Dios existe - Antony Flew - E-Book

Dios existe E-Book

Antony Flew

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Dios existe es el último libro del filósofo Antony Flew, escrito en colaboración con Roy Abraham Varghese. Se trata de una obra revolucionaria, ya que Flew fue el máximo referente del ateísmo filosófico anglosajón en la segunda mitad del siglo xx; su «cambio de bando» del ateísmo al deísmo en 2004 fue glosado así por un comentarista: «Es como si el papa anunciara que ahora piensa que Dios es un mito». El sorprendente giro del «papa del ateísmo» es el tema principal de este libro. Pero Flew no abandonó el ateísmo por ninguna iluminación mística, sino siguiendo argumentos estrictamente racionales e interpretando los descubrimientos de la ciencia de vanguardia. Por ello, más allá de la biografía intelectual de su autor, y más allá incluso de los razonamientos concretos que movieron al filósofo a aceptar que hay una Inteligencia fundante del cosmos, esta obra proporciona un testimonio valiosísimo de la confianza en la razón y de cómo esta constituye el mejor camino de acceso a la realidad.

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Dios existe

Dios existe

Antony Flewcon Roy Abraham Varghese

Prólogo a la edición española de Francisco José Soler GilTraducción de Francisco José Contreras

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

 

 

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Religión

 

 

 

Título original: There is a God.

How the world’s most notorius atheist

changed his mind

© Editorial Trotta, S.A., 2012, 2023

www.trotta.es

© 2007 by Antony Flew

Publicado mediante acuerdo con HarperOne

un sello de HarperCollins Publishers

© Roy Abraham Varghese, para el Prefacio y el Apéndice A, 2007

© N. T. Wright, para el Apéndice B, 2007

© Francisco José Soler Gil, para el prólogo a la edición española, 2012

© Francisco José Contreras Peláez, para la traducción, 2012

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-132-4

CONTENIDO

Prólogo a la edición española: Francisco José Soler Gil

Prefacio: Roy Abraham Varghese

Introducción

I. MI NEGACIÓN DE LO DIVINO

  1. La creación de un ateo

  2. Donde lleve la evidencia

  3. El ateísmo detenidamente considerado

II. MI DESCUBRIMIENTO DE LO DIVINO

  4. Una peregrinación de la razón

  5. ¿Quién escribió las leyes de la naturaleza?

  6. ¿Sabía el universo que nosotros veníamos?

  7. ¿Cómo llegó a existir la vida?

  8. ¿Salió algo de la nada?

  9. Buscando un lugar para Dios

 10. Abierto a la omnipotencia

Apéndices

Apéndice A: El «nuevo ateísmo»: Una aproximación crítica a Dawkins, Dennett, Wolpert, Harris y Stenger: Roy Abraham Varghese

Apéndice B: La autorrevelación de Dios en la historia humana: Un diálogo sobre Jesús con N. T. Wright: Antony Flew y N. T. Wright

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Francisco José Soler Gil

Lectores hay de todas clases, pero pocos conozco que acostumbren a adentrarse en un libro por el prólogo, la introducción o el estudio preliminar, si no han sido escritos por el propio autor de la obra.

A aquellos, sin embargo, que tomen en sus manos este libro y se encuentren ante la primera página, dudosos de si emprender o no su lectura, me gustaría convencerles en lo que sigue de que esta obra vale su peso en oro. Y de que pocas veces habrán invertido mejor su tiempo que dedicando las horas, no muchas, de atención que requiere.

Es muy posible que el lector se haya acercado al texto atraído por la fama del «caso Flew»: el filósofo que, después de medio siglo proponiendo y desarrollando los argumentos más robustos de nuestro tiempo en favor del ateísmo, llegó al convencimiento de que estaba equivocado y de que la naturaleza presenta indicios más que suficientes para sostener racionalmente la existencia de Dios. La «conversión» de Flew al deísmo filosófico es, desde luego, el tema principal del libro. De manera que el que busque conocer los detalles del asunto verá aquí satisfecha su curiosidad.

Pero, más allá de los vaivenes particulares de la biografía intelectual de Flew, y más allá incluso de los razonamientos concretos que movieron al filósofo a aceptar que hay una Inteligencia fundante del cosmos, esta obra proporcionará al lector un testimonio valiosísimo de confianza en la razón; de confianza en que los argumentos racionales bien pergeñados constituyen nuestro mejor camino de acceso a la realidad.

Estamos, por tanto, ante un libro que incita a seguir los argumentos hasta donde ellos nos lleven, a tomarlos en serio, y a construirlos con la mayor honradez y el mayor rigor de que uno sea capaz. Este punto es muy importante, tanto para entender a Flew como para aprovechar al máximo la enseñanza que supone su aventura intelectual. Por eso, permítame el lector que comience ilustrando la importancia extrema que Flew concedía a la honradez de los argumentos, con ayuda de un texto escrito por él pocos meses después de la aparición de este libro. Se trata de una recensión de El espejismo de Dios, de Richard Dawkins.

Flew contra Dawkins, o la búsqueda de la verdad frente al fanatismo

Cuando en el año 2006 Richard Dawkins publicó El espejismo de Dios (la última, por el momento, de sus diatribas contra el teísmo), Antony Flew no consideró urgente escribir una reseña crítica de este best seller. Pero dos años después, y a raíz de la polémica que siguió a la aparición del presente libro, se decidió a hacerlo. Desde luego, era conveniente que Flew interviniera, porque Dawkins había asumido en su texto el rumor (muy difundido en el mundillo de los blogueros ateos) de que el anciano filósofo estaba siendo manipulado por una caterva de propagandistas del cristianismo, aprovechando el declive de sus facultades mentales. Y esta no era una acusación que Flew estuviera dispuesto a pasar por alto. Refiriéndose a ella, la réplica del filósofo fue contundente:

En la página 82 de El espejismo de Dios hay una nota que merece ser remarcada. Dice lo siguiente: «Podríamos estar viendo algo similar en la actualidad en la tergiversación más que publicitada del filósofo Antony Flew, quien ha anunciado en su vejez que se habría convertido a la creencia en algún tipo de deidad (provocando un frenesí de repetición ansiosa por todo Internet)». Lo importante de este pasaje no es lo que Dawkins está diciendo acerca de Flew, sino lo que está mostrando aquí acerca del propio Dawkins. Pues si él hubiera tenido algún interés en la verdad de un asunto que al parecer tanto le importaba, seguramente esto le habría movido a escribirme una carta preguntándome. (Al recibir un torrente de preguntas, después de que un informe sobre mi conversión al deísmo fuera publicado en la revista trimestral del Royal Institute of Philosophy, me las arreglé —creo— para responder finalmente a cada carta).

Todo este asunto deja muy claro que Dawkins no está interesado en la verdad como tal, sino que lo que anda buscando es desacreditar a un adversario ideológico por cualquier medio disponible. Esto ya de por sí constituiría un motivo suficiente para sospechar que toda la empresa de El espejismo de Dios no era, como pretendía ser, un intento de descubrir y difundir el conocimiento de la existencia o inexistencia de Dios, sino más bien un empeño —extremadamente exitoso— de difundir las propias convicciones del autor en este campo1.

Por supuesto, las palabras anteriores traslucen la amargura de Antony Flew, en los meses que siguieron a la publicación de su última obra, por la reacción de sus antiguos compañeros en el bando del ateísmo militante. Los cuales, en lugar de entrar en un diálogo serio y sereno con los argumentos expuestos en ella, se dedicaron a difundir rumores sobre la senilidad del autor, su incapacidad mental, su demencia, la manipulación de que estaría siendo objeto, la falsedad de la autoría de la obra por parte de Flew, etc. Rumores que obligaron a este a tener que intervenir una y otra vez —de palabra y por escrito— para reafirmar su independencia, su autoría intelectual del texto publicado y su derecho a cambiar de opinión sin ser tenido por un anciano irresponsable.

Pero, haciendo abstracción de estas penosas circunstancias, lo que me importa subrayar aquí es la preocupación de Flew por el peligro de que, en un discurso que se supone filosófico, el interés por la búsqueda de la verdad sea sustituido por el intento de difundir los prejuicios del autor.

Y ¿cómo se descubre el discurso que ha pasado de lo primero a lo segundo? El propio filósofo nos ofrece una valiosa clave en su reseña de Dawkins:

El fallo de Dawkins como académico (algo que todavía era durante el periodo en el que compuso este libro, aunque después ha anunciado su intención de retirarse) ha sido su negativa escandalosa y aparentemente deliberada a presentar en su forma más fuerte la doctrina que él parece pensar que ha refutado. [...]

Sin embargo, un académico que ataca una posición ideológica que él (o ella) cree que debe estar equivocada tiene, por supuesto, que atacar esta posición en su forma más fuerte. Esto no lo hace Dawkins [...] y su fallo es el indicador decisivo de su falta de un sincero propósito académico y, por lo tanto, me da título para acusarlo de haberse convertido en algo que él probablemente consideraría imposible: un fanático laicista2.

Dejemos en este punto la crítica de Flew a Dawkins. (En el prefacio de Varghese que sigue a estas líneas encontrará el lector detalles adicionales sobre la respuesta de Dawkins al abandono del ateísmo por parte de Flew; y el texto completo de la recensión que he estado citando se encuentra disponible en Internet). Y sigamos en su lugar la pista que el filósofo nos ofrece en ella acerca del modo correcto de conducir un debate académico en busca de la verdad. Preguntémonos, pues, ¿cómo era la forma de argumentar de Flew? ¿Qué rasgos formales caracterizan su discurso, más allá del cambio en los contenidos a lo largo de los años?

El estilo académico de los textos de Flew

Para qué vamos a decir otra cosa: La controversia entre los autores teístas y ateos ha sido, desde el siglo XIX para acá, más bien agria. Y el tono, con frecuencia, bastante bronco. En el apartado anterior he hecho referencia a Dawkins y al corrillo de blogueros ateos que motivaron la queja de Flew acerca de los que buscan «desacreditar a un adversario ideológico por cualquier medio disponible». Pero el vicio viene de antiguo. Cuando escribo estas líneas, no puedo dejar de recordar las palabras de nuestro Miguel de Unamuno, escritas hace justamente un siglo, en El sentimiento trágico de la vida, y en las que se refería al «odio antiteológico» de los cientifistas ateos de su época:

El odio antiteológico, la rabia cientifista —no digo científica— [...] es evidente. Tomad, no a los más serenos investigadores científicos, los que saben dudar, sino a los fanáticos del racionalismo, y ved con qué grosera brutalidad hablan de la fe. A Vogt le parecería probable que los apóstoles ofreciesen en la estructura del cráneo marcados caracteres simianos; de las groserías de Haeckel, este supremo incompresivo, no hay que hablar; tampoco de las de Büchner; Virchov mismo no se ve libre de ellas. Y otros lo hacen más sutilmente3.

Estando así las cosas, el estudioso que se demora en la lectura y el análisis de los libros ateos de Flew no puede por menos que experimentar un sentimiento de respeto por la actitud intelectual de este filósofo. Y es que en sus obras no encontramos descalificaciones globales, ni caricaturas groseras del teísmo, sino argumentos, expuestos en detalle, con serenidad, y con un auténtico espíritu inquisitivo. Esta actitud y este estilo de pensamiento los encontraremos luego también, por ejemplo, en las obras en las que el filósofo Richard Swinburne recoge el guante de Flew, y desarrolla una poderosa argumentación en favor de la coherencia del teísmo. Estudiando la interacción entre Flew y Swinburne en torno a la idea y la existencia de Dios, uno se da cuenta, no sin cierta melancolía, de cuán diferente habría podido ser el debate público entre ateos y teístas si la actitud académica de estos autores hubiera predominado sobre los posicionamientos viscerales de otros. Pero, en todo caso, conviene subrayar, por justicia, que el primer paso en este estudio serio y detallado de la cuestión de Dios en la filosofía anglosajona contemporánea lo dio Flew.

Recorriendo sus obras principales, encontraremos una serie de constantes, en cuanto al modo de abordar los temas, que nos permiten hablar de un «estilo Flew»; aunque no sea exclusivamente suyo, sino, más bien, un código de conducta argumentativa que debería darse por supuesto entre los filósofos. Debería, digo.

De la primera de estas constantes ya hemos hablado en el apartado anterior. Se trata de la norma de presentar los argumentos del adversario del modo más fuerte posible, antes de emprender una refutación. Hasta qué punto consideraba Flew crucial esta norma, se muestra, por ejemplo, con solo leer los primeros párrafos de su obra Dios: una investigación crítica:

Este libro es, en primer lugar, un intento de presentar y examinar las razones más fuertes posibles en favor de la creencia en Dios. [...] Constituye, por supuesto, una cuestión de integridad y sincero propósito intelectual el intentar presentar todos los argumentos con la mayor fortaleza posible. Porque, si realmente deseamos conocer la verdad, entonces debemos considerar las posiciones opuestas en su máxima fortaleza. Esta es la razón por la que, en nuestros tribunales, contamos con abogados rivales haciendo cada uno de ellos lo mejor que puede en favor de la acusación y la defensa, respectivamente. [...]

Si algunos recensores o lectores tienen aún la sensación de que los argumentos examinados aquí no representan con toda su fuerza las razones en favor del teísmo cristiano, y estoy seguro de que muchos lo verán así, entonces espero que se pregunten dónde se puede encontrar el razonamiento mejor, entre lo publicado hasta ahora. Quizás, habiéndose planteado esta cuestión, y quedándose insatisfechos con la respuesta, alguno de ellos aceptará ahora, finalmente, mi desafío de desarrollar una apologética sistemática y progresiva empezando desde el mismo comienzo4.

En los capítulos segundo y tercero del presente libro, el propio Flew mencionará a algunos de los principales autores que aceptaron este desafío.

Otro rasgo característico del estilo de Flew es su preocupación por definir bien los términos de los que se va a tratar. Si se quiere desarrollar un argumento en favor de la existencia de Dios, el teísta tiene, en primer lugar, que explicar bien qué entiende por Dios. O, por poner otro ejemplo, cuando, en su obra La presunción de ateísmo, Flew introduzca el concepto de «ateísmo negativo», su primera tarea será la de mostrar en qué se diferencia este concepto de las nociones de ateísmo y agnosticismo al uso. Y por qué es necesario introducir un nuevo concepto.

Un rasgo más, y muy importante, del estilo académico de Flew es su preocupación por encontrar un procedimiento adecuado para el desarrollo de las controversias. Se tratará de justificar, por ejemplo, quién tiene la carga de la prueba en un debate, y por qué y bajo qué circunstancias podría invertirse dicha carga. La noción de «carga de la prueba» proviene del pensamiento jurídico. Y si volvemos a repasar la cita anterior de Flew, comprobaremos que este autor hace referencia al papel de los abogados en un juicio. Semejante reiteración de las analogías de la discusión filosófica con las reglas procedimentales en el ámbito del Derecho no es ninguna casualidad. Para Flew, los procedimientos que se siguen en los tribunales de justicia nos muestran el método que tenemos que seguir también en los debates filosóficos, si estamos interesados en averiguar la auténtica solidez de las distintas posiciones5.

Finalmente, una característica muy notable en los escritos de Flew es la ausencia de cualquier sospecha de ocultas intenciones bajo los argumentos que analiza. En vano buscaremos, en los debates de Flew acerca de Dios, que se interprete un razonamiento como mera cortina de humo ideológica, o como racionalización a posteriori bajo la que se ocultarían cualesquiera auténticos intereses de los que en él se apoyan. No. No se pueden descalificar de entrada los argumentos con referencia a factores externos a ellos. Antes bien, hay que dejarlos desplegarse con toda su fuerza para ver lo que son capaces de dar de sí. Si las definiciones de las que parten son correctas, y si en el desarrollo lógico de los mismos no se deslizan falacias, entonces no habrá en el mundo ningún interés oculto que pueda desacreditarlos.

Este planteamiento de Flew es muy poco frecuente en la filosofía atea desde el siglo XIX para acá. Y ello tal vez podría ofrecernos una clave para entender el desenlace de su aventura intelectual. Pero antes de ocuparnos de este asunto, conviene, por mor de la completitud, decir algunas palabras acerca de la ruta que, guiado por estos principios formales y metodológicos, siguió el pensamiento de Flew acerca de Dios.

La aproximación racional a Dios de Antony Flew

En realidad, las ideas que correspondería esbozar en este apartado son justamente las que el autor pretende explicarnos a lo largo y ancho del presente libro. Por lo que el lector me excusará (o incluso me agradecerá) que pase con toda rapidez por el tema.

Baste en este momento con apuntar que Flew, haciendo uso de los criterios procedimentales mencionados en los párrafos anteriores, llegó a considerar, primero6, que era el teísta el que debía demostrar la existencia de Dios, y no el ateo su inexistencia. Porque el que afirma algo es el que debe demostrarlo. Y segundo, que, si el teísta pretendía demostrar la existencia de Dios, tendría que empezar precisando un concepto de Dios, con atributos bien definidos y que no dieran lugar a proposiciones contradictorias. Y después, tendría que argumentar que hay una serie de datos de nuestra experiencia que requieren ese Dios como explicación, y cuáles son, y por qué. Mientras el teísta no hiciera todo esto, la posición más natural, según Flew, sería la de quedarse en la postura del «ateísmo negativo»: es decir, en la negación de la existencia de Dios, a falta de un concepto claro y coherente del mismo y de un conjunto de razones suficientes para aceptarlo.

Por supuesto, Flew no se limitó a afirmar lo anterior, sino que expuso, con gran detalle, los argumentos por los que consideraba que una definición de Dios, por mínima que fuera, si tenía que incluir ciertos atributos que tradicionalmente se consideran propios de la divinidad, sería irremediablemente incoherente. Analizó lo dificultoso de atribuir a Dios rasgos que tienen su origen y su sentido natural en el ámbito de los cuerpos físicos. Y también discutió por extenso los motivos por los que la carga de la prueba recaería sobre el teísta, y no sobre el ateo.

A lo largo de la primera parte de este libro, Flew resumirá y comentará las respuestas que diversos autores ofrecieron a sus argumentos, y cómo el intercambio de reflexiones con dichos autores fue haciéndole cambiar de opinión en algunos de los puntos. En particular, se desprende de la lectura que su escepticismo acerca de la posibilidad de ofrecer una noción de Dios coherente, fundada en atributos bien definidos, y dotada de consecuencias claras, fue quedando, paso a paso, superado por su interacción con interlocutores como Swinburne o Craig, entre otros.

En cambio —aunque queda también reseñada la crítica de Plantinga y otros a su idea de la presunción de ateísmo—, no parece que Flew llegara a pensar que el peso de los argumentos en contra era suficiente como para hacerle rectificar su posición en este tema. De hecho, en un pasaje del texto, el filósofo subrayará que se trata de un principio metodológico que puede ser perfectamente asumido por un pensador teísta. Lo hace con estas palabras:

Debería indicar aquí que, a diferencia de otros argumentos antiteológicos míos, el argumento de la presunción de ateísmo puede ser coherentemente aceptado por los teístas. ¡Dadas las razones adecuadas para creer en Dios, los teístas no cometen ningún pecado filosófico creyendo en él! La presunción de ateísmo es, en el mejor de los casos, un punto de partida metodológico, no una conclusión ontológica.

Si anticipo este párrafo del capítulo segundo del libro, es porque una lectura atenta de los últimos escritos de Flew del periodo anterior a su abandono del ateísmo sugiere que este precisamente fue el camino que recorrió el filósofo, desde el rechazo a la aceptación de la existencia de Dios. Un repaso, sobre todo, de los debates acerca de la existencia de Dios en los que participó en la década de los noventa, nos muestra el interés creciente de Flew por las razones que aducían sus adversarios. En especial, las que se derivaban de la imagen del mundo que nos ofrece la ciencia actual (y, muy en concreto, las que provenían de los terrenos de la cosmología y la biología más recientes)7. Hasta que llegó el momento en el que juzgó que las razones en favor del teísmo —o, al menos, las razones en favor del deísmo (que es un planteamiento que postula menos atributos de la divinidad)— eran lo suficientemente sólidas para superar la presunción de ateísmo. Y, en un alarde de honradez intelectual poco común, decidió aceptar el término al que le habían llevado los argumentos, aun al precio de echar por la borda su reputación como principal teórico del ateísmo anglosajón de la segunda mitad del siglo XX. Y aun a sabiendas de que algunos de sus antiguos compañeros de armas no le perdonarían jamás su deserción.

La confianza en la razón frente a la filosofía de la sospecha: actitud prototeísta de Flew

Sin embargo, y teniendo en cuenta lo que ya sabemos acerca del pensamiento de Antony Flew, conviene que nos preguntemos hasta qué punto fue realmente este filósofo un auténtico compañero de armas del movimiento ateo en los años en los que era tenido por uno de sus principales cerebros. Y es que hay desde el primer momento en Flew una actitud intelectual muy atípica entre los pensadores ateos, al menos entre los autores de esta corriente a partir del siglo XIX. Los intelectuales ateos suelen presentarse a sí mismos como defensores de la racionalidad, frente a la supuesta irracionalidad que caracterizaría a las personas religiosas. Y de ahí los tópicos, tan extendidos en la actualidad, de que «a más ciencia, menos religión», la supuesta «disyuntiva entre fe y razón», y otros tantos por el estilo. Ahora bien, estos tópicos contrastan muy vivamente con algunos datos tozudos y muy difíciles de negar. Uno de ellos es el hecho de que la ciencia moderna apareció en el seno de la Europa cristiana, y surgió y se desarrolló (hasta bien entrado el siglo XX) de la mano de autores que, no es ya que se consideraran a sí mismos cristianos, sino que poseían un interés por la religión marcadamente superior al de la media de su época8. Y otro dato, no menos relevante, es que los principales impulsores del pensamiento ateo en los últimos dos siglos han sido, ante todo, «maestros de la sospecha». Este término —acuñado con agudeza por Ricoeur para referirse a Marx, Nietzsche y Freud— hace referencia al hecho de que dichos autores, y la multitud de epígonos que han seguido su estela, conciben la razón como una facultad poco digna de confianza. Y por eso centran sus críticas al teísmo, no en el análisis de los argumentos que son esgrimidos en favor de esta imagen del mundo, sino en el postulado de que, detrás de tales argumentos, se enmascaran poderosas fuerzas irracionales que hay que poner de manifiesto. Estas fuerzas ciegas, auténticas rectoras del mundo, serán la voluntad de poder, o la infraestructura económica, o las pulsiones del subconsciente, u otras cualesquiera (desde el miedo a la muerte al instinto sexual o las determinaciones genéticas). En todo caso, no la razón. La razón es un mero subproducto generado en el transcurso de la lucha por la vida de un grupo de homínidos en la sabana africana, que vale por las ventajas que otorga en esa lucha, pero no más. Se trata, pues, de una herramienta al servicio de factores más fundamentales.

Planteadas así las cosas, no es de extrañar que los propagandistas del ateísmo contemporáneo dediquen poco tiempo a la discusión de los argumentos teístas. Y que los estudios de un Swinburne, o un Plantinga, o un Polkinghorne, o un Jaki, por citar tan solo algunos nombres, sean simplemente ignorados por ellos. La recepción de estos autores entre los que deberían ser sus oponentes intelectuales se reducirá, a lo sumo, a alguna vaga cita, una nota a pie de página, acompañada de la insinuación más o menos larvada de los posibles motivos que subyacen a sus obras: el uno será sacerdote, el otro tradicionalista, el tercero provendrá de una familia de teólogos, y el cuarto será tal o cual cosa. O bien se tratará, como en el caso de Flew, de un anciano en el declive de sus facultades mentales y manipulado por estos y aquellos. En definitiva, nada nuevo bajo el sol.

Este tipo de planteamientos no debería sorprender a nadie. Pues lo mismo que la ciencia moderna surgió de un humus teológico en el que se concebía la naturaleza como la obra de un Dios racional (que le habría impreso al mundo leyes que el hombre, dotado de una razón que lo convertía en imagen de Dios, podría descubrir), así también, una vez descartado el fundamento divino, la razón humana tenía por fuerza que ser reinterpretada como algo de origen y alcance mucho menos elevado.

Pero, precisamente por eso, la seriedad con la que Antony Flew abordó desde el principio los argumentos teístas, su esfuerzo por formularlos del modo más fuerte posible, antes de emprender su refutación, su confianza en el poder de los argumentos para resolver la controversia entre teísmo y ateísmo, y su negativa a utilizar como clave de su análisis el recurso a tales o cuales intereses ocultos en el discurso teísta, convertían a Flew en un ateo muy poco común9.

En justicia, habría que decir que en Flew subyacía, desde los primeros pasos de su aventura intelectual, una especie de actitud «prototeísta»: una confianza instintiva en el poder de la razón, que encontró finalmente su sentido en el momento en el que los argumentos condujeron al filósofo a concluir que la fuente, tanto de ese poder como del modo de ser de la naturaleza en general, es la racionalidad divina.

Y me atrevo a conjeturar que esta es la clave, o al menos una de las claves, de esa discreta alegría que se percibe a lo largo de las páginas del presente libro. Pues la última obra de Flew es, esencialmente, el testimonio de un hombre que, confiando toda su vida en el poder de la razón, ha llegado al cabo a entender lo justificado de su confianza.

El eco del «caso Flew» en España

Accidentalmente, la última obra de Flew supuso, además, el momento cumbre de la tormenta mediática desatada en el mundo anglosajón a raíz de la noticia del abandono del ateísmo por parte del filósofo, que saltó a la prensa a finales de 2004. Una tormenta de la que apenas si llegaron algunos apagadísimos ecos a los medios en lengua castellana. Más aún, este curioso contraste en el tratamiento informativo dado al «caso Flew» en Inglaterra y los Estados Unidos, por un lado, y en España, por otro, se ha mantenido hasta hoy10.

En realidad, se trata de un hecho que no se ha dado tan solo a propósito de Flew. De modo general, en nuestro país parece existir una clara asimetría mediática en todo lo relacionado con el vivo debate sobre Dios que está teniendo lugar desde hace décadas en las universidades angloamericanas. Semejante asimetría la encontramos no solo en la prensa o en la televisión, sino también en el mundo editorial. Cualquier nueva publicación de las figuras más destacadas del bando ateo —Richard Dakwins, Daniel Dennett, etc.— es traducida en pocos meses a nuestra lengua. Y publicitada como best seller por las principales distribuidoras de libros. En cambio, la mayor parte de las obras y autores del bando teísta permanece sin traducir; o, las que finalmente son traducidas (con frecuencia con mucho retraso) ven la luz en editoriales destinadas a un público muy minoritario.

Resulta, por ejemplo, muy difícil de explicar que un libro de tal repercusión en esta controversia como es The coherence of theism, de Richard Swinburne (publicado en 1979) no se encuentre todavía accesible al público castellanoparlante. Más aún, de las obras principales de este autor, tan solo una, La existencia de Dios, ha sido traducida recientemente (2011) por la editorial San Esteban (Salamanca). Solo un poco mejor ha sido el destino en nuestro país de autores como John Polkinghorne, gracias a los esfuerzos de la editorial Sal Terrae (Santander). Y mucho peor el de autores como William Lane Craig, Robin Collins, Michael Heller, o hasta el mismísimo Alvin Plantinga, por citar tan solo algunos nombres de una corriente de pensamiento seria, pujante y casi completamente desconocida en nuestro ámbito cultural. Hace ya unos años, yo mismo intenté contribuir al «descubrimiento» en nuestro país de esta nueva escuela de teísmo filosófico mediante la publicación en la editorial BAC de la obra conjunta Dios y las cosmologías modernas (2005), en la que recogía una muestra de las contribuciones de algunos autores de este movimiento en torno a la cuestión de las relaciones entre la cosmología actual y la teología. Sin embargo, ni este intento ni otros han logrado hasta ahora romper el muro de silencio, o de indiferencia, que se cierne en nuestro país sobre el pensamiento teísta contemporáneo.

El resultado es previsible: en las librerías lo suficientemente grandes para acoger un estante de libros de filosofía, el tema de la existencia de Dios solo se presenta desde el punto de vista ateo. Y el estudiante de Filosofía, o en general el lector culto y preocupado por una cuestión tan decisiva de cara a forjar su propia imagen del mundo, se ve privado de las fuentes que le permitirían, junto con las otras, poder reflexionar con verdadera independencia sobre el tema. De este modo, se genera la falsa impresión de que el debate reflexivo sobre Dios ya está cerrado, y de que lo único que subsiste es una oscura inercia religiosa irracional frente a la claridad racional del ateísmo. Y es difícil exagerar el potencial de fanatismo laicista que encierra un planteamiento así.

Por este motivo, resulta muy de agradecer que la editorial Trotta y el profesor Francisco José Contreras hayan impulsado finalmente la publicación en castellano de este libro, auténtico testamento filosófico de Antony Flew. Pues se trata de una obra capaz de pulverizar más de un tópico perezoso (y peligroso) acerca del debate sobre la existencia de Dios.

En definitiva: nos encontramos ante un libro que vale su peso en oro. Por lo que no tiene mucho sentido entretener al lector con más preámbulos. Adéntrese en su lectura, y disfrute, con Flew, del asombro de seguir el discurso racional hasta donde quiera este conducirnos.

 

____________

1. En http://www.bethinking.org/science-christianity/intermediate/flew-speaks-outprofessor-antony-flew-reviews-the-god-delusion.htm.

2.Ibid.

3. Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Espasa-Calpe, Madrid, 122011, pp. 98-99.

4. Antony Flew, God: A Critical Enquiry, Open Court, La Salle, Ill., 1984, pp. ix-xi.

5. Como un ejemplo más de la influencia de las reglas procedimentales de los tribunales en el pensamiento de Flew, tal vez sea interesante mencionar que, en sus exposiciones del argumento de la «presunción de ateísmo», este filósofo defenderá la tesis de que existe una clara analogía entre la «presunción de ateísmo» y la «presunción de inocencia» del acusado en un juicio. Ver, por ejemplo, Antony Flew, The Presumption of Atheism, Elek-Pemberton, Londres, 1976, pp. 16-20.

6. No estoy resumiendo aquí la argumentación de Flew en favor del «ateísmo negativo» siguiendo un orden cronológico, sino lógico. Se trata del orden que el propio Flew empleó en algunas de sus últimas exposiciones, más maduras, de su pensamiento ateo (por ejemplo, en su debate sobre la existencia de Dios con Terry Miethe), antes de abandonar definitivamente este planteamiento filosófico. En cambio, en los capítulos que siguen, Flew expondrá esta temática siguiendo el orden cronológico, algo que parece más natural dado el tono autobiográfico del presente libro.

7. El lector interesado puede consultar, por ejemplo, T. Miethe y A. Flew, Does God exist? A believer and an atheist debate, Harper, Nueva York, 1991, y S. W. Wallace (ed.), Does God exist? The Craig-Flew Debate, Ashgate, Hants, 2003. Resulta interesante una lectura comparada de ambos debates. Por ejemplo, en el primero de ellos, los argumentos teístas relacionados con la ciencia tienen un peso muy escaso. Mientras que, en el segundo, estos argumentos juegan un papel muy importante en la argumentación de Craig. Y son precisamente ellos los que arrancan las primeras concesiones a Flew, que hasta ese momento se sentía firme en la valoración de todos los indicios de la existencia de Dios como «insuficientes» para superar la presunción de ateísmo. En su última intervención en el debate con Craig, Flew concederá, al menos, que la cosmología del Big Bang y el ajuste fino de las leyes del universo, pueden emplearse legítimamente para reforzar una creencia en Dios previa. Aunque aún insistirá en que no le parecen suficientes para pasar del ateísmo al teísmo.

8. El lector interesado en este punto puede consultar, por ejemplo, F. J. Soler Gil y M. López Corredoira, ¿Dios o la materia? Un debate sobre cosmología, ciencia y religión, Altera, Barcelona, 2008.

9. Curiosamente, el propio Flew parece que percibía este contraste, al menos durante parte de su periodo ateo. Y así, por ejemplo, encontramos en su libro God: A critical enquiry, mencionado anteriormente, un intento de justificar la actitud de Freud de explorar la religión desde la perspectiva de ciertas fuerzas psicológicas subyacentes... aunque, más que justificarlo, termina por poner más claramente de manifiesto el contraste entre el rigor intelectual de Flew y el estilo de pensamiento del médico austriaco. Dice así: «Sigmund Freud, que desarrolló su aproximación psicoanalítica de la persistencia y atractivo de las creencias religiosas bajo el significativo título de El porvenir de una ilusión, siempre fue escrupuloso en distinguir cuestiones acerca de los indicios de tales creencias, o sobre su verdad y falsedad, de cuestiones acerca de sus orígenes psicológicos. Solo cuando (y porque) está convencido, puede ser que con una facilidad excesiva, de la ‘incontrovertible falta de autenticidad de las ideas religiosas’, comienza a fijar ‘su atención en su origen psíquico’» (God, cit., p. 5). Que Flew considera que Freud ha admitido con razonamientos poco rigurosos la falta de autenticidad de las ideas religiosas es algo que no solo se insinúa en la cita anterior, sino que luego pondrá de manifiesto, por contraste, el detallado análisis que este autor considera necesario hacer entrar en juego para sostener el ateísmo en la obra de la que está extraída dicha cita.

10. Por poner un ejemplo entre muchos, diarios como el New York Times dedicaron extensos artículos a comentar el último libro de Flew, y a tomar partido en la discusión acerca de esta obra. Mientras que, en España, la noticia apenas si transcendió de las páginas de Internet dedicadas a la información religiosa. Y algo muy parecido ocurrió tras la muerte de Flew en 2010.