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Siempre el amor Una vez esposa de un Ferrara, siempre esposa de un Ferrara… Laurel Ferrara no tenía suerte en el amor; su matrimonio había sido un desastre. Y no había bastado con irse sin más. Desde el momento en que habían reclamado su vuelta a Sicilia, los escalofríos de aprensión la asolaban… La orden procedía del famoso millonario Cristiano Ferrara, el esposo al que no podía olvidar, pero habría dado igual que proviniera del mismo diablo… Una noche con el enemigo Un Ferrara no debería acostarse nunca con una Baracchi aunque hubiera mucho en juego Para su frustración, Santo Ferrara nunca olvidó la noche que tuvo entre sus brazos a la ardiente Fia Baracchi. Cuando un acuerdo millonario les volvió a unir, mantener las distancias dejó de ser una opción. Pero Fia estaba viviendo una mentira. Si se llegara a descubrir que su precioso hijo era el heredero de Santo sería repudiada. El conflicto entre sus familias era legendario, pero su verdadero miedo era no poder olvidar los ardientes recuerdos de la única noche que pasó con su enemigo.
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Seitenzahl: 408
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 487 - noviembre 2024
© 2011 Sarah Morgan
Siempre el amor
Título original: Once a Ferrara Wife...
© 2012 Sarah Morgan
Una noche con el enemigo
Título original: The Forbidden Ferrara
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-077-8
Créditos
Siempre el amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Una noche con el enemigo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Si te ha gustado este libro...
SEÑORAS y señores, bienvenidos a Sicilia. Por favor, mantengan el cinturón de seguridad abrochado hasta que el avión se detenga por completo».
Laurel mantuvo la vista fija en el libro. No estaba lista para mirar por la ventanilla. Aún no. Demasiados recuerdos esperaban, recuerdos que llevaba dos años intentando borrar.
El niño pequeño que había en el asiento de detrás de ella gritó y pateó el respaldo de su asiento con fuerza, pero Laurel solo era consciente de la bola de ansiedad que le atenazaba el estómago. Normalmente leer la tranquilizaba, pero sus ojos reconocían letras que su cerebro se negaba a procesar. Aunque una parte de ella deseaba haber elegido otro libro, otra parte sabía que habría dado igual.
–Ya puede soltar el asiento. Hemos aterrizado –la mujer que tenía al lado le tocó la mano–. Mi hermana también tiene miedo a volar.
–¿Miedo a volar? –repitió Laurel, volviendo la cabeza lentamente.
–No hay por qué avergonzarse. Una vez mi hermana tuvo un ataque de pánico en ruta a Chicago, tuvieron que sedarla. Usted lleva aferrando el asiento desde que salimos de Heathrow. Le dije a mi Bill: «Esa chica ni siquiera sabe que estamos sentados a su lado. Y no ha pasado una sola página del libro». Pero ya hemos aterrizado. Se acabó.
Laurel, absorbiendo el dato de que no había leído ni una página en todo el vuelo, miró a la mujer. Se encontró con unos cálidos ojos marrones y una expresión preocupada y maternal.
«¿Maternal?». A Laurel la sorprendió haber reconocido la expresión, dado que no la había visto nunca, y menos dirigida a ella. No recordaba haber sido abandonada en un frío parque, envuelta en bolsas de la compra, por una madre que no la quería, pero el recuerdo de los años que siguieron estaban grabados en su cerebro a fuego.
Sin saber por qué, sintió la tentación de confesarle a la desconocida que su miedo no tenía que ver con volar, sino con aterrizar en Sicilia.
–Ya estamos en tierra. Puede dejar de preocuparse –dijo la mujer. Se inclinó por encima de Laurel para mirar por la ventanilla–. Mire ese cielo azul. Nunca he estado en Sicilia. ¿Y usted?
–Yo sí –como la amabilidad de la mujer merecía una recompensa, sonrió–. Vine por negocios hace unos años –pensó que ese había sido su primer error.
–¿Y esta vez? –la mujer miró los ajustados pantalones vaqueros de Laurel.
–Vengo a la boda de mi mejor amiga –los labios de Laurel respondieron automáticamente, aunque su mente estaba en otro sitio.
–¿Una boda siciliana auténtica? Oh, eso es muy romántico. Vi la escena de El padrino, bailes y familia y amistades, fabuloso. Y los italianos son maravillosos con los niños –la mujer miró con desaprobación a la pasajera de la fila de detrás, que había leído todo el vuelo, ignorando a su hijo–. La familia lo es todo para ellos.
–Ha sido muy amable. Si me disculpa, tengo que salir –Laurel guardó el libro y se desabrochó el cinturón de seguridad, anhelando huir de ese tema.
–Ah, no, no puede dejar el asiento aún. ¿No ha oído el anuncio? Hay alguien importante en el avión. Por lo visto tiene que bajar antes que el resto de nosotros –se asomó por la ventanilla y soltó un gritito excitado–. Mire, acaban de llegar tres coches con cristales opacos. Y esos hombres parecen guardaespaldas. Oh, tiene que mirar, parece una escena de una película. Juraría que llevan pistola. Y el hombre más guapo del mundo está en la pista. ¡Mide más de un metro noventa y es espectacular!
Laurel sintió una opresión en el pecho y deseó haber sacado el inhalador para el asma, que estaba en el compartimento del equipaje de mano. Para evitar un indeseado comité de bienvenida, no le había dicho a nadie en qué vuelo llegaría. Pero una fuerza invisible la llevó a mirar por la ventanilla.
Él estaba en la pista, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol estilo aviador, mirando el avión. El que tuviera acceso a la pista de aterrizaje decía mucho sobre su poder. Ningún otro civil habría tenido ese privilegio, pero ese hombre no era cualquiera. Era un Ferrara. Miembro de una de las familias más antiguas y poderosas de Sicilia.
«Típico», pensó Laurel. «Cuando lo necesitas, no aparece. Y cuando no es el caso…».
–¿Quién cree que es? –la amable compañera de vuelo estiró el cuello para ver mejor–. Aquí no tienen familia real, ¿verdad? Tiene que ser alguien importante si le dejan entrar en la pista de aterrizaje. ¿Qué clase de hombre necesita tanta seguridad? ¿A quién habrá venido a recibir?
–A mí –Laurel se levantó con el entusiasmo de un condenado camino a la horca–. Se llama Cristiano Domenico Ferrara y es mi esposo –pensó que ese había sido su segundo error. Pero pronto ella sería su exesposa. Una boda y un divorcio en el mismo viaje.
Eso sí que era matar dos pájaros de un tiro, aunque nunca había entendido qué tenía de bueno matar dos pájaros.
–Espero que tengan unas buenas vacaciones en Sicilia. No dejen de probar la granita. Es lo mejor –ignorando la mirada de preocupación de la mujer, Laurel sacó el bolso de viaje del compartimento superior y caminó por el pasillo dando gracias por haberse puesto zapatos de tacón. Los tacones altos proporcionaban seguridad en situaciones difíciles y, sin duda, esa lo era. Los pasajeros cuchicheaban y la miraban, pero Laurel no se daba cuenta; estaba demasiado preocupada preguntándose cómo sobreviviría a los siguientes días. Tenía la sensación de que iba a necesitar más que unos tacones de vértigo para salir adelante con bien.
«Testarudo, arrogante, controlador», ¿por qué había ido allí? ¿Para castigarse o para castigarla?
–Signora Ferrara, no sabíamos que contábamos con el placer de su presencia a bordo… –dijo el piloto, que la esperaba junto a la escalerilla de metal. Su frente estaba perlada de sudor–. Tendría que haberse presentado.
–No quería presentarme.
–Espero que haya disfrutado del vuelo –el piloto miraba la pista con nerviosismo.
El vuelo no podría haber sido más doloroso, porque volvía a Sicilia. Había sido una estúpida al pensar que podía llegar sin que nadie lo supiera. O Cristiano tenía los aeropuertos vigilados, o tenía acceso a las listas de pasajeros.
Cuando habían estado juntos, su influencia la había dejado boquiabierta. En su trabajo estaba acostumbrada a lidiar con celebridades y millonarios, pero el mundo de los Ferrara era extraordinario en todos los sentidos.
Durante un breve lapso de tiempo había compartido con él esa vida dorada y deslumbrante de los inmensamente ricos y privilegiados. Había sido como caer en un colchón de plumas tras pasar la vida durmiendo sobre hormigón.
Al verlo a los pies de la escalerilla, Laurel casi tropezó. No lo veía desde aquel día horrible cuyo recuerdo aún le daba náuseas.
Cuando Daniela había insistido en que cumpliera la promesa de ser su dama de honor, Laurel tendría que haberse negado porque suponía demasiado impacto para todos. Había creído que su amistad no tenía límite, pero se había equivocado. Por desgracia, era demasiado tarde.
Laurel sacó las gafas de sol del bolso y se las puso. Si él iba a jugara a eso, ella también jugaría. Alzó la barbilla y salió del avión.
El súbito golpe de calor tras la fría niebla de Londres la impactó. El sol caía sobre ella como plomo. Se aferró a la barandilla y empezó el descenso hacia el infierno que era la pista donde esperaba el diablo en persona. Alto, intimidante e inmóvil, flanqueado por guardaespaldas de traje oscuro, atentos a sus órdenes.
Era una llegada muy distinta a la primera, en la que todo había sido excitación e interés. Se había enamorado de la isla y de su gente.
Y de un hombre en concreto. De ese hombre.
No podía ver sus ojos, pero no necesitaba verlo para saber lo que estaba pensando. Percibía la tensión, sabía que él estaba siendo absorbido hacia el pasado, igual que ella.
–Cristiano –en el último momento recordó dar a su voz un tono de indiferencia–. Podías haber seguido cerrando algún trato de negocios en vez de venir a recibirme. No es que esperara un comité con banderitas de bienvenida.
–¿Cómo no iba a venir a recibir a mi querida y dulce esposa al aeropuerto? –la boca dura y sensual se curvó levemente hacia arriba.
Tras dos años, la impactó volver a verlo cara a cara. Pero más impresionante fue el hambre fiera que le atenazó el estómago, el intenso deseo que creía había muerto junto con su matrimonio.
Eso la desesperó, porque era como una traición de sus creencias. No quería sentirse así.
Cristiano Ferrara era un bastardo frío, duro e insensible, que ya no merecía un lugar en su vida.
Se corrigió automáticamente: no, no era frío. Todo habría sido más fácil si lo fuera. Para alguien tan emocionalmente cauta como Laurel, Cristiano, con su expresivo y volátil temperamento siciliano, había supuesto una peligrosa fascinación. La habían seducido su carisma, su virilidad y que le impidiera esconderse de él. Le había exigido una honestidad que ella nunca antes había tenido con nadie.
En ese momento, agradeció la protección adicional que le otorgaban las gafas de sol. No le gustaba revelar sus pensamientos, siempre se había protegido. Confiar en él había requerido todo su coraje y por ello su traición había resultado más devastadora aún.
Aunque no le vio hacer ningún gesto, uno de los coches se acercó a ella.
–Sube al coche, Laurel –el tono de voz gélido la envolvió, paralizándola. No podía moverse. Miró el interior del lujoso vehículo, evidencia del éxito de los Ferrara.
Se suponía que tenía que subir sin hacer preguntas. Seguir sus órdenes porque eso era lo que hacían todos. En su mundo, un mundo que la mayoría de la gente no podía ni imaginar, era omnipotente. Él decidía qué ocurría y cuándo.
Ella pensó que su tercer error había sido regresar. La ira que había controlado durante dos años empezaba a corroerla como un ácido.
No quería subir a ese coche con él. No quería compartir un espacio cerrado con ese hombre.
–Estoy mareada después del viaje. Antes de ir al hotel, voy a pasear por Palermo un rato –había reservado un hotel pequeño, invisible al radar de un Ferrara. Un sitio donde recuperarse del impacto emocional de asistir a la boda.
–Sube al coche, o te subiré yo –siseó él–. Avergüénzame en público otra vez y te arrepentirás.
Otra vez. Porque ella había hecho exactamente eso. Había tomado su orgullo masculino y lo había roto en pedazos, y él nunca la había perdonado.
Perfecto, porque ella no lo había perdonado a él por abandonarla cuando más lo necesitaba.
No podía perdonar ni olvidar, pero daba igual porque no quería reavivar su relación. No quería arreglar lo que habían roto. Ese fin de semana no tenía que ver con ellos, sino con la hermana de él.
Su mejor amiga.
Laurel se centró en esa idea, agachó la cabeza y subió al coche, agradeciendo los cristales opacos que la ocultarían del escrutinio de los pasajeros que observaban desde el avión.
Cristiano se reunió con ella y los pestillos de seguridad chasquearon, recordándole que la adinerada familia Ferrara siempre era un objetivo y necesitaba protección.
Él se inclinó hacia delante y le habló al chófer en el italiano, cantarín y sedoso, que ella adoraba. Dados sus negocios internacionales, usaba más el italiano que el dialecto siciliano local, más gutural, aunque no le costaba nada cambiar de uno a otro.
–¿Cómo sabías que venía en ese vuelo? –preguntó Laurel, envidiando la libertad de los pasajeros que empezaron a desembarcar.
–¿Lo preguntas en serio?
Si había algo que la familia Ferrara desconocía, era porque no le interesaba. La amplitud y alcance de su poder era abrumadora, sobre todo para alguien como ella, llegada de la nada.
–No esperaba que me recibieras. Iba a ponerle un mensaje a Dani, o llamar a un taxi, o algo.
–¿Por qué? –su musculosa pierna estaba muy cerca de la de ella, invadiendo su espacio personal–. ¿Querías averiguar si pagaría el rescate si te secuestraban? –exudaba poder y, de repente, ella comprendió por qué se había dejado llevar. Apenas podía pensar en su presencia. Incluso en ese momento, su sexualidad la dejaba sin aire.
–Pronto tendremos la sentencia de divorcio –intentó ampliar la distancia entre ellos–. Seguramente les habrías pagado para librarte de mí. Tu insolente y desobediente exesposa.
–Hasta que la tinta se seque en esos documentos, eres una Ferrara. Actúa como una –la tensión entre ellos adquirió un punto máximo.
Laurel recostó la cabeza. Laurel Ferrara. Un recordatorio legal de que había tomado una mala decisión. El apellido sonaba mejor que la realidad.
La grande y poderosa familia Ferrara estaba unida por vínculos de sangre y siglos de historia. El apellido era sinónimo de éxito, deber y tradición. Incluso Daniela, a pesar de su rebeldía y su educación en una universidad inglesa, iba a casarse con un siciliano de buena familia. Su futuro estaba planificado. Pasado un año tendría un bebé. Y después otro. Eso hacían los Ferrara. Traer a otros Ferrara al mundo para continuar la dinastía.
Laurel sintió ardor en la garganta y volvió a dar gracias por las gafas de sol que ocultaban sus ojos. Había muchas cosas sobre las que no se permitía pensar. Lugares que su mente tenía prohibidos.
Hacia más de dos años que no lo veía y se había obligado a no mirar sus fotos ni buscar imágenes en Internet, consciente de que la única forma de sobrevivir era borrarlo de su cerebro.
Pero era imposible. Cristiano era tan guapo que, fuera donde fuera, las mujeres se lo quedaban mirando. Eso la había irritado aun sabiendo que él no hacía nada para atraer esa atención.
El deseo ganó la partida a la fuerza de voluntad y lo miró de reojo.
Incluso con vaqueros negros y una camisa polo, estaba tan espectacular que su cuerpo vibró, reaccionando a esa masculinidad salvaje que era parte inherente de él. Esa virilidad era su orgullo, y ella le había propinado un golpe letal.
–¿Por qué no ha venido Dani contigo?
–Mi hermana cree en los finales felices.
Ella se preguntó qué se suponía que quería decir eso. ¿Acaso Daniela creía que dejándolos solos caerían uno en brazos del otro, salvando un abismo mayor que el del Cañón del Colorado?
–Siempre creyó en los cuentos de hadas – Laurel rememoró los amagos casamenteros de Dani en la universidad. Un recuerdo del pasado se hizo presente en la tristeza de su mente. Una habitación infantil, con cama con dosel y bonitas lámparas. Estanterías de libros que dibujaban la vida como una aventura feliz. Un dormitorio de fantasía. Enojada consigo misma por pensar en eso, movió la cabeza para desalojar la imagen–. Dani es una romántica incurable. Supongo que por eso va a casarse a pesar de… –calló, pero él terminó la frase.
–¿De ser testigo del desastre de nuestro matrimonio? Teniendo en cuenta tu relajo con los votos matrimoniales, me asombra que hayas accedido a ser dama de honor. Una decisión bastante hipócrita, ¿no crees?
Él le echaba la culpa, absolviéndose de toda responsabilidad, pero Laurel no se molestó en discutir. Si la odiaba, mejor. Su hostilidad servía para envenenar los peligrosos sentimientos que escondía en lo más profundo del corazón.
En cuanto a ser dama de honor de Dani… Laurel había pensado en un millón de razones para negarse, pero no había podido decirle ninguna a su amiga. Ese había sido su cuarto error. No entendía cómo había cometido tantos.
–Soy una amiga leal.
–¿Leal? –lenta y deliberadamente, se quitó las gafas de sol y la miró. Los ojos oscuros enmarcados por espesas pestañas mostraron su lucha interna–. ¿Te atreves a hablar de lealtad? Puede que sea un problema lingüístico porque no compartimos la definición de la palabra –a diferencia de ella, no escondió sus emociones.
Eso hizo que Laurel se retrajera. Ya tenía bastante con manejar sus propios sentimientos. Se apretó contra el asiento e intentó calmar su respiración. Podría haberle lanzado sus acusaciones, pero eso los habría llevado de vuelta al pasado y ella quería avanzar. Sintió que tenía los dedos helados y le temblaban las piernas.
–Si vas a entregarte a una de tus volcánicas explosiones estilo siciliano, al menos espera hasta que estemos en una habitación. Solo es una boda, podemos pasar el trago sin matarnos.
–¿Solo una boda? Así que las bodas no tienen mayor importancia, ¿es eso, Laurel?
–Vamos a dejarlo, Cristiano –dijo. Él era incapaz de entender que podía haberse equivocado, incapaz de pedir disculpas. Sabía que la ausencia de la palabra «perdón » en su vocabulario era cuestión de ego, no de pobreza lingüística.
–¿Por qué? ¿Por qué te da miedo sentir? Admítelo. Te aterroriza lo que sientes cuando estás conmigo. Siempre ha sido así.
–Oh, por favor…
–Te quema, ¿verdad? –su voz sonó suave y peligrosa–. Te asusta tanto que tienes que rechazarlo. Por eso te fuiste.
–¿Crees que me fui porque me daba miedo cuánto te quería? –llameaba de ira–. Eres tan arrogante que necesitas una isla entera para alojar tu ego. ¿Seguro que Sicilia es lo bastante grande? ¡Tal vez también deberías comprar Cerdeña!
–Estoy en ello –replicó, lacónico y sin atisbo de ironía–. Si no te importa, ¿por qué no has vuelto?
–No había nada por lo que volver –Laurel miró al frente pensando que, sin embargo, había muchas razones para mantenerse alejada.
–Tienes buen aspecto. ¿Liberas el estrés haciendo ejercicio?
–Me gano la vida con el ejercicio, es mi trabajo. He venido por tu hermana, no por nos… –la palabra se le atragantó– por ti o por mí.
–Ni siquiera puedes decirlo, ¿verdad? Nosotros, tesoro. Esa es la palabra. Pero el concepto de formar parte de un «nosotros» siempre fue tu mayor reto –Cristiano se recostó, relajado y seguro de sí mismo–. Prefiero que no utilices la palabra «leal» con respecto a ti misma. Esa me irrita de verdad. Seguro que lo entiendes.
Laurel se sentía como un torero ante un toro bravo, pero sin más protección que su propia ira. Y esa ira la quemaba, porque él hablaba como si no hubiera tenido nada que ver con la ruptura.
«Es incapaz de verlo», pensó. Era incapaz de ver lo que había hecho mal. Y eso hacía que todo fuera mil veces peor. Una disculpa podría haber ayudado, pero antes de pedir perdón, Cristiano tendría que admitir que tenía parte de culpa.
–¿Cómo está Dani? –preguntó, prefiriendo cambiar de tema.
–Deseando forma parte de un «nosotros» oficial. A diferencia de ti, no teme la intimidad.
Ella recordó haber pensado que su relación era demasiado perfecta. El tiempo le había dado la razón. Había sido una perfección tan frágil como el algodón de azúcar.
–Si vas a seguir metiéndote conmigo, tal vez debería tomar el primer vuelo de vuelta a casa.
–Nada de eso, sería demasiado fácil. Al fin y al cabo, eres nuestra huésped de honor.
El tono amargo de su voz le dolió más que sus palabras, era como frotar un limón en una herida abierta. A veces, cuando el dolor era insoportable, Laurel se preguntaba si habría sido mejor no conocerlo nunca. Siempre había sabido que la vida era dura, y conocer a Cristiano Ferrara había sido como convertirse en protagonista de su propio cuento de hadas. Lo que no había sabido era cuánto más dura sería la vida tras renunciar a él.
–Es obvio que venir no ha sido buena idea.
–Si no se tratara de la boda de Dani, no se te habría permitido poner un pie en la isla.
Ella no dijo lo obvio: la boda de Dani era lo único que podría haberla llevado allí. El divorcio podía solucionarse con distancia de por medio.
Llevaban quince minutos conduciendo por Palermo, un caos de calles repletas de iglesias góticas y barrocas y palacios antiguos. En la zona centro se encontraba el Palazzo Ferrara, residencia urbana de Cristiano, que a veces se utilizaba para bodas y conciertos, cuyos mosaicos y frescos atraían a estudiosos y turistas de todo el mundo. Era una de sus muchas casas y apenas la utilizaba.
Laurel, en cambio, se había enamorado de ella. Tuvo que esforzarse para no pensar en la diminuta capilla privada en la que se habían casado.
Sabía que él, a pesar de su linaje aristocrático y su conocimiento enciclopédico del arte y la arquitectura siciliana, prefería un entorno moderno con los últimos avances tecnológicos. Cristiano sin Internet sería como Miguel Ángel sin un pincel.
Miró por la ventanilla y vio que se habían incorporado a la carretera que llevaba al Ferrara Spa Resort, uno de los mejores hoteles del mundo, el sueño de cualquier viajero. Un escondite para la esfera más alta de la sociedad internacional que buscaba privacidad. Allí estaba garantizada, tanto por la legendaria seguridad Ferrara como por la geografía costera. Los hermanos Ferrara habían construido el exclusivo complejo vacacional en una península de playa privada y exuberantes jardines. Era un paraíso mediterráneo en el que cada villa era la pura expresión del lujo y la intimidad.
Había sido allí, en un exclusiva villa situada en un promontorio rocoso, al final de la playa privada, donde habían pasado las primeras noches de su luna de miel. La villa que Cristiano había construido para sí mismo. El paraíso de un soltero.
–He reservado una habitación en otro hotel –Laurel se había puesto rígida. No podían haberle reservado una habitación allí.
–Sé perfectamente dónde ibas a alojarte. Mi oficina canceló la reserva. Te quedarás donde yo diga y agradecerás la hospitalidad siciliana, que nos impide rechazar a un invitado.
–Mi plan era alojarme en otro sitio y asistir solo a la boda –a Laurel se le encogió el estómago.
–Daniela quiere que participes en todo. Hoy es la fiesta local. Traje y corbata. Bebida y baile. Como dama de honor, se espera tu presencia.
¿Bebida y baile? Laurel sintió un escalofrío.
–No pensaba participar en las celebraciones prenupciales. He traído mi ordenador portátil. Ahora mismo tengo mucho trabajo pendiente.
–Me da igual. Estarás allí y sonreirás. Nuestra separación es amistosa y civilizada, ¿recuerdas?
Lo que ella sentía y lo que veía en los ojos de él distaban muchísimo de algo civilizado. Su relación nunca lo había sido. Habían compartido una pasión ardiente, salvaje y sin control. Por desgracia, esas llamas habían consumido su capacidad de pensar.
Laurel inspiró profundamente, la apabullaba la idea de ver a los Ferrara. La odiaban, por supuesto. En parte, lo entendía. Desde su punto de vista, era la chica inglesa que había renunciado a su matrimonio, algo imperdonable en su círculo. En Sicilia los matrimonios sobrevivían. Si había alguna aventura, se hacía la vista gorda.
Ella no sabía qué decía el manual sobre lo que les había ocurrido a ellos. Cuáles eran las normas para sobrellevar la pérdida de un bebé y el apabullante egoísmo de un esposo.
Lo único que la había ayudado en todo el desastroso episodio había sido que Dani, la generosa y extrovertida Dani, se había negado a juzgarla. Y, para agradecer ese apoyo, allí estaba, enfrentándose a un infierno por su mejor amiga.
–Haré lo que se espere de mí –dijo ella, pensando que era una actuación. Si tocaba sonreír, sonreiría; si bailar, bailaría. De niña había aprendido a ocultar sus emociones: lo exterior no tenía por qué reflejar lo interior.
Se sintió capaz de enfrentarse a la situación hasta que cruzaron las verjas del complejo y comprendió que el chófer tomaba la carretera privada que iba a Villa Afrodita. La joya de la corona. El escondite y respiro de Cristiano tras las exigencias de su imperio empresarial.
Cuando habían construido el complejo, habían instalado allí la sede de la corporación. Laurel siempre había admirado la oficina de Cristiano, que sacaba el máximo partido del entorno costero. Cristiano era ingeniero de estructuras y su talento era visible en el innovador diseño de su oficina.
Previsiblemente, las paredes eran de cristal. Lo inesperado era que el suelo, que se extendía por encima del agua, también lo era; el colorido de los peces mediterráneos que nadaban bajo los pies del visitante, eran una distracción segura.
Era típico de Cristiano combinar lo estético con lo funcional, y lo hacía en todos sus hoteles.
–No veo por qué una oficina tiene que ser una caja aburrida en el centro de una ciudad llena de contaminación –había dicho cuando ella vio su despacho por primera vez–. Me gusta el mar. Así, aunque tenga que estar trabajando, lo disfruto.
Esa amplitud de miras, junto con su sofisticación y aprecio del lujo había hecho que su empresa fuera todo un éxito.
–¿Por qué vamos por esta carretera? No voy a alojarme aquí –preguntó ella, descompuesta. Villa Afrodita le recordaba su luna de miel, tan feliz y cargada de esperanzas de futuro.
–¿Qué importa dónde duermas? –su voz sonó dura y despiadada–. Si lo que compartimos fue «solo una boda», aquí tuvimos «solo una luna de miel», así que el lugar no tiene valor sentimental para ti. Es solo una cama.
Laurel intentó regular el ritmo de su respiración. Llevaba un inhalador para el asma en el bolso, pero no iba a utilizarlo delante de él excepto en caso de vida o muerte.
La había atrapado. Si admitía lo que le hacía sentir el lugar, revelaría sentimientos que no quería revelar. No admitirlo suponía alojarse allí.
–Es tu mejor propiedad –sabía que a veces se la había prestado a músicos y actores famosos de luna de miel–. ¿Por qué desperdiciarla en mí?
–Es la única cama libre del complejo. Duerme en ella y agradécelo –su voz sonó tan fría y objetiva que por un momento ella creyó que la villa no significaba nada para él. Para un hombre que tenía cinco casas y pasaba la vida de viaje de negocios, no era más que otra lujosa vivienda.
O tal vez la llevaba allí para castigarla.
–Bueno, por lo menos tiene buena conexión de Internet –dijo ella, mirando al frente. Intentó no recordar que mirarlo a los ojos había sido su pasatiempo favorito, por la increíble conexión que sentía. Con él había descubierto la intimidad, que conllevaba apertura y, a su vez, vulnerabilidad, como había descubierto a su pesar.
Él le había exigido su confianza, y había terminado rindiéndose. Y después él le había fallado de tal manera que no creía que sus heridas llegaran a cicatrizar nunca.
–Se te trata como a una huésped de honor. Los dos sabemos que es más de lo que mereces. Vamos –sin darle tiempo a discutir, abrió la puerta y bajó del coche con el ímpetu que lo caracterizaba.
Laurel comprendió que él solo pensaba en que ella lo había dejado. Se centraba en su orgullo, no en la relación. Se consideraba la parte agraviada.
No tuvo más opción que seguirlo por el camino que llevaba a la villa. Sabía que dentro el aire acondicionado sería un alivio tras el sol siciliano. A no ser que fuera la pasión lo que la quemaba.
Cristiano abrió la puerta mientras el chófer retrocedía y ponía rumbo al hotel principal.
–¿Por qué no te ha esperado? –preguntó Laurel. Entró intentando no recordar su noche de bodas, cuando había cruzado el umbral en brazos de él.
–¿Por qué crees? –dejó la maleta en el suelo–. Porque yo también me alojo aquí.
–Por favor, dime que eso es una broma… –su voz sonó rara, automática–. Solo hay un dormitorio –un dormitorio enorme con vistas a la piscina y a la playa. El dormitorio en el que habían pasado largas y ardientes noches juntos.
–Culpa a Dani. Es su boda y ella distribuye las habitaciones –Cristiano sonrió con amargura.
–¡No voy a compartir una cama contigo! –casi gritó ella. Él se volvió con expresión feroz.
–¿Crees que necesitas decirme eso? ¿Crees que te aceptaría en mi cama después de lo que hiciste?
Con el corazón martilleándole en el pecho, ella dio un paso atrás, aunque sabía que él nunca le haría daño. Al menos, no físico.
–No puedo quedarme aquí contigo –las emociones afloraban desde dentro, incontenibles–. Es demasiado…
–Demasiado ¿qué?
A ella se le aceleró el corazón. Él era experto en leerle la mente y era imperativo que no lo hiciera en ese momento. Agradeció su práctica a la hora de esconder lo que sentía.
–Es incómodo –dijo con frialdad–. Para ambos.
–Creo que «incómodo» es el menor de nuestros problemas –él apretó los labios–. No te preocupes, dormiré en el sofá. Me resultará fácil no tocarte, tranquila. Ya tuviste tu oportunidad –con una indiferencia insultante, se alejó de ella.
Sin embargo, había rastros suyos por todas partes: una chaqueta sobre el respaldo de un sillón, un vaso de limonada a medias, su ordenador portátil en reposo, porque trabajaba tanto que nunca lo apagaba. Todo eso era parte de él, demasiado familiar, y ella sintió que la ahogaba.
Habría querido dar marcha atrás al reloj, pero no habría sabido hasta qué momento. Su amor había estado condenado desde el principio.
Entre los dos habían conseguido que Romeo y Julieta parecieran una pareja divina.
CRISTIANO vació el vaso de whisky de un trago, intentando mellar la mordedura de sus emociones mientras esperaba a Laurel en la terraza de la villa.
Se había prometido distanciamiento y fría calma, pero esa resolución había durado hasta que ella bajó del avión. Igual que su plan de no hacer referencia a su situación. Las emociones conflictivas se habían desatado como una tormenta interior, que había empeorado al ver la ausencia de respuesta de Laurel, que había convertido en un arte la ocultación de sus sentimientos.
Cristiano, deseando tener tiempo para ir a correr un rato y quemar la adrenalina que le abrasaba las venas, llevó los dedos al cuello de la camisa blanca de vestir y lo aflojó un poco. Rellenó el vaso con mano temblorosa.
Ella seguía culpándolo, era obvio, pero también seguía sin querer hablar del tema. Él lo había intentado después del suceso, pero ella parecía conmocionada. Su reacción a la pérdida del bebé había sido mucho peor de lo que él había esperado.
Él había atemperado su propia tristeza con realismo. Esas cosas ocurrían. Su madre había perdido dos bebés, su tía, uno. Era el primer embarazo de Laurel y él había estado filosófico.
Ella, inconsolable. Y testaruda.
Aparte del mensaje que había dejado en su buzón de voz, diciéndole «que no se molestara en abreviar su reunión porque había perdido el bebé», se había negado a hablar de lo ocurrido.
El sudor perló su nuca y deseó por enésima vez no haber apagado el teléfono antes de entrar a esa reunión. Si hubiera contestado a la llamada, ¿estarían en una situación distinta?
Al pensar en la celebración que tenía ante sí, deseó vaciar la botella de whisky. Anestesiarse para paliar su dolor. Tal vez odiaba las bodas porque su matrimonio había sido un desastre total.
Una parte de él deseaba que su hermana se hubiera fugado sin más. Pero se casaba con un siciliano y sería una boda siciliana tradicional. Se esperaba que él, como hermano mayor y cabeza de familia, jugara un papel importante en las celebraciones. El honor de la familia y la imagen de la dinastía Ferrara estaban en juego.
–Estoy preparada –dijo una voz a su espalda.
Él tomó aire antes de darse la vuelta. Aun así, la conexión fue inmediata y poderosa. Era como estar atrapado en una tormenta eléctrica. El aire chisporroteaba y siseaba a su alrededor desde que ella había cruzado el umbral.
«¿Preparada?». Estuvo a punto de echarse a reír. Ninguno de ellos estaría nunca preparado para lo que estaba por llegar. Su separación había atraído casi tanta atención como su boda. Esa noche no habría cámaras, pero los invitados sentían una macabra fascinación por saber cómo iba a tratar a la mujer que lo había abandonado de manera tan escandalosa.
Al mirarla, la atracción le atenazó el estómago. Su cuerpo, esbelto y en forma, estaba envuelto en un vestido de fina seda azul. El vestido no habría tenido perdón con la mayoría de las mujeres, pero Laurel no necesitaba perdón. Su cuerpo era su imagen de marca, y se vestía para lucirlo y publicitar su empresa. No le habría sorprendido ver la dirección de su página web impresa en el bajo: Fitness Ferrara. Él había sido quien, viendo su potencial, la había animado a expandirse y pasar del entorno personal al corporativo.
No era bella en el sentido clásico, pero su coraje y su empuje habían sido mejor afrodisiaco que una melena rubia y un pecho generoso. Solo él sabía que la apariencia sobria y el carácter de tigresa escondían una inseguridad monumental.
Viendo su aspecto exterior nadie habría adivinado el caos que era por dentro; él nunca había conocido a nadie más traumatizado que Laurel. Había tardado meses en conseguir que se abriera un poco y, cuando lo hizo, la cruda realidad de su infancia lo había impactado. La sucesión de casas de acogida y abandonos le había ayudado a empezar a entender por qué era tan distinta de otras mujeres.
Se preguntó si había sido arrogancia lo que le había hecho creer que podía derribar sus defensas. Le había exigido confianza a quien no tenía razones para confiar y el resultado final había sido terrible.
Toda culpabilidad que pudiera haber sentido por su comportamiento entonces, la había borrado la ira de que ella no le hubiera dado la oportunidad de arreglarlo. Había puesto fin al matrimonio con la firmeza de un verdugo, rechazando tanto una conversación racional como los diamantes que le había comprado a modo de disculpa.
Estudió su rostro buscando algún rastro de arrepentimiento, pero no lo vio. Ella se había adiestrado para no revelar nada y no confiar en nadie. Sacarle información había sido todo un reto.
–La habitación con vistas al jardín ha pasado de gimnasio a sala de cine –comentó ella, neutral.
Sin duda lo había notado porque ese era su trabajo, y Laurel se entregaba a su trabajo al cien por cien. Por eso la habían querido en su empresa. Desde que la prensa había proclamado su éxito con una actriz con exceso de peso, Laurel Hampton se había convertido en la entrenadora personal que todos deseaban. Que hubiera accedido a asesorar al hotel había sido una suerte para ambos. Sus apellidos eran una combinación ganadora.
Hampton se había convertido en Ferrara. Y entonces la combinación había estallado.
–No necesito un gimnasio cuando estoy aquí.
Cristiano frunció el ceño al ver la fina cadena de oro que rodeaba su cuello. Que llevase puesto algo que no reconocía elevó su tensión al máximo. Él no le había dado la cadena, ¿quién había sido?
Por primera vez, imaginó unas manos masculinas poniéndosela en el esbelto cuello. Otro hombre tocándola, preguntándole sus secretos…
El ruido del vaso estrellándose contra el suelo lo devolvió a la realidad.
–Iré a por un cepillo –Laurel retrocedió, mirándolo como si fuera un tigre salvaje.
–Déjalo.
–Pero…
–He dicho que lo dejes. El servicio lo recogerá. Tenemos que irnos. Soy el anfitrión.
–Todos los invitados se harán preguntas.
–No se atreverán. Al menos, públicamente.
–Perdona –rio con amargura–. Había olvidado que puedes controlar el pensamiento de la gente.
Cristiano no sabía cómo iba a sobrevivir a las horas siguientes. El collar de oro destelló al sol, incitándolo. Impulsivamente, agarró la mano izquierda de ella y la alzó. Ella emitió un sonido ronco y tironeó, pero él apretó más, asombrado por el dolor que le causó ver el dedo desnudo.
–¿Dónde está tu alianza?
–No la uso. Ya no estamos casados.
–Estamos casados hasta que estemos divorciados, y en Sicilia eso requiere tres años… –apretó los dientes y sujetó su mano con fuerza.
–Es un poco tarde para ser posesivo. El matrimonio es más que una alianza, Cristiano, y más que un trozo de papel.
–¿Tú me dices a mí lo que es el matrimonio? ¿Tú, que trataste el nuestro como algo desechable? –indignación y furia se unieron en un cóctel letal–. ¿Por qué no llevas la alianza? ¿Hay otra persona?
–Este fin de semana no tiene que ver con nosotros, es por tu hermana.
Él había querido una negativa. Había querido verla reír y decir: «Claro que no hay otra persona, ¿cómo podría haberla?».
Había querido que admitiera que habían compartido algo único y especial. Sin embargo, ella lo desechaba como un error del pasado.
Llevado por una emoción que no entendía, agarró sus hombros y la atrajo hacia sí, sin control. El que ella pareciera indiferente intensificaba su necesidad de obtener una respuesta.
Laurel perdió el equilibrio un instante, cayendo hacia él. Bastó ese leve contacto para que el calor de sus cuerpos se mezclara. Ella jadeó y él sintió una intensa oleada de deseo. Eso confirmaba lo que él ya sabía: la química seguía siendo tan potente como siempre. Él supo que iba a besarla y que, si empezaba, no podría parar. Por lo visto, ni siquiera su traición había cambiado eso.
–No hay nadie más –dijo ella–. Una relación pésima en la vida es suficiente.
Sus palabras actuaron como un cubo de agua fría sobre el rescoldo de las llamas. Cristiano la soltó con tanta rapidez como la había agarrado. Durante toda su vida las mujeres se habían arrojado a sus pies, y había asumido como derecho poder conseguir a la mujer que quisiera. Entonces había conocido a Laurel y recibido el bofetón de su propia arrogancia.
–Esperan nuestra presencia en la cena –Cristiano se apartó de ella, necesitaba espacio.
–Voy a llamar a Dani y a explicarle que estoy cansada. Lo entenderá.
Era cierto que estaba pálida y sus ojos parecían enormes, pero él sabía que su reticencia no tenía nada que ver con la fatiga. Cristiano se preguntó cuánto tendría que pincharla hasta que ella dejara de vigilar cada una de sus palabras. Lo ridículo era que aún no habían hablado de lo ocurrido.
–¿Por qué iba a inquietarte tu conciencia ahora, si no lo hizo hace dos años? ¿O es cobardía porque te da vergüenza ver a mi familia? Has venido por lealtad a mi hermana, así que veamos esa lealtad en acción –no pudo decir más. Ella se dio la vuelta y, como si hubiera aceptado su destino, avanzó rápidamente por el estrecho camino que, entre jardines, conducía a la parte principal del hotel.
Llevaba el cabello recogido en un severo moño que exponía su esbelto cuello. Él bajó la mirada hacia la curva de su trasero, perfectamente esculpido gracias a flexiones y más flexiones.
De humor turbulento, Cristiano la siguió, resistiéndose a la tentación de apretarla contra un árbol y exigir que le dijera qué había pasado por su mente alocada cuando decidió destrozar lo que habían creado juntos. Deseaba sacar a la luz el tema que ella evitaba. Pero sobre todo deseaba arrancarle la delicada cadena de oro del cuello y sustituirla por una de las joyas que él le había regalado, que anunciaban al mundo que era suya.
Incómodo por la bajeza de sus pensamientos, tardó un momento en darse cuenta de que Laurel se había quedado quieta en el acceso a la terraza.
–Laurel –Santo estaba allí. Santiago, su hermano menor, exaltado y sobreprotector, que se sentía responsable por haber contratado a Laurel como entrenadora personal cuando decidió correr la maratón de Nueva York. Sin su presentación, Cristiano no la habría conocido nunca.
Santo la miraba con fijeza y desagrado.
Laurel se enfrentó a la mirada amenazadora sin parpadear. Cristiano no pudo evitar un destello de admiración. Allí estaba, rodeada de gente que sentía animadversión hacia ella y se encaraba sin dar marcha atrás. Laurel era una luchadora.
Y eso era parte del problema. Estaba tan acostumbrada a defenderse que era virtualmente imposible conseguir que bajara la guardia. Consciente de que, si quería que la velada transcurriera sin explosiones, era él quien debía poner calma, Cristiano se adelantó.
–¿Está Daniela aquí?
–Está esperando para entrar –la mirada gélida de Santo seguía fija en Laurel, que se la devolvía, retadora. A Cristiano lo exasperó su testarudez.
–Estás descuidando a los invitados, Santo –Decidiendo que una muestra de solidaridad calmaría las cosas, se obligó a agarrar la mano de Laurel y lo sorprendió que estuviera fría como el hielo y le temblaran los dedos. Sorprendido, miró su rostro; ella tironeó para liberar la mano, pero él no lo permitió. Tal vez, si hubiera hecho eso dos años antes, no se habría ido. Su desastrosa infancia la había marcado con inseguridades más profundas que el océano. Por fuera era una mujer de negocios brillante y competente. Por dentro era un pantano de emociones movedizas. Él había creído que su cordura y equilibrio serían suficiente para los dos.
Se había equivocado.
–No hace falta que me protejas –le dijo Laurel, fiera, mientras Santo saludaba a unos invitados.
–Protegía a mi familia, no a ti –Cristiano la soltó–. Es la noche de Dani, sobran las escenas.
–No pensaba hacer ninguna escena. Sois vosotros los que no controláis vuestras emociones. Yo me controlo perfectamente.
Cristiano pensó que ese era el problema, siempre lo había sido, pero no lo dijo.
–¿Laurie? –la voz de Daniela sonó a sus espaldas, seguida por un destello verde intenso y el crujido de la seda cuando se lanzó sobre Laurel y la rodeó con los brazos–. ¡Estás aquí! Tengo mucho que contarte. Necesito que vengas cinco minutos para enseñarte algo –sin darle tiempo a contestar, agarró su mano y la llevó hacia la villa.
Cristiano observó su marcha, preguntándose cómo su hermana había atravesado la coraza protectora mientras él se quedaba fuera. Santo se reunió con él, con expresión tormentosa.
–¿Por qué accediste a eso?
–Era lo que Dani quería.
–Pero es lo peor para ti. Dime que no has pensado, siquiera un momento, en dejarla volver.
Cristiano contempló a Laurel del brazo de su hermana. Se movía con la gracia de una bailarina y la fuerza de una atleta. El sutil bamboleo de sus caderas era muy sensual. Y en la cama…
–No lo he pensado –apretó los dientes.
–¿No? –Santo miró a una bonita rubia–. Muchos hombres no te culparían si lo hicieras. No se puede negar que Laurel está de escándalo.
–Si no quieres entregar a nuestra hermana luciendo un ojo morado –gruñó Cristiano–, no digas que mi esposa está de escándalo.
–No es tu esposa. Está a punto de ser tu exesposa. Cuanto antes, mejor.
–Creí que Laurel te gustaba.
–Eso era antes de que te dejara –Santo seguía mirando a la rubia–. ¿Mi consejo? Ella no merece la pena. Deja que se la quede otro hombre.
De repente, Cristiano vio rojo. Estrelló el puño en la mandíbula de su hermano y lo aplastó contra la pared.
Santo tardó un instante en recuperarse de la sorpresa, después lanzó el peso contra su hermano y cambió de posición. Cristiano se encontró contra la pared. La piedra se le clavaba en la espalda y unas manos de hierro lo atrapaban.
–¡Basta! Parad, los dos –clamó Carlo, un amigo de Cristiano de toda la vida, que además era el abogado que se encargaba de los trámites de divorcio. Los separó y se interpuso entre ellos–. Calma. No os había visto pelearos desde los dieciséis años. ¿Qué pasa aquí?
–Le he sugerido que deje que otro hombre se quede con Laurel –dijo Santo, mirando fijamente a su hermano y tocándose la mandíbula.
Cristiano dio un paso hacia delante, pero Carlo plantó una mano en el centro de su pecho. Santo, sorprendentemente tranquilo, se ajustó la pajarita.
–Sírvete champán, Carlo. Estamos bien.
–¿Seguro? –el abogado miró hacia la terraza. Por suerte, nadie parecía haber notado lo ocurrido–. Hace un momento estabas fuera de control.
–No estaba fuera de control… –Santo se lamió el labio partido– quería la respuesta a una pregunta y ahora la tengo –Santo miró a Cristiano mientras Carlo se alejaba–. Si eso es amor, me alegro de haberlo evitado tanto tiempo porque, desde donde yo lo veo, parece un infierno.
–No es amor –refutó Cristiano.
–¿No? –Santo enarcó una ceja y se limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano–. Entonces, deberías preguntarte por qué me has atizado por primera vez en casi dos décadas.
–Has sugerido… –fue incapaz de repetirlo.
–Era para comprobar cuánto has progresado en estos últimos dos años. La respuesta es que no mucho –agarró dos copas de champán de una bandeja y le dio una a su hermano–. Bebe. Te va a hacer falta. Ya pensaba que tenías un problema, pero es mucho mayor de lo que imaginaba.
–Cristiano acaba de darle un puñetazo a Santo. Un horror, la verdad, porque ahora saldrá con la barbilla morada en mis fotos de boda –alzando el vestido para no arrugarlo, Dani se arrodilló en el asiento empotrado bajo la ventana para ver mejor el patio–. Y ahora Santo lo tiene apretado contra la pared. No les he visto pelear desde que eran adolescentes. Apuesto por Cristiano, pero podría ser muy reñido.
–¿Está herido? –imaginándose a Cristiano inmóvil e inconsciente, Laurel corrió a la ventana–. Oh, Dios, alguien debería apartar a Santo de…
–Cristiano está bien. Sigue siendo el más fuerte –Dani la miró–. Pensé que no sentías nada por él.
–Que no lo ame no significa que quiera verlo herido –Laurel se lamió los labios–. ¿Por qué crees que están peleando?
–Por ti, por supuesto. ¿Por qué si no? –Dani miró la cintura de Laurel con envidia–. Tienes buen aspecto para estar en plena crisis de relación. Haría cualquier cosa por tener tus abdominales.
–Cualquier cosa menos ejercicio –dijo Laurel.
–Me conoces muy bien –Dani sonrió y levantó la copa de vino–. ¿Es que esto no cuenta?
–No quiero que peleen por mi culpa –Laurel volvió a mirar por la ventana. La idea de Cristiano herido hacía que se sintiera físicamente enferma. Se sentó en asiento de la ventana, junto a Dani–. Baja y detenlos.
–De eso nada. Podría mancharme el vestido de sangre. ¿Te gusta? Es de ese diseñador italiano del que tanto hablan –Daniela estiró la tela–. Es tradicional llevar verde la noche antes de la boda. Pero ya lo sabes, tú llevaste un fantástico vestido verde la noche antes de casarte con Cristiano.
Laurel sentía el pecho tenso. La sensación había ido empeorando desde el horrible viaje en coche del aeropuerto a la villa. Reconociendo las señales de un inminente ataque de asma, abrió su bolso para comprobar que llevaba el inhalador. Para ella el detonante siempre había sido el estrés, y su nivel de estrés no dejaba de crecer desde su llegada a Sicilia.
–No quiero hablar de mi boda. ¿Cómo puedes pensar en vestidos con tus hermanos peleándose?
–Crecí viendo a mis hermanos pelearse, no me impresiona; pero admito que es más divertido ahora que son más musculosos. No hay que preocuparse hasta que se quitan la camisa –Dani miró de nuevo–. Deberías sentirte halagada. Está bien que los hombres peleen por ti. Es romántico.
–No está bien y no es nada romántico que dos hombres no sepan controlar su genio –Laurel deseó poder quedarse donde estaba. Ocultarse el resto de la velada–. No quiero que peleen.
–Físicamente están a la par, pero un hombre que defiende a la mujer que ama seguramente tiene más fuerza, y por eso Cristiano lleva ventaja. Me encantan tus zapatos, ¿los compraste en Londres?
Laurel se levantó y fue hacia el otro extremo de la habitación, para no mirar al patio.
–Cristiano no me ama. Apenas nos soportamos.
–Ya. Por eso tú estás paseando de arriba abajo y él está apaleando a Santo. Por indiferencia –dijo Dani exasperada–. ¿Sabes cuántas mujeres han perseguido a Cristiano desde su adolescencia?
–¿Qué importancia tiene eso? –a Laurel la horrorizó comprobar cuánto le importaba.