Donde la lluvia no moja - Lucila Ursino - E-Book

Donde la lluvia no moja E-Book

Lucila Ursino

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Beschreibung

Donde la lluvia no moja narra la historia de tres generaciones marcadas por ausencias y lazos que sobreviven al paso del tiempo. Se trata de una novela emotiva sobre la memoria y los silencios, también de lo que se elige guardar para siempre, el valor de ser uno mismo y los abrazos que verdaderamente importan y nos transforman la vida.

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Seitenzahl: 428

Veröffentlichungsjahr: 2025

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OSVALDO SERRICHIO LUCILA URSINO

Donde la lluvia no moja

Serrichio , Osvaldo Donde la lluvia no moja / Osvaldo Serrichio ; Lucila Ursino. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6632-4

1. Novelas. I. Ursino, Lucila II. Título CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

IG: dondelalluvianomoja Ilustración: Candela Serrichio Fotografía: Ceci Alí

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Dedicado a:

Maxi Alejos, Miguel Alejos, Vicky Alejos, Cecilia Alí, Analía Benitez, Verónica Bravo, Adrián Bormapé, Jordi Bustos, Claudina Cabrera, Lila De Rose, Alejandro Donnantuoni, Silvina Fernández, Santiago Gordillo, Germán Knaupe, Claudia Ligorria, Jorge Malchansky, Emilse Mora, Rita Moralejo, Andrea Moratti Serrichio, Yamilé Olivera, Gabriela Parks, Romina Pirillo, Neli Polverini, Gabriela Rearte, Amanda Rodríguez, Mariana Roitstein, Patricia Salgueiro, Guillermo Serena, Carlos Serrichio, Celina Serrichio, Juan Martín Serrichio, Sergio Serrichio, Alejandro Triano, Sol Triano, Cecilia Ursino, Mariana Vedovatto, Eugenia Zanotti.

Capítulo 1

Montejada

El mar irrumpe desde el sur, a veces con saña, a veces sutil como un beso.

El viento norte es un cálido guardián del paisaje costero y modera al mar, lo entorpece en su escalada hacia la playa para lograr la pleamar. Incansable y repetitiva lucha. Las playas son tan anchas, tan inmensas que rara vez son cubiertas totalmente; únicamente, cuando el viento del sur se acopla al piélago furioso y pretenden devorar hasta el último centímetro de arena. Allí, las nubes, enmudecen al sol y tiñen el cielo y el mar con un gris despiadado. Solo la espuma de las olas, como ribetes, de un blanco puro y radiante, desentona y marca la diferencia, establece algunos límites. En estos días, y en aquellos donde el sol brilla sin escrúpulos, curiosamente, el cielo y el océano son la misma cosa.

Aquel sol inevitable, aparece desde el mar, y muestra su mayor fulgor justo en el centro, y sin perder su honor, irá decayendo luego en una esfera roja, o amarilla o naranja, iluminando el cielo al ras del mar, en azules, verdes y violetas, y sumergiéndose nuevamente, en las mismas aguas que lo vieron nacer, casi como una alegoría de nosotros mismos.

La luna imita al astro rey y emerge desde las aguas profundas, ni bien se hace presente la noche, plateando todo a su paso, desvaneciéndose transparente, al amanecer, pero manteniéndose, a veces, asida al horizonte, negándose a desaparecer; y como testigo privilegiado y opuesto, ve nacer el día.

El río Azul, caprichoso y obstinado, corta en dos la llanura, atraviesa la cadena de dunas esquivándolas, calmando la sed de la incipiente vegetación que aún no puede detener tanta aventura, tanta dinámica; y cae, dibujando un pequeño delta en aquel mar que cobija al sol.

Eran tiempos donde las dunas estaban a merced del viento; pura arena como eran, cambiaban de lugar con velocidad asombrosa, hoy aquí, mañana allá y así todas, repetitivamente, lo que daba un aspecto diferente todo el tiempo al lugar. Como si escapara de algo, y como un disfraz, cambiaba su fisonomía a diario. Se podría decir que, de una semana para otra, y si hubiese buen viento, sería difícil reconocer la zona.

Luego de algunos años, la vegetación fue ganando terreno y aquellos médanos que danzaban según la silenciosa música del viento, de a poco fueron perdiendo urgencia, fueron estancándose, deteniéndose, formando parte del estático espectáculo. Suspendidos en el tiempo, aferrados a la tierra.

Algunos, los más cercanos al mar, los que no pueden alcanzar ni el agua salada ni la hierba silvestre, continúan la costumbre y ruedan displicentes y dóciles, como premiando al viento, como para que no sople en vano.

Lejos de allí, en un recoveco del mapa, una bahía hacía peligrosa la navegación y los escasos pobladores residentes cerca del puerto, decidieron instalar un faro. Resolvieron asentarlo en la desierta entrada de la ensenada, dando tiempo a los navegantes de maniobrar y evitar accidentes.

Aquella torre, con su potente luz, sirvió para guiar a los marinos, sirvió para impedir naufragios, pero también para crear un lugar, un pueblo; allí, donde no había nada, ahora había un faro, y sin querer, donde no había nada, ahora había una historia.

El lugar existe, claro que existe, y huele a mar, a azahares y a membrillos… huele a libertad y a infancia, huele a verdad y a mentira, a vida y a muerte también.

El lugar es verdad, como verdad es que siempre fue un paraíso. Un lugar donde mis padres y mis abuelos me enseñaron a ser feliz. Un lugar donde comenzó esta historia que también puede ser verídica, y que voy a contar en detalle.

Pongámosle Montejada. No es el nombre real, claro, pero no hacen falta tantas verdades para contar una historia.

No busquen en los mapas, no busquen el nombre del pueblo en ningún lado, nada encontrarán; si quieren, busquen en sus almas, busquen en sus vidas, seguramente en cada uno de nosotros existe una historia similar.

Mi nombre tampoco es significativo, ya lo sabrán, si fuese necesario; déjenme por favor, guardarme por ahora algunas cosas, les voy a entregar lo más importante que tengo.

Cinta

Estaba sentada en un banquito alto. Su espalda derecha para evitar los tirones de pelo mientras la peinaban.

Quería una cola de caballo bien sujeta, así cuando jugara en la playa, el pelo no le caería en la cara y se viera obligada a despejarla con las manos llenas de arena.

Había cumplido siete años días antes de salir de vacaciones con sus padres, hermanos y las familias amigas que siempre iban con ellos.

Vivían en barrios distantes de la ciudad lo que hacía que se vieran esporádicamente. Desde que los mayores eran muy jóvenes, tenían la tradición de viajar juntos todos los años a las mismas cabañas en el bosque, frente al mar, y a pesar de ocupar una cada familia, prácticamente convivían.

Si bien la habían llevado desde que nació, este sería el primer verano que recordaría de principio a fin. Además de que estaba más grande, viviría el nacimiento de historias inolvidables.

La mamá cepillaba su cabello suave, ella movía las piernitas de manera alternada con sus pequeñas zapatillas azules de cordones y cantaba una canción que escuchaba en el tocadiscos de su padre que más adelante siempre le recordaría su infancia.

Pierna derecha adelante, izquierda atrás. Derecha adelante, izquierda atrás…

Alto en la torre nació mi voz.

se hizo viento y flotó.

con la tuya, se fundió en el atardecer.

cierro los ojos y te veo más…

Entre sus dedos tenía una cinta amarilla que coronaría su peinado con un moño.

En el momento en el que su mamá se la pidió para colocarla, un suave remolino se la arrancó de la manito levantada y como un barrilete, dio varias volteretas hasta quedar sujeta en una rama de tamarisco.

Él, que estaba en la puerta de su cabaña mirando la escena, se acercó a la copa del arbusto y tiró para desenredarla.

Lo logró, pero en la misión, un hilo quedó enganchado en la rama y la cinta se plegó por completo dejando la hebra presa y enredada, sin ninguna posibilidad de volver a formar parte de ella.

Visiblemente triste, la pequeña comenzó a lloriquear y al advertirlo, él empezó a estirarla lentamente hasta dejarla casi como cuando voló.

Verla estirada, fue peor. La niña observó la trama abierta por el hilo ausente y dijo:

—Ya se rompió, no me gusta más.

Con un movimiento de baile, él estiró la cinta entre los dedos índice y pulgar de sus dos manos y guiñando un ojo para hacer foco, dijo apuntando directo al sol:

—¡Guauuu, a esta cinta el viento le quitó un hilo para que se pueda ver la luz a través de ella! ¡Se transformó en única! No hay otras cintas que puedan guardar al sol…

Acercándose, le ofreció el tesoro recuperado con la mano izquierda mientras, haciendo una reverencia con la derecha y colocándola en su hombro, dijo con voz firme:

—Te declaro Guardiana del Sol. Nunca te deshagas de este lazo, porque el mundo se hundirá en las tinieblas si lo hacés.

Los mayores comenzaron a reír aplaudiendo su actuación, y la niña, que ya había olvidado su pena, por primera vez se dio cuenta lo divertido que era el hijo de los amigos de sus padres.

—Guardiana del Sol, ahora que ya tiene siete, la invito a conocer mi lugar del bosque repleto de secretos –dijo él cerca de su oído.

Él llevaba dos años de ventaja de subir a los árboles con sus hermanos mayores y le habían enseñado dónde pisar para llegar a la copa más seguro.

Comenzaron desde la base del pino, poniendo sus piecitos de costado entre las ramas que asomaban desde el tronco.

—Aunque moleste un poquito, te asegurás que el pie quede firme, ¿entendés?

Ella asentía con la cabeza y lanzaba un débil sonido que simulaba un sí. Era la primera vez que trepaba un árbol de ese tamaño y quería concentrarse solo en cada paso en vertical.

Sin embargo, a medida que subían, pudo disfrutar del perfume cada vez más intenso del pino, la resina que iban tocando sus dedos y una sensación de frescura inigualable.

Cuando estaban cerca de la copa, comenzaron a caer las primeras gotas de una inesperada lluvia de verano, pero como el follaje era tan frondoso, se dio cuenta de que a ellos no los mojaba.

Él le indicó que mantuviera los pies firmes en las ramas más gruesas y le tomó la mano para que no tuviera miedo. Ella lo miró agradeciendo su cuidado y él con su propia mirada le señaló que mirara para abajo.

Ella se animó y entornó sus largas pestañas. Vio a sus padres y sus amigos entrar corriendo las cosas del desayuno, poner a resguardo las bicicletas, guardar la ropa tendida. Los veía pequeños y apurados. Comenzó a sonreír y descubrió que las mejillas pueden doler si la sonrisa dura mucho tiempo, estaba feliz…

Él puso la mano frente a sus ojos, esta vez indicando que los elevara y entre las ramas pudo ver el Faro de Montejada en un extremo y el mar inmenso e interminable. Nunca había imaginado que tuviera ese tamaño y pudiera verse de esa manera.

Entonces, le señaló que mirara para abajo nuevamente y descubrió el maravilloso secreto del árbol.

Abrió los ojos lo más grande que pudo para atesorar el milagro del que era testigo.

Estaba viendo caer la lluvia desde arriba.

Seguía cada gota desde esa nueva perspectiva, hasta verlas estallar sobre la arena y convertirse en pequeños lunares lejanos, que de a poco, iban cambiando el color de toda la superficie del suelo.

Nunca había experimentado tal alegría, y aunque estaban en el más absoluto silencio, sabía que los dos sentían la misma emoción.

Como pudo y procurando no perder el equilibrio, se quitó la cinta del cabello y la guardó en el bolsillo de su pantalón para que no se mojara, convencida de que la magia provenía de ella tal como había decretado su pequeño amigo.

Si se estropeaba la cinta amarilla, no podría experimentar esa felicidad otra vez…

La lluvia se detuvo y comenzaron el descenso.

—No puedo creer que estemos secos a pesar de la lluvia –dijo Fernanda tocándose la ropa.

—Ese es el gran misterio del árbol, es el único lugar donde la lluvia no moja.

—¿Y podemos volver otro día?

—¡Claro! Este va a ser nuestro lugar para contarnos los secretos y para que nadie se dé cuenta si queremos venir decimos “vamos donde la lluvia no moja”. ¿Ya aprendiste a escribir?

—Sí, y también a hacer cuentas –dijo la niña sonriendo.

—Bueno, cada vez que queramos venir al árbol bastará con escribir o decirnos la frase.

El niño extendió la mano y ella puso la suya sobre la de él.

—Desde hoy somos mejores amigos –dijo inocente Mario.

Ella, tratando de tomar una postura solemne y tornando más grave su voz, dijo:

—Prometo que conservaré la cinta del sol por siempre y a vos… a vos te declaro, El Mago de la lluvia.

El árbol

El año no era si no, un transcurrir hacia el verano. No es que viviese los otoños, las primaveras y los inviernos distraído, esperando el estío, no es que aquella estación opacase a las otras, pero el verano era sinónimo de esperanza, de que todo podía pasar. En aquella época infantil, parecía que solo en verano, podría ocurrir aquello que nos modificase la vida para siempre. Entonces, cuando los álamos empezaban a reverdecer, cuando los jacarandas, se teñían de lila y el aire empezaba a acariciar tibio a la mañana, y su aroma se torna dulce y delicado, se me llenaba el alma de esa esperanza, de esa alegría, que me hacía imaginar felicidad, porque no había un hecho particular que estaba esperando que suceda, sospechaba que lo que sucediese, me iba a hacer feliz, iba a florecer una felicidad perenne que nos abarcaría a todos. No importaba cuantas veces falle; podían ser varios veranos, incluso consecutivos, donde nada ocurriese, donde la promesa quedara huérfana, donde la ilusión cambiara de color, como las hojas de los árboles y a la llegada del otoño cayese silenciosa como cualquiera de ellas. Nada de esto mermaba la expectativa, la certeza de que era posible, y cada diciembre se renovaba. Además, estaban los veraneos en Montejada. Toda esa esperanza, toda esa expectativa se potenciaba con el viaje. Quizás, incluso, aquella sensación, había nacido cuando empezamos a viajar al mar.

Ella estaba sentada con la espalda derecha en una silla sin respaldo, para que su madre la peinase. Sentí curiosidad por la postura erguida que lograba de la cintura para arriba, y el movimiento cadencioso, delicado y gracioso que conseguía con las piernas. Izquierda adelante, derecha atrás, derecha adelante izquierda atrás.

Alto en la torre nació mi voz.

Se hizo viento y floto.

Con la tuya, se fundió en el atardecer.

Cierro mis ojos y te veo más…

Su voz aguda y afinada, cantando casi sin darse cuenta, llegó hasta mí desahuciando al silencio y uniéndose al sonido del viento, que, sin esa melodía, era parte del mutismo aquel.

En sus manos sostenía una cinta amarilla que parecía un rayo de sol en el aire, más aún cuando escapó de sus palmas y en un grácil vuelo giró varias veces sobre sí misma y se dejó caer sobre las rústicas hojas de un tamarisco.

Ella siempre estaba allí, siempre tan graciosa, tan etérea, tan hermosa, vi, en el vuelo de la cinta, la oportunidad de hablarle, de presentarme, de ser alguien para ella, y corrí con mi mejor sonrisa a rescatarla; la tomé de un vértice y tiré, mirándola a ella, esperando que también sonriera. Uno de los hilos de la trama se enganchó y al tirar, frunció la cinta y dejó de ser parte del entretejido que la formaba.

Su llanto despertó en mí más ternura aún; se me ocurrió nombrarla Guardiana del sol para que dejase de llorar, pero también, para nombrarla de una manera particular, especial, porque sentí íntimamente, que ella era aquello que cada verano esperaba ansioso.

La llevé al árbol, le enseñe a trepar, le mostré mi guarida, el lugar que me cobijaba en los momentos aciagos, y ella lo entendió al instante, no tuve que explicar nada, con su mirada redonda entendió lo más importante que hubiera podido explicarle, vimos llover desde la copa del árbol y su asombro iluminó la alegría de compartir mi secreto, ella se sacó la cinta del pelo y la guardó en su bolsillo.

—Aquí, donde la lluvia no moja, nos encontraremos para contarnos nuestros secretos.

Ella me miró seria y me dijo:

—Prometo que conservaré la cinta del sol por siempre y a vos…a vos te declaro, El Mago de la lluvia.

Capítulo 2

La última carta

Una de las mejores cosas que tenía pasar los veranos en la playa era visitar la casa de mis abuelos.

El abuelo, hijo de inmigrantes españoles, trabajó desde muy chico para ayudar a su familia. Fue lustrabotas, fue canillita y llegando a su adolescencia, además de estudiar, trabajó de cartero.

Una tarde, ya terminando su recorrido, le quedaba una última carta para entregar.

Verdaderamente estaba cansado.

Arrancaba la jornada con un pesado morral lleno de correspondencia cruzado sobre su hombro y caminaba casi veinte kilómetros por día.

Estaba a diez cuadras de la dirección de su última carta y a seis de la central donde debía reportarse.

Casi era su horario de salida y midió que, si caminaba esas diez cuadras, tendría un excedente de cuarenta minutos a su horario de trabajo que no se pagaría como extra.

Pensó en dejarla en su bolsa y al día siguiente, sumarla a la nueva carga y entregarla a primera hora, pero le llamó la atención el sobre. Era blanco, de papel muy fino, con líneas azules y rojas en los bordes.

Tenía varios sellos, una estampilla con la imagen de un hombre con gran bigote y otra con un caballo alado y un rectángulo en la esquina superior con la frase “Per Vía Aérea”.

Con tinta negra y letra de caligrafía habían escrito delicadamente la dirección y la destinataria.

Marietta de Capriotti.

Distraído en los detalles de la carta, el abuelo se dio cuenta de que había pasado hacía rato la oficina central y estaba parado delante de la vivienda donde debía entregarla.

Era una casa pequeña, con un jardín adelante. Tenía flores de distintos tipos, un tapial blanco y un árbol de mandarinas silvestres. Golpeó la puerta.

—¿Quién es? –preguntaron.

—Correspondencia, traigo una carta para la señora Capriotti.

Si hay una característica que distinguía a mi abuelo era la facilidad de entablar conversaciones con desconocidos. No había persona que lo conociera que no cayera rendida a su actitud extrovertida y a su simpatía.

Sin embargo, cuando nos contaba esta historia, aseguraba que apenas escuchó la voz de quien por detrás de la puerta preguntó quién era, se le había hecho un nudo en la garganta y tuvo una puntada en la boca del estómago.

En medio de esas sensaciones, se abrió la puerta y según sus propias palabras, un ángel fue quien lo hizo, y él, se quedó parado como una estaca sin que le salga ni un hilo de voz.

El ángel que veía era una mujer menuda de cabello castaño y ondulado. Llevaba un traje negro y tenía los ojos más tristes que había visto jamás.

Más tarde se enteraría que el color del traje y la expresión de esos ojos tenían un motivo. Hacía pocos meses había perdido a su padre, había quedado sola con su madre y toda su familia estaba en Italia.

Casi temblando estiró la mano con la carta y preguntó:

—¿Usted es Marietta?

—Perdón, no lo escuché, ¿cómo dijo?

El abuelo aclaró un poco la voz tratando de elevar su tono:

—¿Disculpe, usted es Marietta?

—No –dijo ella–, Marietta es mi madre. Yo soy Agnese, bueno, acá en Argentina, me llamo Inés.

Y mientras aclaraba esa traducción inocente, se permitió una tímida sonrisa que dibujó dos hoyuelos en sus mejillas e iluminó la mirada que se cruzó con la del abuelo, y cerró la puerta diciendo adiós y él quedó parado ahí pensando que esos no eran ojos sino luciérnagas y se dio cuenta también que la mandíbula inferior se le había caído hipnotizado con el resplandor de esa mirada y en un acto independiente de sus piernas y su brazo, sintió nuevamente un golpe en esa puerta, y ella abriendo otra vez y él feliz de poder comprobar que era real, escuchó su propia voz…

—Ehhhh, ehhhh, Andrés, me llamo Andrés.

Se casaron tres años después y él entró a trabajar en los Ferrocarriles, donde se jubiló con medalla de honor por no haber faltado nunca a su trabajo.

El sueño de los dos era vivir en el mar y así lo hicieron en cuanto, poco después del matrimonio, le otorgaron el traslado que el abuelo solicitó a la estación de Montejada.

Por eso, además de nuestras vacaciones, el mar significaba también la casa de los abuelos con toda su magia.

La abuela Inés cocinando sus tortas de manzana, sus dulces y brindándonos enseñanzas de costura y tejido.

El abuelo Andrés con sus cientos de libros, siempre listo para llevar a un día de aventuras a sus nietos y sus amigos, pasaba todo el verano rodeado de niños que lo enloquecían a preguntas, simplemente porque tenía todas las respuestas.

Tuvieron tres hijos: José, Emilia y Graciela, mi mamá.

Desde que tengo uso de razón, jamás escuché al abuelo llamar Inés a su esposa.

Tal vez, por la memoria permanente de esa tarde en que la conoció, siempre le dijo mi Luz.

Los Colombo

La primera que conoció Montejada fue la abuela Inés.

Sus padres la habían traído a la Argentina cuando tenía seis años. Le costó mucho acostumbrarse a un nuevo país, un nuevo idioma y una nueva escuela. A pesar de que sus compañeros varones le decían “Tanita”, no le desagradaba compartir sus días con un grupo de niños con costumbres tan diferentes a las suyas. De a poco se fue integrando y recibió ayuda de las maestras con el idioma y los deberes.

No tenían ningún familiar en el nuevo país, pero el padre tenía un amigo de su familia, don Antonio Colombo, que había venido nueve años antes que él.

A don Antonio, que era bastante mayor que su padre, le gustaba pescar y encontró en Montejada el lugar ideal. El color del mar le recordaba a su Tropea natal, entonces en vez de quedarse en Buenos Aires como le habían sugerido los primeros conocidos que llegaron de Italia, se instaló con su esposa Angiulina, sus hijos y un bote, en el pequeño poblado. Cuando llegaron, preocupados por los rumores de guerra, trajeron a sus primeros dos hijos y en Montejada nacieron cuatro hijos más.

Todos trabajaron desde pequeños junto a sus padres, al principio fue difícil, sobre todo en los meses de frío. Antonio empezó a pescar y vender su pesca al tiempo que su esposa preparaba escabeche y conservas que intercambiaban con los vecinos del pueblo.

El negocio creció a la par de sus hijos y a fines de los cuarenta del siglo XX fundaron Conservas Colombo que con el tiempo llegaría a ser una de las mayores distribuidoras de pescados y mariscos envasados del país.

Los Capriotti, o sea una pequeña Inés y sus padres, fueron a pasar el verano, invitados por los Colombo, a ese lugar de casitas de madera sobre pilotes salpicadas entre los médanos y se enamoraron del pueblito. En lugar de una semana como habían planeado, se quedaron un mes y compraron un terreno cercano a la casa de sus compatriotas.

Inés, entonces, al igual que lo harían sus hijos primero y sus nietos más tarde, pasó los veranos de su infancia en Montejada.

Cuando su padre murió, no tuvieron coraje para regresar donde tan felices habían sido, abandonaron la casa y a pesar de que Don Antonio viajó a Buenos Aires para acompañar a la familia con los trámites del funeral, estuvieron varios años sin verse, en los que mantuvieron, sobre todo con Angiulina, esporádica correspondencia.

El verano siguiente al casamiento, el matrimonio y la madre de Inés, volvieron a Montejada pensando que después de no haber estado en la casa durante tanto tiempo, iban a tener que dedicar mucho a su mantenimiento y realizar grandes arreglos en la madera y la pintura.

Andrés llevó sus herramientas y todo lo que parecía que podría necesitar, no conocía la casa, pero su mujer le hablaba de ella y de sus veranos con tanto entusiasmo, que sabía detalles de su construcción y cada material con que estaba edificada.

Los ojos tristes de Inés, pensaba él, brillaban como estrellas cuando hablaba de esos veranos junto a sus padres y quería hacer todo lo posible para que ese brillo renaciera.

Don Antonio, Angiulina y sus dos hijas mujeres los esperaban en la estación cuando llegaron. María les presentó a su yerno recién casado con su hija y se excusó por no haberlos participado del matrimonio con motivo del duelo por su esposo. Los Colombo entendieron perfectamente, le dieron la bienvenida y buenos augurios a la familia recién conformada.

Las hijas mayores en cambio, le dieron la mano a Inés tímidamente e hicieron un saludo con la cabeza a su marido, quien en seguida se dio cuenta de que el intercambio de miradas entre ellas escondía una complicidad cuya razón a la brevedad descubriría.

Para sorpresa de los recién llegados, encontraron el barniz como nuevo, la pintura renovada, el jardín con muchísimas flores y los árboles colmados de frutas.

Inés llevaba de la mano a Andrés para mostrarle la casa y se la veía tan resplandeciente que se conmovía de amor hacia ella al tiempo que también se enamoraba de la casa y sus alrededores.

Cuando terminó con el recorrido, volvió agitada hasta donde estaban los Colombo junto a su madre con una inmensa sonrisa y lágrimas en sus ojos. Les agradeció por haberla cuidado de esa manera, repitiendo sin parar:

—Gracias, ¡gracias! tanto en castellano como en italiano.

—Ma… no hay nada que agradecer…, –respondió Antonio en esa mezcla de castellano con italiano con la que hablaba– no hicimos nada Agnese. Bruno venía todos los días. Ha sido Bruno.

El soñado regreso

Bruno Colombo ya no era un niño; sin embargo, y a pesar de tener la edad aproximada de cuando sus hermanos mayores comenzaron a trabajar en Conservas Colombo, nadie pensaba que el muchacho pudiese desarrollar ninguna tarea en la empresa. Don Antonio, su padre, había probado dándole la responsabilidad menor de la correspondencia. Tenía, simplemente que ir a retirar las cartas de la oficina postal y llevar las que se mandasen desde la empresa.

Su carácter retraído, sus distracciones permanentes, y su poco interés en la tarea, hicieron que se retrasaran o perdiesen comunicaciones importantes, con la pérdida de dinero que eso conlleva. Las críticas llovían sobre Don Antonio, sobre todo, las que hacían sus propios hermanos, que exigían que se lo removiera de esa tarea y se lo mandase a barrer o a cualquier quehacer en el que nadie dependiera de él para nada. Don Antonio había perdonado varias faltas a su hijo, que no hubiese condonado a cualquier otro empleado; pero era su hijo, y no quería dejarlo sin trabajo; tampoco quería darle dinero y que no hiciese nada.

Era sabido que Bruno no estudiaría jamás; Inés lo había ayudado muchísimo, y a pesar de esa ayuda, Bruno llegó hasta donde pudo. Ahora que los Capriotti no vienen a Montejada, es más que seguro que Bruno dejará la escuela, se aventuraba Don Antonio, entonces, deberá trabajar, no se puede quedar todo el día sin hacer nada.

Estaba en una encrucijada, pero recordar a Inés y a los Capriotti, hizo que se le ocurriese una idea; Bruno, era ensimismado y retraído, quizás era rutinario y sin iniciativa, pero no era un estúpido, sabía hacer las cosas básicas que cualquier hombre podía hacer, entonces, decidió hablar con él:

—Usted es un hombre ya, le dijo sabiendo que era apenas un muchacho, pero tratando de que se sienta halagado. He estado pensando y el trabajo en la correspondencia no es para usted.

Bruno lo miró y su cara no mostró ningún gesto, como si no lo hubiese escuchado, pero su padre sabía que siempre que se le hablaba directamente, Bruno quedaba atónito, inmutable, era algo común.

—Usted necesita un trabajo diferente, donde sea más libre, donde decida ciertas cosas.

A Bruno le gustó la idea y asentía con la cabeza, Don Antonio trataba de ser enérgico, pero a su vez, intentaba que a su hijo le guste el cambio, ya que sería un problema menos, básicamente.

—He decidido que usted se haga cargo del mantenimiento de la casa de los Capriotti, mientras ellos no vuelvan a Montejada; tendrá que pintar, arreglar el cerco, mantener el orden y componer el jardín; ¿qué le parece?

Ese año había fallecido Don Franco Capriotti y cuando viajó a Buenos Aires a ayudar con los trámites a Doña María, Don Antonio supo que ni ella ni su hija Inés volverían por un largo tiempo a Montejada, pensaba que era muy duro para esas dos mujeres solas regresar a donde iban de vacaciones todos los años, además que la economía familiar se vería duramente resentida al no estar el hombre de la casa.

La cara de Bruno se iluminó; se dio cuenta que era la manera de estar cerca de Inés sin sentir esa visceral vergüenza que lo hacía sonrojar y bajar la vista cada vez que ella lo miraba. Demás está decir que aceptó de inmediato el cambio de tareas y ese mismo día puso manos a la obra y compró pintura, barniz, unos pinceles, aguarrás y tiner y un rollo grande de alambre de fardo. Con todo eso y una ancha sonrisa, marchó hacia la casa de los Capriotti, de su Inés.

Trabajaba todas las mañanas, mientras soñaba que algún día, regresaría Inés, y le agradecería con un beso, y vivirían allí los dos. No era capaz de soñar mucho más allá, solo pensaba en arreglar lo que estaba roto, mantener el jardín y las maderas y en el regreso de Inés, en cuando lo bese y le pida que se siente en la mesa para explicarle nuevas tablas de multiplicar, y entonces leía las etiquetas de los productos en voz alta para prepararse para cuando vuelva, con esa sonrisa, con los damascos, y que juntos irían por la playa para ver la luz del faro, porque había leído maravillosamente bien.

Una mañana antes de ir a la casa de los Capriotti a soñar y trabajar, llegó una carta a su nombre. Don Antonio había movido sus influencias y lo habían nombrado nuevo farero de Montejada.

—Por las mañana vas a lo de los Capriotti y por las noches te ocupás del faro, trataba de ordenarlo una de sus hermanas.

No podía estar más feliz, el faro era otro de sus amores, de sus obsesiones.

Uno de los primeros días de un tórrido enero, después de algunos años, se despertó con la noticia de que Inés estaba en Montejada. Se cerraba el círculo, empezaría a vivir su sueño, iría a vivir con ella, en la casa más cercana a la playa y de allí caminaría todas las noches para ir a encender el faro, y ella algunas veces lo acompañaría, y los vecinos lo saludarían con respeto, como lo saludan a su padre, y él se compraría un traje para los días en que ella lo acompañe y…vino con su marido. La voz de su hermana irrumpió en sus pensamientos.

Esa fue la primera noche que Bruno decidió dormir a setenta y cuatro metros sobre el nivel del mar.

Imágenes robadas

Desde la ruta nacional, había que desviarse por otra provincial, hacia el sudeste, para llegar a Montejada. La entrada era un simple camino urbano, de ripio, que al acercarse al mar, se topaba con la cadena de dunas que rodeaba al pueblo, así entonces, el camino comenzaba a hacerse más arduo, una serpiente gris entre los médanos, que los trepaba, los descendía y los esquivaba con amplias o cerradas curvas peraltadas, con importantes subidas y bajadas, en un caprichoso y particular trazado. Luego de abrir el camino, y para darle un carácter único, se plantaron, a la vera de la calle y con una distancia de dos metros y medio aproximadamente uno de otro, árboles de eucaliptus; con el tiempo, crecieron y sus copas se confundían entre sí, tanto con los de enfrente como con los de al lado entonces, el camino parecía un túnel donde el sol apenas traspasaba el follaje.

Cuando se colocó el faro, algunos años antes de que existiese el pueblo, hubo que construir un robusto puente de hierro sobre el río Azul, que, en esa parte del mapa, separaba la costa marina de la ruta principal.

Aquel veraneo del regreso de los Capriotti a Montejada, duró un mes. Al llegar y encontrar la casa impecable y tan bien cuidada, Inés, se desvivió en agradecimientos, aunque no pudo darle las gracias a Bruno personalmente, el muchacho, si no estaba durmiendo, estaba arriba, en el faro; Inés sentía que la estaba esquivando. Evidentemente, la llegada de Andrés, no le hizo mucha gracia a Bruno y decidió efectivamente, esconderse de ella, se sentía traicionado, menospreciado, en su mundo, ella le pertenecía, Andrés entonces, vino a desmantelar un sueño de años. Lo odiaba.

Se pasaba las noches enteras en el faro pensando en cómo deshacerse de él, inocentemente, con planes pueriles y sin ninguna posibilidad de llevarlos a cabo; la verdad es que, aunque no se diera cuenta, le venía bien la presencia de Andrés, ya que necesitaba de un enemigo para pelear por Inés, en caso contrario, el enemigo hubiese sido él mismo.

Imaginaba discusiones donde él decía alguna frase con una potencia tal que lograba cambiar todo, y todo era que ella lo eligiera a él; y se sonreía victorioso suponiendo que algún día iba a pasar, tenía que pasar. Durante ese mes, algunas noches, cuando no había luna, la oscuridad se adueñaba de Montejada y el silencio era total, salvo por el mar, pero para los pobladores, el murmullo del mar, es también una forma del silencio, entonces, él bajaba sigiloso del faro, y como un zorro, se deslizaba por la arena y se escondía entre las plantas del jardín de los Capriotti y por la ventana iluminada, la miraba a ella, que hablaba y gesticulaba y se reía; cuando dejaba de verla, cuando ella se retiraba del pequeño ángulo de visión que tenía, volvía al faro contento, como si le hubiese robado esa imagen que le había quedado en la retina.

María ya era una mujer mayor y al mes, pidió volver a Buenos Aires, a la comodidad de su casa en Balvanera. Esa fue la última vez que la madre de Inés visitaría Montejada. Al poco tiempo, y ya sin nada importante que los ate a la capital, Inés y Andrés decidieron seguir sus vidas cerca del mar.

Montejada los acogió en la casa que había sido cobijo de los veranos de la infancia de Inés y allí vivieron de ahí en más, felices.

Una noche sin luna, Andrés salió al jardín, y entre las plantas una silueta gris y veloz huyó sin que pueda ser reconocida. Sospechó de Bruno, pero sin ninguna prueba decidió no acusarlo, aunque no dejó de vigilarlo jamás.

Después de esa noche no volvería a robar imágenes nunca más. En cambio, ni bien encendía el faro, esperaba que la potente luz enfocase hacia la casa de Inés y fantaseaba que ese baño blanco en medio de la negrura, modificaba las cosas como un pase de magia y otra vez, ella lo elegía a él, y esperaba que la luz de la vuelta una y otra vez, y cada vez que pasaba sonreía y sin querer, se iba quedando dormido.

Capítulo 3

Banderas

Me encanta tener los pies en el agua.

Tengo doce años y estoy sentada en el borde derecho del bote del abuelo, el Mago está junto a mí y ambos sumergimos los pies en el mar.

En la parte izquierda del bote, mis hermanos no paran de pelear.

—Quedate quieto –dice Pedro–, ¡nos vamos a dar vuelta!

—Uuuuhhh, ¡pero qué cagón que sos! –chilla Manuel.

El abuelo les pide que paren...

—Chicos, ya que tenemos la suerte de ver una puesta de sol desde el agua, disfrútenla, no griten, guarden silencio, como lo hacen Mario y Fernanda.

—Ayyy los amiguitos perfectos –arremete Manuel, cambiando el objetivo de sus cargadas.

Yo me vuelvo a mirarlo y, asegurándome de que el abuelo está abstraído por el crepúsculo y que el cabello me tapa el gesto, saco la lengua simulando vomitar y muevo los labios diciendo sin sonido… “globo tirapedos”…

—¡¡¡Abuelo!!! ¡Esta agrandada se creyó en serio lo de la soldada del Sol, pero es una estúpida! ¡Mirá lo que me dice!

—Basta, Manuel, tu hermana está callada. Atendé la belleza que nos está regalando la naturaleza –lo reprende el abuelo con dulzura.

—Guardiana es, Manuel. No soldada. Guardiana… –le indica el mago y, al volver la cabeza para mirar el sol nuevamente, me guiña un ojo a la vez que me sonríe.

Me quedo mirando su perfil iluminado por el reflejo dorado, su expresión extasiada por la belleza de lo que está observando, el subir y bajar de sus pestañas y presiento que hasta el último minuto de mi vida voy a conservar un amor único por este ser que está sentado junto a mí sintiendo idéntica emoción por el espectáculo y el mismo frío en los pies hundidos en el mar donde comienza a derretirse el sol.

Cuando por fin nos quedamos quietos y en silencio, una gaviota vuela rasante para robar una carnada que quedó en la proa y nos sobresalta. Yo miro al mago y nos reímos.

Manuel baja disimuladamente su mano fuera del bote, uniendo sus dedos para formar un cuenco y al levantarla me arroja agua salada en la espalda y la cabeza.

—Dejá de mirarlo con esa cara de boba, nena.

—¡Pero por favor! –insiste el abuelo–. ¿Es que no pueden mirar, solo mirar, en silencio y en paz?

Cada vez que sus nietos empezamos a pelear, el abuelo intenta calmarnos y que se termine rápidamente la trifulca, no soporta las discusiones, por eso, cuando no lo logra, comienza con diversas estrategias de distracción.

En Montejada hay un solo puesto de bañeros, y está fuera de nuestra vista en este momento que estamos mar adentro.

Entonces utiliza esta vez el recurso de las banderas.

—Miren el mar, ¿de qué color les parece que está la bandera de los bañeros? –y nos mira uno por uno.

—¡Está muy calmo! –grita Pedro parándose en el bote y colocando su mano sobre la línea de las cejas.

—Hay olas en el fondo, sin duda es amarilla y negra –lo interrumpe Manuel.

El Mago y yo nos miramos, también nos mira el abuelo y se le escapa una risita corta y graciosa que nos hace tentar. Manuel se desespera.

—¿De qué se ríen?

El abuelo nos señala levantando el mentón y le toco el brazo al Mago para que no diga una palabra sabiendo que se convertirá en blanco de la rabia de Manuel.

Entonces soy yo la que expone la respuesta.

—El sol ya se puso hace como veinte minutos, eso significa que ya son más de las veinte horas. Los bañeros se retiran diecinueve y treinta, son ellos los que colocan las banderas, por lo tanto…

Y entonces sí le doy lugar a Mario mirándolo y señalándolo para que termine el argumento.

—A esta hora, ya no hay ninguna bandera...

El abuelo vuelve a encender el motor del bote, entre aplausos por nuestra deducción, y Manuel, sin disimular su rabia, baja la cabeza y así se queda todo el trayecto que nos separa de la costa mientras regresamos.

El cielo de Montejada es maravilloso en este horario, sobre todo porque borra todo límite con el mar.

Siempre distinto, siempre sorprendente. Se convierte en un gran manto de colores, naranjas, rojos, blancos, rosas y celestes ensamblado a los azules, verdes y dorados del agua, haciéndonos sentir parte y a la vez observadores, dueños del espacio que nos envuelve pero también seres minúsculos rendidos ante la inmensidad.

Polo

Aquella mañana había amanecido con luz tenue, un sol apenas amarillo, brumoso, espeso, sin fuerza. Todo el albor que no supo tener el día, apareció caprichoso y displicente en los ojos y en la sonrisa de Mario.

Se incorporó de la cama, se cambió; se puso una camisa con flores amarillas y naranjas, que contrastaban llamativamente con el fondo negro. La adoraba, le encantaba, le parecía bellísima, pero nunca se había animado a usarla, estaba nueva, impecable, le sacó la etiqueta y se la puso, no hacía frío. Unos joggings negros y lisos Nike, que combinaban perfectamente, y a los que llamaba calzas y unas zapatillas negras culminaron el atuendo. Se sentó a desayunar; en otro momento su madre le hubiese dicho, cambiate Mario, no vayas así a la escuela, pero brillaba tanto, tanto, que ni su madre, ni sus hermanos se animaron a criticarlo de ninguna manera.

Esa tibia mañana de un agosto benévolo, apagada y sumisa, supo que debía dejarle todo el brillo a él, todo el viso en esos pasos que por primera vez caminaban seguros, una primera vez que sería solo el comienzo, ya que de ahí en más, no tendría dudas.

Esta era la primera vez, con los joggings negros y la camisa floreada; cumplía trece años, y Mario tenía la certeza, que algo había cambiado para siempre.

La escuela no estaba demasiado lejos de la casa, y aunque normalmente recorría esas cuadras en colectivo, decidió esta vez ir caminando, tenía tiempo, no llegaría tarde y su amplia sonrisa era el blanco de todas las miradas. ¿Qué había cambiado? ¿qué estaba pasando?; ¿qué importa? sabía que ahora en la escuela se le venían las cargadas, sabía de los cuchicheos y de las risitas estúpidas detrás de sus pasos, sabía de todo, y realmente, esta vez, no le importaba.

Polo era el peor. Le decían Polo. Se llamaba Manuel Polop y era retrógrado y homofóbico. Dicho así resulta por lo menos sospechoso, nadie a los trece años tiene la capacidad de sentir por sí mismo tanto odio, sin dudas, no era él el culpable de tantos miedos, de tantos fracasos, no era su culpa reaccionar con violencia ante el temor, es, por otra parte, lo que siempre sucede, y la libertad de Mario le daba mucho miedo, muchísimo miedo; el mismo que sentían sus compañeros ante su altura o su complexión física que era bastante mayor a la media.

Esa mañana se sintió más solo que nunca, agredió verbalmente a Mario de una manera brutal y cruel, como jamás lo había hecho hasta ese momento y vio desesperado que el fulgor que lo había dejado deshabitado y desguarnecido estaba intacto, Mario lo miró y le sonrió; la violencia física era su habitual respuesta, entonces no supo más que golpearlo fuerte con su puño derecho.

Las lágrimas de bronca o de impotencia brotaron de los ojos de Polo, al mismo tiempo en que la sangre que manaba de las narinas de Mario inundaba su sonrisa irreverente y desprejuiciada. No le importaba, seguía sonriendo, se limpió la boca con el anverso del brazo y advirtiendo el brillo de los ojos y las mejillas humedecidas por el llanto, levantó la vista desafiante y le dijo:

—¡Ay! ¡Cómo llora la mariquita!

A Polo lo descolocó la frase, no la esperaba, sus compañeros, que habían formado un círculo en torno a los dos chicos, gritando y vociferando arengas para uno y para otro, suponían más golpes por parte del baladrón, pero Polo no supo qué hacer y bajó los brazos, como si aquello que había dicho Mario, aquella frase, hubiese sido un golpe más fuerte que el que él mismo había propinado.

Cuando llegaron las maestras al lugar, los dos chicos estaban mirándose enfrentados, uno llorando y serio y el otro sangrando y sonriente.

Luego de las curaciones pertinentes, los dos niños permanecían en la dirección para recibir las reprimendas por el mal comportamiento. Los habían sentado en dos sillas de metal con asientos y respaldos de melamina, uno al lado del otro. Polo lo miraba con el rabillo del ojo, se sintió mal por haberlo golpeado, y estaba realmente confundido, porque ese sentimiento no lo había experimentado jamás.

Mario, con algodones sanguinolentos en la nariz, lo miró y volvió a reírse, dejando ver en los intersticios de sus dientes los restos de la sangre que hacía solo un instante anegaba su boca.

Polo lo tomó de la mano, de un tirón lo atrajo bruscamente hacia sí mismo y lo besó en la boca.

¿Quién es Polo?

—¿Cómo que te besó en la bocaaaa?

—¡Sííí, en la boca te digo! Y yo chorreando sangre.

—¿Quééé? No te creo.

—Te digo que síííí.

El Mago de la lluvia se reía a carcajadas, primero porque después de no verse durante meses, hacía tres días que se habían reencontrado y estaba feliz nuevamente compartiendo momentos juntos y en segundo lugar, por las caras que ponía ella ante la sorpresa que le causaba el relato.

Habían subido al árbol. Generalmente cada uno elegía una rama fuerte para sentarse con una pierna para cada lado.

Apoyaban los codos sobre la rama y la cabeza entre los puños y desde ahí, observaban atardeceres, las olas, los botes, la gente caminando por la playa y todo lo que pasaba en el “abajo”

Esa costumbre de subir y observar objetos y personas que minutos antes tenían a la par, les hizo comprender una verdad anticipadamente. Las cosas que creemos conocer, cambian de acuerdo al sitio desde donde las miremos.

Años después, ante alguna decisión difícil, tratarían inútilmente de volver a ese árbol con la imaginación, pero es casi imposible recordar lo verdaderamente importante cuando se llega a la adultez.

Esa tarde, cada uno estaba acostado boca arriba en su rama, mirando el cielo y las nubes que apenas se asomaban entre el follaje.

Cuando se ponían en esa posición, trataban de estar lo más quietos posibles para mantener el equilibrio.

El miedo a caerse, hacía también que los temas de los que hablaban cuando se colocaban así, fueran tranquilos y apacibles.

Entonces, inventaban historias, descubrían formas en las nubes, o simplemente se quedaban callados escuchando el roce de las hojas entre sí.

Al levantarse, se sentaban primero para evitar el mareo y esperaban unos minutos para comenzar a bajar.

Justo en esa postura, mientras ella juraba que una nubecita a punto de desintegrarse iba tomando la forma de un colibrí, Mario no tuvo mejor idea que contarle el episodio del año anterior.

—¿Quién es Polo? –preguntó Fernanda.

—Nadie, Polo no es nadie –dije mientras acomodaba la espalda en la rama para seguir contando...

Ella sonrió, y sin pudor, naturalmente preguntó:

—A mí me gustan los chicos, ¿a vos también?

—Mmm, es difícil de decir.

—¿Cómo es difícil? Es simple, ¿te gustan los chicos o las chicas?

Esta charla, tan abierta, tan natural, era imposible que se dé en otro ámbito, es más, diría que era imposible que se diese con otra persona.

—Vos me gustás –dije y sentí que perdía el equilibrio.

Ella se rio apenas, yo no la vi, porque mi rama estaba arriba de la de ella, me la imaginé sonrojada…

—No, dale, dale, en serio –me dijo–, ¿por qué le diste un beso a Polo si te gusto yo?

El pie derecho de Mario estaba trabado en una rama pequeña, que se quebró cuando estiró la pierna a causa de la pregunta, no la esperaba, ni siquiera esperaba decir lo que él mismo había dicho. Cuando la pierna quedó en el vacío el cuerpo se desbalanceó y Fernanda que también estaba acostada sobre una rama y había tenido la precaución de estar asida con sus dos manos a una más grande que tenía delante de su pecho, la abrazó con fuerza cerró sus ojos y lanzó un grito sordo, agudo y muy corto. Cuando Mario advirtió que se caía, rápidamente giró sobre su propio eje y la mano izquierda encontró la rama a la que estaba tomada Fernanda mientras la derecha quedó sosteniéndolo de la rama donde antes estaba apoyada su espalda, quedando casi frente a frente.

Cuando ella abrió los ojos lo primero que vio fueron los ojos de él…

—¡Casi te caés! –dijo asustada–. ¡Si no te agarrabas, te matabas!

—Para nada –dije con la voz aún temblorosa–, solo lo hice para besarte a vos también.

Y no paramos de reírnos hasta bajar del árbol.

Capítulo 4

La casa de Constitución

Cualquiera podría imaginar que ese primer beso creó un antes y un después en la vida de cada chico; para Polo, fue la apertura de la puerta hacia el abismo, para Mario solo un recuerdo tierno, una florcita azul en medio de un bosque de jacarandas.

¿Qué habrá sido de Polo? ¿Qué sitio le habría deparado el destino? solía preguntarse Mario muchos años después.

En esa época, en la que Polo era el presente, Mario acababa de mudarse con su madre y sus hermanos, a una casita chiquita pero cálida, en la calle Constitución; lejos estaban de tener todas las comodidades necesarias para que vivan cuatro personas, pero las carencias no pesaban, Mario, Hugo y Ricardo dormían en una misma habitación, y su madre en otra mucho más pequeña; ella era enfermera y cumplía turnos en el hospital zonal, además daba inyecciones y tomaba la presión a domicilio; con eso sostenía a los tres varones, con eso y la pensión que usaba porque no tenía más remedio; se había separado del padre de los niños algunos años antes de que muera, pero esa ruptura nunca quedó plasmada en los papeles; antes, cuando Ana, la mayor, aún vivía con ellos, la cosa estaba mucho más difícil, porque aunque aportaba algo de su sueldo, el alquiler de la casa grande, se llevaba gran parte de los ingresos.

En la esquina de aquella casa de la calle Constitución había un baldío; en realidad era un terreno donde alguna vez hubo construida una casa, solo quedaban algunas partes de las paredes del perímetro, no las del frente que abrían la visual como una casa de muñecas. Las internas, parecían tocones de árboles con raíces de ladrillos huecos, hierros y cemento. No había piso, solo la tierra y el pasto caprichosamente distribuido. Esas ruinas eran cita obligada luego de la escuela, Hugo Ricardo y yo íbamos después de almorzar, con el tibio sol de las tardes de invierno… En ese lugar, Hugo se enamoró de María.