Donde pertenecemos - Brenda Novak - E-Book
SONDERANGEBOT

Donde pertenecemos E-Book

Brenda Novak

0,0
5,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Savanna Gray necesitaba otra oportunidad. Su vida se había desmoronado cuando su esposo fue detenido por violar a tres mujeres. Tras divorciarse, se llevó a sus dos hijos a Silver Springs, buscando refugio en la granja que su difunto padre siempre había querido rehabilitar. Gavin Turner comprendía muy bien la dificultad de empezar de nuevo. Abandonado a los cinco años en un parque, no halló paz hasta que llegó al rancho para muchachos New Horizons, siendo ya adolescente. Y en cuanto Savanna necesitó ayuda no dudó en ofrecérsela. A pesar de la creciente atracción que sentía hacia Gavin, Savanna había decidido mantener las distancias. Ya había confiado en su ex y no estaba dispuesta a repetir sus errores del pasado. Sin embargo, le resultaba muy difícil resistirse a un hombre cuyo corazón era capaz de abarcar tanto como sus manos. Brenda Novak tiene un gran talento para dar vida a sus historias. The San Francisco Book Review

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 539

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Brenda Novak, Inc.

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Donde pertenecemos, n.º 196 - agosto 2019

Título original: Right Where We Belong

Publicada originalmente por Mira® Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-339-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Querido lector.

 

Muchas de mis novelas de Silver Springs tratan de hombres que han tenido que enfrentarse de niños a situaciones de extrema dificultad, y fueron enviados a un centro para muchachos llamado New Horizons con la intención de que modificaran su conducta. Aiyana Turner, fundadora de New Horizons, ha dedicado su vida a lograr que los muchachos del rancho consigan tener una vida plena, y el amor que les ofrece se ha traducido en numerosas ocasiones en un éxito.

 

Esta es la historia de Gavin, uno de los muchachos que ella terminó por adoptar tras su llegada a New Horizons. La particularidad de Gavin es su capacidad para superar su trágica infancia mejor que otros miembros de la familia Turner. No solo es funcional, sino que su pasado le ha vuelto sensible hacia las necesidades de los que le rodean. Sabe cómo ayudar y está dispuesto a hacerlo. Y eso le convierte en un héroe especial, por suerte para la heroína de nuestra historia. Savanna Gray se encuentra inmersa en un mundo de dolor, y Gavin es el hombre indicado para que su vida sea un poco más sencilla.

 

A menudo he sentido curiosidad hacia esas mujeres que, para su propio espanto, descubren que su esposo es un violador o un asesino. La prensa se centra en el crimen y su perpetrador. Nunca nos hablan de cómo su familia ha recogido los pedazos para pasar página, suponiendo que lo hayan conseguido. Esta historia es un romance, pero también una historia sobre la superación de un terrible golpe.

Dedico mucho tiempo a relacionarme por Facebook con mis lectores. Si tú también utilizas Facebook, te gustará mi página www.Facebook.com/brendanovakauthor. También puedes unirte a mi grupo de lectores online. Lo forman 8000 maravillosos ratones de biblioteca, y hacemos un montón de cosas divertidas (camisetas del grupo, marcapáginas personalizados y autografiados, la «caja del lector profesional», de cada mes, un programa de cumpleaños, un evento anual en persona, un pin conmemorativo para todo el que haya leído más de cincuenta novelas Novak, y mucho más). Encontrarás el enlace para unirte al grupo, y obtener toda la información que busques, en mi página web, en www.brendanovak.com.

 

Espero que te guste la historia de Gavin y Savanna…

 

Brenda Novak

 

 

 

 

 

Dedicado a Debra Watson Duncan, miembro de mi grupo de lectores online, y una de mis lectoras favoritas. ¡Gracias por todo tu apoyo y amor, Debra!

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–¡Lo sabías! ¡Tenías que saberlo!

El vitriolo que destilaban esas palabras hizo que a Savanna Gray se le erizara el vello de la nuca. Ella solo intentaba comprar leche en el supermercado, acompañada de sus hijos, y jamás se habría imaginado que sería acosada aunque, desde la detención de su esposo, tenía la sensación de que toda la ciudad se dedicaba a lanzarle dagas. Los crímenes cometidos por Gordon habían sacudido hasta la médula la pequeña y hermética ciudad de Nephi, en Utah.

–¡Ni te atrevas a irte! –dijo alguien detrás de ella–. Sé que me has oído.

Savanna se quedó helada pues, en efecto, había estado a punto de salir huyendo. Sentía las emociones tan a flor de piel que apenas era capaz de salir de su casa. Deseó poder encerrarse en ella, echar las cortinas y no volver a ver a sus vecinos nunca más. Pero tenía dos hijos, que dependían de ella, y ella era lo único que les quedaba. En ese momento, los niños la miraban con expresión expectante.

–Mami –dijo Branson, de ocho años–, creo que esa señora te está hablando.

Savanna cerró las manos con fuerza en torno al carrito de la compra y se dio la vuelta. Estaba decidida a defenderse mejor contra esa clase de actitud de lo que había estado haciendo hasta el momento. Y entonces reconoció a Meredith Caine.

La imagen de Meredith, con la ropa desgarrada, el maquillaje corrido y el labio sangrando mientras su hermana, que la acompañaba en esos momentos, intentaba consolarla, había aparecido en las noticias en varias ocasiones mientras la policía buscaba al hombre que la había atacado en el cuarto de lavadoras situado en el sótano del edificio de apartamentos en el que vivía. Ese hombre había resultado ser el esposo de Savanna. Desde su arresto, la casa de Savanna había sufrido el lanzamiento de huevos en dos ocasiones. Alguien había conducido sobre el césped, dejando atrás unos profundos surcos. Y alguien había lanzado una botella contra su coche aparcado y los cristales se habían esparcido por el camino de entrada. Pero nunca había tenido que enfrentarse a una de las víctimas de Gordon, solo a sus familiares o amigos, o a algún otro miembro de la comunidad, todos indignados por los asaltos.

Enfrentarse a Meredith no era fácil. Savanna deseó poder fundirse con el suelo y desaparecer, poder hacer cualquier cosa que evitara el encuentro. Meredith no lo entendía. Savanna la había visto en televisión, sintiendo la misma compasión y miedo que sentían las demás mujeres de los alrededores. No tenía la menor idea de que estaba viviendo con el responsable, durmiendo con él, y permitiéndole actuar sin generar sospechas por la ilusión, que ella había contribuido a crear, de que se trataba de un buen padre de familia. Ella misma lo había creído un buen padre de familia, de lo contrario jamás se habría casado con él.

–Meredith, déjalo. Vámonos –su hermana intentó llevársela, pero Meredith permanecía clavada en el sitio, los ojos brillantes, cargados de odio.

–¿Dónde estabas tú, eh? –gritó–. ¿Cómo no te diste cuenta de que tu marido se dedicaba a acosar mujeres por las noches?

Durante los últimos siete años de los nueve que habían estado casados, Gordon había trabajado como técnico de campo de mantenimiento de equipos de minería, lo que implicaba viajar grandes distancias hasta diferentes minas, y trabajar en horarios irregulares. Savanna estaba convencida de que, tal y como le aseguraba él, estaba en la carretera o reparando algún equipo. No tenía ni idea de que estaba por ahí, acechando a mujeres. A pesar de lo que parecían pensar todos, que por el mero hecho de vivir con él debería haberse dado cuenta de su verdadero carácter, él nunca había hecho nada para ponerse en evidencia.

–Yo creía… creía que estaba trabajando –aseguró.

–¿Creías que estaba trabajando? ¿Todas esas horas? –bufó Meredith.

–Sí.

Savanna no se había dedicado a controlarlo. Ya tenía bastante con los niños, la casa y su propio trabajo como agente local de seguros en horario de nueve a cinco. Además, Gordon siempre tenía una excusa para las ocasiones en que regresaba a casa después de lo esperado, y siempre era una excusa razonable. Había fallado otra pieza del equipo y había tenido que regresar a la mina. La furgoneta no arrancaba y había tenido que esperar a que le llevaran una batería nueva. El tiempo era demasiado malo para ponerse en carretera…

¿Debería haber desconfiado de esas excusas?

–Quizás deberías haber prestado un poco más de atención a lo que hacía –espetó Meredith.

–Y ojalá lo hubiera hecho –Savanna empezó a temblar–. Escucha, me encantaría hablar contigo, explicarte mi versión para que pudieras entenderlo. Pero, por favor, aquí no, no delante de mis hijos.

Meredith ni siquiera miró a Branson y a Alia. Estaba demasiado enfadada, demasiado ansiosa por infligirle a Savanna una fracción del dolor que ella misma había soportado.

–A tu marido no le importaron mis hijos cuando me rodeó el cuello con las manos y casi me ahogó. Gracias a él, desde entonces, no he sido capaz de practicar sexo con mi propio marido.

–¡Meredith! –exclamó la hermana, evidentemente más consciente de la presencia de los niños y, seguramente, de la atención que estaban despertando.

Alia, la hija de seis años de Savanna, tironeó de la manga de su madre.

–Mami, ¿por qué la ahogó papá? –susurró audiblemente, sus enormes ojos azules llenándose de lágrimas.

–Tu padre… –la garganta de Savanna se cerró hasta que apenas pudo respirar, mucho menos hablar–. Hizo algunas cosas malas, cielo. ¿Te acuerdas de cómo hablamos de ello cuando se marchó?

–¿Cosas? –Meredith saltó de inmediato sobre el comentario–. Ese hombre es pura maldad. Pero tú no dejas de mentir, ni a ellos ni a ti misma.

La hermana de Meredith consiguió por fin llevársela, dejando a Savanna de pie ante la sección de lácteos refrigerados, sintiéndose como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago.

–Se acabó el espectáculo –murmuró a los que se habían detenido a observar la escena.

–Los niños del cole dicen que papá agarró a tres mujeres y les arrancó la ropa –aseguró Branson, la voz apenas un susurro, mientras seguía con la mirada a Meredith y a su hermana, que se dirigían hacia la caja en el otro extremo del pasillo–. Es verdad, lo es.

No lo había formulado como una pregunta. El niño empezaba a ser consciente de que Gordon no era tan inocente como habían deseado que fuera.

El que su hijo tuviera que aceptar la terrible verdad, sobre todo a su tierna edad, le habría roto el corazón a Savanna, de no tenerlo ya roto en mil pedazos.

–¿Han estado hablando de tu padre en el colegio?

Desde la detención de Gordon, Branson prácticamente se había cerrado en banda cuando se trataba de hablar de su padre, fingiendo que nada había cambiado. Savanna le preguntaba, casi a diario, cómo le iba en la escuela, y él insistía en que todo iba bien.

Pero el comentario que acababa de hacer el niño le hacía pensar que no era así, y eso le hizo sentirse aún peor.

–¿Mami? –el labio inferior de Alia tembló mientras levantaba la mirada en busca de seguridad.

Savanna se arrodilló y abrazó a los dos pequeños.

–No os preocupéis. Todo va a salir bien. Vosotros no tenéis la culpa de lo que hizo vuestro padre.

A Savanna también le gustaría pensar que ella tampoco la tenía, pero una parte de ella temía que quizás fuera más responsable de lo que le gustaría admitir. ¿Había sido tan ilusa, tan confiada, como decía todo el mundo?

Sin duda lo había sido, o no se encontraría en esa situación. Y el apoyo que había manifestado hacia su esposo, incluso después de que hubiera sido arrestado, solo había logrado empeorar la opinión que tenía la gente de ella. Se había sentido desesperada por confiar en su marido por encima de los demás, por proteger a su familia, y por eso lo había hecho, hasta que las evidencias fueron abrumadoras. Sin embargo, ese proceso, el del espanto, la negación, el aplastante dolor y, finalmente, la aturdida aceptación, no lo había presenciado nadie. La gente la veía como alguien unida a él, amante y apoyo del monstruo que había violado a tres mujeres. Y, dado que él ya no deambulaba libre por la ciudad, ella se había convertido en el objetivo del resentimiento de todos.

–Los chicos no deben hacer daño a las chicas –observó un perplejo Branson.

–Tienes toda la razón, cielo –concedió Savanna–. No hay que hacerle daño a nadie.

–Entonces… ¿por qué iba a querer papá ahogar a esa mujer?

Savanna abrazó a sus hijos con más fuerza mientras las lágrimas se acumulaban en sus ojos.

–No lo sé.

Era la misma pregunta que ella misma se hacía a diario, pero para la que no tenía respuesta. No tenía ninguna respuesta para todas esas horribles cosas que había hecho Gordon. A fin de cuentas, ella nunca le había negado a su esposo la intimidad física. Aparte de algún detalle, que siempre había achacado a rarezas personales, tenía la convicción de que disfrutaban de una vida sexual sana. Sin embargo, desde que se había destapado todo el asunto, no podía dejar de preguntarse si no debería haberse mostrado más seductora, aventurera o excitante con él. A lo mejor si ella le hubiera satisfecho, él no habría ido en busca de otras cosas, y nada de eso habría sucedido…

Savanna se incorporó y apartó el carrito de la compra a un lado, dejó los artículos que había metido y tomó a cada hijo de una mano.

–¿Adónde vamos? –preguntó Branson mientras ella los arrastraba hacia el extremo más alejado de la tienda, para evitar toparse de nuevo con Meredith, camino de la salida.

–A casa –contestó.

–¿Y la leche?

–Ya la compraremos más tarde –Savanna era incapaz de quedarse ni un minuto más en la tienda.

Tras sujetar a los niños con los cinturones de seguridad, se sentó al volante de su pequeño Honda que, por suerte, no había sido incautado por la policía, como la furgoneta que Gordon solía utilizar para ir al trabajo.

–¿Estás triste, mami? –preguntó Alia.

–No, cielo –contestó ella.

«Triste», ni se acercaba. La pesadilla que había comenzado cuando la policía había aparecido con esa orden de registro no había hecho más que empeorar. Savanna no dejaba de repetirse a sí misma que sobreviviría y volvería a pisar suelo firme, que sería capaz de estabilizar su vida, pero había sido demasiado idealista. Aún faltaban dos meses para que se iniciara el juicio, y a saber cuánto durarían los procedimientos legales. Gordon y sus crímenes eran la comidilla de todo el mundo, no hablaban de otra cosa, y así seguiría en un futuro previsible.

Dadas las pruebas, seguramente sería condenado, pero aunque no lo fuera, Savanna era incapaz de seguir con él. Esperaba no tener que volver a mirarlo a la cara. Ya no se sentía segura en su presencia, ni sentía que sus hijos estuvieran seguros con él. Ya había solicitado el divorcio, pero sabía que eso no bastaría para que desapareciera de su vida para siempre. Era el padre de sus hijos. Las repercusiones de sus acciones les perseguirían durante una o dos décadas, quizás más.

En cuanto llegaron a su casa, dio de cenar a Branson y a Alia y les ayudó con los deberes, pero su mente no estaba puesta en la tarea. Continuó toda la tarde como una autómata, intentando seguir adelante hasta la hora de acostarlos, momento en que podría llamar a su hermano pequeño.

A las nueve y media de la noche los arropó, se sirvió una copa de vino y se la llevó al dormitorio. Cerró la puerta con llave y llamó al móvil de Reese.

–Hola, hermanita. Estoy con alguien –saludó él en cuanto descolgó–. ¿Puedes ser breve?

Savanna parpadeó para contener las lágrimas contra las que llevaba horas peleándose. ¿Breve? La condición de sospechoso de Gordon, las evidencias, el registro de su casa, la detención… más bien parecía el proceso más largo e invasivo que hubiera soportado jamás, y también uno de los más dolorosos.

–No puedo seguir aquí, Reese.

–¿A qué te refieres? –respondió su hermano–. ¿En esa casa o en Nephi?

–En Nephi. En Utah. Tengo que irme de aquí, dejar la zona. No quiero volver a ver a esta gente.

–Pero ya lo hemos hablado. Dijiste que sería mejor mantener a los niños en su colegio en lugar de arrancarlos de sus amigos y profesores. Ya han perdido a su padre.

–Eso fue lo que pensé en su momento, pero he cambiado de idea. No creo que sea bueno para ellos quedarse aquí, aguantar tanta energía negativa. Y sé que para mí no es bueno. Necesitamos empezar de nuevo.

–¿A qué viene el repentino cambio de opinión? –preguntó Reese tras una pausa.

–Te lo he dicho. No puedo soportar la ira de los demás, que me culpen. Tengo la sensación de que todos me odian. Y no creo que la situación vaya a cambiar en breve.

–¿Qué quieres decir? ¿Por qué iban a odiarte? Tú no violaste a esas mujeres. No pensarán que hayas podido ayudar a Gordon de alguna manera…

–Nadie ha lanzado esa acusación, gracias a Dios. Ahora mismo solo me culpan por no haberme fijado en las señales que debería haber visto –Savanna contempló la copa con tristeza–. Y quizás tengan razón. Ya no sé qué debería, o no, haber hecho. ¿Otra mujer se habría dado cuenta de que era demasiado reservado? ¿Habría llamado a su oficina para verificar sus horarios y lugares de trabajo? ¿Otra mujer habría registrado sus cosas y descubierto ese «kit del violador», que ocultaba en el cobertizo?

–Ya hemos hablado de esto. No tenías ningún motivo para dudar de él. Incluso teníais una vida sexual normal, al menos eso me dijiste.

–Y así era, mayormente. Pero ¿cómo iba a saberlo yo? Me casé con él a los veinte años, y es el único hombre con el que he estado. ¿Quién soy yo para decidir qué es normal y qué no entre dos personas? Solo puedo juzgar por mi propia experiencia. Quizás tú deberías ilustrarme.

–Yo nunca he estado casado. Hasta ahora, mi relación más larga ha durado dos meses.

Aun así, Reese tenía más experiencia sexual que ella. Pero, cada vez que bromeaba sobre eso, ella se preguntaba por qué su hermano no se había comprometido con nadie todavía.

Supuso que algún día lo haría, a fin de cuentas solo tenía veinticuatro años. En cualquier caso, ese era un tema para otra ocasión. Esa noche estaba demasiado hundida por culpa de Gordon y de lo que había hecho.

–Encontraron sangre de una de esas mujeres en nuestra furgoneta. ¿Te lo dije? Estuvo llevando a su familia de paseo en un vehículo que seguía teniendo sangre de una mujer a la que había violado.

–Me lo dijiste. Ese fue el momento en que los dos decidimos que ya no podíamos mantener la confianza en él, ¿recuerdas?

Savanna se mesó los cabellos y se contempló en el espejo del tocador. Ya ni siquiera se parecía a la mujer que solía ser. No se había molestado en cortarse el pelo, ya que no había querido ir a la peluquería que solía frecuentar, sabiendo que todos estarían hablando de ella, por tanto su peinado ya no se parecía al bob que había llevado cuando su mundo se hundió. Lo único que podía hacer era recoger la gruesa mata pelirroja en una coleta, o dejarla suelta y rizada. Siempre le había gustado el tono azul grisáceo de sus ojos, pero la mirada estaba vacía, hundida, traumatizada. ¿Quién era esa persona que la miraba con el rostro tan pálido que casi se le veían las venas?

–A lo mejor debería haber visto la sangre.

–Tienes hijos. Los niños se raspan las rodillas y los codos de vez en cuando, ¿verdad? y Gordon arreglaba maquinaria de minería, lo cual significa que sin duda alguna vez se haría un corte. ¿Por qué ibas a suponer, por unas cuantas gotas de sangre, que se dedicaba a lastimar mujeres?

Savanna se apartó del espejo, incapaz de soportar ver su imagen reflejada.

–No lo sé. Pero todo el mundo opina que debería haberme dado cuenta de algo, y empiezo a dudar de mí misma. La mañana después de que hubiera violado a Meredith, vi que tenía arañazos en el brazo. Le pregunté cómo se los había hecho y me explicó que la furgoneta había caído en una zanja que no había visto en una mina y que se había arañado con unas zarzas mientras intentaba colocar un tablón bajo la rueda trasera. Cierto que tenía pinta de ser una herida causada por cuatro uñas clavadas en el brazo, pero… en su momento no pensé en ello.

–Solo ha pasado un mes desde la detención de Gordon, Savanna. Seguro que las cosas se calmarán.

Ella percibió en su hermano una nota de impaciencia. Últimamente no hacía más que escuchar sus problemas y, por amable que fuera, y por mucho que intentara apoyarla, ella llevaba mucho tiempo desmoronándose, desde que había descubierto que su marido era el principal sospechoso de la cadena de violentos ataques sexuales que había asolado la población de Nephi, aterrorizando a su buena gente. Comprensiblemente, Reese estaba deseoso de regresar a su vida habitual. A fin de cuentas, era el más pequeño de sus hermanos, y no estaba habituado a tener que servir de apoyo. Era Savanna la que había cuidado de ambos tras la muerte de su hermano mayor y sus padres, hacía poco más de un año.

Reese ya había recibido su dosis de tristeza durante los últimos catorce meses. Y ella se sintió como una idiota por no haberse dado cuenta de que había agotado sus reservas de compasión, de que había llegado el momento de seguir adelante sola.

–Te dejo tranquilo –le dijo bruscamente.

–Luego te llamo, ¿de acuerdo? –contestó él tras un breve silencio.

Seguramente se sentía culpable por haber dejado traslucir su impaciencia. Pero estaba con alguien, él mismo se lo había dicho. En cualquier caso, si había sido capaz de seguir adelante después de haber perdido de golpe a tres miembros de su familia, y si empezaba a sentirse bien de nuevo, no sería ella quien continuara arrastrándolo hasta el fondo.

–No hace falta –le aseguró–. Estoy bien. Solo quería que supieras que, en cuanto pueda, me voy a mudar a otra parte.

–Eso lleva su tiempo. Primero tendrás que vender la casa, ¿no?

–No.

–¿La vas a dejar sin más?

–¿Por qué no? Yo no tengo parte en su propiedad. Gordon la hipotecó en cuanto la heredó de su abuela. Tal y como está el mercado de ventas… esto lleva un par de años, o más, patas arriba.

–¿Y qué pasa con el crédito?

–La casa está a su nombre. Nunca me incluyó en el préstamo o las escrituras. Si su madre quiere salvar la casa, que dé un paso al frente y se ocupe de pagar las mensualidades. Voy a dejar aquí todas sus cosas –de hecho ya las había metido en cajas, que había guardado en el garaje–, y la llave estará bajo el felpudo.

–¿Y adónde vas a ir? ¿Volverás a Long Beach?

–No.

Habían vendido la hermosa casa de cinco dormitorios y cuatro baños, propiedad de sus padres, en Los Ángeles, donde se habían criado, y luego se habían repartido los beneficios. Reese había pagado los préstamos de estudiante y el resto lo estaba invirtiendo en la universidad. Su idea era ser médico. Savanna había gastado una buena parte de su herencia en la defensa de Gordon, un desperdicio de dinero.

–¿Adónde entonces? –insistió su hermano.

–A la granja de Silver Springs –era el único sitio al que podía ir. Lo único que le quedaba.

–Savanna, no. Ese lugar necesita muchas reparaciones. Papá apenas había empezado con las obras cuando… cuando sufrieron el accidente de barco. ¿Cómo vas a poder vivir allí?

–Yo misma me ocuparé de las obras.

¿Por qué no? Algo había que hacer con esa propiedad. Y ninguno de los dos había querido ponerla en venta. Esa casa no había sido una adquisición inmobiliaria más para su padre, aunque había especulado mucho en ese campo durante toda su vida. Había sido la granja de sus abuelos. Su padre guardaba muy buenos recuerdos de ese lugar, y estaba ilusionado ante la perspectiva de devolverla a la familia donde, según él, pertenecía.

–¿Con qué dinero? –quiso saber Reese.

–Con el dinero que aún me queda de la venta de la casa de Los Ángeles.

–Ese dinero no te cundirá mucho, no si lo empleas en las reparaciones y para subsistir.

–Sin hipoteca ni alquiler, debería conseguir realizar una renovación básica y sobrevivir durante un año, si me administro bien.

–¿Y qué harás cuando hayas concluido la restauración?

–No lo sé, Reese. En el peor de los casos tendré que venderla y seguir mi camino, decidir qué hacer a continuación. Y en el mejor de los casos, conseguiré una hipoteca sobre la propiedad, te daré tu parte y reconstruiré mi vida en Silver Springs.

Su hermano soltó un juramento.

–¿Qué pasa? ¿No te gusta la idea?

–No me gusta a lo que te enfrentas. No es justo. Primero perdemos a papá, mamá y Rand, y luego, por si no fuese bastante, ¿Gordon empieza a violar mujeres? ¿Cómo es posible que todo eso le suceda a una misma persona?

Savanna no contestó a la pregunta. Su mente se había ido por la tangente.

–Quizás por eso no me di cuenta.

–¿No te diste cuenta de qué? –preguntó Reese, evidentemente confuso.

–De lo que hacía Gordon. Estaba tan destrozada que no le prestaba tanta atención a mi marido como debería. Apenas conseguía mantenerme en pie, intentando superarlo.

–Pero el verano pasado violó a una de las tres mujeres. A las otras dos las atacó hace seis meses, casi una detrás de otra. ¿A qué se debe esa brecha entre medias si tu duelo por mamá, papá y Rand fue el motivo que desató su comportamiento?

–Quizás no exista esa brecha. La policía cree que hubo más víctimas. Están repasando casos parecidos sin resolver en las ciudades y pueblos alrededor de las minas donde trabajaba.

–Mierda…

–No lo estás entendiendo. Lo que digo es que mi dolor, el hecho de estar inmersa en mis propios problemas, podría ser lo que le hizo comenzar con sus actividades.

–Lo he entendido, pero eso no es ninguna excusa. Por Dios, estabas llorando la pérdida de más de la mitad de tu familia. Debería haber intentado apoyarte, para variar.

Savanna tomó un sorbo de vino. Gordon nunca se había mostrado especialmente atento, no en un sentido emocional. Contribuía con su trabajo y su sueldo al mantenimiento de la familia, igual que ella, pero no se comprometía en exceso. Pasaba mucho tiempo fuera, y cuando regresaba se mostraba cansado y distante.

Aun así, ella había pensado que su matrimonio era bastante decente, que podría funcionar. Sus padres habían estado juntos durante treinta y dos años antes de morir. Esa era la clase de vida que ella quería, una vida dedicada a la familia, y se había propuesto hacer que durara, aunque Gordon no fuera perfecto.

–Tienes razón. No sé qué fue lo que desató su comportamiento. Sigo preguntándomelo.

–Algo va mal en su cabeza. Eso fue lo que lo desató.

–Ojalá pudiera volver a utilizar el apellido de papá –ella se apoyó contra el cabecero de la cama y se tapó los pies con una manta.

–¿Y por qué no puedes?

–Porque yo sería una Pearce, y mis hijos serían Gray.

–Pues cambia también sus apellidos.

–Con el tiempo lo haré. Pero ahora no. No puedo añadir eso a todo lo demás.

–De todos modos, en California nadie va a asociarte con el violador de Nephi, Utah.

–Gracias a Dios no habrá nadie siguiéndome con la mirada cada vez que vaya a la gasolinera o a una tienda –oyó la voz de una mujer al fondo–. Te dejo. Que pases una buena noche.

–¿Savanna?

–¿Sí? –ella volvió a pegar el teléfono a la oreja.

–Llámame cuando tengas todo listo para mudarte. Te ayudaré a recoger tus cosas, y conduciré la furgoneta.

Reese estudiaba en la universidad de Oregon, en Eugene, no demasiado cerca de Utah. Estaban a finales de abril y pronto tendría los exámenes. Pero ella no podía esperar a que él dispusiera de tiempo para ayudarla.

–No hace falta, hermanito. Ya me ocupo yo.

Savanna respiró hondo y colgó, se terminó el vino y consiguió resistirse al impulso de servirse otra copa. Debía tener cuidado, no podía permitirse caer en la bebida. La madre de Gordon había sido alcohólica, por eso su padre los había abandonado hacía mucho tiempo. Ella era incapaz de olvidar algunas de las inquietantes historias que él le había contado: de regresar a casa y encontrar a su madre inconsciente en el sofá, empapada en su propia orina; de su madre casi muriendo a consecuencia de la inhalación de humo tras quedarse dormida con un cigarrillo encendido; de su madre gritando y soltando juramentos, lanzándole objetos cuando era niño. Quizás Dorothy fuera el motivo de la maldad de su hijo. El detective encargado del caso había dicho que la violación era más un tema de poder y control, de venganza, que de satisfacción sexual. Pero tampoco podía decirse que las víctimas de Gordon se parecieran a Dorothy. Y en los últimos años, Gordon se había reconciliado con su madre.

No había una respuesta sencilla, decidió mientras empezaba a hacer las maletas. Una parte de ella sentía que debían quedarse hasta el final de curso. Aunque acababa después que el semestre de Reese en la universidad, solo quedaban seis semanas. Pero una vez tomada la decisión de trasladarse, no se sentía capaz de esperar siquiera ese tiempo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Hacía dos meses que Gavin Turner había abandonado su estudio encima de la tienda de artículos de segunda mano de Silver Springs, California, bohemia ciudad de cinco mil habitantes, no lejos de Santa Bárbara, para comprarse una casa, una cabaña construida en 1920, situada sobre un terreno de cuatro mil metros cuadrados, a las afueras de la ciudad. Tras vivir en un espacio minúsculo, rodeado de edificios, casi no sabía qué hacer con tanto sitio. Sus amigos bromeaban sobre su lejana ubicación, llamándolo «el quinto pino», pero a él le gustaba vivir en el campo, cerca de las montañas Topatopa, adonde iba a menudo a practicar senderismo o ciclismo de montaña. Siempre le había gustado estar al aire libre. La belleza y la soledad de la naturaleza le proporcionaban paz. Estaba bastante seguro de que no habría sido capaz de sobrellevar su complicada infancia sin el amor de la naturaleza. Y de la música, por supuesto. Casi todas las noches tocaba la guitarra y había empezado a actuar, cantando, en algunos bares de la zona y a lo largo de la autopista 101, que bordeaba la costa californiana. Aún no había conseguido ningún contrato importante, tan solo algunas actuaciones para comunidades costeras o de granjeros, sobre todo hacia el norte. Quería dedicarse a la música, pero había mucha competencia y sentía que, para intentar lograr lo que deseaba, debería trasladarse a Nashville, donde sucedían un montón de cosas en la industria musical, pero aún no podía centrarse en eso. No mientras su madre, o mejor dicho, la mujer que consideraba su madre, lo necesitara. De momento se contentaba con cantar en un local diferente cada semana. El dinero que conseguía se añadía a lo que ganaba trabajando en el rancho para muchachos New Horizons, el internado para chicos problemáticos que su madre adoptiva había fundado hacía más de veinte años, y al que él mismo había asistido para estudiar en el instituto.

La noche era cálida y las cigarras se mostraban ruidosas mientras él permanecía sentado en el porche, vestido con una sencilla camiseta y vaqueros desgastados, escribiendo una nueva canción. Acababa de hacer un alto para tomarse un respiro mientras se preguntaba si debería adoptar un perro, le gustaba la idea, dado que no había podido tener mascotas en la ciudad, cuando una furgoneta de mudanzas pasó traqueteando por su carretera.

Casi nunca recibía visitas, pero nadie más vivía en esa carretera, de modo que se levantó de la silla y dejó la guitarra a un lado.

La furgoneta, sin embargo, no se detuvo. La mujer que conducía, estaba casi seguro de que era una mujer, aunque lo había supuesto únicamente por su tamaño ya que en la oscuridad no resultaba fácil verlo, apenas miró en su dirección. Centrada en lo que tenía delante de ella, continuó avanzando como si hubiera tenido un largo día y deseara acabar con ello cuanto antes, sin importarle el camino lleno de baches.

¿Quién era? ¿Y adónde iba? La única casa que había cerca de allí era el rancho al que su cabaña había pertenecido tiempo atrás. El rancho llevaba tres años, o más, vacío. Por lo que le habían contado, ni siquiera estaba en venta, aunque, de todos modos, no se habría podido permitir una propiedad más grande.

Gavin hundió las manos en los bolsillos y contempló el bamboleo de la furgoneta que se alejaba. Aunque la carretera era, supuestamente, de mantenimiento privado, hacía años que nadie la mantenía en absoluto y los baches eran profundos y difíciles de esquivar, y esa mujer daba la impresión de acertar en todos.

¿Significaba que tenía vecina nueva? De ser así, ¿cómo iba a apañárselas para llegar hasta su casa? El puente sobre el arroyo que dividía ambas propiedades había desaparecido con las últimas lluvias.

Sin embargo, ella no parecía estar al tanto. Al menos no daba la impresión de reducir la velocidad…

Gavin echó a correr tras ella para advertirle del peligro antes de que acabara en el agua. Situándose al lado de la furgoneta, la golpeó en el lateral con fuerza en un intento de llamar su atención sin que esa mujer lo aplastara contra un árbol en el reducido espacio que quedaba.

–¡Eh! ¡Oye! ¡Para!

La mujer parecía reacia a que la detuviera. O eso, o tenía miedo del encuentro con un extraño allí en medio de la nada. Incluso después de frenar, apenas bajó la ventanilla lo suficiente para que pudieran oírse el uno al otro.

–¿Sucede algo?

Él rodeó un arbusto espinoso para poder acercarse lo suficiente para verla. Tendría su edad, una mata caótica de rizos cobrizos y ojos claros, y lo observaba con una cautela que él no había visto nunca. Dos niños, un chico y una niña más pequeña, se inclinaron hacia delante para mirar por encima de, supuso él, su madre.

–No puedes ir por aquí –le explicó mientras gesticulaba hacia la carretera–. El puente fue arrastrado por la corriente.

–¿Qué puente? –preguntó ella.

–El puente que había sobre el arroyo –Gavin la miró sorprendido.

–¿Quieres decir antes de llegar a la casa? –la mujer frunció el ceño.

Gavin espantó a un mosquito. El año había sido húmedo y, tras la llegada de la primavera, esos pequeños y viciosos monstruos habían aparecido con mucha energía. Era la única pega que tenía vivir en el campo.

–¿Nunca habías estado aquí?

–No.

Él se limpió la sangre de un arañazo en el brazo. Ese condenado arbusto lo había taladrado antes de poder evitarlo.

–Llevas ahí todas tus pertenencias, ¿verdad? Te estás mudando.

–Sí –ella por fin bajó la ventanilla del todo–, pero solo había visto las fotos que mi padre me había mandado.

–Entonces él es el dueño de la casa.

–Ya no. Murió en un accidente de barco hace poco más de un año. Ahora la propiedad nos pertenece a mi hermano pequeño y a mí.

–Entiendo. Siento tu pérdida.

–No tanto como yo –ella volvió a fruncir el ceño.

–¿De dónde sois? –Gavin desvió la mirada hacia los niños.

–Yo nací y crecí en Los Ángeles, Long Beach. Pero llevo viviendo en Utah desde que fui allí a estudiar a la universidad. Allí nacieron mis hijos.

–En Nephi –intervino el niño, visiblemente orgulloso de poder añadir ese fragmento de información.

–¿Nephi? –dijo Gavin–. Nunca había oído hablar de ese lugar.

–Es pequeño, pero no demasiado lejos de Salt Lake Valley, que quizás sí te suene –le aclaró la mujer–. Unas dos horas al sur.

–Eso está muy lejos de aquí –él soltó un silbido–, sobre todo para recorrer la distancia en una furgoneta de mudanza.

–Ni te lo imaginas –ella sopló contra un mechón de sus rizados cabellos para apartarlos de la cara–. Salimos a las cuatro de la mañana y no hemos parado desde entonces. Según el GPS, esto está a tan solo diez horas, pero nos ha llevado casi el doble recorrer el camino con dos niños en un vehículo que no es capaz de superar los noventa kilómetros por hora –ella miró hacia delante–. Entonces, ¿cómo llego hasta la casa? ¿Puedo rodearla? ¿Hay otra carretera, o…?

–Me temo que no –la interrumpió él–. Solo esto.

–¿Quieres decir que no voy a poder llegar hasta la casa? –ella enarcó las cejas.

–Esta noche no. Alguien tendrá que reparar ese puente antes de que puedas cruzarlo, sobre todo con este mamotreto –Gavin golpeó el lateral de la pesada furgoneta.

–Tiene que ser una broma –la mujer parecía abatida.

–Odio ser el portador de tan malas noticias, pero no.

A pesar de la evidente decepción que mostraba la mujer, él no podía cambiar la realidad.

Ella tomó el móvil, antes de arrojarlo de nuevo sobre el asiento delantero, y soltó un juramento.

–¿Has dicho una palabrota, mami? –los ojos de la niña se abrieron enormes.

–He dicho «mecachis» –murmuró ella.

–No, no has dicho eso –insistió el niño.

–¿Qué sucede? –preguntó Gavin mientras intentaba no sonreír ante la conversación.

–La batería del móvil está muerta. No he podido recargarla. El encendedor del coche no funciona. Y supongo que el aire acondicionado tampoco. Por eso conseguí una tarifa tan buena.

¿Habían estado viajando sin aire acondicionado en un día tan caluroso? Sin duda por eso se los veía a punto de desmoronarse. Gavin sacó su móvil del bolsillo y tecleó la contraseña antes de ofrecérselo.

–Si necesitas llamar, puedes usar el mío.

Ella lo rechazó con una mano.

–No, no hay nadie más que los niños y yo. No tenía intención de hacer una llamada. Iba a buscar un motel. Pero quizás tú conozcas alguno al que podría acercarme.

–El Mission Inn es agradable y su tarifa razonable.

–¿Está lejos? ¿Por dónde se va?

–¡Un momento! ¿No nos vamos a quedar? –exclamó su hijo–. Dijiste que habíamos llegado a casa. ¡Dijiste que podríamos salir del coche!

–Quiero hacer caca –añadió la niña lloriqueando.

–No esperaba encontrarme con un puente roto, ¿de acuerdo? Tengo que pensar dónde podemos pasar la noche. No deberíamos tardar mucho más –les aseguró a los niños, visiblemente agotada.

Gavin volvió a limpiarse el arañazo del brazo.

–Escuchad, ¿por qué no venís a mi casa un rato? tengo refrescos y zumos para los niños. Podrán ir al baño y beber algo mientras os reservo una habitación desde mi ordenador.

El niño abrió la puerta, como si hubiese estado esperando la invitación, pero la mujer lo agarró del brazo.

–No te muevas de ahí.

–¿Por qué? –protestó el muchacho, aunque obedeció–. Ha dicho que podíamos tomar un refresco.

–Gracias por la invitación –ella se volvió hacia Gavin–. Eres muy amable, pero nosotros… seguiremos nuestro camino.

«¿Cómo?», se preguntó él. No iba a ser fácil dar media vuelta con esa furgoneta, no en esa carretera tan estrecha. No podría utilizar el camino de entrada a su casa, no con un vehículo tan alto. Los cables de la luz colgaban muy bajos. Iba a tener que salir marcha atrás todo el rato hasta el desvío de la carretera.

–¿Estás segura? –insistió él–. Porque a mí no me importa –alzó las manos en el aire para demostrar que era inofensivo–. Soy consciente de que ahora mismo somos dos extraños, pero soy vuestro nuevo vecino, de modo que pronto nos conoceremos mejor.

Al verla dudar, Gavin tuvo la sensación de que quería confiar en él, pero no se atrevía a hacerlo.

–Recular en esta carretera es complicado –añadió él–. Sobre todo en la oscuridad. Puede que te ganes la vida conduciendo camiones y seas especialmente buena con esta clase de cosas, pero…

–No –interrumpió ella con suficiente exasperación como para revelarle a Gavin lo que ya había sospechado: llegar a California sin sufrir ningún incidente había supuesto todo un reto–. Tuve que vender mi coche para no complicar aún más las cosas teniendo que remolcarlo.

–¿Y por qué arriesgarte a empotrarte en una valla o caer en una zanja? Yo esperaría hasta mañana, a no ser que estés decidida a irte esta noche. Te traeré una linterna e intentaré guiarte, si eso es lo que quieres.

La mujer apoyó la frente sobre el volante.

–¡Me apetece mucho un refresco, mami! –suplicó la niña–. ¡Y quiero hacer caca!

–Vamos –la animó Gavin–. En cuanto os encontremos una habitación, os llevaré a la ciudad. Podrás dejar la furgoneta aquí hasta mañana, hasta que encuentres a alguien que os ayude a cruzar.

–¿Conoces a alguien que podría ayudarnos? –preguntó ella.

Gavin miró hacia el arroyo en cuestión, a pesar de que la noche y los árboles no le permitían verlo.

–Se me dan bastante bien las chapuzas. Estoy seguro de que, con el material adecuado, podré construir algo que podría servir de momento.

El día siguiente era sábado y no tenía que ir a New Horizons. Ni tenía ningún plan hasta la noche. Cantaba en Santa Bárbara.

–¿Cuánto va a costar?

–La mano de obra nada. No me importa ayudar. De modo que lo que cueste la madera y el resto del material. Necesitarás que un constructor de verdad haga una estructura permanente.

La mujer suspiró.

Él inclinó la cabeza para llamar su atención.

–Por cierto, soy Gavin Turner.

–Savanna. Y estos son Branson y Alia.

No le dijo su apellido, pero él tampoco insistió.

–Encantado de conoceros. Llevo viviendo aquí quince años y jamás le he hecho daño a nadie. No hay motivo para tenerme miedo –decidió no mencionar lo que sí había hecho antes de eso. Algunas cosas era mejor callarlas.

–Tampoco estoy segura de que fueras a contármelo si fueras el asesino del hacha, pero… de acuerdo –la mujer claudicó y los niños saltaron del vehículo antes de que pudiera cambiar de idea.

 

 

Savanna observó a Gavin con atención. No era excesivamente corpulento o imponente. Debía medir entre metro ochenta y metro ochenta y tres, tenía los hombros anchos y las manos grandes, pero su constitución era delgada y llevaba los oscuros cabellos recogidos en un moño masculino, la barba y el bigote muy cortos. Le dio la impresión de ser un artista o un músico, o quizás un vegetariano, aunque en Nephi no había conocido a muchos de esos. Gordon no soportaba a los hombres como Gavin y siempre se burlaba de su estilo de vida hippy, sobre todo si llevaban tatuajes, y Gavin lucía unos cuantos. Tenía un brazo cubierto de dibujos, un saxofón, una guitarra y notas musicales, así como el rostro de un cantante.

Savanna era muy consciente de que si el hombre con el que se había casado había resultado ser peligroso, cualquiera podría serlo. Pero el rostro de Gavin estaba delicadamente esculpido, y su mirada era tan dulce, los ojos grandes y marrones bordeados de una gruesa capa de pestañas, que resultaba difícil tenerle miedo. Y aunque no le hubiese dado la impresión de ser un pacifista, sus delicadas maneras la habrían tranquilizado. Había estado gastándoles bromas a los niños desde que habían llegado a su casa. El modo de relacionarse con ellos le recordaba a su padre, lo que le hizo pensar que estaba siendo una paranoica desconfiando de él.

La gente mala no era divertida, ¿verdad?

Al menos no por la experiencia que ella tenía. Gordon nunca había sido famoso por su sentido del humor…

–¿Sprite o Pepsi? –Gavin se volvió hacia ella después de que Alia hubiera por fin conseguido hacerse con su refresco.

–Nada, gracias –Savanna sacudió la cabeza.

Llevaba todo el día con el estómago revuelto. No estaba enferma, solo era pura ansiedad, pero no tenía sentido empeorar el problema con toneladas de azúcar y burbujas.

–¿Una cerveza?

–No.

–¿Agua?

–Eso sí estaría bien.

Gavin le sirvió un vaso de agua de una jarra que guardaba en la nevera. Al acercárselo, ella no pudo evitar pensar, una vez más, cómo habría juzgado Gordon al nuevo vecino únicamente por su aspecto. Y aun así, era Gordon, el típico estadounidense, campeón de lucha libre, corpulento de mandíbula cuadrada, ojos verdes y cabellos rubios y cortos, el que había supuesto un peligro para la sociedad. Savanna había visto las fotos de la escena del crimen, cómo había golpeado a las víctimas, antes y durante cada violación. El detective se las había mostrado con el fin de alterarla y sacudir su fe ciega en él para que así hablara más libremente sobre su marido.

Gavin abrió una cerveza y bebió un buen trago.

–¿Y bien? ¿Qué os trae por California?

Su mirada se posó en la mano izquierda de Savanna y ella comprendió que buscaba un anillo de boda. Había aparecido de repente y sin dar ninguna explicación y era evidente que él intentaba descubrir quién era y qué hacía en Silver Springs, sola con dos niños, con la intención de instalarse en una vieja casa derruida.

–Ya no estoy casada –le explicó, aunque no fuera la respuesta a su pregunta.

Gavin no pareció sorprenderse de que ella hubiera interpretado correctamente sus pensamientos.

–¿Desde hace poco?

–Sí –el divorcio aún no era firme, pero ella no consideró necesario explicarle los detalles. Lo fundamental era que ya no se consideraba casada. Gordon se había negado a firmar los papeles, intentaba convencerla de que aún la amaba y que le habían acusado erróneamente, pero su abogado insistía en que, en cuanto fuera condenado, sobre todo por unos crímenes tan repugnantes, no iba a poder dilatar el proceso por más tiempo. La ley estaría enteramente de parte de ella–. Estoy empezando de nuevo.

–¿Y tienes idea de cuánto tiempo vas a ser mi vecina?

–Por lo menos un año. Soy dueña de la mitad, como te he explicado. Me aprovecharé de ello mientras pueda. ¿Por qué pagar un alquiler?

–Entiendo la lógica –le aseguró Gavin, con gesto compungido–. ¿Pero qué te explicó tu padre del estado de la casa?

–Sé que no está en buenas condiciones. Las casas necesitadas de reforma casi nunca lo están.

–Dudo mucho que esta sea siquiera habitable.

–Eso no importa. Precisamente he venido para hacerla habitable.

–¿Tienes experiencia con restauraciones?

–No –contestó ella tras beber un trago de agua–, pero hoy en día en YouTube se encuentra un tutorial para casi cualquier cosa.

Gavin soltó una carcajada y ella no pudo evitar sonreír. Le gustaba que se hubiera dado cuenta al instante de que bromeaba. Gordon se habría puesto histérico y le habría advertido de lo difícil que podía ser restaurar una casa. Siempre se lo tomaba todo al pie de la letra.

–Puede que también encuentres un vídeo sobre cómo conducir marcha atrás una enorme furgoneta de seis metros de largo por una estrecha carretera de campo, en plena oscuridad –sugirió él mientras abría el portátil–. ¿Lo comprobamos?

–¿Por qué no? Puede que te evite el viaje a la ciudad –contestó ella, aunque era evidente que él también bromeaba.

–No me importa acercaros –abrió el buscador y tecleó «Mission Inn, Silver Springs, California».

–¿Qué hacías para ganarte la vida en Utah? –preguntó mientras empezaban a aparecer unos cuantos enlaces.

–Era auxiliar administrativa en una oficina de seguros –Savanna sopesó si debía añadir lo que Gordon había hecho para contribuir, pues de ninguna manera habrían podido subsistir solo con su sueldo, pero se mordió la lengua. Cuanto menos le contara de él, mejor.

–¿Auxiliar administrativo? Debería habérmelo figurado.

–¿Habértelo figurado? –repitió ella.

–Trabajo de oficina. Contratos. Es lo mismo.

En esa ocasión fue Savanna la que rio.

–¿Y tú qué? ¿Cómo te ganas la vida? –ella señaló la guitarra que había llevado con él al interior de la casa–. ¿Eso te delata?

–Compongo y canto, hago algunas actuaciones de vez en cuando. Pero también tengo un trabajo de día.

–Que consiste en…

Tras abrir el enlace del Mission Inn, marcó el número desde su móvil.

–Mantenimiento y reparaciones en el rancho para muchachos New Horizons.

–Por rancho no te refieres a un rancho, ¿verdad? ¿Estás hablando de uno de esos internados para adolescentes que exhiben un mal comportamiento?

–Sí. Aceptamos chicos problemáticos. Unos cuantos han vivido situaciones traumáticas y… –Gavin parecía estar a punto de soltar un juramento, pero se contuvo al mirar a los niños–, cosas. Otros simplemente están enfadados. O son narcisistas. O ambas cosas.

–En Utah también hay ranchos para muchachos. Mi esposo, mi exmarido, estuvo en uno de esos durante un año –Savanna bajó el tono de voz para que Branson y Alia, que estaban intercambiándose los refrescos, no oyeran lo que estaba diciendo–. Debería habérmelo tomado como una señal de advertencia y haberme mantenido apartada de él.

–Yo salí de New Horizons –la sonrisa del vecino había desaparecido.

Savanna sintió arder sus mejillas. ¿Por qué había dicho eso? Había decidido no hablar de Gordon, no arrastrar con ella toda esa negatividad.

–Lo siento –se disculpó–. No pretendía… Bueno, cada persona es un mundo. No hay dos historias idénticas.

–No pasa nada –la tranquilizó él, aunque desde ese momento la charla fue más distante. Gavin la ayudó a reservar una habitación por cien dólares la noche y los llevó hasta la ciudad.

–Gracias por tu ayuda –dijo ella mientras se bajaba de la camioneta.

–No hay de qué.

Savanna deseó poder decir algo que compensara su metedura de pata. Se sentía cansada y frustrada por no haber logrado llegar hasta su casa después del largo viaje. De lo contrario habría cuidado más sus palabras. Pero él le había explicado que trabajaba en New Horizons, y ella había asumido que entendería hasta qué punto algunos de esos chicos podrían ser conflictivos, incluso peligrosos. Jamás había esperado que le anunciara que él también había estado al otro lado.

Pensó en ofrecerle otra disculpa, pero supuso que lo mejor sería dejarlo estar.

–Buenas noches.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

A pesar del día tan largo, de lo agotada que estaba después de conducir durante mucho tiempo mientras intentaba que sus hijos estuvieran contentos y entretenidos, Savanna permanecía despierta. Alia dormía a su lado y Branson solo en la otra cama, dado que últimamente había vuelto a mojar la cama. Por suerte, lo que Gavin le había dicho de ese lugar era verdad. El Mission Inn era un motel bastante decente, tan bueno o mejor que cualquiera que pudiera encontrarse en Nephi. Estaba muy cómoda allí, pero se sentía ansiosa e inquieta. La decisión de mudarse había sido muy importante. Había alejado a sus hijos de lo único que habían conocido hasta entonces. De vuelta en California, solo le quedaba rezar para haber tomado la decisión correcta… para todos.

El hecho de que ni siquiera hubiera sabido que iba a tener que cruzar un puente para llegar a la casa resultaba muy significativo, sin duda habría más sorpresas. ¿Sería capaz de afrontarlas?

Esperaba que sí, pero la traición de Gordon la había conmocionado. Nunca antes se había sentido tan insegura sobre el futuro. Ese hombre, básicamente, había aniquilado toda su vida.

«Paso a paso». Tenía que vivir el momento.

Y ese momento la llevaría al siguiente, y pronto amanecería, y aún no estaba preparada para afrontar el día. Su nuevo vecino no había quedado en nada concreto al dejarlos en el motel, no había fijado una hora para recogerla. Simplemente le había dicho: «Hasta mañana». ¿Le había ofendido con el comentario sobre los muchachos del rancho? ¿Regresaría Gavin a recogerlos? ¿Iba a tener que encontrar a alguien que la ayudara a cruzar el arroyo para poder instalarse en su casa?

Si no dormía algo no iba a poder con ello. Pero la hora que marcaba el reloj digital que había entre las dos camas se burlaba de su intento de ignorar cómo pasaban los minutos. Optó por darle la vuelta al reloj y, sin querer, tiró el móvil al suelo.

Al asegurarse de que no se había interrumpido el proceso de carga, pues no podía pasar otro día más sin él, vio que su suegra le había enviado otro de esos odiosos mensajes que, seguramente, le habría llegado mientras la batería estaba muerta.

 

¿Cómo has podido despedir a los abogados de Gordon? ¿Sabes qué clase de defensa le proporcionará un abogado de oficio? ¡Ninguna defensa! ¿Acaso intentas enviarlo a la cárcel para el resto de su vida?

 

Dorothy, supuestamente, había dejado de beber. Pero aunque así fuera, la madre de Gordon se había enmendado tan tarde en la vida que no tenía ninguna credibilidad. A duras penas se ganaba la vida trabajando en una tienda de saldos, pero, como de costumbre, nunca tenía nada para darle a su hijo. Esperaba que ella empleara el dinero heredado de sus padres para proporcionarle a Gordon el mejor abogado posible.

Savanna frunció el ceño y releyó algunos de los mensajes que su suegra le había enviado a lo largo de las últimas semanas. No había contestado a ninguno, ni había contestado las llamadas de Dorothy. Sabía que la madre de Gordon intentaba hacerle sentirse culpable con el fin de manipularla. Pero seguía sorprendiéndole el hecho de que esa mujer aún pensara que era ella la que lo había decepcionado, cuando la realidad era que era Gordon el que la había decepcionado a ella… después de que su propia madre le hubiera fastidiado la infancia.

 

¿Has pedido el divorcio? Gordon ni siquiera lleva una semana en la cárcel. Debería darte una paliza. Si tan poca fe tienes en él, estará mejor sin ti.

 

Savanna no estaba segura de que Gordon estuviera mejor sin ella, pero lo contrario era definitivamente cierto.

 

¿Por qué no contestas a mis llamadas? ¿De qué va a servir que me evites? Tienes a mis nietos, ¡por el amor de Dios! Tengo derecho a verlos.

 

Y, sin embargo, nunca antes había mostrado el menor interés por Branson y Alia. De vez en cuando, cuando iba a su casa a cenar, les llevaba una bolsita de caramelos, pero hasta ahí llegaba su implicación en la vida de los niños. Savanna jamás olvidaría el disgusto de Branson aquella vez que su abuela le había prometido asistir a la función del colegio y luego no había aparecido. Dos días más tarde había llamado para ofrecer una excusa patética que ni siquiera tenía sentido.

 

¿Cómo puedes fingir ser una amante esposa después de haber abandonado a Gordon a la primera de cambio? Él siempre ha besado el suelo que pisas, ha sido un buen marido y un buen padre. ¿Y tú le haces esto?

 

¿También estaba siendo un buen marido y padre mientras acechaba a mujeres, las secuestraba y las violaba? ¿Cómo podía Dorothy afirmar algo tan ridículo?

Pero así era Dorothy. La realidad nunca le había preocupado demasiado.

 

Él jamás te habría abandonado cuando más lo necesitabas. El habría creído en ti, habría luchado por ti hasta el final, y tú deberías estar haciendo lo mismo por él.

 

¡La policía había encontrado rastros de sangre de Theresa Spinnaker en su furgoneta! ¿Acaso Dorothy deliraba?

 

¡Cobarde! No podrás evitarme eternamente.

 

Después de ese mensaje, Dorothy había llegado en coche desde Salt Lake, pero Savanna se había negado a dejarla entrar en su casa. Cuando su suegra había empezado a soltar juramentos y a dar patadas en la puerta, ella había llamado a la policía, que había acompañado a Dorothy fuera de la propiedad. Esa noche Savanna había recibido el peor mensaje de todos.

 

Gordon te matará en cuanto salga de la cárcel.

 

Savanna siempre se estremecía cuando leía esas palabras. Lo único que las hacía soportables era el hecho de que no pensaba que Dorothy lo hubiera dicho literalmente.

Obligándose a soltar el móvil, Savanna apartó a Alia, pues apenas podía moverse y ya se sentía claustrofóbica debido a las circunstancias, e intentó, de nuevo, dormirse.

 

 

La tarifa del motel incluía el desayuno, de modo que Savanna pudo dar de comer a sus hijos a la mañana siguiente, aunque seguía sin estar segura de que Gavin fuera a aparecer. A las diez aún no había sabido nada de él. Y la noche anterior ni siquiera le había pedido su número de móvil.

¿Estaba sola?

Supuso que sí. Estaba pensando en cómo contratar ayuda para volver a su nueva casa, pensando en si un anuncio en la aplicación Craiglist funcionaría en esa ciudad, cuando sonó el teléfono de la habitación.

Pensó que sería el gerente del motel. Había solicitado abandonar la habitación tarde, por si acaso necesitaba el tiempo extra. Pero resultó ser Gavin.

–¿Habéis desayunado? –preguntó.

–Sí –respondió ella.

–Entonces, ¿estáis preparados para irnos?

–Sí, lo estamos –Savanna suspiró aliviada.

–Estupendo. He comprado la madera para el puente y, de paso, he echado un vistazo a un par de tutoriales. No deberíamos tener problemas.

De modo que por eso no había llegado antes. Había ido de compras. Y se notaba que estaba bromeando con lo de los tutoriales. Pero estaba tan contenta de oír su voz que no se le ocurrió nada ingenioso que contestar, únicamente mostrar su gratitud.

–¡Vaya! Eso es muy amable por tu parte. Temía que… temía que quizás cambiaras de idea sobre lo de ser tan buen vecino.

–No te dejaría tirada. Habría llamado antes, pero dado que tenía que ir a comprar la madera a Santa Bárbara, pensé que mejor os dejaba dormir.

–Los niños de esta edad no duermen hasta tan tarde –tampoco solían mojar la cama, pero el pobre Branson había sufrido otro accidente durante la noche. Por suerte había puesto un mantel de plástico debajo de las sábanas para no tener que preocuparse por si estropeaba el colchón. Savanna se sentía mal por él. Sabía que el niño se avergonzaba, y odiaba el hecho de que su hijo tuviera tanto sufrimiento porque su vida estuviera patas arriba.

–Aun así, gracias. Te agradezco el detalle.

–No hay de qué. Espero aquí fuera.

Ella colgó el teléfono, llamó a recepción para comunicar que dejaba libre la habitación y reunió las pocas cosas que habían llevado con ellos, metiéndolas en la mochila del colegio que le había tomado prestada a Branson.

–Gavin ha llegado, vámonos –anunció a los niños mientras les empujaba fuera de la habitación del motel y se encontraba con su nuevo vecino, esperando en el aparcamiento con el motor en marcha.

–¡No sabía que tu camioneta fuera azul! –exclamó Branson mientras se sentaba en el asiento de atrás–. Anoche me pareció negra.

–Pues claro que es azul –contestó Gavin–. ¿Acaso existe un color mejor?

Branson sonrió resplandeciente mientras se hacía a un lado para dejarle sitio a su hermana.

–No –contestó.

–¿Tienes más refrescos? –preguntó Alia.

–En casa hay más –él sonrió al reflejo de la niña en el espejo retrovisor.

Mientras colocaba la mochila entre sus hijos, Savanna contempló la madera que llenaba la caja de la camioneta de Gavin.

–Ahí hay mucha madera –observó mientras se sentaba en el asiento delantero.

–Una buena parte del viejo puente está esparcida por la propiedad, pero está tan podrido que no creo que podamos aprovechar nada, de modo que creo que vamos a tener que empezar de cero.

–Claro –murmuró ella mientras suspiraba.