera que, al igual que con mis otros hermanos, no lo conocía. Lo que sabía, desde tan pequeño como soy capaz de recordar, era que se esperaba que yo me reuniera con él sobre los doce años, para servirle como asistente.

La nuestra era la única familia en el pueblo con un hijo reconocido como tulku. De hecho, el caso de Akong era incluso más excepcional, porque su lugar de nacimiento había sido descubierto por el mismísimo Gyalwa Karmapa, cabeza del linaje Kagyu. Al que nuestra familia servía lealmente.

Hay cuatro escuelas, o linajes, en el budismo tibetano. La más antigua es la escuela Nyingma, luego están la Kagyu, la Sakya y la Gelug. Cada una de ellas posee sus propios líderes e instituciones monásticas, y cada tibetano pertenece a alguna de ellas en concreto. La línea de los tulkus conocidos como los Karmapas es la de los líderes supremos de la escuela Kagyu, cuyos orígenes se remontan a los maestros indios del siglo XI Tilopa y Naropa. Fue un discípulo de Naropa, Marpa, quien estableció el linaje Kagyu en el Tíbet.

Durante más de mil años ha habido una cierta rivalidad entre las cuatro escuelas, pero desde el siglo XVII los tulkus del Dalái Lama, que son los líderes de la escuela más joven, la Gelug, han ostentado el liderazgo general sobre el budismo tibetano. Hasta que China asumió el control político completo en 1959, habían sido además los líderes temporales del Tíbet. Existe una jerarquía perfectamente definida entre los cabezas de las escuelas y el resto de los lamas de alto rango. Su Santidad el Dalái Lama ocupa la posición más elevada y los Karmapas están solo un escalón por debajo. El linaje Kagyu, y la institución de los Karmapas que está a su cabeza, eran el foco de devoción de mi familia y del monasterio de mi hermano. Reconocíamos a Su Santidad el Dalái Lama como nuestra autoridad espiritual suprema, pero teníamos con él una relación menos emotiva y devota que con Karmapa. Para nosotros, Su Santidad el XVI Karmapa, era una especie de monarca-sacerdote. Además, era un hombre excepcionalmente brillante y de gran poder místico, como yo mismo acabaría descubriendo.

Las cualidades de Akong le convertían en una persona de gran relevancia en nuestra sociedad, pero a mí todo ese asunto del tulku me era muy ajeno. No pensaba en el momento en que me tocaría trasladarme a la lejana Dolma Lhakang y perdía poco tiempo haciéndome preguntas sobre Akong. Tenía bastante ocupándome de mi afortunada vida de hijo único, de facto, de la familia.

Durante los meses más calurosos del año, mi pueblo aparecía verde y exuberante, y crecían las cosechas de trigo y cebada en los campos más próximos a nuestras casas. Cada primavera, al tiempo que las flores silvestres estallaban en montículos de colores y aromas, uno de los ancianos convocaba al resto de los vecinos a una reunión en la que explicaba y dejaba por escrito el plan de quién plantaría qué, cuándo y dónde. Los animales entonces tenían que ser llevados a la montaña, a los pastos de verano, para dejar el terreno libre para las cosechas. Y ese era el cometido de los niños más mayores. No había escuela ni nada parecido; y durante mi primera infancia no hice otra cosa que jugar; sin embargo, al llegar a los ocho años, se suponía que debía unirme al grupo de chicos que llevaban el ganado a los pastos de alta montaña.

Mis padres tenían muchas tierras y un rebaño considerable de yaks y cabras. Al inicio de la primavera lo llevábamos hasta la zona arbolada, que no estaba lejos de casa. Luego, a medida que el suelo se descongelaba por completo y los animales necesitaban más para comer, los trasladábamos hacia zonas más altas, donde teníamos una tienda estilo tipi, hecha de pelo de yak, que llamamos una baa. Estaba levantada en torno a un enorme tronco de pino que permanecía allí todo el año. Dentro había una chimenea adecuada y sitio para dormir para todos nosotros. Montábamos lechos mullidos cortando ramas de los arbustos de anís más tiernos que crecían silvestres en la zona. Fuera de la tienda había un gran cercado en el que dormía el ganado, excepto las crías, que metíamos dentro de la tienda con nosotros por la noche para protegerlas. Nos acurrucábamos lo bastante cerca como para patearnos mientras bromeábamos somnolientos, con la barriga llena de tsampa y de leche de dri.

Pasábamos muchos días seguidos acampados en la montaña con la Tía (mi prima mayor), que estaba a cargo de nosotros. Al amanecer y por la tarde, ella ordeñaba a las cabras y las dri, las hembras del yak, dejándoles lo justo para sus crías. Con la leche hacía yogur y queso fresco, y batía la nata para hacer mantequilla, que era empaquetada en cajas de madera. A nosotros nos daba cada día una ración de mantequilla recién batida para comer con tsampa, y era algo delicioso. También comíamos queso y yogur, y tomábamos tanta leche como nos apeteciera. Mi padre subía todos los días para traernos otras provisiones, recogía la leche y la mantequilla que la Tía hubiera empaquetado en cajas, y se lo llevaba todo montaña abajo hasta el pueblo.

Nos quedábamos en torno a un mes allá arriba en los altos pastos y, aunque echaba de menos a mi madre, me encantaba estar allí. El paisaje era impresionante incluso para un niño que en lo que más pensaba (me avergüenza admitirlo) era en su honda. Era incapaz de resistirme a disparar a cualquier cosa que se moviera. En cierta ocasión le rompí una pata a una dzomo (un cruce de yak y vaca) de nuestro vecino al lanzarle una piedra. Mis padres se pusieron furiosos conmigo. Mi castigo consistió en dar de comer a la dzomo durante todo el invierno. Pero nada podía apartarme de salir de caza con mis amigos. Tras ocuparnos del ganado por la mañana, ya no teníamos nada que hacer hasta el final del día, el momento de recogerlo. Era un movimiento tan natural como el de la respiración, subir y bajar las laderas de la montaña dos veces al día. Al llegar el final del verano, bajábamos en tropel hasta el pueblo, al fondo del valle, y volvía a reencontrarme con mi madre y sus familiares abrazos.

Aparte de los yaks y las cabras, había mulas, caballos, algo de ganado, y muchos dzo y dzomos en el pueblo y en los alrededores. Las hembras cruzadas, las dzomo, daban más leche que las dri puras (la hembra del yak); y los machos, los dzo, eran más fuertes, y se utilizaban para arar los campos. Pero estos animales eran menos ágiles y resistentes en altura que los yaks, que eran la fuente de energía para el trabajo en nuestras vidas. Los yaks arrastraban los carros cargados de trigo y cebada. Llevaban a los mercados cargas de cualquier cosa amarradas a sus lomos a través de los pasos de montaña. Dependíamos de ellos totalmente, puesto que utilizábamos también su pelo tejido para hacer tiendas, hacíamos zapatos y bolsos con su piel, y usábamos la mantequilla elaborada con su leche como combustible para las candelas. Sin mencionar que comíamos su carne y con su leche elaborábamos yogur y queso.

Los caballos eran nuestro único medio de transporte, y para todos los niños tibetanos era tan natural aprender a montar como aprender a caminar. Los hombres se enorgullecían particularmente de su destreza para montar. Cepillaban a sus caballos y los adornaban con borlas, y los tenían siempre listos para las carreras y las demostraciones de habilidad. Los hombres tibetanos sentían por sus caballos lo que muchos occidentales sienten por sus coches. Cuando llegué a Occidente, yo mismo desarrollé enseguida el amor por los coches.

Había, sin duda, un gozo especial en el vínculo entre un hombre y su caballo, y respetábamos a los animales como parte integral del tranquilo discurrir de nuestro mundo, aunque yo no guardo un recuerdo demasiado sentimental de todo ello. Algunas personas tenían un perro doméstico de compañía y en todas las casas había un drog-khyi, un perro nómada, que en Occidente se conoce como mastín tibetano. Eran perros gigantes, de largo y denso pelo, y se decía que eran tan fuertes que podían matar a un oso. El perro permanecía atado a la puerta de la casa por el día y por la noche se lo dejaba suelto para proteger el ganado. El nuestro era blanco y negro, un magnífico animal que llevaba un collar rojo alrededor del cuello.

Durante los meses de invierno hacía un frío glacial, incluso por el día. Yo iba rodando por todas las casas del pueblo, uno más de la chiquillería, corriendo de un hogar caliente a otro. Jugábamos como cachorros salvajes en las cuadras de la planta baja de nuestras grandes casas de piedra, donde nuestros rebaños de yaks y cabras permanecían estabulados para pasar el invierno. Me acuerdo de jugar al escondite y de hurgar bajo la paja, buscando a mis compañeros, esquivando a los yaks mientras masticaban y tratando de no resbalar en sus boñigas. Inevitablemente, calculábamos mal algún salto y aterrizábamos chapoteando en alguna boñiga de yak, pero todo ello formaba parte de la diversión.

Una de las tareas de los adultos era amontonar fuera de los establos la porquería del suelo, que se secaba formando grandes montones que servían en primavera como fertilizante. Esas pilas de estiércol eran otro escondite irresistible, dado que siempre estaban calentitas y secas. Debíamos de parecer mugrientas criaturillas, con paja en el pelo y estiércol seco pegado a las piernas, pero el aire era tan frío y seco que no recuerdo ningún olor y no nos sentíamos sucios, solo despreocupados. No había servicios, por supuesto, ni agua corriente. En la esquina de la casa había un agujero que servía de letrina y desembocaba en un pozo ciego hundido en la tierra. Nos lavábamos utilizando barreños de agua enfrente del fuego.

La planta superior de la casa servía de granero para almacenar las cosechas, sobre todo el centeno, y tener reservas para el invierno. El piso intermedio estaba dividido en diferentes espacios destinados a dormitorios, sala de estar, cocina y guardarropa para las prendas y los objetos de los mayores embalados en baúles. Había una habitación especial de invitados, para los lamas que venían de visita, que se cuidaba al máximo, con muebles cómodos y paredes decoradas. En el resto de la casa, el humo del hogar oscurecía las paredes sin remedio, de manera que se forraban de madera sin más. La habitación de invitados era la única en la que las paredes estaban enlucidas y pintadas, y la ventana cubierta con papel fino para que pudiera entrar algo de luz y aislarla del frío exterior. Yo solía entrar a veces a hurtadillas, solo para contemplar el azul y el amarillo brillantes de las paredes, las volutas de color rosa, azul y verde de las alfombras tejidas a mano.

Al lado de la habitación de invitados estaba la capilla familiar, donde nos reuníamos todos, en las ocasiones especiales, para hacer plegarias y meditar. Los niños dormíamos en una habitación y mis padres tenían su propio cuarto, pegado al nuestro. En la práctica, sin embargo, solíamos llevar nuestro respectivo colchón al lugar más apropiado según la estación. A veces, en verano, mis hermanas y yo agarrábamos una manta y nos íbamos a dormir al porche de la cocina, que daba al exterior. Me encantaba mirar las estrellas y sentir la brisa en la piel.

Los tres solíamos hablar mientras nos quedábamos dormidos. Yangchen Lhamo y Zimey eran más pequeñas, y yo jugaba más con los otros cuatro chicos del pueblo que con ellas, aunque un juego que me gustaba compartir con mis hermanas era echar a navegar flores al agua. A medida que nos hacíamos mayores, ellas pasaban más tiempo que yo dentro de la casa haciendo tareas, de manera que a menudo estábamos todo el día separados. Esa era la forma de vida del Tíbet en aquel tiempo. Era una sociedad tradicional preindustrial. Nunca sentí que se tuviera a los hombres como superiores a las mujeres y jamás vi a nadie abusar de una mujer, pero los sexos tenían roles distintos muy marcados.

La cocina tenía estantes abarrotados de utensilios y numerosas ollas llenas de agua potable. Era trabajo de las mujeres de la casa ir cada día al río a por agua. Había un gran fuego central para cocinar en el que mi madre, la Tía y mis hermanas preparaban la comida. El hogar era enorme, cabían en él troncos enteros. El fuego era tan intenso que las cosas se cocinaban en un momento. Había hornacinas dentro de la chimenea para hornear el pan. Teníamos también un comedor, aunque la mayor parte de las veces comíamos de manera informal alrededor del fuego. A mediodía tomábamos tsampa, que es el alimento base de los tibetanos, una mezcla de harina de trigo o cebada tostada y té con mantequilla salada, amasado todo en bolas. Lo acompañábamos de más mantequilla, queso, yogur y verduras, a veces con un poco de carne, aunque no en las comidas del diario. Y en esto consistía sobre todo nuestra dieta. No tuvimos arroz hasta que llegaron los chinos, ni patatas, ni fruta. Tampoco teníamos nada dulce.

Algunas personas se sorprenden de que los tibetanos comamos carne. Los budistas tienen prohibido matar a cualquier ser vivo y, en muchos países en los que se practica el budismo, los budistas son vegetarianos. En la mayor parte del Tíbet, sin embargo, las condiciones no permiten el cultivo agrícola y dependíamos para nuestra alimentación de la carne, y sobre todo de los productos lácteos. Asimismo, dependíamos de los carniceros que llegaban en otoño para matar los animales por nosotros. Eran musulmanes, e iban de pueblo en pueblo sacrificando y despiezando corderos, cabras y yaks.

Por la noche tomábamos sopa caliente, de nuevo con tsampa, y a continuación recitábamos las veintiuna alabanzas a Tara Verde. Todos las conocíamos de memoria. Tara Verde es una deidad muy popular e importante en la tradición budista tibetana, y se la tiene por una protectora que acude inmediatamente en nuestra ayuda cuando estamos luchando contra los obstáculos y el miedo. Tara es una bodhisattva femenina estrechamente asociada con la compasión, la salud y la protección. Tiene veintiuna manifestaciones, cada una de las cuales se relaciona con determinadas cualidades y actividades. Igualmente, cada una tiene su propio color. Tara Blanca, por ejemplo, es también muy popular, y se la asocia con la sanación y la longevidad.

Durante el invierno, normalmente, dormíamos todos junto al fuego. Recuerdo quedarme dormido más de una vez observando a mi madre y a la Tía untándose mutuamente el pelo con mantequilla de yak para mantenerlo brillante, con la luz del fuego aleteando en sus rostros, mientras sus manos torcían el pelo en trenzas y tirabuzones que enganchaban en sus cabezas. No hablaban mientras lo hacían, y el movimiento de sus dedos y las sombras de sus rostros me arrullaban hasta dormirme.

Si todo esto suena a un mundo bastante primitivo, supongo que es porque en algunos aspectos lo era. Teníamos una economía de subsistencia en la que comíamos lo que producíamos, usábamos leña como combustible y fabricábamos nuestra propia ropa y nuestras alfombras con la lana y las pieles de los animales. Los escasos excedentes los intercambiábamos por bienes como cazuelas o zapatos. No era exactamente una economía de trueque, ya que usábamos dinero para comprar objetos más refinados, como ropa de vestir, objetos religiosos para nuestra capilla y tapices para la habitación de los invitados. Pero era un mundo de tal simplicidad material que es difícil, para quienes han crecido entre supermercados y oficinas, tarjetas de crédito y salarios, imaginar qué podía sentirse. Nuestras obligaciones procedían del hecho de ser mutuamente dependientes y de la necesidad de sacar adelante las tareas esenciales, antes que de seguir las órdenes de un empresario o la necesidad de tener facturas que pagar. El tiempo venía marcado por la salida y la puesta del sol, el creciente o el menguante de la luna y el paso de las estaciones.

En todo lo que yo considero importante de verdad, era una sociedad de la abundancia. Había una firme tradición monástica de estudio y reflexión. Los monjes eran maestros y, a la vez, guías espirituales, y en cada familia de mi pueblo había al menos una persona que sabía leer. Era una sociedad construida en torno a los valores de la fe y la devoción, la expectativa de la compasión hacia todos los seres vivos y la creencia de que cada cosa y cada persona eran valiosas.

Siempre había tiempo de sobra para hablar, para escuchar y para comunicarse con los demás. Durante los largos meses de invierno, los animales no requerían otra atención que ser ordeñados y las tormentas aullaban en el exterior, de manera que era imposible aventurarse fuera. Pasábamos horas comiendo y hablando. Solíamos hacer seis pequeñas comidas al día, acompañadas de historias y bromas. La vida fluía entre risas y amor. No me faltaba de nada en ningún sentido. Si sentía hambre, todo lo que tenía que hacer era quejarme y dar un poco la lata, y mi madre me traía algo de comer. Si ella estaba ocupada o de mal humor, salía a la calle y allí había algún otro adulto que me atendía como si fuera su propio hijo.

Existía la fuerte sensación de estar seguro y a salvo; y esa es, para mí, la característica más definitoria de mi infancia, que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida. Muchos de los occidentales que vienen a verme en la actualidad son víctimas de un gran sufrimiento emocional, y para la mayor parte de ellos el problema tiene su origen en la infancia. Me cuentan que no se sienten nada bien. Que no se sienten dignos de amor. Crecieron con un sentimiento de soledad, o faltos de afecto, y ya de adultos siguen sintiéndose inseguros y amenazados. Y esto me hace preguntarme por qué tanta gente crece en un mundo materialmente confortable y de libertad individual, con personas cultas y educadas a su alrededor que se hacen cargo de ellos, y aun así sienten una permanente carencia en su corazón.

No juzgo a nadie y animo a todos los que vienen a verme a que abandonen su arraigada tendencia a culpar a los demás, especialmente a los padres, de sus sufrimientos. La sociedad moderna les pone muy difícil a los padres dar a sus hijos todo el apoyo emocional y la seguridad que necesitan. Hay demasiadas presiones y exigencias contradictorias sobre la gente hoy en día. Y, por si fuera poco, muchos padres tampoco recibieron la educación apropiada ellos mismos. Los tibetanos aprecian mucho la familia y los valores recibidos de sus antepasados, y me extraña sobremanera que muchos padres en Occidente no hayan heredado el sentido de lo que supone ser un ser humano emocionalmente integrado. Y para empeorar las cosas, los niños están sometidos a la continua presión de sacar buenas notas y tener éxito. De modo que su única salida es suprimir el dolor emocional y entregarse a la implacable rutina del éxito. Cuando, ya de mayores, comienzan a meditar, su dolor emocional resurge –como habría de descubrir más tarde, cuando comencé a instruir y guiar a estudiantes de budismo occidentales–. Mis muchas conversaciones a lo largo de los años me han hecho valorar incluso más aún mi propia experiencia de un mundo en el que los adultos y los niños convivían a todas horas, capaces de escucharse y de prestarse atención mutua. A los niños, se nos veía, se nos escuchaba, se nos tenía en cuenta y se nos educaba. Sabíamos a qué pertenecíamos.

Más allá del reino de la familia en sentido extenso, más allá de la dimensión social, la comunidad en su conjunto se sentía interconectada con el vasto ecosistema de los seres vivos y de la Tierra de la que dependíamos. Y, por supuesto, también nos sentíamos conectados por nuestras creencias en las enseñanzas budistas y en la fe que procedía de ellas.

Tener el fuerte sentimiento de que estamos conectados con los demás seres humanos y de que somos valorados por ellos es de vital importancia para todos, en especial para los niños. E incluso, si hemos crecido sin ese sentimiento, nunca es tarde para crear lazos con los demás en nuestras vidas, en nuestras familias y en nuestras comunidades. Toda relación comienza por un impulso de apertura a los demás. Cuando somos generosos con nuestra atención y nuestros servicios, la empatía fluye y la compasión se vuelve posible. Muchas de las ideas budistas fundamentales sobre la alegría y la compasión tienen su raíz en la comprensión de que nadie existe de forma aislada. La interrelación es esencial para nuestro ser; el aislamiento es una ilusión errónea. Os ofrezco esta idea como punto de partida para vuestro propio viaje de cambio positivo.

2.Ritual y resistencia

De niño me intrigaban en particular los buitres, a los que en el Tíbet se considera sagrados a causa del papel crucial que tienen en el destino de los cuerpos tras la muerte. Dado que la tierra está congelada la mayor parte del año y es casi imposible de cavar, nuestra comunidad practicaba los entierros celestes. Cuando alguien moría, el lama que residía valle abajo, en el monasterio local, acudía para hacer plegarias. Era una especie de sacerdote del pueblo, disponible para las ceremonias y el consuelo cuando se le requería. Todos lo conocíamos y confiábamos en él.

Una vez recitadas las plegarias por el muerto, el cuerpo era amortajado y llevado al vertedero de cadáveres, donde se le retiraban los vendajes y se lo descuartizaba. Los pájaros que andaban planeando se lanzaban en picado y devoraban todo, excepto los huesos que no podían romper, como el cráneo. Los quebrantahuesos, nativos del Tíbet, son los más grandes del mundo en su especie, y a menudo alcanzan una envergadura superior a los dos metros y medio, de modo que son inmensamente poderosos. Los familiares que se ocupaban del cadáver volvían al cabo de varios días, machacaban los huesos que habían quedado y los mezclaban con el cerebro, para que los buitres pudieran comérselo todo.

El objetivo era que acabara por no quedar ni un solo resto de carne. De hecho, si un cuerpo no era consumido totalmente, se tomaba como un signo adverso, que auguraba un karma negativo para el muerto. La doctrina del karma es un punto esencial del budismo. Nosotros creemos que todos nuestros pensamientos, palabras y acciones, así como las emociones que impulsan dichas acciones, dan forma tanto a la vida actual como a todas nuestras vidas venideras. Al morir, el karma que hayamos acumulado en esta vida, ya sea bueno o malo, determina si renaceremos una vez más como seres humanos, o como animales o seres de los otros reinos de la existencia, ya se trate de un reino inferior o superior. Si los buitres eran incapaces de consumir un cadáver concreto, era un signo adverso para las expectativas kármicas del individuo. En esos casos, se requería la realización de ulteriores rituales de purificación, hechos por otro lama; de modo que se tomaban todas las precauciones para asegurar que los buitres cumplieran con su papel.

El modo tibetano de enterramiento choca a algunos occidentales y les parece repugnante. Tras visitar los cementerios ingleses, tapizados de césped, puedo comprender el motivo. Nosotros, sin embargo, no consideramos que el método sea tan horrible ni irrespetuoso. De entrada, es, de lejos, el más eficiente y salubre. Representa, además, un acto de generosidad hacia las aves y hacia el mundo interconectado de mutuo apoyo en el cual vivimos. Y, por supuesto, todos nosotros creemos en la reencarnación, de manera que el cuerpo no es sino un cascarón vacío. En el budismo tibetano se considera a los buitres como dakinis, o ángeles, que vienen a ayudar a la persona muerta para que tenga un rápido renacimiento. Así que creemos que ser consumido por ellos es una forma sagrada de finalizar el tiempo de encarnación en la Tierra.

Como chiquillo, estaba loco por capturar un buitre. No para matarlo, solo quería sentir en mis manos el ímpetu de ese poder angélico enorme. Era una idea absurda, poco probable que acabara bien para mí, pero se convirtió en una auténtica obsesión. Cuando tenía unos siete años, murió un perro en el pueblo, vi mi oportunidad y recluté a mis amigos como ayudantes. Decidimos que podíamos atar una cuerda al cuerpo del perro y, cuando el buitre se acercara a comer, iríamos arrastrando el cadáver más y más hacia nosotros, atrayendo al buitre hasta que lo tuviéramos tan cerca que pudiéramos atraparlo. Nos sentíamos muy inteligentes por haber tramado ese plan, pero en cuanto el buitre nos vio simplemente agarró al perro y echó a volar con él. El ave era tan poderosa que no fuimos capaces entre todos juntos de sujetar la cuerda.

Sin embargo, no abandoné. Seguí con la determinación de atrapar por mí mismo un buitre. Un día me di cuenta de que había un caballo muerto río abajo y de que se acercaban muchos buitres al festín. Siempre empiezan por los órganos internos, que son blandos y son la parte más nutritiva y fácil de comer. En un animal grande, eso crea una jaula natural formada por las costillas. Observé a los buitres yendo cada vez más adentro de la carcasa, y noté que para hacerlo tenían que plegar bien las alas. Me dirigí hacia allí con la brillante idea de que mientras uno de los buitres estuviera dentro del caballo, comiendo su carne, yo sería capaz de inmovilizarlo con mis brazos y sujetarlo por las alas. Me sorprende que llegara a considerar este plan siquiera por un segundo, dada la experiencia previa, que me había mostrado la inmensa fuerza de esas criaturas. Incluso a los siete años, siempre he confiado en mi valor y jamás he tenido miedo.

Me tumbé al acecho y, cuando vi que uno de los buitres se metía dentro de la cavidad del pecho del caballo, salté sobre él y traté de agarrarlo por las alas. ¡El buitre no iba a tolerar eso! Era tan grande que no tuvo dificultad en despegar del suelo conmigo aún agarrado a su espalda. Aterrorizado, traté de seguir agarrado, pero se libró de mí y caí al suelo. Y así acabó mi caza del buitre, aunque fue el inicio de mi pasión por el riesgo.

Cuando tenía diez años, experimenté el primer gran cambio en las rutinas de mi vida. Mi padre anunció que mi hermano Akong Rinpoche había enviado una carta citándonos en Dolma Lhakang. Mi hermano, el tulku, del que yo había oído hablar tanto, ¡quería conocerme! La visita serviría para la preparación de mi incorporación, dos años más tarde, como asistente suyo. Yo estaba emocionado. Nunca había estado más allá de las tierras de pastoreo que había arriba de mi pueblo, así que el mero hecho de ensillar un caballo y hacer un viaje de cuatro días se me hacía una aventura.

Mi padre tenía algunos asuntos de los que ocuparse cerca del monasterio. Iba a cambiar sal, que era difícil de encontrar en aquella zona, por cebada blanca, que es especialmente buena para hacer tsampa. Partimos hacia el oeste, con una caravana de doce yaks cargados de sacos de sal. La primera noche que pasamos fuera acampamos con una familia nómada en el área de la que mi madre era originaria. Al día siguiente tuvimos que atravesar un espeso bosque y cruzar un río. Yo no sabía nadar y recuerdo el miedo que pasé cuando nuestro caballo, al cual mi padre me había atado, empezó a ser arrastrado por la corriente desde el estrecho vado. Mi padre logró controlar a la bestia y conducirla hasta la otra orilla, pero cuando conseguimos salir del agua yo estaba empapado, congelado y muerto de miedo. La segunda y tercera noches las pasamos con otras familias a las que yo conocía vagamente, y el cuarto día empezamos el ascenso hacia la meseta desértica en la que Dolma Lhakang estaba ubicado, a 4.500 metros de altura sobre el nivel del mar. Dejamos muy abajo el límite del bosque y yo comencé a sentirme abrumado por el escalofriante estéril paisaje. Nunca había visto nada similar, y me sentí pequeño y fuera de lugar. Hubimos de cruzar un profundo lago completamente helado, y recuerdo cómo nuestros yaks agachaban la cabeza y arañaban el hielo con sus cuernos, mugiendo como si estuvieran llamando a algún compañero extraviado bajo la superficie.

La primera visión que tuve del monasterio la llevo grabada en la mente. El edificio central del templo era la mayor construcción que yo había visto en mi vida, era un edificio de adobe enlucido de yeso rosado que se elevaba sobre fuertes muros de piedra, de superficie rugosa y con el tejado de madera. Tenía una gran puerta de madera de doble hoja justo en medio del edificio. A medida que nos acercábamos, a través del canchal de roca gris, los muros rosados parecían resplandecer.

Yo me sentía algo atemorizado y no tenía ni idea de lo que podía esperarme tras aquella reunión. Pero cuando llegamos, tras las bienvenidas, los monjes nos comunicaron que Akong Rinpoche no estaba. Había salido de viaje con otro joven lama, llamado Trungpa Rinpoche, para recibir enseñanzas de su lama, Shechen Kongtrül Rinpoche, y no sabían cuándo regresaría. A mí no me importó, pero vi que mi padre se quedó decepcionado. Estas cosas eran inevitables en una sociedad en la que no había otro modo de comunicación a larga distancia más que las cartas entregadas en mano.

Mi padre me dejó al cuidado del tutor de Akong Rinpoche durante dos noches para ir a ocuparse de sus negocios. El hombre era muy amable conmigo, pero yo no me sentía a gusto solo en ese nuevo entorno. No había nadie con quien jugar, ya que yo era el único niño allí, y echaba de menos los abrazos de mi madre. No tenía sentido esperar más allá del tiempo requerido para los negocios de mi padre, dado que mi hermano podía tardar semanas o incluso meses en presentarse; de manera que, cuando mi padre volvió a recogerme, regresamos a casa. El viaje de vuelta no fue ni mucho menos tan emocionante.

Ya en el pueblo me dispuse a olvidar por completo todo lo relativo a mi aventura. Viajar y ver el mundo no había sido tan divertido, a mi parecer, y me sentía contento de volver a estar en casa con mi familia y mis amigos. No esperaba otra cosa sino retomar mi vida feliz y olvidarme por completo de Dolma Lhakang. Sin embargo, mi padre veía las cosas de otra forma. Me organizó clases de lectura y escritura de tibetano, ya que iba a necesitar tener una formación básica cuando mi hermano volviera a llamarme para ir con él. La educación en la forma de vida y las materias del monasterio iba a ser intensa, me dijo, y necesitaba llevar una buena preparación.

Seguía sin poder imaginarme la vida que se suponía que me estaba esperando allí. Haber estado fuera, incluso por tan poco tiempo, me había dejado claro que yo pertenecía a Darak. Así que ¿qué necesidad tenía de aprender a leer y escribir? Mi padre me había preparado el papel de arroz, la tinta con su tintero de cobre y los plumines, hechos de bambú, con su afilada punta. Yo estudiaba de mala gana hasta que se presentaba la primera ocasión para escaparme –mi padre tenía que salir de la habitación porque lo llamaba mi madre para algo, por ejemplo–. Entonces me escabullía discretamente y me iba en busca de mis amigos. Yo quería complacer a mis padres, pero quería mucho más hacer lo que me gustaba.

Este rasgo de rebeldía fue característico de toda la primera mitad de mi vida. Durante esas tediosas tardes en Darak, descubrí que tenía un don para escaquearme de lo que se suponía que debía estar haciendo. Me pasé los siguientes treinta años como artista del escapismo de cualquier situación o expectativa que no me conviniera.

Como era de esperar, mi padre se enfadaba por tener que ir a buscarme a los campos o las cuadras de las casas de los vecinos. Un día, cansado ya de arrastrarme hasta la habitación de estudio, me golpeó en la cabeza con una vara. En general, los padres tibetanos procuran un entorno protector para sus hijos, pero entonces los castigos corporales seguían siendo la norma para los malos comportamientos. Por desgracia, en esa ocasión mi padre no apuntó bien y me dio de forma accidental en un ojo, que se me hinchó de forma alarmante; y esto provocó la ira de mi madre. Se enfadó tanto que decidió que se habían acabado las clases. Yo quedé encantado, aunque eso hizo mi vida más difícil cuando más tarde llegué a Dolma Lhakang y comencé mis estudios allí, para los que no estaba preparado en absoluto.

Poco después de verme liberado de la carga del estudio, comenzaron los preparativos para el Losar, el Año Nuevo tibetano, que es nuestra fiesta más importante del año. Esta festividad cae normalmente en febrero o a principios de marzo, según el calendario occidental, y puede durar más de dos semanas. Me encantaba y la esperaba con antelación durante meses. Todas las rutinas habituales se relajaban, las personas mayores estaban de buen humor, y nos poníamos nuestra ropa más elegante, utilizábamos los objetos más preciados y tomábamos las mejores comidas del año. Yo tenía un sombrerito mongol adornado de coral del que estaba muy orgulloso y un bol de plata para comer que solo usaba en Año Nuevo.

Antes del inicio de las fiestas limpiábamos la casa de arriba abajo y traíamos maderas aromáticas para hacer ofrendas de humo. Mi madre, la Tía y mis hermanas empezaban a preparar comida días antes. La costumbre era comer momos fritos, hechos de harina de trigo mezclada con queso rallado y mantequilla de yak, en forma de cuadritos. Era la comida que más me gustaba del mundo entero. Se servían con carne de cabeza de yak, que era una exquisitez que solo comíamos en Losar. Las cabezas de yak se conservaban aparte durante el invierno hasta que llegaba el tiempo de prepararlas. El pelo se quemaba a la orilla del río y las cabezas se volvían a traer a casa, y la carne se cortaba en finos filetes que se cocinaban para las festividades. Hacíamos muchos tipos de krapse, galletas con formas artísticas, muy fritas. Y para los mayores había chang, cerveza de cebada, que solo se bebía en Losar. Como budistas, el consumo de alcohol no era frecuente. En Año Nuevo se bebía, pero raramente en otras fechas.

El día de Año Nuevo toda la familia se levantaba temprano, y nos vestíamos con nuestra mejor ropa. A continuación, preparábamos la casa sacando los cojines más cómodos y las alfombras de las ocasiones especiales y de recibir invitados. Una vez que todo estaba listo, comenzaba la celebración. Los primeros dos días los pasábamos con los familiares más próximos. Luego nos visitaban las demás familias del pueblo, una por una, para festejar con nosotros. Cada día una familia diferente, y las celebraciones duraban hasta bien entrada la noche. Los mayores acababan algo achispados, hacíamos música con flautas, harpas de boca y guitarras, y todo el mundo bailaba en nuestra amplia sala de estar. Cuando acababa la fiesta, se le daba a todo el mundo una ración de momos y de la rica carne de yak, para que se llevaran a casa. Mientras tanto, el resto de las familias del pueblo hacían los mismo. Era un torbellino de socialización, con todo el mundo yendo a las casas de todos. Cuando echo la vista atrás, pienso que debía de ser una hazaña programar todas aquellas visitas y que no quedaran unas casas vacías y otras en las que se amontonaran cuatro familias.

Los festejos concluían con una ceremonia religiosa en la que participaba todo el pueblo. Plantábamos una baa gigante, una tienda de piel de yak, e invitábamos a nuestro lama local, a todo el Sangha local (monjes y monjas) de las aldeas vecinas, y a toda persona con estudios que tuviera la habilidad de leer con rapidez. Todos ellos venían para colaborar en la lectura del Kangyur (el conjunto de los textos sagrados canónicos que contienen las enseñanzas del Buda), para beneficio de los vecinos del pueblo. A cambio, todas las familias los agasajaban con los manjares más exquisitos que pudieran aportar. Cuando se completaba la lectura y se hacía la última comida, estábamos preparados para comenzar un nuevo año.

Este era el ritmo de la existencia en mi infancia. Nuestra comunidad cultivaba y cosechaba, descansaba y festejaba. Yo sentía que era una parte viva del entramado del mundo, y era feliz. Y a ello atribuyo el sentimiento de un núcleo interno de estabilidad y fe que nunca me ha fallado, ni siquiera en los momentos más duros o confusos.

Es mi convicción que los seres humanos crecemos sanos cuando nos sentimos parte de un todo mayor. El momento en que tomamos conciencia de que formamos parte del aire que respiramos, de la tierra que nos sustenta, es un descubrimiento que crea una oleada espontánea de compasión y respeto por todos los seres vivos y por la naturaleza que nos mantiene. Nada ni nadie está solo. Esta oleada de bondad amorosa hacia todos los seres retorna hacia nosotros y nos envuelve, y nos produce un sentimiento de profunda gratitud. La vida humana es preciosa, para nosotros los budistas en particular, porque los seres humanos somos capaces de captar estas verdades, que nos dan la oportunidad única de aprender algo sobre la naturaleza de la realidad y sobre el ciclo sin fin del nacimiento, la muerte y el renacimiento que llamamos samsara. Y esto, a su vez, es el fundamento para escapar del poder que el sufrimiento tiene sobre nosotros, y dar pasos hacia la liberación. Una parte importante de este proceso es aprender a apreciar el momento presente en todas sus posibilidades. Bebe a fondo de la copa cuando los tiempos sean buenos y aprovecha esos momentos para fomentar hábitos de conciencia y positividad, porque los tiempos fáciles no duran para siempre.