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Convencido de que, mirando con los ojos del alma, por todos lados se puede detectar un sentido profundo y una presencia amorosa de Dios, el autor ofrece una serie de reflexiones y meditaciones, breves y sencillas, que se detienen en fragmentos de existencia, anecdóticos muchas veces, en busca de Dios. Un Dios que es –y así se estructuran las meditaciones del libro– creador del universo y de cada persona concreta; redentor del mundo y de la historia personal de cada uno, y santificador por la vía del amor. Un Dios que es piedra angular y clave de arco: el sentido último de la vida, dibujo de fondo y esbozo entrevisto, siempre presente y siempre anhelado.
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Seitenzahl: 242
Veröffentlichungsjahr: 2024
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JoséManuelFidalgoAlaiz
© SAN PABLO 2024
Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid
Tel. 917 425 113
[email protected] - www.sanpablo.es
© José Manuel Fidalgo Alaiz, 2024
Distribución: SAN PABLO. División Comercial
Resina, 1. 28021 Madrid
Tel. 917 987 375
ISBN: 978-84-285-7221-7
eISBN: 978-84-285-7240-8
Depósito legal: M. 23.450-2024
Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)
Printed in Spain. Impreso en España
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El mundo ha sido hablado por Dios en dirección al ser humano. Todas las cosas son palabras de Dios dirigidas a aquella criatura que, por esencia, está determinada a hallarse en relación de Tú con Dios. El ser humano está destinado a ser el oyente de la palabra-mundo.
RomanoGuardini, Mundo y persona
* * *
No te dejes engañar. Siglos de pensamiento materialista nos han adiestrado a no mirar. Solo captamos el mundo con una inmediatez opaca e insípida, carente de significado profundo. Nos han colocado unas gafas con las que no se ve nada más allá de la aparente normalidad y naturalidad de lo físico. Parece que todo ocurre sin más, que todo es una realidad mostrenca y material; pero no es así: todo es más de lo que parece. Por todos los rincones, en todos los momentos de nuestra vida, asoma algo más. Todo está lleno de símbolos que remiten a una realidad más profunda.
Abre los ojos. Aprende a mirar la realidad de otra manera. Si te fijas bien, verás que asoma por todos lados un sentido divino y una presencia amorosa. Todo está transido de Dios. Son destellos de eternidad en el tiempo. Dios está cerca, muy cerca, se podría incluso decir que demasiado cerca. Su continua y discreta cercanía pasa desapercibida a unos ojos acostumbrados a no ver sino lo material inmediato. Incluso llegamos a pensar, oh paradoja, que el autor de todo lo que existe... no existe. Y quizá buscamos a Dios donde no está, en una especie de espiral de escapismo infructuoso, un anhelo quizá de algo extraordinario que nunca llega. La existencia cotidiana se vuelve así sosa, vacía, fría y sin sentido. Y dolorosa.
La vida sin sentido, sin nada más, habitualmente se rompe en mil pedazos: piezas absurdas de un gigantesco puzle que nunca encaja.
Las páginas que siguen son pequeñas reflexiones, pensamiento vivo que mira esos fragmentos de existencia desde la fe, en busca del Dios vivo. Ese Dios que es piedra angular y clave de arco: el sentido último de todo, dibujo de fondo y esbozo entrevisto, siempre presente y siempre anhelado.
Algunos de estos pensamientos han sido meditados repetidamente, quizá durante años. Tienen su origen en historias, en personas, en el aula con alumnos, en libros, en excursiones de montaña, en gratas conversaciones de amigos.
Las he llamado meditaciones. En realidad, son al mismo tiempo pensamiento rezado y oración pensada. Un mismo movimiento con una doble dirección: desde la oración a la reflexión teológica y desde la teología al diálogo con Dios. Por eso, no es posible delimitar con exactitud dónde empieza y dónde acaba ese movimiento, qué es meditación y qué es reflexión teológica. Quizá deba ser así, una especie de circularidad entre la fe y la razón.
Aunque la búsqueda del sentido nunca concluye en esta vida, se puede entrever la luz de Dios en todo lo que observamos. Tenemos que volver a mirar la realidad de otro modo, mirar bien, admirar lo que nos rodea, detenernos de un modo más reposado y contemplativo en la existencia cotidiana.
Se divide el texto en tres capítulos: «Mi creador», «Mi redentor» y «Mi santificador». No pretenden en todo caso ser capítulos cerrados, sino más bien orientativos. La presencia de Dios como creador, redentor y santificador son percepciones del alma cristiana, pero sin límites precisos.
No pretenden estas páginas cerrar sino abrir. Abrir la mirada al sentido del mundo. O mejor, habría que decir entreabrir. Porque a más no llegan. Salen a la luz con el ánimo modesto de compartir con los lectores esta «ejercitación de la mirada cristiana», de la que hablaba Guardini. O también una mirada que busca ese «algo santo divino» detrás de las realidades habituales, de la que hablaba Escrivá.
Querido lector, te sugiero que leas estas páginas con paz, meditando... y buscando en Dios el sentido de lo que te rodea.
* * *
Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir... a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.
SanJosemaríaEscrivá, Conversaciones
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho (Jn 1,1-3).
Todo el pensamiento cristiano vuelve una y otra vez al mismo punto, como clave de arco de todo el edificio. Dios no es algo, sino alguien. No es idea, sino persona. No es una generalidad abstracta, sino una realidad concreta. Un Dios que está aquí, vivo, presente, fundante y donante, con su mirada viva dirigida hacia mí. He de aprender a mirarle y escucharle.
Dios es el origen de todo, el punto álpha de la existencia. Pero no solo como causa física del mundo, sino como origen personal de quién soy.
La verdad de la creación no queda bien perfilada –parafraseando a Guardini– cuando afirmo que Dios es el creador del universo, sino cuando alcanzo a comprender que Dios es mi creador, el Creador de mi persona, de mi existencia. Dios me ha creado a mí. Me ha dicho con amor: «quiero que tú existas». Y yo existo por ese amor, por esa llamada a la existencia que viene de Él, y solo se refiere a Él. Yo en realidad solo existo ante Él, vuelto hacia Dios, como respuesta a su llamada personal.
Lo más perfecto es lo más oculto, porque es lo más discreto y armonioso. Lo más poderoso no se nota, porque lo sostiene todo. El más importante pasa desapercibido porque siempre está ahí, a mi lado: es el que más me quiere. Lo más grande es lo más humilde. El más libre es el más sereno, no grita ni se defiende. El más sabio es, tantas veces, el que menos habla. El que lo tiene todo, no necesita nada, y nada reclama. El generoso es el que da y no se queja, ni pide nada a cambio... ¿No será así mi Dios?
El mundo es un lugar de encuentro con Dios.
También el mundo físico, pero más aún el mundo en sentido existencial humano con su historia, sus acciones, creaciones, relaciones personales, trabajo... Todo esto es creación de Dios y, por tanto, un regalo de Dios, una donación de amor, un regalarse de Dios a nosotros.
Dios ha dejado este mundo a nuestro cuidado, a nuestro gobierno, a nuestro pastoreo. Somos los hijos del dueño. Cuidar el mundo donado por el Padre es un gran encargo para los hijos.
El mundo está lleno de vida. Es un don precioso que debemos custodiar. Ríos, plantas, valles, tierras y mares, animales..., todo es un hervidero de vida que tiene su propia naturaleza y verdad. Todo es un regalo y los regalos se cuidan, no se tiran a la basura, ni se usan arbitrariamente, ni indebidamente, ni se desprecian. Los regalos se acogen con agradecimiento y delicadeza.
Recibir y vivir el mundo como un regalo, con amor y agradecimiento, es cuidarlo con cariño, usándolo de acuerdo con su naturaleza y sentido, con respeto. Y sacando de él toda su potencialidad. Este es un elemento originario del mandato de Dios. Aquí radica el sentido profundo de la actividad humana y del trabajo.
Limpiar los rincones de un armario, cultivar el jardín, confeccionar con calidad un vestido, cocinar con esmero una comida, preparar bien una clase, ser paciente con una visita, buscar un buen plan para un amigo, ser amable en el autobús, llegar con puntualidad, limpiarse los zapatos, estudiar para ser un buen profesional, acabar un informe con detalle... todo es ocasión de amar a Dios y a los demás. Toda actividad y todo trabajo en este mundo tienen su verdad, su orden, su naturaleza. Y actuar bien, de acuerdo a esa verdad, con cuidado y perfección, y sacar con creatividad sus potencialidades a las cosas... es ya una muestra de amor a Dios, un encuentro con Él, un cumplimiento de su voluntad –el cumplimiento fundamental–, algo que le gusta a Dios, que le agrada. Mi actividad en el mundo –buena y verdadera– es en sí misma aceptar el amor de Dios, aceptar su don y hacer efectivo su Reino en este mundo que es suyo.
Dios está presente en la acción humana, fundándola y dándole su sentido último. Por eso, todas las tareas, actividades y trabajos humanos son un lugar de encuentro con Dios.
La Palabra Eterna se expresa en las cosas creadas, en acontecimientos, en historia, en mundo. Las cosas son palabras. La realidad tiene carácter verbal: son palabras creadas –participan del Verbo Eterno– que Dios nos dirige y que dan inicio a un diálogo con Él.
Si las cosas expresan a Dios, a través de ellas se dialoga con Él. Él nos habla en las cosas y nosotros le hablamos también a través de cosas y acciones.
El trabajo humano, la acción promotora del mundo, es como una gran liturgia cósmica: lugar de presencia, encuentro y diálogo entre Dios y el ser humano. Podemos hacer como una liturgia con las cosas y las acciones: palabras, gestos, cosas materiales, relaciones humanas... en las que Dios se revela y nosotros hablamos a Dios.
Con frecuencia los alumnos me preguntan: «¿por qué Dios no se presenta de modo evidente?». En realidad, es una pregunta muy buena, y también yo me la he formulado muchas veces; quizá todos la tenemos planteada en el interior: «Oye, Dios, ¿por qué no apareces con más claridad?... si de verdad existes, ¿por qué no te muestras abiertamente?». Todo resultaría más sencillo... ¿o no?
La pregunta es relevante y no se debe esquivar: hay que intentar su respuesta, aunque probablemente el sentido último de la actuación de Dios se nos escape. Me parece que existen varias líneas argumentativas:
a) La pregunta esconde un prejuicio que bloquea la respuesta.
En el fondo, detrás de la pregunta se esconde un cierto juicio previo de Dios, una imagen deformada de quién es. En realidad, con esa pregunta estamos recriminando a Dios su actuación, le estamos exigiendo que se nos muestre, que salga a nuestro encuentro de acuerdo a nuestros deseos. Usamos a Dios como un medio para nuestros intereses. Algo así como si le pidiéramos a Dios un capricho: que baile para nosotros. ¿Y quién eres tú para pedirle cuentas a Dios? Porque, realmente, ¿qué deseamos que sea Dios?, ¿cómo queremos que se aparezca ante nosotros? Es el ser humano el que se tiene que justificar ante Dios, no Dios ante el ser humano. ¿Qué queremos cuando queremos que sea más evidente? ¿Que se aparezca en el cielo? ¿Quizá nos serviría una manifestación fantástica de su poder, unas luces en el aire, unos fenómenos extraordinarios en la atmósfera, un sonido intenso, un rostro gigante en las nubes?
¿O quizá preferiríamos que se manifieste con horror? ¿Una catástrofe natural sin precedentes, un diluvio universal, un terremoto tras el que apenas sobreviva nadie? ¿Cómo queremos que se manifieste Dios? ¿Qué manifestación elegiríamos si estuviera a nuestro alcance elegirla? Una manifestación extraordinaria del poder de Dios –que es lo que muchas veces se espera cuando nos quejamos de por qué Dios no se deja ver con más claridad–, ¿es una manifestación adecuada de quién es Dios?, ¿no ocurriría que sería mayor lo que oculta que lo que manifiesta?
Realmente la pregunta esconde algo más de fondo: ¿realmente sería Dios si se manifestara a nuestro antojo? La pregunta de por qué Dios no se manifiesta más, no tiene respuesta porque está viciada por una manera de ver a Dios como un objeto de uso humano. Pero Dios no es un objeto de uso. O, aún más: el hecho de que Dios no se manifieste de acuerdo a nuestro gusto, en realidad está manifestando mucho más quién es verdaderamente: alguien que no puede ser usado.
b) En realidad, Dios ya se ha manifestado al máximo.
Hay que contar con que toda manifestación de Dios implica también un cierto ocultamiento de Dios. Porque Dios es siempre infinitamente más, el Ser por antonomasia, el Creador, el Origen, infinitamente distinto, absolutamente trascendente. Todo acercamiento de Dios Creador al mundo creado implica también la expresión de una distancia o lejanía. Toda revelación de Dios es un cierto ocultamiento, no por defecto de su acción, sino por la limitación intrínseca de la criatura.
La mejor manifestación de Dios es, sin duda, la que Él mismo ha elegido: la revelación bíblica que culmina en Jesucristo. Jesucristo es plenitud de la revelación, Dios mismo –el Verbo de Dios– que ha asumido la naturaleza humana y, sin dejar de ser Dios, ha vivido una vida humana, ha estado en esta historia, ha hablado, crecido, actuado, amado y muerto como ser humano, ¿cabe más manifestación de Dios?, ¿es posible mayor cercanía?
Y, aun así, también esta revelación de Dios implica un cierto ocultamiento.
Jesucristo, plenitud de la revelación, expresión humana de la divinidad, es también y siempre piedra de escándalo. Es tan cercano, tan humano, que algunos no pueden soportarlo: escándalo para los judíos y necedad para los gentiles. ¿Cómo va a ser Dios ese hombre que muere en una cruz? ¿No es simplemente el hijo del carpintero? ¿No es uno como nosotros? La misma cercanía de Dios se vuelve en su contra, si la actitud del corazón no se abre a la fe... Cuando Dios se revela corre siempre el riesgo –real– de su ocultamiento.
c) El mundo creado habla continuamente de Dios.
Todo el universo es una gigantesca manifestación de su Creador. Allí se manifiesta su poder, su bondad, su inteligencia –¡qué bien está todo hecho, Dios mío!–, su estilo, su belleza –la belleza de lo natural...–, su paciencia –nada de creaciones rápidas, la propia lentitud del desarrollo del universo es manifestación de la eternidad de Dios, que sabe esperar cada cosa en su momento–, su generosidad, su humildad.
La obra creada manifiesta al Creador. Es una obra buena y grandiosa, bella, bien pensada, con detalle: todo tiene su historia y su porqué. Las cosas son lógicas, no están enganchadas a lo absurdo, tienen una coherencia, no están sostenidas en el vacío, en el aire. Son consistentes, tienen peso y sentido, historia y significado. Su dependencia de Dios no es una ligazón bruta y tosca. Todo depende por supuesto de Dios (ex nihilo omnia fecit), pero está hecho con elegancia. La creación es como un gran don, un regalo preparado y maduro, entregado con total generosidad: no está exigiendo a cada paso la intervención del Creador, sino que funciona con su propia autonomía.
Las cosas funcionan sin que Dios tenga que intervenir constantemente en ellas, sin necesidad de darles cuerda cada poco. Realmente todo depende de Él en cada momento; pero es una dependencia muy elegante. Y humilde: Dios da con generosidad y pasa oculto. No reclama a gritos su autoría: es una obra tan bien hecha, que parece que funciona sola sin necesidad de Dios. Y esa es precisamente su firma creadora.
De nuevo aparece el riesgo: la perfección del mundo creado, su propia autonomía, que es expresión del poder y de la inteligencia de Dios, supone también su ocultamiento. El mundo es tan perfecto, es una maravilla tan grande, que se puede malinterpretar como desligado de Dios. Unos alaban a Dios por los mismos motivos por los que otros lo rechazan. ¿Quién reconoce su autoría, su presencia y su cercanía? Quien quiere libremente, quien mira sin prejuicios, y se abre interiormente a la verdad. Ocurre igual en los milagros evangélicos: ante aquellas maravillas patentes, los corazones de los observadores se dividen desde el interior: unos acogen la verdad y la gracia; otros se cierran y se oponen cada vez con más violencia.
Quien te quiere te hace regalos. Puede parecer el lema de una campaña comercial para promocionar compras... pero, en realidad, esconde algo muy profundo: la conexión profunda que existe entre amar y regalar.
Cuando quieres a alguien buscas hacerle un regalo: algo, lo que sea, lo que esté a tu alcance. Decir de verdad te quiero va unido al deseo de dar, de regalar. El regalo significa mucho: significa que te quiero de verdad, que quiero hacerte mejor; quiero que tengas más y que seas más. Te doy y me doy con lo que te doy, porque en mi regalo va también parte de mí, de mi cariño, de mi pensamiento, de mi recuerdo, de mi tiempo –y, quizá, también de mi dinero–.
El regalo es manifestación de amor. Un regalo no busca nada a cambio. Si al darte un regalo, estuviera buscando un interés, o un trato de favor o algún tipo de recompensa, automáticamente anularía lo esencial del regalo. Un regalo que busca algo a cambio, no es un regalo. Es otra cosa: un intercambio, una compra, un chantaje. La intención del regalo ha de ser limpia, exige la gratuidad.
La gratuidad está en la base de la existencia humana. Todo lo que tengo, mi existencia, es un regalo. La existencia me ha sido dada, no me la he dado yo a mí mismo. Toda mi existencia –y, por tanto, la realidad física, las personas que constituyen «mi mundo», la historia– se configura como un regalo.
En realidad, mi existencia solo puede ser un regalo de Dios porque nadie puede hacer donación de quien soy. Mi vida es, por tanto, un acto de donación de Dios, un darse del amor infinito de Dios, que es como si no se contuviera en sí mismo.
El amor busca siempre dar, se da a sí mismo, está haciendo siempre regalos, busca incluso sufrir por la persona amada –el sufrimiento por amor es una suerte de regalo–, no para demostrar nada, sino para amar efectivamente, para darse. Esto es la lógica del amor.
En Dios, ese acto de donación de sí, completo e infinito, se realiza eternamente entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. En la generación, el Padre da lo que el Hijo acepta. Como decía san Agustín en su Tratado sobre el evangelio de san Juan: «El Padre muestra lo que el Hijo ve, y tanto el mostrar del Padre como el ver del Hijo, son el hacer mismo de Dios»; o también: «Tanto el dar del Padre como el aceptar del Hijo son el ser mismo de Dios». No hay posibilidad de ampliar el don: el don es Dios mismo. El Dar, el Aceptar y el Don, son Dios mismo: tres Personas que se aman y se conocen eternamente. Esto es el Ser, no hay nada que añadir a esto, no queda nada por acabar en la Trinidad de Dios, ni nada que mejorar, ni perfeccionar, ni llevar hasta el fin. No se agota ni envejece, no empieza ni acaba, no se desgasta ni empobrece. En la eternidad del Dios tripersonal está todo regalándose, diciéndose, amándose.
En Él vivimos, nos movemos y existimos (He 17,28). «La prueba más fuerte de que hemos sido creados a imagen de la Trinidad es esta: solo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados» (Benedicto XVI, Ángelus de la solemnidad de la Santísima Trinidad, 7 de junio de 2009).
La creación es obra de la Trinidad, y Dios Trino opera desde esa corriente infinita y eterna de amor y conocimiento que hay en el seno de su vida tripersonal. Crear el mundo consiste en hacer participar de su Ser a otros... a mí. Y eso es un puro regalo, un don de su amor. El ser de las cosas creadas es un ser verdadero, real, no ficticio: no es un trozo de Dios, ni una emanación degradada de su ser, ni un pensamiento de Dios.
Regalar el ser en sentido estricto supone la absoluta trascendencia de Dios. Si este mundo solo fuera un trozo de Dios, en realidad no se podría hablar de un regalo: el mundo seguiría formando parte de Él, un trozo de Él, del que no se habría desprendido. Dios da el ser de verdad: lo crea, lo regala; es, por ello, un verdadero regalo: es mío, para mí.
El verdadero regalo implica entrega y también alejamiento. Te lo doy y me retiro para que lo disfrutes como tuyo. Cuando algo se regala de verdad, el que regala se desprende del regalo, podríamos decir, que se mantiene alejado: no lo da para reclamarlo después. El regalo de la creación es, a la vez, cercanía de Dios y lejanía de Dios. Todo aquel que regala está muy cerca y a la vez tiene que alejarse. Hay un cierto desprendimiento en el que regala, tiene que alejarse para dejar el regalo en manos del receptor. Crear es regalar la existencia y alejarse un poco.
A la vez, no hay más regalo que Él, por eso Él está en el regalo: todo ser es participación del Ser de Dios, porque no hay más ser que el Ser de Dios. La existencia es un verdadero regalo, pero no hay más regalo que Dios. Dios está a mi lado, cercanísimo: Él está en el mismo regalo. Incluso se podría afirmar, en un cierto sentido que Él mismo es el regalo. Realmente, al crearnos es Dios mismo quien se nos ha regalado.
El amor hace cosas así: se da a sí mismo y se oculta para no imponerse en el mismo darse. Es algo así como dar el regalo y esconder la mano. Para que puedas disfrutar del regalo, se esconde un poco, para que puedas disfrutar del don de vivir –el regalo de ser– sin la apabullante presencia del Ser.
La tendencia a compararse y distinguirse está muy arraigada en el corazón humano. Tiene su raíz en la soberbia. Ya en el evangelio, Jesús tiene que salir al paso y rectificar –no pocas veces– esa tendencia a las comparaciones que aparece entre sus apóstoles: «Estando ya en casa, les preguntó: “¿De qué hablabais por el camino?”. Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor. Entonces se sentó y, llamando a los doce, les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos”. Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado”» (Mc 9,33-37).
Esa tendencia a las comparaciones la encontramos siempre presente en el mundo y en el seno de la Iglesia. Tendemos a compararnos y distinguir categorías: grados de importancia, cuotas de poder en las instituciones, cargos, oficios, insignias, asientos, medallas, reconocimientos, caminos, vocaciones, números... Y tendremos que ser corregidos una y otra vez por el mismo Cristo.
En una familia con amor, cada hijo, cada hermano, se siente siempre querido. Y, en cierto sentido, cada uno es el predilecto. No se lucha con envidia y soberbia por destacar, por querer ser más que el de al lado, por estar encima. En realidad, todo ese afán de compararse esconde una vida interior poco entregada que busca compensaciones –reconocimientos– a su falta de visión sobrenatural. En realidad, es un cierto complejillo. Las medallas se valoran excesivamente cuando no se aprecia lo que uno ya tiene. Y cada cristiano tiene a su disposición todo el amor de Cristo.
Realmente la condición de cristiano es la gran medalla. A su lado, todo lo demás tiene escaso valor. El problema nace cuando se pierde la conciencia de ser cristiano, de la infinita dignidad de ser cristiano, del regalo inmerecido que el Señor nos ha hecho llamándonos a participar de su vida en la Iglesia por el Bautismo. El Bautismo es nuestro título, el gran honor, la altísima llamada de Dios a vivir su vida: lo demás debería ser considerado poca cosa comparado con esto.
Revitalizar la conciencia de la dignidad de ser cristiano, de estar llamados a la santidad, coloca en su justa medida la importancia que le podamos dar a los cargos, cuotas, instituciones y caminos concretos. No es tan importante si soy obispo o sacerdote, célibe o casado, laico o sacerdote o religioso, de tal o cual institución o comunidad. Me importa vivir mi vida cristiana en intimidad con Cristo y avanzando hacia el encuentro con él. No me importan tanto los caminos que recorro, ni los sitios por donde paso, sino hacia dónde voy y con quién voy.
El Padre genera eternamente al Hijo en el Espíritu. La creación es una participación hacia fuera de esa generación. La creación tiene su lugar intratrinitario en la generación del Hijo.
San Agustín lo describe así: el Padre muestra lo que el Hijo ve, y tanto el mostrar como el ver son el hacer y el ser mismo de Dios. En la creación hay una participación ad extra de ese mostrar y ver de Dios, como una huella trinitaria. La creación participa de esa relación interna de mostrar-ver, dar-aceptar.
La creación es el desbordarse hacia fuera –hacer partícipes a otros seres, regalar– de la paternidad de Dios. La eterna generación del Hijo se desborda en la creación histórica. Somos –especialmente las personas humanas creadas a imagen y semejanza de Dios– un regalo hacia fuera, desbordante, de la generación del Hijo por el Padre.
La creación del mundo es una participación de la generación del Hijo, y el mundo creado es una participación en el tiempo del Hijo Único amado y generado por el Padre eternamente. Ahí somos nosotros, participando de la relación trinitaria de las Personas divinas. Nuestro lugar de inserción en la vida trinitaria es el lugar del Hijo y somos, por eso, destinatarios de la paternidad del Padre hacia el Hijo: su entrega, su conocimiento, su amor. El Padre nos quiere con el amor infinito que tiene por su Hijo. Somos hijos en el Hijo, hijos creados por Dios que participan de la generación del Hijo Único. Se trata de una participación en la persona –no solo en el ser–: somos únicos en el Único; el Padre mira a su Hijo y nos ve a nosotros en esa mirada.
Nuestro lugar es el del Hijo. Somos hijos de Dios en el Hijo Único del Padre. Por eso, Cristo es nuestro único modelo, hemos de ser como es él, querer y obedecer al Padre, como él lo hace. Ver por sus ojos, querer con su cariño, sentir con sus sentimientos, amar como él ama. Nuestro lugar en la existencia es la filiación del Hijo al Padre: ser él mismo, vivir su vida, identificarnos plenamente con él.
Ese amor del Padre al Hijo, en el que somos participadamente, es lo que verdaderamente configura el mundo: todo lo que hay en el mundo y en el ser humano se condensa en un mostrar y dar de un Padre a un Hijo. Por eso, este mundo humano no es extraño a Dios, en concreto al Hijo, ni el Hijo de Dios es extraño al mundo. Este mundo ha sido creado por él y en él y por medio de él, del Hijo. Cuando el Hijo entró en el mundo «vino a los suyos» (Jn 10,11).
El Hijo encarnado es el acontecimiento más maravilloso que haya podido ocurrir jamás en el mundo creado. ¿Era necesario el pecado para la encarnación? Toda la existencia es una maravilla, un don de Dios, un regalo. Solo bajo esa perspectiva se puede entender la creación. Todo es un regalo de Dios, aunque el regalo se emplee mal, aunque haya dolor, aunque haya injusticia...
Hay un gran sí