Días contados - Fabrizio Mejía Madrid - E-Book

Días contados E-Book

Fabrizio Mejía Madrid

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Estas crónicas fueron escritas un largo de los últimos años. Son el relato de las manifestaciones ideológicas que caracterizaron el cambio de milenio. En ellas se viven experiencias, se investiga la realidad, se rastrea una verdad fechada y precisa. Países primermundistas que intentaron proyectarse al próximo milenio el ejercicio de un neocolonialismo. Naciones Latinoamericanas cuyo desencanto explicar la realidad de un continente que alguna vez se sintió lleno de promesas. La exacerbación del yo como centro del universo, última estrategia para extraviarse en una sociedad que descarta el individuo. Días contados evidencia una voz inconfundible dentro del género. "Mejía Madrid es el autor más ocurrente de la nueva literatura mexicana y, después de Monsiváis, acaso de toda ella. Su imaginación raya con el delirio; su poder de observación, con la demencia. En cada detalle, el absurdo; en el absurdo, múltiples bromas." Lemus

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FABRIZIOMEJÍAMADRID

DÍAS CONTADOS

DERECHOS RESERVADOS

© 2013 Fabrizio Mejía Madrid

© 2021 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED140909BPA

https://almadiaeditorial.com/

www.facebook.com/editorialalmadia

@Almadia_Edit

Edición digital: 2021

ISBN: 978-607-8764-22-8

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

¿QUIÉN DIJO YO?

Este libro es sobre el futuro. O, mejor, de cómo el presente se nos convirtió en una eternidad. Comienza en 1989, cuando se habló del fin de las ideologías y de la historia: ya todo se ha dicho, todo se ha hecho, somos los últimos. Fue una época muy narcisa: ningún futuro vendrá después de nosotros. Nos la presentaron como una teoría pero, en realidad, no pasó de ser una eternidad hechiza, pirata, falsa. Lo que siguió fue casi tan apasionante como la caída del Muro de Berlín (no se cayó, la gente lo tiró) porque los futuros posibles aparecieron por todos los rincones: místicos, recicladores, magos de la autoayuda, la disolución de la muerte, el Viagra, el socialismo caribeño que se negó a morir, la resistencia temporal, el exilio, las drogas, la red. Esta reunión de crónicas me habla ahora de esos futuros que probamos en veinte años sin encontrar uno que satisficiera a todos.

Lo que permite escribir una crónica es que existen, simultáneamente, un ahora de lo vivido y uno de lo recordado. El presente de la crónica es un “en ese entonces” porque no importa que hayan pasado minutos o días del suceso, de su fecha; al escribirlo siempre será una reconstrucción de lo memorable. “En ese entonces” era muy pequeño cuando publiqué todas estas crónicas en diarios, revistas, y suplementos culturales. Algunas de estas historias han cumplido más de veinte años. Ahora ya sabemos qué le siguió a la Europa que se estaba unificando, a los Estados Unidos en la primera guerra contra Irak, a los libros de superación personal. Pero creo que vale la pena volver a visitar el momento en que se estaba decidiendo ese futuro. Ahora ya no asistimos a los desfiles militares, a las demostraciones de poderío para llegar a la Luna, sino a un espectáculo más sencillo, más igualitario y más egoísta: nosotros mismos. Si algo cambiaron las invenciones del Internet, las redes sociales y el iPhone es que ahora somos gente mirándose vivir: son medios para nuestra difusión personal. Sin saberlo cuando las escribí, estas crónicas dan cuenta de ello. Todas están enunciadas en primera persona. Son el espectáculo en capítulos de alguien como yo que se la pasó levantando acta de unos cuantos –trece– días y noches en el fin del siglo XX y el principio del XXI. Son sobre el futuro. Sobre el pasado de ese futuro. Y sobre la eternidad de este presente.

COBARDE MUNDO NUEVO

MI VIDA COMO ESPECTRO (1989)

Desde el principio todo es raro. El 14 de julio de 1989, día del Bicentenario de la Revolución Francesa, pasea, perdido por las calles de París, un espectro arrastrando una maleta sin ruedas de una correa que se ha roto. A casi cuarenta grados y con el sol a plomo el espectro, tras catorce horas de vuelo, ha tumbado el saco en un parque y se ha quedado sin los cigarros que iban en la bolsa. Ha llamado ya tres veces a las oficinas de AD89 sin entender que la calle no se llamaba “Osmán”, sino Boulevard Haussman. Acalorado, desvelado, jetlajeado, no ve el desfile de la Revolución Francesa. Ir hasta el lugar de los hechos en el día en que la humanidad cambió a los reyes por las guillotinas y a Dios por un asambleísta, para no ver más que calles cerradas al tránsito, grupos de personas con banderas francesas y algunos, los que tienen menos sentido del ridículo –no parisinos, desde luego–, con pelucas de Robespierre. El espectro camina durante horas, extraviado, casi sin voltear a ver a la gente que ya desde estas horas, el mediodía, destapa botellas de champaña barata. ¿A qué viene tanto esfuerzo? Quiere localizar las oficinas de AD89, una asociación creada desde 1985 con el propósito de redactar una nueva Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano. Muy originales, le han cambiado algunas palabras: Declaración de Derechos y Deberes de los Seres Humanos para el Tercer Milenio. Ahí empezó lo raro. ¿Tercer Milenio de qué? Los humanos tenemos mucho más tiempo en el planeta, y si se refieren a Jesucristo, eso no es muy tolerante porque excluyen a dos terceras partes de la humanidad, que no son católicas. El borrador de la nueva declaración comienza con una frase bíblica: “Quien tenga ojos, que mire. Quien tenga oídos, que escuche”.

El espectro llega a las oficinas de duelas de madera y puertas de los tiempos de Haussman –“Osmán”, el abuelo del Mago de Oz–, y una rubia nerviosa, tensa, incómoda, con un cigarro forjado a mano, le hace llenar un formulario. Él escribe lo que puede y le pide desesperadamente un cigarro. Ella le pasa una bolsa de tabaco y un papel de arroz. El espectro nunca fue un buen mariguano y le pregunta si se lo puede forjar. La francesa bufa pero lo hace. “Bufar en Francia es parte del lenguaje”, piensa el espectro, “como la rebelión, las barricadas, la violencia siempre preparadas pero rara vez utilizables: Comuna de París, mayo de 1968. No más. La Revolución Francesa siempre es una opción, aunque nunca se le escoja”. Quiere apuntarlo, pero ha perdido su libreta junto con el saco que botó. Hay errores que tienen muchas consecuencias. Enciende el cigarro, le da la primera calada, y recobra su condición de ser humano. Tiene un nombre, un país, un número –147–. Ya estoy acreditado. Y me subo a un bus que tiene como destino el Salón del Palacio de Europa, en Estrasburgo. En el Parlamento europeo se reunirá una nueva generación de menores de treinta años. Así, nada puede resultar normal.

* * *

El contraste entre donde duerme uno y donde sesiona es contundente: los cuartos no tienen baño –hay que mear en el lavabo o salir al baño común de todo el piso– y las camas son de presidio. Ya lo ha dicho alguien más: hay que tener un cuarto con una vista. La mía es de la Selva Negra, del oscuro bosque de Alsacia, con su humedad y sus mosquitos. Estoy justo en el lugar en el que se dio una de las discusiones filosóficas más importantes, que señalaría la entrada al siglo XX. En 1870, Alemania se anexa Alsacia y Lorena. El argumento es que son alemanes por idioma, raza, costumbres. No son franceses. Francia, por su parte, hundida en las incertidumbres de lo que ha provocado desde la Revolución de 1789, culpa de todo al “suicidio” de la nación. Pero argumentan desde un nivel distinto: una nación no es una raza o un idioma, sino un contrato. No se puede hacer de Alsacia una parte de Alemania “sin el consentimiento de sus ciudadanos”. La nación no es la sangre sino un plebiscito cotidiano; las conciencias de los hombres no pueden reducirse a un “espíritu” nacional. La teoría de hace doscientos años es que uno acuerda pertenecer a tal o cual cultura pero es, en principio, una parte de la raza humana. Ésa es la idea que anima –creo– una reunión de jóvenes para pensar una nueva carta de derechos humanos. No creo que salga nada novedoso, pero reafirmar ese ánimo es importante. Desde la ventana miro el bosque negro, mosquitos volando en la humedad, con sus avenidas en alemán. Y estoy en Francia. Alsacia y Lorena, a pesar de hablar alemán, escogieron ser francesas. Respiro profundo, me viene la tos, y salgo a encontrarme con el Palacio de Europa.

El salón donde sesiona el Parlamento Europeo será usado por gente como yo, cuyos bolsillos traen unos cien francos. Miro a mi alrededor: los brasileños en sillas de ruedas aportan la parte discapacitada; los chinos de traje aportan la indignación por la matanza de Tienenmen; algunos árabes, en sus trajes musulmanes –las mujeres tapadas de la cara– le dan el toque exótico. Me siento en el curul, meneo los canales de traducción simultánea y oh, sorpresa, no existe el español. Francés, inglés, nada más. ¿Y los chinos? ¿Y los españoles? El salón está lleno y una tercera parte de la asamblea cambia los canales de la traducción. No importa que entendamos inglés y francés. El punto es que hemos elegido pertenecer a una parte del mundo –muy grande– que habla y escribe en español. Los latinoamericanos nos miramos sin creerlo. Los españoles no han acabado de desayunar –la novia le sube el desayuno a él en el cuarto, me han dicho. Una ecuatoriana, Isabel, dice lo que opinamos:

–Es el idioma geográficamente más extendido en el planeta.

–Somos seiscientos millones de hispanoparlantes –completo, y dudo si no será el ruso el más extendido, por el tamaño absurdo de la URSS.

El moderador central –Jean Michel Blanquer– promete conseguir para el día siguiente un traductor en español. Accedemos y cada quien elige entre dos idiomas ajenos. Hay algo raro aquí: organizas un congreso donde la tercera parte de los asistentes habla español y les propinas una descortesía. Hay algo mal. O esto está organizado al vapor o no importa “oír si tienes oídos”. Quizá sólo quieren una asamblea que vote en masa por el borrador de los organizadores. Es una táctica para un fin personal.

Las dudas se disipan en el receso para almorzar. Me piden que entregue mi acreditación, lo que significa irme de regreso y ya no participar del acto de hermandad que significa pensar en los seres humanos. Pero, ¿por qué?

–Usted habla inglés y reclama por el español. Vimos cómo se rió de un chiste que sólo hizo el traductor británico –dice Blanquer, con sangre en la nariz por la ira.

Le tiro la acreditación al suelo. Él no se digna en recogerla. Se da la vuelta. La rubia que me dio el cigarro, la que forjó el cigarro en París, la que me devolvió con el humo la humanidad, se agacha, la recoge, y me la vuelve a entregar:

–Confusión, confusión –explica, agitando las manos, en español o en francés. Es la misma palabra.

La credencial ha perdido todo valor para mí. La miro por ambos lados y no me la cuelgo, sino que la doblo en la bolsa trasera del pantalón. Ya no quiero hacer una declaración de derechos humanos nueva para el futuro. Lo que quiero saber es qué está pasando aquí.

Durante el almuerzo infame, indigno de Francia y de Alemania, y hasta de las trincheras de la Revolución, leo el primer artículo del borrador que me han enviado con antelación: “Todos los seres son universalmente iguales, pero, en particular, diferentes”.

Y, parafraseando a Orwell: hay unos más “diferentes” que otros.

Y me sigo: hay unos más universales.

Hay otros más particulares.

El encanto de la idea se ha roto. No así el pan, que es incomible.

* * *

AD89 es una asociación formada hace apenas cuatro años por tres estudiantes de la Sorbona. O, al menos, eso es lo que decían en una carta de invitación que mandaron a quinientos jóvenes de todo el planeta. La verdad, sólo llegamos como ciento ochenta. La verdad es que no me llegó a mí, sino a un amigo de un partido de derecha mexicano y yo pedí limosna a un periódico para que me pagaran el boleto de avión. Quería conocer Europa. Y la verdad también es que no son sólo unos estudiantes. Sus apellidos resuenan en lo más rancio de la derecha francesa, la de Georges Pompidou y Jacques Chirac. Uno de ellos es François Baroin, hijo de Michel Baroin, quien desde una de las aseguradoras más grandes de Europa compró en 1985 la tienda FNACy la convirtió en una cadena. Como el padre de François murió en febrero de 1987 saliendo de Camerún en una avioneta, el hijo fue prácticamente adoptado por Jacques Chirac, el actual alcalde de París. Antes de morir, el padre de François era el presidente del comité de conmemoraciones del Bicentenario de la Revolución Francesa. Así que el chico de veinticuatro años ha tenido la oportunidad de organizar su encuentro en el Palacio de Europa con el apoyo incondicional del alcalde de la capital del país. Jean Michel Blanquer es también un yuppie derechista apoyador de Chirac, que se pone rojo cuando le aviento una credencial. Y Richard Senghor es el hijo de Léopold Sédar Senghor, amigo de Pompidou y presidente de la República de Senegal, recién independizada, en 1960.

En un país latinoamericano esta “feliz coincidencia” sería tachada de corrupta, pero no en los festejos del Bicentenario de la primera Revolución, ever. Por eso el diario francés Liberation ha llamado al encuentro en Estrasburgo “la fiesta de los hijos de papá”. Pero se ha quedado corto: aquí no está elPSOE de España, ni siquiera el Partido Popular, sólo el franquista Frente Nacional; aquí no están las juventudes del Partido Comunista de la Unión Soviética, sino los chinos de traje Armani que protestan contra la masacre de Tiananmen, sin ocultar que viven en Francia financiados por la fundación de Giscard d’Estaing –los pines con la estatua de la libertad de alambre de púas de la plaza no disimulan el nombre de don Valéry–; aquí no existe la deuda externa de América Latina, sino la preocupación por “cómo respetar la identidad de la persona humana” (una de las dos preguntas redactadas en mal español en la convocatoria). ¿Hay personas no humanas? ¿En qué quedamos?

Ayer alcancé a ver a Baroin, Blanquer, y Senghor en un descapotable con sus novias. A toda velocidad iban las modelos del Bicentenario por las calles en alemán de Francia. A ellas las conocía porque aparecen en los carteles que publicitan las conmemoraciones; sus rostros muestran una aparente diversidad: rubia, castaña, morena. Si el inventor francófono de la negritud, Aimé Césaire, viera al hijo de Léopold Senghor... A ellos, los he ido conociendo con los días que llevamos aquí. Ando a pie y ellos se pasan un alto a toda velocidad. Todos vamos a una fiesta donde los musulmanes te amenazan si miras a una de sus veinte esposas, donde los brasileños no pueden bailar porque están en sillas de ruedas, donde el líder de las Juventudes del Frente Nacional de España asegura, con su cabeza cuadrada, frente al encargado de la juventud en la Generalitat de Catalunya:

–Hombre, tío, claro que existen las razas. Te puedo decir que los catalanes son genéticamente superiores a nosotros.

“Artículo Primero: Todos los seres humanos son universalmente iguales y, en lo particular, diferentes.”

Los “delegados” franceses y francesas intentan que la fiesta se convierta en una campaña política: “Jean Michel. Jean Michel”, corean por sobre la música de The Cure (la recopilación: Standing at the beach, con el viejo que no es el árabe al que acuchillan en El extranjero de Camus), pero no resulta. El yuppie, el “hijo de papá”, no despega. Todo esto es una forma de colocarse dentro del escalafón de la política francesa, europea, en pocos años. Con todos los apoyos políticos posibles, el reinado de los tres yuppies, Baroin, Blanquer y Senghor, comienza aquí. Y nosotros, los ciento ochenta jóvenes que vamos a firmar la nueva declaración de derechos humanos de 1989, somos la carne de cañón. La carne de avión. ¿Para esto viajé durante más de medio día? ¿Para tomar cervezas sin alcohol? Ah, qué la derecha. Nunca ha sabido divertirse.

* * *

El de AD89 es un mundo nuevo, no necesariamente mejor. El socialismo ya no existe, por ejemplo. Los rusos –soviéticos– han colgado un letrero donde avisan que harán una huelga de hambre para protestar porque no les han dejado entrar a la discusión –que no se da– del borrador, y que esperan aprobar, sin cambios, tres yuppies europeos. Ahora me queda claro: a los demás nos necesitan como avales mudos. Los únicos que han protestado son los soviéticos. La huelga de hambre es en un hotel del centro de Estrasburgo, carísimo. Inaccesible para mí, que soy casi un indocumentado. Sigo las instrucciones hasta el Hotel Esplanade y, tras tocar a la puerta, me abre una polaca guapísima, salvo por los dientes chuecos. Los soviéticos están en huelga de hambre pero no de sed: toman vodka. Tienen como cincuenta años, son panzones y están borrachos. Los partidos comunistas por todo el mundo tienen el mismo problema: los líderes de sus juventudes están a punto de palmarla. Y sus protestas no involucran la prohibición del alcohol. Así que, cuando llego, hay dos calvos llamados Dimitri que me reciben ahogados, sin poder hablar; ciudadanos de lo que Gay Lussac –un habitante de la tradición cartesiana– mediría como peligroso.

–Bienvenido al soviet –dice la polaca.

Y se abre una suite dieciochesca, nada de lujo proletario, vayan ustedes a creer: sedas, brocados, cubrecamas bordados. Más parece una estampa de tiempos del zar. El socialismo, en efecto, ya desapareció.

De regreso, en las mesas de “discusión”, aparece el tema de la educación religiosa en las escuelas. Son los islamistas de bata y turbante quienes lo proponen: los iraníes de barbas extensas. A mí se me ocurre contraponerles la idea de que, si va a haber educaciones religiosas, entonces se consideren todas las creencias, incluyendo al marxismo. Los franceses se fascinan con mi ocurrencia y uno de ellos se presenta como estudiante de filosofía:

–Interesante tu idea. El marxismo es una creencia, como el Islam.

No quise decir exactamente eso pero agradezco que, por primera vez, un organizador de este bodrio escuche algo de lo que se discute; no le contesto sino con una sonrisa. No puedo dejar de pensar qué le pasó en el cabello que está compuesto de girones por toda su cabeza. ¿Estuvo en una explosión radioactiva?

“Artículo 17. Estamos por el desarme nuclear.”

* * *

Con casi un año de diferencia, los dos renovadores del marxismo francés se vieron, hace no mucho, en las páginas de los diarios. No era en la sección universitaria, sino en la nota roja. El 3 de octubre de 1979, Nicos Poulantzas revisó por tercera vez una estadística socio-económica: en Europa los obreros habían disminuido ante el crecimiento de las clases medias. Dobló la hoja sobre el escritorio, abrió la ventana y, abrazado de un librero con sus textos sobre el Estado capitalista, y los de Karl Marx, se tiró desde el piso veintidós de la Torre de Montparnasse. En noviembre de 1980, su maestro, Louis Althusser tuvo un quiebre psicótico durante el cual terminó asesinando a su esposa. Desde entonces, el crítico del Partido Comunista Francés, que durante un tiempo vigiló sus actividades sexuales con “mujeres trotskistas”, está en un manicomio. Uno de sus alumnos, Saloth Sar, llamado después Pol Pot o el Camarada Uno, funda el Estudio de París, germen de lo que después serán los Khmer Rojos, un régimen que hizo desaparecer por tortura, hambruna –su idea fue abolir la moneda, las ciudades, y las universidades– y ejecuciones a una cuarta parte de los habitantes de Camboya. Pol Pot se casó el mismo día (con Khieu Ponnary) que salió de Francia para hacer la Revolución en Camboya, en 1956. El día que escogió para los dos eventos fue un 14 de julio.

Sí, el socialismo se acabó hace mucho, pero sigue produciendo sueños que terminaron en pesadillas. Pero, ¿qué hacemos? ¿Dejamos de soñar? ¿O de plano, inventamos la sociedad del insomnio?

* * *

En el cuarto de junto duerme una pareja de uruguayos. Ella es compacta, del tipo gritón. Y él, en los huesos, se aplica todas las noches a cumplirle sus expectativas orgásmicas. La cabecera de su cama golpea mi pared por lo menos en dos secuencias durante todas las noches. Están tan cerca de mí que yo también enciendo un cigarrillo cuando han terminado. Compartimos, como todo el piso, un baño. Ayer me duchaba durante los tres segundos antes de que corte el agua –hay que oprimir un botón para que vuelva a salir–, y empecé a escuchar en la cabina de junto el golpeteo de una cabeza contra el metal.

–Fuerza, Uruguay –tuve que intervenir.

Del otro lado se hizo un silencio, luego risitas, y se reanudó el juego.

A los uruguayos nunca los vi en las discusiones ni en los almuerzos tibios ni en nada. Sólo los conocí por sus ruidos. Creo que fueron los que mejor entendieron este viaje a la Francia de los yuppies. Se me ocurre pasar una hoja antes de la plenaria con un agregado al borrador que los franceses aprobarán sin escuchar ni ver las diferencias: “El que tenga novia, que se la tire. El que no, que se conozca a sí mismo”. La hoja circula en espera de que lleguen los organizadores y se va llenando con artículos inventados de una Declaración de Derechos Humanos Imposible: “Ningún ser humano debería pasar por periodos de abstinencia”, o “El derecho al orgasmo es inalienable”, o “Por la abolición del periodo menstrual”.

* * *

La última plenaria es presidida por Blanquer. Es una simulación más: entre papeles de propuestas que se han ido acumulando, plantea un “resumen”: es el mismo maldito borrador que se ha querido aprobar desde hace ocho días, mismos que tenemos aquí encerrados, desde el 16 de julio. Hoy es 23 y es la despedida. La sesión resulta caótica porque nadie está dispuesto a viajar tantos kilómetros sólo para levantar la mano y asegurarle a Blanquer, a Baroin o a Senghor un lugar en las celebraciones del Bicentenario de la Revolución Francesa. Porque todo esto –lo he entendido con el tiempo– es una maniobra provinciana mezquina: el 26 de agosto los tres leerán la Declaración al presidente Mitterrand, saldrán en la televisión, y tendrán su minuto de atención en Antena 2. Ellos que han dicho que “carecen de cualquier legitimidad, salvo ser ciudadanos del mundo”. ¿Cuáles? Son parte de una élite europea que desprecia al resto de la humanidad. Hace unos días, Blanquer se acercó a platicarme que quiere hacer su servicio social en Colombia. No quise su tregua. Yo sólo le presenté una evidencia:

–Te va a ser difícil. Allá también hablan español.

En medio del caos, los papeles acumulados en la mesa que preside, la falta evidente de experiencia de Blanquer, Baroin y Senghor en dirigir una asamblea de más de cien personas que están hartas de mal comer, mal dormir, no coger –no los uruguayos, claro–, y no ser escuchados como iguales, surge un momento de verdadero debate: las mujeres de la asamblea han logrado una propuesta: el derecho a elegir la contracepción y el aborto. Hay aplausos y la mayoría quiere que se vote de inmediato. Se levantan las manos. Es, por mucho, una mayoría calificada. Pero Blanquer, rojo en el micrófono, dirá:

–No alcanzó las dos terceras partes de esta asamblea –rechifla–. Sesenta y cinco por ciento estuvo a favor, veintitrés en contra y doce se abstuvo.

Es el caos. Las mujeres piden un recuento. El Palacio de Europa se va hundiendo en las risotadas, los gritos, los silbidos. Los líderes consultan entre sí. Tapan con las manos sus micrófonos. En un acto de locura yo me quito un zapato y golpeo la mesa. Supongo que les molesta que recuerde al loco de Nikita Krushev. A lo mejor ni siquiera conocen la referencia. Pero el carnaval se apropia de la última sesión. Hay por ahí un grupo de árabes que quieren que el Louvre regrese las tumbas egipcias. Los africanos apoyan. Nadie les pone realmente atención. “Quien tenga oídos...” Alguien de Los Seres Humanos Asociados, una ONG que convoca a esta reunión junto con AD89, toma el micrófono y propone:

–¿Y esta declaración de derechos y deberes humanos se le aplicará a los extraterrestres?

Decidimos levantar las manos para que quedara semejante disparate incluido en la Declaración. Imagínense la cara de Mitterrand cuando le lean eso. Pero los yuppies no son estúpidos y se niegan a tomar esto en serio. La nave se hunde entre gente que se va a jugar al futbol en los jardines de Estrasburgo; otros, que le dan la espalda a la mesa principal, ya platican en la cafetería del Palacio. Yo quiero tomarme una cerveza observando la catedral. La iglesia está llena de monstruos, diablos, monos que gritan porque era la última frontera entre católicos y protestantes. Tardaron cuatro siglos en construirla. Es como una señal para asustar, para convencer por miedo de no convertirse a otra fe. Y me pongo el zapato para irme de ahí y no volverlos a ver más. Mientras subo las escaleras del pasillo, un barbudo de Irán quiere hacer una declaración. Lo que dice termina con todo:

–El siguiente siglo será islámico o no será.

Me quedo pensando en su frase que sonó a una amenaza, mientras veo un juego de futbol en los jardines. Hace calor y me siento un segundo en el pasto. Junto a mí, alguien dice:

–En mi país si hubiera una declaración de derechos humanos sería así: Artículo Primero: PUMMM, PUUUMM, PUMMM. Artículo Segundo: VCUUUUMM, VCUUUM, VACUUUUM. Artículo Tercero: PFUUUU, PFUUUUU, PFUUUUU.

.–¿De dónde eres?

–Milton, de El Salvador –me extiende la mano.

Nos fuimos platicando hasta la catedral románica y gótica sobre la situación de la guerra en Centroamérica. Yo le conté que había venido hasta aquí con tan poco dinero que iba a tener que pasar una semana en París durmiendo en las estaciones del metro –ése era mi genial plan– y él me ofreció:

–Tengo una casa en las afueras de París. Puedes quedarte en mi sofá.

* * *

Con los días he ido aprendiendo quién es Milton. Es un salvadoreño exiliado en París por la guerra centroamericana. No tiene trabajo, aunque, a veces sale por las mañanas y regresa dos horas más tarde. Es muy delgado y el cabello le llega a los hombros. Se ríe de todo. Tiene un amigo en París, otro salvadoreño que dice llamarse Orlandito de la Virgen. Lo inventó. Los dos dicen mantener relaciones con el Frente Farabundo Martí, la guerrilla salvadoreña, pero no les creo. La mayor parte de las veces, Milton me lleva a comer a un supermercado a unas cuadras de su casa. Abrimos paquetes de galletas, comemos rebanadas de pan con la rapidez de quien tiene hambre y no quiere un mal encuentro con la policía francesa. Él me dice:

–Vámonos a desayunar, compita.

Y, en realidad, robamos. Nos saltamos todos los torniquetes del metro. Me ha enseñado a abrir puertas con palancas ocultas. A colarme al Louvre cuando los grupos de ancianos llegan en masa y distraen a los vigilantes. Una vez adentro, para no salirnos a comer y arriesgarnos a no entrar después, él llevó panes rellenos de huevo revuelto. La gente no podía creer la cantidad de migajas que dejamos por los pasillos del museo, justo delante de La Libertad guiando al pueblo francés. No es que yo sea así, sino que esto es París, soy latinoamericano y no tenemos dinero. Debajo de un puente, me lleva a un mercado de equipos usados del ejército. Hay cascos, granadas, pistolas, rifles de asalto, uniformes camuflados. Pregunta precios pero no compra nada. Sólo levanta un casco con un boquete en la izquierda:

–A este compita este casco ya no le sirve –y se ríe. Se ríe de todo lo negro.

Duermo en el sofá, junto al teléfono. Mi maleta rota está abierta de par en par en la sala. Nunca hay nada en el frigo. No sé ni para qué tiene un frigo. Un día me dice que va a ser una fiesta especial porque voy de regreso a México a la mañana siguiente. Prepara un “estofado”, que es un caldo de grasa con sal en la que flotan unos huesos casi sin carne. Se lo agradezco. Hasta la casa de dos pisos del barrio industrial de Gentilly llegan sus invitados: Orlandito de la Virgen, un colombiano, un mexicano con botellas de tequila Sauza. Es de nuevo un caos: a gritos, en español, con Willy Colón a todo volumen, hablando de guerrillas, de la revolución, de América Latina. No se discute a Robespierre, ni a Marx. El colombiano pontifica sobre el derecho a la violencia contra una injusticia. Bostezo. En algún momento, Orlandito de la Virgen me trata de vender un perfume francés. Me lo ofrece a la mitad, al rato, a la mitad de la mitad. Me lo acaba regalando:

–Para tu madre.

La fiesta sigue, entre gritos, llega la policía, le bajan al volumen, me quedo dormido en mi sillón.

A la mañana siguiente muy temprano, a las seis de la mañana, tocan el timbre. Abro. Es, de nuevo, la policía. Ahora con una mujer vestida de enfermera:

–¿Y usted quién es? –me pregunta.

–Soy invitado de Milton pero ya me voy al aeropuerto. Hoy sale mi vuelo.

–¿Quién es Milton para meter gente? –dice la mujer y le explica al policía–: Ésta es mi casa. Yo acabo de llegar de Normandía, de unos cursos. No sé quién es esta persona –me señala.

Mientras meto como puedo mi ropa en la maleta rota, Milton baja, se encierra en la cocina con la enfermera y discuten tratando de susurrar. El policía sigue en la puerta, aburrido, esperando. Le doy los buenos días y salgo rumbo al metro, jalando mi maleta, como un espectro. “Artículo Primero: Todo ser humano debe tener derecho a una vivienda digna. Y a un cigarrillo en la mañana.” Me los he dejado en la mesa junto al teléfono.

Y, ahora que lo pienso, de Milton jamás me despedí.

EL ORDEN DEL ZOOLÓGICO (2000)

No le tengo miedo a los aviones pero igual me metí las pastillas del Chileno con un whisky.

–¿Qué son? –le pregunté después de echar la cabeza hacia atrás y sentir el siseo del whisky en la nuca.

–Son de mis hijas –explicó–: déficit de atención.

Era insoportable el Chileno porque le daba ansiedad el avión, tenía sinusitis y soltaba aire por la nariz antes de cada frase. El aire que salía olía a químicos y alcohol. El Chileno era, además, insomne, por lo que no dormimos. La aeromoza se fue a dormir y nos dejó la botella.

Cuento esto porque cuando finalmente llegamos a Hannover –en Frankfurt yo había encendido un cigarro sin darme cuenta, hubo insultos, miré el cilindro humeante y amenacé a una española lesbiana con apagárselo en la lengua si no dejaba de decirme “cerdo asesino”– la cosa ya estaba fuera de control, es decir, ya muy Hunter Thompson, muy abogado de Samoa, casi Jim Morrison.

Al llegar a la EXPO Mundial 2000, el Chileno alza los brazos y grita:

–Bienvenido al siglo XXI, huevón –tropieza con un poste y cae tomándose la cabeza. De hecho, llegamos a ver a nuestra jefa –la que pagaba la crónica–. Parecemos vagabundos: yo tengo una marca de pasto verde en la rodilla y el Chileno sangra de la ceja.

Todo lo que puede verse es una imagen nublada, con párpados caídos, con la lengua entumida, de un parque temático del mundo, ahí donde los países se disfrazan de Disney World; donde Estados Unidos y China son Mickey, Europa es Pluto y el resto somos los sin nombre de los animales de caricatura. Quince hectáreas en los que cada país disfrazaba sus horrores de algo “típico”, idiosincrático, la parte por el todo:

a) Unos llamados “los canadienses” forran conos de metal con pasto escrupulosamente podado, para que parecieran árboles.

b) Otros ___________ (escriba aquí cualquier país árabe como, por ejemplo, Yemen) levantan castillos de Las mil y una noches con todo y unas dunas que necesitan estar eternamente mojadas para que no se las lleve el viento.

c) Los de un lugar “Singapur” trasplantan un templo auténtico –ya se imaginarán a sus feligreses mesándose los cabellos por la extraña desaparición del templo del vecindario.

El Chileno y yo miramos –yo me tapo un ojo para no ver doble– los edificios de papel, como el de Japón o los de madera sinuosa como el de República Checa, junto a una mole cuadrada de color de rosa que domina el centro del cuadrilátero. Porque esto es una competencia, como las Olimpiadas. De lo que se trata es de ser más ecológico, más reciclable, más energías “limpias”. Todo para que, cuando hayamos muerto por extinción masiva, los extraterrestres vengan a reconocernos con el premio a la estupidez, la ociosidad, y el despropósito: intentamos salvar al planeta pero esto quedó. Atentamente, Discovery Channel.

Le damos besos y abrazos a la encargada del Comité de Besos y Abrazos –no sé cuál es su cargo pero tiene mi dinero– y entonces ella, muy seria con su cabello amarrado, muy apretados los vaqueros sobre los muslos, me pregunta quién es el Chileno, que ha tratado, creo, de besarla en la boca.

–Es mi traductor –le digo sin que medie el cerebro en la cuestión. Le estoy dando una vista única a mi cerebelo, o a la parte reptil de mi cabeza, esa que me lleva a la aniquilación de todo lo que me cansa de mí mismo y del mundo: el sentido, el equilibrio, la postura erecta. Tuerce la boca. Desaprueba que El Chileno, al que he conocido en el avión, tenga algo que ver con la EXPO Mundial 2000. Él –recuerdo que me contó mientras sacaba un jarabe para la tos en espray, que inhaló y lo tuvo ido tres segundos– viene a ver a las hijas que tuvo con una alemana. La dictadura de Pinochet dejó chilenitos por todo el planeta. Pero se ha quedado conmigo desde el avión y ni modo de ponerlo sobrio y recordarle sus obligaciones paternas. Yo no soy quién para hacerlo regresar al mundo real. Tiene pastillas, tiene gusto por el bourbon, no me cae bien, lo detesto un poco, huele raro –todas características de un buen amigo– así que, simplemente, lo incluyo en el paquete que el Comité de Besos paga.

–Guten tag –dice el Chileno a pesar de que son las cuatro de la tarde. Los ojos se le van en sentidos contrarios.

De repente ya estamos en el piso que nos han dado, estamos comprando una botella de Jack Daniel’s en la tienda de abajo. Seguimos hablando. No sé de qué. Entiendo un tercio de su español. No hemos dormido en muchas horas. Me tiento la bolsa y saco una caja de Gitanes. ¿Cuándo compré cigarros franceses? Lo último que recuerdo es que empecé a toser.

A la mañana siguiente estamos con lentes oscuros y nos subimos al tren casi con la esperanza de que un inspector nos atrape por no haber pagado el boleto. Y entramos a la Feria con nuestros pases electrónicos, cortesía, creo de la BMW.

Anunciada como la feria mundial del siglo XXI, la que devolvería a Europa y a la Alemania recién reunificada al centro del mundo, la EXPO 2000 es un mundo sin los Estados Unidos. Se habla del “boicot norteamericano” y su ausencia se asoma detrás de los plácidos pabellones de Nosotros, el resto del mundo: el rap en los conciertos al aire libre, los doce McDonald’s que hay por toda la feria, el inglés como moneda de cambio entre anfitriones y visitantes, la insistencia en que la Coca-Cola que se vende “da empleo a 4 mil alemanes”.

El mundo sin los Estados Unidos anuncia nuevas ideas para la sustentabilidad, ensaya medios limpios para generar energía, comida y trabajo, intenta imaginar el futuro de lo natural: una pantalla interactiva –donde nuestros nietos conocerán a los animales– proyecta un mundo feliz de viveros con abejas virtuales que zumban desde pantallas con altavoces. El Chileno y yo alucinamos entre los andadores de esta feria, que está dividida entre norte y sur, subidos en un teleférico que se atora a cada rato: no es el futuro lo que estamos viendo sino el presente de la imagen del mundo. Las pantallas. Es un mundo sin edecanes –te saludan desde una pantalla virtual en todos los idiomas–, sin animales –hay fotos de ellos, documentales–, sin plantas: en todos los pabellones se reinventa el árbol como una media esfera podada sobre estructuras de madera reciclable. Si Estados Unidos es una versión gigantona de la industria contaminante con sus petroleras y sus fábricas de acero, aquí Europa muestra la conciliación de la tecnología de las imágenes con lo natural: todo pabellón puede ser, en teoría, reciclable y vendible, desmontable y puesto en otro lugar. Es como si Europa anticipara un nuevo nomadismo que, al final, no será más que el de la mirada sobre una enorme pantalla de plasma.

En el último restorán sobre el Boulevard 2 –el enorme espacio que iba a ocupar Estados Unidos–, un gringo se cruza de brazos mientras unos adolescentes de Hannover compiten por saber quién de ellos tardará más en caer de un potro mecánico. Es todo lo que hay entre la maleza que crece sin control: un cuarto con un caballo de pistones. El gringo es un gordazo de brazos tatuados con calaveras. No puedo verle los ojos: los lleva cubiertos por un sombrero texano. Es, en más de un sentido, un vigilante.

Los gringos no son los únicos ausentes. Mientras el Chileno va por más Jack Daniel’s a la tienda que está abajo del piso que nos han asignado –afortunadamente tiene dos recámaras porque, cuando ocasionalmente duerme, el Chileno ronca–, me tapo un ojo para ver los informes que amablemente la BMW nos ha compartido (de hecho, el tema de la feria es para anunciar un nuevo modelo de auto menos contaminante). Según las estadísticas oficiales de la EXPO