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Certero ensayo del literato Juan Valera en el que enfrenta las nociones de la moral cristiana de su época con la idea de progreso social, político y cultural imperante en la españa del siglo XIX, defendiendo ambas posturas y al mismo tiempo arrojando una mirada crítica sobre ambas.
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Seitenzahl: 73
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Juan Valera
Saga
De la doctrina del progreso con relación a la doctrina cristiana
Copyright © 1857, 2023 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726661651
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
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—63→
Hemos visto reproducido en La Discusión, nuestro artículo sobre las cátedras del Ateneo, en el cual procuramos poner en su punto el notable mérito del Sr. Castelar, y las dificultades de la empresa que piensa llevar a cabo; dificultades que, lejos de arredrar la constancia del Sr. Castelar, y de anublar el íntimo y claro convencimiento que ha de tener de su aptitud, deben servirle de estímulo y poderoso incentivo. Si entre tantas maravillosas prendas de orador como reconocimos en el Sr. Castelar, tuvimos que censurar algunas faltas, bien se desprende de todo el contexto de nuestro artículo, que lo hicimos en la inteligencia —64→ de que criticando a una persona de tan superior capacidad, nos debían servir de norma y punto de comparación el ideal del arte en que esa persona se ejercita, y el último extremo de lucidez a que puede y debe llegar en el asunto de que trata. Para concebir estas excelencias del arte, y para imaginar esta lucidez, basta tener un mediano entendimiento; mas para realizarlas, como queramos y deseamos nosotros que el Sr. Castelar las realice, se necesitan las más poderosas facultades. Por donde comprenderán nuestros lectores dos verdades para nosotros muy importantes: 1.ª, que nos atrevimos a juzgar al Sr. Castelar sin atribuirnos sobre él superioridad en nada; y 2.ª, que nuestro juicio, si no ha sido favorable, pues el Sr. Castelar merece todo elogio, tampoco ha sido adverso, como hay quien lo pretenda.
El único escrúpulo que pesa sobre nuestra conciencia, y el que nos obliga a hacer aquí estas aclaraciones, es el haber intentado, sin previo aviso, y lo que es peor, sin ser conocidos y estimados del público, criticar fría e imparcialmente al Sr. Castelar, desechando el tono hiperbólico y extremado que, tanto en la censura como en el elogio, suele por lo común usarse en España. En este sentido se puede decir que nuestro artículo ha sido una salida de tono, y ha dado ocasión a que muchos vean en él un ataque a la reputación literaria de la persona criticada. El Sr. Castelar, sin embargo (y lo sabemos a ciencia cierta), no ha visto esa hostilidad en nuestra crítica, sino la apreciación desapasionada de los merecimientos que hasta —65→ ahora tiene, el vivo y sincero deseo de que estos sean mayores, y la profunda convicción de que habrán de serlo.
No creemos, por consiguiente, que al decir La Discusión, como ha dicho, que se propone refutar algunos de los asertos de nuestro artículo, salga a la defensa del Sr. Castelar, a quien en tanto estimamos. Sólo creemos que La Discusión pueda y quiera entrar en polémica con nosotros en lo tocante a la doctrina del progreso: y temiendo el fallo de los redactores de tan ilustrado periódico, nos ha parecido conveniente, sin aguardar a que se publique la impugnación de nuestro artículo, aclarar aquí lo que sobre dicha doctrina dejamos en él ligeramente apuntado.
Dijimos en primer lugar que tenemos fe en el progreso. El progreso es para nosotros una creencia, no una ciencia. El progreso en que creemos está limitado por la misma condición del hombre y del mundo: y de esta suerte, ya que no se funde en la doctrina cristiana, no se opone a ella tampoco. Pero suponiéndole ilimitado, como lo supone Pelletan en sus dos famosos libros, Profesión de fe del sigo XIX y El mundo marcha, el progresismo es anticristiano, y es también anti-científico, pues aunque se pueda demostrar por la historia que en todo y de continuo hemos progresado hasta lo presente, aun será difícil deducir de esta premisa que progresaremos siempre en lo futuro.
De la naturaleza íntima del hombre tampoco se puede deducir la doctrina del progreso, porque no —66→ conocemos cumplidamente esa naturaleza íntima. Y en cuanto a las ideas fundamentales que hay en la mente humana, si unas sostienen la doctrina del progreso, otras le rechazan, al menos, como infinito o ilimitado.
La idea de Dios puede en cierto modo considerarse como causa de progreso, porque la idea de Dios es el término de perfección y el ideal de nuestra especie en las diferentes edades. La idea de Dios, aunque de un modo vago, está preconcebida en la mente con anterioridad a cualquiera idea, y es como fuente de todas las ideas. Pero nuestro flaco entendimiento no comprende, ni en la mente divina, la existencia de esta idea (la idea que tiene Dios de sí mismo), a no limitar la omnipotencia y la grandeza de Dios dentro de su infinita sabiduría. A no ser así, nos parece que esta no podría abarcarlas. ¿Cómo, por lo tanto, ha de comprender y desenvolver esta idea nuestra mente finita, a no ser por abstracción, negación y oposición? Si esta idea, aunque en germen, estuviese en nuestra mente de un modo positivo, su eterno desarrollo constituiría el eterno progreso; porque esta idea que en la mente de Dios concebimos desenvuelta y completa, jamás llegaría por un orden sucesivo a desenvolverse y completarse en la mente de la humanidad. Mas nosotros no acertamos a comprender lo infinito y lo perfecto sino por abstracción de lo imperfecto y finito, y aun así lo comprendemos mal, pues oponemos a esa infinidad y perfección algo que las descabala y amengua.
—67→
Estas consideraciones nos inclinan a pensar que la idea de Dios no puede ser el germen del progreso, tal como se entiende en el día, sino el germen de una aspiración infinita, que hallándose en contradicción con lo imperfecto de los medios que naturalmente tenemos para llegar a realizarla, nos induce y obliga a buscar el último fin por medios sobrenaturales.
Las religiones todas se han llevado como propósito y mira principal la resolución de este problema. Y como los hombres entendiesen que habiendo en el corazón humano un infinito deseo, sólo en un bien infinito podría el corazón aquietarse, columbraron asimismo, hasta con la sola luz de la razón, que había otra vida, y pusieron en ella ese bien deseado que no podían hallar en la presente. San Agustín censura a Varrón porque al pintarnos en esta vida al bienaventurado, reúne y pone en él multitud de calidades imposibles en un solo hombre, como son: larga vida, claro entendimiento, ciencia, hermosura, salud, robustez, bienes de fortuna, tranquilidad de espíritu y conciencia limpia de culpa. Por eso dijo el P. Fr. Luis de Granada que si Marco Tulio suponía que, siendo tantas las calidades que habían de concurrir en el orador para que fuese tolerable, era casi imposible que hubiese más de uno en cada siglo, con más razón se debía suponer la imposibilidad de hallar en el mundo bienaventurados como los de Varrón. Pero aun dando por sentado que en un solo hombre concurren estas perfecciones, no podemos, con todo, imaginar en él la bienaventuranza en esta vida, y el término y satisfacción —68→ de su deseo, y la plenitud del ser que esta satisfacción presupone. Lo cual fuera de la religión, y bien considerado por los racionalistas, ha de tenerse por fin imposible de alcanzar, y, según la doctrina de Cristo, ha de creerse obra de la gracia o de la potencia divina, y ha de considerarse como un milagro. El hombre puede elevarse a ese fin, no por desenvolvimiento, sino por renovación; no natural, sino sobrenaturalmente; no apoyándose en la vida anterior, sino en un principio más alto que nuestro propio ser y nuestra propia vida. En lo esencial de la religión cristiana no cabe por consiguiente la idea del progreso, tal como se entiende ahora.
No es esta cuestión tan profunda y tan ardua que tengamos que recurrir para resolverla al estudio de los Santos Padres y de los grandes teólogos: basta con que citemos el catecismo. Allí aprendemos a considerarnos como hijos de Eva, desterrados en este valle de lágrimas: allí aprendemos cuáles son las bienaventuranzas. Bienaventurados los que lloran. Bienaventurados los que padecen. Bienaventurados los pobres de espíritu.