Diario II - Jiddu Krishnamurti - E-Book

Diario II E-Book

Jiddu Krishnamurti

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Beschreibung

Este segundo Diario de Krishnamurti ha sido uno de sus libros más populares. Se inicia en 1973, y casi todas las anotaciones comienzan con una descripción de la naturaleza, seguida por un pasaje de su enseñanza, y revelando siempre el movimiento de su conciencia, día a día. En sus propias palabras: «Lo escribí a modo de diario mientras viajaba... pero no lo escribí para ser publicado. En él describo lo que llamo "el proceso"; o sea mi sensación de estar fuera del mundo cotidiano, de estar completamente en paz y alejado del conflicto. Esto sólo sucede de vez en cuando y, obviamente, es imposible describírselo a alguien que no lo haya experimentado. Pero he intentado expresar en palabras el dolor y la sensación que de hecho acompañan a ese estado intensificado de conciencia. No obedece a un propósito romántico. Si uno lleva cierto tipo de vida disciplinada y tranquila, entonces libera cierta energía -eso es un hecho científico- y esto afecta a la parte no mecánica del cerebro de manera que uno penetra en otra dimensión. El organismo físico es incapaz de aguantarlo y por eso se siente el dolor. No estoy sugiriendo que todo el mundo debiera intentar llegar a esto, pero para algunas personas que han estado siguiendo mis pensamientos e ideas puede resultarles de interés saber lo que sucede en un nivel más personal.» -De una entrevista en The Guardian Pero no todo el libro son anotaciones directas de Krishnamurti, escritas de su puño y letra, pues en 1982, cuando a la edad de ochenta y siete años quiso reanudar su diario, encontró que el acto de escribir le resultaba agotador; de ahí que decidiera aceptar la sugerencia de dictar sus percepciones a un grabador magnetofónico. Quizá por ello en estas páginas el lector se sienta muy próximo a Krishnamurti. El último pasaje, y tal vez el más bello, trata de la muerte. Es la última ocasión en que escucharemos a Krishnamurti hablándose a sí mismo. Dos años después moría en el mismo dormitorio de "la Cabaña de los Pinos".

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KRISHNAMURTI

DIARIO II

EL ÚLTIMO DIARIO

Título original: KRISHNAMURTI’S JOURNAL & KRISHNAMURTI TO HIMSELF

© 1982-87 by Krishnamurti Foundation Trust Ltd.

Brockwood Park

Bramdean, Hampshire SO24 OLQ

England

© Fotografía portada: KFT/KFA

© 2004 by Editorial Kairós, S.A., de la presente edición en lengua española

www.editorialkairos.com

Traducción: Armando Clavier

La presente edición en lengua española ha sido contratada –bajo la licencia de Krishnamurti Foundation of America (KFA) (www.kfa.org - [email protected]) y la Krishnamurti Foundation Trust (KFT) (www.kfoundation.org.uk - [email protected])– con la Fundación Krishnamurti Latinoamericana (FKL), (www.fkla.org - [email protected]).

Primera edición en papel: Enero 1999

Primera edición en digital: Octubre 2022

ISBN-10: 84-7245-442-8

ISBN-13: 978-84-7245-442-2

ISBN epub: 978-84-1121-116-1

ISBN kindle: 978-84-1121-117-8

Composición: Pablo Barrio

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total ni parcial de este libro, ni la recopilación en un sistema informático, ni la transmisión por medios electrónicos, mecánicos, por fotocopias, por registro o por otros métodos, salvo de breves extractos a efectos de reseña, sin la autorización previa y por escrito del editor o el propietario del copyright.

SUMARIO

Diario IIPrefacioEn HampshireEn RomaEn CaliforniaEl último diarioPrefacioEn Ojai, CaliforniaEn Nueva YorkEn Ojai, CaliforniaEn San FranciscoEn Ojai, CaliforniaEn HampshireEn Ojai, California

DIARIO II

PREFACIO

En septiembre de 1973, Krishnamurti comenzó de pronto a llevar un diario. Por cerca de seis semanas, hizo anotaciones en un cuaderno de notas. En el primer mes de ese período, estuvo en Brockwood Park, Hampshire, y por el resto del tiempo se alojó en Roma. Reanudó el Diario dieciocho meses después durante su permanencia en California.

Casi todas las anotaciones comienzan con una descripción de algún escenario natural que él conoce íntimamente, aunque en sólo tres ocasiones esas descripciones se refieren al lugar en que él se encuentra en ese momento. Así, la primera página de la primera anotación, describe la arboleda que hay en el parque de Brockwood, pero en la segunda página es obvio que su mente se encuentra en Suiza. No es sino hasta que para en California, que vuelve a dar una descripción de su ambiente actual. En el resto de las anotaciones, evoca lugares en los que ha vivido, y lo hace con tanta nitidez, que ello demuestra la intensidad con que su mente registra los escenarios naturales, intensidad vívida que surge de la agudeza de su observación. Este Diario revela también hasta qué grado su enseñanza se inspira en el contacto que él mantiene con la naturaleza.

A lo largo de toda la obra, Krishnamurti se refiere a sí mismo en tercera persona como «él», e incidentalmente, nos cuenta algo acerca de él mismo, cosa que no había hecho con anterioridad.

14, septiembre, 1973 (Hampshire)

El otro día, volviendo de un largo paseo en medio de campos y árboles, pasamos por el bosquecillo1 que está cerca de la gran casa blanca. Al trasponer la escalerilla y penetrar en la arboleda, uno percibió instantáneamente un sentimiento inmenso de paz y quietud. Nada se movía. Parecía un sacrilegio atravesar el bosquecillo, hollar el suelo; resultaba profano el hablar, incluso el respirar. Las enormes sequoias estaban absolutamente inmóviles; los indios americanos las llaman los árboles silenciosos, y ahora se hallaban verdaderamente silenciosos. Hasta el perro había dejado de perseguir a los conejos. Uno permanecía quieto, atreviéndose apenas a respirar, sintiéndose intruso porque había estado charlando y riendo; y penetrar en esta arboleda sin saber lo que allí había fue una sorpresa y una conmoción, la conmoción de una bienaventuranza inesperada. El corazón latía más lentamente, estupefacto ante esa maravilla. Ése era el centro de todo este lugar. Cada vez que uno penetra ahora en la arboleda, existe esa belleza, esa quietud, esa extraña quietud. Uno podrá venir cuando lo desee y ello estará ahí, pleno, espléndido e innominable.

Cualquier forma de meditación consciente no es la cosa real; jamás puede serlo. El intento deliberado de meditar no es meditación. Ello debe ocurrir; no puede ser invitado. La meditación no es un juego de la mente, ni del deseo y el placer. Todo intento de meditación es la negación misma de ello. Sólo hay que estar atento a lo que uno piensa y hace, y nada más. El ver, el escuchar, es el hacer, sin que en ello exista sentido alguno de recompensa o castigo. La destreza en la acción radica en la destreza del ver, del escuchar. Toda forma de meditación conduce inevitablemente al engaño, a la ilusión, porque el deseo ofusca, ciega.

Era un magnífico atardecer y la suave luz primaveral cubría la tierra.

15, septiembre, 1973

Es bueno estar solo. Estar solo es hallarse muy lejos del mundo y, no obstante, caminar por sus calles. Estar solo, subiendo por el sendero junto al veloz y ruidoso torrente de la montaña que rebosa con el agua de la primavera y las nieves derretidas, es estar atento a ese árbol solitario, único en su belleza. La otra soledad2 de un hombre en medio de la calle, es el dolor de la vida; él nunca está solo, distante, incontaminado y vulnerable. La saturación de conocimientos engendra interminable desdicha. Ese hombre que camina por las calles encerrado en sí mismo, es la urgencia interna de expresión, con sus frustraciones y padecimientos; ese hombre nunca está verdaderamente solo. El movimiento de esa soledad es el dolor.

Este torrente de la montaña estaba repleto y crecido con las nieves disueltas y las lluvias de la temprana primavera. Podía escucharse el ruido de las grandes piedras empujadas por la fuerza de las aguas torrenciales. Un alto pino de cincuenta años o más se derrumbó en el agua; ésta lavaba el camino dejándolo limpio. El torrente se veía fangoso, de color pizarra. Más arriba, los campos se encontraban cubiertos de flores silvestres. El aire era puro y todo respiraba encantamiento. Los altos cerros todavía estaban nevados, y los glaciares y grandes picos retenían aún las nieves recientes; se mantendrían blancos durante todo el verano.

Era una montaña prodigiosa y uno podría haber seguido caminando perpetuamente, sin que lo afectaran jamás los empinados cerros. Había en el aire un perfume nítido y fuerte. Ese sendero estaba desierto, nadie bajaba o subía por él. Uno se hallaba a solas con aquellos oscuros pinos y las aguas torrenciales. El cielo tenía ese sorprendente azul que sólo se ve en las montañas. Uno lo contemplaba a través de las hojas y los enhiestos pinos. No había allí nadie con quien hablar y la mente no parloteaba. Una urraca blanquinegra pasó volando y desapareció en el monte. El sendero llevaba muy lejos del ruidoso torrente y el silencio era absoluto. No era el silencio que sigue al ruido; no era el silencio que adviene con la puesta del sol, ni era ese silencio que llega cuando la mente se apaga. No era el silencio de los museos y las iglesias, sino algo que no tenía relación alguna con el tiempo y el espacio. No era el silencio que la mente elabora por sí misma. El sol ardía y las sombras eran agradables.

Sólo recientemente descubrió él que no había un solo pensamiento durante estos largos paseos por las calles atestadas o por los solitarios senderos. Él siempre había sido así, desde que era niño; ningún pensamiento penetraba en su mente. El sólo observaba y escuchaba, nada más. Nunca surgía el pensamiento con sus asociaciones. No había formación de imágenes. Un día, de pronto se dio cuenta de lo extraordinario que eso era; a menudo intentó pensar, pero no acudía pensamiento alguno. En estos paseos, con gente o sin ella, todo movimiento del pensar estaba ausente. Esto es estar solo.

Por encima de los picos nevados iban formándose nubes densas y oscuras; probablemente llovería más tarde, pero ahora las sombras eran muy definidas con el sol claro y brillante. Aún persistía en el aire aquel grato perfume, y las lluvias habrían de traer un olor diferente. Había un largo camino de descenso hacia el chalet.

16, septiembre, 1973

Durante la mañana, las calles del pequeño pueblo se hallaban vacías, pero más allá la región estaba colmada de árboles, praderas y brisas susurrantes. La única calle principal se encontraba iluminada y todo lo demás yacía en la oscuridad. El sol se levantaría dentro de unas tres horas. Era un amanecer claro bajo la luz de las estrellas. Las cumbres nevadas y los glaciares aún estaban en sombras y casi todo el mundo dormía. Los estrechos senderos de la montaña tenían tantas curvas que uno no podía avanzar muy rápidamente, el auto era nuevo y hermoso, de buenas líneas y gran potencia. En el aire de la mañana, el motor funcionaba con mayor eficiencia. En la carretera, ese automóvil era una cosa muy bella de verse, y cuando ascendía tomaba cada recodo con la firmeza de una roca. El amanecer estaba próximo, y se veía la forma de los árboles y el largo perfil de los cerros y de los viñedos; iba a ser una mañana encantadora. Entre los cerros el ambiente era fresco y agradable. El sol se había levantado ya y el rocío cubría las hojas y los prados.

A él siempre le gustó la mecánica; desmantelaba el motor de un automóvil y cuando éste volvía a funcionar era tan bueno como si fuera nuevo. Mientras uno está conduciendo el vehículo, la meditación parece llegar con toda naturalidad. Uno se halla atento a la campiña, a las casas, a los campesinos en el sembrado, a la forma del auto que avanza y al cielo azul entre las hojas; ni siquiera se da cuenta de que la meditación ocurre, esta meditación que comenzó hace milenios y habrá de continuar perpetuamente. El tiempo no es un factor en la meditación, ni lo es la palabra –la palabra es el meditador–. En la meditación no hay un meditador. Si lo hay, eso no es meditación. El meditador es la palabra, el pensamiento y el tiempo; por lo tanto, está sometido al cambio, al ir y venir de las cosas. No es una flor que florece y muere. El tiempo es movimiento. Uno está sentado a la orilla de un río, observando las aguas, la corriente y las cosas que pasan flotando. Cuando uno está en el agua, no hay un observador. La belleza no se encuentra en la mera expresión; está en el abandono de la palabra y de la expresión, del lienzo y del libro.

¡Qué apacibles son las colinas, los prados y estos árboles! Toda la tierra está bañada por la luz de una efímera mañana.

Dos hombres se hallaban disputando a gritos con muchos gestos y con las caras enrojecidas. La carretera pasa por una larga avenida de árboles, y la ternura de la mañana se va desvaneciendo.

El mar se extendía ante uno y en el aire se percibía el perfume de los eucaliptos. Era un hombre pequeño, delgado y de fuertes músculos; había venido de un país muy lejano, y estaba tostado por el sol. Después de unas pocas palabras de saludo, se lanzó a emitir críticas. ¡Qué fácil es criticar sin saber cuáles son realmente los hechos! Dijo: «Puede que usted sea libre y que viva realmente todo aquello de que habla, pero físicamente se halla en una prisión protegida por sus amigos. Usted no sabe lo que está pasando a su alrededor. Hay personas que han asumido la autoridad, aun cuando usted mismo no es autoritario».

No estoy seguro de que usted esté en lo cierto respecto de esta cuestión. Para conducir una escuela o cualquier otra cosa, tiene que haber cierta responsabilidad, y ésta puede y debe existir sin las implicaciones autoritarias. La autoridad es totalmente perjudicial para la cooperación, para que podamos discutir cosas juntos. Esto es lo que hacemos en todo el trabajo en que estamos empeñados. Éste es un hecho real. Si puedo señalarlo, nadie se interpone entre mí y otras personas.

«Lo que usted está diciendo es de la máxima importancia. Todo lo que usted escribe y dice debe ser impreso y hecho circular por un pequeño grupo de personas serias y consagradas. El mundo está estallando y a usted lo pasa por alto.»

Me temo otra vez que usted no se da cuenta totalmente de lo que sucede. En un tiempo, un pequeño grupo tomó la responsabilidad de propagar lo que se había dicho. Ahora, también, un pequeño grupo ha asumido la misma responsabilidad. Si a uno se le permite señalarlo nuevamente, usted no se da cuenta de lo que está sucediendo.

Él hizo varias críticas más, pero éstas se basaban en presunciones y opiniones efímeras. Sin defender nada, uno indicó lo que realmente está ocurriendo. Pero...

Qué extraños son los seres humanos.

Los cerros retrocedían alejándose, y ya lo rodeaba a uno el ruido de la vida cotidiana, el ir y venir, el dolor y el placer. Un árbol solitario sobre un montecillo era la belleza de la tierra. Y a gran profundidad en el valle había un torrente, y junto a él corría un ferrocarril. Uno debe dejar el mundo para ver la belleza de ese torrente.

17, septiembre, 1973

Ese anochecer, mientras uno caminaba por el bosque, había una sensación de amenaza. El sol estaba poniéndose en esos instantes, y las palmeras se levantaban solitarias contra el cielo dorado del oeste. Los monos ya se hallaban en la higuera de Bengala aprestándose para la noche. Casi nadie utilizaba el sendero y muy raramente se encontraba uno con otro ser humano. Se veían muchos ciervos que, recelosos, desaparecían en medio de la espesa vegetación. No obstante, la amenaza estaba ahí, en todas partes, pesada y penetrante, y uno miraba por sobre el hombro. No quedaban animales peligrosos; los habían alejado de ese lugar, que se hallaba demasiado cerca del pueblo en expansión. Uno se sentía contento de dejar el bosque y volver a caminar por las calles iluminadas. Pero al anochecer siguiente, los monos estaban tranquilos y se veían algunos ciervos aquí y allá, mientras el sol se ocultaba detrás de los árboles más altos; la amenaza había desaparecido. Por el contrario, los árboles, los arbustos y las pequeñas plantas le daban a uno la bienvenida. Uno se encontraba entre sus amigos, se sentía completamente seguro y acogido con sumo agrado. El bosque lo aceptaba a uno, y era un verdadero goce pasear por ahí en todos los atardeceres.

La selva es diferente. Allí hay peligro físico, no sólo por parte de las serpientes, sino de los tigres que se sabe existen en ese lugar. Mientras uno caminaba por ahí una tarde, hubo de pronto un silencio anormal; los pájaros cesaron en su parloteo, los monos se quedaron absolutamente callados y todo parecía retener el aliento. Uno se quedó quieto. Y del mismo modo, súbitamente, todo volvió a la vida; los monos jugaban y se molestaban unos a otros, los pájaros iniciaron su canto nocturno y uno pudo advertir que el peligro había pasado.

En los montes y bosquecillos, donde el hombre mata conejos, faisanes, ardillas, hay una atmósfera por completo diferente. Se penetra en un mundo donde ha estado el hombre con su rifle y su peculiar violencia. Entonces el bosque pierde su tierna suavidad, su bienvenida, y con ello se ha perdido aquí cierta belleza; aquel alegre susurro ha desaparecido.

Uno tiene solamente una cabeza, y cuidarla es algo maravilloso. No hay maquinaria ni computadora electrónica que puedan compararse con ella. Es tan vasta, tan compleja, tan enteramente capaz, sutil y productiva... Es el depósito de la experiencia, del conocimiento y la memoria. De ella brotan todos los pensamientos. Lo que ha producido es completamente increíble: el daño, la confusión, los padecimientos, las guerras, las corrupciones, las ilusiones, los ideales, el dolor y la desdicha; las grandes catedrales, las bellas mezquitas y los templos sagrados. Es fantástico lo que ha hecho y puede hacer la cabeza. Pero hay una cosa que aparentemente no puede hacer: cambiar por completo su comportamiento al relacionarse con otra cabeza, con otro hombre. Ni el castigo ni la recompensa parecen cambiar su conducta, ni parece transformarla el conocimiento. El «yo» y el «tú» permanecen invariables. Ella nunca se da cuenta de que el yo es el tú, de que el observador es lo observado. Su amor es su deterioro; su placer es su agonía; los dioses de sus ideales son sus destructores. Su libertad es su propia prisión; la educan para vivir en esta prisión, haciéndola sólo más cómoda, más agradable. Tenemos solamente una cabeza, hay que cuidarla, no hay que destruirla. ¡Es tan fácil corromperla!

Él siempre tuvo esta extraña falta de distancia entre él mismo y los árboles, los ríos y las montañas. Ello no fue algo cultivado; uno no puede cultivar una cosa como ésa. Jamás hubo un muro entre él y otro ser humano. Lo que ellos le hacían, lo que le decían jamás parecía herirlo, ni tampoco le afectaba el halago. De algún modo siempre permaneció totalmente ileso. No fue un retraído ni un solitario, sino que fue como las aguas de un río. Tuvo muy pocos pensamientos; y ningún pensamiento en absoluto cuando estaba solo. Su cerebro estaba activo cuando hablaba o escribía, pero de otro modo estaba quieto y activo sin movimiento alguno. El movimiento es tiempo, y la actividad no lo es.

Esta extraña actividad, sin una dirección predeterminada, parece proseguir esté uno despierto o dormido. Él se despierta a menudo con esa actividad de la meditación; algo de esta naturaleza se está desarrollando casi todo el tiempo. Él jamás lo ha invitado ni rechazado. Cuando despertó la otra noche, estaba muy despierto, y se dio cuenta de que algo como una bola de fuego, de luz, se introducía en su cabeza, en el centro mismo de ella. Estuvo observando el hecho objetivamente por un tiempo considerable, como si eso le estuviera sucediendo a alguna otra persona. No era una ilusión –algo evocado por la mente–. El amanecer estaba próximo y él podía ver los árboles por entre la abertura de las cortinas.

18, septiembre, 1973

Todavía sigue siendo uno de los valles más hermosos que existen. Completamente rodeado por los cerros, se halla repleto de naranjales. Hace muchos años, había muy pocas casas entre los árboles y los huertos, pero ahora hay muchas más; las carreteras son anchas, el tráfico más denso y hay más ruido, especialmente en el extremo occidental del valle. Pero los cerros y los altos picos permanecen iguales, incontaminados por el hombre. Hay muchos senderos que conducen a las altas montañas, y uno camina incesantemente por ellos, topándose con osos, serpientes de cascabel, ciervos y, en cierta ocasión, se encontró con un lince. Se hallaba delante, en el declive del sendero, ronroneando y restregándose contra las rocas y los troncos bajos de los árboles. La brisa venía desde lo alto del desfiladero y así podía uno estar muy cerca de él. El animal estaba divirtiéndose realmente, contento con su mundo. La corta cola levantada, las orejas puntiagudas proyectadas hacia adelante, el pelo color bermejo limpio y lustroso, se hallaba por completo inconsciente de que había alguien justo detrás de él, a unos veinte pies de distancia. Descendimos por el sendero como una milla, sin que ninguno de los dos hiciera el menor ruido. Era realmente un animal fabuloso, lleno de gracia y belleza. Había un estrecho arroyo delante de nosotros; con el deseo de no asustarlo, cuando uno llegó a su lado murmuró un suave saludo. En ningún momento miró él en derredor, hubiera sido una pérdida de tiempo; en vez de eso, se movió como un rayo y desapareció por completo en pocos segundos. No obstante, habíamos sido amigos por un tiempo considerable.

El valle está impregnado con el perfume casi dominante de los azahares, especialmente en las madrugadas y en los atardeceres. Llenaba la habitación, el valle y cada rincón de la tierra, y el dios de las flores bendecía el lugar. El verano sería realmente caluroso, y eso tenía su propia peculiaridad. Muchos años antes, cuando uno venía aquí, había una atmósfera maravillosa; todavía existe, aunque en grado menor. Los seres humanos la están echando a perder, como parecen echar a perder casi todas las cosas. Será como antes. Una flor puede marchitarse y morir, pero volverá con toda su belleza.

¿Alguna vez se han preguntado los seres humanos por qué equivocan el camino, por qué se vuelven corruptos, indecentes en su conducta –agresivos, violentos y astutos? No es bueno culpar al ambiente, a la cultura o a los padres. Necesitamos descargar la responsabilidad de este deterioro en otros o en algún acontecimiento. Las explicaciones y las causas son una salida cómoda. Los antiguos hindúes llamaban a esto el karma –lo que uno ha sembrado es lo que cosecha–. Los psicólogos ubican el problema en el regazo de los padres. Y lo que dicen las personas que se llaman religiosas, se basa en sus dogmas y creencias. Pero el problema sigue ahí.

Luego están los otros, que nacen generosos, benévolos, responsables. Ni el medio ni presión alguna los alteran. Permanecen siendo como son a pesar de todo el alboroto. ¿Por qué?

Cualquier explicación tiene escaso significado. Todas las explicaciones son escapes, eluden la realidad de lo que es. Y esto es lo único que importa. Lo que es puede ser totalmente transformado con la energía que se derrocha en explicaciones y en la búsqueda de las causas. El amor no está en el tiempo ni en el análisis, ni en las lamentaciones o en las recriminaciones. Está ahí cuando se hallan ausentes el deseo de dinero, de posición, y las astutas supercherías del yo.

19, septiembre, 1973

El monzón había llegado. El mar se veía casi negro bajo las densas nubes oscuras, y el viento desgarraba los árboles. Llovería por unos cuantos días con lluvias torrenciales; luego éstas se detendrían durante un día o algo así, para comenzar nuevamente. Las ranas croaban en todas las charcas y el aire estaba impregnado con el delicioso aroma que traen las lluvias. La tierra se hallaba limpia otra vez y en pocos días más estaría asombrosamente verde. Las cosas crecían casi a la vista de uno; saldría el sol y todas las cosas de la tierra resplandecerían. Habría cantos en la madrugada y las pequeñas ardillas llenarían toda la región. En todas partes brotarían las flores, las silvestres y las cultivadas –el jazmín, la rosa y la caléndula.

Cierto día, en la carretera que conduce al mar, mientras uno paseaba bajo las palmeras y los árboles cargados de lluvia, mirando miles de cosas, un grupo de niños estaba cantando. ¡Parecían tan felices, tan inocentes y tan por completo ajenos al mundo! Uno de ellos, una niña, nos reconoció y se acercó sonriendo, y caminamos por un rato tomados de la mano. Ninguno dijo una palabra y cuando llegamos cerca de su casa, ella saludó y desapareció en el interior. El mundo y la familia van a destruirla, y ella también tendrá hijos y llorará por ellos, y el mundo también los destruirá con sus arteros recursos. Pero esta tarde, estaba ella feliz y ansiosa por compartir su felicidad tomada de la mano de alguien.

Una tarde, cuando habían cesado las lluvias y el cielo del oeste se veía dorado, al volver por la misma carretera, dejamos atrás a un joven que portaba un fuego en un pote de barro. Excepto por el limpio taparrabo se hallaba completamente desnudo, y detrás de él dos hombres llevaban un cuerpo muerto. Eran dos brahamines, estaban recientemente lavados, limpios y caminaban manteniéndose bien derechos. El joven que sostenía el fuego debía de haber sido el hijo del hombre muerto; todos avanzaban muy rápidamente. El cuerpo iba a ser incinerado en alguna playa apartada. Era todo tan simple, tan distinto de los féretros elaborados cargados de flores y seguidos por una larga fila de bruñidos automóviles o de plañideras que caminaban tras del ataúd –la tenebrosa oscuridad que hay en todo eso–. Aquí veía uno un cadáver decentemente cubierto que, en la parte trasera de una bicicleta, era conducido hacia el río sagrado donde irían a quemarlo.

La muerte está en todas partes, y nosotros jamás parecemos capaces de vivir con ella. Es algo oscuro, atemorizador, que debe ser eludido, algo de lo que nunca hay que hablar. A la muerte hay que mantenerla lejos de la puerta cerrada. Pero ella está siempre ahí. La belleza del amor es muerte, y uno no conoce ni lo uno ni lo otro. La muerte es dolor y el amor es placer, y ambos no pueden encontrarse nunca; deben mantenerse apartados, y la división es angustia y agonía. Esto ha sido así desde el principio del tiempo, esta división y el conflicto interminable. Siempre existirá la muerte para aquellos que no ven que el observador es lo observado, que el experimentador es lo experimentado. Esto es como un vasto río en que se halla atrapado el hombre con todos sus dioses mundanos, sus vanidades, sus penas y su conocimiento. A menos que abandone en el río todas las cosas que ha acumulado y nade hacia la costa, la muerte estará siempre junto a su puerta, esperando y vigilando. Cuando él deja el río, no hay costa alguna, la ribera es la palabra, el observador. Él lo ha abandonado todo, el río y la ribera. Porque el río es tiempo y las orillas son los pensamientos del tiempo; el río es el movimiento del tiempo y a él pertenece el pensamiento. Cuando el observador abandona todo lo que él es, entonces el observador no existe. Esto no es muerte. Es lo intemporal. Uno no puede conocerlo, porque aquello que se conoce pertenece al tiempo; uno no puede experimentarlo; el reconocimiento es producido por el tiempo. Liberarse de lo conocido es liberarse del tiempo. La inmortalidad no es la palabra, el libro, la imagen que uno ha fabricado. El alma, el yo, el atman, es hijo del pensamiento, el cual es tiempo. Cuando el tiempo no existe, no existe la muerte. Hay amor.

El cielo del oeste había perdido su color, y asomando en el horizonte estaba la luna, joven, tímida y tierna. Todo parecía estar pasando por la carretera: el casamiento, la muerte, la risa de los niños y alguien que sollozaba. Cerca de la luna había una estrella solitaria.

20, septiembre, 1973

Esta mañana el río se veía particularmente hermoso; el sol acababa de asomarse sobre los árboles y el pueblo se encontraba oculto entre ellos. El aire estaba muy quieto y no había una sola onda sobre el agua. El día iba a ser muy caluroso pero ahora estaba más bien fresco, y un mono solitario se hallaba sentado al sol. Estaba siempre ahí, solo, enorme y pesado. Desaparecía durante el día y volvía a aparecer en las madrugadas sobre la copa del tamarindo; cuando comenzaba a hacer calor, el árbol parecía tragárselo. Los papamoscas de color verdeoro se encontraban sobre el parapeto junto a las palomas, y los buitres todavía descansaban en las ramas más altas de otro tamarindo. Había una inmensa quietud y uno estaba sentado en un banco, perdido para el mundo.

Al regresar del aeropuerto por una sombreada carretera, con los papagayos rojiverdes chillando alrededor de los árboles, uno advirtió, atravesado en el camino, algo que parecía un gran envoltorio. Cuando el auto llegó cerca, el envoltorio resultó ser un hombre que yacía casi desnudo cruzado en la carretera. El automóvil se detuvo y nos bajamos. Su cuerpo era grande y su cabeza muy pequeña. Miraba fijamente por entre las hojas al cielo asombrosamente azul. Nosotros también miramos para ver qué miraba él, y el cielo contemplado desde la carretera se veía realmente azul y las hojas eran realmente verdes. El hombre era mal formado, y ellos me dijeron que se trataba de uno de los idiotas del pueblo. Jamás se movía, y el auto hubo de avanzar esquivándolo muy cuidadosamente. Los camellos con su carga y los niños con sus gritos pasaban junto a él sin prestarle la más mínima atención. También pasó un perro describiendo un amplio círculo. Los papagayos se hallaban atareados con su griterío. Las granjas, los aldeanos, los árboles, las flores amarillas se ocupaban de su propia existencia. Esa parte del mundo está subdesarrollada y no hay ninguna organización que vele por tales personas. Son llagas abiertas, humanidad sucia y apiñada, y el río sagrado prosigue su camino.

La tristeza de la vida estaba en todas partes, y bajo el cielo azul, muy alto en el aire volaban los buitres, volaban en círculos, por horas, sin mover sus pesadas alas, vigilando y aguardando.

¿Qué es la cordura y qué es la locura? ¿Quién es cuerdo y quién está loco? ¿Son cuerdos los políticos? Los sacerdotes, ¿están locos? Los que se comprometen con ideologías, ¿están cuerdos? Somos controlados, moldeados, apremiados por todos ellos, ¿y estamos cuerdos?

¿Qué es la cordura? Es ser íntegro, no fragmentado en la acción, en la vida, en toda clase de relaciones –ésa es la esencia misma de la cordura–. Cuerdo significa total, sano y santo. La locura es neurosis, psicosis, desequilibrio, esquizofrenia, cualquier nombre que uno quiera ponerle; implica estar fragmentado, dividido en la acción y en el movimiento de la relación que constituye la existencia. Engendrar antagonismo y división, que es el oficio de los políticos que nos representan, implica cultivar y sostener la locura, ya se trate de los dictadores o de los que ejercen el poder en el nombre de la paz o de alguna forma de ideología. ¿Y el sacerdote? No hay más que mirar lo que es el clero. Se interpone entre uno y lo que ellos consideran que es la verdad, el salvador, dios, el cielo, el infierno. El sacerdote es el intérprete, el representante; es el que tiene las llaves para el cielo; él es quien ha condicionado al hombre mediante la creencia, el dogma, el ritual; él es el verdadero propagandista. Ha condicionado al hombre porque éste desea comodidad, seguridad y le tiene espanto al mañana. Los artistas, los intelectuales, los científicos, tan admirados y lisonjeados, ¿están cuerdos? ¿O viven en dos mundos diferentes –el mundo de las ideas y la imaginación con su expresión compulsiva, totalmente separado de la vida cotidiana de placer y dolor que llevan?

El mundo que nos rodea está fragmentado y así somos cada uno de nosotros, y la expresión de ello es el conflicto, la confusión y la desdicha; uno es el mundo y el mundo es uno. La cordura implica vivir una vida de acción sin conflicto. La acción y la idea son contradictorias. El ver es el hacer, y no la ideación primero y luego la acción de acuerdo con la conclusión. Esto engendra conflicto. El analizador mismo es lo analizado. Cuando el analizador se separa como algo diferente de lo analizado, genera conflicto, y el conflicto es el área del desequilibrio. El observador es lo observado y en eso radica la cordura, lo total, lo sagrado; y con lo sagrado está el amor.

21, septiembre, 1973

Es bueno despertarse sin un solo pensamiento con sus problemas. La mente ha descansado al producir orden dentro de sí misma; por eso el sueño es tan importante. O la mente genera orden en su relación y acción durante las horas de vigilia –lo cual le da completo descanso mientras duerme– o durante el sueño ella procurará arreglar sus asuntos a su propia satisfacción. A lo largo del día habrá nuevamente desorden causado por múltiples factores, y durante las horas de sueño la mente tratará de desenredarse de esta confusión. La mente, el cerebro, sólo puede funcionar con eficiencia, objetivamente, cuando hay orden. El conflicto, en cualquiera de sus formas, es desorden. Basta considerar por todo lo que la mente pasa en cada día de su vida: el intento de poner orden mientras duerme y el desorden que impera durante las horas de vigilia. Éste es el conflicto de la vida que se desarrolla día tras día. El cerebro puede funcionar únicamente cuando está seguro, no en medio de la contradicción y la confusión. Por eso trata de encontrar esa seguridad en alguna fórmula neurótica, pero el conflicto empeora. El orden es la transformación de todo este enredo. Cuando el observador es lo observado hay orden completo.

En la pequeña senda que corre junto a la casa, sombreada y tranquila, una niñita estaba sollozando desgarradoramente, como sólo los niños pueden hacerlo. Tendría cinco o seis años, y era pequeña para su edad. Estaba sentada en el suelo, con las lágrimas derramándose por sus mejillas. Él se sentó a su lado y le preguntó qué le había sucedido, pero ella no podía hablar, el llanto le quitaba toda la respiración. Debían haberla golpeado, o tal vez se había roto su juguete favorito o le habían negado, mediante palabras duras, algo que deseaba.

Apareció la madre, sacudió a la niña y la introdujo en la casa. A él apenas si lo miró, porque eran extraños el uno para el otro. Unos días después, mientras él paseaba por la misma senda, la niña salió de la casa y, toda sonriente, caminó con él por un corto trecho. La madre debió seguramente haberle dado permiso para acompañar a un desconocido. Él paseaba frecuentemente por esa senda sombreada, y la niña saldría a saludarlo junto con su hermano y una hermanita. ¿Olvidarán ellos alguna vez sus heridas y sus pesares, o poco a poco se fabricarán escapes y resistencias? La conservación de esas heridas psicológicas parece constituir la naturaleza de los seres humanos, y es por esto que sus acciones resultan distorsionadas. ¿Puede la mente humana no ser lastimada ni herida jamás? No ser lastimado es ser inocente. Si uno no está lastimado, naturalmente no lastimará a otro. ¿Es esto posible? La cultura en que vivimos, de hecho ocasiona heridas profundas en la mente y el corazón. El ruido y la polución, la agresión y la competencia, la violencia y la educación –todas estas cosas y muchas otras contribuyen a la agonía humana–. Sin embargo, tenemos que vivir en este mundo de brutalidad y resistencia: somos el mundo y el mundo es lo que somos. ¿Qué cosa es la que se siente lastimada? La imagen que cada uno se ha fabricado de sí mismo, eso es lo que se siente lastimado. Extrañamente, estas imágenes son las mismas en todo el mundo, con algunas modificaciones. La esencia de la imagen que uno tiene, es la misma que la del hombre que se encuentra a miles de kilómetros de distancia. De modo que uno es ese hombre o mujer. Las heridas propias son las heridas de otros miles: uno es el otro.

¿Es posible no ser lastimados jamás? Donde existe una herida, no hay amor. Si uno se halla lastimado, el amor es entonces mero placer. Cuando uno descubre por sí mismo la belleza de no ser lastimado jamás, sólo entonces desaparecen realmente las heridas pasadas. En la plenitud del presente, el pasado ha perdido su carga.

Él nunca ha sido lastimado pese a las muchas cosas que le sucedieron, halagos e injurias, amenazas y seguridad. No es que él fuera insensible o inconsciente; no tenía una imagen de sí mismo, ni conclusión ni ideología alguna. La imagen es resistencia, y cuando ésta no existe hay vulnerabilidad pero no hay heridas psicológicas. Uno no puede buscar ser vulnerable, altamente sensible, porque aquello que se busca y encuentra, es otra forma de la misma imagen. Se trata de comprender este movimiento total, no sólo verbalmente, sino que es necesario hacerlo con un discernimiento directo e instantáneo. Darse cuenta de su estructura íntegra sin reserva alguna. Ver la verdad de todo ello es el fin del constructor de la imagen.

La laguna estaba desbordándose y mostraba miles de reflejos. Se tornó oscura y los cielos se abrieron.

22, septiembre, 1973

Una mujer estaba cantando en la casa vecina; tenía una voz maravillosa y los pocos que la escuchaban se hallaban fascinados. El sol se ponía entre los mangos y las palmeras, intenso en verdes y dorados. Ella cantaba ciertos cantos devocionales y la voz se volvía cada vez más exquisita y dulce. Escuchar es un arte. Cuando escuchamos alguna música clásica occidental o a esta mujer sentada en el piso, puede ocurrir que nos sintamos románticos o que haya recuerdos de cosas pasadas o que el pensamiento con sus asociaciones cambie nuestra disposición de ánimo o que haya insinuaciones del futuro. O puede ser que uno escuche sin ningún movimiento del pensar, desde la quietud completa, desde el silencio total.

Escuchar al propio pensamiento, o al mirlo posado en una rama, o escuchar lo que se está diciendo sin que haya una sola respuesta del pensamiento, da origen a una significación por completo diferente de la que produce el movimiento del pensar. Éste es el arte de escuchar, de escuchar con atención total; entonces no existe un centro que esté escuchando.

El silencio de las montañas tiene una profundidad que no tienen los valles. Cada uno posee su propio silencio; el silencio que hay entre las nubes y que existe entre los árboles, tienen una diferencia inmensa. El silencio entre dos pensamientos es intemporal; el silencio del placer y el del miedo son tangibles. El silencio artificial que puede fabricar el pensamiento, es muerte; el silencio entre ruidos es ausencia de ruido pero no es el silencio, tal como la ausencia de guerra no es la paz. El sombrío silencio de una catedral, del templo, es un silencio de siglos y belleza especialmente construido por el hombre. Está el silencio del pasado y el del futuro, el silencio del museo y el del cementerio. Pero todo esto no es el silencio.

El hombre había permanecido sentado, inmóvil, a la orilla del hermoso río; estuvo ahí por más de una hora. Vendría al mismo lugar todas las mañanas, recién bañado, y cantaría en sánscrito por algún tiempo, y al cabo de un rato quedaría perdido en sus pensamientos sin que pareciera importarle el sol, al menos no el sol de la mañana. Un día vino y empezó a hablar acerca de la meditación. No pertenecía a ninguna escuela de meditación; las consideraba inservibles, sin ninguna significación real. El hombre estaba solo, era célibe y hacía mucho tiempo que había desechado las costumbres del mundo. Había controlado sus deseos y moldeado sus pensamientos; vivía una vida solitaria. No era áspero ni presumido ni indiferente. Estas cosas estaban olvidadas desde hacía ya algunos años. La meditación y la realidad constituían su vida. Mientras él hablaba y buscaba a tientas las palabras correctas, el sol se iba poniendo y un profundo silencio descendía sobre nosotros. El hombre cesó de hablar. Después de un rato, cuando las estrellas se encontraban muy cerca de la tierra, dijo: «Éste es el silencio que yo he estado buscando en todas partes, en los libros, entre los maestros y dentro de mí mismo. He encontrado muchas cosas, pero no esto. Vino sin que lo buscara, sin que lo invitara. ¿He desperdiciado mi vida en cosas que carecen de importancia? Usted no se imagina por las que he pasado, los ayunos, los sacrificios y las prácticas. Llegué a ver la futilidad de eso hace mucho tiempo, pero jamás di con este silencio. ¿Qué debo hacer para permanecer en él, para conservarlo, para retenerlo en mi corazón? Supongo que usted dirá, “no haga nada ya que uno no puede invitarlo’’. Pero, ¿he de seguir vagando por este país, con esta repetición, con este control? Sentado aquí soy consciente de este silencio sagrado; a través de él contemplo las estrellas, aquellos árboles, el río. Aunque veo y siento todo esto, no estoy realmente ahí. Como dijo usted el otro día, el observador es lo observado. Ahora veo lo que eso significa. La bendición que buscaba no es para que uno la encuentre mediante búsqueda alguna. Ya es tiempo de que me vaya».

El río se tornó oscuro y las estrellas se reflejaban en sus aguas cerca de las márgenes. Poco a poco los ruidos del día iban llegando a su fin y comenzaban los suaves sonidos de la noche. Uno observaba las estrellas y la tierra en sombras, y el mundo estaba muy lejos. La belleza, que es amor, parecía descender sobre la tierra y todas sus cosas.

23, septiembre, 1973

Estaba de pie, solo, en la margen baja del río; no era un río muy ancho y él podía ver algunas personas en la otra orilla. Si éstas hubieran hablado en voz más alta, casi habría alcanzado a escucharlas. En la estación de las lluvias el río se encuentra con las aguas abiertas del mar. Había estado lloviendo por varios días, y el río se había abierto paso entre las arenas hacia el mar que lo esperaba. Con las lluvias copiosas estaría otra vez limpio y uno podría nadar seguro en él. El río era lo suficientemente ancho como para contener una isla larga y estrecha, con verdes arbustos, unos pocos árboles bajos y una pequeña palmera. Cuando las aguas no eran demasiado profundas, el ganado las cruzaba para apacentar en la isla. Era un río agradable y amistoso, especialmente en esa mañana.

Estaba de pie ahí sin nadie en los alrededores, solo, libre y distante. Tendría catorce años o menos. Ellos lo habían encontrado a él y a su hermano muy recientemente, y ya lo rodeaba toda la agitación y la súbita importancia que le habían asignado.3 Era el centro del respeto y la devoción, y en los años venideros estaría a la cabeza de organizaciones y grandes propiedades. Todo eso y la disolución de esas organizaciones, todavía estaba por venir. De pie ahí, solo, perdido y extrañamente lejano, era su primer y perdurable recuerdo de aquellos días con sus acontecimientos. Él no recuerda su infancia, las escuelas y los castigos. Años más tarde, el mismo maestro que lo lastimaba, le contó que acostumbraba a apalearlo prácticamente todos los días; él solía llorar y lo dejaban afuera, en el balcón, hasta que la escuela se cerraba y el maestro venía a pedirle que se fuera a su casa; de lo contrario, hubiera seguido ahí olvidado en el balcón. Según le dijo este hombre, lo apaleaba porque él no podía escuchar ni recordar nada de lo que había leído o le habían enseñado. Más tarde, el maestro no podía creer que ese niño fuera el hombre que había pronunciado la plática que acababa de escuchar. Estaba sumamente sorprendido e innecesariamente respetuoso.

Todos aquellos años pasaron sin dejar cicatrices ni recuerdos en su mente; sus amistades, sus afectos, aun esos años con quienes lo habían maltratado –de algún modo ninguno de estos eventos, amable o brutal, ha dejado huellas en él–. En años recientes, un escritor le preguntó si podía rememorar todos aquellos sucesos más bien extraños, y el modo en que él y su hermano fueron descubiertos y los otros acontecimientos, y cuando él contestó que no podía recordarlos y sólo podía repetir lo que otros le habían contado, el hombre, con un ademán despectivo, declaró que eso era pretexto y simulación. Pero él nunca había bloqueado conscientemente ningún suceso, agradable o desagradable, impidiendo que penetrara en su mente. Los acontecimientos venían, no dejaban huella alguna y morían.

La conciencia es su contenido; el contenido constituye la conciencia. Ambos son indivisibles. No existen el yo y el tú, sólo el contenido que estructura la conciencia como el «yo» y el «no-yo». Los contenidos varían según la cultura, las acumulaciones raciales, las técnicas y capacidades adquiridas. Éstas se fragmentan como «el artista», «el científico», y así sucesivamente. Las idiosincrasias son las respuestas del condicionamiento, y el condicionamiento es el factor común del hombre. Este condicionamiento es el contenido, la conciencia. Ésta, a su vez, es dividida como lo consciente y lo oculto. Lo oculto se vuelve importante porque nunca hemos mirado la conciencia como un todo. Esta fragmentación se produce cuando el observador no es lo observado, cuando el experimentador es visto como diferente de la experiencia. Lo oculto es como lo manifiesto. La observación –escuchar lo manifiesto– es ver lo oculto. Ver no es analizar. En el análisis están el analizador y lo analizado, una fragmentación que conduce a la inacción, a la parálisis. En el ver no existe el observador, y así la acción es instantánea; no hay intervalo alguno entre la idea y la acción. La idea, la conclusión, es el observador –el veedor separado de la cosa que es vista–. La identificación es un acto del pensamiento, y el pensamiento es fragmentación.

La isla, el río y el mar siguen todavía ahí, y también las palmeras y los edificios. El sol surge por entre las masas de nubes apretadas que se remontan a los cielos. Con sólo un taparrabo los pescadores estaban arrojando sus redes para pescar algunos míseros pececillos. La pobreza que se acepta de mala gana, es una degradación. Tarde en el anochecer era agradable estar entre los mangos y las flores perfumadas. ¡Qué bella es la tierra!

24, septiembre, 1973

Una nueva conciencia y una moralidad totalmente nueva son indispensables para producir un cambio radical en la actual cultura y en la estructura social. Esto es obvio; sin embargo, las izquierdas y las derechas y los revolucionarios parecen pasarlo por alto. Cualquier dogma, cualquier fórmula, cualquier ideología forma parte de la vieja conciencia; son las fabricaciones del pensamiento, cuya actividad implica fragmentación –la izquierda, la derecha, el centro–. Esta actividad conducirá inevitablemente a matanzas de derecha o de izquierda, o al totalitarismo. Esto es lo que ocurre alrededor de nosotros. Uno ve la necesidad del cambio social, económico y moral, pero las respuestas provienen de la vieja conciencia donde el pensamiento es el actor principal. La confusión, el desorden y la desdicha que los seres humanos llevan en sí, están dentro del área de la vieja conciencia y, sin cambiar eso profundamente, toda actividad humana, política, económica o religiosa, sólo nos conducirá a destruirnos unos a otros y a la destrucción de la tierra. Esto es igualmente obvio para toda persona cuerda y razonable.

Uno debe ser luz para sí mismo; esa luz es la ley. No existe otra ley. Todas las otras leyes son hechas por el pensamiento y, en consecuencia, son fragmentarias y contradictorias. Ser luz para uno mismo es no seguir la luz de otro, por razonable, lógica, histórica o convincente que sea. Uno no puede ser luz para sí mismo si se encuentra en la oscura sombra de la autoridad, del dogma, de la conclusión. La moralidad no la produce el pensamiento; no es el resultado de presiones ambientales; no pertenece al ayer, a la tradición. La moralidad es hija del amor, y el amor no es deseo y placer. El goce sexual o sensorio no es amor.

Alto en las montañas era difícil que hubiera pájaros; se veía algunos cuervos, uno que otro venado y, ocasionalmente, algún oso. Las enormes sequoias, silenciosas, estaban en todas partes y convertían en enanos a los demás árboles. Era una región magnífica y completamente apacible porque la caza estaba prohibida. Cada animal, cada árbol, cada flor estaban protegidos. Sentado bajo una de esas macizas sequoias, uno percibía intensamente la historia del hombre y la belleza de la tierra. Una ardilla roja con aspecto de bien alimentada, pasó elegantemente junto a uno y se detuvo a pocos pies de distancia, vigilando y preguntándose qué hacía uno allí. La tierra estaba reseca pese a que cerca había un arroyo. No se movía una hoja, y entre los árboles reinaba la belleza del silencio. Al avanzar lentamente por el estrecho sendero, a la vuelta de un recodo había una osa con cuatro cachorros que tenían el tamaño de gatos grandes. Corrieron presurosos para trepar a los árboles mientras la madre se enfrentaba con uno sin hacer un solo movimiento, sin un solo sonido. Nos separaban unos cincuenta pies; era un animal enorme, de color pardo, y se hallaban preparado. Uno le volvió inmediatamente la espalda y se alejó. Cada cual comprendió que no había temor ni intención de hacer daño, pero igualmente se alegró uno de encontrarse entre los protectores árboles, con las ardillas y los reñidores grajos.