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Pequeño tributo a la figura del seductor de la novela decimonónica, el «Diario» narra la relación entre Juan, “el seductor” –ducho en las artes del engaño y la manipulación– y la joven e ingenua Cordelia. Sin embargo, más allá de la trama literaria, abundar en la psicología del seductor no es sino un bello recurso que el filósofo danés utilizará para reflexionar sobre el “hombre estético”. A saber, el hombre que atrapado por la fuerza de la inmediatez y el goce sensual vaga por la vida víctima de sus instintos y sin poder ver en lo que le rodea nada más que un medio para satisfacer sus apetencias.
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Veröffentlichungsjahr: 2016
Sua passion predominante é la giovin principiante.
DON GIOVANNI, aria[1]
No puedo ocultármelo a mí mismo: a duras penas domino la ansiedad que me atosiga en este instante, ahora que, empujado por mi interés, decido transcribir, con mucho cuidado, la copia apresurada que, con riesgo y con mucho esfuerzo, conseguí entonces. El episodio, hoy como ayer, se me presenta, a pesar de todo, muy angustioso y lleno de reproches. Contrariamente a su costumbre, él no había cerrado la mesa del escritorio, por lo que su contenido se encontraba a mi disposición, e inútilmente intenté justificar mi actitud recordándome que jamás había abierto un cajón. Había un cajón abierto. Y dentro había muchos papeles desordenados, y encina estaba apoyado un volumen in quarto, muy bien encuadernado. En la página por la que estaba abierto había un trozo de papel blanco, en el que estaba escrito de su puño y letra: Commentarius perpetuas n. 4. Sería, por tanto, completamente inútil justificarse de que, si el libro no hubiera estado abierto en esa página y si el título no fuese tan sugestivo, yo no habría cedido a la tentación, o al menos hubiera intentado resistirla. El título resultaba bastante raro, más que por sí mismo por el lugar en el que se encontraba. Al echar una ojeada a los papeles desordenados entendí que no contenían más que alusiones a episodios eróticos, alguna indicación de relaciones personales y borradores de cartas de naturaleza estrictamente privada, de las que más tarde comprendí la artificiosa, calculada negligencia. Si ahora, después de haber penetrado el interior tenebroso de aquel hombre corrompido, evoco el instante en que, con la mente tensa y los ojos abiertos, me acerqué a aquel cajón, siento una impresión parecida a la que debe sentir un policía cuando entra en la guarida de un falsificador y, curioseando entre sus cosas, encuentra en un cajón un montón de folios desordenados y pruebas de imprenta: en una, un trozo de arabesco; en otra, un monograma, y en una tercera, una filigrana al revés; tiene así la prueba evidente de que se encuentra sobre la pista buena; y dentro de él se mezclan la satisfacción del descubrimiento con un sentido de admiración por el trabajo y la diligencia empleados en las falsificaciones. Para mí, por el contrario, era muy distinto, ya que no estaba acostumbrado a investigar delitos y, en ese caso, no tenía ni siquiera un mandato policial. Habría deseado que se me hubiese manifestado la verdad con todo su peso, ya que me estaba metiendo por un cansino ilegal; pero en ese momento, como sucede normalmente, me sentía no menos pobre de palabras que de pensamientos. Con frecuencia, nos dejamos dominar por una impresión, hasta que la reflexión nos libera, y, rápida y diligente en su acción, consigue penetrar lo imponderable desconocido. Cuanto más desarrollada está la facultad de reflexión, con mayor rapidez se concentra; del mismo modo que un funcionario de aduanas está tan acostumbrado a controlar pasaportes de viajeros extranjeros que no se despista ante las caras más raras. Pero, aunque mi facultad de reflexionar está vigorosamente desarrollada, en el primer instante me quedé consternado. Recuerdo claramente: palidecí, y me faltó poco para caer desmayado. ¡Qué angustia! ¡Si él hubiese regresado a su casa y me hubiera encontrado desmayado, con el cajón en la mano..., pero una mala conciencia es capaz de hacer la vida interesante!
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