Destino: final feliz - Sarah Morgan - E-Book
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Destino: final feliz E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

Tres mujeres, un viaje épico por carretera y el verano que lo cambió todo. Kathleen tiene ochenta años. Después de un incidente con un intruso, su hija quiere que se mude a una residencia para mayores. Ella no está dispuesta a eso. Lo que anhela, lo que necesita, son aventuras. Liza se asfixia con el estrés diario de la vida familiar. Lo último que le falta es ver a su madre viviendo unas vacaciones salvajes, y eso la hace soñar con su propia escapada en solitario. Martha, de 25 años, tiene una crisis vital. Desempleada, sin amor y sin inspiración, su vida está hecha un desastre. Pero sabe que algo tiene que cambiar. Cuando Martha ve el anuncio de Kathleen buscando conductora y acompañante para realizar un viaje épico por carretera a través de Estados Unidos, decide que ese trabajo puede ser la respuesta a sus oraciones. ¿Viajar con una desconocida? Ningún problema. No es la mejor conductora del mundo, pero no puede ser peor que volver a vivir con sus padres. Y, de todos modos, ¿cuántos problemas podría causarle una mujer de ochenta años? A medida que estas mujeres se embarcan en el viaje de su vida, descubren que nunca es demasiado tarde para la aventura. «Destino: final feliz es el libro de road trip definitivo. Seguirás sintiendo la sabiduría y la alegría de Kathleen, Martha y Liza incluso después de haber pasado la última página». Susan Wiggs, autora best seller de The New York Times «¡Hay rayos de sol en este libro! Cada palabra de la novela está impregnada de alegría y optimismo. No podía dejar de leerla». Jill Shalvis, autora best seller de The New York Times «El viaje por carretera de tu vida: muy divertido, te hará ir a buscar las llaves de tu coche». Veronica Henry, autora best seller del Sunday Times «¡Qué divertido! ¡Una historia inspiradora, romántica y alegre que demuestra que nunca es demasiado tarde para la aventura!». Laura Jane Williams, autora de Our Stop «Cálida, tierna y sabia, una historia verdaderamente inspiradora de vida, amor y osadía para descubrir lo que hay más allá de lo que sabes». Miranda Dickinson, autora de Our Story «Diversión que invita a la reflexión, sin importar la edad». Woman's Weekly

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Destino: final feliz

Título original: The Summer Seekers

© 2021 Sarah Morgan

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicada originalmente por HQN Books

© Traducción del inglés: Ángeles Aragón

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Director de arte: Erin Craig

Imagen de cubierta: Olga Grlic

 

ISBN: 978-84-18976-36-0

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Agradecimientos de Destino: Final Feliz

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Susan Ginsburg, la mejor de lo mejor, en agradecimiento por su apoyo, guía y amistad.

 

 

Nunca es demasiado tarde para la aventura.

Capítulo 1

 

 

KATHLEEN

 

 

 

 

 

La salvó la taza de leche. Eso y el beicon salado que había freído para la cena muchas horas antes y le había dejado la boca seca.

Si no hubiera tenido sed, si hubiera seguido arriba, dormida en el colchón extravagantemente caro que se había regalado por su 80 cumpleaños, nada la habría alertado del peligro.

De hecho, se encontraba de pie delante del frigorífico con el cartón de leche en una mano y la taza en la otra cuando oyó un golpe sordo fuerte. Un ruido que estaba fuera de lugar en la frondosa oscuridad del campo inglés, donde los únicos sonidos deberían ser el ulular de un búho y el balido ocasional de alguna oveja.

Dejó la taza y volvió la cabeza, intentando localizar el sonido. La puerta de atrás. ¿Había olvidado cerrarla otra vez?

La luna bañaba la cocina con un brillo fantasmal y ella se alegró de no haber sentido la necesidad de encender la luz. Eso le daba alguna ventaja. ¿O no?

Devolvió la leche a su sitio y cerró la puerta del frigorífico sin ruido, segura ya de que no estaba sola en la casa.

Momentos antes estaba dormida. No profundamente dormida, pues eso ya le sucedía pocas veces, pero sí a la deriva sobre una ola de sueños. Si alguien le hubiera dicho cuando era más joven que seguiría soñando y disfrutando de sus aventuras a los ochenta años, habría tenido menos miedo a envejecer. Y era imposible olvidar que envejecía.

La gente decía que estaba fantástica para su edad, pero la mayor parte del tiempo no se sentía fantástica. Las respuestas a sus amados crucigramas flotaban fuera de su alcance. Nombres y caras rehusaban alinearse en el momento apropiado. Se esforzaba por recordar lo que había hecho el día anterior, aunque, si retrocedía veinte años o más, su mente estaba clara. Y estaban también los cambios físicos. Por suerte, seguía teniendo bien la vista y el oído, pero le dolían las articulaciones y los huesos. Inclinarse a dar de comer al gato era un reto. Subir las escaleras suponía más esfuerzo del que le habría gustado y siempre lo hacía agarrada a la barandilla, por si acaso.

Y ella nunca había sido una mujer que viviera agarrada «por si acaso».

Liza, su hija, quería que llevara una alarma, uno de esos sistemas médicos con un botón que se puede pulsar en una urgencia, pero Kathleen se negaba. En su juventud había viajado por el mundo, mucho antes de que se pusiera de moda hacerlo. Había sacrificado la seguridad por la aventura sin pensarlo dos veces. Ahora, la mayoría de los días se sentía una persona distinta.

Perder amigos no ayudaba. Uno a uno se iban quedando por el camino, llevándose consigo los recuerdos compartidos del pasado. Una pequeña parte de ella se evaporaba con cada pérdida. Le había costado décadas entender que la soledad no era falta de gente en su vida sino falta de gente que la conociera y comprendiera.

Luchaba con fiereza por retener alguna versión de su antiguo ser, por eso se resistía a las súplicas de Liza para que quitara la alfombra de la sala de estar, no se subiera a una escalera para alcanzar los libros de los estantes más altos o dejara la luz encendida por la noche. Cada concesión era una capa arrancada a su independencia, y su mayor miedo era perder la independencia.

Kathleen había sido siempre la rebelde de la familia y seguía siéndolo, aunque no estaba segura de que se pudiera ser rebelde con unas manos temblorosas y un corazón galopante.

Oyó el sonido de pasos pesados. Alguien estaba registrando la casa. ¿Qué buscaban? ¿Qué tesoros esperaban encontrar? ¿Y por qué no se molestaban en intentar ocultar su presencia?

Después de no haber hecho caso a todas las insinuaciones de que podía ser vulnerable, se veía obligada a admitir esa posibilidad. Tal vez no debería haber sido tan terca. ¿Cuánto tiempo habría tardado en llegar la caballería si hubiera apretado un botón de alarma?

En realidad, la caballería era Finn Cool, que vivía tres campos más allá. Finn era músico y había comprado esa propiedad precisamente porque no tenía vecinos inmediatos. Sus excentricidades provocaban murmuraciones en el pueblo. Hacía fiestas ruidosas hasta altas horas a las que asistían personas glamurosas de Londres, que aterrorizaban a los del pueblo conduciendo sus despampanantes coches deportivos a toda velocidad por las estrechas calles. Alguien había colgado una petición en la oficina de Correos para prohibir las fiestas. Se había hablado de drogas y de mujeres medio desnudas, y todo ello sonaba tan divertido, que Kathleen había sentido tentaciones de autoinvitarse. Era mejor aquello que un aburrido grupo de mujeres donde se esperaba que hicieras repostería o punto e intercambiaras recetas de bizcocho de plátano.

Finn no le sería de ninguna utilidad en aquel momento de crisis. Muy probablemente estaría con auriculares en su estudio o estaría borracho. De un modo u otro, no oiría un grito de socorro.

Llamar a la policía implicaría cruzar la cocina y el pasillo hasta la sala de estar, donde estaba el teléfono, y ella no quería anunciar su presencia. Su familia le había comprado un teléfono móvil, pero seguía en la caja sin usar. Su espíritu aventurero no se extendía a la tecnología. No le gustaba la idea de que una persona sin rostro ni nombre rastreara todos sus movimientos.

Se oyó otro golpe sordo, esa vez más alto, y Kathleen se llevó una mano al pecho. Sentía el golpeteo rápido del corazón. Al menos latía todavía. Probablemente debería sentirse agradecida por ello.

No era aquello lo que tenía en mente cuando se había quejado de querer más aventura. ¿Qué podía hacer? No tenía botones que pulsar ni teléfono con el que pedir ayuda. Tendría que arreglárselas sola.

Ya podía oír en su cabeza la voz de Liza: «Mamá, te lo advertí».

Si sobrevivía, tendría que oír eso y más cosas.

La rabia reemplazó al miedo. Por culpa de aquel intruso, la catalogarían como «vieja» y «vulnerable» y se vería obligada a pasar el resto de sus días en una sola habitación, con cuidadores que le cortarían la comida, le hablarían en voz más alta de lo necesario y la ayudarían a ir al baño. La vida que conocía se acabaría.

Eso no iba a pasar.

Prefería morir a manos de un intruso. Al menos su necrológica sería interesante.

O mejor aún, seguiría viva y demostraría ser capaz de vivir de forma independiente.

Echó un vistazo rápido alrededor de la cocina en busca de un arma apropiada y divisó la pesada sartén negra que había usado antes para freír el beicon.

La levantó en silencio, agarrando el mango con fuerza, y se acercó a la puerta que llevaba de la cocina al pasillo. Las baldosas estaban frías bajo sus pies, que, desgraciadamente, iban descalzos. No hizo ruido. No hubo nada que traicionara su presencia. Tenía esa ventaja.

Podía hacerlo. ¿No había luchado en una ocasión con un atracador en las afueras de París? Cierto que entonces era mucho más joven, pero esa vez tenía la ventaja de la sorpresa.

¿Cuántas personas serían?

Si hubiera más de una, estaría en apuros.

¿Era un trabajo profesional? Seguramente ningún profesional sería tan ruidoso y torpe. Si eran críos que querían robarle la tele, se llevarían una decepción. Sus nietas habían intentado convencerla de que se comprara una tele «inteligente», pero ¿para qué necesitaba ella eso? Estaba más que satisfecha con el cociente intelectual de la actual, muchas gracias. La tecnología casi siempre conseguía hacerla sentirse tonta. No necesitaba que esta fuera aún más inteligente de lo que ya era.

Quizá no entrarían en la cocina. Y podría quedarse escondida hasta que se apropiaran de lo que quisieran y se marcharan.

Jamás sabrían que estaba allí.

Y no…

El suelo de tarima crujió cerca de ella. En esa casa no había ni una grieta ni un chirrido que ella no conociera. Fuera de la puerta había alguien.

Le temblaron las rodillas.

«¡Oh, Kathleen, Kathleen!»

Apretó el mango de la sartén con fuerza con las dos manos.

¿Por qué no había ido a clases de defensa personal en vez de a yoga para mayores? ¿De qué le servía el perro invertido cuando necesitaba un perro guardián?

Una sombra entró en la estancia y, sin darle tiempo a pensar lo que iba a hacer, Kathleen levantó la sartén y la dejó caer con una fuerza que se debía tanto al miedo como al peso del objeto. Se oyó un golpe y una vibración cuando la sartén conectó con la cabeza del hombre.

—Lo siento mucho… Es decir…

¿Por qué se disculpaba? Era ridículo.

El hombre alzó un brazo al caer, un movimiento reflejo, y el gesto mandó la sartén a la cabeza de Kathleen. El dolor casi la dejó ciega y se preparó para terminar sus días allí, dándole a su hija la oportunidad de tener razón, pero oyó un golpe fuerte. El hombre había caído al suelo y se oyó un crujido cuando la cabeza golpeó las baldosas.

Kathleen se quedó inmóvil. ¿Iba a seguir allí o se levantaría de pronto y la asesinaría?

No. Contra todo pronóstico, ella seguía de pie y el intruso estaba inmóvil a sus pies. De él subía olor a alcohol y Kathleen arrugó la nariz.

Estaba borracho.

El corazón le latía con tanta fuerza, que tenía miedo de que explotara en cualquier momento.

Tenía la sartén sujeta con fuerza.

¿Habría algún cómplice?

Contuvo el aliento, esperando que alguien cruzara la puerta corriendo para investigar el ruido, pero solo hubo silencio.

Se acercó a la puerta con cuidado y asomó la cabeza al pasillo. Estaba vacío.

Parecía que el hombre estaba solo.

Por fin se arriesgó a mirarlo.

Yacía inmóvil a sus pies, voluminoso y vestido completamente de negro. El barro en el borde de los pantalones sugería que había cruzado los campos de la parte de atrás de la casa. No podía ver sus rasgos porque había caído de frente, pero de una herida que tenía en la cabeza salía sangre que estaba oscureciendo el suelo de la cocina.

Kathleen se llevó la mano a la cabeza, un poco mareada.

«¿Y ahora qué?», pensó. ¿Tenía que administrar primeros auxilios cuando era la causante de la herida? ¿Eso era magnánimo o hipócrita? ¿O él ya no necesitaba ni primeros auxilios ni ningún otro tipo de ayuda?

Tocó el cuerpo con su pie descalzo, pero no hubo ningún movimiento.

¿Lo había matado?

Esa idea la dejó en shock.

Si estaba muerto, ella sería una asesina.

Cuando Liza había expresado el deseo de ver a su madre viviendo segura en algún lugar donde pudiera visitarla fácilmente, presumiblemente no pensaba en la cárcel.

¿Quién era él? ¿Tenía familia? ¿Con qué intención había entrado así en su casa?

Kathleen dejó la sartén y obligó a sus piernas temblorosas a llevarla a la sala de estar. Algo le cosquilleaba en la mejilla. Era sangre, la suya.

Levantó el teléfono y marcó por primera vez en su vida el número de los servicios de emergencia.

Además de pánico y shock, sentía algo que se parecía mucho a orgullo. Era un alivio descubrir que no era tan débil e indefensa como todos parecían pensar.

Cuando contestó una mujer, Kathleen habló con claridad y sin vacilar.

—Hay un cuerpo en mi cocina —dijo—. Asumo que querrán venir a llevárselo.

Capítulo 2

 

 

LIZA

 

 

 

 

 

—Te lo dije. ¿No te lo dije? Te dije que pasaría esto.

Liza arrojó el bolso en la parte de atrás del coche y se sentó al volante. Le ardía el estómago. Se había saltado el almuerzo, pues estaba demasiado ocupada para comer. Se acercaban los exámenes finales en el instituto donde daba clase y cuando una enfermera la llamó desde el hospital, estaba ayudando a dos alumnos a completar su trabajo final de arte.

Era la llamada que tanto temía.

Había buscado a alguien que cubriera el resto de sus clases y había conducido la corta distancia hasta su casa con el corazón en un puño y las manos sudorosas. ¿Alguien había atacado a su madre de madrugada y ella no se había enterado hasta ese momento? Estaba mitad frenética y mitad furiosa.

¡Su madre era tan despreocupada! Según la policía, se había dejado abierta la puerta de atrás. A Liza no le habría sorprendido que hubiera invitado al hombre a casa y le hubiera hecho té.

«Deme un golpe en la cabeza, ¿quiere?»

Sean se inclinó a través de la ventanilla. Había ido directamente desde una reunión y llevaba una camisa azul del mismo tono que sus ojos.

—¿Tengo tiempo de cambiarme? —preguntó.

—Te he preparado una bolsa.

—Gracias —dijo desabrochándose un botón—. ¿Por qué no dejas que conduzca yo?

—Puedo hacerlo yo —aseguró ella. La tensión se acumulaba en su interior, mezclada con la preocupación por su madre—. Estoy ansiosa, eso es todo, y frustrada. He perdido la cuenta de la cantidad de veces que le he dicho que esa casa es demasiado grande y está demasiado aislada, que debería mudarse a algún lugar más protegido o a una residencia. Pero ¿crees que me escucha?

Sean lanzó la chaqueta al asiento de atrás.

—Es independiente. Eso es algo bueno, Liza.

¿Lo era? ¿También cuando la independencia se convertía en irresponsabilidad?

—Dejó la puerta de atrás abierta.

—¿Por el gato?

—¡Quién sabe! Tendría que haberme esforzado más en convencerla de que se mude.

La verdad era que en el fondo no quería que su madre se mudara. Oakwood Cottage había jugado un papel central en su vida. La casa era espectacular, rodeada de hectáreas de campos y tierras de cultivo que se extendían hasta el mar. En primavera se oían los balidos de los corderos recién nacidos y en verano el aire estaba impregnado de floración, trinos de pájaros y el leve sonido del mar.

Costaba imaginarse a su madre viviendo en otra parte, aunque la casa era demasiado grande para una persona y muy poco práctica, en particular para alguien que tendía a creer que un tejado con goteras era una cualidad encantadora en una propiedad vieja y no algo que hubiera que arreglar.

—No eres responsable de todo lo que le pasa a la gente, Liza.

—La quiero, Sean.

—Lo sé.

Sean se acomodó en el asiento del acompañante como si tuviera todo el tiempo del mundo. A Liza, que corría por la vida como si la persiguiera la policía por un delito grave, a veces la enloquecían su carácter relajado y su calma imperturbable.

Pensó en el artículo de la revista que llevaba doblado en el bolso: Ocho señales de que tu matrimonio puede estar en peligro.

Había hojeado la revista la semana anterior en la sala de espera del dentista y ese artículo le había llamado la atención. Había empezado a leerlo, buscando confirmación.

No era que Sean y ella discutieran. No había nada concreto que fuera mal. Solo una vaga incomodidad en su interior que le recordaba constantemente que la vida estable que tanto valoraba quizá no fuera tan estable como pensaba. Igual que un millón de cosas pequeñas podían unir a una pareja, también un millón de cosas pequeñas podían separarla.

Había leído el artículo sintiéndose cada vez peor. Al llegar a la sexta señal estaba tan histérica que había arrancado las páginas de la revista, tosiendo con fuerza para tapar el ruido. No estaba bien robar revistas en salas de espera.

Y desde entonces llevaba esas páginas en el bolso, como un recuerdo constante de que había algo profundo e importante a lo que no prestaba atención. Sabía que tenía que afrontarlo, pero tenía miedo de tocar la fibra de su matrimonio por si todo se caía a pedazos… como la casa de su madre.

Sean se abrochó el cinturón.

—No debes echarte la culpa.

Liza sintió pánico por un momento, hasta que se dio cuenta de que él estaba refiriéndose a su madre. ¿Qué clase de persona era ella que podía olvidar tan fácilmente a su madre herida?

Una persona que estaba preocupada por su matrimonio.

—Tendría que haberme esforzado más en hacerla entrar en razón —se lamentó.

Tendrían que vender la casa, de eso no había duda. Liza confiaba en que pudieran esperar hasta el final del verano. Solo faltaban unas semanas para que terminara el curso y después las chicas tenían varios compromisos hasta que fueran todos juntos en sus vacaciones familiares anuales al sur de Francia.

Francia.

La cubrió una ola de calma.

En Francia tendría tiempo de examinar mejor su matrimonio. Estarían los dos relajados y lejos de las exigencias interminables de la vida diaria. Hasta entonces se daba permiso para olvidarse del tema y centrarse en el problema inmediato: su madre y Oakwood Cottage.

La invadió la tristeza. Por ridículo que fuera, aquella le seguía pareciendo su casa. Se había aferrado a aquel último retazo de su infancia, incapaz de imaginar un tiempo en el que ya no se sentaría en el jardín ni pasearía por los campos hasta el mar.

—Papá me hizo prometer que no la llevaría a una residencia —dijo.

—Lo cual fue injusto. Nadie puede hacer promesas sobre un futuro que no puede anticipar. Y tú no la «llevas» a ninguna parte —Sean era tan razonable como siempre—. Es un ser humano, no un gnomo de jardín. Y hay muchas residencias muy buenas.

—Lo sé. En el asiento de atrás llevo una carpeta llena de folletos. Las pintan tan bien que quiero irme yo. Desgraciadamente, dudo mucho que mi madre opine igual.

Sean iba leyendo los e-mails en el teléfono.

—Al final es su elección. No tiene nada que ver con nosotros.

—Tiene mucho que ver con nosotros. No es práctico ir allí todos los fines de semana, y aunque no estuvieran en plenos exámenes, las mellizas no se vendrían sin protestar. «Allí no hay nada, mamá.»

—Y por eso las dejamos este fin de semana.

—Eso también me aterroriza. ¿Y si hacen una fiesta?

—¿Por qué siempre tienes que imaginar lo peor? Trátalas como a seres humanos responsables y se comportarán como tales.

¿De verdad era tan sencillo o la confianza de Sean se basaba en un optimismo mal entendido?

—No me gustan las amigas con las que va Caitlin ahora. No les interesa estudiar y se pasan los fines de semana matando el tiempo en el centro comercial.

Él no alzó la vista.

—¿Eso no es normal en las adolescentes?

—Desde que conoció a Jane ha cambiado. Es más insolente y antes era muy amable.

—Son las hormonas. Se le pasará.

El estilo de paternidad de Sean consistía en no intervenir. Para él eso era ser relajado, para ella era abdicación.

Cuando las mellizas eran pequeñas jugaban juntas. Cuando empezaron a ir al colegio, invitaban a amigos y amigas a ir a su casa a jugar. A Liza le gustaba aquello, pero todo eso había cambiado cuando habían pasado al instituto. Alice y Caitlin se habían hecho amigas de otras chicas un año mayores, que ya conducían y muchas, según creía Liza, también bebían.

El hecho de que no le gustaran las amigas de sus hijas era algo que no le había ocurrido hasta el año anterior.

Se esforzó por concentrarse en el problema de su madre.

—Estaría genial que pudieras arreglar el tejado del cuarto del jardín este fin de semana. Deberíamos dedicar más tiempo al mantenimiento de la casa. Me siento culpable por no haber hecho bastante.

Sean por fin levantó la vista.

—De lo que te sientes culpable es de que tu madre y tú no estéis muy unidas —dijo—, pero eso no es culpa tuya y lo sabes.

Liza lo sabía, pero aun así era incómodo oír la verdad. Eso era algo que no le gustaba reconocer. No estar muy unida a su madre le parecía un defecto. Era como tener un secreto sucio, algo por lo que debería disculparse.

Se había esforzado mucho, pero su madre no era una mujer fácil. Kathleen, muy encerrada en su mundo interior, compartía poco sus pensamientos. Siempre había sido igual. Incluso cuando había muerto el padre de Liza, Kathleen se había concentrado en lo práctico. Cualquier intento de conversar con ella sobre sentimientos o emociones resultaba inútil. Había días en los que Liza pensaba que en verdad no conocía a su madre. Sabía lo que hacía y cómo pasaba el tiempo, pero no sabía lo que sentía sobre las cosas, ni siquiera lo que sentía por ella.

No recordaba que su madre le hubiera dicho nunca que la quería.

¿Estaba orgullosa de ella? Tal vez, pero Liza tampoco estaba segura.

—La quiero mucho, pero es cierto que me gustaría que se abriera más —comentó.

Apretó los dientes, sabiendo que había cosas que ella tampoco contaba.

¿Se estaba volviendo como su madre? Seguramente debería contarle a Sean que se sentía sobrecargada, como si fuera su responsabilidad que sus vidas marcharan sin contratiempos. Y en cierto modo lo era. Sean tenía un estudio de arquitectura en Londres y, cuando no estaba trabajando, estaba en el gimnasio, corriendo en el parque o jugando al golf con los clientes. Ella, fuera del trabajo, dedicaba su tiempo a ocuparse de la casa y de las chicas.

¿El matrimonio era eso? Cuando se terminaban los años de concentrarse en la pareja, ¿se convertía en aquello?

 

Ocho señales de que tu matrimonio puede estar en peligro.

 

Solo era un artículo estúpido. Había conocido a Sean en la adolescencia y habían vivido muchos años felices. Cierto que en ese momento parecía que no había otra cosa en sus vidas que trabajos y responsabilidades, pero eso formaba parte de ser adulto, ¿no?

—Sé que quieres a tu madre. Por eso estamos en el coche un viernes por la tarde —dijo él—. Y superaremos esta crisis igual que hemos superado las demás: paso a paso.

Pero ¿por qué la vida siempre tenía que ser una crisis?

Liza casi lo preguntó en alto, pero Sean ya había pasado a otra cosa y estaba contestando la llamada de un colega.

Liza escuchó a medias cómo lidiaba con una ristra de problemas. Desde que su estudio había despegado, no era raro verlo pegado al teléfono.

—Mmm —dijo él—, pero se trata de crear un espacio artístico sencillo… No, eso no funcionará… Sí, los llamaré.

Cuando terminó de hablar, Liza lo miró.

—¿Y si las chicas invitan a Jane a casa?

—No puedes impedirles que vean a sus amigas.

—No me preocupan sus amigas en general, solo Jane. ¿Sabes que fuma? Me preocupan las drogas. Sean, ¿me escuchas? Deja de leer e-mails.

—Perdona. No esperaba tomarme la tarde libre y tengo muchas cosas en marcha en este momento —Sean pulsó Enviar y alzó la vista—. ¿Qué decías? Ah, sí, tabaco y drogas. Aunque Jane haga eso, no significa que lo vaya a hacer Caitlin.

—Se deja influenciar fácilmente. Desea desesperadamente caer bien.

—Y eso es normal a su edad. Muchos otros adolescentes son así. A las gemelas les vendrá bien desenvolverse solas un fin de semana.

No lo harían solas exactamente. Liza había llenado el frigorífico de comida. Había retirado todo el alcohol del armario de la cocina, lo había guardado en el garaje y había quitado la llave, pero sabía que eso no les impediría comprar más si querían.

Repasó mentalmente todas las posibilidades.

—¿Y si hacen una fiesta salvaje?

—Serían chicas normales. Todos los adolescentes hacen fiestas salvajes.

—Yo no las hice.

—Lo sé. Tú eras muy buena e inocente —Sean apartó el teléfono—. Hasta que te conocí y cambié eso. ¿Recuerdas el día que fuiste a dar un paseo por la playa? Tenías dieciséis años. Yo estaba con un grupo.

—Lo recuerdo.

Eran el grupo guay y ella casi había dado media vuelta al verlos, pero al final se había unido a ellos.

—Te subí la mano por el vestido —recordó, y ajustó el asiento para tener más espacio para las piernas—. Admito que mi técnica necesitaba mejorar.

El primer beso. Liza lo recordaba claramente. el titubeo excitado, la naturaleza prohibida del encuentro, la música de fondo, el delicioso temblor de la anticipación.

Aquel verano se había enamorado locamente de Sean. Sabía que no estaba en sintonía con sus compañeras, que habían pasado de una relación a otra como mariposas en busca de néctar. Liza no quería eso. No había sentido la necesidad de vivir aventuras románticas. Eso implicaba incertidumbre, y ella había tenido ya bastante en la vida. Ella solo quería a Sean, con sus hombros anchos, su sonrisa fácil y su naturaleza tranquila.

Echaba de menos la sencillez de aquella época.

—¿Eres feliz? —preguntó. Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas.

—¿Qué clase de pregunta es esa? —por fin ella tenía toda su atención—. El negocio va de maravilla. Las chicas van bien en sus estudios… Por supuesto que soy feliz. ¿Tú no?

El negocio, las chicas…

 

Ocho señales de que tu matrimonio puede estar en peligro.

 

—Yo me siento un poco abrumada a veces, eso es todo —repuso ella, entrando de puntillas y con cautela en un territorio que no había pisado nunca.

—Eso es porque te lo tomas todo demasiado en serio. Te preocupas por cada pequeño detalle, de las gemelas, de tu madre. Tienes que relajarte.

Sus palabras atravesaron la piel de Liza como una cuchilla. Antes le gustaba que él fuera tan tranquilo, pero en ese momento le pareció que criticaba su modo de lidiar con las cosas. No solo lo hacía ella todo, sino que además se lo tomaba demasiado en serio.

—¿Sugieres que me tome con calma que hayan atacado a mi madre de ochenta años en su propia casa?

—Parecía más un accidente que una agresión, pero hablaba en general. Te preocupas por cosas que no han pasado e intentas controlar cada detalle. La mayoría de las cosas acaban bien si dejas que sigan su curso.

—Acaban bien porque yo anticipo problemas antes de que ocurran.

Y anticipar cosas era agotador, como intentar mantenerse a flote con pesos atados a las piernas.

Por un momento extraño se preguntó cómo sería estar sola. No tener que preocuparse por nadie excepto por sí misma.

«Sin responsabilidades. Con tiempo libre.»

Apartó aquel pensamiento.

Sean reclinó la cabeza en el asiento.

—Dejemos esta discusión para cuando volvamos a casa. Vamos a pasar el fin de semana juntos al lado del mar. Disfrutémoslo. Todo va a ir bien.

Su capacidad de concentrarse en el presente era una virtud, pero también un defecto que a veces la irritaba. Él podía vivir el momento porque ella se ocupaba de todo lo demás.

Él alargó el brazo para apretarle la pierna y Liza pensó en una ocasión, veinte años atrás, en la que habían hecho el amor en el coche. Habían aparcado en una carretera tranquila del campo y habían empañado los cristales hasta que ninguno de los dos podía ver a través de ellos.

¿Qué había sido de esa parte de sus vidas? ¿Qué había pasado con la espontaneidad, con la alegría?

Parecía que hacía tanto tiempo de aquello que apenas lo recordaba.

En la actualidad su vida estaba llena de deberes y preocupaciones. Se iba dejando aplastar lentamente por el peso creciente de la responsabilidad.

—¿Cuánto hace que no vamos juntos a algún sitio? —preguntó.

—Vamos ahora.

—Esto no es un descanso, Sean. A mi madre le han dado puntos en la cabeza. Tiene una conmoción leve.

Se abría paso entre el fuerte tráfico de Londres y le palpitaban las sienes al pensar en el viaje. El viernes por la tarde era el peor momento posible para ir, pero no tenían más remedio.

Cuando las gemelas eran pequeñas, solían viajar de noche. Llegaban a Oakwood Cottage de madrugada y Sean metía a las niñas en brazos en la casa y las dejaba en las camas gemelas de la habitación del ático, debajo de los edredones que Kathleen había comprado en alguno de sus muchos viajes al extranjero.

—La verdad es que no sé lo que hacer, pero creo que es hora de vender Oakwood Cottage. Si mi madre se va a una residencia, no podemos permitirnos conservarlo.

Otras personas jugarían al escondite en los descuidados jardines, subirían al ático polvoriento y llenarían las interminables estanterías de libros. Otras personas dormirían en su antiguo dormitorio y disfrutarían de las espectaculares vistas de los campos y el mar.

Algo se rompió en el interior de Liza.

El hecho de que no pudiera recordar la última vez que había pasado un fin de semana relajante en Cornwall no disminuía la sensación de pérdida. En todo caso, intensificaba el sentimiento, porque en ese momento deseaba haber aprovechado mejor la casa. Había asumido que siempre estaría allí.

Desde la muerte de su padre, sus visitas a la casa siempre estaban asociadas a tareas: despejar el jardín, llenar el congelador, comprobar que su madre lidiaba con una casa que era demasiado grande para una persona, especialmente si esa persona era de edad avanzada y no tenía interés en mantenerla.

Había pensado que la muerte de su padre la uniría más a su madre, pero eso no había ocurrido.

La invadió la pena y contuvo el aliento. Habían pasado cinco años y seguía echando de menos a su padre todos los días.

—No me imagino a tu madre vendiéndola —comentó Sean—. Y creo que es importante no exagerar. Este accidente no ha sido por su culpa. Ella se arreglaba perfectamente antes de esto.

—¿Tú crees? Aparte del hecho de que dejó la puerta abierta, no creo que coma bien. Su cena es un tazón de cereales o beicon. Come demasiado beicon.

—¿Es posible comer demasiado beicon? —Sean la miró y sonrió avergonzado—. Es broma. Tienes razón. El beicon es malo. Aunque a la edad de tu madre, uno tiene que preguntarse si eso importa mucho.

—Si deja el beicon a lo mejor puede vivir hasta los noventa.

—Pero ¿disfrutaría esos años extra desgraciados sin beicon?

—¿Puedes hablar en serio?

—Hablo en serio. Importa la calidad de la vida, no solo la cantidad. Tú intentas mantener a raya todas las cosas malas, pero, en el proceso, también dejas fuera las buenas. Quizá ella pueda seguir en la casa si buscamos a alguien que le eche un vistazo.

—Se le da fatal aceptar ayuda de nadie. Ya sabes lo independiente que es —Liza pisó el freno cuando el coche de delante se detuvo y el cinturón de seguridad le apretó el cuerpo con fuerza. Le dolían los ojos por el cansancio y el corazón le latía acelerado. La noche anterior no había dormido bien, preocupada por el tema de Caitlin y sus amigas—. ¿Crees que debería haber cerrado nuestro dormitorio con llave? —preguntó.

—¿Por qué? Si alguien entra en nuestra casa, solo tiene que dar una patada a las puertas que estén cerradas. Eso causará más daños.

—No estaba pensando en ladrones. Pensaba en las chicas.

—¿Por qué van a entrar las chicas en nuestro dormitorio? Sus habitaciones son estupendas.

¿Era normal que ella no confiara plenamente en sus hijas? Se habían mostrado horrorizadas al enterarse de que habían atacado a la abuela, pero se habían negado rotundamente a ir con ellos.

—En casa de la abuela no hay nada —había dicho Alice, intercambiando una mirada con su hermana.

—Además, tenemos que estudiar —había dicho Caitlin señalando un montón de libros de texto—. Examen de Historia el lunes. Estaremos estudiando, seguramente ni siquiera tengamos tiempo de pedir pizza.

La respuesta era razonable. ¿Por qué estaba nerviosa entonces Liza?

Más tarde haría una videollamada para intentar ver cómo iba todo realmente.

El tráfico se aclaró por fin y enfilaron en dirección oeste, hacia Cornwall.

Cuando llegaron a la carretera angosta que llevaba hasta la casa de su madre, el sol se ponía ya sobre los campos y los setos.

Liza se permitió un raro momento de disfrutar de las vistas, que terminó cuando un deportivo rojo dobló la curva a toda velocidad y casi la lanzó a una zanja.

—Por todos los… —tocó el claxon y captó un breve vistazo de unos ojos azules alegres cuando el coche pasó rugiendo a su lado—. ¿Has visto eso?

—Sí. Un coche espectacular. Motor V8.

Sean volvió la cabeza, casi babeando, pero el coche había desaparecido ya.

—¡Por poco nos mata!

—No lo ha hecho. Eso es bueno.

—Es el puñetero roquero famoso ese que se mudó aquí el año pasado.

—Ah, sí. En uno de los periódicos del domingo leí un artículo sobre sus seis coches deportivos.

—Iba a decir que no comprendo por qué necesita un hombre seis coches, pero supongo que, si conduce así, eso lo explica. Probablemente destroce uno al día.

Liza giró el volante y Sean frunció el ceño cuando las ramas arañaron el vehículo.

—Vas muy pegada a mi lado, Liza.

—Había que elegir entre el seto o chocar de frente —se disculpó. Estaba nerviosa por lo que había sido una escapada por los pelos, y lo poco que había visto de Finn Cool lo acentuaba—. Se ha reído. ¿Lo has visto? Nos ha pasado sonriendo. ¿Se habría reído si hubiera tenido que sacar mi cuerpo destrozado de los restos de este coche?

—Parece un conductor bastante hábil.

—No nos ha salvado su habilidad, sino que yo me he metido en el seto. No es seguro conducir así por estas carreteras.

Liza respiró despacio y condujo con cautela, temiendo que apareciera otro roquero irresponsable en otra curva. Llegó a casa de su madre sin más contratiempos y su pulso se serenó poco a poco en cuanto giró hacia el camino de entrada.

El muro bajo que bordeaba la propiedad estaba cubierto de aubretia y al lado de la puerta principal colgaban lobelias y geranios en brillantes tonos púrpura y rosa. Aunque su madre descuidaba la casa, adoraba el jardín y pasaba horas al sol cuidando las plantas.

—Este sitio es una joya. Si alguna vez decide venderlo, le darán una fortuna aunque el tejado tenga goteras. ¿Crees que habrá hecho tarta de chocolate? —preguntó Sean esperanzado.

Liza aparcó delante de la casa. Seguramente ella debería haber hecho un pastel, pero había decidido que era prioritario ponerse en marcha lo antes posible.

—¿Quieres llamar a las chicas? —preguntó.

—¿Por qué? —Sean salió del asiento y se desperezó—. Hace cuatro horas que las dejamos.

—Quiero ver cómo están.

Él sacó el equipaje.

—Relájate un poco, ¿de acuerdo? Nunca te había visto así. Eres fantástica, Liza. Eres resolutiva como nadie. Sé que lo ocurrido te ha puesto nerviosa, pero superaremos esto.

Liza se sentía como un trozo de goma elástica tensado hasta el límite. Era resolutiva porque, si no lo hacía ella, ¿qué sería de ellos? Sabía, aunque no lo supiera su familia, que no podrían arreglarse sin ella. Las mellizas morirían de desnutrición o enterradas bajo su propio desorden porque eran incapaces de recoger nada ni de cocinar algo que no fuera calentar pizza. Nadie lavaría la ropa y no habría comida en los armarios. Caitlin gritaría: «¿Alguien ha visto mi top azul de tirantes?» y nadie contestaría porque nadie sabría nada.

Se abrió la puerta principal y Liza se olvidó de las chicas porque allí estaba su madre, con la mano apretando con fuerza la jamba de la puerta en busca de apoyo. Llevaba la parte superior de la cabeza vendada y a Liza le dio un vuelco el corazón. Siempre había considerado a su madre invencible y en aquel momento la veía frágil, cansada y demasiado humana. A pesar de sus diferencias, que eran bastantes, la quería con locura.

—¡Mamá! —dejó que Sean se ocupara del equipaje y corrió hacia ella—. Estaba preocupada. ¿Cómo estás? No puedo creer que haya pasado esto. Lo siento mucho.

—¿Por qué? No fuiste tú la que se coló en mi casa.

Como siempre, su madre era brusca y directa, tratando las debilidades como una mosca irritante a la que había que espantar. Si había pasado miedo, y tenía que haberlo pasado, jamás lo admitiría delante de su hija.

Aun así, era un alivio verla de una pieza y con un aspecto sorprendentemente bueno, dadas las circunstancias.

Si tuviera que describir a su madre con una palabra, esta sería enérgica. A Liza le recordaba a un colibrí delicado, de colores brillantes y siempre atareado. Ese día llevaba un vestido largo estampado en tonos azul y turquesa, con un chal azul más oscuro en torno a los hombros. Múltiples pulseras tintineaban en sus muñecas. El estilo de vestir de su madre, ecléctico y poco convencional, había hecho que Liza de niña sintiera vergüenza en ocasiones y en aquel momento los colores alegres de su ropa parecían chocar con la gravedad de la situación. Parecía ir vestida para pasear por una playa de Corfú.

Liza la abrazó con gentileza, horrorizada por lo frágil que la veía.

—Tendrías que haber tenido una alarma o haber llevado el móvil en el bolsillo —dijo.

Miró instintivamente la cabeza de su madre, pero no había nada que ver, excepto la venda y el principio de un moratón alrededor de la cuenca del ojo. Aunque Kathleen había intentado animar su aspecto con colorete, la piel se veía pálida y cerosa. El pelo, blanco y muy corto, parecía incrementar su aire de fragilidad.

—No empieces —repuso Kathleen apartándose de ella—. No habría cambiado nada. Cuando hubiera llegado ayuda, ya habría acabado todo. Mi viejo teléfono fijo resultó muy eficaz.

—¿Y si te hubiera dejado inconsciente? No habrías podido llamar para pedir ayuda.

—Si hubiera estado inconsciente, tampoco habría podido pulsar un botón. La policía tenía un coche en la zona y llegó en cuestión de minutos, lo cual fue reconfortante, porque el hombre se recuperó deprisa y en ese momento yo no sabía cuáles eran sus intenciones. La mujer policía se mostró encantadora, aunque no parecía mucho mayor que las mellizas. Luego llegó una ambulancia y la policía me tomó declaración. Casi esperaba que me encerraran esa noche, pero no sucedió nada tan dramático. Aun así, todo fue bastante emocionante.

—¿Emocionante? —el comentario era típico de su madre—. Podría haberte matado. Te pegó.

—No, le pegué yo a él, con la sartén en la que había freído beicon antes —en la voz de su madre había una mezcla de orgullo y satisfacción—. Al caer alzó el brazo, por puro reflejo, supongo, y empujó la sartén, que me dio en la cabeza. Esa parte fue mala suerte, pero es gracioso pensar que el beicon pudo haberme salvado la vida. Así que no me vuelvas a hablar de presión arterial y colesterol.

—Mamá…

—Si hubiera hecho pasta, habría usado una cazuela mucho menos pesada. Si hubiera hecho un sándwich de jamón, no habría tenido nada con lo que golpearlo como no fuera una corteza de pan. A partir de ahora, llenaré el frigorífico de beicon.

—El beicon puede ser un salvavidas, siempre lo he dicho —Sean se inclinó y besó a su suegra en la mejilla con gentileza—. Eres una adversaria formidable, Kathleen. Me alegro de verte en pie.

Liza se sentía la única adulta del grupo. ¿Nadie más comprendía lo serio de la situación? Era como tratar con las gemelas.

—¿Cómo podéis bromear con esto?

—Yo hablo muy en serio. Es bueno saber que ahora puedo comer beicon con la conciencia tranquila —comentó Kathleen sonriendo con afecto a su yerno—. No hacía falta que vinierais a toda prisa un viernes por la tarde, estoy perfectamente. ¿No habéis traído a las chicas?

—Exámenes, estrés adolescente y melodrama. Ya sabes lo que es eso —explicó Sean metiendo las bolsas en la casa—. ¿Está la pava puesta, Kathleen? Mataría por una taza de té.

¿Era necesario que usara la palabra matar? Liza no dejaba de imaginar un resultado distinto. Uno en el que su madre yacía inerte en el suelo de la cocina. Estaba un poco mareada, y eso que no era a ella a la que habían golpeado en la cabeza.

Por supuesto, sabía que a veces entraba gente en la casa de alguien. Era un hecho, pero una cosa era saberlo y otra vivirlo.

Miró con nerviosismo en dirección a la puerta de atrás.

—¿La dejaste abierta?

—Eso parece. Y llovía tanto que el pobre hombre se refugió.

—¿El pobre hombre?

—Estaba bebido y se mostró muy pesaroso, tanto con la policía como conmigo. Admitió que todo era culpa suya.

Pesaroso.

—Estás pálida —dijo Kathleen dándole una palmadita en el hombro—. Te estresas por cosas pequeñas. Entra, querida. Ese viaje es matador. Debes de estar agotada.

Matador. Matar.

—¿Podéis dejar de usar los dos esa palabra?

Su madre enarcó las cejas.

—Es un modo de hablar, nada más.

—Pues os agradecería que buscarais otro —Liza la siguió hasta el vestíbulo—. ¿Cómo te encuentras, mamá? La verdad. Un intruso no es moco de pavo.

—Cierto. Y era bastante grande. Y el ruido que hizo cuando se golpeó la cabeza contra el suelo de la cocina… horrible. No debí pedirle a tu padre que pusiera esas baldosas italianas caras. He roto muchas tazas y platos en ese maldito suelo, y ahora la cabeza de un hombre. He tardado siglos en limpiar la sangre. Y menos mal que no acabó malherido.

Su madre no podía decir lo que de verdad sentía ni siquiera entonces. Prefería hablar del beicon, los platos rotos y el suelo de baldosas. Parecía más preocupada por el intruso que por sí misma.

Liza estaba agotada.

—Deberías haber dejado que lo limpiara yo.

—Tonterías. Nunca he sido una gran limpiadora, pero puedo pasar la fregona. Y prefiero no tener que almorzar en la escena de un crimen, gracias.

Kathleen se dirigió directamente a la cocina. Liza no sabía si sentirse aliviada o exasperada al ver que se comportaba como si no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal. En todo caso, parecía más llena de energía y quizá un poco triunfante, como si hubiera logrado algo importante.

—¿Dónde está el hombre ahora? ¿Qué ha dicho la policía?

—El hombre, que creo que se llama Lawrence, está muy bien, aunque no le envidio el dolor de cabeza que tendrá después de beber así. Recuerdo una noche que estaba en París celebrando…

—¡Mamá!

—¿Qué? Oh, la policía. Han vuelto esta mañana a tomarme declaración. Un hombre muy agradable, pero no es amante del té, lo cual siempre me hace recelar un poco.

A Liza no le interesaba lo que bebiera el policía.

—¿Lo van a acusar de allanamiento de morada?

—No allanó la morada. Se apoyó en la puerta y esta se abrió. Y se disculpó muchísimo y admitió su culpabilidad. Tenía unos modales impecables.

Liza resistió el impulso de enterrarse la cabeza en las manos.

—¿Y tendrás que ir a declarar o algo de eso? —preguntó.

—Espero que sí. Sería emocionante declarar en un tribunal, pero parece improbable que me necesiten puesto que él lo admitió todo y se mostró muy arrepentido. Pensé que una aparición dramática en un tribunal me animaría la vida considerablemente, pero parece que tendré que contentarme con la ficción.

Kathleen se movía por la cocina y echó agua hirviendo en la misma tetera enorme que había usado desde que Liza era niña. El té era Earl Grey, por supuesto. Su madre jamás bebía ningún otro. Resultaba tan familiar como la casa.

La cocina, con sus viejos fogones y su larga mesa de pino, siempre había sido su estancia favorita. Todas las tardes después de clase, Liza había hecho los deberes en aquella mesa, porque quería estar cerca de su madre cuando esta estaba en casa.

Su madre había trabajado en uno de los programas de viajes pioneros de la televisión, donde sus animadas aventuras por todo el mundo habían abierto los ojos de la gente a la atracción de las vacaciones en el extranjero, desde la Riviera Italiana hasta el lejano Oeste. Destino: final feliz había estado en antena durante casi veinte años, y gran parte de esa longevidad se había debido a la popularidad de su madre. Cada pocas semanas, Kathleen hacía la maleta y desaparecía en un viaje a un destino lejano. A las amigas de Liza aquello les parecía de un glamour increíble. A ella le resultaba terriblemente solitario. El primer recuerdo que tenía, de los cuatro años, era agarrar con fuerza el fular de su madre para impedir que se fuera hasta casi hacerla caer.

Para aliviar el dolor de sus continuas marchas, su padre había pegado un mapa grande del mundo en la pared del dormitorio de Liza. Cada vez que su madre partía a otro viaje, la niña y su padre ponían una chincheta en el mapa e investigaban el lugar. Recortaban fotos de folletos y hacían álbumes de recortes. Eso la hacía sentirse más cera de su madre. Y la habitación de Liza estaba llena de objetos variados: una jirafa tallada a mano de África, una alfombra de La India…

Luego Kathleen regresaba, con la ropa arrugada y polvorienta del viaje. Llevaba consigo una energía que la hacía parecer una extraña. Los primeros momentos en que Liza y ella volvían a reunirse siempre eran incómodos y forzados, pero luego la ropa del viaje se veía reemplazada por otra más informal y Kathleen la viajera y estrella de la tele volvía a ser Kathleen la madre. Hasta la siguiente vez en que volvía a consultar el mapa y empezaba la planificación.

Liza le había preguntado una vez a su padre por qué su madre siempre se marchaba y él había contestado: «Tu madre necesita eso».

Liza, muy niña todavía, se había preguntado por qué las necesidades de su madre tenían prioridad sobre las de todos los demás, y también qué era exactamente lo que «necesitaba» su madre, pero no se había sentido capaz de preguntárselo. Había notado que su padre bebía y fumaba más cuando Kathleen estaba fuera. Como padre, había sido pragmático, pero ahorrativo. Se aseguraba de que ella estuviera bien, pero pasaba largos días en su estudio o en el instituto en el que dirigía el Departamento de Lengua y Literatura.

Ella nunca había entendido la relación de sus padres y nunca había buscado respuestas. Parecían felices juntos y eso era lo único que importaba.

Liza pensaba en su madre explorando el desierto de Túnez a lomos de un camello y se preguntaba por qué necesitaba que su mundo fuera tan grande y por qué eso tenía que excluir a su familia.

¿Esas ausencias constantes eran lo que había hecho que ella fuera tan amante del hogar? Había elegido trabajar en la enseñanza porque el horario y las vacaciones facilitaban tener una familia. Cuando sus hijas eran pequeñas, se había quedado en casa y tomado un respiro en su carrera. Cuando habían empezado el colegio, había encajado sus horarios con los de ellas, y había disfrutado y se había enorgullecido de llevarlas al colegio y recogerlas a la salida. Había tenido claro que no quería que sus hijas tuvieran que soportar las interminables despedidas que había vivido ella de niña. Se alegraba de su conexión con ellas y alentaba conversaciones sobre sentimientos, aunque últimamente estas conversaciones estaban teniendo menos éxito. «Tú no puedes entenderlo, mamá.» Como si ella no hubiera sido joven también.

Aun así, nadie podía acusarla de no estar atenta, otra razón por la que se ponía nerviosa en este momento.

Sean estaba charlando con su madre mientras los dos hacían té juntos como si aquella fuera una visita normal.

Liza miró a su alrededor y se dio cuenta de que vaciar aquella casa sería una tarea descomunal. A lo largo de los años, su madre la había ido llenando de recuerdos de sus viajes, desde caracolas marinas a máscaras tribales. Había mapas por todas partes, en las paredes y apilados en todas las habitaciones. Los diarios de su madre y otros escritos llenaban dos cajas grandes en la habitación pequeña que había usado como despacho, y sus álbumes de fotografías estaban apretujados en las estanterías de la sala de estar.

Tras la muerte de su padre, cinco años atrás, Liza había sugerido retirar algunas cosas del despacho, pero su madre se había negado. «Quiero que todo siga como está. Una casa tiene que ser una aventura. Nunca se sabe con qué tesoro olvidado te puedes tropezar.»

«Tropezar y romperte un tobillo», había pensado Liza con desesperación. Lo de su madre era un modo interesante de redefinir el desorden.

Antes de vender la casa habría que vaciarla, y sin duda le tocaría a ella hacerlo.

¿Cuál era el momento apropiado de abordar el tema? Todavía no. Acababan de entrar por la puerta. Tenía que mantener la conversación a un nivel neutral.

—El jardín está bonito —dijo.

Las puertas correderas de cristal de la cocina se abrían a un patio cuyos bordes estaban llenos de flores colgantes. Macetas llenas de hierbas se amontonaban alrededor de la puerta de atrás. Las varitas aromáticas del romero se mezclaban con las variedades de salvia que su madre echaba los domingos sobre el asado de cerdo, el único plato que preparaba con entusiasmo. El camino de piedra estaba bañado por el sol y llevaba a un huerto bien provisto y después a un estanque guardado por juncos. Más allá del jardín había campos y después el mar.

Era tan tranquilo y pacífico que por un momento Liza anheló una vida distinta, una vida que no implicara correr ni tachar anotaciones de una lista interminable de cosas que hacer. Solo quería estar sentada.

Su fantasía secreta de vivir un día cerca del mar prácticamente había muerto. Había habido un tiempo, al principio de su relación, en el que Sean y ella hablaban de eso, pero luego la vida real había aplastado aquellos sueños juveniles. Vivir en la costa no era práctico. El trabajo de Sean estaba en Londres y el suyo también. Aunque la enseñanza era más flexible, claro.

Sean metió la comida que había en el coche y Liza la guardó en el frigorífico.

—Tenía un asado en el frigorífico y me lo he traído —dijo—. Y algunas verduras.

—Soy capaz de cocinar —repuso su madre.

—Tu idea de una comida es beicon y cereales. No comes bien —comentó Liza llenando un frutero con fruta—. Y he supuesto que no habías previsto una invasión de gente.

—¿Dos personas son una invasión? —dijo su madre hablando con ligereza, pero se agarró al borde de la mesa de la cocina y se sentó con cuidado en una silla.

Liza se acercó a ella al instante.

—Creo que deberían verte la cabeza.

—Nadie me va a tocar la cabeza, gracias. Ya duele bastante así. La doctora joven que dio los puntos me advirtió de que dejaría cicatriz. Como si a mí me preocupara eso a mi edad.

Edad.

¿Sería el momento de mencionar que ya era hora de considerar un cambio?

Sean estaba sirviendo el té al otro lado de la cocina.

Liza esperó unos minutos, nerviosa por estar a punto de alterar la atmósfera.

Después volvió a probar un modo de iniciar una conversación más profunda.

—Tuviste que pasar miedo —comentó.

—Estaba más preocupada por Popeye. Ya sabes que no le gustan los extraños. Debió de escapar por la puerta abierta y no lo he visto desde entonces.

Liza se rindió. Si su madre quería hablar del gato, hablarían del gato.

—Siempre ha sido un poco vagabundo.

—Probablemente por eso nos llevamos tan bien. Nos entendemos mutuamente.

¿Era una locura estar celosa de un gato?

Su madre parecía anhelante y Liza decidió hacer todo lo que pudiera por encontrar a Popeye.

—Si no ha vuelto mañana por la mañana lo buscaremos. Y ahora creo que tú deberías echarte un rato.

—¿A las cuatro de la tarde? No soy una inválida, Liza —replicó Kathleen al tiempo que echaba azúcar en el té, otro hábito poco sano que se negaba a abandonar—. No quiero aspavientos.

—No son aspavientos. Estamos aquí para cuidarte y para…

«Hacerte pensar en el futuro». Liza se detuvo.

—¿Y para qué? ¿Vas a convencerme de que lleve un timbre de urgencias? No lo voy a hacer, Liza.

—Mamá —Liza captó la mirada de aviso de Sean, pero la ignoró. Quizá lo mejor sería sacar ya el tema y así tendrían todo el fin de semana para comentar los detalles—. Esto ha sido un shock para todos y ya es hora de afrontar algunas verdades difíciles. Las cosas tienen que cambiar.

Sean se volvió moviendo la cabeza, pero su madre asintió.

—Hay que cambiar cosas. El golpe en la cabeza me ha hecho entrar en razón.

Liza sintió una oleada de alivio. Su madre iba a ser razonable. Resultaba que ella no era la única persona sensata en la estancia.

—Me alegro de que pienses así —dijo—. Tengo folletos en el coche, así que solo tenemos que planear. Y tenemos todo el fin de semana para ello.

—¿Folletos? ¿Te refieres a folletos de viaje?

—De residencias. Podemos…

—¿Por qué has traído eso?

—Porque no puedes seguir aquí, mamá. Acabas de admitir que las cosas tienen que cambiar.

—Es verdad. Y ahora mismo estoy formulando un plan que compartiré contigo cuando esté segura de los detalles, pero no me iré a una residencia. Eso no es lo que quiero.

¿Su madre decía que quería ir a vivir con ellos a Londres?

Liza tragó saliva y se obligó a hacer la pregunta.

—¿Qué es lo que quieres?

—Aventura —afirmó Kathleen golpeando la mesa con la mano y haciendo tintinear las tazas—. Quiero otra aventura. Fui una auténtica buscadora de destinos y echo terriblemente de menos aquellos días. ¡Quién sabe cuántos veranos me quedan! Pienso aprovechar al máximo este.

—Pero mamá… —aquello era ridículo—. A finales de este año vas a cumplir ochenta y uno.

Su madre se sentó un poco más recta y le brillaron los ojos.

—Razón de más para no perder ni un solo momento.

Capítulo 3

 

 

KATHLEEN

 

 

 

 

 

Kathleen se despertó con un dolor de cabeza terrible. Por un momento, a la deriva entre el sueño y la vigilia, pensó que estaba de vuelta en África y sufría de malaria. Esa había sido una experiencia desgraciada que no tenía ninguna prisa en repetir.

Luchando por despertar, se sentó en la cama, se tocó la venda de la cabeza y lo recordó todo: el hombre borracho vestido de negro, la policía, la desaparición de Popeye, su cabeza.

El dolor de cabeza no era malaria, sino el resultado de una herida autoinfligida, lo cual, bien pensado, resultaba mucho más emocionante.

Desde la muerte de Brian, tenía la sensación de que su vida había quedado en pausa. Había vivido allí, en su pequeño mundo seguro, atracada en un puerto en lugar de navegar osadamente por el mar.

Liza no la quería en el puerto, la quería en muelle seco. La quería segura, encerrada en un lugar donde no pudiera sufrir ningún daño.

Las intenciones de su hija eran buenas, pero la idea de vender la casa que amaba colocaba a Kathleen al borde del pánico. La idea la había horrorizado de tal modo, que había soltado aquel comentario absurdo de que quería aventura.

Ninguna de las dos olvidaría tan fácilmente la expresión de shock de su hija.

Seguro que había pensado que el golpe en la cabeza le había afectado a la mente.

«Mamá, ¿seguro que estás bien? ¿Estás mareada? ¿Sabes qué día es hoy?»

Sí, ella sabía qué día era. Era el día de tomar unas cuantas decisiones.

Salió de la cama, ignorando el dolor de las extremidades, y tomó analgésicos para el dolor de cabeza. Desde la ventana de su dormitorio se veía el mar en la distancia y sintió el anhelo repentino de estar surcando las olas en un catamarán con el aire salado picándole en la cara. Una vez había pasado un mes navegando por el Mediterráneo como parte de una flotilla. Había estado casi todo el tiempo descalza, con la piel quemada por el sol caliente y el pelo tieso por el agua del mar. Lo que más recordaba de todo era sentirse viva y libre.

Quería volver a sentir eso. No era una mujer dependiente. ¿O sí?

¿Tenía razón Liza? ¿Era una mujer terca y poco realista? ¿Qué esperaba a los ochenta años? ¿De verdad creía que iba a bailar descalza por la arena y arriar una vela? ¿Beber tequila en México?

Esos días habían quedado atrás, aunque seguía teniendo los recuerdos y las pruebas de la vida que había vivido en otro tiempo.

La casa estaba en silencio y entró en el cuarto que había sido su estudio todos los años que había vivido allí. Las paredes estaban cubiertas de mapas. África. Australia. Oriente Medio. América. El mundo entero estaba ante ella, tentándola.

¡Cómo echaba de menos explorar! Echaba de menos el ajetreo de los aeropuertos, los olores y sonidos de un país nuevo, la emoción del descubrimiento. Echaba de menos compartirlo con gente. «Ve allí, ve esto, haz lo otro.» Destino: final feliz había sido su hijito, su programa.

¿De qué le servía ahora su experiencia a nadie? Pensó en escribir un libro sobre sus viajes, pero había resultado que escribirlo no era ni la cuarta parte de emocionante que hacerlo. Había garabateado un par de capítulos y luego los había abandonado, aburrida de estar sentada ahogándose en un mar de nostalgia. No quería escribirlo, quería hacerlo.

Hacía ocho años desde la última vez que había salido del país. Fue un viaje tranquilo a Viena para celebrar su aniversario de boda. Habían comido sachertorte con mucho chocolate e incuestionablemente autoindulgente. Los sabores habían sido uno de los placeres de explorar países nuevos. Los sabores eran recuerdos para Kathleen. Cuando olía especias, se sentía transportada a las playas bordeadas de palmeras de Goa. El suave chisporroteo del ajo en aceite de oliva le hacía pensar en los veranos largos y lentos de la Toscana.

Siempre había sentido pasión por la aventura. Por viajar. Nunca había parado el tiempo suficiente como para dejar que se instalara la rutina.

Se quedó de pie delante del mapa de Norteamérica, marcado con la histórica Ruta 66.