Despertar - Sam Harris - E-Book

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Sam Harris

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Beschreibung

El neurocientífico y filósofo Sam Harris se dirige en esta obra al veintitantos por ciento de occidentales que no se adhieren a ninguna religión pero que sospechan que las experiencias de figuras como Jesús, el Buda, Lao Tsé, Rumi y otros santos y sabios de la historia contienen verdades realmente profundas. Harris, un mordaz crítico de las religiones institucionalizadas y escéptico declarado, sostiene que para entender la realidad existen más herramientas de las que la ciencia y la cultura laica nos proporcionan. Es más, Harris muestra que la atención que prestamos al momento presente determina en gran manera la calidad de nuestra vida. Despertar es una lúcida indagación en los fundamentos científicos de la espiritualidad. Ningún otro libro vincula de este modo la sabiduría contemplativa con la ciencia moderna.

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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Sam Harris

Despertar

Guía para una espiritualidad sin religión

Traducción del inglés al castellano de Fina Marfà

Título original: WAKING UP

© 2014 by Sam Harris

All rights reserved

© de la edición en castellano:

2015 by Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

© de la traducción del inglés al castellano: Fina Marfà

Revisión: Alicia Conde

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien van Steen

Foto cubierta: Redstone

Primera edición en papel: Septiembre 2015

Primera edición en digital: Noviembre 2020

ISBN papel: 978-84-9988-457-8

ISBN epub: 978-84-9988-857-6

ISBN kindle: 978-84-9988-858-3

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Sumario

1. EspiritualidadLa búsqueda de la felicidadReligión, Oriente y OccidenteMindfulnessLa verdad del sufrimientoLa iluminación2. El misterio de la concienciaLa mente divididaEstructura y función¿Están ya divididas nuestras mentes?Procesamiento consciente e inconsciente en el cerebroLa conciencia es lo que importa3. El enigma del yo¿A qué llamamos «yo»?Conciencia sin yoPerdidos entre pensamientosEl reto de estudiar el yoPenetrar en la ilusión4. MeditaciónLogro gradual frente a logro repentinoDzogchen: el objetivo es el caminoSin tener cabezaLa paradoja de la aceptación5. Gurús, muerte, drogas y otros interrogantesLa mente al borde de la muerteUsos espirituales de la farmacologíaConclusiónAgradecimientosNotasNotas de la traductora

Para Annaka, Emma y Violet

1.Espiritualidad

Una vez participé en una marcha de veintitrés días en las montañas de Colorado. Si el objetivo del programa era exponer a los estudiantes a peligrosas tormentas eléctricas y a la mitad de la población mundial de mosquitos, se logró el primer día. Lo que fundamentalmente fue una marcha forzada a través de cientos de kilómetros por el monte culminó en un ritual conocido como «the solo», en el que, por fin, nos dejaron descansar –solos, a orillas de un bellísimo lago alpino– durante tres días de ayuno y meditación.

Acababa de cumplir dieciséis años y fue mi primer sorbo de verdadera soledad después de abandonar el vientre de mi madre. Como provocación fue suficiente. Tras una larga siesta y una mirada a las gélidas aguas del lago, el prometedor joven que yo imaginaba ser no tardó en venirse abajo abrumado por la soledad y el aburrimiento. Llené las páginas de mi diario no con los conocimientos de un naturalista, de un filósofo o de un místico en ciernes, sino con la lista de todo lo que pensaba ingerir en el preciso instante en que volviera a la civilización. A juzgar por mi estado de conciencia en aquel momento, lo más trascendental que habían producido millones de años de evolución homínida era el deseo de una hamburguesa con queso y un batido de chocolate.

La experiencia de permanecer tres días sentado sin interrupciones en medio de prístinas brisas y bajo la luz de las estrellas, sin nada que hacer aparte de contemplar el misterio de mi propia existencia, resultó ser para mí una fuente de perfecta miseria –en la que no veía ni el más mínimo indicio de mi contribución a ella–. El tono lastimoso y autocompasivo de las cartas que envié a casa competía con el de cualquiera de las que se escribieron en las batallas de Shiloh o Galípoli.

Por esto me sorprendió tanto que varios de los que integraban el grupo, que en su mayoría tenían diez años más que yo, describieran los días y las noches de soledad en términos tan positivos e incluso transformadores. La verdad es que no sabía cómo interpretar sus palabras de felicidad. ¿Cómo es posible que aumente la felicidad de una persona cuando se ha eliminado toda fuente de placer y distracción? En aquella época no me interesaba para nada la naturaleza de mi propia mente, solo me interesaba mi vida. E ignoraba por completo lo diferente que esta sería si cambiaba la calidad de mi mente.

La mente es todo lo que tenemos. Es lo único que hemos tenido siempre. Y es lo único que podemos ofrecer a los demás. Quizás esto no resulte muy obvio, sobre todo cuando creemos que deben mejorar determinados aspectos de nuestra vida (cuando no hacemos lo que nos proponemos, cuando nos esforzamos por encontrar una carrera, o cuando tenemos que corregir algo en nuestras relaciones personales). Pero es la verdad. Todas las experiencias que hayamos tenido habrán sido modeladas por nuestra mente. Todas las relaciones habrán sido buenas o malas en la medida en que la mente haya intervenido en ellas. Cuando alguien está constantemente enojado, deprimido, confuso o falto de amor, o cuando su atención está siempre en otra parte, por muchos éxitos que haya tenido en la vida, no los disfrutará.

Para la mayoría de nosotros sería fácil hacer una lista de los objetivos que nos hemos propuesto o de los problemas personales que deseamos resolver. Pero ¿cuál es la verdadera importancia de cada uno de esos elementos de la lista? Todo eso que queremos conseguir –pintar la casa, aprender otra lengua, encontrar un trabajo mejor– nos promete que, si lo conseguimos, por fin podremos relajarnos y disfrutar de la vida en el presente. En general, suele ser una falsa esperanza. No estoy negando la importancia de lograr los objetivos que nos proponemos, conservar nuestra salud o vestir y alimentar a nuestros hijos, pero casi todos nos pasamos la vida buscando la felicidad y la seguridad sin reconocer el propósito que se esconde en nuestra búsqueda: cada uno de nosotros busca un camino que nos devuelva al presente: tratamos de encontrar razones que basten para estar satisfechos ahora.

Reconocer que esta es la estructura del juego al que jugamos nos permite jugarlo de un modo distinto. Nuestra forma de prestar atención al momento presente determina en gran medida el carácter de nuestra experiencia y, por lo tanto, la calidad de nuestra vida. Místicos y contemplativos lo dicen desde hace siglos, pero son cada vez más las investigaciones científicas que lo corroboran.

Pocos años después de mi doloroso encuentro con la soledad, en el invierno de 1987, tomé una droga llamada 3,4-metilenedioximetanfetamina (MDMA), comúnmente conocida como éxtasis, y mi opinión sobre el potencial de la mente humana cambió profundamente. Aunque la MDMA se generalizó en discotecas y fiestas en la década de los 1990, en aquel momento no conocía a nadie de mi generación que la hubiera probado. Una noche, algunos meses antes de cumplir veinte años, un amigo mío y yo decidimos tomarla.

El escenario de nuestro experimento se parecía bastante poco a las condiciones de abandono dionisíaco en que actualmente se suele consumir la MDMA. Estábamos solos en una casa, sentados el uno frente al otro en los extremos de un sofá, y conversábamos tranquilamente mientras la droga se iba abriendo paso en nuestra cabeza. A diferencia de otras drogas con las que estábamos familiarizados, marihuana y alcohol, la MDMA no nos produjo ninguna sensación de distorsión en nuestros sentidos. Nuestra mente parecía estar completamente clara.

Sin embargo, de repente, en medio de esta normalidad, me sorprendió saber que amaba a mi amigo. Esta idea no debería haberme sorprendido, al fin y al cabo era uno de mis mejores amigos. Pero a aquella edad no tenía por costumbre pensar en lo mucho o poco que amaba a los hombres que había en mi vida. En aquel momento podía sentir que le amaba, y aquel sentimiento tenía implicaciones éticas que de repente me parecieron tan profundas como ahora me parecen vulgares sobre el papel: quería que mi amigo fuera feliz.

Aquella convicción me invadió con tanta intensidad que fue como si algo cediera en mi interior. De hecho, aquel conocimiento pareció reestructurar mi mente. Mi capacidad para la envidia, por ejemplo –ese sentimiento de sentirse disminuido por la felicidad de otra persona–, parecía el síntoma de una enfermedad mental que se hubiera desvanecido sin dejar rastro. En aquel momento me resultaba tan imposible sentir envidia como sacarme mis propios ojos. ¿A mí qué más me daba que mi amigo fuera más guapo o mejor deportista que yo? Si hubiera podido ofrecerle aquellas virtudes, lo habría hecho. Un verdadero deseo de verlo feliz hacía mía su felicidad.

Tal vez cierta euforia se abría camino entre aquellas reflexiones, pero el sentimiento general era de absoluta sobriedad… y de una claridad moral y emocional como jamás había conocido. No sería ninguna barbaridad decir que por primera vez en la vida me sentí cuerdo. Y sin embargo el cambio en mi conciencia parecía de lo más simple. Simplemente estaba hablando con mi amigo –no me acuerdo sobre qué– y me daba cuenta de que había dejado de preocuparme por mí mismo. No me sentía ansioso, ni autocrítico, ni me protegía con ironías, ni me sentía en competencia, ni evitando la incomodidad ni pensando sobre el pasado o el futuro, ni haciendo cualquier otro gesto de pensamiento o atención que me separasen de él. Ya no me miraba a mí mismo a través de los ojos de otra persona.

Y después llegó lo que transformó irrevocablemente mi opinión sobre lo buena que podía llegar a ser la vida humana. Sentí un amor ilimitado por uno de mis mejores amigos, y de repente entendí que si en aquel momento una persona desconocida hubiera cruzado la puerta, habría sido incluida por completo en aquel amor. El amor en el fondo era impersonal, y más hondo de lo que cualquier historia personal pueda justificar. En efecto, una forma de amor transaccional –te quiero porque…– parecía entonces completamente absurda.

Lo interesante de este último giro en la perspectiva fue que no lo originó ningún cambio en mi forma de sentir. No me sentía apabullado por un sentimiento amoroso nuevo. Aquella perspectiva tenía más el carácter de una prueba geométrica: era como si, habiendo vislumbrado las propiedades de un conjunto de líneas paralelas, de repente entendiera lo que todas ellas tenían en común.

En el momento en que encontré una voz a la que hablar, descubrí que esta epifanía sobre la universalidad del amor podía ser comunicada prontamente. Mi amigo lo pilló de inmediato: todo lo que tuve que hacer fue preguntarle qué haría en presencia de alguien desconocido en aquel momento, y en su mente se abrió la misma puerta. Era evidente que el amor, la compasión y la dicha en la dicha de los demás se extendían de forma ilimitada. La experiencia no era de amor que crecía, sino de amor que ya no se ocultaba. El amor era –tal como daban a conocer místicos y chalados a través de los siglos– un estado del ser. ¿Cómo no lo habíamos visto antes? ¿Y cómo podría pasarnos por alto en el futuro?

Tardé años en poner esta experiencia en contexto. Hasta entonces, para mí la religión organizada no era más que un monumento a la ignorancia y a la superstición de nuestros antepasados. Pero ahora sé que Jesús, Buda, Lao Tsé y los demás santos y sabios de la historia no fueron epilépticos, esquizofrénicos o un engaño. Seguía pensando que las religiones del mundo eran puras ruinas intelectuales, que se mantenían con un coste económico y social enorme, pero ahora sabía que las verdades psicológicas importantes podían hallarse entre los escombros.

El 20 % de americanos se describen a sí mismos como «espirituales pero no religiosos». Aunque tal afirmación parece que disgusta a creyentes y ateos por igual, separar la espiritualidad de la religión es algo muy razonable. Es afirmar dos importantes verdades a la vez: nuestro mundo está peligrosamente desgarrado por doctrinas religiosas que cualquier persona con formación debería condenar, y sin embargo hace falta más para entender la condición humana de lo que suelen admitir la ciencia y la cultura laica. Uno de los propósitos de este libro es dar una base empírica e intelectual a esas dos convicciones.

Antes de seguir adelante, debo referirme a la animosidad que muchos lectores sienten frente la palabra espiritual. Cada vez que utilizo este término, como al referirme a la meditación como una «práctica espiritual», oigo la voz de escépticos y ateos decir que he cometido un grave error.

La palabra espíritu deriva del latín spiritus, que a su vez es una traducción del griego pneuma, que significa «aliento». Más o menos en el siglo XIII, el término se vinculó a creencias sobre almas inmateriales, seres supranaturales, fantasmas y cosas por el estilo. Adquirió también otros significados: hablamos del espíritu de algo al referirnos a su principio más esencial, y usamos el término significando ciertas sustancias volátiles y licores. Sin embargo, hoy muchas personas no creyentes consideran que todo lo que es «espiritual» está contaminado por supersticiones medievales.

No comparto sus preocupaciones semánticas.1 Sí, recorrer los pasillos de cualquier librería «espiritual» es enfrentarse a los anhelos y la credulidad en grandes cantidades, pero no hay otro término –aparte de místico, aún más problemático, o contemplativo, aún más restrictivo– con el que debatir sobre el esfuerzo de la gente, a través de la meditación, la psicodelia u otros medios, para llevar su mente plenamente al presente o para inducir estados de conciencia fuera de lo normal. Y ninguna otra palabra une este espectro de experiencias a nuestra vida ética.

En las páginas de este libro someto a debate ciertos fenómenos, conceptos y prácticas clásicamente espirituales en el contexto de nuestra actual forma de entender la mente humana, y no puedo hacerlo si me circunscribo a la terminología de las experiencias ordinarias. Por este motivo usaré espiritual, místico, contemplativo y trascendente sin pedir disculpas. Pero también debo decir que seré preciso en la descripción de las experiencias y métodos que merecen tales nombres.

Durante muchos años he sido una voz crítica de la religión y aquí no voy a montar este caballo de batalla. Espero haber sido lo bastante eficiente en este frente para que incluso los lectores más escépticos confíen en que mi detector de disparates seguirá bien equilibrado a medida que nos adentramos en este nuevo territorio. Quizás la siguiente garantía baste por el momento: nada de lo que contiene este libro ha de ser aceptado como auto de fe. Aunque me centro en la subjetividad humana –estoy hablando, al fin y al cabo, de la naturaleza de la experiencia en sí misma– todas mis afirmaciones pueden demostrarse en el laboratorio de nuestra propia vida. De hecho, mi objetivo es animar a todos a que hagan precisamente esto.

Los autores que intentan tender un puente entre la ciencia y la espiritualidad suelen cometer uno de estos dos errores: los científicos en general empiezan por tener una visión empobrecida de la experiencia espiritual, que suponen que debe ser una forma exagerada de describir estados mentales ordinarios: amor parental, inspiración artística, asombro ante la belleza del cielo nocturno. En este sentido, vemos que la sorpresa de Einstein ante la inteligibilidad de las leyes de la naturaleza está descrita como si fuera una especie de perspectiva mística.

Los pensadores new age suelen entrar en la zanja del otro lado de la carretera: idealizan los estados de la conciencia alterados y establecen engañosas conexiones entre la experiencia subjetiva y las escalofriantes teorías en la frontera de la física. Aquí se nos dice que Buda y otros contemplativos anticiparon la cosmología moderna o la mecánica cuántica y que al trascender el sentido del yo la persona puede identificarse con la Mente que generó el cosmos.

Al final, no tenemos más remedio que escoger entre pseudoespiritualidad y pseudociencia.

Son pocos los científicos y filósofos que han desarrollado grandes habilidades de introspección. De hecho, la mayoría duda de que tales capacidades existan. Por el contrario, muchos de los grandes contemplativos no saben nada de ciencia. En cambio, existe una relación entre el hecho científico y la sabiduría espiritual, y la relación entre ambos es más directa de lo que la gente supone. A pesar de que las perspectivas que podemos tener con la meditación no nos dicen nada sobre el origen del universo, sí nos confirman algunas verdades bien establecidas acerca de la mente humana: nuestro sentido convencional del yo es una ilusión; las emociones positivas, como la compasión y la paciencia, son habilidades que pueden enseñarse; y nuestra forma de pensar influye directamente sobre nuestra experiencia del mundo.

Hoy en día existe abundante literatura sobre los beneficios psicológicos de la meditación. Diferentes técnicas provocan cambios duraderos en la atención, la emoción, la cognición y la percepción del dolor, que se corresponden con cambios en el cerebro, tanto estructurales como funcionales. Este campo de investigación está creciendo rápidamente como lo hace nuestra comprensión de la autoconciencia y de los fenómenos mentales relacionados. Dados los recientes avances en la tecnología de la neuroimagen, ya no tenemos obstáculos prácticos que nos impidan investigar sobre la percepción espiritual en un contexto científico.

La espiritualidad debe distinguirse de la religión, porque gente de todas las religiones, y de ninguna, ha tenido el mismo tipo de experiencias espirituales. Aunque estos estados mentales suelen interpretarse a través de la lente de una u otra doctrina religiosa, sabemos que eso es un error. Nada de lo que pueda experimentar un cristiano, un musulmán y un hindú –amor que trasciende el yo, éxtasis, iluminación interior– constituye una prueba que corrobore sus respectivas creencias tradicionales, puesto que estas son lógicamente incompatibles las unas con las otras. Tiene que operar un principio más profundo.

Dicho principio es el objeto de este libro: el sentimiento al que llamamos «yo» es una ilusión. No hay ningún yo o ego específico que viva como un minotauro en el laberinto del cerebro. Y el sentimiento de que existe –la sensación de que estamos posados en algún lugar detrás de nuestros ojos, mirando hacia un mundo que está separado de nosotros– puede alterarse o desaparecer completamente. Aunque se suele pensar en estas experiencias de «autotrascendencia» en términos religiosos, nada hay en ellas, en principio, de irracional. Tanto desde un punto de vista científico como filosófico representan una comprensión más clara de tal como son las cosas. La profundización en esta forma de entender y la eliminación de la ilusión del yo es a lo que nos referimos cuando en este libro hablamos de «espiritualidad».

Quizás la confusión y el sufrimiento sean derechos que tenemos por nacimiento, pero la sabiduría y la felicidad se pueden alcanzar. El paisaje de la experiencia humana incluye perspectivas profundamente transformadoras sobre la naturaleza de nuestra conciencia, pero es evidente que estos estados psicológicos tienen que entenderse en el contexto de la neurociencia, la psicología y los campos relacionados.

A menudo me preguntan qué es lo que sustituirá la religión. La respuesta, creo, es nada y todo. No hay que sustituir con nada sus ridículas y divisionistas doctrinas (como la idea de que Jesús volverá a la tierra y enviará a los no creyentes a un lago de fuego, o que la muerte en defensa del islam es el bien más preciado). Esto son ficciones aterradoras y menospreciables. Pero ¿y el amor, la compasión, la bondad moral y la autotrascendencia? Muchas personas todavía se imaginan que la religión es el verdadero repositorio de estas virtudes. Para cambiar esta idea tenemos que hablar de toda la gama de experiencias humanas de una forma tan libre de dogmas como lo está la mejor ciencia.

Este libro es a la vez las memorias de un buscador, una introducción al cerebro, un manual de instrucciones contemplativas y una aclaración filósofica sobre lo que la mayoría de la gente considera que es el centro de su vida interior: el sentimiento de uno mismo al que llamamos «yo». No me propongo describir todos los enfoques tradicionales de la espiritualidad ni valorar sus fortalezas y debilidades. Mi objetivo es recuperar el diamante del estercolero de la religión esotérica. Ahí hay un diamante, y he dedicado una gran parte de mi vida a contemplarlo, pero para alcanzarlo es imprescindible que nos mantengamos fieles a los más profundos principios del escepticismo científico y que no rindamos pleitesía a la tradición. Cuando hablo sobre enseñanzas concretas, como las del budismo o las del Vedanta Advaita, no es mi intención ofrecer una explicación completa sobre ellas. Puede que los lectores fieles a una de las muchas tradiciones espirituales o que estén especializados en el estudio académico de la religión consideren mi planteamiento como la quintaesencia de la arrogancia. Personalmente lo considero un síntoma de impaciencia. En un libro –o en toda una vida– apenas hay tiempo para entenderlo. Igual que un tratado moderno sobre armas omitiría los conjuros y seguramente ignoraría la honda y el búmeran, me centraré en lo que considero las líneas más prometedoras de la investigación espiritual.

Tengo la esperanza de que mi experiencia personal ayude a los lectores a ver la naturaleza de sus propias mentes bajo una luz nueva. Parece que un enfoque racional de la espiritualidad es lo que le falta al laicismo y a las vidas de la mayoría de las personas que conozco. El objetivo de este libro es ofrecer a los lectores una visión clara del problema, junto con algunas herramientas para ayudarles a resolverlo por sí mismos.

La búsqueda de la felicidad

«Un día te encontrarás fuera de este mundo, que es como el útero materno. Abandonarás esta tierra para entrar, todavía dentro de tu cuerpo, en una vasta extensión, y has de saber que las palabras “la tierra de Dios es vasta” nombran esta región de la que han venido los santos.»

Jalal-ud-Din-Rumi

Comparto la idea, expresada por muchas personas ateas, que los términos espiritual y místico se utilizan muchas veces para referirse no solamente a la cualidad de ciertas experiencias, sino a la realidad en general. Muy a menudo se invocan estas palabras para fundamentar creencias religiosas que son ridículas, moral e intelectualmente. Como consecuencia, muchos ateos como yo consideran todo discurso sobre la espiritualidad como un signo de enfermedad mental, fraude consciente o autoengaño, lo cual es un problema, puesto que millones de personas han tenido experiencias para las que, al parecer, solamente disponemos de los términos espirituales y místicas. Muchas de las creencias que la gente se forma basándose en dichas experiencias son falsas. Pero el hecho de que la mayoría de ateos consideren las palabras de Rumi citadas al principio como un síntoma de trastorno mental garantiza un núcleo de verdad en los desvaríos, incluso de nuestros adversarios menos racionales. Así es, la mente humana contiene vastas extensiones que pocos llegan a descubrir jamás.

Y hay algo de degradado y degradante en muchos de nuestros hábitos de atención mientras compramos, cotilleamos, discutimos y reflexionamos en nuestro camino hacia la tumba. Quizás solo debería hablar por mí: a mí me parece que, mientras estoy despierto, paso una gran parte de mi vida en un trance neurótico. Sin embargo, mi experiencia con la meditación me dice que existe una alternativa y que es posible liberarse del pesado monstruo del yo, aunque solo sea durante unos instantes cada vez.

La mayoría de culturas han dado hombres y mujeres que han descubierto que ciertos usos intencionales de la atención –meditación, yoga, oración– pueden transformar su percepción del mundo. El empeño de estas personas suele comenzar cuando se dan cuenta de que incluso en circunstancias óptimas la felicidad es huidiza. Perseguimos lo que nos resulta agradable: visiones, sonidos, sabores, sensaciones y estados de ánimo. Satisfacemos nuestra curiosidad intelectual. Nos convertimos en expertos en arte, música y gastronomía. Pero nuestros placeres son, por su propia y pura naturaleza, fugaces. Si alcanzamos un gran éxito profesional, la sensación de logro continuará viva y placentera una hora, quizás un año, pero luego se apagará. Y seguirá la búsqueda. El esfuerzo que hace falta para mantener a raya el aburrimiento y otras sensaciones desagradables tiene que ser ininterrumpido, nunca podemos bajar la guardia.

El cambio incesante es una base poco firme para lograr una satisfacción duradera. Muchas personas, al darse cuenta de ello, empiezan a preguntarse si existe una fuente de bienestar más profunda. ¿Existe una forma de felicidad más allá de la mera repetición de placer y evitación del dolor? ¿Existe una felicidad que no dependa de poder comer lo que más nos gusta, o de tener amigos y personas queridas cerca, o buenos libros para leer, o algo que nos haga ilusión para el fin de semana? ¿Es posible ser feliz antes de que pase algo, antes de que los deseos se cumplan, a pesar de las dificultades de la vida, rodeados de dolor físico, vejez, enfermedad y muerte?

En cierto modo, todos vivimos para respondernos esta pregunta, y la mayoría vivimos como si la respuesta fuera «no»: no, no hay nada más profundo que repetir los placeres y evitar el dolor; no hay nada más profundo que buscar la satisfacción –sensorial, emocional e intelectual– sin parar. No sueltes el acelerador hasta que te hayas salido de la carretera.

Sin embargo, algunas personas sospechan que la existencia humana consiste en algo más que esto. Muchas de ellas llegan a esta sospecha a través de la religión, de las palabras de Buda, de Jesús o de alguna otra figura célebre. Y estas personas a menudo empiezan a practicar diferentes disciplinas relacionadas con la atención para examinar su experiencia más de cerca y ver si existe una fuente más profunda de bienestar. A veces se recluyen en cuevas o monasterios durante meses o años seguidos para facilitar este proceso. ¿Por qué alguien hará esto? Sin duda hay múltiples motivos para retirarse del mundo y algunos de ellos son poco saludables desde un punto de vista psicológico. Sin embargo, este ejercicio, en su forma más sabia, no significa más que un simple experimento. Su lógica es la siguiente: si existe una fuente de bienestar psicológico que no dependa únicamente de la satisfacción de mis deseos, esa fuente debería estar presente incluso cuando todas las fuentes de placer comunes se hayan eliminado. Esta felicidad tendría que ser accesible a quien ha rehusado casarse con su amor del alma, a quien ha renunciado a su carrera y a sus posesiones materiales y se ha recluido en una cueva o en otro lugar inhabitable para las aspiraciones ordinarias.

Una clave para entender hasta qué punto sería desalentador para la mayoría de las personas un proyecto de tales características es el hecho de que el confinamiento en soledad –que es básicamente de lo que estamos hablando– se considera un castigo dentro de una cárcel de máxima seguridad. La mayoría de nosotros preferimos vivir en compañía de otros, aunque nos obliguen a vivir entre asesinos y violadores, que pasar un periodo de tiempo significativo solos en una habitación. Sin embargo existen personas dedicadas a la contemplación en muchas tradiciones que aseguran experimentar un bienestar psicológico extraordinariamente profundo al vivir en soledad durante largos periodos de tiempo. ¿Cómo interpretamos este hecho? O bien la literatura contemplativa es un catálogo de engaños religiosos, psicopatologías y fraudes deliberados, o desde hace siglos hay gente que ha tenido experiencias liberadoras bajo el nombre de «espiritualidad» y «misticismo».

A diferencia de muchos ateos, he pasado gran parte de mi vida buscando experiencias de las que dan origen a las religiones del mundo. A pesar de los penosos resultados de mis primeros y pocos días en las montañas de Colorado, más tarde estudié con muchos monjes, lamas, yoguis y otros contemplativos algunos de los cuales habían vivido durante décadas recluidos sin hacer nada más que meditar. A lo largo de este proceso, pasé dos años en un retiro de silencio (en incrementos de una semana a tres meses), practicando diferentes técnicas de meditación entre doce y dieciocho horas al día.

Doy fe de que cuando uno guarda silencio y medita durante semanas o meses seguidos, sin hacer nada más –ni hablar, ni leer, ni escribir, solamente dedicado a un esfuerzo sostenido para observar el contenido de la conciencia– tiene experiencias a las que generalmente no tienen acceso quienes no han realizado prácticas de esta índole. Creo que tales estados mentales tienen mucho que decir sobre la naturaleza de la conciencia y las posibilidades del bienestar humano. Dejando aparte la metafísica, la mitología y los dogmas sectarios, lo que han descubierto los contemplativos a lo largo de la historia es que existe una alternativa a ese permanecer siempre bajo el hechizo de la conversación que uno mantiene consigo mismo; existe una alternativa a esa identificación con el siguiente pensamiento que nos asalta la conciencia. Y al vislumbrar esta alternativa se desvanece la convencional ilusión del yo.

La mayoría de tradiciones espirituales también sugieren que existe una conexión entre la autotrascendencia y el vivir de forma ética. No todos los buenos sentimientos tienen una valencia ética y seguramente existen formas de éxtasis patológicas. Por ejemplo, no me cabe la menor duda de que muchos terroristas suicidas se sienten muy bien justo antes de activar la bomba en medio de una multitud de personas. Pero también hay formas de placer mental que son intrínsecamente éticas. Como he dicho antes, aplicada a algunos estados de conciencia, una expresión como «amor ilimitado» no es ninguna exageración. Sin duda es incómodo para las fuerzas de la razón y la laicidad que si alguien se levanta mañana sintiendo amor infinito por todos los seres vivos, las únicas personas que probablemente reconozcan la legitimidad de dicha experiencia sean representantes de una u otra religión de la Edad de Hierro o de culto new age.

La mayoría de nosotros somos mucho más listos de lo que aparentamos ser. Sabemos cómo mantener en orden nuestras relaciones personales, sabemos utilizar bien el tiempo, sabemos mejorar nuestra salud, adelgazarnos, aprender valiosas habilidades y solucionar muchos otros acertijos que nos plantea la existencia. Pero incluso seguir el camino de la felicidad, un camino recto y abierto, es difícil. Si nuestro mejor amigo nos preguntara cómo puede llevar una vida mejor, probablemente tendríamos un montón de cosas útiles que decirle, pero lo más seguro es que nosotros no hiciéramos ninguna de ellas. En cierto modo, la sabiduría no es nada más profundo que la capacidad para seguir nuestro propio consejo. Sin embargo, la naturaleza de nuestra mente tiene aspectos mucho más hondos que conocer. Lamentablemente, el debate sobre ellos se ha producido por completo en el contexto de la religión y, por lo tanto, se han visto envueltos en falacias y supersticiones a lo largo de toda la historia de la humanidad.

El problema de hallar la felicidad en este mundo llega con nuestra primera respiración –y nuestras necesidades y deseos parecen multiplicarse por minutos–. Estar en presencia de un niño pequeño es ser testimonio de una mente expuesta incesantemente al gozo y a la tristeza. A medida que vamos creciendo, puede que nuestras risas y lágrimas sean menos gratuitas, pero continúa ese mismo proceso de cambio: a un agitado complejo hecho de pensamientos y emociones le sigue otro, como las olas del océano.

Buscar, encontrar, mantener y salvaguardar nuestro bienestar es el gran proyecto al que nos dedicamos todos, tanto si pensamos en estos términos como si no. Ello no significa que queramos el mero placer o una vida lo más fácil posible. Muchas cosas requieren un extraordinario esfuerzo para que se cumplan y algunos de nosotros aprendemos a disfrutar de esta lucha. Todo atleta sabe que ciertos tipos de dolor pueden ser exquisitamente placenteros. El dolor provocado por el levantamiento de pesas, por ejemplo, sería insoportable si fuera el síntoma de una enfermedad terminal. Pero al estar asociado a salud y buena forma, la mayoría de atletas disfrutan con él. Aquí vemos que la cognición y la emoción no están separadas. Nuestra forma de pensar en la experiencia puede determinar por completo nuestra forma de sentirla.

Y siempre nos enfrentamos a tensiones y equilibrios. En algunos momentos ansiamos la excitación y en otros el descanso. Tal vez nos guste el sabor del vino y el chocolate, pero seguramente no para desayunar. Sea cual sea el contexto, nuestra mente está en perpetuo movimiento, por lo general orientada hacia el placer (o su imaginada fuente) y alejándose del dolor. No soy el primero en darse cuenta de esto.

Nuestra lucha para navegar por el espacio de posibles dolores y placeres produce la mayor parte de la cultura humana. La ciencia médica trata de prolongar nuestra salud y reducir el sufrimiento asociado a la enfermedad, la edad y la muerte. Todo tipo de medios de comunicación atienden a nuestra sed de información y entretenimiento. Las instituciones políticas y económicas tratan de garantizar una pacífica y mutua colaboración entre las personas –y cuando no lo consiguen se llama a la policía o a los militares–. Además de asegurar nuestra supervivencia, la civilización es una vasta máquina inventada por la mente humana para regular sus estados. Siempre estamos creando y reparando el mundo en el que nuestra mente quiere estar. Y miremos a donde miremos, vemos las pruebas de nuestros éxitos y nuestros fracasos. Lástima que el fracaso goce de una ventaja natural. Las respuestas erróneas a cualquier problema superan con creces las correctas, y al parecer siempre será más fácil romper las cosas que arreglarlas.

A pesar de la belleza de nuestro mundo y del alcance de los logros humanos, es difícil no preocuparse por que las fuerzas del caos triunfen… no solo al final, sino a cada momento. Nuestros placeres, por muy refinados o fáciles de conseguir que sean, son fugaces por su propia naturaleza. Empiezan a desvanecerse en el preciso instante en que aparecen, solo para ser sustituidos por un nuevo deseo o un sentimiento de malestar. Somos incapaces de parar de comer nuestra comida favorita antes de que, al cabo de un momento, nos sintamos tan llenos que casi necesitemos la atención de un cirujano –y sin embargo, por una peculiaridad de la física, todavía nos queda espacio para postres–. El placer de los postres dura unos segundos y el sabor que nos habían dejado en la boca será desterrado por un sorbo de agua. El calor del sol sobre la piel es un placer, pero enseguida resulta excesivo. Ponerse a la sombra nos alivia inmediatamente, pero tras un par de minutos, la brisa es un poco demasiado fría. ¿No tendrás un jersey en el coche? Vamos a verlo… Sí, aquí tienes uno. Ahora ya no tenemos frío, pero nos damos cuenta de que el jersey conoció mejores épocas. ¿Pensarán que eres un despreocupado o un desaliñado? Quizás ya va siendo hora de ir a comprar uno nuevo. Y así siempre.

Es como si lo único que hiciéramos fuera dar tumbos entre querer y no querer. Y así, la pregunta surge naturalmente: ¿la vida es algo más que esto? ¿Será posible sentirnos mucho mejor (en todos los sentidos de mejor) de lo que nos solemos sentir? ¿Será posible encontrar logros duraderos a pesar de la inevitabilidad de los cambios?

La vida espiritual empieza con la sospecha de que la respuesta a esas preguntas bien podría ser «sí». Y el verdadero practicante espiritual es alguien que ha descubierto que es posible sentirse cómodo en el mundo sin tener ninguna razón para ello, aunque solo sea durante unos minutos seguidos, y que esta comodidad es sinónimo de trascender las aparentes fronteras del yo. Puede que estas afirmaciones parezcan altamente sospechosas a quienes no hayan gustado antes de esta paz mental. Sin embargo, es un hecho que la condición de bienestar sin el yo está ahí para poder ser vislumbrada a cada momento. Desde luego no estoy diciendo que yo haya experimentado todos estos estados, pero conozco a muchas personas que no han experimentado ninguno y esas son las que a menudo confiesan no tener ningún interés en la vida espiritual.

No es sorprendente. El fenómeno de la autotrascendencia se busca y se interpreta generalmente en un contexto religioso, y es justo el tipo de experiencia que tiende a incrementar la fe de las personas. ¿Cuántos cristianos, después de haber sentido como sus corazones se ensanchaban como el mundo decidirán abandonar la cristiandad y proclamar su ateísmo? Sospecho que no muchos. ¿Cuántas personas que nunca han sentido nada parecido acaban siendo ateas? No lo sé, pero pocas dudas hay de que dichos estados mentales actúan como una especie de filtro: los creyentes los consideran un apoyo a su viejo dogma, y su ausencia da a los no creyentes más razones para rechazar la religión.

Para mí se trata de un problema difícil de abordar en el contexto de un libro, porque muchos lectores no sabrán de qué estoy hablando cuando describa determinadas experiencias espirituales y quizás pensarán que las afirmaciones que hago deben aceptarse como autos de fe. Los lectores religiosos plantean un problema diferente: tal vez pensarán que conocen exactamente lo que estoy describiendo, pero solo en la medida en que se corresponda con una u otra doctrina religiosa. Me parece que ambas actitudes presentan imponentes obstáculos para entender la espiritualidad de la forma que yo procuro entenderla. Mi única esperanza es que, sea cual sea el bagaje del lector, se acercará a los ejercicios que le presento en este libro con una mente abierta.

Religión, Oriente y Occidente

A menudo nos hacen pensar que todas las religiones son iguales: todas enseñan los mismos principios éticos; todas instan a sus seguidores a contemplar la misma realidad divina; todas son igualmente sabias, compasivas y verdaderas en su ámbito, o igualmente divisorias y falsas, depende del punto de vista de cada cual.

Ningún creyente serio de ninguna religión puede creer en estas cosas, porque casi todas las religiones afirman cosas sobre sus respectivas realidades que son incompatibles entre ellas. Existen excepciones a esta regla, pero no son de gran ayuda para lo que esencialmente es una batalla de suma cero de todos contra todos. El politeísmo del hinduismo permite incorporar partes de muchas otras fes: si los cristianos insisten en que Jesucristo es el hijo de Dios, por ejemplo, los hindúes pueden convertirlo en otro avatar de Visnu, sin que ello represente ningún problema. Pero este espíritu de inclusividad se orienta a una única dirección e incluso esto tiene sus límites. Los hindúes se deben a ideas metafísicas muy concretas –la ley del karma y el renacimiento, una multiplicidad de dioses–, que casi todas las demás religiones desacreditan. No existe una sola fe religiosa, por muy elástica que sea, capaz de acatar completamente lo que otra proclama como verdad.

Los devotos del judaísmo, el cristianismo y el islam creen que la suya es la revelación verdadera y completa (porque eso es lo que dicen sus respectivos libros sagrados). Solo los laicistas y los aficionados al new age pueden confundir la moderna táctica del «diálogo interreligioso» con una subyacente unidad de todas las religiones.

Hace mucho tiempo que sostengo que la confusión sobre la unidad de las religiones es un artefacto del lenguaje. Religión es un término como deporte: algunos deportes son pacíficos pero espectacularmente peligrosos (la escalada free solo); otros son más seguros, pero sinónimos de violencia (las artes marciales mixtas); y otros conllevan el mismo riesgo que el que corremos bajo la ducha (los bolos). Hablar de deportes como una actividad genérica hace imposible hablar de lo que realmente hacen los atletas o de las condiciones físicas que se necesitan para ello. ¿Qué tienen en común todos los deportes, aparte de la respiración? Bien poco. El término religión no sirve para mucho más.