Después del budismo - Stephen Batchelor - E-Book

Después del budismo E-Book

Stephen Batchelor

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Beschreibung

Han pasado veinticinco siglos desde que el Buda inició su enseñanza y el budismo sigue inspirando a personas de todo el mundo, incluyendo a aquellas que viven en sociedades secularizadas. Pero, ¿qué significa adaptar unas prácticas religiosas a un contexto secular? Stephen Batchelor lleva tiempo articulando una visión filosófica, contemplativa y ética del budismo adecuada a nuestra época. Después del budismo es la culminación de cuatro décadas de estudio y práctica en las tradiciones tibetana, Zen y Theravada. Realizando una brillante lectura crítica de los textos canónicos más antiguos, Batchelor nos describe la enseñanza del Buda no como una metafísica dogmática sino como una enseñanza ética y pragmática. Entiende el budismo como una cultura del despertar en constante evolución, cuya longevidad responde a su capacidad de reinventarse e interactuar de forma creativa con las sociedades con las que se encuentra.

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Stephen Batchelor

Después del budismo

Repensar el dharma para un mundo secular

Traducción del inglés de Fernando Mora

Título original: AFTER BUDDHISM. Rethinking the Darma for a Secular Age

© 2015 Stephen Batchelor

Originally published by Yale University Press

All rights reserved

© 2017 by Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

© de la traducción del inglés al castellano: Fernando Mora

Revisión: Alicia Conde

Composición: Pablo Barrio

Primera edición en papel: Octubre 2017

Primera edición digital: Marzo 2019

ISBN papel: 978-84-9988-574-2

ISBN epub: 978-84-9988-694-7

ISBN kindle: 978-84-9988-695-4

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Para Don Cuppitt

«El dharma es claramente visible, inmediato, sugerente, inspirador, para ser personalmente sentido por el sabio.»

GOTAMA, EL BUDA (c. 480-c. 400 a.C.)

«El dharma del buda no tiene pautas específicas. Simplemente actúa de forma habitual, sin pretender hacer nada en particular. Defeca, orina, vístete, cómete el arroz, y si te sientes fatigado, descansa.»

LINJI YIXUAN (?-866 d.C.)

Sumario

Prefacio1. Después del budismo2. Mahānāma el converso3. La cuádruple tarea4. El rey Pasenadi5. Soltar la verdad6. Sunakkhatta el traidor7. Experiencia8. El médico Jīvaka9. Lo sublime cotidiano10. Ānanda el asistente11. Una cultura del despertarEpílogoDiscursos seleccionados del Canon paliNotasBibliografía

Prefacio

Este libro es un intento de sintetizar una comprensión del budismo en la que llevo trabajando desde mi primer libro, Solo con los demás, aparecido, en inglés, en el año 1983. En el intervalo de treinta años he publicado otros escritos que, si bien se han ramificado en diferentes direcciones, siempre han mantenido, al menos a ojos de su autor, un enfoque constante en una sola cuestión: ¿Qué supone practicar el dharma del Buda en el contexto de la modernidad? Mi más reciente publicación, el ensayo titulado Un budismo secular (2012), puede ser considerado como un bosquejo preparatorio de lo que trato de elaborar en el presente libro.

Me hallo en deuda con Geshe Tamdrin Rabten por haberme entrenado en la lógica, la epistemología y la filosofía del budismo tibetano, las cuales han aportado los fundamentos intelectuales de todo lo que he hecho desde entonces; con Satya Narayan Goenka por haberme introducido en la práctica del vipassana y el budismo temprano del Canon pali; con Kusan Sunim por instruirme en la práctica del Sŏn (Zen) coreano, el cual, junto con la consciencia atenta, sigue aportando la base de mi práctica meditativa. Si bien todas estas tradiciones budistas han desempeñado un importante papel en mi comprensión y práctica del dharma, quizá algunos lectores consideren que mis interpretaciones de ciertas doctrinas budistas rezuman poca ortodoxia.

Mi principal autoridad para entender lo que el Buda enseñó son los discursos del Canon pali. Mi incapacidad para leer chino es la única razón por la que no he consultado un cuerpo comparable de textos conservados en la literatura de los Āgamas. Los antiguos registros de la tradición budista Sŏn, compuestos durante la dinastía Tang, en China, también son una fuente importante para mi trabajo. En lo que respecta a la tradición india posterior, me he inspirado en los escritos de Nāgārjuna y Śāntideva.

Mi interpretación del budismo se ha visto influenciada por los filósofos Martin Heidegger y Richard Rorty, así como por los teólogos cristianos Paul Tillich y Don Cupitt. En el campo de los estudios budistas, estoy en deuda de gratitud con el trabajo de Richard Gombrich, K.R. Norman, Johannes Bronkhorst y Gregory Schopen. También me han sido de gran ayuda en mi comprensión del Canon pali las traducciones de Bhikkhu Bodhi, Eugene Watson Burlingame, I.B. Horner, John D. Ireland, Bhikkhu Ñāṇamoli, Caroline Rhys Davids y Maurice Walshe, así como las interpretaciones de Ñāṇavira Thera de algunas de sus ideas clave.

He asumido, a lo largo del libro, la validez de las dataciones del Buda ofrecidas por Heinz Bechert y Richard Gombrich como c. 480-c. 400 a.C. Al aproximar las fechas ochenta años a nuestra época, en contraste con lo aceptado por la tradición budista, Gotama pasa a ser contemporáneo de Sócrates y no de Pitágoras, lo que lo torna más cercano a la autoconsciencia histórica de Occidente. Asimismo, he basado la narrativa central de la vida de Gotama en el relato del Vinaya de la escuela Mūlasarvāstivāda tal como se conserva en tibetano y fue traducido, en 1884, por W. Woodville Rockhill. Mi anterior libro Confesiones de un ateo budista (2010) reconstruye la historia de la vida del Buda basándose exclusivamente en fuentes pali. Aunque la versión presentada por Rockhill difiere en algunos detalles, la historia es esencialmente la misma. Dado que estas dos tradiciones textuales se conservaron en los extremos opuestos del subcontinente indio, y puesto que sus preservadores no mantuvieron contacto entre sí durante siglos, ambos textos se basan presumiblemente en una versión anterior que existió, probablemente, hasta la época del emperador Aśoka 304-232 a.C., quien nació solo un siglo después de la muerte del Buda.

Como regla general, transcribo los nombres propios y los términos técnicos budistas en su grafía pali, a menos que su procedencia sea claramente china, coreana o tibetana. Puesto que ciertos términos bien conocidos como «dharma», «karma» y «nirvana» ya forman parte de muchos idiomas occidentales, los he dejado en su grafía sánscrita. He traducido los términos bhikkhu y bhikkhuni como «mendicante» (en lugar de «monje» y «monja»), a menos que el contexto requiera la especificidad del género, en cuyo caso los dejo en pali. Por su parte, he traducido upāsaka y upāsika como «adepto» (para sustituir a «laico» y «laica») y bhagavant como «Maestro» (en lugar de «Bendito»). Sigo a H.W. Schumann en la transcripción del nombre del clan del Buda como «Sakiya» (en lugar de «Sakya» o «Shakya»). He dejado sin traducir el difícil término tathāgata (que es, en la mayoría de casos, más o menos sinónimo de «Buda»), aportando la interpretación correspondiente en la sección 9 del capítulo 5. El discurso que la tradición ha titulado El giro de la rueda del dharma (Pdhammacakkapavattana Sutta) lo he vertido como Las cuatro tareas, proporcionando, en el apéndice titulado «Discursos seleccionados del Canon pali», una traducción de este y otros textos pali que cito con frecuencia.

Quisiera agradecer la colaboración de los siguientes lectores, cuyos comentarios en el manuscrito han contribuido a la edición final de esta obra: Darius Cuplinskas, Ann Gleig, Winton Higgins, Bernd Kaponig, Antonia Macaro, Ken McLeod, Stephen Schettini, John Teasdale, Gay Watson, Anne Wiltshire y Dale Wright. Los diálogos mantenidos a lo largo de los años con mis colegas John Peacock y Marc Akincano Weber han sido de gran ayuda para aclarar mi comprensión del budismo temprano. Estoy muy agradecido por el apoyo de mi agente, Anne Edelstein, así como el de mi editora, Jennifer Banks, la correctora de estilo Mary Pasti, y el personal de Yale University Press. Y, como siempre, estoy en deuda con la tolerancia y el estímulo incondicional de Martine, mi esposa. Huelga añadir que cualquier error es responsabilidad mía.

1.Después del budismo

«Así, Bāhiya, es como debes entrenarte: “En lo visto, hay solo lo visto; en lo escuchado, solo lo escuchado; en lo sentido, solo lo sentido; y, en aquello de lo que soy consciente, solo aquello de lo que soy consciente”. Así es como debes entrenarte.»

UDĀNA

(1)

Una conocida historia recoge que, en cierta ocasión, Gotama –el Buda– se encontraba en la arboleda de Jeta, su principal centro cercano a la ciudad de Sāvatthi y capital del reino de Kosala. En las proximidades, vivían muchos sacerdotes, errantes y ascetas a los que se describe como personas «de diversas creencias y opiniones, que propugnaban y fomentaban sus diferentes puntos de vista». El texto enumera los tipos de opiniones que enseñaban:

El mundo es eterno.

El mundo no es eterno.

El mundo es finito.

El mundo no es finito.

El cuerpo y el alma son idénticos.

El cuerpo y el alma son diferentes.

El tathāgata existe después de la muerte.

El tathāgata no existe después de la muerte.

El tathāgata existe y no existe después de la muerte.

El tathāgata ni existe ni no existe después de la muerte.

Y tomaban muy en serio estas opiniones. «¡Solo esto es cierto –insistían– y todas las opiniones contrarias son falsas!». Como resultado, se enzarzaban en discusiones interminables, atacándose unos a otros con sus dardos verbales y diciendo: «¡El dharma es así! ¡El dharma no es así!».1

El Buda señaló que esas personas estaban ciegas. «Desconocen lo que es beneficioso y lo que es dañino –explicaba–. No entienden lo que es y lo que no es el dharma.»2 Y sin mostrar un interés en absoluto en sus proposiciones, ni preocuparse de si sus opiniones eran verdaderas o falsas, no trataba de afirmarlas ni de rechazarlas. «Un partidario del dharma –observó en cierta ocasión– no discute con nadie en el mundo.»3 Cada vez que se efectuaba una declaración metafísica de esa índole, Gotama no reaccionaba a ella implicándose y tomando partido, sino que permanecía atento a la complejidad de la situación total sin decantarse por una postura en detrimento de otra.

Gotama relata una parábola a modo de comentario sobre los sacerdotes y ascetas que disputaban entre sí, en la que nos habla de un rey, en Sāvatthi, quien ordenó a sus siervos que reuniesen a todas las personas ciegas de nacimiento que había en la ciudad. Mandó luego que trajeran ante ellos a un elefante y que condujesen a cada persona ciega hasta el animal para que tocasen una parte diferente del cuerpo de este. Algunos frotaron las orejas, otros acariciaron el tronco, otros pusieron los brazos alrededor de una pierna, otros acariciaron un costado y otros estiraron la cola. Entonces les preguntó: «¿Qué es un elefante?». Algunos de ellos respondieron que un elefante era «como un depósito», otros dijeron que era «una columna» y otros respondieron que «se parecía a una escoba». Entonces se pusieron a discutir entre ellos –«¡Un elefante es así! ¡Un elefante no es así!»–, hasta que estalló una pelea, emprendiéndola a golpes unos con otros.4

La moraleja de esta historia es que el dharma no puede reducirse a un conjunto de declaraciones sobre la verdad que inevitablemente entrarán en conflicto con otras afirmaciones del mismo tipo. Solo abandonando tales opiniones podemos llegar a entender de qué modo la práctica del dharma nada tiene que ver con estar en lo «correcto» o lo «incorrecto».

Merece la pena destacar que de los diez puntos de vista mencionados los últimos seis están relacionados con la posibilidad (o no) de la vida después de la muerte, lo que sugiere que el tema era objeto de intensos debates. Aunque el Buda pudo presentar sus ideas en el contexto de la creencia en múltiples existencias, el siguiente pasaje, ampliamente citado, sugiere que tan solo lo hizo por razones culturales y pragmáticas. «Aquello que los sabios (paṇḍitā) del mundo están de acuerdo en que no existe –dijo–, yo también mantengo que no existe. Y aquello que los sabios del mundo están de acuerdo en que existe, yo también digo que existe.»5 En cuestiones de este tipo, Gotama se limita a aceptar el consenso general. Sostener la opinión de que la mente es diferente del cuerpo o de que renacerá en otro cuerpo después de la muerte lo habría equiparado a los errantes y ascetas de los que dijo que estaban ciegos.

A diferencia de quienes basan su comportamiento en declaraciones metafísicas acerca de la verdad, el practicante del dharma, tal como Gotama lo entiende, tiene en cuenta la totalidad de cada situación y responde de acuerdo con los principios, la perspectiva y los valores del dharma. Dado que cada situación de la vida es única, es imposible predecir de antemano exactamente cómo han de responder las personas. En lugar de preguntar «¿Cuál es la cosa “correcta” o “incorrecta” que puedo hacer?», el practicante pregunta: «¿Cuál es la cosa más sabia y compasiva que puedo hacer?». Muchos siglos después del Buda, le preguntaron a Yunmen (c. 860-949), patriarca chino del Chan:

–¿Cuáles son las enseñanzas de toda una vida?

–Una respuesta apropiada –respondió él.6

Para Yunmen, lo importante no es si nuestras palabras y acciones están de acuerdo con una verdad abstracta, sino si son una respuesta adecuada a la situación en curso.

El dharma es la totalidad del elefante y es comparable a un organismo vivo complejo, cada parte del cual desempeña una función a la hora de animar a la criatura misteriosa que respira, come, camina y duerme. La práctica del dharma revela los límites del pensamiento y del lenguaje humanos cuando nos enfrentamos al rompecabezas de estar en el mundo. Todos los individuos, con independencia de que seamos devotos religiosos o abiertamente seculares, compartimos este sentido de desconocimiento, asombro y perplejidad. Este es el punto a partir del cual todos empezamos.

(2)

Cuando solo era un impresionable joven de diecinueve años, me incorporé a un intacto mundo budista medieval que había mantenido muy poco contacto con la modernidad. Mis maestros tibetanos se habían visto exiliados de su tierra natal durante trece años y estaban seguros de que no pasaría mucho tiempo antes de que pudieran regresar. Pronto me encontré involucrado en mucho más que el estudio de las doctrinas y prácticas del budismo. Me sumergí en una refinada cultura del despertar, encarnada por mujeres y hombres que habían crecido y recibido su educación en un mundo completamente diferente al que yo conocía. Mis años de formación, que de otro modo hubieran sido invertidos en una universidad en Gran Bretaña, conllevaron el conocimiento íntimo y la familiarización con la forma en que esas personas pensaban, hablaban y actuaban. No los juzgaba con el desapego de un observador externo, sino que me veía a mí mismo como parte de su mundo, como si fuese un nativo.

La inmersión total en una cultura budista viva me permitió familiarizarme directamente con una compleja cosmovisión elaborada y articulada a lo largo de muchos siglos. Esa familiaridad me proporcionó el marco, los conceptos y la terminología imprescindibles para reinterpretar el dharma, y creo, en ese sentido, que los argumentos presentados en este libro permanecen completamente fieles a la lógica del dharma. Lo que pretendo es aprovechar dicha lógica para acercar el dharma a las necesidades y preocupaciones de las personas que viven en nuestra época moderna. Al proponer una explicación coherente y consistente del pensamiento y la práctica budista, mi objetivo es producir lo que en el cristianismo se denominaría una teología sistemática. Soy consciente de que muchas de las cosas que digo pueden resultar heréticas para muchos budistas. Y puedo comprenderlos, porque hay una parte de mí que también experimenta un temblor de inquietud cuando leo lo que he escrito.

A lo largo de mis cuarenta años de participación en el dharma, he invertido mucho tiempo ponderando y reflexionando en conceptos budistas para tratar de formular una comprensión del dharma que sea coherente tanto con la enseñanza central del budismo como con la cosmovisión de la modernidad. A lo largo de estos años, el dharma ha ido abandonando lentamente el gueto de las «religiones orientales» y penetrando en la corriente principal de la cultura contemporánea. Las imágenes, conceptos y términos budistas aparecen ahora en los escenarios más inverosímiles: tatuajes y películas de Hollywood, obras literarias y campañas publicitarias. La práctica de la atención plena [mindfulness], adoptada ampliamente en la actualidad en el ámbito del cuidado de la salud, los negocios, la educación y otros campos, ha pasado de tener un interés minoritario entre los estudiantes del dharma a convertirse en un movimiento global que atrae a individuos de todas las esferas sociales, la mayor parte de los cuales tienen muy poco interés en las enseñanzas tradicionales o las instituciones del budismo. Así pues, lo que aspiro a conseguir con este libro es proporcionar un marco filosófico, ético, histórico y cultural para la atención plena, y otras prácticas de este tipo, arraigadas en las fuentes canónicas originarias, aunque articulándolas aquí de nuevo.

No pretendo que mi reconsideración del dharma no se vea profundamente influenciada por la cultura en la que me he criado. Como occidental moderno, no puedo sino considerar que el budismo es un fenómeno históricamente contingente que se ha adaptado de continuo a diferentes circunstancias. Como producto de una cultura cristiana, me siento atraído por la recuperación de un Buda completamente humano, cuya vida y hechos nos digan tanto sobre el dharma como el registro escrito de lo que expuso. Y, dado que me identifico con los movimientos protestantes en el seno del cristianismo, soy escéptico hacia el carisma y la autoridad de los sacerdotes y trato de relacionarme directamente con el dharma a través de mi propio estudio de los textos originales. También soy consciente, como europeo, de mi deuda con los pensadores de la antigua Grecia, para quienes la filosofía era una práctica que perseguía la curación y el cuidado del alma.

(3)

Desde los diecinueve años de edad hasta los veintisiete, me entrené con los lamas de la escuela Geluk del budismo tibetano, los cuales me enseñaron que la verdad última es la vacuidad de algo que nunca ha estado ahí desde el principio, y he tratado, desde entonces, de permanecer fiel a esta idea. Ellos me dijeron que el objetivo de la filosofía budista consiste en alcanzar el conocimiento de dicha vacuidad a través de la inferencia y el análisis racional, mientras que el objetivo de la meditación consiste en centrarse en dicha comprensión hasta lograr una percepción inmediata y no conceptual de la misma. Este procedimiento de análisis y meditación me fue presentado como el único modo de alcanzar la iluminación acerca de la verdadera naturaleza de la realidad y, por tanto, también la liberación de la ignorancia, que es la causa raíz de todo sufrimiento.

La comprensión de la vacuidad se inicia con la investigación de lo que significa ser un yo. Cuando tratamos de localizar la esencia de la persona –ya sea la nuestra o la de otros seres–, la búsqueda no tiene final. No es que no haya nadie, puesto que persiste el misterioso sentido de alguien singularmente vivo, pero resulta imposible llegar a un núcleo irreductible del que podamos decir: «¡Ahí estás! ¡Te he encontrado!». Es en este sentido que decimos que el yo o la persona están «vacíos».

Entender la vacuidad de la persona significa darse cuenta de que este núcleo aparentemente irreducible nunca ha estado ahí desde el principio. Los lamas tibetanos utilizan la expresión técnica rang bzhin gyis grub pa, traducida por lo general como «existencia inherente» o «realidad intrínseca», para describir aquello que se niega. La frase, que significa literalmente «existir en virtud de su propio rostro», implica que, sin importar dónde o con qué miremos inquisitivamente, no encontraremos nada en este mundo que exista en sí mismo por su propia naturaleza intrínseca, por derecho propio y con independencia del resto. ¿Por qué motivo? Porque cada cosa singular en este extraño mundo nuestro, desde un elefante hasta la más pequeña partícula subatómica, está supeditada a causas próximas y distantes, a diferentes partes a las que no puede ser reducida y a palabras y conceptos que la tornan inteligible a una determinada cultura humana.

Según la enseñanza Geluk, la vacuidad de existencia inherente es una simple negación (med ‘gag), en contraposición a una negación afirmativa (ma yin ‘gag). Esto significa que la ausencia abierta por la vacuidad no revela –y, por tanto, no postula– una realidad trascendente (como Dios o la Consciencia Pura) que antes se hallase oscurecida por nuestra confusión egoísta, sino que simplemente elimina una ficción que nunca ha existido. Aunque los seres humanos parecemos estar instintivamente programados (sin duda por razones evolutivas) para vernos a nosotros mismos y ver a las personas que nos agradan u odiamos como si fuesen reales de manera autosuficiente, tal existencia inherente resulta ser una quimera.

Acabo de resumir la comprensión estándar de la vacuidad tal como la enseñaría hoy en día una figura como el Dalai Lama del Tíbet. En lugar de utilizar el término «vacuidad», otros maestros budistas prefieren hablar de «no-yo» (anatta), que viene a ser lo mismo. Las apariencias –nos dirán– son engañosas y, a menos que disipemos la ficción del «yo» o de la «existencia inherente», nunca contemplaremos la verdadera naturaleza de las cosas.

Sin embargo, cuando consultamos los discursos budistas más antiguos, recogidos en el Canon pali y los Āgamas chinos, constatamos que Gotama no habla de la vacuidad de esta manera en absoluto. Al leer estos textos antiguos, siento como si me encontrase con otro dialecto del mismo idioma: aunque utiliza muchas de las mismas palabras, lo hace de una manera curiosamente diferente. El Discurso menor sobre la vacuidad, por ejemplo, se abre con la pregunta que Ānanda, el asistente del Buda, le plantea a este:

–En cierta ocasión estabas viviendo en Sakiya, señor, entre tus parientes, en el pueblo de Nāgaraka. Fue allí donde te escuché decir de tus propios labios: «Ahora principalmente resido en la vacuidad». ¿Escuché correctamente?

–Sí –respondió Gotama–, tanto entonces como ahora resido principalmente en la vacuidad.7

La palabra que destaca en esta cita es «residir», traducción del término pali viharati, cuyo sustantivo es vihāra, «residencia» o «morada» y ha llegado a significar «monasterio», es decir, residencia para los monjes. Sin embargo, los términos «residir» o «morar» describen una relación primordial con la tierra en la que vivimos. De ese modo, la vacuidad es, ante todo, una condición en la que residimos, moramos y vivimos. Otro discurso pali describe esta vacuidad como la «morada de una gran persona».8 La vacuidad, por tanto, parece ser una perspectiva, una sensibilidad, una forma de ser en este mundo doloroso y contingente. La «gran persona» se refiere a alguien que cultiva dicha sensibilidad hasta que esta se torna completamente natural. Así pues, la vacuidad no se refiere tanto a la negación del «yo» como a la dignidad de la persona que comprende lo que significa ser plenamente humano.

Esta vacuidad está lejos de ser una verdad absoluta que necesita ser entendida a través de la inferencia lógica y luego realizada directamente mediante un estado de meditación no-conceptual. No se trata de un objeto epistemológico privilegiado que, cuando se conoce, proporciona una iluminación cognitiva, sino una sensibilidad en la que uno reside.

El Discurso menor sobre la vacuidad narra la historia de un hombre que buscaba el modo de vivir con autenticidad en la tierra. Gotama inicia su discurso con lo que le resulta más cercano: la población en la que se aloja con sus mendicantes. «Al estar vacía de elefantes, ganado y caballos, oro y plata, reuniones de mujeres y hombres –observa–, solo hay una cosa de la cual esta población no está vacía, es decir, de este grupo de mendicantes.» Sin embargo, un mendicante que considere que esta comunidad es demasiado ruidosa y una fuente de distracción buscará la soledad del bosque, que está «vacío de toda consciencia de poblaciones o personas». Así, el mendicante considera al bosque como «vacío de lo que no está aquí». Y de lo que resta, también sabe: «Esto es lo que hay aquí».9 Aunque el mendicante ya no se siente perturbado por el ajetreo del mundo, está predispuesto a la ansiedad generada por vivir en el bosque.

Para superar esta ansiedad, el mendicante accede a estados cada vez más sutiles de absorción meditativa, es decir, la expansión de la tierra, el espacio ilimitado, la consciencia ilimitada, la nada y el estado de ni-consciencia-ni-inconsciencia. Sin embargo, en cada etapa, descubre que todavía hay algo dentro de él que le genera inquietud. De ese modo, abandona los estados profundos similares al trance por una «concentración carente de signos del corazón». Pero, aun así, se percata de que sigue siendo «propenso a la ansiedad derivada de tener los seis campos sensoriales de un cuerpo vivo». Con independencia de las virtudes que le proporcione su concentración carente de signos, esta es, sin embargo, «condicionada y artificial» y, en consecuencia, «transitoria y sujeta a un final».10 Solo en este punto, y una vez agotadas todas las posibilidades derivadas de meditar en la soledad del bosque, se percata de que todos estos ejercicios son, en última instancia, inútiles porque todos ellos tienen un final.

Parece que ha completado el círculo. Sin embargo, esta misma visión profunda en la transitoriedad le otorga la paz mental que ha estado buscando desde el principio. «Al conocer y ver de este modo –prosigue diciendo Gotama–, su corazón se libera de los residuos (āsava) de la codicia, la existencia y la ignorancia.» Pero no es este el final de la historia. «Sin ninguna de las ansiedades debidas a esos residuos –reflexiona el mendicante–, todavía soy propenso a la ansiedad derivada de poseer los seis campos sensoriales de un cuerpo vivo. Este estado de consciencia está vacío de dichos residuos. Lo que no está vacío es lo siguiente: los seis campos sensoriales de un cuerpo vivo.»11

El Discurso menor sobre la vacuidad concluye con esta idea: residir en la vacuidad significa habitar plenamente el espacio encarnado de la propia experiencia sensorial, pero de una manera que ya no está determinada por nuestra reactividad habitual. Morar en esa vacuidad no significa que uno ya no sufra. Mientras uno tenga cuerpo y sentidos, uno será «propenso a la ansiedad» derivada de ser una criatura consciente y sensible, hecha de carne, huesos y sangre. Y esto era tan cierto para Gotama como lo es para nosotros en la actualidad.

En este caso, la vacuidad no es una verdad –y mucho menos una verdad absoluta– que deba ser entendida correctamente como medio de disipar la ignorancia y así alcanzar la iluminación. Para Gotama, lo principal no es comprender la vacuidad, sino residir en ella. Morar en la vacuidad nos asienta firmemente en la tierra y nos devuelve a nuestro cuerpo. Es una forma de permitirnos abrir los ojos y ver las cosas ordinarias como si fuese la primera vez. Tal como el Buda instruyó a su estudiante Bāhiya, vivir de esa manera significa que, «en lo visto, hay solo lo visto; en lo escuchado, solo lo escuchado; en lo sentido, solo lo sentido; y, en aquello de lo que soy consciente, solo aquello de lo que soy consciente».12

¿Cómo, en el transcurso de la historia budista, el concepto de vacuidad evolucionó, desde una forma de vida en este mundo no condicionada por la reactividad, hasta convertirse en una verdad absoluta que ha de ser reconocida directamente en un estado no-conceptual de meditación? Esta es una de las preguntas clave que trataré de responder a lo largo de estas páginas.

(4)

Desde los veintisiete a los treinta y un años, proseguí mi formación monástica budista en un monasterio Sŏn (Zen), en Corea del Sur, donde la única práctica de meditación consistía en sentarse delante de una pared durante diez o doce horas al día preguntándose: «¿Qué es esto».13 A partir de entonces, fui guiado por esta pregunta imposible, la cual me alejó de la búsqueda religiosa de la verdad última y me condujo de nuevo al encuentro perplejo con este mundo contingente, conmovedor y ambiguo, aquí y ahora.

La tradición Sŏn se originó en la China Tang del siglo VII como reacción contra el excesivo interés metafísico de las escuelas budistas establecidas. Trató de recuperar la sencillez del budismo original siguiendo el ejemplo de Gotama de sentarse inmóvil bajo un árbol, comprometido de manera inflexible con las cuestiones primordiales de lo que significa nacer, enfermar, envejecer y morir. Los maestros Sŏn se dieron cuenta de que la misma forma en que se plantean estas preguntas determina el tipo de «iluminación» que puede alcanzarse. Un célebre aforismo sintetiza esta comprensión:

Gran duda–gran despertar;

Pequeña duda–pequeño despertar;

No duda–no despertar.

La cualidad de nuestra «duda» –de las preguntas que planteamos– está directamente relacionada con la cualidad de nuestra visión profunda. Plantear estas preguntas de manera visceral engendra el correspondiente despertar visceral. Sopesarlas intelectualmente, con una «pequeña duda», conduce solamente a un tipo de comprensión intelectual. Y, para aquellos que no se vean agitados en absoluto por preguntas existenciales, el despertar no es ni siquiera concebible. Los practicantes del Sŏn rechazaron el conocimiento metafísico de los monjes-eruditos no porque discrepasen de sus conclusiones, sino porque estaban en desacuerdo con la forma en que, de entrada, dichos estudiosos planteaban las preguntas. Practicar el Sŏn significa formular estas preguntas con todo el cuerpo, con «los 360 huesos y articulaciones y los 84.000 poros de nuestra piel», hasta que se conviertan en un «masa maciza de duda». En ese sentido, la duda debe alcanzar una masa crítica, «como una bola de hierro incandescente que hemos engullido y tratamos de vomitar sin conseguirlo».14

Sostener este tipo de perplejidad urgente supone aprender a permanecer en un estado mental equilibrado, centrado e interrogativo sin sucumbir al atractivo seductor de «es esto» o «no es esto». Para plantear una pregunta con sinceridad, tenemos que suspender todas nuestras expectativas en cuanto a cuál podría ser la respuesta. Necesitamos descansar en una condición de desconocimiento, vitalmente alertas al puro misterio de no estar muertos, sino vivos. De esta manera, cultivamos el camino medio entre «es» y «no es», entre afirmación y negación, entre el ser y la nada.

Recorrer esta vía intermedia equivale, en la práctica, a caminar por la cuerda floja: el sendero está cambiando constantemente. Vivimos en un ámbito lingüístico en el que no podemos evitar el uso de términos como «es» y «no es», y un ámbito moral en el que somos urgidos a expresar preferencias y a tomar decisiones. Las polaridades incorporadas en la consciencia humana resultan útiles, cuando no indispensables, para proporcionar un marco que oriente nuestro rumbo a través de la vida. Son comparables a la pértiga portada por el equilibrista, la cual le proporciona la estabilidad crucial para dar cada paso. El objetivo, por tanto, no es rechazar la dualidad a favor de una hipotética «no-dualidad», sino aprender a vivir con aquella de manera más ligera, fluida e irónica. El peligro de la dualidad, contra el cual el Buda advierte a sus seguidores, no radica en el pensamiento oposicional en sí mismo, sino más bien en el modo en que utilizamos ese tipo de pensamiento para reforzar y justificar nuestro egoísmo y nuestros anhelos, temores y rechazos.15

(5)

Según una de las primeras fuentes budistas, el Vinaya de la escuela Mūlasarvāstivāda, poco después del despertar de Gotama, cayó gravemente enfermo al ingerir una comida demasiado pesada, donada por Tapussa y su hermano menor Bhallika, dos mercaderes que se encontraban de paso. Entonces Māra –la personificación demoníaca de la muerte– le imploró que muriera para que de ese modo penetrase en el nirvana final, en el que finalmente se vería liberado de todo sufrimiento. Pero Gotama se negó, declarando lo siguiente:

No abandonaré este mundo hasta que haya mujeres y hombres mendicantes, y mujeres y hombres adeptos, que sean cabales, entrenados, expertos y conocedores del dharma, que transiten el sendero del dharma, que transmitan lo que han obtenido de su maestro, lo enseñen, declaren, establezcan, expongan, analicen y clarifiquen, hasta que sean capaces, por medio del dharma, de refutar las falsas enseñanzas que hayan surgido y de enseñar el sublime dharma.16

Es obvio que Gotama concebía una comunidad en la que todos sus miembros, con independencia de su condición de mujeres u hombres, monásticos (mendicantes) o seglares (adeptos), fuesen completamente iguales en la formación que recibían en el dharma, las prácticas que se comprometían a dominar y comprender y la responsabilidad que tenían de transmitir su mensaje.

Una comunidad tan paritaria está muy lejos de lo que es la norma, hoy en día, en muchas tradiciones budistas asiáticas. La autoridad doctrinal, moral y espiritual suele ser prerrogativa exclusiva de los monjes de alto rango, mientras que las monjas –si es que disfrutan de algún estatus o reconocimiento– desempeñan, en buena medida, un papel subordinado. Por su parte, los laicos, sin importar su grado de devoción, a menudo se ven reducidos al papel de proveedores del sangha (una palabra que, si bien significa «comunidad», ha acabado refiriéndose solamente a los monjes) y alentados a acumular los suficientes actos meritorios que les permitan acceder a la ordenación monacal en una vida futura. Pero este estado de cosas no solo contradice y distorsiona la que parece ser la intención original del Buda, sino que va en contra de los valores de igualdad y dignidad humana que caracterizan la época moderna.

Quienes abogan por la restauración de la ordenación completa de las mujeres en el budismo suelen citar este pasaje para mostrar que el Buda pretendió establecer una orden de bhikkhunis (monjas) desde el mismo principio de su periodo de enseñanza.17 La opinión ortodoxa, que parece haber sido insertada en el canon en fecha bastante temprana por defensores acérrimos del patriarcado, es que el Buda se mostró en principio reacio a aceptar a mujeres mendicantes y solo cedió a las demandas de estas bajo la presión de Ānanda, aunque imponiéndoles los ocho votos «pesados» (garu), comparando su presencia en la comunidad a una «plaga» y una «enfermedad» y prediciendo que acortaría la existencia del dharma en el mundo.18 Lo que los defensores de la ordenación de las mujeres omiten, sin embargo, es que el mismo pasaje aboga por que mujeres y hombres seglares desempeñen idéntico papel en la práctica y la exposición del dharma.

De acuerdo con la declaración de la resolución inicial de Gotama, yo defiendo la restauración completa de la igualdad entre mendicantes y seguidores de ambos sexos como practicantes y maestros del dharma. Persistir en las desigualdades por las que aboga la ortodoxia resulta injusto y anacrónico. Muchos de los defensores más eficaces del dharma en nuestra época no han sido monjes, sino laicos, tanto mujeres como hombres, entre los que se cuentan figuras tan prominentes del budismo en Asia del siglo XX como Anagarika Dhammapāla (1864-1933), quien defendió en Ceilán una reforma budista al estilo «protestante»; el doctor B.R. Ambedkar (1891-1956), que lideró en la India las conversiones masivas al budismo de los anteriores dalits (intocables); Tsunesaburō Makiguchi (1871-1944) y Jōsei Toda (1900-1958), quienes establecieron en Japón la secta budista Sōka Gakkai; el doctor D.T. Suzuki (1870-1966), cuyos escritos introdujeron en Occidente el budismo Zen y el Mahāyāna; y Saya Gyi U Ba Khin (1899-1971), que popularizó en Birmania la práctica de meditación vipassanā. A medida que el budismo ha ido difundiéndose por el mundo occidental, muchos de los maestros y escritores más influyentes tampoco han sido monjes ordenados, sino mujeres y hombres cuya autoridad ha radicado en su integridad y ejemplo personal más que en su rango eclesiástico.

En el mundo actual, es cuestionable la noción de que el ideal al que aspiran los budistas deba ser el del monje célibe que encarna los valores ascéticos del budismo del siglo V y sigue un conjunto de reglas determinadas por las circunstancias de aquel lejano tiempo y lugar. No tengo ninguna objeción al monacato budista, ya que puede ser, para muchas personas, la forma más adecuada y satisfactoria de practicar el dharma. Sin embargo, si queremos recuperar el tipo de comunidad igualitaria que el Buda concibió, los practicantes tendrán que reevaluar radicalmente las relaciones de poder entre mendicantes y adeptos, así como entre mujeres y hombres.

Desde una perspectiva moderna, muchas de las formas tradicionales de budismo heredadas de Asia parecen haberse estancado. Su creatividad e imaginación inicial se han disipado hace mucho, mientras que la intención principal de sus practicantes parece ser la de preservar doctrinas y prácticas tradicionales, repitiendo interminablemente las enseñanzas e instrucciones del pasado. Cuando incluso una iglesia liberal y modernizada como la iglesia anglicana se esfuerza en aceptar a las mujeres obispo y las relaciones homosexuales, parece poco probable que instituciones budistas conservadoras cambien, en un futuro previsible, sus actitudes patriarcales. Si bien admiro la labor de quienes tratan de reformar las tradiciones budistas en el seno de las escuelas establecidas, tengo la sospecha de que un verdadero cambio en la sensibilidad e identidad budista tendrá lugar en el ámbito secular más que en el de la esfera religiosa.

Por este motivo, me centraré en las vidas de algunos de los principales seguidores del Buda, quienes no «abandonaron el hogar para convertirse en personas sin hogar» y mendicantes, sino que siguieron plenamente activos en el mundo. Reuniendo los fragmentos de las historias de figuras tales como Mahānāma (primo de Gotama, quien se convirtió en jefe del clan Sakiya al que pertenecía el Buda), Pasenadi (rey de Kosala) y Jīvaka (médico en la corte de Magadha), intentaré restablecer el sentido de una comunidad que no estaba dominada por monjes beatíficos y aislados, sino abrazada por personas procedentes de todos los estamentos de la vida. En una tónica similar, no veo necesidad alguna de especular sobre la serena perfección del arahant, el santo budista arquetípico, sino que me concentraré, en cambio, en la experiencia de la conversión al dharma y el continuo desafío que entraña el cultivo de un estilo de vida acorde con sus valores. Como veremos, el Buda describe a Mahānāma, Jīvaka y algunos otros adeptos diciendo que son «videntes de lo inmortal», esto es, personas que viven, desde la perspectiva del nirvana, su vida cotidiana en el mundo.

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La palabra «religioso» es notoriamente difícil de definir. Se trata de un término que tiene una larga y confusa historia y cuyo significado ha ido variando y modificándose a lo largo del tiempo.19 Lo utilizaré, en este contexto, en dos sentidos distintos, aunque relacionados. En el primer sentido, entiendo que el término «religioso» denota nuestro deseo de aceptar o reconciliarnos con nuestro propio nacimiento y muerte. Para muchos individuos, los pensamientos y actos religiosos son aquellos que implican una relación profunda o nuclear con la totalidad de su existencia y lo que esta significa para ellos. Esto es lo que el teólogo Paul Tillich denomina «preocupación última». Según Tillich, la preocupación última tiene que ver con la definición de la fe, mientras que la definición de Dios es aquello por lo que uno se halla preocupado en un sentido último.20

En su segundo sentido, considero que el término «religioso» se refiere a los medios formales –adhesión a los textos sagrados, sumisión a la autoridad de monjes y sacerdotes, celebración de ritos y rituales, participación en retiros espirituales– utilizados para articular, contextualizar y representar nuestra preocupación última. Los críticos seculares suelen desestimar las instituciones y creencias religiosas como anticuadas, dogmáticas, represivas, etcétera, olvidando que fueron creadas originalmente para abordar profundas inquietudes humanas. Uno puede ser religioso en el sentido de estar motivado por preocupaciones últimas, sin haber participado jamás en ningún comportamiento abiertamente religioso, de igual modo que se puede ser religioso en el sentido convencional del término, simplemente por hábito o costumbre, sin verse impulsado por ninguna preocupación última. Quienes se definen como «ateos devotos» no están bromeando del todo.

Por su parte, el término «secular» presenta tantos problemas como la palabra «religioso». El teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, en sus últimas cartas desde una prisión nazi antes de morir, preveía el surgimiento de un «cristianismo no religioso» que entendiese que el mensaje de los Evangelios abraza totalmente la condición del sufrimiento en este mundo y abandonase el consuelo superficial derivado de ser un miembro devoto de una institución cristiana. «Nos estamos moviendo –escribía– hacia una época completamente no religiosa.»21 Asimismo, desde esta perspectiva, no parece haber ninguna razón por la que personas que se declaran «seculares» no puedan ser profundamente «religiosas» desde el punto de vista de su preocupación última por aceptar, aquí y ahora, su breve y punzante vida.También utilizo el término «secular» con plena consciencia de sus raíces etimológicas en la palabra latina saeculum, que significa «este siglo», «este siècle (siglo)», «esta generación». Cuando somos seculares, pues, nuestras preocupaciones primarias son aquellas que tenemos acerca de este mundo, sobre todo las que tienen que ver con la cualidad de nuestra experiencia personal, social y ambiental derivadas de vivir en este planeta. Un enfoque secular del budismo no está interesado en una hipotética vida futura, sino en el modo en que el dharma permite que los seres humanos y otros seres vivos florezcamos en nuestra biosfera. En lugar de enfatizar la iluminación y la liberación personal, se asienta en la compasión y la preocupación profundamente sentida por el sufrimiento de todos aquellos con quienes compartimos este planeta.

Al igual que muchos de los que, en Europa y Norteamérica, procedemos de una época posterior a los traumas de ambas guerras mundiales, fui criado en una familia que había abandonado toda afiliación formal al cristianismo y educado en un ambiente racionalista y humanista que me alentó a dudar y cuestionar lo que me decían. Me inquieta entonces que los conversos occidentales al budismo, con unos antecedentes y una educación similares a la mía, adopten de modo acrítico creencias –como, por ejemplo, el karma y el renacimiento– que los budistas tradicionales simplemente dan por sentadas. Este tipo de reacción me señala como alguien que ha internalizado sin rubor alguno una perspectiva secular. Cualquier modalidad de budismo por la que abogue estará obligada a llevar la impronta de un enfoque escéptico y terrenal del dharma. Sin embargo, esta perspectiva no es de ninguna manera preferible o superior a un punto de vista más tradicional; en muchas maneras envidio a quienes no tienen ningún problema con las creencias budistas ortodoxas. Mi enfoque refleja simplemente una visión cultural, integrada en el mundo, de la que no puedo desprenderme más de lo que podría renunciar de forma deliberada a dejar de entender el idioma inglés.22

Nuestro uso habitual de los términos «religioso» y «secular» está determinado por los sentidos que les hemos asignado en la modernidad. Dado que no tienen equivalente en ninguna de las lenguas clásicas budistas, debemos utilizarlos con precaución cuando hablamos del budismo premoderno. Lo mismo puede decirse de la misma palabra «budismo», un término acuñado en el siglo XIX por los estudiosos occidentales, que tampoco tiene equivalente en pali, sánscrito, chino o tibetano. Por esta razón, prefiero utilizar la palabra «dharma», dejándola sin traducir. Al mismo tiempo, no puedo pretender que no soy un occidental moderno y que me hallo circunscrito a un uso del lenguaje que es, en muchos aspectos, inadecuado y engañoso, pero que, me guste o no, es el que utilizo.

¿Cuál es el tipo de budismo que puede defender un budista secular confeso como yo? No concibo un budismo que aspire a desterrar todo vestigio de religiosidad, que pretenda llegar a un dharma que sea poco más que un conjunto de técnicas de autoayuda que nos permitan operar con más serenidad y eficacia como agentes o clientes, o ambos a la vez, del consumismo capitalista.23 Podría argumentarse, por ejemplo, que la práctica de la atención plena, divorciada de su contexto original, refuerza el aislamiento solipsista del yo a través de la inmunización de sus practicantes contra las emociones perturbadoras, los impulsos, las ansiedades y las dudas que asolan a nuestro frágil ego. No obstante, en lugar de imaginar un dharma que erige barreras cada vez más firmes en torno a nuestro yo alienado, concibo un dharma que trabaje en pos de un reencantamiento con el mundo. Ello requerirá el cultivo de una sensibilidad hacia lo que podemos denominar lo «sublime cotidiano», un tema que analizaremos en el capítulo 9.

No considero que el budismo secular sea el resultado final de un proceso de secularización del budismo, que torne las ideas y prácticas budistas atractivas y útiles a aquellos que no tienen ningún interés en comprometerse con los valores básicos del dharma. El tipo de budismo secular que tengo en mente considera que estos valores fundamentales proporcionan un contexto necesario para que los seres humanos florezcan y comprendan sus preocupaciones últimas. En consecuencia, abordaremos en los capítulos 2 y 3 la naturaleza de estos valores y la manera de internalizarlos e implementarlos.

El budismo suele, en la actualidad, impresionar a la gente como una religión monástica algo distante y comprometida con la formación de sus seguidores en la meditación, la moralidad y la filosofía. Pero, históricamente, esta versión del budismo es muy reciente24 porque, si bien puede coincidir con algunas de las representaciones idealistas que los budistas han conservado de sí mismos en su memoria textual, pasa por alto las complejas relaciones que las instituciones budistas han mantenido con las sociedades de las que formaban parte integral. En el Asia anterior a nuestra época, el vihāra budista –o templo– servía de hogar para quienes se veían rechazados, tenían problemas con las normas sociales o bien aspiraban a cultivar unos valores más elevados. Dependiendo del país, también podía servir de granja, granero, juzgado, fortaleza, escuela, centro de arte, hospital, banco, orfanato, refugio para animales abandonados, así como de emplazamiento para llevar a cabo ritos religiosos (en especial en beneficio de los difuntos) y recibir asesoramiento eclesiástico. Y era también el lugar donde algunas personas podían encontrar a alguien que les enseñase meditación y filosofía.

Una de las consecuencias de la modernización a lo largo de toda Asia ha sido la de privar al budismo de muchas de sus funciones seculares. Si bien el ritmo y la forma del cambio varían de un país a otro, el Estado ha llegado a asumir muchas de las funciones (atención sanitaria, educación, cuidado de huérfanos) que, en el pasado, fueron exclusivas de los templos. El resultado de todo ello es que las actividades de las monjas y monjes actuales tienden a centrarse en asuntos espirituales y pastorales. Sin embargo, con la adopción generalizada de la meditación de la atención plena en los campos de la orientación psicológica y la psicoterapia, incluso estas funciones están ahora siendo absorbidas por órganos seculares.

Este cambio hacia un enfoque budista más secular no es algo novedoso. A medida que, a lo largo del siglo pasado, los budistas trataron de asumir la modernidad, surgieron una serie de variantes secularizadas a partir de las formas tradicionales. La comunidad Vipassana, presente en todo el mundo, por ejemplo, tiene su origen en un movimiento reformista entre los budistas birmanos en las postrimerías del siglo XIX. El objetivo de los reformadores era reafirmar una identidad religiosa autóctona, capaz de resistir a la cristiandad y el humanismo racionalista de la potencia colonial británica. Por su parte, las modalidades occidentales contemporáneas de meditación vipassanā dieron lugar al movimiento del mindfulness secular, cuyos maestros principales han sido predominantemente laicos. La Soka Gakkai, uno de los mayores movimientos globales budistas de la actualidad, se inició en Japón en la década de 1920 como sociedad educativa afiliada a la escuela Nichiren Shoshu, fundada por el reformador budista del siglo XIII Nichiren Daishonin. Desde el año 1992 se ha distanciado del clero de la Nichiren Shoshu y ahora funciona principalmente como un movimiento laico. A finales de la década de los 1970, la escuela Kagyu/Rimé del lama Chögyam Trungpa vislumbró explícitamente un camino secular de meditación, denominado Formación Shambhala. Si bien Trungpa concibió este sendero de manera independiente de su organización budista Vajradhatu, después de su fallecimiento, ambos se fusionaron en lo que se conoce en la actualidad como budismo Shambhala, uno de los movimientos budistas más activos y eficaces en Estados Unidos.

Sin embargo, a pesar del tono secular y de los instructores laicos de estos movimientos, los tres mantienen una relación ambivalente con los dogmas y las jerarquías de las instituciones budistas a partir de las cuales se originaron. Aunque pueda haber una reducción de la exhibición pública de religiosidad manifiesta en sus centros y un esfuerzo deliberado por parte de los maestros de presentar el dharma desde el punto de vista de sus beneficios psicológicos y sociales, se ha dedicado muy poco esfuerzo a reexaminar críticamente su cosmovisión subyacente del budismo, en el cual todavía se hallan insertas la cosmología y la metafísica de la antigua India. Para desarrollar un entendimiento del budismo en cualquiera de estos movimientos, uno debe aceptar la doctrina tradicional del karma, el renacimiento, los cielos, los infiernos y los poderes sobrenaturales.

Pero el budismo secular que yo anticipo será más radical que cualquiera de estos movimientos budistas secularizados. Sus proponentes tratarán de retornar a las raíces de la tradición y repensar y articular de nuevo el dharma. De igual modo que la expresión «budismo tibetano» describe el tipo de dharma que evolucionó en el Tíbet, también la expresión «budismo secular» describe, en su sentido más amplio, el tipo de dharma que está evolucionando en nuestra era secular.

Si bien muchos asiáticos modernos son budistas que cada vez se encuentran más secularizados, yo soy un europeo secular que trata de descubrir lo que significa ser budista y, aunque podríamos encontrarnos mutuamente en el camino, nos movemos en direcciones opuestas. De igual modo que el budismo se ve desafiado por la secularidad, mi secularidad se ve desafiada por el budismo. Mi principal interés, por consiguiente, tiene que ver tanto con imaginar una secularidad budista como un budismo secular. Hemos visto lo que puede sucederle al budismo cuando se seculariza, pero ¿qué le sucedería a una perspectiva secular que se viese matizada por los principios y valores del dharma?

Lo que está teniendo lugar entre el budismo y la secularidad es, en el mejor de los casos, un diálogo abierto entre dos socios, más que un intento de que uno de los socios imponga a la fuerza un determinado punto de vista. En su libro Tras la virtud, el filósofo escocés Alasdair MacIntyre señala que «una tradición viva [...] es un argumento extendido a lo largo del tiempo y encarnado en lo social, y es un argumento [...] que trata específicamente acerca de los bienes que constituyen esa misma tradición».25 Sostiene que, para ese concepto de tradición, es fundamental «que el pasado no sea nunca algo simplemente rechazable, sino más bien que el presente sea inteligible como comentario y respuesta al pasado, en donde el pasado, si es necesario y posible, se corrija y trascienda, pero de tal modo que se deje abierto el presente para que sea a su vez corregido y trascendido por algún futuro punto de vista más adecuado».26

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Está muy bien que aspiremos a volver a las raíces de la tradición y repensemos y articulemos de nuevo el dharma, pero ¿cómo podemos llevarlo a la práctica? Soy consciente de la naturaleza ambiciosa y potencialmente arrogante de este empeño. También soy consciente de mis limitadas habilidades lingüísticas y mi conocimiento incompleto de la vasta variedad de materiales canónicos en los que debería basarme. Asimismo reconozco que gran parte de nuestra comprensión histórica del budismo temprano es todavía desigual y especulativa. No obstante, creo que existe una necesidad urgente de que voces budistas contemporáneas articulen una visión coherente, ética, contemplativa y filosófica del dharma para nuestra época secular.

La enorme cantidad de textos budistas antiguos, escritos en pali, sánscrito, chino y tibetano, es tanto una bendición como lo contrario. La gran riqueza de este material plantea serias dificultades de interpretación. Los primeros textos canónicos son una compleja trama de estilos lingüísticos y retóricos, impregnada de ideas, doctrinas e imágenes contradictorias, todas ellas reunidas y elaboradas oralmente a lo largo de tres o cuatro siglos antes de ser recogidas por escrito. Dado este coro de voces, ¿cómo vamos a distinguir entre lo que es, probablemente, la palabra del Buda, en contraposición a una «aclaración» posterior bien intencionada por parte de algún corrector o comentarista? Aún no hemos llegado –y puede que nunca lo hagamos– al punto en que estas preguntas puedan ser respondidas con certeza.

Como budista practicante, espero que los discursos no se limiten a aportarme conocimientos académicos, sino que me lleven a reconciliarme con mi propio nacimiento y muerte. En lugar de aspirar a un conocimiento desapegado y objetivo de su contenido, estoy implicado en un diálogo sincero –y a veces angustiado– con dichos discursos. Estoy dispuesto a escuchar lo que estas voces antiguas tienen que decirme para iluminar mi condición actual como un animal humano sobre esta esfera de roca y agua que se desplaza a través del espacio. En este sentido, mi budismo secular tiene una cualidad religiosa porque está arraigado en «preocupaciones últimas». Como alguien que siente la urgencia de tales problemas, por tanto, me siento obligado ahora a correr el riesgo de seleccionar e interpretar textos que pueden o no resultar viables posteriormente.

A modo de plantilla para esta tarea de reinterpretar el dharma, he considerado útil distinguir entre seis voces principales que pueden discernirse en los primeros textos canónicos:

Voces poéticas.Voces dramáticas.Voces escépticas.Voces pragmáticas.Voces dogmáticas.Voces mitológicas.

Estas voces no necesariamente se contradicen entre sí, sino que pueden resultar complementarias. Sin embargo, el tono y el énfasis de cada una de ellas expresa una sensibilidad y una perspectiva muy distintas.

Hay muchos versos finamente trabajados en el canon que se acercan a la poesía en su ritmo e imágenes, y numerosos pasajes que recurren a narraciones dramáticas para proporcionar información sobre antecedentes o establecer un punto doctrinal o moral. Los siguientes versículos del texto pali titulado Capítulo de los octetos (Aṭṭhakavagga) ejemplifican una voz poética que también es escéptica:

Las personas equivocadas manifiestan su opinión,al igual que lo hacen las personas que están en lo cierto.Cuando se expresa una opinión,el sabio no se siente atraído por ella:no hay aridez en el sabio.

En ningún caso, una persona lúcidasostiene opiniones artificiales acerca de es o no es.¿Cómo podría sucumbir a ellastras haber abandonado las ilusiones y la vanidad?

El sacerdote que trasciende esos límitesno depende de lo que sabe o ha contemplado.Ni apasionado, ni desapasionado,no postula nada de un modo absoluto.27

En lo que se considera un texto muy temprano, podemos encontrar aquí una voz que se niega a ser arrastrada a afirmar o negar una determinada opinión, a efectuar afirmaciones ontológicas o a postular nada como si fuese, en última instancia, verdadero o real. En lugar de enredarse en disputas, el sabio decide suspender el juicio.

Este escepticismo es todo un reto. Se requiere una gran disciplina y esfuerzo para ver el mundo y a uno mismo de esta manera. Suspender el juicio contradice el modo en que estamos condicionados a pensar y hablar. Pensar de otra manera que no sea en términos de «es» y «no es» no solo va en contra de la esencia misma del lenguaje, sino que resulta desconcertante y confuso. Sin embargo, en el famoso discurso al pueblo de los Kālāma, Gotama dice a sus oyentes: «es apropiado que os sintáis perplejos, es apropiado que alberguéis dudas».

No aceptéis nada por tradición oral, por linaje de enseñanza, por rumores, por una colección de escrituras, por razonamiento lógico, por inferencia, por reflexión sobre las causas, por aceptación de una idea tras haberla ponderado, por la aparente competencia del expositor o porque penséis «ese errante es mi maestro».28

Sin embargo, esta actitud escéptica no constituye un fin en sí mismo. Su valor radica en abrir nuevas oportunidades para el florecimiento humano. Para Gotama, el problema que acarrea adherirse firmemente a una opinión o creencia es que aquellos que lo hacen se «enredan en una maraña» o «quedan atrapados en una trampa» que les impide seguir moviéndose a lo largo del sendero. El Kālāma Sutta continúa diciendo:

Cuando comprendáis por vosotros mismos que «estas ideas son vergonzosas; estas ideas son censuradas por los sabios; estas ideas, si son aceptadas y practicadas, conducen al daño y al sufrimiento», debéis dejarlas marchar.29

El objetivo es adquirir un conocimiento práctico que conduzca a un cambio de conducta que afecte a la cualidad de nuestra vida; el conocimiento teórico, en cambio, reviste poco o ningún impacto en la manera en que vivimos en nuestro mundo cotidiano. Al desprenderse de la reactividad egocéntrica, la persona llega gradualmente a «impregnar el mundo con una mente imbuida de bondad amorosa, compasión, alegría altruista y ecuanimidad».30 La transformación implicada en la práctica del dharma no solo es de naturaleza cognitiva, sino también afectiva.

La voz escéptica de los discursos se armoniza con su voz más pragmática, y no existe ningún lugar en el que esto se torne más evidente que en la parábola de la flecha. El Buda relata la historia de un hombre que ha sido herido por una flecha envenenada y está a punto de morir desangrado en el suelo. Antes de permitir que sus amigos lo lleven a un médico que le extraiga la flecha, el hombre insiste en conocer el nombre de la persona que disparó contra él, el lugar donde vive, la tez de su piel, y así sucesivamente, hasta detalles tan absurdos como el tipo de plumas en el asta de la flecha: «Si son de buitre, cuervo, halcón, pavo real o cigüeña».31 Gotama compara a este hombre con alguien que se niega a practicar el dharma hasta que se responda a las preguntas metafísicas enumeradas anteriormente, es decir, si el mundo carece de principio o de final, si es finito o infinito, si el alma y el cuerpo son iguales o diferentes y si el tathāgata existe o no (o ambas posibilidades o ninguna de ellas) después de la muerte.

El propósito de la enseñanza de Buda no estriba en resolver dudas acerca de la naturaleza de la «realidad», dando respuesta a este tipo de acertijos, sino en ofrecer una práctica que extraiga la «flecha» de la reactividad, restaurando así la salud de los practicantes y permitiéndoles prosperar aquí en la tierra.

Todas las escuelas budistas ponen gran énfasis en la importancia de la práctica. Sin embargo, la mayoría de ellas terminan dependiendo, para dicha práctica, de una base más dogmática que escéptica. Aun a riesgo de formular una generalización demasiado amplia, permítaseme sugerir que los budistas religiosos tienden a basar su práctica en creencias, mientras que los budistas seculares tienden a basar su práctica en preguntas. Si uno cree –está de acuerdo con la Segunda Noble Verdad del budismo de que el anhelo es el origen del sufrimiento–, entonces su práctica estará motivada por la intención de superar el anhelo, con el fin de eliminar el sufrimiento, y esa práctica será la consecuencia lógica de dicha creencia. Pero si su experiencia del nacimiento, la enfermedad, la vejez y la muerte suscita preguntas fundamentales acerca de su existencia, entonces su práctica se verá impulsada por la necesidad urgente de conciliarse con estas cuestiones, con independencia de cualquier teoría acerca de cuál sea el origen del nacimiento, la enfermedad, la vejez y la muerte. Esa práctica estará más interesada en buscar respuestas auténticas y autónomas a los interrogantes que la vida plantea que en confirmar ningún artículo doctrinal de fe.

La práctica Sŏn de preguntar «¿Qué es esto?» entraña una radical suspensión del juicio acerca de todas las creencias, incluyendo las creencias budistas. Los maestros Sŏn retan de manera regular al estudiante para que se aleje de la especulación abstracta y abra sus ojos a los objetos cotidianos del mundo.

–¿Qué es el Buda? –le preguntó en cierta ocasión un estudiante al maestro chan Dongshan (807-869).

–Tres libras de lino –respondió Dongshan.32

Otro monje preguntó al maestro Zhaozhou (778-897):

–¿Por qué Bodhidharma vino desde el oeste?

–El ciprés en el patio –le contestó Zhaozhou.33

En lugar de ofrecer respuestas convencionales, lo cual llevaría potencialmente a interminables disputas, aquellos hombres presionaban a sus estudiantes a considerar los interrogantes, mucho más desconcertantes y urgentes, planteados por las cosas ordinarias que, si bien estaban justo ante ellos, pasaban por alto.

A pesar de las voces escépticas y pragmáticas que encontramos en el Canon pali, también hay numerosas voces dogmáticas. Una declaración que a menudo se cita en los escritos budistas contemporáneos es la siguiente:

Hay, monjes, un No-Nacido, No-Originado, No-Hecho, No-Compuesto. Si no hubiese, monjes, este No-Nacido, No-Originado, No-Hecho, No-Compuesto, entonces, no cabría liberarse de lo nacido, originado, hecho, compuesto. Pero, puesto que hay un No-Nacido, No-Originado, No-Hecho, No-Compuesto, cabe una liberación visible de lo nacido, devenido, hecho, compuesto.34

Esta declaración ex cátedra de una realidad trascendente que yace más allá del mundo condicionado no se acomoda a la suspensión del juicio y la prevención hacia lo absoluto recomendada en otras partes del mismo cuerpo de textos. Pero examinaremos este pasaje en el capítulo 5.

El budismo abunda en declaraciones dogmáticas. Las Cuatro Nobles Verdades, los doce vínculos del surgimiento dependiente, la doble verdad, el final del sufrimiento, por no mencionar las elaboradas teorías sobre el karma, el renacimiento y los reinos no humanos de existencia, todos se presentan como hechos evidentes revelados por la iluminación del Buda y confirmados por su omnisciencia. No se nos permite cuestionarlos, sino que debemos aceptarlos como fundamentos inquebrantables y no negociables sobre los que erigir nuestra práctica.

Las diferentes voces que pueden detectarse en el canon budista temprano son ecos de las diferentes voces que nos hablan en nuestra propia mente. No hay necesidad de privilegiar ninguna de ellas. Cuando leo los discursos me siento atraído por un tipo de voz cuestionadora que alienta la duda, por una voz razonable que infunde convicción, por una voz pragmática que alienta lo que realmente puede funcionar. Por su parte, las voces mitológicas –como cuando Māra alienta al Buda a morir, en lugar de enseñar el dharma– también ocurren con frecuencia en los discursos, pero han ido silenciándose cada vez más dentro de nuestra alma secular. Quizá ya no las escuchamos, porque tienen su origen en un mundo encantado, perdido hace mucho, en el que dioses y demonios por igual descendían a la tierra para convivir con los seres humanos. Los modernos sospechamos que esas voces son ficciones de la imaginación o signos de incipiente locura. Los artistas pueden hablar todavía de las musas, y los sacerdotes exorcizar a los demonios, pero hoy en día muchas de tales referencias pertenecen al lenguaje crepuscular de un arcaico pasado.

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Si bien presto atención a las diferentes voces presentes en el canon, me siento atraído por las voces escépticas y pragmáticas, las cuales destacan como más características y originales en la doctrina de Gotama. Aunque los pasajes dogmáticos y mitológicos en el canon habitualmente requieren interpretación, los pasajes escépticos y pragmáticos son generalmente menos ambiguos y más relevantes. Al mismo tiempo, debo mantenerme en constante alerta ante el peligro que acecha a todo intérprete, es decir, el peligro de imponer de manera inconsciente mis propias opiniones a un texto antiguo, afirmando que han estado ahí todo el tiempo.