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Un turbio drama familiar y un tórrido romance se revelan bajo el sol mediterráneo en una escapada veraniega perfecta... La célebre escritora de novela romántica Catherine Swift lleva décadas encabezando las listas de los libros más vendidos, aunque su historia personal no ha tenido tanto éxito. Tres matrimonios fallidos han dejado una relación tensa con sus hijas, pero eso está a punto de cambiar. De nuevo comprometida, Catherine cuenta con que esa boda sea la que finalmente las una como familia, y hará lo que sea necesario para que así sea. Adeline no sabe qué es peor, si que su madre se case por cuarta vez o que la obliguen a asistir a esa ceremonia en la lujosa villa de Catherine en Corfú. Le trae a la memoria el dolor de la separación de sus padres, de la infidelidad de su madre y del bebé resultante. No es que culpe a su hermanastra Cassie, pero tampoco se ha esforzado nunca en conocerla. Cassie, en cambio, está encantada con las noticias de su madre. También le entusiasma la idea de conocer al novio misterioso y la perspectiva de pasar el verano en Corfú, donde podrá materializar un secreto que ha estado ocultando a todo el mundo. Cuando Cassie y Adeline llegan a la isla, cada una de ellas tiene expectativas muy diferentes sobre lo que les deparará esa semana —tampoco han sido del todo sinceras con su madre sobre sus vidas—, pero en los prolegómenos de la boda todo se revelará, para bien o para mal.
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Seitenzahl: 508
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
www.harpercollins.es
© 2023, Sarah Morgan
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Una villa en Grecia, n.º 311 - febrero 2025
Título original: The Island Villa
Publicada originalmente por Canary Street Press
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Enterprises Ltd.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar
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Ilustración de cubierta: Peggy Dean
Dirección de arte: Erin Craig
ISBN: 9788410744318
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Dedicatoria
Prólogo
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Segunda parte
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Epílogo
Agradecimientos
A mi familia, por todos los felices recuerdos de las vacaciones en Corfú, y a los lugareños que nos acogieron.
Por primera vez en su vida, planeaba matar a alguien.
Jamás se habría creído capaz de hacer algo así. ¡Era una escritora de novela romántica! Las novelistas de ese género no mataban a la gente, pero ahora se veía obligada a plantearse la inquietante posibilidad de que quizás no se conociera a sí misma tan bien como creía. Tal vez no era, después de todo, una persona de carácter amable y gentil. Siempre se había considerado así, y sin embargo, ahí estaba, escribiendo en el buscador una serie de preguntas que nada tenían que ver con la amabilidad y sintiendo una emoción de interés. Sus dedos temblaban sobre el teclado.
Cómo matar a alguien sin dejar rastro.
La mejor manera de matar a alguien.
Asesinatos que permanecen sin resolver.
Había decidido que tenía que parecer un accidente. La gente estaría triste y probablemente conmocionada, porque la muerte siempre es impactante, incluso cuando se espera. Pero nadie sospecharía, porque ella iba a ser inteligente. Lo calificarían como «muerte accidental». Ninguna persona conocería la verdad.
Pero ¿era la verdad tan mala? ¿Era tan incorrecto cuando ella estaba impartiendo justicia?
Después de todo, ese hombre se lo merecía.
De hecho, si realmente le estuviera dando su merecido, su búsqueda sería: Cómo matar a alguien de la manera más dolorosa posible.
Miró por la ventana el calmado mar Mediterráneo, con sus múltiples tonos de azul, deslumbrante bajo el sol. Hacía tiempo que había decidido que la isla de Corfú era su paraíso. Olivares bañados por el sol, arena suave, olas del océano, días pausados, sueños lentos y deliciosos… Esos eran, sin duda, los ingredientes para una vida perfecta. Era un lugar donde los problemas quedaban en suspenso; un lugar para la felicidad, para el relax, para que solo ocurrieran cosas buenas. Pero esperar solo cosas buenas era una fantasía. Ahora lo sabía, al igual que sabía que la luz y la oscuridad podían coexistir. La oscuridad a menudo permanecía oculta, latente bajo la superficie, lista para morder a los incautos, a los confiados, a aquellos que creían en los finales felices. Ella había sido esa persona. Había cometido tantos errores…
Absorta en la vista y en sus propios pensamientos, no lo oyó entrar. No fue consciente de su presencia hasta que sintió su mano en el hombro y el sonido de su voz.
—¿Catherine?
Dio un respingo y cerró la tapa del portátil de golpe. Su corazón martilleaba como un puño contra un saco de boxeo.
¿Cuánto habría visto? Se sintió molesta consigo misma por no haber tenido la previsión de cerrar la puerta con llave. Había estado tan absorta en sus pensamientos que no lo había oído entrar en la habitación.
«Debo ser más precavida».
Necesitaba esforzarse más si de verdad quería hacerlo. Necesitaba pensar como una asesina. Necesitaba ser inescrutable y no revelar nada.
Catherine se giró con una sonrisa (¿los asesinos sonreían alguna vez? No tenía ni idea).
—No sabía que estabas despierto. Es temprano.
—No quería sorprenderte. Sé que odias que te molesten cuando trabajas, pero me desperté y te eché de menos. Vine a ofrecerte un café bien cargado. —Le acarició la mandíbula con los dedos—. Pareces tensa. ¿Va todo bien?
Aquello iba a ser difícil.
No estaba hecha para la vida delictiva. Por fortuna, no se estaba planteando un cambio de vida, solo se trataba de ese diminuto asesinato. Eso era todo. No tenía expectativas de disfrutarlo ni pretendía que se convirtiera en un hábito.
—No pasa nada. —Ni siquiera podía mentir sin sentirse culpable, lo cual no auguraba nada bueno.
Lo compartían todo —bueno, casi todo—, pero no había forma de que compartiera aquello. Aún no. Algún día, tal vez, si realmente lo llevaba a cabo. Si todo salía según lo planeado, entonces, por supuesto, él se enteraría, pero hasta entonces tenía que guardar silencio. Aquello era algo que tenía que hacer por sí misma.
¿Qué diría si supiera lo que de verdad pasaba por su cabeza?
¿Intentaría disuadirla? ¿Le diría que su plan era una locura y peligroso? ¿O le aconsejaría que aceptara las cosas y lo dejara pasar? Que esa no era la respuesta. Probablemente le diría que siguiera adelante.
Y eso era lo que estaba haciendo, por supuesto.
Aquella era su forma de seguir adelante. Y ya era hora.
Él se inclinó para besarla.
—Te amo, Catherine Swift.
Sintió el roce de sus labios y el calor recorriendo su cuerpo.
Resultaba chocante pasar de la muerte al amor, pero así era la vida, ¿no? Brutal en sus extremos. Y los asesinos también eran personas. Se les permitía tener vida amorosa.
Por primera vez en semanas, se sintió optimista y esperanzada. Había estado envuelta en una oscura nube de pesimismo, alimentada por un amargo resentimiento. Se había sentido como una fracasada por dejar que las cosas llegaran a ese punto. No había podido ver una salida, pero ahora sí.
El futuro se le presentaba claro. Todo lo que necesitaba era valor.
Era hora de empezar de nuevo. De dejar el pasado atrás y reinventarse.
Era una lástima que alguien tuviera que morir.
Adeline Swift estaba hablando por teléfono con la editora de la sección de reportajes de Woman Now cuando deslizaron la carta por debajo de la puerta de su apartamento.
—El asunto es —decía Erin— que tu columna de consejos tiene el mayor número de lectores de todas las secciones de la revista. La gente parece conectar de verdad con ella. Contigo. El estudio de mercado que hicimos hace poco indica que el setenta por ciento de las personas preferiría pedirte consejo a ti antes que a su mejor amigo. ¿Puedes creerlo?
Sí, podía creerlo. Pocas personas llegaban a la edad adulta sin sufrir algún tipo de resaca emocional del pasado. Dolor. Resentimiento. Vergüenza. Decepción. Pena. Arrepentimiento. La vida dejaba cicatrices y había que encontrar la manera de vivir con ellas. Algunas personas elegían la negación como estrategia. Ignorarlo. Dejarlo en el pasado. Seguir adelante. Otras se enfrentaban a esas emociones y pasaban horas en terapia intentando entender cómo el pasado afectaba al presente, con la esperanza de llegar a un punto de aceptación. La mayoría simplemente luchaba por su cuenta, avanzando y tropezando de vez en cuando, manejando los altibajos de la vida lo mejor que podía. Después de unas copas de más, tal vez se desahogaran con un amigo, pero la mayoría de las veces guardaban silencio porque revelar esos secretos y miedos profundos, esas partes más personales de uno mismo, era un riesgo. Equivalía a decir «esta es la persona que soy en realidad», en vez de «esta es la que finjo ser».
Eran esas personas, a solas con sus miedos, las que a menudo escribían a Adeline.
Estimada doctora Swift…
Le exponían sus problemas con la esperanza de que, con unas pocas palabras bien elegidas, les ayudara a resolver su crisis o, al menos, a sentirse mejor con su situación.
Adeline ofrecía un análisis sereno, compasión y alguna que otra charla motivadora. Empleaba una mezcla de empatía, experiencia y sinceridad al elaborar sus respuestas. Era una combinación que funcionaba para la gente. Desempeñaba el papel de una desconocida comprensiva, alguien que escuchaba sin juzgar y respetaba el anonimato. Pero ese papel significaba que ella existía en un mundo de problemas. En su jornada laboral, se veía sacudida por los desafíos de la vida, empapada por el dolor ajeno, obligada a reflexionar largo y tendido sobre todo, desde la infidelidad hasta el desempleo. Cuando le preguntaban cómo lo soportaba, señalaba que era fácil lidiar con un drama que no era el suyo.
¿Cuando el drama era suyo? Eso era diferente.
Se quedó mirando el sobre. Descansaba en el suelo de manera inocente. El blanco deslumbrante destacaba contra las anchas tablas de roble. Incluso sin recogerlo, podía ver que el papel era de alta calidad y estaba grabado en relieve. Su nombre y dirección estaban escritos con una letra en negrita que se leía perfectamente a pesar de la distancia.
Su corazón latió un poco más rápido. Las emociones la invadieron, sacudiéndola como una ráfaga de viento. Colocó la mano sobre el diafragma y se obligó a respirar lentamente. Era una adulta con su propia vida, una buena vida. Sin embargo, ese pequeño objeto inanimado había arruinado la calma de su día.
Y ni siquiera lo había abierto todavía.
Su primer impulso fue romperlo sin abrirlo, pero eso sería inmaduro, y ella se esforzaba mucho por no ser inmadura y por ejercer siempre el autocontrol.
Intentaba ser la persona que fingía ser en su columna de consejos.
—¿Adeline? —La voz de Erin se coló en su conciencia—. ¿Sigues ahí?
—Sí. Sigo aquí. Te escucho. —Pero su atención no estaba en Erin.
Debería abrir el sobre sin más dilación. O simplemente podría tirarlo al reciclaje sin abrirlo. Imaginó lo que la doctora Swift diría sobre ese enfoque.
«Evasión».
Con un suspiro, lo tomó. Podría dejarlo a un lado y abrirlo más tarde, pero entonces estaría pensando en ello toda la tarde. Si estuviera aconsejando a alguien en una situación como esa, le diría que nunca sale nada bueno de retrasar lo inevitable y que la anticipación suele ser peor que la realidad. Que sin importar lo que hubiera dentro del sobre, tenía las herramientas y la fortaleza mental para manejarlo.
¿Las tenía?
Aún con el sobre en la mano, cruzó el apartamento, abrió las puertas francesas y salió a su pequeño balcón. La tensión en su cuello y hombros se disipó. Respiró el intenso aroma de la madreselva, la dulzura del jazmín. Las abejas zumbaban alrededor de las esbeltas espigas de lavanda púrpura. El espacio era pequeño, pero había elegido las plantas cuidadosamente y el resultado final había sido una explosión de flores y color que se sentía como un oasis de calma en la bulliciosa y ruidosa ciudad que consideraba su hogar. Le encantaba Londres, pero apreciaba poder retirarse del estruendo de las bocinas de los coches, el gentío y el ritmo frenético. A veces le parecía que todo el mundo vivía sus vidas en cámara rápida.
Al crear su jardín en el balcón, había seguido el consejo que le había dado a una lectora que se había mudado a la ciudad desde una zona rural y estaba luchando contra la ansiedad como resultado.
Adeline había entrevistado a un horticultor y había elaborado su respuesta en consecuencia.
Querida Triste en la City, puede que no vivas en el campo, pero aún puedes dar la bienvenida a la naturaleza en tu vida. Unas pocas plantas de interior bien elegidas pueden aportar calma al espacio vital más pequeño, y una maceta de hierbas aromáticas cultivadas en un alféizar soleado traerá un toque del Mediterráneo a tu hogar y a tu cocina.
Después de terminar de investigar su respuesta, salió y compró plantas para sí misma, siguiendo el consejo que acababa de dar a su lectora. También había escrito dos artículos para otras publicaciones sobre el mismo tema. Así se ganaba la vida.
Se había formado como psicóloga clínica y llevaba seis meses ejerciendo cuando un encuentro fortuito con un periodista dio lugar a una petición para dar una entrevista en un programa matutino sobre cómo manejar el estrés en el trabajo. Esa entrevista condujo a más solicitudes, que a su vez la llevaron a una carrera como escritora que disfrutaba más que ejerciendo como psicóloga. Escribir le permitía mantener un nivel de distanciamiento que le faltaba cuando atendía a los pacientes cara a cara.
Adeline prefería mantenerse distante.
Dejó el sobre en la mesita y se obligó a concentrarse en la conversación.
—Me alegro de que la columna de consejos esté funcionando bien, Erin.
Se alegraba, y no solo porque la columna mantenía alto su perfil y le proporcionaba más trabajo del que podía manejar. La popularidad de la columna la complacía. Era gratificante saber que la gente la encontraba útil.
Sabía lo que se sentía al estar perdida y confundida. Sabía lo que se sentía al luchar con emociones demasiado feas e incómodas para mostrarlas en público. Sabía lo que se sentía al estar sola, ahogándose sin un salvavidas a la vista, cayendo sin un cojín que amortiguara el golpe.
Si las habilidades que había aprendido para ayudarse a sí misma podían usarse para ayudar a otra persona, entonces, estaba satisfecha. Cuando escribía su columna, no se consideraba una psicóloga, sino una mejor amiga de confianza. Alguien que te diría la verdad.
La única verdad que nunca compartía era que había algunas heridas que ningún terapeuta del mundo podía curar. Ese conocimiento se lo guardaba para sí misma. La gente asumía que ella tenía su propia vida resuelta, y no tenía intención de destruir esa imagen. Difícilmente inspiraría confianza a la gente si supieran que estaba lidiando con sus propios problemas.
—¿Bien? Es mejor que bien. —Erin estaba exultante, eufórica, orgullosa, porque ella era quien había tenido la idea de la columna La doctora Swift dice—. Eres un éxito, Adeline. Los jefes quieren darte más espacio.
Adeline quitó las flores marchitas de un geranio y eliminó un par de hojas secas.
—¿Más espacio?
—Sí. En lugar de responder una pregunta en profundidad, pensábamos en cuatro.
Adeline frunció el ceño.
—Es importante dar una respuesta completa. Si alguien está desesperado, necesita empatía y una respuesta detallada. No necesita que lo despachen con unas pocas líneas de tópicos.
—Tú no serías capaz de dar una respuesta que no fuera empática. Es tu don. Escribes tan maravillosamente… Supongo que en eso te pareces a tu madre.
Adeline apretó el puño alrededor de las hojas.
—No me parezco en nada a mi madre.
—No, claro que no. Lo que tú escribes es totalmente diferente. Pero, Adeline, esto es grandioso. No necesito decirte lo que está pasando con los periodistas independientes hoy en día. Todos se pelean por una porción de un pastel cada vez más pequeño, y ahí estás tú, con la oportunidad de tener tu propia porción grande y jugosa. Te pagarán, como es obvio.
No se parecía en nada a su madre. En nada. La vida de su madre era una gran fantasía romántica, mientras que la suya estaba arraigada con firmeza a la realidad.
Y tener más trabajo era una buena dosis de realidad.
¿Quería hacerlo? El dinero era importante hasta cierto punto, pero también lo era el equilibrio entre el trabajo y la vida personal. Aunque trabajaba principalmente desde casa, establecía límites claros. La primera mitad de la semana se centraba en su columna de consejos. Los jueves los reservaba para su trabajo independiente. Los viernes por la mañana los dedicaba a ponerse al día con la administración, y luego, a las dos en punto, apagaba su portátil y se iba a nadar. Nadaba exactamente cien largos, relajando sus músculos y deshaciéndose de la tensión de la semana. Después, caminaba hasta el mercado local y compraba fruta y verdura fresca para el fin de semana.
El sábado y el domingo eran completamente suyos. Tenía la intención de mantenerlo así.
Y tal vez su vida no fuera emocionante, pero sí estable y predecible, y así era como le gustaba.
¿Tenía tiempo para ampliar la columna? Sí. ¿Quería ampliar la columna? Tal vez.
—Querría tener control editorial total. —Se inclinó y comprobó la humedad de la tierra en una de las macetas—. No quiero que editen mis respuestas.
—Mientras mantengas la página dentro del límite de palabras, eso no será un problema.
—Yo elijo las cartas que respondo.
—Eso ni se discute.
—Lo pensaré. Gracias. Que tengas un buen fin de semana, Erin.
Terminó la llamada y finalmente se enfrentó a la única carta que le importaba en ese momento.
La tomó y abrió el sobre con cuidado. En aquellos tiempos de correos electrónicos y mensajes, solo su madre le escribía cartas. Adeline la imaginó sentada en su escritorio de cristal en la villa, tomando su pluma favorita. La tinta tenía que ser exactamente del tono correcto de azul.
Sacó las páginas y las alisó.
Queridísima Adeline…
Hizo una mueca. Todo en su madre era exagerado, florido, hiperbólico. El cariñoso saludo tenía tanto significado como uno de esos ridículos besos al aire que la gente se daba.
Te escribo porque tengo una noticia emocionante que quería compartir contigo. Me voy a casar otra vez.
Adeline leyó las palabras, y luego las volvió a leer. «¿Casarse?». ¿Su madre se iba a casar por cuarta vez?
¿Por qué? Si has fracasado repetidamente en algo, ¿por qué lo harías de nuevo? Así no era como se suponía que funcionaban las relaciones. Su madre trataba el matrimonio como un concurso televisivo o una lotería. Parecía creer que, si hacía algo las veces suficientes, tal vez una de ellas funcionaría.
Quería gritar, un sentimiento que solo experimentaba en relación con su madre. Afortunadamente para sus vecinos, se había entrenado para mantener la frustración en su interior.
Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y respiró lento. Inspirar, espirar. Inspirar, espirar.
¿Cómo podía alguien pensar que ella era remotamente parecida a su madre?
El mundo lo vería como algo romántico, por supuesto. Catherine Swift, escritora de novela romántica y superventas mundial, una vez más, se arriesgaba por amor.
«Dame un respiro».
¿Y con quién pensaba casarse?
Adeline abrió los ojos con espanto mientras seguía leyendo la carta. Su madre la invitaba a pasar dos semanas de julio en la isla de Corfú. La sola idea le revolvió el estómago; no podía imaginar un plan más terrible. Todo estaría arreglado para ella, sin limitaciones de presupuesto. Claro, pensó con amargura, porque si algo le sobraba a su madre era precisamente dinero.
Continuaba hablándole sobre el jardín, y lo hermosa que estaba la villa ahora y lo bueno que sería para Adeline pasar un tiempo relajándose porque trabajaba muy duro. Mencionaba que Maria, la mujer que administraba la villa para ella, estaba bien. Que seguía cocinando tan bien como siempre, y que ya había planeado un delicioso menú para la boda. También mencionaba que su hijo Stefanos había regresado a la isla para dirigir el negocio familiar de barcos, y que estaba segura de que disfrutaría poniéndose al día con él, ya que una vez fueron tan buenos amigos.
«¿En serio?».
Era un comentario típico de su madre, que lograba crear escenarios románticos en los lugares más improbables.
Adeline recordaba muy bien cuándo había visto a Stefanos por última vez. Ella tenía diez años. Él era un par de años mayor. Durante un tiempo, había sido su mejor amigo, y ella la de él.
Habían pasado dos décadas desde que se vieron por última vez. ¿De qué iban a ponerse al día exactamente? ¿De toda su vida?
Sobre la persona con la que pretendía casarse no había ni rastro de información, que era lo que a Adeline más le importaba saber.
No había mención de un hombre en ninguna parte de la carta. Adeline revisó y luego volvió a revisar. Ojeó las páginas. Nada. Ni una pista.
Se había olvidado de mencionar el nombre del hombre con quien iba a casarse. Increíble.
Soltó una risa histérica. ¿Su madre se habría acordado de invitarlo a la boda?
Tal vez no había novio. Tal vez su madre se casaba consigo misma. Después de todo, era su mayor admiradora.
—Mis libros son mis bebés —había ronroneado una vez a la cámara durante una entrevista en horario de máxima audiencia en televisión—. Los amo como amo a mis propios hijos.
«Probablemente más», pensó Adeline con fiereza mientras dejaba caer la carta de vuelta sobre la mesa. De hecho, mucho más. Tenía diez años cuando descubrió esa dolorosa verdad.
—Vas a vivir con tu padre, Adeline.
El dolor en su pecho creció. Viejas heridas se abrieron. Pero aquello no se trataba solo de ella. No era la única con heridas.
¿Cómo le afectaría a su padre?
¿Ya lo sabría? ¿Su madre se lo habría dicho?
Con las manos temblorosas y el estómago encogido por el temor, tomó su teléfono y marcó su número. Eran poco más de las seis de la mañana en Cape Cod, pero sabía que su padre ya estaría despierto. Se levantaba temprano y a menudo se le encontraba en la playa al amanecer, tomando fotografías o haciendo bocetos, ansioso por aprovechar al máximo la luz de la mañana y la soledad. Una vez que otras personas empezaban a aparecer, regresaba a su pequeña casa de playa de madera escondida detrás de las dunas, preparaba uno de los cafés más fuertes conocidos por el hombre y se dirigía a su estudio para pintar. Aunque también había días que se iba a la ciudad para enseñar a artistas aspirantes.
Su padre había cambiado su vida después del divorcio. Había dejado su trabajo en la ciudad y pasaba sus días centrado en Adeline y su pasatiempo, la pintura. Había convertido una de las habitaciones de la casa en un estudio y pasaba todo el día salpicando pintura en lienzos mientras ella estaba en la escuela. Adeline no sabía mucho sobre arte, pero esas pinturas siempre le habían parecido llenas de enfado. Una parte de ella envidiaba el hecho de que su padre tuviera una salida para su miseria. Había sido una época terrible.
Originario de Boston, su padre se había quedado en Londres durante toda la infancia de Adeline, pero en el momento en que ella se fue a la universidad, vendió la casa familiar y, con lo obtenido, compró un pequeño apartamento para que tuvieran una base en Londres y una casa de playa en Cape Cod. Él había hecho de ese su hogar.
Había sido una infancia extraña e inestable, pero a pesar de todo ello nunca había dudado del amor de su padre. Había sido él quien la había ayudado con los deberes, quien la había animado en los días de juegos escolares y quien había intentado hacerle un disfraz para una fiesta de Halloween. Su padre era la única constante en su vida y, aunque ya no vivían en la misma casa, ni siquiera en el mismo país, siempre se sentía cerca de él.
A diferencia de su madre, él nunca se había vuelto a casar, y eso la entristecía. Deseaba que encontrara a alguien especial, alguien que lo mereciera. Pero él había decidido permanecer soltero, y no podía culparlo.
Estar casado con Catherine Swift seguramente era suficiente para que un hombre se alejara del matrimonio de por vida.
Aun así, odiaba la idea de que nunca se hubiera recuperado de su relación con su madre.
Esa era la razón por la que no quería hacer esa llamada. Sin importar cómo lo expresara, aquella noticia le iba a molestar. Estaba a punto de abrir un agujero en la vida que él había cosido cuidadosamente de nuevo.
Esperó, conteniendo la respiración, y casi se sintió aliviada cuando él no respondió, porque no tenía ni idea de qué iba a decirle.
¿Cómo iba a contarle que su madre se casaba otra vez?
¿Cómo podría darle la noticia de un modo que no le causara dolor?
Llevaba más de dos décadas divorciado de Catherine, pero Adeline sabía que aún sentía el dolor con intensidad. Todavía hablaba de su madre. Cada vez que veía uno de sus libros en una librería, se detenía, lo tomaba y leía la contraportada.
—No puedes encender y apagar el amor como si fuera un interruptor, Addy —le había dicho una vez cuando ella le preguntó cómo era posible que aún tuviera sentimientos por una mujer que lo había tratado tan mal.
Adeline nunca le dijo que Catherine no parecía tener problemas para apagarlo.
Y ahí tenía otra prueba más que lo confirmaba. Otra boda. Otra víctima.
Terminó la llamada sin dejar mensaje. Por impulso, agarró la carta de la mesa, volvió a entrar en su apartamento y la tiró a la basura sobre un montón de peladuras de patata y el envase vacío del yogur del día anterior.
Una de las ventajas de ser adulta era que podía tomar sus propias decisiones. Y ya había tomado la suya.
No iría a la boda.
Se negaba a pasar dos preciosas semanas de su verano viendo a su madre cometer otro gran error. Sería demasiado difícil. Desenredaría todo lo que mantenía enrollado con fuerza en su interior. Y lo último que necesitaba en su vida era otro padrastro.
Enviaría una nota de disculpa y sus mejores deseos a los novios, aunque ni siquiera supiera el nombre de él.
Su identidad no importaba.
Quienquiera que fuese el hombre con quien Catherine Swift se casaba esa vez, lo compadecía.
—Dos capuchinos, un americano y un chocolate caliente italiano. —Cassie entregó el pedido al ruidoso grupo que se había apropiado de la mesa junto a la ventana.
No podía dejar de sonreír, y eso se debía al sobre que llevaba en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Su madre iba a casarse de nuevo, ¿no era emocionante? Era una verdadera inspiración. Cassie no paraba de sacar la carta del bolsillo para leerla.
Querida Cassie:
Te escribo porque tengo una noticia emocionante que quiero compartir contigo. Voy a casarme de nuevo.
El hecho de que no mencionara con quién iba a casarse lo hacía aún más romántico y misterioso. ¿Por qué no le había dicho nada? Hablaban de todo, así que, ¿por qué su madre no le había contado que estaba saliendo con alguien? Tal vez había sido un flechazo repentino. En cualquier caso, estaba feliz por ella y no podía esperar a conocer los detalles.
«Adelante, mamá», pensó Cassie mientras apartaba una guía turística para colocar uno de los capuchinos frente al grupo.
En el momento en que entraron, pensó que eran turistas, y a juzgar por cómo estudiaban los mapas en sus teléfonos, estaba en lo cierto. En la mesa contigua había una guía que ofrecía consejos sobre cómo aprovechar al máximo Oxford en veinticuatro horas.
«No se puede», habría dicho Cassie si alguno de ellos le hubiera pedido su opinión al respecto, pero no lo hicieron, así que simplemente entregó sus bebidas y las dos porciones de pastel de limón (con cuatro tenedores, lo que significaba que estaban cuidando las calorías o el dinero) y regresó al mostrador, donde su compañera Felicia se entretenía creando el corazón perfecto de espuma en la superficie de un capuchino. Felicia era de Roma y llevaba dos años estudiando en Oxford. Ella y Cassie se habían hecho amigas el verano anterior cuando trabajaron juntas en la cafetería.
—Se te da cada vez mejor —afirmó Cassie mientras guardaba la bandeja y servía a un cliente que esperaba una porción de brownie de chocolate.
La cafetería The Tasty Bite estaba escondida en una calle empedrada en el centro de Oxford, no muy lejos de la Biblioteca Bodleiana. Su clientela consistía en una interesante mezcla de lugareños, turistas y estudiantes. Los turistas eran los clientes más queridos porque se sentían atraídos por el encanto inglés del lugar y solían pedir de más. Los estudiantes, en cambio, no tanto, ya que compraban un café y lo hacían durar todo el día.
Cassie era comprensiva. Después de todo, ella había sido estudiante. Había completado su licenciatura en Clásicas, pasando cuatro años leyendo, traduciendo y analizando textos. Cuando no estaba en tutorías o estudiando en la biblioteca, pasaba horas sentada en esa misma mesa junto a la ventana, actualmente ocupada por los turistas, garabateando en su cuaderno y observando el mundo pasar. Había pasado tanto tiempo en la cafetería que Rhonda, la dueña, le había ofrecido un trabajo, y Cassie lo había aceptado con gusto. No solo porque agradecía el dinero, sino porque le daba infinitas oportunidades de observar a la gente, y no había nada en el mundo que Cassie disfrutara más que estudiar a las personas.
Como la pareja sentada lado a lado en el hueco cerca de las escaleras. Sus piernas estaban entrelazadas bajo la mesa y sus hombros se rozaban mientras se inclinaban sobre un folleto que anunciaba una representación al aire libre de El sueño de una noche de verano en uno de los jardines universitarios. Cassie ya había reservado entradas.
—¿Qué opinas? ¿Casados? —Felicia miró hacia la pareja mientras añadía dos chocolates calientes con nata a la bandeja ya cargada con una cesta de cruasanes recién salidos del horno.
Cassie echó un vistazo disimulado a la pareja.
—Sí, pero no entre ellos. —Era un juego al que solían jugar, inventar historias sobre la gente.
Esperó mientras Felicia entregaba el pedido y regresaba con la bandeja vacía.
—Ni siquiera se dieron cuenta de que estaba allí.
—Ella lleva casada con el mismo hombre una década y nunca ha hecho algo así antes. Han pasado la noche juntos por primera vez.
Felicia arqueó una ceja.
—¿Y tu evidencia para eso es…?
—No pueden dejar de tocarse, y acaban de pedir un montón de carbohidratos. Necesitan reponer calorías. Ambos están hambrientos porque han estado teniendo sexo toda la noche.
Felicia soltó una carcajada.
—Tu imaginación es un arma letal. Por cierto, ¿puedes cubrir mi turno el sábado? Matteo ha planeado una sorpresa para nuestro aniversario de seis meses.
—¡Qué romántico! —Cassie sintió una punzada de envidia. Felicia y Matteo formaban la pareja perfecta—. Sí, claro que te cubriré el sábado. El tiempo va a ser espléndido.
—¿No tienes planes?
—Nada especial. —Había planeado tumbarse en la orilla del río sobre la hierba y leer su desgastada copia de La Odisea por enésima vez.
—Gracias. Pensé que tal vez querrías preparar solicitudes de trabajo. ¿Ya has decidido qué vas a hacer?
—¿Hacer?
—Con tu vida. Tu futuro. Has terminado tu carrera. ¿Y ahora qué?
—Aún no estoy segura. —Era su pregunta menos favorita, porque responder honestamente significaría revelar su secreto más profundo y no estaba lista para hacerlo. Había sido una estudiante estrella, y la mayoría de la gente había asumido que se quedaría en Oxford y seguiría una carrera académica, analizando textos antiguos y estimulando los cerebros de jóvenes estudiantes entusiastas. Pero eso no era lo que Cassie quería.
¿Qué diría Felicia si le dijera la verdad?
«Quiero ser escritora».
Y no solo escritora, sino una escritora publicada. Esa era la parte difícil. El sueño imposible compartido por muchos. Todos con los que hablaba querían escribir un libro algún día. Cassie no compartía que ya había escrito uno y había empezado otro.
Temía que si se lo contaba a la gente tentaría al destino, y ese sería el fin de su sueño. Probablemente se reirían o, peor aún, le dirían que era una fantasía y enumerarían razones para apoyar esa teoría, pinchando así tanto sus sueños como su confianza. Le dirían que consiguiera un trabajo de verdad, fuera lo que fuera eso. Cassie necesitaba algo que no absorbiera demasiado tiempo ni energía emocional. Algo predecible, sin estrés, que le dejara tiempo para centrarse en su verdadera pasión. Por eso, al menos de momento, estaba trabajando horas extras en The Tasty Bite.
Cada día iba en bicicleta desde la pequeña casa victoriana que compartía con su amigo Oliver. El trayecto duraba ocho minutos y pasaba por The Lamb and Flag, que llevaba cuatrocientos cincuenta años sirviendo cerveza a literatos, por callejones estrechos y edificios de piedra color miel. Todo le parecía tan bonito bañado por los rayos del sol e impregnado de historia que pensaba: «Quizá me quede aquí para siempre».
¿Sería algo tan malo?
Le encantaba Oxford, con su serpenteante río y sus famosas facultades. Le encantaba trabajar en la cafetería, que le proporcionaba una inspiración infinita y no le exigía nada en su tiempo privado. No se llevaba trabajo a casa. Su cerebro no estaba abarrotado de cosas que tenía que hacer al día siguiente. Podía pensar. Podía soñar, y a nadie le importaba.
—Tierra llamando a Cassie. —Rhonda salió de la pequeña cocina en la parte trasera de la cafetería y chasqueó los dedos—. Deja de soñar. A Ted le vendría bien algo de ayuda aquí atrás.
Cassie esbozó una sonrisa de culpabilidad. Tal vez a la gente sí le importaba ocasionalmente cuando la encontraban mirando al vacío o garabateando en su cuaderno, pero en general era un trabajo que se ajustaba muy bien a sus circunstancias. Y le permitía escuchar a escondidas conversaciones y observar el comportamiento humano, lo que le parecía fascinante.
Se dirigió a la cocina, donde Ted estaba ocupado preparando ensaladas.
Él era un estudiante de Arqueología. Originario de San Francisco, recientemente había aceptado un trabajo en la cafetería para ayudar a financiar la excavación a la que se uniría en agosto.
—¿Qué necesitas que haga? —preguntó Cassie mientras se lavaba las manos.
—Va a ser otro día de calor sofocante, así que apuesto a que habrá más demanda de ensaladas que de panini tostados. Y olvídate de la sopa. —Se pasó el brazo por la frente—. Hace calor aquí. O tal vez es que he pasado demasiado tiempo en una biblioteca climatizada.
—No busques compasión en Cassie. —Rhonda volvió a entrar en la habitación con una cesta de productos para ensalada que había recogido en el mercado—. A ella le encanta el calor. Pasó la mayor parte de su infancia en Grecia.
Ted pareció interesado.
—¿En serio?
—Mi madre tiene una casa en la isla de Corfú. —Cassie agarró un tomate y se lo acercó a la nariz. El aroma le indicó que estaba recién cogido y lleno de sabor—. Es mi lugar favorito en el mundo. —Agarró más tomates y los enjuagó.
—Espera. ¿Por eso te llamas Cassie? Cassandra, ¿verdad? La princesa troyana.
—A mi madre le encantan los mitos griegos.
Él sonrió.
—Así que estás destinada a que nunca te crean. Aunque pensándolo bien, también podría haberte llamado Helena, la mujer cuya belleza desató una guerra y lanzó mil barcos a la batalla.
Ella estaba contenta con su aspecto, pero dudaba que su rostro hubiera lanzado un remolcador o un kayak al mar, y mucho menos mil barcos.
—Tuve suerte.
—Entonces, ¿por qué estás atrapada aquí en lugar de pasar tu verano en Grecia? Es donde yo estaría si tuviera la oportunidad. —Ted empezó a cortar el pepino en trozos irregulares.
—De hecho, iré el mes que viene. Mi madre se casa. —Sonriendo para sí misma, Cassie sacó queso feta de la nevera—. Iré a su boda. ¿Quieres que haga la ensalada griega? Horiatiki. Es mi especialidad.
—Claro. Sería genial. ¿La boda de tu madre? Vaya. —Ted metió una bandeja de filetes de salmón en el horno—. ¿No es incómodo? ¿Qué dice tu padre al respecto?
—Mi padre está muerto. —Cassie vio cómo su rostro se ponía rojo y sintió lástima por él. Se molestó consigo misma por soltar aquello sin pensar—. No te sientas mal. Yo tenía tres años. No tengo recuerdos reales de él. —Solo los que había hilado en su cabeza a partir de las muchas historias que su madre había compartido con ella. «Deja que te cuente sobre la noche en que conocí a tu padre…».
Había memorizado cada detalle, hasta que se volvieron tan claros que se hicieron reales, hasta que pudo imaginar perfectamente el momento en que su padre entró en aquel bar y vio a su madre por primera vez. «Entré en ese bar a tomar una copa y salí con el amor de mi vida».
Su madre le había contado esa historia tantas veces, pero Cassie nunca se cansaba de oírla. Repetía la historia a las personas que le decían que el amor no existía. Que el romance era una fantasía.
Cassie sabía que no era una fantasía. El hecho de que ella estuviera allí de pie era la prueba de ello.
Algún día, se prometió a sí misma, encontraría un amor y una gran pasión como la que sus padres habían compartido. Era trágico que su padre hubiera muerto tan joven, pero al menos él y su madre habían conocido el amor verdadero, aunque solo fuera por un breve tiempo. En ese sentido, habían tenido suerte. Cassie no se conformaría con menos. En cada cita, se preguntaba: «¿Querría seguir a este hombre hasta el fin del mundo?». La respuesta siempre era no. En su mayoría, no quería seguirlos ni hasta la Biblioteca Bodleiana, lo cual era deprimente porque estaba muy cerca. El único hombre que era una constante en su vida era Oliver, pero eso no contaba. Él era su mejor amigo, y si lo seguía a alguna parte, tenían garantizado perderse porque Oliver tenía un pésimo sentido de la orientación, razón por la cual ella siempre estaba a cargo de la ruta cuando salían juntos. Se habían conocido el primer día del curso, durante la foto obligatoria de la universidad. Hubo mucho movimiento para que todos cupieran y Cassie, al ser menuda, había sido colocada justo al frente. Oliver estaba de pie detrás de ella y se había inclinado para susurrarle un chiste al oído justo cuando tomaron la fotografía. La había hecho reír. Cuatro años después, aún lo seguía haciendo. Era consciente de que no salía tanto como debería. Las citas le resultaban estresantes y era más fácil y divertido pasar el rato con Oliver.
Pensar en su compañero le recordó que había tenido otra cita con Suzy la noche anterior y no había sabido de él desde entonces.
Sintió que algo se movía en su interior. Si Oliver se enamoraba, ¿cambiarían las cosas? Era inevitable. Incluso si la chica de sus sueños era lo suficientemente civilizada como para aceptar que él tuviera una mejor amiga, no tendría tanto tiempo para pasarlo con ella. Se acabarían los paseos por los museos juntos. Se acabarían los pícnics a la orilla del río, el intercambio de libros y los largos desayunos. Se acabarían las conversaciones que empezaban con «no te imaginas lo que me pasó ayer».
—Vaya, qué duro lo de tu padre —comentó Ted, sin dejar de trocear lechuga.
—Más duro para mi madre. —Cassie apartó su mente de cómo sería su vida cuando Oliver se enamorara—. La suya fue una verdadera historia de amor. Un romance para acabar con todos los romances.
Ted observó cómo Cassie tomaba la botella de aceite de oliva.
—¿Ha sido viuda todo este tiempo?
—No, se volvió a casar, pero ella y Gordon —ni siquiera consideraba a Gordon Pelling su padrastro— se divorciaron hace un par de años. No funcionó.
Al menos lo había intentado, y estaba a punto de intentarlo de nuevo. El valor de su madre en asuntos del corazón era inspirador y Cassie se alegraba por ella. No podía esperar para celebrarlo en persona.
—Vaya. Entonces este es su… —Ted hizo una pausa, calculando—. ¿Su tercer matrimonio?
—En realidad es el cuarto. Estuvo casada antes de conocer a mi padre. —Cassie pensó en su hermanastra Adeline y sintió una punzada de culpa, como siempre.
Felicia entró en ese momento llevando una bandeja con tazas y platos sucios. Captó el final de la conversación.
—Obviamente, no sabes quién es la madre de Cassie.
—¿Por qué debería conocer a la madre de Cassie? —Ted miró a Cassie—. ¿Qué me estoy perdiendo?
Felicia cargó las tazas en el lavavajillas. Su piel estaba bronceada, su cabello cortado al ras.
—Supongo que has oído hablar de Catherine Swift.
—No. —Ted frunció el ceño—. Espera…, ¿te refieres a la escritora de novelas románticas? ¿La que produce sin parar todas esas novelas de playa cursis? ¿Ella es tu madre?
Cassie pensó en las horas que su madre pasaba en su escritorio, con el pelo recogido en un moño despeinado, totalmente concentrada mientras perfeccionaba su oficio, escribiendo y reescribiendo hasta quedar exhausta. La insinuación de que lanzaba cualquier basura lo más rápido posible como una especie de explotación comercial del pobre público desprevenido le daba ganas de romper algo.
Ted pareció darse cuenta de que pisaba terreno peligroso porque levantó las manos a modo de disculpa.
—Sin ánimo de ofender, Cassie.
—Decir «sin ánimo de ofender» no borra la ofensa, Ted —espetó Felicia antes de que Cassie pudiera abrir la boca—. Y esas novelas playeras de mala calidad se venden por cientos de millones por una razón. Aborda temas importantes para las mujeres. Gracias a ella, dejé a mi último novio. Me estaba tomando el pelo y una mañana me desperté y pensé: «Una heroína de Catherine Swift no permitiría que la trataran así». Y eso fue todo. Pasó a la historia.
Ted tragó saliva y dio un paso atrás.
—Vaya. Bueno, eso es… algo inquietante, en realidad. Quiero decir, yo no leo un libro de crímenes y luego asesino a alguien. Pero a todos nos gustan cosas diferentes.
—Cierto. Pero ¿has leído alguna vez un libro de Catherine Swift?
—No. —El sudor en la frente de Ted no se debía solo al calor de la cocina—. No es lo mío.
—Pero si no has leído ninguno —dijo Felicia con dulzura—, ¿cómo sabes que no es lo tuyo? Eres un académico. Se supone que debes buscar pruebas que respalden tus opiniones, ¿no?
—Sí, tienes razón. —Se frotó la nuca y le lanzó una mirada mortificada—. Lo siento, Cassie. He sido grosero e insensible.
—Sí, un poco —dijo Cassie, pero la verdad era que estaba acostumbrada. Se había entrenado para no darle importancia. Y la mayor parte del tiempo no se la daba. Al menos, no por ella misma. Le importaba mucho por su madre, que era inteligente e increíblemente trabajadora y se había construido una vida desde cero. En opinión de Cassie, eso merecía respeto. Estaba muy orgullosa de su madre.
Probablemente ni siquiera se habría planteado la idea de ganarse la vida escribiendo novelas si no hubiera crecido con una madre que hacía precisamente eso. El trabajo de Catherine Swift consistía en sentarse frente a un portátil, o a veces un cuaderno, e inventar cosas. ¡Qué genial era eso!
Ella quería hacer lo mismo, pero sabía que era un objetivo poco realista. Las posibilidades de ganarse bien la vida escribiendo ficción eran minúsculas. Tal éxito como el de su madre era algo excepcional.
Cassie encontraba ese éxito inspirador, pero también abrumador y desalentador, razón por la cual no le había dicho a nadie, excepto a Oliver, que lo que realmente quería era ser escritora, igual que su madre. Bueno, no exactamente igual que ella. No esperaba tener ni una pequeña fracción de su éxito. Lo único que quería era que alguien pensara que su trabajo era lo bastante bueno como para ser publicado. Eso sería suficiente.
No le había mencionado su sueño a su madre, a pesar de que hablaban de todo lo demás. Pero no podía hablarle de eso. ¿Y si su madre quería leer algo que Cassie hubiera escrito? ¿Y si lo odiaba? Sería muy incómodo. Y en el improbable caso de que a ella le gustara lo que había escrito, podría querer mostrárselo a Daphne, su agente, y Cassie no podía pensar en nada más vergonzoso que eso. La gente pensaría que estaba intentando aprovecharse del nombre de su madre como una forma de entrar en el mundo editorial, y por esa razón había enviado su manuscrito a un agente diferente sin mencionarla.
Había decidido que necesitaba hacer aquello a su manera o nunca creería en sí misma.
Eso había sido hacía dos meses y todavía no había recibido respuesta, lo cual no era una buena señal.
Al principio, actualizaba su correo electrónico cada diez minutos, con el corazón acelerado, mientras escenarios de cuento de hadas pasaban por su mente. Iba a recibir un correo, tal vez incluso una llamada. El suyo iba a ser el manuscrito que habían estado esperando.
Cuando vio que nada de eso ocurría, se obligó a limitar la actualización de su correo electrónico a una vez por hora. Ahora se había rendido. La página web del agente decía que intentaban responder en un plazo de ocho semanas y ya habían pasado, lo que significaba, en la mente de Cassie, que odiaban lo que ella les había enviado. Era tan malo que ni siquiera se molestaban en rechazarla.
Pero seguiría adelante, por supuesto, aunque su confianza se marchitaba como una planta en una ola de calor.
Ted esbozó una sonrisa incómoda.
—Sí, bueno, lo siento de nuevo. Debería ir a hablar con Rhonda sobre los planes para el fin de semana. —Se lavó las manos y salió de la cocina tan rápido que chocó contra la encimera.
Felicia lo miró alejarse y luego negó con la cabeza.
—No sé qué pensar de él.
—No me ha dicho nada que no haya oído antes —afirmó Cassie—. Acabas acostumbrándote.
—Ignóralo. Tu madre es una leyenda. —Felicia tomó un trozo de queso feta—. Me enseñó todo lo que sé sobre el amor y las relaciones saludables. También sobre la resiliencia. Sus personajes siempre encuentran una salida, sin importar lo difícil que sea la vida.
Cassie sintió una calidez interior.
—Gracias, Felicia.
—Oye, es la verdad. Si quieres conseguirme una copia firmada de su último libro, no diré que no. En italiano o en inglés, no soy exigente. —Felicia se metió el queso en la boca y sonrió—. Debe de ser genial tener una madre famosa.
—La mayoría de las veces no se lo digo a la gente. Solo te lo conté aquella vez porque te vi leyendo uno de sus libros el primer verano que trabajamos juntas aquí.
—Así que otra boda —dijo Felicia, apoyándose contra el frigorífico—. ¿Irá tu hermanastra?
El estómago de Cassie dio un vuelco.
—Yo… no lo sé. —No se había permitido pensar en esa parte. Era la única nube negra que se cernía sobre un verano por lo demás soleado—. Para ser honesta, espero que no. ¿Eso me convierte en una persona horrible?
—¿Por qué lo haría? —Felicia se encogió de hombros—. No es que tengáis una relación muy cercana.
«¿Cercana?». Cassie reprimió una risa histérica. Los días en que soñaba en secreto con estar cerca de su hermana mayor habían quedado atrás. Eso, pensó, era una fantasía más grande que ser una escritora de éxito. Era más probable que llegara a la lista de los más vendidos de The Sunday Times que ganarse una sonrisa o unas palabras cálidas de Adeline. Y no tenía expectativas de llegar nunca a la lista de los más vendidos de The Sunday Times.
La invadió la melancolía, junto con cierto nivel de aprensión, del tipo que uno podría sentir antes de una visita al dentista. La presencia de su hermana no arruinaría la boda, pero sería suficiente para hacer mella en el disfrute y la celebración de Cassie. Y, peor aún, molestaría a su madre, y si había un día en que una persona no debería estar molesta en absoluto, ese era el día de su boda.
Tal vez Adeline no se presentara. En la última boda de su madre, ella se había negado en rotundo a ser dama de honor, por lo que Cassie había tenido que cumplir ese papel ella sola. Se había preocupado por su madre, había lanzado flores e intentado hacerla sonreír lo suficiente por dos personas para compensar la expresión pétrea de Adeline. Era evidente que ella había odiado cada minuto de la ceremonia, así que, quizás, si Cassie tenía mucha suerte, al final decidiera no volver a pasar por eso.
Tampoco es que fuera romántica. De hecho, Cassie nunca había visto a su hermana mostrar una sola emoción. Adeline era tan fría y serena que resultaba inquietante. Era lo opuesto a Cassie, que esparcía sus emociones libremente. La verdad era que encontraba a su hermana intimidante y un poco fría. ¿En qué momento uno decide rendirse y dejar de intentarlo?
Durante toda su adolescencia, cuando Adeline pasaba esas angustiosas semanas de verano en Corfú, Cassie había sido amable. En parte porque era su naturaleza, pero también porque deseaba con desesperación un acercamiento con ella. Todos los libros que había devorado sugerían que tener una hermana era un regalo. Un beneficio definitivo en la vida. Una hermana mayor era un beneficio aún mayor, ya que ofrecía acceso a una sabiduría superior y un nivel de protección junto con la garantía de una amistad de por vida inquebrantable por los temblores que tan a menudo causaban grietas en relaciones menos sólidas.
Deseosa de cultivar y explotar esa relación especial, Cassie se había esforzado por establecer una conexión con Adeline. Le daba vergüenza recordar cuánto se había esforzado para que su hermanastra la quisiera, pero había sido una causa perdida. Había sido como una comediante tratando desesperadamente de arrancar una risa a un público poco receptivo. Un cachorro intentando ganarse el afecto de alguien que detestaba a los perros. Si acaso, sus esfuerzos por acercarlas las había distanciado aún más. Cuanto más se acercaba ella, más se alejaba Adeline. Herida, con el orgullo y la confianza mellados, Cassie finalmente también se había apartado y se había obligado a aceptar que nunca tendría una relación con su hermana. Nunca la llamaría cuando estuviera estresada por un chico o preocupada por sus exámenes. Nunca podría compartir ninguna de sus preocupaciones o miedos porque a Adeline no le interesaba, lo cual era doloroso dado que ella parecía haber dedicado su vida a ayudar a otras personas a lidiar con sentimientos incómodos. Le gustaba ayudar a la gente, pero no a Cassie. Daba acceso a su sabiduría a los extraños, pero no a Cassie.
Su falta de interés era personal. Era como si Adeline no pudiera soportar estar cerca de ella, lo cual era molesto porque Cassie pensaba que su hermanastra era una persona genial.
Adeline era una adulta de verdad, mientras que Cassie sentía la mayor parte del tiempo que, aunque se esforzaba por ser adulta, fracasaba estrepitosamente. Ella era una soñadora, mientras que su hermana era centrada y práctica. Adeline era psicóloga clínica, y no había nada más adulto que eso. La doctora Swift. Dispensaba consejos y comprensión a personas como Cassie que no podían arreglar sus vidas por sí mismas.
Adeline era serena y digna en todo momento, y también autosuficiente e independiente. Cassie necesitaba gente en su vida. No sabía dónde estaría sin su madre y sus amigos. Adeline, al parecer, no necesitaba a nadie.
Ella estaba segura de sí misma y de sus elecciones, mientras que Cassie no estaba segura de nada. Definitivamente, no estaba segura sobre el futuro. ¿Cuántas veces permitiría que rechazaran sus escritos antes de aceptar que no podría ganarse la vida de esa manera? ¿Cuándo debería rendirse y conseguir un «trabajo de verdad»?
Se preguntó por un momento qué diría Adeline si supiera que quería ser escritora. Estaba bastante segura de que pensaría que su sueño era, como mínimo, poco aconsejable.
—Deseaba que tuviéramos una relación más cercana, pero he renunciado a eso —le dijo a Felicia—. Adeline es ocho años mayor que yo, así que, hay bastante diferencia de edad. Después del divorcio, eligió vivir con su padre. Creo que casi destruyó a mi madre. Así que no nos vimos mucho mientras crecíamos. —No veía razón para maquillar la verdad y no era muy buena ocultando información. En opinión de Cassie, los secretos eran geniales en la ficción, incluso necesarios, pero en la vida real complicaban las cosas.
Tal vez Adeline rechazara la invitación de su madre.
«¡Por favor, por favor, que la rechace!».
Era una boda, después de todo, y estaba claro por los consejos que daba en su columna que Adeline no tenía ni un solo hueso romántico en su cuerpo. Por supuesto que no. Para ser romántica, había que sentir algo, y Cassie a veces se preguntaba si su hermana sentía algo en absoluto.
Adeline parecía descartar la noción del amor romántico como algo transitorio y una base poco fiable para una relación a largo plazo.
Y Cassie se había esforzado por ser comprensiva y ver la situación desde el punto de vista de Adeline. Su madre se había enamorado del padre de Cassie. Habían tenido una aventura, y Cassie había sido el resultado. Adeline tenía ocho años cuando sus padres se divorciaron, y eso debió de ser muy duro. Su familia se había roto. Adeline había culpado a su madre.
Desde su propio punto de vista, Cassie era capaz de ver las cosas con un poco más de objetividad. ¿Habría ocurrido la aventura si Catherine hubiera sido feliz en su primer matrimonio? No. Algunas relaciones funcionaban y otras no. Algunas eran felices por un tiempo y luego terminaban. Y eso era triste, pero también era la vida. La gente cambiaba. Las relaciones cambiaban. Cassie lamentaba el daño que su madre había causado a Adeline y a su primer marido, pero, en su opinión, había mostrado honestidad emocional y había hecho lo valiente. Catherine ya no estaba enamorada del padre de Adeline. Se había acabado. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Quedarse infeliz el resto de su vida a su lado? ¿Cómo podía ser eso bueno para alguien? Si algo estaba mal, entonces estaba mal. Así de simple.
Cassie creía que Catherine había hecho bien en seguir su pasión (y si no lo hubiera hecho, Cassie no existiría, así que tenía que admitir que no era imparcial), pero Adeline no estaba de acuerdo.
Cassie había pasado largas horas estudiando las columnas de consejos de su hermanastra, tratando de entenderla.
Analizaba cada palabra, examinando cada detalle, sintiendo que cada respuesta le daba una visión de su alma. En ocasiones había pensado en escribirle ella misma.
«Mi hermanastra me odia y, aunque algunas personas podrían pensar que tiene motivos, en realidad no es por mi culpa. ¿Cómo puedo ayudarla a dejar de lado su ira y amargura para que tengamos la oportunidad de forjar una relación?».
Felicia le pasó el frasco de orégano.
—¿No te preocupa que tu madre se case de nuevo?
Cassie sonrió, agradecida por ser apartada de sus pensamientos sobre Adeline.
—En absoluto.
¿Por qué habría de preocuparle? Jamás le negaría la felicidad a su madre. Y confiaba en su buen juicio. Había escrito más de sesenta novelas románticas y vendido cientos de millones de ejemplares. Esa era toda la prueba que alguien necesitaba para demostrar que Catherine Swift sabía todo lo que había que saber sobre el amor.
No te casabas por cuarta vez porque fueras un fracaso, lo hacías porque eras optimista. No porque te arrepintieras del pasado, sino porque tenías esperanza en el futuro.
Cassie no sabía con quién se casaba su madre, y la idea de que fuera un secreto la emocionaba. No necesitaba saberlo todavía. Sin duda, lo descubriría una vez que llegara a la isla para la celebración.
Obviamente, su madre quería que fuera una gran sorpresa, y no podía haber nada más romántico que eso.
Cassie suspiró mientras preparaba ensaladas griegas y las metía en el frigorífico.
Con suerte, Adeline decidiría no ir a la boda.
«Por favor, por favor, que decida no ir».
Catherine Swift había nacido con un don.
No hubo un momento concreto en el que se percatara de su existencia. Era tan parte de ella como su rebelde cabello rubio y su falta de coordinación. Había crecido con ella hasta adquirir vida propia. No recordaba una época en la que no tuviera historias y personajes corriendo por su cabeza. Pero sí recordaba con claridad la primera vez que escribió esas historias.
Tenía doce años y su madre la había dejado en Clifton House, un internado en pleno corazón de la campiña inglesa. Sus padres estaban en medio de un divorcio complicado y su madre había decidido de manera unilateral que sería menos traumático para Catherine ser expulsada del hogar familiar y vivir entre extraños que presenciar el penoso declive de un matrimonio. Esa era la versión oficial. Extraoficialmente, después de una botella de sauvignon blanc que su madre había alegado que era para fines medicinales, le había confesado a Catherine que por el bien de su estilo de vida necesitaba encontrar otro marido y no podía hacerlo con una hija de por medio. Complicaría demasiado las cosas. Encontrar marido era como solicitar un empleo. Había que concentrarse y prestarle toda la atención.
—Te lo pasarás bien —le había dicho mientras arrastraba la única maleta de Catherine por pasillos sin alma—. Harás muchos amigos. Te sentirás como en casa.
Pero Catherine no había disfrutado nada, no había hecho ningún amigo y no se había sentido en absoluto como en casa. Tampoco es que su verdadero hogar fuera un lugar acogedor. Ni mucho menos. No habría hecho falta mucho para que el colegio hubiera sido la mejor opción. Y, que no lo fuera, decía mucho sobre la calidad del lugar que su madre había elegido.
Por lo que Catherine podía ver, había cambiado un tipo de trauma por otro.
El colegio era un gran edificio de ladrillo marrón con ventanas que parecían dar a todas partes excepto a los lugares donde se congregaban los acosadores. No hubo testigos cuando tres chicas decidieron meterle la cabeza en el inodoro, ni nadie que interviniera cuando se descubrió que su largo cabello era una útil cuerda con la que arrastrarla por un pasillo.
Sin embargo, había reglas. Más de las que Catherine podía contar, y no tenían sentido. ¿Por qué tenía que caminar por el lado izquierdo del pasillo? ¿Era tan grave desviarse hacia la derecha? ¿Por qué había que apagar las luces a las nueve en punto, incluso si no habías terminado el capítulo del libro que estabas leyendo? ¿Por qué no podía cortarse el pelo si decidía que el pelo corto era una opción más segura?
Su hogar