¿Dónde está mi tribu? - Carolina del Olmo - E-Book

¿Dónde está mi tribu? E-Book

Carolina del Olmo

0,0
7,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Estás embarazada o quizá tienes ya un bebé entre tus brazos. A lo mejor sólo te estás planteando el tema de la maternidad. Sea como sea, estás hecha un lío, tienes mil preguntas y nadie a quien recurrir. Escoges un libro, luego otro, luego otro más… Tu perplejidad va en aumento: ¿cómo puede ser que coexistan enfoques tan diferentes? ¿Por qué los expertos se contradicen de tal modo? ¿Por qué te hacen sentir tan impotente y por qué, a pesar de todo, sigues necesitando desesperadamente la guía que te ofrecen? Te dicen que para un criar a un niño hace falta toda la tribu, pero… ¿dónde está nuestra tribu? ¿Cuándo y cómo nos hemos quedado tan solos? Tener un hijo es una de las experiencias más comunes de la humanidad, pero estamos peor preparados que nunca para ese trance. Vivimos obstinadamente de espaldas a nuestra propia naturaleza desvalida, tan dependiente de los cuidados de los demás. Y cuando, de pronto, la evidencia de esta vulnerabilidad se hace carne en el cuerpo de nuestros hijos, todo se tambalea. ¿Es nuestro interior emocional el que tiene que hacer todo el trabajo para reacomodar esta experiencia insólita? ¿Es quizá más conocimiento experto lo que nos falta? ¿Podemos poner a nuestros hijos en el centro de nuestras vidas sin exigir que todo cambie? ¿Podemos siquiera entender lo que nos está pasando sin mirar más allá de nuestros cuerpos, más allá de las paredes de nuestros apartamentos? ¿Dónde está mi tribu? se plantea este y otros interrogantes buscando siempre un marco más amplio que el de la familia, o el de la pareja madre-hijo, en el que situar estas cuestiones. Porque cuidar de nuestros hijos podría ser una experiencia mucho más gozosa y, si no lo es, no es por nuestra culpa (pero tampoco por la suya).

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© Carolina del Olmo, 2013

© Clave Intelectual, S.L., 2013

C/ Velázquez 55, 5º D- 28001 Madrid – España

Tel. (34) 91 781 47 99

[email protected]

www.claveintelectual.com

Derechos mundiales. Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin el permiso escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-945281-0-1

IBIC: VFXC

Diseño de cubierta: Lucía Bajos - [email protected]

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prefacio

 

Capítulo 1. CRIAR SIN RED

De vuelta a la tribu

Abuelos

Todo lo sólido se desvanece en el aire

La invención del hogar

La ambigüedad de la liberación

¿Caminos de servidumbre?

Opting out

Las lecciones del «encimonismo»

Aguantar

Niños (perdidos) en el supermercado

La crisis de los cuidados

Los límites de la intimidad

¿Una nueva mística de la feminidad?

 

Capítulo 2. CUANDO EL ENEMIGO ESTÁ DENTRO

La competición sentimental

Hedonismo, altruismo y compromiso

Obligados a preferir

El compromiso en un mundo líquido

En busca de un nuevo modelo

Reivindicar el cuidado

Animales dependientes y vulnerables

Dependencia maternal

El deber de cuidar y el experimento de la conciliación

¿Soluciones de compromiso?

 

Capítulo 3. EXPERTOS

El auge del experto

Privatización y burocracia del cuidado

¿La ciencia de criar a un hijo?

La crianza como práctica social

Expertos en el cálculo racional

El poder de la culpa

Los límites de la divulgación científica

Sesgos estadísticos, correlaciones espurias y mala ciencia

Autonomía y ayuda mutua

 

Capítulo 4. EL PAPEL DE LA NATURALEZA

Neorromanticismo

Destete, sueño y culpa

La evolución y la crianza

El instinto

El mito de la crianza todopoderosa

La educación moral

La personalidad terapéutica

Las condiciones sociales de la maternidad

 

Epílogo. EL DERECHO A CUIDAR

Agradecimientos

Bibliografía

Notas

Prefacio

Mi hijo Guillermo nació en mayo de 2009. Un niño querido y esperado. Mi situación personal y familiar era, a mis ojos, inmejorable. El embarazo fue muy bueno y el niño nació sano, fuerte, guapo. El padre, César, estuvo a mi lado en todo momento, volcado en todo lo que pudiera hacerme falta. No sufrí ningún atisbo de mi temida depresión posparto –más bien sufrí un ataque de euforia– y hasta la lactancia comenzó suavemente y sin problemas. Vamos, que salió todo a pedir de boca. Las noches me resultaban duras, eso sí. El niño quería mamar cada dos por tres, y yo me levantaba a darle el pecho en un sillón. Temía dormirme y que se me cayera al suelo. Y muchas noches me desesperaba porque no sabía cómo calmar su llanto. Recuerdo especialmente una noche en la que lloraba sin parar. Yo intentaba que se enganchara al pecho, pero él lloraba cada vez más rabioso. Se retorcía de tal forma que uno de sus bracitos siempre acababa estorbando, entre mi pecho y su cara. En cierto momento, no sé bien cómo, me vi a mí misma forcejeando con él, apartando con brusquedad su brazo, que había agarrado con lo que en aquel momento me pareció una fuerza excesiva. Ese arranque de mal humor y la irritación que sentí me dejó acongojada. Temí perder la paciencia y poder llegar a hacerle algo malo. En aquellas noches me forjé la idea de que yo era una madre débil, incapaz de soportar con estoicismo la falta de sueño y que llevaba muy mal la sensación de soledad que me producía pasar las noches en vela con él.

Poco a poco el niño fue durmiendo mejor, y en agosto, con tres meses, dormía tramos seguidos de cuatro, cinco y hasta seis horas. Según me decían, mi hijo era «un chollo». Pero aquella experiencia temprana –perfectamente normal, por lo que comentaban otras madres– me había provocado un hondo temor a la falta de sueño: yo era floja y no podía soportar las malas noches con serenidad. Y cuando por fin empezaba a confiar en que casi todas las noches iban a ser tranquilas, con dos o tres despertares a lo sumo, la cosa empezó a empeorar. Poco a poco fue despertándose más y más veces por noche, y a menudo no bastaba con darle el pecho para que volviera a dormirse sereno. Esa especie de regresión a las pautas de sueño de recién nacido, al poco de haber cumplido cuatro meses, me desesperaba.

Había pedido en mi trabajo una excedencia de un año para hacerme cargo de su cuidado, así que la situación seguía siendo objetivamente buena: al menos no tenía que madrugar ni amoldarme a ningún horario fijo. Con el tiempo transcurrido había ido ganando confianza y ya le daba el pecho en la cama, aunque no lograba quedarme dormida en el proceso. Además, a diferencia de lo que hacen otros progenitores que trabajan –según me han contado–, el padre de la criatura no se trasladó a dormir al sofá, y a pesar de lo dura que debía de estar resultándole la falta de sueño –tenía jornadas laborales muy largas e intensas– y aunque a veces el agotamiento le hacía seguir durmiendo a pierna suelta a pesar del llanto de Guillermo, siempre estaba ahí. Y cuando después del pecho el niño requería calor humano, muchas veces era él quien lo abrazaba mientras yo me giraba hacia el otro lado, para descansar la espalda dolorida. Así, a los seis meses, no solo no habíamos sacado su cuna de nuestro cuarto, como nos habían recomendado, sino que ya dormía con nosotros en la cama. Durante unas pocas noches nos pareció que dormía mejor así y eso bastó para institucionalizar el traslado. Después, su pauta de sueño volvió a empeorar y empeorar, pero a ver quién lo sacaba de la cama: al menos se minimizaba el riesgo de despertarlo al devolverlo a su cuna después de mamar.

Entre tanto, yo ya había caído en las procelosas aguas de los libros de autoayuda. Durante el embarazo solo había leído el omnipresente Qué esperar cuando estás esperando, y en las primeras semanas de vida de Guillermo, casi siempre mientras le daba el pecho, leí ¿Qué esperar el primer año? –una publicación de la Clínica Tavistock–, Comprendiendo a tu bebé, Nueve meses después.Consejos para el cuidado de la madre, y Duérmete niño –uno de los bestsellers de nuestra época, por el Dr. Eduard Estivill–. Eran libros prestados o regalados por mis hermanas, que habían sido madres antes que yo, y salvo Duérmete niño, no abordaban solo el tema del sueño. Los había leído sin demasiada avidez y sin un objetivo concreto. Yo siempre he leído bastante, así que por qué no iba a leer sobre un tema nuevo para mí que me tocaba tan de cerca. Fue una amiga la que, al comentar yo que mi hijo iba para atrás y que a los cinco meses dormía mucho peor que a los tres, me recomendó la lectura de Dormir sin lágrimas, de la psicóloga Rosa Jové, donde se explicaba que muchos niños seguían esa misma pauta, y que no era una regresión, sino el fruto de la evolución normal del sueño, desde el ciclo del lactante hasta el del adulto. Tanto la amiga que me recomendó el libro como yo misma recelábamos de los consejos de los expertos, pero no de los conocimientos expertos (o al menos, no entonces): me lo recomendó solo por la información científica acerca de las pautas de sueño que recogía, y con esa perspectiva lo leí. Pero a medida que mi desesperación aumentaba, comencé también a repasar los consejos de este y de los demás libros que habían caído en mis manos, por si había algo que pudiera hacer para mejorar la situación. Del libro de Rosa Jové salté al pediatra Carlos González, nuevo gurú de una generación de padres perdidos, lo más parecido que hemos tenido en España al norteamericano Dr. Benjamin Spock, autor del bestseller mundial Tu hijo. Después recurrí a The no-cry sleep solution, de Elisabeth Pantley, una madre con experiencia que prometía un método eficaz para modificar la pauta de sueño del niño sin dejarle llorar. De ahí a Tracy Hogg y sus secretos de susurradora de bebés (Secrets of the Baby Whisperer), y a las innumerables páginas web que tratan el tema del sueño infantil.

En mi desesperación, releí varias veces el libro del Dr. Estivill, pero siempre me encontraba incapaz de llevar a cabo sus recomendaciones, que consistían básicamente en poner al bebé a dormir a oscuras en otra habitación y dejarlo llorar según una estricta tabla de tiempos, entrando periódicamente a calmarlo durante unos segundos con el uso exclusivo de la presencia y la voz, es decir, sin mediar contacto físico. Junto a los expertos propiamente dichos, también recurrí –y con algo más de confianza– a los testimonios, consejos y trucos de otras madres que abundan en Internet, y que afirmaban partir solo de su experiencia y la de otras madres, sin alardes teóricos ni supuestas justificaciones científicas.

Al mismo tiempo que, como madre primeriza desesperada, buscaba consejos en libros, sitios web y blogs especializados, mi formación académica (soy licenciada en filosofía) me hacía tener el ojo alerta ante falacias naturalistas, correlaciones espurias, peticiones de principio y otras inconsistencias, y me revolvía contra aquellos mismos manuales en los que depositaba mis esperanzas. Era consciente de que en campos del saber como la psicología conviven numerosas escuelas enfrentadas, que difieren enormemente en sus principios y tratamientos. Pero, aún así, me asombraba la increíble diversidad de enfoques con los que me topaba, y lo increíblemente categóricos y dogmáticos que eran la mayoría de los textos.

De esa mezcla de desesperación, desorientación y perplejidad ante la barahúnda de textos expertos y consejos nace este libro, que no pretende ayudar a nadie a criar mejor a sus hijos ni sustituir ningún consejo por otro, sino solo entender –buscando siempre un marco más amplio que el de la pareja madre-hijo, al que tantas veces se reducen los manuales– por qué han proliferado tanto los libros, revistas y sitios web sobre crianza, qué es lo que muchos padres buscamos ahí, qué es lo que encontramos y, sobre todo, qué es lo que no encontramos, y cómo es que en más de dos mil años de escritura occidental, en la que puede hallarse referencias o alusiones a prácticamente todo lo divino y lo humano, los primeros textos que abordaron un tema tan perturbador y recurrente hoy día como el sueño infantil se escribieron ya entrado el siglo XX.

Leyendo y leyendo, pasé del asombro inicial a la insatisfacción y de ahí, muchas veces, a algo parecido a la indignación. ¿Por qué? Me serviré de nuevo del ejemplo del sueño para explicar cuál creo que fue el origen de mis suspicacias. Digamos, de la manera más neutra posible, que mi hijo duerme de una manera que me impide descansar lo suficiente como para llevar con tranquilidad y buen humor mi vida y su crianza (y ya no digamos una jornada laboral estándar). Busco ayuda en los libros y, ¿qué me encuentro? Básicamente con dos respuestas. La primera me informa de que mi hijo tiene un problema de sueño, me aconseja que actúe de inmediato para solucionarlo, y me da las pautas correspondientes que, básicamente, consisten en desatender su llanto. La segunda me informa de que mi hijo no tiene ningún problema de sueño, me aconseja paciencia y resignación, y me ofrece algunas pautas que pueden hacer la situación más llevadera, como dormir con él en la misma cama.

La primera respuesta tiene, a mi modo de ver, un doble defecto: en primer lugar, no me puedo creer que mi hijo tenga un problema de sueño. Más bien pienso –y montañas de textos y testimonios de madres y padres me avalan– que su pauta de sueño es una de las muchas formas normales de dormir de un bebé. En segundo lugar, los métodos que propone para solucionar el problema me parecen tristes y crueles y, por lo que he podido ver, a otra mucha gente le pasa como a mí.

La segunda respuesta sale ganando porque tiene una virtud y un defecto. La virtud es que la información que ofrece sobre la forma de dormir de los niños me resulta más veraz, algo que no se debe desestimar. Muchas veces basta con reconsiderar las expectativas que uno tiene acerca de cierto comportamiento infantil para sobrellevarlo mejor. El defecto es que parece concluir que si el bebé no tiene ningún problema de sueño, entonces es que no hay ningún problema. Esta especie de conclusión tácita no solo te deja totalmente inerme, sino que trae como colofón que si vives esa situación perfectamente normal como problemática es que eres débil, o quejica… Vamos, que el problema, o incluso la culpa, lo tienes tú.

Esas dos respuestas a mi problema de sueño condensan bien la pauta básica de la historia de los consejos de crianza: el vaivén entre dos tipos de experto y sus modelos de cuidado infantil. Son los modelos que los norteamericanos han llamado parent oriented o adult-centered, enfoques orientados a los padres o centrados en los adultos, y child oriented o child-centered, orientados o centrados en el niño. Estos últimos defienden la inocencia y bondad intrínsecas del niño, que sabe mejor que nadie lo que necesita, y lo pide con los medios que tiene a su alcance. La tarea de los padres sería la de amarlo, cuidarlo, acompañarlo, estudiar y seguir sus pautas y pistas, y responder empáticamente a sus necesidades. En cambio, los textos adultocéntricos conciben al niño como un pequeño monstruo insaciable, un tirano manipulador guiado por malos instintos que los padres deben vigilar, atajar y reconducir. Y no, no es una parodia: un somero repaso de la literatura pertinente proporciona un montón de ejemplos en este sentido. Por supuesto, hay versiones mucho más matizadas de ambas corrientes e incluso algunas combinaciones complejas, pero sea como sea, esta dicotomía básica en el campo de la crianza parece haber viajado prácticamente intacta desde finales del siglo XIX hasta las estanterías de novedades de nuestras librerías.

Con independencia de la moda de turno entre los expertos, nuestra realidad es profundamente adultocéntrica. Nuestro mundo no está hecho a la medida de los niños, ni de los viejos, ni de quienes no disfrutan de buena salud. Nominalmente se ensalza y defiende la infancia. Pero las largas jornadas laborales y los bajos salarios inclinan la balanza hacia una crianza que adiestre a los niños para reducir su impacto en la vida adulta.

Sin embargo, en el plano ideológico las cosas están cambiando, y muy rápido. En su libro Bésame mucho, de 2003, el pediatra Carlos González, el principal representante de las corrientes niñocéntricas en nuestro país, señalaba la coexistencia de los dos tipos de expertos a los que yo he hecho referencia y afirmaba:

Los padres jóvenes e inexpertos, público habitual de los libros de puericultura, pueden encontrar obras de las dos tendencias: libros sobre cómo tratar a los niños con cariño o sobre cómo aplastarlos. Los últimos, por desgracia, son mucho más abundantes, por eso me he decidido a escribir este, un libro en defensa de los niños.

Han pasado unos pocos años desde que escribió estas líneas, y su editorial asegura que llevan vendidos unos 400.000 ejemplares de este y otros libros de González. Los libros de otros expertos de la misma corriente, como Rosa Jové o Adolfo Gómez Papí, también se han convertido en bestsellers en los últimos años. Además, la impresión que uno saca cuando habla con otros padres y madres –aunque ya sé que no es una información estadísticamente relevante–, o cuando navega por Internet es que las cosas están cambiando. Hace poco la juguetera Nenuco lanzaba su «cunita duerme conmigo», una versión reducida de las «cunas de colecho» que pueden acoplarse a la cama de los padres sin barandillas de por medio para dormir cómodamente junto a los bebés. Últimamente en la prensa escrita ha aparecido un buen número de artículos –casi siempre críticos– abordando distintos aspectos de este modelo de crianza. Y en Estados Unidos, que lo queramos o no suele marcar tendencia, las tornas parecen haberse invertido: el enfoque centrado en los niños es ya claramente mainstream al menos entre las clases altas, cuyos estilos de vida están muy sobrerrepresentados en los medios de comunicación y tienen un gran impacto en el resto de la población.

En parte por eso, a lo largo de este libro dedico más páginas a cuestionar este modelo que el adultocéntrico. La mayor parte de las críticas que ha recibido hasta el momento han sido tendenciosas, ciegas, reaccionarias y/o trasnochadas. Algunas apuntan a defectos reales, pero se enfangan defendiendo una crianza y un mundo adultocéntricos que no tienen defensa posible. Yo no sostengo que en el término medio esté la virtud, ni mucho menos. De hecho, si critico la crianza niñocéntrica es porque la siento mucho más cercana: cuando se parte de posturas totalmente antagónicas, la discusión es prácticamente imposible. Pero sí creo que es necesario un enfoque diferente. Lo que echaba de menos en las respuestas que encontraba cuando dormía tan mal era que alguien me dijera algo así como: «No, tu hijo no tiene ningún problema de sueño, pero tampoco tú tienes un problema de aguante. El problema es más amplio: es cierto que así duermen muchos niños y que montones de madres y padres lo soportan con estoicismo, pero también es verdad que no hay derecho a que tenga que ser así». No creo que esa idea me hubiera ayudado a sobrellevar mejor las noches, pero quizá sí podría evitar que algunos nos sintamos débiles o malos padres. Por supuesto, no se trata solo del sueño. Si los padres que sufrimos por falta de sueño –o los que están demasiado cansados o malhumorados para jugar con sus hijos al llegar a casa del trabajo, o a los que se les rompe el corazón cada mañana al sacarlos de la cama a las siete para ir a la escuela, o los que se encuentran solos y desorientados en la crianza– aprendemos al menos a señalar lo que falla, algo habremos avanzado. No dormiremos mejor, pero quizá dejemos de buscar remedios que carguen sobre los más vulnerables.

El problema no son nuestros hijos, pero tampoco somos nosotros. El problema es una sociedad cuyas exigencias son radicalmente incompatibles con las necesidades de los bebés y también con las de quienes cuidan de ellos. Lo que yo necesitaba y no encontraba en los libros de crianza era un enfoque orientado a los niños, que también tuviera en cuenta la vulnerabilidad de los padres y el peso excesivo que recae sobre sus espaldas. Una perspectiva que se hiciera cargo de la dureza de la experiencia de madres y padres sin caer en ese egoísmo de náufrago típico de los manuales de autoayuda, que te incitan a luchar contra cualquier obstáculo a tu bienestar, aunque ese obstáculo sea algo tan frágil como un bebé que llora. Pensé que hacía falta analizar qué es lo que hace tan difícil la vida de los padres sin dar por zanjada la cuestión esgrimiendo como única respuesta las abundantes e imperiosas necesidades del bebé. Así fue como empecé a preguntar sin descanso a todas las madres y padres que se pusieron a mi alcance, indagando qué era lo que resultaba difícil en la crianza más allá de lo obvio, preguntando por el contexto en el que criaban a sus hijos, por todos esos condicionantes que tantas veces se olvidan, y por todas esas «decisiones» que tomamos a diario y que, tras la retórica de la abundancia de opciones, ocultan un escenario muy rígido plagado de presiones económicas e ideológicas.

La primera parte de este libro intenta comprender el marco ampliado en el que se desarrolla el cuidado de los hijos, tanto en sus aspectos materiales (capítulo primero) como ideológicos (capítulo segundo). La segunda parte aborda críticamente algunos puntos fundamentales de la crianza en nuestra época: el imperio del experto (capítulo tercero) y el naturalismo de los modelos de cuidado niñocéntricos (capítulo cuarto). En última instancia, es un intento de comprender los cuidados y la dependencia mutua no solo como una manifestación de fragilidad que nos obliga a ayudarnos, sino también como un escenario de realización personal y social. En una coyuntura tan convulsa y difícil como la actual, creo que es más necesario que nunca situar los cuidados en general, y el de los niños en particular, en el centro de nuestra vida en común. La situación de las personas cuidadas y de las que cuidan constituye hoy un grave problema, pero también puede ser una parte esencial de la solución a los dilemas que afronta nuestro sistema económico y político.

Capítulo 1

CRIAR SIN RED

 

Cuando estaba embarazada, mi hermano Vicente me preguntó con sorna, «¿Qué?, ¿tú también te vas a instalar en casa de nuestros padres cuando des a luz?» Han pasado ya muchos años, dieciocho para ser exactos, desde que nació Cecilia, mi primera sobrina, así que mis recuerdos son vagos, pero juraría que su madre, mi hermana, se instaló en la casa de nuestros padres durante una buena temporada. Años más tarde, otra de mis hermanas pasó unos meses en casa de nuestros padres cuando nació su hija. En este caso había, a mi modo de ver de entonces, más justificación: es madre soltera y además su parto fue en verano, con lo que más que trasladarse, se puede decir que su hija nació mientras ella pasaba las vacaciones –como había hecho otros años– en la casa que tienen nuestros padres en un pueblo del norte de Madrid. Otros tres sobrinos nacieron en verano, propiciando la ocasión de que sus madres –mis hermanas o cuñadas, principales cuidadoras en todos los casos– pasaran los primeros momentos de la vida de sus hijos rodeadas de familia. Recuerdo que no veía más motivos para elegir esta especie de vida comunal que la huida del calor madrileño, y quizá, algo de caradura por parte de una generación de madres y padres tirando a flojos.

Cuando mi barriga ya era enorme y me faltaba poco para parir, también mi hermana Lola sacó el tema. Recuerdo que me dijo: «acepta toda la ayuda que te ofrezcan, aunque venga de alguien que ni siquiera te cae bien, y en cuanto puedas, vete a casa de nuestros padres, y rodéate de gente, a ser posible de mujeres». Yo la miré con cierta incredulidad, pensando que dónde iba a estar yo mejor que en mi casa, con mi novio y nuestro bebé. Ella había tenido ya dos hijos, el primero había nacido al comienzo del otoño, y Lola debió haberse sentido muy sola con él. La segunda nació en julio, por lo que mi hermana disfrutó de un par de meses de abundante compañía familiar. Lola me decía que no podía ni imaginarme la diferencia que había experimentado con uno y otro hijo. En aquel momento yo pensé que, más que la compañía, habría influido la especial dificultad del primer hijo, el otoño con sus días cada vez más cortos, el frío y el mal tiempo que te dejan encerrada en casa, y por último, aunque no menos importante, la preocupación por algunos problemas de salud que tuvo su primer hijo.

En definitiva, hasta bastante después de que naciera Guillermo, esas pocas conversaciones y esos ejemplos de mis hermanas eran mi único contacto con la idea de que para cuidar de un hijo hay marcos mucho más propicios que la pequeña familia nuclear moderna. Más adelante, en cambio, oiría hasta la saciedad ese supuesto proverbio africano que dice que para criar a un niño hace falta toda la tribu. En boca de amigas, en cientos de blogs y hasta impreso en los escaparates de las tiendas de una de las principales cadenas internacionales de productos de puericultura y embarazo. Pero sobre todo, lo experimenté en mis propias carnes. Y también comprobé en innumerables conversaciones que muchos otros, sobre todo muchas otras, habían vivido y percibido –en algunos casos con enorme lucidez, otras sin entender nada de nada– si no la experiencia de la tribu, sí su ausencia.

 

 

De vuelta a la tribu

 

Por lo que he podido comprobar hablando con otras madres, diría que el primer mes en compañía de mi hijo fue bastante estándar: un cóctel a base de euforia e hipersensibilidad –a ratos lloraba de pura felicidad y sentimientos desbordantes de amor por mi hijo y por mi novio– y una aplastante sensación de soledad y debilidad, acompañada de una serie de angustias ante lo difícil que era organizarse. Creía –error típico de las madres primerizas– que los recién nacidos se pasaban buena parte del día durmiendo y que me quedaría tiempo para hacer otras cosas. Y sin embargo, en cuanto lo dejaba dormido en su cuna y encendía el ordenador para mirar el correo electrónico, empezaba a llorar. Lo cogía en brazos, lo acunaba, le daba el pecho, le cantaba… Y se quedaba tranquilo o incluso se dormía otra vez. Pero bastaba con dejarlo un momento para que se despertara y volviera de nuevo a llorar. Y si quería salir de paseo pronto, antes de que el calor de mediodía apretara, me encontraba con que desayunar, ducharme, vestirme y lavarme los dientes se habían convertido en larguísimas y complejas tareas, interrumpidas un millar de veces por su llanto, y solo para descubrir que cuando yo ya estaba lista, él acababa de hacerse caca, así que le cambiaba el pañal, pero seguía inquieto y entonces caía en la cuenta de que ya debía de tener hambre, porque a lo tonto había pasado ya mucho tiempo desde que le había dado el pecho la última vez, así que le daba de mamar –tarea que también requería muchísimo más tiempo del que me había imaginado–, luego los gases, quizá otro cambio de pañal y ya eran las 14:00 y hacía un calor de escándalo, así que más me valía bajar las persianas para que no entrara el sol y quedarnos los dos en casa…

Así fue mi descubrimiento de que un recién nacido absorbe muchísimo más tiempo de lo que me había imaginado, que toda planificación es imposible, y todas esas cosas que las mamás viejas ya saben y te han contado mil veces, y aún así no te haces a la idea. Y lo que descubrí también es que, por más que en términos generales yo estaba contenta, me atrevería a decir que muy contenta –y no creo estar falseando mi recuerdo para adecuarlo a los estándares de la mitificada maternidad plena y feliz–, me sentía más sola de lo que me había sentido nunca. César volvía del trabajo lo antes que podía, pero a mí siempre me parecía muy tarde. Mi madre venía alguna vez a hacerme una visita, pero a mí me parecían muy pocas. Yo siempre podía ir a su casa, a una cómoda distancia de paseo andando, pero para eso me tenía que organizar. Así que por más que mi situación fuera en muchos sentidos privilegiada, yo seguía sintiéndome sorprendentemente sola. Ansiaba poder ir a los cursos de masajes para bebés que impartían las matronas del centro de salud de mi zona para tomar contacto con otras madres, pero eran demasiado temprano para las pautas de sueño de mi hijo y el ambulatorio me quedaba muy lejos. Tenía muchas ganas de tener visitas, esas visitas que, había leído, una parturienta recibe a todas horas hasta el punto de que se hace insoportable. Pero mis amigos debían haber leído eso mismo, porque fueron tan discretos que prácticamente no los vi en meses. Descubrí con sorpresa que todo lo que estando sola me agobiaba se convertía en motivo de ligerísima preocupación –o incluso de guasa– en cuanto me encontraba acompañada. Empezaba a pensar que vivir en un barrio céntrico como Lavapiés era en realidad una ventaja cuando se tiene un bebé, en lugar de una desventaja como siempre había imaginado: sí, las calles están sucias y los lunes huele a meados en las esquinas, las aceras son estrechas y muchas veces están bloqueadas por la carga y descarga, hay tráfico y ruido, pero hay también un grupo de madres y padres que se han organizado para reunirse a cuidar de sus hijos y charlar mientras, que tratan de establecer una red de apoyo y cuidados, y han habilitado algunos locales para encontrarse los días de lluvia… Hablando con Pepa, la única de mis hermanas que no ha tenido hijos, pero que ha tenido muchos años un perro, llegamos a la conclusión de que un recién nacido y un perro son lo contrario en este sentido: el perro te hace sentirte acompañada y no te impide entretenerte con otra cosa; el bebé te impide hacer prácticamente todo lo que antes ocupaba tu día y, al menos las primeras semanas, o incluso los primeros meses, no se puede decir que haga mucha compañía, mientras que sus elevadas exigencias de atención y paciencia te hacen sentirte completamente desbordada.