Doña Luz - Juan Valera - E-Book

Doña Luz E-Book

Juan Valera

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Beschreibung

Doña Luz (1879) es la quinta novela del autor, publicada por primera vez en la Revista Contemporánea entre noviembre de 1878 y marzo de 1879. Aquí se relata la historia de una joven huérfana, hija de un marqués, cuya belleza y honestidad le ganan las simpatías de la gente y los corazones de diversos pretendientes. Luz es educada por su padre, el marqués de Villafría, su madre ­­—una mujer de dudosa procedencia— muere cuando ella tiene dos años. A pesar de pertenecer a la alta sociedad de Madrid, su padre y ella deciden mudarse a Andalucía. Una vez instalados en Villafría, el marqués, que está arruinado, muere. Previo al deceso, deja a don Acisclo —administrador familiar— a cargo de Luz. Pasado el tiempo, la joven se convierte en una mujer educada y sin planes de matrimonio. Pero todo cambia cuando conoce al fraile dominico Enrique y al militar don Jaime Pimentel. Como también ocurre en Pepita Jiménez, Valera vuelve a plantear el antagonismo entre amor humano y amor divino, pero esta vez, con un final trágico. En Doña Luz se muestra la imposibilidad de la armonía en el amor, entre la carne y el espíritu, y la única solución a este conflicto es aquí el platonismo místico. Las novelas de Valera están protagonizadas por personajes femeninos, libres e independientes, con un amor apasionado y una firme decisión de conquista y poder sobre los hombres. En muchos casos, como pasa en Doña Luz, aspiran a un ideal y son víctimas de este deseo imposible. Como en Pepita Jiménez, en Doña Luz y en El doble sacrificio, encontramos de nuevo el problema de la crisis sacerdotal, aunque en el caso del padre Enrique y Doña Luz, el autor se decidirá por una solución mística.

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Juan Valera

Doña Luz

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Doña Luz.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9953-063-5.

ISBN ebook: 978-84-9953-062-8.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

A la señora condesa de Gomar 9

I. El Marqués y su administrador 13

II. Antecedentes y pormenores indispensables aunque enojosos 19

III. De otras menudencias que la escrupulosidad del narrador no permite que pasen en silencio 25

IV. Los amigos íntimos de doña Luz 33

V. La amistad de doña Manolita 43

VI. Confidencias de doña Luz 53

VII. El Padre Enrique 61

VIII . Vida del Padre en el lugar 65

IX. Homilía 75

X. Un ilustre candidato 87

XI. Preparativos electorales 101

XII. El triunfo 111

XIII. Crisis 123

XIV. Solución de la crisis 133

XV. Primera traza de un idilio matrimonial 145

XVI. Meditaciones 155

XVII. La boda 167

XVIII. Glorioso tránsito 175

XIX. La embajada de don Gregorio 189

XX. La carta misteriosa 203

Conclusión 211

Libros a la carta 219

A la señora condesa de Gomar

Estando en casa de usted, en una noche del verano pasado, conté la sencilla historia de Doña Luz. Hallola usted bien, gracias sin duda a la indulgencia con que me mira, y me animó para que la escribiese. Prometí escribirla y dedicársela a usted; aceptó usted la promesa, y hoy con el mayor gusto la cumplo. Lo que me desazona es el corto valer del don en sí o su ningún valer, si se atiende al de la persona a quien le dedico, por su talento y belleza tan general y justamente encomiada. Sea, con todo, mi dedicatoria muestra, aunque pobre, del respetuoso cariño que usted me inspira.

Por lo demás, aunque la novela no divierta, creo yo que vale algo por las muy graves y severas lecciones que contiene.

Pongo a un lado las mil y quinientas que cualquier agudo crítico puede sacar si se empeña en elogiarme y lucirse, y me limito a la lección que se da, no ya sólo a los frailes, que al fin pocos hay en España ahora, sino por extensión a todo caballero cortesano, viejo o algo machucho, que se enamora con amor vicioso.

El desastrado caso del padre Enrique deberá servir de escarmiento y grabar en la mente del cortesano viejo, como moraleja principal, aquellas advertencias divinas con que el ilustre Micer Pietro Bembo hermosea y corona el libro de El cortesano.

Estas advertencias dicen en resumen que el cortesano «enderece su deseo a la hermosura sola, y cuanto más pueda la contemple en ella misma simple y pura, y dentro en la imaginación la forme separada de toda materia, y formándola así la haga amiga y familiar de su alma, y allí la goce, y consigo la tenga días y noches en todo tiempo y lugar sin miedo de jamás perdella, acordándose siempre de que el cuerpo es cosa muy diferente de la hermosura, y que, no solamente no la acrecienta, mas que le apoca su perdición. Desta manera será nuestro cortesano viejo fuera de todas aquellas miserias y fatigas que suelen casi siempre sentir los mozos, y así no sentirá celos, ni sospechas, ni desabrimientos, ni iras, ni desesperaciones, ni otras mil locuras llenas de rabia, con las cuales muchas veces llegan los enamorados locos a tanto desatino que aun a sí mismos quitan la vida»: como sucedió al padre Enrique, volviendo a mi cuento. Al cual Padre le hubiera estado mejor valerse de este amor como de escala para subir a más alto grado. Porque, considerando la estrecheza de estar siempre ocupado en contemplar la hermosura de un cuerpo solo, debió sentir deseo de ensancharse algo y de salir de término tan angosto, y para ello debió también juntar en su mente muchas hermosuras, y, reduciéndolas a una sola, formar aquella que sobre toda la naturaleza se extiende y derrama.

Sabido es, por último, que, por cima de este concepto universal de la hermosura, hay otra excelsa, increada y de la que todas proceden. Si el amor llega a columbrarla, ¿de qué no se olvida? Y entonces (y toda ésta es doctrina de micer Pietro Bembo), se abrasa el alma en aquella llama, simbolizada y prefigurada en la enorme pira, donde se quemó Hércules, después de todos sus trabajos, allá en la cumbre del monte Oeta, o se remonta y traspone en el ardiente carro, en que Elías abandonó la tierra y se fue volando a los cielos.

Yo, señora, con el peso de los años, que ya me molesta bastante, y con no pocas saludables desilusiones, voy propendiendo, aunque pecador, a subir por este último camino. Y si bien en mis novelas se notan aún resabios y aficiones de hombre mundano, ya hay en ellas como señales de que me llaman a sí otras voces muy distintas de las del mundo.

Con esto, acaso perderá en amenidad lo que escribo, pero ganará en utilidad. Ahora que está en moda lo docente, dígame usted con franqueza si mi novela no enseña algo cuando esto enseña.

Dele usted, pues, su aprobación; acéptela y defiéndala ya que le pertenece; y créame su devoto servidor y amigo

Juan Valera.

I. El Marqués y su administrador

No todas las historias que yo refiero han de ocurrir en Villabermeja. Hoy he de contar una muy interesante ocurrida, pocos años ha, en otro lugar cercano, que llamaremos Villafría, reservando para mayores cosas su verdadero nombre. Por lo demás, entre Villabermeja y Villafría no se da diferencia muy notable; pues, si bien Villabermeja posee un santo patrono más milagroso, Villafría goza de término más rico, de más población, de mejores casas, y de más pudientes hacendados.

Entre éstos descollaba el señor don Acisclo, así llamado desde que cumplió cuarenta y cinco años, y que sucesivamente había sido antes, hasta la edad de veintiocho a treinta, Acisclillo y tío Acisclo después. El don vino y se antepuso, por último, al Acisclo, en virtud del tono y de la importancia que aquel señor acertó a darse con los muchos dineros que honrada y laboriosamente había sabido adquirir.

Su buena fama trascendía por toda la provincia. No le estimaban sólo como a persona que tiene el riñón bien cubierto, y que no se dejaría ahorcar por dos o tres milloncejos de reales, sino que era preconizado como sujeto muy cabal, formalísimo en sus tratos y seguro hasta la pared de enfrente, y como tan recto, devoto de María Santísima y temeroso de Dios, que casi, casi estaba en olor de santidad, a pesar de las malas lenguas, que no faltan nunca.

Lo cierto es que don Acisclo había sabido conciliar su medro con la probidad y la justicia. Había sido administrador del marqués de Villafría, durante veinte años lo menos, y se había compuesto de manera que todos los bienes del marquesado habían ido poco a poco pasando de las manos de su señoría a sus manos más ágiles y guardosas.

Este pase o dislocación se había realizado natural y legítimamente. Don Acisclo no tenía culpa ninguna de que el marqués hubiese sido despilfarrado y perdulario; y más que por culpa podía y debía contarse por mérito que él fuese ingenioso, ahorrativo y aprovechadísimo.

Siempre se condujo con la mayor lealtad en la administración. El marqués de Villafría habitaba en Madrid, donde gastaba mucho. Tenía necesidad de dinero. Enviaba a pedir. No había. Y entonces se apelaba a varios recursos, de algunos de los cuales hablaré aquí en breves palabras.

Mandaba el marqués, que, para reunirle dos mil duros, se vendiese vino, aunque fuese malbaratándole: dando, por ejemplo, el fino y potable como de quema.

Don Acisclo era muy estrecho y escrupuloso de conciencia, y se ponía a buscar con afán a alguien que se llevase el vino por su justo valor; pero no le hallaba. Nadie daba por cada arroba sino seis o siete reales menos de lo que valía. Entonces don Acisclo se sacrificaba; allegaba el dinero, se le enviaba al marqués, y tomaba el vino para sí por una peseta menos en cada arroba. De esta suerte ganaba él, haciendo ganar al marqués tres reales en arroba por la parte más corta. Luego echaba don Acisclo en madera el mencionado vino, y al cabo de un año, le ponía tan exquisito, que vendía cada arroba por siete u ocho pesetas más de lo que le había costado.

En otras ocasiones, pedía el marqués, corriendo, mil duritos para salir de un apuro. «Tómalos de un comerciante de Málaga —escribía a don Acisclo—, prometiendo pagarlos en aceite dentro de dos meses, que será la cosecha».

Don Acisclo buscaba al punto en Málaga comerciante que se allanase a dar el dinero, y resultaba que nadie quería darle sino cobrándose en aceite, dos meses o poco más después, y tomando la arroba de dicho líquido a dos reales menos del precio corriente. Ésta era una usura monstruosa; era una usura de más del 30 por 100 al año. Don Acisclo se afligía, ponía el grito en el cielo, caía enfermo por la pesadumbre que le daban los apuros del marqués, y al fin reincidía en sacrificarse, tomando él mismo el líquido por un real menos de su precio corriente, y aprontando el dinero, del cual no venía a sacar sino a razón de 20 por 100 al año. Así hacía ganar al marqués otro 10 por 100.

Con el trigo sucedía lo propio. El marqués mandaba que le vendiesen el trigo dos o tres meses antes de la cosecha. No se hallaba quien le pagase con anticipación sino con tres reales de descuento por fanega. Entonces don Acisclo proporcionaba el dinero, y se quedaba con el trigo por dos reales menos, pero haciendo ganar al marqués un real en fanega.

El marqués gustaba de tener una reata de ocho hermosos mulos, los cuales se hubieran comido una barbaridad de cebada, sin trabajar para el marqués sino cuatro meses a lo más cada año; pero don Acisclo se servía de los mulos para los acarreos y tráficos, y así se ahorraba él de pagar mulero y mulos, y hacía que el marqués ahorrase sobre seis meses de piensos.

Las tierras del marqués estaban muy necesitadas de abono. Don Acisclo adquirió para sí no pocas ovejas y cabras, las cuales, a trueque de algunas hierbas inútiles y tal vez nocivas y de algunos retoños bajos y viciosos, abonaban bien los mejores olivares del marqués.

Necesitaba el marqués más dinero; era menester tomarle prestado; no había quien le diese a menos del 15 por 100. Don Acisclo hallaba a un pariente o a un amigo suyo que le daba al 12. Así hacía ganar al marqués un tres por ciento anual sobre la cantidad recibida.

En resolución, y por el estilo mencionado, rindiendo cuentas exactísimas, y demostrando matemáticamente que hacía ganar al marqués tres o cuatro mil duros al año con administrar tan fiel y celosamente sus bienes, don Acisclo vino a quedarse con casi todos ellos.

Su señoría, sitiado por hambre, tuvo entonces que abandonar la corte, y se retiró a hacer penitencia en Villafría, donde murió, al año de estar, de unas calenturas malignas, que infundieron en su sangre la falta de metales y la sobra de bilis.

Todo el caudal del marqués, a su muerte, podría producir, a lo sumo, 16.000 rs. al año.

Estoy tan escamado con los críticos profundos que no atino a resolver y declarar si el marqués era tonto o discreto. En Madrid había sido el marqués el encanto de la sociedad, y había pasado por la discreción en persona. Y, sin embargo, el marqués se había quedado pobre. Tal vez consista esto en que haya dos géneros de tontería: la tontería de acción y la tontería de palabra, las cuales están en razón inversa en cada ser humano. El que no dice tonterías las hace: el que no las hace las dice. Cuando alguien hace y dice siempre tonterías, ya es tonto de capirote y goza de tontería absoluta, total, una y toda, como se expresarían los filósofos.

Por dicha no es esto lo común: lo común es ser tonto a medias. Cuando alguien gasta en palabras su discreción, enamora a las gentes y hace las delicias de las tertulias; pero, consumida toda su discreción en objetos de lujo, sólo tontería le queda para los negocios que debieran importarle. Y, por el contrario, todos o casi todos los que consumen su discreción en hacer su negocio, son insufribles de tontos o de zafios hasta que le hacen, si bien, luego que le han hecho, vuelven a brillar con su discreción en los discursos y conversaciones, o bien porque ya no tienen que emplearla en lo útil y la derivan hacia lo agradable, o bien por el prestigio seductor de que los circundan su éxito y su buena fortuna.

Así me explico yo que el marqués, que buen poso haya, pasase siempre por discreto en la corte, y en su lugar por incapaz de sacramento.

Razón tenían en su lugar, dirá quien me lea. Si el marqués no hubiera sido tonto, hubiera conocido que don Acisclo le saqueaba y hubiera mudado de administrador. A esto importa contestar lo que el marqués contestaba, pues no faltó nunca quien le hiciese dichas reflexiones. Yo no trato aquí de sostener que el marqués tenía razón: me limito a repetir lo que él decía. Decía, pues, que en veinte leguas a la redonda, tomando a Villafría por centro del círculo o redondel, no había más honrado y virtuoso varón que su administrador: que el ahorro de cuatro mil duros al año que don Acisclo se jactaba de haberle hecho era de la más rigurosa exactitud; y que por consiguiente todavía le salía deudor, en los veinte años que había administrado sus bienes, de algo más de 80.000 duros. Otro administrador cualquiera hubiera acabado con el marqués en diez años. El marqués, por lo tanto, creía deber a don Acisclo diez años de buena y alegre vida. Otro administrador cualquiera no hubiera hecho los adelantos por la mitad menos, y se hubiera enriquecido más pronto, y no hubiera arruinado a su señor con tantos miramientos, con tanta suavidad y pausa, y con tan severa conciencia. El propio don Acisclo creía, allá en el fondo de su alma, aunque rara vez se jactaba de ello por su extremada modestia, que había sido para con el marqués un dechado de fieles servidores. Así es que, en el año que vivió el marqués en Villafría, ya arruinado, don Acisclo le sermoneó bien sobre su despilfarro e imprevisión, y el marqués le oyó siempre con respeto y hasta compungido a veces.

Con estos sermones y consejos póstumos, con una amistad llena de veneración, que don Acisclo mostró siempre al marqués, más aún cuando pobre que cuando rico, y con los cuidados con que le atendió en los últimos días de su vida, sin que ni remotamente entrase en todo ello la menor idea de desagravio, pues pensaba haberle favorecido y no ofendido, don Acisclo se elevó a considerable altura moral e intelectual en el ánimo del marqués, quien al morir le dejó confiada la joya más hermosa que aún poseía en este mundo.

Era esta joya una niña que acababa de cumplir quince años cuando murió el marqués. Había sido educada por un aya inglesa que había sido menester despedir por falta de dinero antes de venir a Villafría; pero ya la niña hablaba inglés y francés con perfección y estaba muy instruida.

En el lugar había acertado a hacerse querer de todas las gentes, en especial de los pobres, aunque ella también lo era y poco podía favorecerlos.

Huérfana de madre desde que tenía dos años, había quedado sola en el mundo al morir el marqués. Éste, que jamás había sido casado, había tenido aquella hija en una mujer oscura, pero le había dado su nombre y la había legitimado.

Don Acisclo, muerto el marqués, tuvo grande empeño en adelantar el dinero para la transmisión del título a la señorita; pero ésta lo supo, y se opuso del modo más resuelto. Aunque de tan corta edad, pensó y dijo con discreción que hasta era ridículo ser marquesa con tan poco dinero como tenía. Don Acisclo insistió en sacar el título, pero la niña se opuso cada vez con más ahínco. Quedose, pues, sin título. Todos en el lugar dejaron de llamarla la marquesita, como la llamaban en vida de su padre, y la llamaron doña Luz, que era su nombre de pila.

Doña Luz, como buena hija, lamentó y lloró mucho la muerte del marqués; pero su humilde y cristiana resignación era grande.

Con el tiempo quedó doña Luz tranquila y consolada. Vivía en casa de don Acisclo. Conocía su triste situación, y no se atormentaba por ello. Se diría que había olvidado Madrid. Estaba conforme en pasar en Villafría la vida entera.

II. Antecedentes y pormenores indispensables aunque enojosos

Desde la muerte del marqués habían transcurrido doce años.

Doña Luz tenía veintisiete y estaba hermosísima: mucho mejor que de quince.

Su buen natural, rectamente encaminado en su niñez y en su adolescencia por las lecciones del aya, no la había abandonado nunca. Doña Luz, sin sibaritismo, con la severidad de quien cumple un deber, había cuidado, y seguía cuidando en el lugar, de su alma y de su cuerpo.

Con el mismo esmero con que procuraba no manchar su inteligencia ni su voluntad con ideas o con afectos indignos, atendía a la material limpieza y al honesto adorno de su persona. Doña Luz era en todo la pulcritud personificada.

Tal vez por instinto, sin darse cuenta de ello, o al menos no dejándolo sentir ni recelar, se miraba y se complacía más en este que podemos llamar aseo moral y corpóreo, por lo mismo que se veía circundada de gente algo ruda y no muy limpia ni de cuerpo ni de alma, y como si tuviese el temor de contaminarse.

Era tan circunspecta, que jamás dejaba traslucir este temor; y tan hábil sin arte, que nadie la acusaba de desdeñosa. Aunque no se bajaba al nivel de nadie, por una dulce, franca y generosa simpatía, procuraba elevar a las gentes a su nivel. Así había logrado infundir respeto y no odio: y las señoras y señoritas del lugar, en vez de tomarla por blanco de sus sátiras, solían tomarla por modelo, con lo cual los usos, costumbres y trato social, se habían mejorado bastante.

Los mozos eran más reverentes con las mujeres, y algunas de éstas imitaban ya a doña Luz, no sin maña, en modales y compostura y hasta en el primor y atildamiento con que ella tenía los muebles y alhajas de su tocador, salita y alcoba.

En el momento en que nos ponemos ahora con la imaginación, doña Luz era un Sol que estaba en el zenit. Gallarda y esbelta, tenía toda la amplitud, robustez y majestad, que son compatibles con la elegancia de formas de una doncella llena de distinción aristocrática. La salud brillaba en sus frescas y sonrosadas mejillas; la calma, en su cándida y tersa frente, coronada de rubios rizos; la serenidad del espíritu, en sus ojos azules, donde cierto fulgor apacible de caridad y de sentimientos piadosos suavizaba el ingénito orgullo.

Madrugadora, activa, acostumbrada a dar largos paseos, y a estar en casa empleada en algo útil, la ligereza y el brío de su cuerpo corrían parejas con su beldad y con su gracia. Cuando quería, bailaba como una sílfide; en el andar airoso, semejaba a la divina cazadora de Delos, y montaba a caballo como la reina de las amazonas.

No se negaba a asistir a los bailes, tertulias y otras fiestas que en el lugar se daban. Había ido a las ferias de los lugares cercanos y a algunas romerías, y no esquivaba la conversación de las gentes, aunque con tan juicioso y bien templado decoro, que atinaba a desechar la familiaridad excesiva, sin ofender al vidrioso y sin alentar al audaz y confiado.

Esto, en vez de perjudicarle, aumentaba y extendía su buen crédito.

Cuando doña Luz iba por la calle, con Juana, su anciana criada, o cuando iba a la iglesia, grave, silenciosa, vestida toda de negro, con basquiña y mantilla, decían algunos mozos estudiantes, que había en el lugar, y que entendían más hondamente que los demás de estética y de otras doctrinas de amor y poesía, que doña Luz parecía una garza real, una emperatriz, una heroína de leyendas y de cuentos fantásticos; algo de peregrino y de fuera de lo que se usa; el hada Parabanú; la más egregia de las huríes.

A pesar del respeto, algunos no acertaban a contenerse. Este decía: «¡Viva el salero!» Aquél: «¡Alabado sea Dios que tan hermosa la ha criado!» Otro: «¡Ahí va la gloria vivita!» y así por el estilo. En ocasiones, por último, no faltó quien se propasase a tender la pañosa a modo de alfombra o a tirar el sombrero calañés a sus plantas para que ella le hollara y pisoteara.

Pero, ¡caso estupendo! en medio de todo este entusiasmo, doña Luz no tenía ni había tenido novio: no hablaba ni había hablado con nadie por la reja. Lo que sí había tenido era multitud de pretendientes, sin que ella hubiese dado esperanzas a ninguno. Los jóvenes más ricos de algunas leguas en contorno la consideraban ya como inexpugnable fortaleza. La esperanza, con todo, no se pierde jamás. Los hombres, en esto de conquistas amorosas, nos las prometemos, a menudo, felices. Así es que, si los del lugar estaban ya sosegados y desengañados, no faltaban aún forasteros, con tal de que fuesen sujetos de cierto fuste, que se alborotasen al ver a doña Luz, y propusiesen, allá en sus adentros, conseguir lo que otros no habían conseguido; pero pronto también se desengañaban.

Con esta adoración resuelta, con este prurito de ser correspondidos, se habían hallado muchos, o simultánea o sucesivamente. Ninguno había llegado a explicaciones. Doña Luz se supo componer de suerte que no se había visto nunca en la dura necesidad de dar formales calabazas, ni de excitar el resentimiento que esto trae consigo. Era difícil hablar a solas con ella. Era difícil hacer llegar a sus manos carta o billete amoroso. Y si bien, merced a algunas viejas audaces, que donde quiera las hay de sobra, doña Luz había recibido papelitos en prosa y hasta en verso, constantemente los había devuelto sin abrir. En vista de estos y de otros desdenes, todos los enamorados desistían al fin de sus propósitos, sin motivo y hasta sin pretexto de queja.

Y no podía haberla, porque doña Luz callaba toda razón ofensiva. No se sentía inclinada al matrimonio. No amaba. Nadie manda en su corazón. Tales eran sus razones.

Alguien podría sospechar pero no probar su invencible repugnancia a todo lo vulgar y plebeyo, y el horror que de ella se apoderaba a la sola idea de poder un día tener un hijo que llevase su ilustre apellido en pos de otro apellido oscuro y rústico de algún ricacho villano.

En suma: doña Luz, si no tenía esperanzas de casarse a su gusto, tampoco tenía o dejaba traslucir el menor deseo. Todo era en ella frialdad tranquila y contentamiento suave. En balde, el peor pensado de los hombres se atrevería a buscar en sus actos, en sus palabras, en sus ademanes y gesto, la más leve señal de que estuviese despechada.

Doña Luz no lo estaba en realidad. Había tomado enérgicamente su partido y había trazado de antemano la senda de su vivir. Las frases burlonas de quedarse para tía o para vestir imágenes no hacían mella en su firme y acerado corazón, ni podían violentarla ni inclinarla a aceptar marido con el solo fin de no llegar a solterona.

Varias parientas ricas, que tenía doña Luz en Sevilla y en Madrid, la habían invitado a que se fuera a vivir con ellas: pero, o bien porque así fuese en verdad, o porque doña Luz lo sospechaba, las invitaciones habían sido más que de corazón por cumplimiento. Además, doña Luz se consideraba muy pobre para su clase, y no quería ser gravosa, ni vivir a expensas de otros y en una especie de dependencia próxima a la servidumbre. Había, pues, rehusado todas las invitaciones. Su plan era vivir y morir oscuramente en Villafría.

La misma impureza de su origen, el vicio de su nacimiento, la humilde condición de su desconocida madre, obraban por reacción en su ánimo y casi convertían su orgullo en fiereza. Para limpiar aquella mancha original, quería ser doña Luz mucho más limpia y mucho más pura.

No quería pordiosear ni deber nada a nadie.

Conservaba sin vender su casa solariega del lugar con sus antiguos muebles y dos criados. Si no vivía en ella, pensaba vivir más tarde, o bien porque don Acisclo podría faltar, o bien porque ya, entrada ella en años, nadie podría extrañar que viviese sola.

Entretanto, vivía doña Luz en el caserón de don Acisclo, donde tenía holgada e independiente habitación, y donde había traído, para adornarla, sus más bonitos y preciosos muebles y sus libros mejores.

En pago de esta hospitalidad, hacía aceptar a don Acisclo, por más que éste se había resistido, más de la mitad de sus rentas, o sea 8.000 reales al año. Con lo restante, como era económica y arreglada, tenía lo suficiente para vestirse, comprar algunos libros nuevos y hacer limosnas.

El único lujo, el único regalo de doña Luz, era un magnífico caballo negro, en el cual solía ella salir a paseo con don Acisclo o con un criado llamado Tomás, que había envejecido en el servicio de su padre.

Don Acisclo estaba viudo hacía muchísimo tiempo. Tenía dos hijos y tres hijas, todos casados y con casa aparte, de modo que, en la soledad anchurosa de aquel inmenso caserón, doña Luz y don Acisclo se daban mutua compañía.

Rayaba ya don Acisclo en los setenta años; pero estaba recio y bien de salud. Iba derecho como un huso; era hombre ágil y enjuto de carnes; y, si no sabía más que leer y escribir medianamente y las cuatro reglas, y si jamás había leído un libro, tenía gran despejo natural, aunque burdo. Jamás había turbado su conciencia con sutilezas morales. Así es que no le remordía, como hemos dicho, de haber contribuido a la ruina del marqués. Si se había aprovechado de ella mejor le parecía que hubiese sido él que no otro. Mucho le hubiera dolido ver en manos extrañas el caudal de su amo. Poseíale, por lo tanto, de buena fe, con justo título, y hasta con y por cierto sentimiento de veneración a la memoria del difunto ilustre poseedor.

Esta veneración se extendía, o mejor dicho, se extremaba y llegaba a su colmo, sin afectación ni servilismo, cuando se trataba de la señorita doña Luz, en quien, fascinado el viejo, creía descubrir a un ser cuyos arcanos pensamientos, móviles y resortes de acción, apenas entreveía; a una criatura rara e inusitada, de otra casta muy diferente de la suya, y con la cual, sin embargo, comía de diario y tenía la honra de compartir la vivienda.

III. De otras menudencias que la escrupulosidad del narrador no permite que pasen en silencio

Constaba esta vivienda, como la de muchos otros ricos hacendados de Andalucía, de dos casas contiguas, en comunicación: la de los amos y la que se llama siempre casa de campo, aunque esté en el centro de la población.

La casa de los amos no tenía más habitantes que don Acisclo en un extremo, y doña Luz en otro, con su vieja criada Juana, que dormía en un cuarto al lado del de su señora.

Había un gran comedor, otro comedor pequeño para diario y varios salones de respeto, que no se abrían sino en las ocasiones solemnes, y donde, entre otras preciosidades, don Acisclo, sus hijos, hijas, yernos y nueras, todos resplandecían retratados al óleo, de tamaño más que natural, y casi de cuerpo entero, por un pintor ambulante que acertó a pasar por Villafría, y que llevó una onza de oro por cada retrato. Verdad es que don Acisclo le agasajó y trató a cuerpo de rey, sentándole a su mesa todo el tiempo que tardó en pintarlos, lo cual fue obra de cinco meses, y luego, al partir, le hizo presente de mil chucherías, como, por ejemplo, de un pipotillo con aguardiente de doble anís, de orejones secos y de alfajores y piñonate. Los retratos lo merecían por lo parecidos. No les faltaba más que hablar. Las blondas que figuraban en los de las damas, estaban algo confusas al principio; pero, cediendo a las quejas de las damas susodichas, el pintor lo arregló con ingenioso artificio. Untó en albayalde un pedazo de tul, le aplicó al sitio del cuadro, ya seco, donde la blonda estaba representada, y resultó un efecto maravilloso, porque hasta los agujeritos de la blonda se veían y aun podían contarse.

Todo esto era en el piso principal, donde había dos chimeneas, que allí llaman francesas, y que no se encendieron sino cuando vino el obispo, en pleno invierno, y por poco se ahoga S. S. I. con el humo que se armó. Pero en cambio había una magnífica cocina de señores, con chimenea de campana, de muchísimo tiro, donde ardía siempre, durante la estación fría, abundante leña de olivo y de encina y rica pasta de orujo; donde rara vez se guisaba; y donde los señores se calentaban muy a su sabor. En esta cocina adornaban las paredes varias jaulas de perdices, puestas sobre repisas, escopetas y otras armas, y algunas cabezas de ciervos, lobos, zorros, tejones y garduñas, muertos por don Acisclo.

En el piso bajo había casi tanta habitación como en el principal; y, si se contaba con el patio con toldo, había más. Allí se vivía durante el verano. En toda estación estaba allí el despacho de don Acisclo, donde este activo labrador y ganadero trataba con chalanes, corredores, rabadanes, aperadores, capataces y caseros: entendiéndose por caseros, no el terror de los inquilinos morosos, como en Madrid, sino los que cuidan y guardan las caserías o viviendas de cada finca rústica.

En el piso bajo, en la sala de más aparato y autoridad, que se llamaba la cuadra, porque era cuadrada, había también algo que daba lustre a aquella casa. Es de saber que en no pocos pueblos de Andalucía hay multitud de imágenes benditas, que se sacan en procesión en las grandes festividades, y singularmente en Semana Santa. El número de estas imágenes suele hacer que no quepan bien en los templos, por lo cual muchas están depositadas en casas particulares hasta el único día del año en que han de salir en procesión. don Acisclo tenía en la cuadra baja una de estas imágenes, de cuya cofradía era hermano mayor; pero no era una imagen de tres al cuarto, sino la más complicada que se conocía y la de mayor empeño y coste, ya que en realidad no rezaba con ella aquel decir proverbial de:

Santirulitos bonitos, baratos,

Ni comen, ni beben, ni gastan zapatos.

Aquella imagen o representación comía y bebía, o mejor dicho, cenaba: era nada menos que la Cena.

Cristo y los doce apóstoles de bulto estaban sentados a la mesa; Cristo echaba la bendición, San Juan se dormía sobre el hombro de su Divino Maestro, y el feísimo y traicionero Judas, con enmarañado pelo rojo, metía la mano en el plato del centro, porque es sabido que no tenía pizca de educación.

El Jueves Santo salía en procesión la Cena, y el Miércoles Santo por la noche estaba expuesta en la cuadra a la veneración de los fieles, quienes con tal motivo tenían entrada franca en la casa, lo cual se llamaba y se llama aún visitar las insignias, y apenas quedaba en el lugar quien no las visitase en la víspera de la respectiva procesión. Y esto si contar con los forasteros.

La mesa en que Cristo y los apóstoles estaban sentados, era bastante capaz, y, en tan solemnes días, se cubría con preciosos manteles alemaniscos y se adornaba con mil lindezas, flores, viandas, dulces y frutas. Aunque no había en la mesa de cuanto Dios crió, como afirmaba la gente del pueblo con encarecimiento desmedido, era innegable que había objetos raros y costosos: uvas de corazón de cabrito como acabadas de coger y que por milagro se habían conservado, claveles y tempranas rosas de olor en grandes piñas, ramos de violetas y camelias, etc., etc. Las paredes de la sala donde estaba la Cena se tapizaban de damasco carmesí; sobre el damasco se colgaban lindas y antiguas cornucopias con muchas velas de cera ardiendo, y también en la sala había verdes plantas, y canarios en jaulas, y una enorme cruz negra de madera, con adornos y remates de plata fina, asida a la pared por fuertes alcayatas. Era la cruz que don Acisclo, cuando mozo, había llevado al hombro en las procesiones durante muchos años, porque había sido y era aún hermano de cruz, aunque jubilado, y aún se vestía denazareno, para ir en la procesión como hermano mayor delante de la Cena, con una túnica de rica seda morada que había costado un dineral; pero entonces no llevaba la cruz, sino una pértiga reluciente, signo de autoridad y mando. Su hijo primogénito iba delante con el estandarte de la cofradía.

El gasto de la fiesta era grande, porque don Acisclo costeaba toda la cera que llevaban ardiendo los que con sendas velas seguían su insignia, y en la noche del Jueves Santo, terminada ya la procesión, daba de cenar a todos los cofrades, que eran muchos, agasajándolos y hartándolos con potaje de habas, cornetillas picantes, cazón en ajo de pollo, bacalao con tomates o en albóndigas, a veces hasta serafines fritos, pues, aunque parezca extraño,serafines se llaman en aquel país los boquerones, y de postres deliciosos pestiños y vino añejo. Pagaba además con rumbo generoso a los cuarenta o cincuenta ganapanes que habían llevado en hombros las andas, y en las andas la mesa, con Cristo, Apóstoles y cuanto Dios crió; empresa titánica, de la cual no pocos quedaban derrengados y con feroces ampollas, a pesar de las almohadillas.

Aquella noche echaba don Acisclo el bodegón por la ventana.

La gente menuda fumaba a su costa los mejores coraceros que había en el estanco, y el señorío tomaba chocolate con hojaldres, empanadas, hornazos, tortas de varias clases, como por ejemplo, de polvorón y de aceite, y roscos de vino y de huevo.

En cualquier día y a cualquier hora se mostraba en todo que don Acisclo era espléndido y acaudalado.

El patio de la casa era anchuroso y enlosado de mármol. En su centro lucía una taza de mármol también, donde caía el agua clara de un copioso y alto surtidor. En torno de la fuente se veían muchas macetas con flores y hierbas olorosas, y alrededor arriates con bojes, que formaban bolas y pirámides, y rosales de enredadera, jazmines y naranjos, que revestían el muro y trepaban por cima de los balcones del piso principal, tejiendo una capa o manto de flores, frutos y verdura, y embalsamando el ambiente, ya con el olor del azahar, ya con el más leve aroma de jazmines y de mosquetas.

De este patio, así como de un jardín más extenso, con honores de huerta, que había a espaldas de la casa, cuidaba doña Luz con esmero. Hasta hacía venir flores y plantas, que jamás se habían conocido en Villafría, y solía aclimatarlas.

De nada más cuidaba doña Luz, no por desidia, sino porque, según decía don Acisclo, se obstinaba en sostener que estaba como de huésped, y no quería meterse en camisón de once varas.

Quien lo gobernaba todo, la verdadera directora y ama de llaves, era la Sra. Petra, de edad de cincuenta años muy cumplidos. Ella entendía en el gasto diario, vigilaba la cocina y tenía las llaves de la despensa, de la repostería, de la candiotera, de las cuatro bodegas de vino, aceite, aguardiente y vinagre, y de los desvanes o graneros, donde siempre había trigo, cebada, arvejones, yeros, matalahúga y otras semillas.

A las inmediatas órdenes de la Sra. Petra había cuatro criadas: dos, zagalonas aún, duras en el trabajo, de apretadas carnes y músculos de acero, las cuales eran de las que llaman por allá de cuerpo de casa, esto es, que servían para fregar, aljofifar, enjalbegar y tenerlo todo saltandito de limpio; otra, ya más granada, aunque moza también, que cosía, zurc