Dos papas - Julián Herranz - E-Book

Dos papas E-Book

Julián Herranz

0,0

Beschreibung

"Un hombre de corazón eclesial". Así describe el papa Francisco al cardenal Herranz en el prólogo de este libro. Una de las claves de lectura es el amor a la Iglesia y al papa, sea quien sea, que atraviesa todas sus páginas. Otra sería el Concilio Vaticano II y su aplicación en la vida cotidiana del Pueblo de Dios, que llama a todos a conocer y amar a Cristo y a difundir su mensaje de salvación. Por eso, más allá de una continuación de los recuerdos sobre san Juan Pablo II y san Josemaría Escrivá recogidos en su anterior libro En las afueras de Jericó, se despliega, partiendo de sus vivencias con Benedicto XVI y el papa Francisco, una panorámica de la Iglesia. Desde hace seis décadas, ha sido testigo privilegiado de las profundas transformaciones del mundo y de la Iglesia. Su mirada, de largo alcance hacia el pasado, no permanece ahí, sino que alcanza y apuesta también por el futuro. El futuro de una Iglesia que sigue siendo la misma que nació en el cenáculo de Jerusalén y soñaba con llegar "a todas las naciones" (Mt 28-19) anunciando el Evangelio de la alegría.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 574

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



JULIÁN HERRANZ

DOS PAPAS

Mis recuerdos con Benedicto XVI y Francisco

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2023 Julián Herranz

© 2023 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6469-9

ISBN (edición digital): 978-84-321-6470-5

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6471-2

ÍNDICE

Prólogo

Introducción

I. Decíamos ayer...

La cuarentena del COVID-19

El “granito de trigo”

Dos confidencias en público

Los “indignados” y la “cascada de luz”

Una adoración histórica

II. Un Padre de la Iglesia para el siglo

xxi

Servir a la Verdad

Una “batalla naval”

La dictadura del relativismo

Quaerere Deum

, buscar a Dios

A Dios y al César

Profeta en su tierra

III. Una mirada al mundo

¿Mejoras en la Curia?

Luces y sombras

Una piedra en el lago

Dialogando con el islam

Las razones de nuestra esperanza

IV. La caña de azúcar

Junto a la tumba de San Pedro

La vida y la norma

Promoción del laicado

Fieles y laicos

V. Pastor universal y presencial

El cuerpo y el alma

Naranjas y horchata

Dos viajes en claroscuro

El Apóstol y el arquitecto

VI. Incansable paciencia

Un Concilio “equivocado”

El “Protocolo de acuerdo”

Interviene el diablo

Visita inesperada

El escándalo Williamson

Más pasos de misericordia

¿Y el papa Francisco?

VII. Se buscan más soluciones

Los delitos sexuales de los clérigos

Los Ordinariatos personales anglicanos

El fenómeno Medjugorje

El desarrollo humano integral

VIII. El pan de los hijos

“Infarto” en el Cuerpo de Cristo

La Eucaristía: don y derecho

Urge afrontar el grave problema

La reunión de los Jefes

Sugerencias de aplicación inmediata

¿Ha cesado esa hambre?

IX. El más grande amor

Emotiva audiencia en Castel Gandolfo

Ser amado apasionadamente

X. Vatileaks

Tres jóvenes octogenarios

El trabajo

En Castel Gandolfo

Subir al monte

La última reunión

XI. Un gesto histórico

Una carta escrita con bolígrafo

Pascua de 2010

Gesto sin precedentes

Un vuelo en helicóptero

XII. Un difícil precónclave

Las piedras del teatro

Hay que innovar

La “mina a la deriva”

Habemus Papam!

Post scriptum

, Navidad 2022-2023

XIII. “Enamorado”

Es otra lógica

La alegría del Evangelio

La alegría del amor

Alegraos y regocijaos

XIV. Ecologia y evangelización

Laudato si’

Integrar, no oponer

“Querida Amazonia”

Hambre de Eucaristía

El celibato cristiano o apostólico

XV. “Fraternalmente Francisco”

Todos somos hermanos

Ampliar los horizontes de la moral

Hacerse próximo

Una tragedia familiar

Dos cartas de felicitación: 60 y 25

Un consejo de médico y amigo

Pedir un favor

Feliz y “dulce” cumpleaños

XVI. El “día de los cuatro papas”

Dulces recuerdos

San Juan XXIII y san Juan Pablo II

San Pablo VI

Beato Juan Pablo I

Los santos de Francisco

XVII. Tiempo de contradicción

La hostilidad contra Francisco

La “

correctio filialis

Arrecia la ofensiva

La política, un veneno

Un exnuncio pide la dimisión del papa

¿Manipular el cónclave?

XVIII. Una “cumbre” frente al abuso de menores

Una larga batalla

Benedicto XVI y Francisco reciben a las víctimas

Un encuentro mundial sin precedentes

Vos estis lux mundi

”, todo sobre la mesa

Acompañar a la Iglesia herida

Hospital de campaña

Elogio a la paciencia

XIX. La “guerra sacrílega”

24 de febrero de 2022

Solidaridad en la tragedia

Un nuncio y muchos niños

El conflicto ecuménico

Dos mujeres y una cruz

Hasta el Golfo pérsico

XX. Reforma: sencillamente, evangelizar

El vestido y el cuerpo

Los primeros pasos

El Consistorio de 2015

Primero la vida, el cuerpo

“Que el Señor me dé luz”

De nuevo “Don Dinero”

“La comunidad misionera de los Apóstoles con el Señor”

Un vestido con alguna imperfección

XXI. Concilio Vaticano II y Revolución Francesa

¿Dónde están los fieles laicos?

Tres palabras decisivas

Pueblo de Dios: ni “clerical” ni “democrático”

Y eso: ¿qué significa?

A propósito de los laicos

El genio femenino

Pueblo de Dios en camino

“Manual”: Hechos de los Apóstoles

Epílogo

Agradecimientos

Anexos

Cronología del Pontificado de Benedicto XVI

Cronología del Pontificado del Papa Francisco

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Agradecimientos

Notas

PRÓLOGO

Como este libro contiene parte de mi correspondencia privada con el papa Francisco, me sentí en el deber de enviarle el manuscrito a primeros de febrero de 2023, acompañado de una carta en la que le decía:

Si le pido el favor de hojear estas páginas, no es para que las revise y “censure” (estoy seguro de que lo haría con algunas expresiones y frases del Capítulo XIII…), sino porque me he permitido incluir en otros capítulos (XIV-XV y XVII-XVIII) algunos textos de nuestra correspondencia privada en estos diez años. No revelan ningún “secreto pontificio”, y he pensado que su conocimiento podría hacer bien a los lectores, incluso a quienes intentan contraponer arbitrariamente los dos pontificados. Pero deseo solicitar su permiso antes de incluir esa correspondencia privada en el libro.

Con emocionada sorpresa y agradecimiento, recibí la mañana del lunes 13, traído a casa por un gendarme del Vaticano con la orden de entregármelo personalmente, un sobre también autógrafo con la siguiente carta:

Vaticano, Santa Marta, 11 de febrero de 2023

Emm. Sr. Card.

Julián Herranz Casado

spm

Querido hermano,

me conmueve su gesto, me deja mudo. No lo esperaba. Me admira su memoria y su anciana juventud. Y recuerdo una anécdota: después del Cónclave en el que fue elegido Benedicto XVI, Usted nos invitó a almorzar al Card. Hummes y a mí. Fue un almuerzo en el que pudimos calibrar su amor a la Iglesia escuchando sus reflexiones. Salimos edificados y los comentarios entre nosotros fueron sobre cómo quedamos edificados por su personalidad de hombre de Iglesia, hombre de corazón eclesial. En cambio, los comentarios de alguno que supo del almuerzo eran más o menos así: «Herranz es muy inteligente: está pensando en el próximo Conclave». Le confieso que el 13 de marzo de 2013 me acordé del almuerzo y del comentario. (Se lo cuento para que se ría).

Pero que Usted se haya tomado tiempo, trabajo y esfuerzo para escribir este libro me deja sin palabras; una cosa que (perdone la expresión) lo manifiesta como “enfant terrible”. Y ser “enfant terrible” a los 92 es una gracia, una manifestación sobreabundante de sentido del humor. Y, a mi juicio, el sentido del humor es lo que mejor manifiesta la madurez y grandeza de un anciano. Me viene a la memoria aquello de la “Santa Madre”: «Guay de la monja que repite hiciéronme sinrazón». El quejumbroso, el amargado, no sabe de la verdadera alegría del Evangelio. Siempre se está quejando, lamentando… ¡qué pena! Les faltaría una pizca de sentido del humor. Le confieso una cosa: para no caer en esto hace más de 40 años que rezo la oración de Santo Tomás Moro para pedir el sentido del humor y además quise ponerla en nota (101) en “Exultate e giubilate”. Es una gracia que pido… y que a veces no la acepto (p. ej. cuando me agarro alguna rabieta)1.

Querido hermano, rezo por Usted; por favor no deje de hacerlo por mí. Cuide su salud; le necesitamos bien para que siga haciendo sus “travesuras eclesiales”.

Ruego por Usted y quedo a su disposición.

Que Jesús le bendiga y la Virgen Santa le cuide.

Fraternamente,

Francisco

INTRODUCCIÓN

Por una de esas caricias de la Providencia —que agradezco de corazón cada día—, he tenido la suerte inimaginable de servir en el Vaticano a seis papas, desde aquel lejano año de 1960 hasta el día de hoy. Nada menos que seis décadas… y particularmente novedosas con los dos últimos.

Si tú has tenido la suerte de encontrarte con estas líneas y la paciencia de llegar al final podrás descubrir el modo en que Benedicto XVI y Francisco reflejan, cada uno a su manera y en aplicación del Concilio ecuménico Vaticano II, el rostro amable y la enseñanza alegre de Jesús de Nazaret, al margen de las supuestas diferencias doctrinales, que algunos exageran desde contrapuestas y extremistas ideologías, o simplemente por intereses temporales de carácter sociopolítico.

Soy consciente de que, a los 93 años, escribo ya «desde la última vuelta del camino», como titulaba sus recuerdos hacia el final de su vida Pío Baroja, un médico vasco del siglo xix que se pasó a la literatura en Madrid cuando aún era muy joven.

En mi vida hay un salto parecido: de la medicina y la psiquiatría en Madrid al derecho canónico y al sacerdocio, en estas benditas calles adoquinadas de Roma por las que han caminado tantos santos. Pasé de médico a sacerdote y jurista, pero sin dejar de ser montañero y, a veces, poeta aficionado.

Mi primer “golpe de fortuna” —y creo que el mayor, pues generó mi entrega a Cristo y abrió el paso a todos los demás— fue haber conocido personalmente a san Josemaría Escrivá en Madrid, el año 1950.

Desde aquella fecha tan lejana se han ido sumando las alegrías de conocer a fondo y trabajar muy a gusto para seis grandes papas. Los cuatro primeros están ya en los altares: san Juan XXIII, san Pablo VI, el beato Juan Pablo I y san Juan Pablo II. ¡Cuánto deseo reunirme de nuevo con todos ellos en el Cielo!

Siguiendo el relato de mis recuerdos de los años 1960 a 2005, recogidos en el volumen En las afueras de Jericó2, mi último gesto de agradecimiento es añadir ahora mis testimonios de primera mano sobre Benedicto XVI y el papa Francisco, que ya antes de ser papas me honraron con su amistad.

Conocí personalmente al arzobispo de Múnich, Joseph Ratzinger, en junio de 1977, apenas nombrado cardenal. A su vez, la amistad con el cardenal Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, comenzó en el cónclave de 2005, que eligió al cardenal Ratzinger como Benedicto XVI. Pero una vez elegido papa pasé del anterior tuteo al Usted castellano.

Aunque en 2010 cumplí los 80 años y, por lo tanto, dejé de formar parte de los organismos de gobierno de la Curia vaticana, tanto Benedicto XVI como Francisco han seguido dándome encargos. Algunos —sin exagerar— verdaderamente complicados, como el de investigar la penosa filtración de cientos de documentos confidenciales del papa Benedicto en 2012, pero también otros mucho más gratos.

Los dos papas me han edificado con sus virtudes y honrado con su amistad personal y confianza, más de lo que merezco y con gestos conmovedores.

Uno de los más recientes, cuando ya estaba escribiendo estas líneas, es del papa Francisco. El 9 de enero de 2022, en un breve mensaje personal, me daba las gracias «por su juvenil testimonio de dedicación y disponibilidad, que hace bien a la Iglesia y también a mí. Gracias».

En realidad, es el espíritu juvenil del primer papa americano, incluso a sus 86 años, el que nos hace tanto bien espiritual a todos. Y soy yo quien le está agradecido.

I.Decíamos ayer…

La cuarentena del COVID-19

El 8 de marzo de 2020, desde mi apartamento de Borgo Santo Spirito y a pocos metros de la plaza de San Pedro, escribí la siguiente carta al papa Francisco, que por un ligero catarro no había podido participar en los ejercicios espirituales de la Curia Romana. Fue entregada en mano por mi secretario en la Casa de Santa Marta, donde reside el papa en la Ciudad del Vaticano:

Querido Santo Padre:

Como tampoco yo estaba en condiciones de trasladarme a Ariccia para los ejercicios espirituales, nuevamente los he tenido que hacer en casa, con particular cercanía a Vd. también física. Ahora, en la proximidad del día 13, deseo unir mi fraterna felicitación a las muchas que estará recibiendo y recibirá del Colegio Cardenalicio y de todo el mundo con motivo del séptimo aniversario de su elección como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Deo gratias!

Ya ¡séptimo aniversario!… de un pontificado que, por la edad del arzobispo de Buenos Aires (76 años), muchos consideraban un pontificado “de compromiso”, “necesariamente breve”, “de transición” … Los mismos comentarios que se decían en el lejano 1958 cuando fue elegido Juan XXIII, el audaz promotor de dos grandes iniciativas: la celebración del Concilio Vaticano II y la reforma del Código de Derecho Canónico, proclamado santo precisamente por el papa Francisco, el 27 de abril de 2014. ¡Qué fácilmente nos equivocamos cuando juzgamos las cosas de la Iglesia con criterios puramente humanos, sin tener en cuenta que este nuevo Pueblo de Dios es el Cuerpo místico de Cristo, verdadero y único Señor de la Historia! Probablemente por estos motivos la carta al papa Francisco continuaba así:

No pretendo saber, ni siquiera intuir completamente, cuál será el contenido de su diálogo con el Señor en ese día. Por mi parte, estoy ya agradeciendo a Jesús dos cosas: en general, la ayuda que con abundante gracia divina está prestando en su servicio pastoral y profético al santo Pueblo de Dios y a la entera Humanidad; y en concreto, el hecho de que en estos siete años de pontificado Vd. haya conseguido poner ya en marcha un vigoroso proceso imparable (ormai inarrestabile, se diría en italiano) de reforma eclesiástica y nueva Evangelización.

Habiendo superado en 2013 el límite canónico de los 80 años, tengo que decir que no participé en la fase electiva del papa Francisco (el cónclave propiamente dicho), aunque sí en la precedente semana de reuniones del entero Colegio Cardenalicio, dedicada en gran parte al examen y estudio de las necesidades pastorales de la Iglesia y de las eventuales futuras soluciones. En cuanto a mis anteriores contactos con el cardenal Jorge Mario Bergoglio, habían sido escasos, pero sencillos y cordiales. Le había escrito a Buenos Aires el 22 de enero de 2001:

Con gran alegría por su elección a la dignidad cardenalicia, le expreso mi más cordial y sincera enhorabuena, a la que uno mi oración para que el Señor le asista, con abundantes gracias, en el altísimo servicio de inmediato consejero y colaborador del Romano Pontífice en el gobierno de la Iglesia universal. Estoy bien convencido de que esta particular muestra de estima y confianza por parte del vicario de Cristo ha sido ampliamente merecida3.

Doce años más tarde, sería el mismo Cristo el que le daría una aún mayor «muestra de estima y confianza…».

Después de esta carta no tuve particulares contactos con él, ni asistí a su elección en la Capilla Sixtina. Sin embargo, me han sorprendido agradablemente en estos siete años de pontificado las numerosas pruebas de confianza y afecto que ha tenido conmigo. Sobre todo, el haber solicitado mi parecer, incluso invitándome a participar (a pesar de mi avanzada edad) en tareas y cuestiones especialmente delicadas. Le manifiesto siempre con sencillez mi opinión y sugerencias en materias de gobierno como, por ejemplo, el “proceso” de reforma y evangelización:

Un viejo cardenal (cumpliré 90 este mes) puede equivocarse si se atreve a resumir en pocas palabras ese proceso, pero es así como lo veo. Reforma eclesiástica: hacer más católico y universal (desde el doble punto de vista, geográfico y cultural) el Colegio Cardenalicio, y enriquecer en la práctica la utilidad de sus consistorios; perfeccionar el Sínodo de Obispos en cuanto eficaz instrumento de gobierno al servicio de la Colegialidad episcopal, y en sinergia con una Curia Romana «en salida evangelizadora»; iniciar la reforma doctrinal y disciplinar de los sagrados ministros, e impulsar opere et veritate su misión de servicio y misericordia, no de dominio, como maestros de la Palabra y dispensadores de la gracia sacramental. Nueva Evangelización: presentar al mundo el Evangelio y la Iglesia (Cuerpo místico de Cristo, no una ONG) como gozosa manifestación del amor paterno de Dios por la Humanidad, de modo particular por los pobres y más débiles y necesitados; y aplicar la enseñanza del Vaticano II sobre la corresponsabilidad y participación de todos los fieles del Pueblo de Dios (clérigos, laicos y religiosos secundum propriam cuiusque condicionem) en la realización con estilo y praxis sinodal (no democrática) de la misión evangelizadora que Cristo ha confiado a la Iglesia4.

Mientras mi secretario llevaba esta carta a Santa Marta, desde mi despacho contemplaba una Plaza de San Pedro sorprendentemente vacía a causa del confinamiento impuesto por la pandemia del COVID-19, y fuertemente protegida —contra eventuales actos terroristas— por agentes de la policía italiana y de la gendarmería vaticana, e incluso por furgonetas del ejército situadas estratégicamente en la Via della Conciliazione y en las demás calles de acceso al Vaticano. Un espeso silencio lo envolvía todo, roto solo por los graznidos de las gaviotas, dueñas de la plaza, y por el gorjeo, mucho más agradable, de los pájaros en el tejado de casa y en la ladera de la colina del Gianícolo.

El completo aislamiento en casa durante la pandemia se alargó durante varios meses (de marzo a julio de 2020), e implicó la supresión de todas las ceremonias públicas, religiosas y civiles, también en la Ciudad del Vaticano. Ha sido esta circunstancia la que me ha llevado a acoger con reservas —por sugerencia de mi estimado amigo, el Prof. Marc Carroggio— una repetida petición, que antes me había sido imposible atender: extender a los dos últimos pontificados los recuerdos personales de los años 1960-2005 recogidos en mi libro En las afueras de Jericó. Digo “con reservas” por dos razones. Una, obvia, la de quien empieza un trabajo a los 90 años de edad… y teme no poder concluirlo; otra, de lógica médica, la del que experimenta una creciente debilidad humana cada día que pasa. Con esta premisa, hagamos el flash-back que se nos pide, parafraseando el “decíamos ayer” de Fray Luis de León al retomar su cátedra tras años de ausencia. En el caso de este libro, lo que decíamos5 eran algunas de las más significativas expresiones de Benedicto XVI en la homilía pronunciada en la Misa solemne de inauguración de su pontificado, el 24 de abril de 2005. Así terminaba En las afueras de Jericó, y desde ahí comenzamos este nuevo camino: con el papa Razinger y después —si Dios quiere…— con el papa Bergoglio.

El “granito de trigo”

La Providencia dispuso que el primer empeño pastoral de relieve de Benedicto XVI fuese precisamente la 20.ª Jornada Mundial de la Juventud, que se celebraría en su Alemania natal cuatro meses después de la inauguración de su ministerio: en Colonia, del 16 al 21 de agosto de 2005. El hecho revestía una particular importancia porque, además de ser el primer viaje oficial de Benedicto XVI fuera de Italia y a una Alemania no exenta de problemas religiosos, se trataba del encuentro festivo de un papa “profesor”, de aspecto sencillo, casi tímido y de edad avanzada, con centenares de miles de jóvenes ruidosos venidos de todo el mundo. Confieso que, entre los miembros del Comité de Presidencia del Pontificio Consejo para los Laicos, del que también yo era miembro, serpenteaba en mayo de 2005 un cierto temor sobre el futuro de las Jornadas Mundiales de la Juventud, promovidas y sostenidas durante 25 años bajo el vigoroso impulso de san Juan Pablo II, un atleta en todos los sentidos de la palabra.

Cinco meses antes de la elección de Benedicto XVI, el 22 de noviembre de 2004, en la reunión que tuvimos en la sede del Pontificio Consejo en el Palazzo San Calisto y bajo la dirección del entonces presidente arzobispo Stanislaw Rylko6, se había esbozado ya el programa de actos en torno a la JMJ de Colonia. Al valorar diversos factores decisivos del encuentro (ciudad de acogida, transportes, contexto social, número posible de participantes, etc.), se optó por un programa semejante al de la JMJ de París de 1997. Aquella Jornada, efectivamente, había pasado a la historia con alto prestigio organizativo, por diversos motivos: la calurosa acogida que unos 500 000 jóvenes dieron al papa en el grandioso marco del Champ de Mars, con la Torre Eiffel al fondo; la gigantesca cadena humana que rodeó la capital de Francia en un abrazo de 36 kilómetros y, sobre todo, por la inolvidable vigilia del sábado 23 de julio en el hipódromo de Longchamp. Desde el comienzo de la tarde se fueron alternando en un enorme palco blanco las voces de Andrea Bocelli y Cecilia Bartoli, los ritmos de diversos grupos musicales coreados por la multitud y las notas de la orquesta sinfónica dirigida por Myung Whun Chung. Era ya de noche, rota por una instalación luminosa multicolor, cuando llegó el papa Wojtyla acogido con un entusiasmo explosivo.

La vigilia con el santo padre supuso precisamente el desafío de la primera JMJ de Benedicto XVI, cuando el Consejo Pontificio para los Laicos propuso al nuevo romano pontífice un programa para la JMJ en Colonia inspirado en el exitoso resultado de París. Para la vigilia nocturna con el papa en la explanada de Marienfeld a 17 km de Colonia, en la tarde del sábado 20, se había previsto un happening artístico de luces, cantantes y grupos musicales famosos, algo semejante al de Longchamp en la JMJ de París. Pero el papa Ratzinger tenía pensado un desarrollo diferente de la vigilia, más adecuado al lema general de esta nueva JMJ: «Hemos venido a adorarlo» (Mt 2,1-12).

El papa teólogo, de pensamiento fuerte y brillante, no descartaba una espera festiva, de corte juvenil y alegre para el e vento multitudinario (lo que al final vino muy bien, para compensar algunas deficiencias en la organización local), pero deseaba al mismo tiempo que la propia vigilia consistiese sobre todo en un camino del alma, una peregrinación interior, un encuentro personal con Cristo. Deseaba por eso que el acto central fuera la procesión y adoración de la Sagrada Eucaristía. Y así se hizo, ante una multitud de jóvenes cansados por el largo y lluvioso camino desde Colonia, pero con el corazón alegre y los ojos fijos en el altar del Sacramento. El rostro emocionado del vicario de Cristo era visible en las numerosas pantallas de la explanada:

Los Magos de Oriente —dijo el Papa a los jóvenes— «entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,12). Queridos amigos, esta no es una historia lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí, en la Hostia consagrada, Él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cfr. Jn 12,24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación interior que se llama adoración.

Confieso que, cada vez que releo esta imagen del Niño Jesús como “grano de trigo”, me vienen a la memoria las vigilias de Navidad, las Nochebuenas pasadas con san Josemaría Escrivá en Roma cuando, sosteniendo en sus brazos la imagen del Niño, hablaba del Reino de Dios, del desafío evangélico de renovar el mundo con fe en «el granito de mostaza, el poquito de levadura, el granito de trigo… el Niñito Jesús». Era la misma línea de pensamiento salvífico que hizo a Benedicto XVI decir a casi un millón de jóvenes aquella noche en Marienfeld:

En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus condiciones (…). Se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. [Pero] la absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo, que no libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan al mundo, sino solo dirigir la mirada al Dios vivo, que es nuestro Creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?

Son palabras llamadas a suscitar en la inteligencia y en el corazón de los jóvenes que lo escuchaban, la certeza de que aquel divino “grano de trigo”, la Hostia santa que adoraban, llevaba dos mil años difundiendo en el mundo, como imparable onda expansiva, la infinita energía salvífica del Amor de Dios. Que seguirá actuando así hasta el final de la historia, por mucho que los hombres “absoluticen lo relativo” o intenten imponer “la dictadura del relativismo”.

De regreso a Roma, en una reunión de miembros del Consejo Pontificio para los Laicos o de Superiores de la Curia Romana —no recuerdo bien—, Benedicto XVI comentó que esperaba que la JMJ de Colonia hubiese favorecido el impulso apostólico de la Iglesia en Alemania. Y añadió, con esa sonrisa humilde que frecuentemente acompañaba la bondad de su rostro: «¡Esperemos además que (contrariamente a algunos equivocados prejuicios…) los alemanes aprendan de los italianos a saber organizar bien los eventos de masas!». Lo que evidentemente aprendimos es a comprender y valorar mejor la naturaleza propia de las Jornadas Mundiales de la Juventud, tal como un Papa genial las intuyó y sus sucesores las continúan.

Un conocido biógrafo y estimado vaticanista, Andrea Tornielli, comentó en La Stampa de Turín:

Juan Pablo II no consideró nunca las Jornadas Mundiales de la Juventud como pruebas de fuerza o exhibición de músculo, pero es indudable que ciertas caricaturas mediáticas del papa star y de sus papaboys han contribuido a formar la idea equivocada de que se tratase de eventos multitudinarios, destinados a provocar solamente entusiasmos pasajeros. Benedicto XVI ha sido elegido papa en una época diversa, la de la secularización. Y es por eso que ha querido acentuar con mayor énfasis la preparación espiritual personal, la oración y el momento central de la adoración eucarística7.

Es verdad que, en los sectores sociales más secularizados, una oleada de falsa libertad afecta particularmente a los jóvenes, pero es también evidente que son precisamente ellos quienes se dedican con generosidad y en creciente número a multitud de obras y actividades de solidaridad humana y misericordia, con personas y grupos sociales vulnerables y necesitados, y mediante grupos y asociaciones, ONG, etc. Es también entre ellos donde más fácilmente se despierta y cultiva una sed de verdad y de espiritualidad que les hace rebelarse contra todo condicionamiento nihilista o puramente instintivo de la existencia humana. Benedicto XVI sabe bien —como sabía Juan Pablo II— que a estos jóvenes les gusta comprender y saborear muchas cosas nobles que no admiten reducciones relativistas.

Dos confidencias en público

El 9 de junio de 2011 recibí de la Secretaría de Estado una carta con la siguiente comunicación, seguida de otras indicaciones más detalladas:

Sr. Cardenal,

Tengo el honor de comunicarle que el Santo Padre ha ordenado la inclusión de Su Eminencia en la lista del Seguimiento Oficial del Viaje Apostólico de Su Santidad Benedicto XVI a Madrid, con motivo de la XXIV Jornada Mundial de la Juventud, prevista del 18 al 21 de agosto de 2011, y que a su debido tiempo se le darán instrucciones prácticas para participar en el viaje8.

Habían pasado seis años desde la primera JMJ presidida por Benedicto XVI en Colonia y, desde entonces, había ejercido su magisterio de pastor de la Iglesia universal en innumerables foros, espacios religiosos y areópagos culturales y políticos de todo el mundo, incluidos la Asamblea general de la ONU, el Westminster Hall de Londres, el Collège des Bernardins de París, el Reichstag de Berlín e incluso el Conference Room de la Diyanet de Ankara. Ahora, Benedicto XVI se preparaba para una nueva JMJ. Con antelación envió a los jóvenes de todo el mundo un Mensaje personal, en torno al lema oficial del encuentro “Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe” (Col 2,7), pero escrito con un tono intimista y confidencial, evocando recuerdos y sentimientos de su juventud y de su vocación sacerdotal:

Al pensar en los años de entonces, [los jóvenes] no queríamos perdernos en la mediocridad de la vida aburguesada. Queríamos lo que era grande, nuevo (…) El anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven (…) Existe un momento en la juventud en que cada uno se pregunta: ¿qué sentido tiene mi vida, qué finalidad, qué rumbo debo darle? Es una fase fundamental que puede turbar el ánimo, a veces durante mucho tiempo.

Y continuaba, refiriéndose a su propia historia:

En cierto modo, muy pronto tomé conciencia de que el Señor me quería sacerdote. Pero más adelante, después de la guerra, cuando en el seminario y en la universidad me dirigía hacia esa meta, tuve que reconsiderar esa certeza. Tuve que preguntarme: ¿Es este de verdad mi camino? ¿Es de verdad la voluntad del Señor para mí? ¿Seré capaz de permanecerle fiel y estar totalmente a disposición de Él, a su servicio? (…) Pero después tuve la certeza: ¡Así está bien! Sí, el Señor me quiere, por ello me dará también la fuerza9.

Un tanto conmovido por esta apertura del corazón joven del viejo papa, y estimulado por algunos de los organizadores locales del encuentro (entre ellos el cardenal Antonio María Rouco Varela10, arzobispo de Madrid, y el director ejecutivo de la JMJ, Prof. Yago de la Cierva11), me atreví a escribir a Benedicto XVI la siguiente “Carta abierta”, publicada el 28 de julio de 2011 en el semanario español Alfa & Omega:

Santidad: permítame enlazar idealmente un recuerdo personal de juventud a una hermosa frase de su Mensaje a la próxima JMJ, que en su bondad ha deseado celebrar en España. Quisiera corresponder así al particular empeño de Vuestra Santidad en recordar a los jóvenes —especialmente si se llaman cristianos— que la principal riqueza y belleza de la juventud consiste en ser vivida como tiempo de reflexión vocacional, de esperanza en un futuro de verdadera felicidad.

Como todos o casi todos los jóvenes de ahora y de siempre, yo también me preguntaba hace muchos años en estas tierras de vieja cristiandad: ¿Qué debo hacer para que mi vida tenga verdadero sentido? ¿Cómo puedo emplearla al servicio de algo verdaderamente grande? Y añadía también de cara a la eternidad: ¿Cuál es la voluntad divina en mi vida? ¿Qué espera Dios de mí? Sentía en mi alma un ansia de cosas grandes, de dedicar mi existencia a ideales altos aunque fueran arduos. Era una serena inquietud, que reflejaban bien estas palabras de un conocido poeta español, José María Valverde:

Tú, amigo, tú que tienes veinte años, dime:¿qué vas a hacer con ellos?

La respuesta la encontré en otra pregunta formulada con no menor ímpetu juvenil por un sacerdote, Josemaría Escrivá, a cuya canonización Vuestra Santidad y yo hemos asistido hace nueve años en la Plaza de San Pedro: «¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ¡locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón… y muchas veces lo envilecen…, dejad eso y venid con nosotros tras el Amor?» (Camino, 790).

Frente a esos falsos dioses que «achican el corazón… y muchas veces lo envilecen», se alzaban con fuerza las palabras de una decidida invitación siempre actual: «Venid con nosotros tras el Amor», el Amor con mayúscula, Cristo, arrebatadora Imagen del Dios invisible, Maestro y Amigo, paz y alegría del mundo, Camino de esperanza y de felicidad, Palabra que no pasa, Verdad que ilumina y consuela, Vida que sana y resucita. Aquella invitación del joven sacerdote Josemaría sonó en mi alma como el «Sígueme» de Jesús a sus primeros discípulos junto al mar de Galilea.

Santo Padre: podrá comprender fácilmente con qué gozo he leído sesenta años después, en esta primavera romana de 2011, las siguientes hermosas palabras de su Mensaje para la próxima “Jornada Mundial de la Juventud”: «Sentir el anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven. ¿Se trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: Nuestro corazón está inquieto, hasta que no descansa en Ti (…). El encuentro con el Hijo de Dios proporciona un dinamismo nuevo a toda la existencia. Cuando comenzamos a tener una relación personal con Él, Cristo nos revela nuestra identidad y, con su amistad, la vida crece y se realiza en plenitud».

Los “indignados” y la “cascada de luz”

Llegó el jueves 18 de agosto de 2011. A las 9:30 h despegó desde el aeropuerto de Ciampino el Airbus 320 de Alitalia que llevaba a España a Benedicto XVI, para presidir su tercera JMJ: un acontecimiento de naturaleza netamente religiosa y alcance internacional, pero que iba a celebrarse en una nación que atravesaba delicadas circunstancias de orden social.

Mientras veía deslizarse las tranquilas aguas del Mediterráneo, volando hacia la península de mi juventud, en cuyo centro geográfico se encuentra el Cerro de los Ángeles12, vinieron una vez más a mi memoria dos “fotografías” paradigmáticas de las causas remotas y conflictos sociales que llevaron a la tremenda guerra civil española (1936-1939). Una, la más antigua, del 30 de mayo de 1919, representaba al rey Alfonso XIII rodeado de las máximas autoridades civiles y religiosas, mientras leía ante el monumento levantado en el Cerro de los Ángeles la solemne consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús. La otra, de agosto de 1936, mostraba en cambio un pelotón de milicianos comunistas en el acto —sin duda para ellos también “solemne”— de disparar sus fusiles, sí, de “fusilar”, la imagen del Sagrado Corazón que coronaba el monumento.

Hace más de medio siglo que dejé España, pero esas dos fotografías tan significativas de lo que, en un contexto ideológico, se han denominado las “dos Españas” (las “izquierdas” y “las derechas”, que se desangraron en una guerra fratricida) me vienen a la mente en momentos difíciles. Es decir, cada vez que algún fundamentalismo ideológico o una grave situación de injusticia social amenaza con el fanatismo y la violencia —en España o en cualquier otro lugar— la convivencia pacífica y el esfuerzo solidario de los ciudadanos, cristianos o no, al servicio y promoción de la justicia social y el bien común.

Me distraje de estas consideraciones, cuando uno de los otros dos cardenales españoles del séquito papal, Martínez Somalo13 y Cañizares14, me comentó las últimas noticias de la prensa española sobre el movimiento de los jóvenes “indignados”, que desde hacía semanas ocupaban una plaza central de Madrid, la Puerta del Sol, en protesta contra la política del gobierno ante la grave crisis económica (la desocupación juvenil llegaba al 40 %). Esos mismos “indignados” habían organizado una manifestación profiriendo insultos y frases demagógicas contra el papa y la JMJ, cuyos costes gravarían —según ellos— sobre los impuestos nacionales (lo que fue desmentido con datos por la misma organización del evento). El hecho concreto de esa reducida manifestación de protesta —apenas dos mil personas en una ciudad de más de tres millones— tenía en sí escasa relevancia social, pero algunos medios, como la BBC, ya se habían apresurado a dar relieve mediático a la “protesta contra la Iglesia católica y el papa” de los “indignados”.

Benedicto XVI —al que mencioné esta manifestación en la breve conversación durante el vuelo— iba al encuentro de la realidad de España y de la JMJ con la perenne luz del Evangelio y el temple y el rigor de la esperanza cristiana. De hecho, en el diálogo con los periodistas y con referencia a la crisis económica mundial en curso, recordó que la economía no puede ser dejada a la sola auto reglamentación del mercado y al único criterio de la máxima ganancia. No se pueden eludir imprescindibles fundamentos éticos, sobre todo el respeto al bien común y la centralidad de la persona en la política económica.

Llegamos al aeropuerto de Barajas, donde se celebró una cordial ceremonia de bienvenida por parte de los reyes de España, del cardenal arzobispo de Madrid y de la entera Conferencia episcopal.

Una verdadera marea humana esperaba a Benedicto XVI a lo largo de los 20 km que separan el aeropuerto de Barajas de la Nunciatura Apostólica. Una multitud de hombres y mujeres de todas las edades, con banderas, pancartas y globos de colores saludaba y aplaudía al santo padre, que durante todo el trayecto correspondía a las manifestaciones de cariño bendiciendo y poniéndose de pie innumerables veces en el papamóvil. Era, como comentó con acierto uno de mis compañeros en el coche del séquito, una realtà variegata di popolo affettuoso e vivace. Efectivamente —pensé—, es el “pueblo de Madrid”, para mí tan familiar, que “se ha echado a la calle”, como suele decirse en España. Esa familiaridad la sentí aún más íntima y personal cuando la comitiva de coches pasó junto a la casa en la calle Padilla 1, donde en el lejano noviembre de 1950 conocí a un sacerdote joven, Josemaría Escrivá, a través del cual Cristo cambió mi vida.

Por la tarde tuvo lugar la acogida oficial y el encuentro con los cientos de miles de jóvenes venidos a la JMJ que desbordaban la Plaza de Cibeles y las amplias calles adyacentes. Desde la tribuna reservada al papa y al séquito, ante el Ayuntamiento de Madrid, se vislumbraba cómo el sol se ponía lentamente tras los edificios de la Gran Vía. Ese sol crepuscular de agosto, intensamente rojizo, iluminaba y encendía aún más el panorama entusiasta de la infinidad de jóvenes, que Benedicto XVI calificó durante la cena privada en la Nunciatura de «cascada de luz». El saludo breve y emocionado del santo padre en la plaza fue acogido con un profundo y respetuoso silencio, seguido después por una explosiva oleada de aplausos.

Tanto los cálculos de la policía como los datos oficiales de los organizadores coincidían en afirmar una afluencia superior al millón de jóvenes. Preguntada la dirección técnica del encuentro sobre el perfil sociológico de los participantes, recojo aquí algunos datos: los jóvenes procedían de 193 países de todos los continentes; edad media: 22 años, el 48 % estudiantes (de ellos 56 % en centros universitarios), el 40 % trabajadores, el 6 % en paro forzoso; uno de cada diez había contraído ya matrimonio. Son datos que desmienten la caricatura estereotipada que algunos medios habían dado de esta y también de otras precedentes JMJ: «manada de muchachos burgueses», «superficiales hijos de papá», «beatos papaboys». Cabía la pregunta: no tratándose de manifestaciones folclóricas o de protesta, ¿qué es lo que mueve a reunirse a estas masas de jóvenes de todo el mundo? Quizás la respuesta mejor fue la que dio Joaquín Navarro-Valls15 en un diario: «Me acuerdo que precisamente con ocasión de la jornada de jóvenes en Roma durante el Jubileo del 2000, Indro Montanelli16 escribió que una explicación, en estos casos, no la da ni la sociología, ni la demografía: es necesario entrar en el ámbito de la religión. O existe un hecho que llamamos sagrado, o bien, en estos casos, no se motiva ni se comprende nada de nada».

Una adoración histórica

El monumental conjunto arquitectónico renacentista de El Escorial, calificado desde el siglo xvi como la “Octava Maravilla del Mundo”, y por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, fue el escenario17 donde tuvieron lugar dos de las novedades más significativas de la 26.ª JMJ: el encuentro con un millar de jóvenes profesores de universidad de toda España, sorpresa que tanto agradó al veterano Prof. Ratzinger, y el precedente encuentro con 1600 jóvenes religiosas, que superaron a todos repitiendo el lema: «¡Aquí está la juventud del Papa!».

Como profesor universitario, y después doctor y maestro de la Palabra divina, Benedicto XVI no podía eludir el tema central de la búsqueda de la verdad. En el discurso a las religiosas subrayó la belleza y grandeza de su vida de completa entrega a Cristo, especialmente cuando, en la sociedad actual, esencialmente pragmática y economicista, «se constata una especie de eclipse de Dios, una cierta amnesia, si no un verdadero rechazo del cristianismo», es decir de la Verdad que salva.

Después, hablando a los profesores universitarios, comenzó recordando el consejo de Platón, filósofo pre-cristiano tan admirado por los cristianos: «Busca la verdad mientras eres joven porque, si no lo hicieras, después se te escapará de las manos». Palabras de gran actualidad porque, no obstante sufrir una penosa emergencia educativa, se considera ingenuamente que la misión del profesor universitario deba privilegiar la mera «capacitación técnica», con una «visión utilitarista de la educación» que simplemente «satisfaga la demanda laboral de cada uno». Y añadió el papa, recalcando con vigor la frase: «Vosotros sentís sin duda el anhelo de algo más elevado que corresponda a todas las dimensiones humanas». Porque la Universidad «es la casa donde se busca la verdad propia de la persona humana».

Y no dejó tampoco de recordar una hermosa realidad histórica: «No es casualidad que fuera la Iglesia quien promoviera la institución universitaria, pues la fe cristiana nos habla de Cristo como el Logos por el que todo fue hecho (cfr. Jn 1,3), y del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios». Existe una racionalidad en todo lo creado y el hombre «puede llegar a descubrir esa racionalidad». Por eso, «la Universidad encarna un ideal que no debe desvirtuarse ni por ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de simple mercado». Estas palabras de Benedicto XVI me sonaron entonces claramente enlazadas a la encíclica Fides et Ratio de Juan Pablo II, y hoy, además, al insistente magisterio del papa Francisco.

La breve y densa estancia en El Escorial acompañando al papa Ratzinger (que noté algo cansado y así se lo comenté a su médico personal, el Prof. Patricio Polisca), me trajo a la memoria un delicado momento de la salud y del ministerio sacerdotal del fundador del Opus Dei, san Josemaría. Se lo había escuchado comentar varias veces a él mismo. Fue precisamente en este monasterio de El Escorial, dirigiendo unos ejercicios espirituales a la comunidad de padres agustinos que lo regenta, donde sufrió su primera crisis aguda de diabetes, con fiebre, que sin embargo no le impidió continuar hasta el final la predicación de los ejercicios. Tampoco el cansancio de Benedicto XVI, que advertí aún más acentuado en los dos días siguientes, le impidió afrontar el sábado 20 de agosto, en la vigilia de oración con los jóvenes, uno de los más impresionantes y significativos acontecimientos que marcarían la historia de las JMJ.

Fue por la noche, aunque se presentía ya desde media tarde, cuando vimos oscurecido el cielo con nubarrones grises, que se hicieron más amenazadores al llegar a la inmensa explanada del aeropuerto de Cuatro Vientos. Allí, bajo un calor tórrido de 39 grados, mitigado en parte por las mangueras de los bomberos, esperaban entre músicas, oraciones, cantos corales y bailes populares, más de un millón y medio de jóvenes. Y otros millares más seguían confluyendo desde Madrid, superando las previsiones de los organizadores. Fue inmenso el estallido de esa multitud a la llegada y al saludo del papa. Y no cesó ni siquiera cuando —ya anochecido— e iniciada la vigilia, un tremendo temporal con cataratas de lluvia y fuertes ráfagas de viento hizo peligrar la continuación del acto. Ni los paraguas, ni la carpa que cubría parcialmente el estrado eran capaces de proteger al santo padre y a quienes lo acompañábamos. Más aún, vimos con temor que la carpa parecía ceder a las furiosas embestidas del viento, por lo que el equipo de bomberos se apresuró a retirarla para evitar que se desplomase sobre Benedicto XVI.

Interpelado el papa —mojado como todos por la lluvia— sobre su estado personal y sobre posibles indicaciones suyas para el desarrollo del acto, el pontífice de 81 años se mostró muy sereno y decidido. Indicó que se reanudase la vigilia apenas hubiera amainado el temporal y recuperado el sonido —en parte interrumpido por la caída de algunas instalaciones— y, con él, el contacto con la masa de jóvenes de la inmensa explanada. «Quiere que se reinicie todo con la adoración eucarística», me dijo el cardenal Rouco, añadiendo con evidente gozo una conmovedora información nueva para mí: «Hemos traído la Custodia de Arfe de la catedral de Toledo y ya está preparada bajo el estrado, de donde ahora emergerá lentamente». Y así ocurrió minutos después, dando lugar a un increíble espectáculo de gran belleza artística y a un intenso aplauso. En las múltiples pantallas gigantes diseminadas por la explanada fue materializándose lentamente la monumental custodia del siglo xvi, en forma de torre gótica de tres metros de altura de plata dorada, cincelada con gran variedad de columnas e imágenes sagradas: todo abrazando el ostensorio de oro macizo de la reina Isabel la Católica, que ella quiso enriquecer con piedras preciosas, perlas y esmaltes en honor de nuestro Señor, Jesús Sacramentado.

Mientras el papa, revestido con una capa pluvial, esperaba junto al altar, y un diácono procedía a la reposición de la Santísima Eucaristía, los altavoces fueron llamando la atención de todos y repitiendo lentamente en seis idiomas la misma invitación: «Vamos a adorar, en silencio, a Jesucristo Nuestro Señor, realmente presente en la Sagrada Eucaristía». Allí estaba Jesús, el Salvador, el mismo “grano de trigo” nacido en Belén y muerto por nosotros en la Cruz redentora del Calvario. Inmediatamente se hizo un impresionante silencio donde poco antes resonaba el fragor de los truenos y los silbidos de las sirenas de alarma. Casi dos millones de jóvenes de todas las razas se postró, adorando de rodillas en la tierra aún empapada y encharcada por la lluvia. ¡Fue la más grande, accidentada y significativa adoración eucarística celebrada en la historia de Europa y quizás del mundo! Comprendimos bien que, al final de la Vigilia, Benedicto XVI añadiera conmovido este improvisado saludo: «¡Queridos amigos: gracias por vuestra alegría y resistencia! ¡Vuestra fuerza es más grande que el temporal!».

Regresamos a la Nunciatura —el papa muy cansado, pero feliz— para un breve reposo, antes de retomar a la mañana siguiente el camino hacia el mismo aeropuerto de Cuatro Vientos para celebrar la santa misa de clausura. El papa, respondiendo a la aclamación de los jóvenes a su llegada, les dijo: «¡Queridos amigos: os he pensado mucho en estas horas en que no nos hemos visto! ¡Espero que hayáis podido dormir un poco, y también rezar!».

Después de un vuelo tranquilo de regreso a Roma, cada uno ordenando sus propios apuntes y recuerdos, los acompañantes nos despedimos del santo padre en el aeropuerto de llegada, Ciampino. Desde allí regresó directamente a la villa pontificia de Castel Gandolfo, y nosotros al Vaticano. Pocos días después, el 26 de agosto, escribí al papa en una carta:

Espero que Vuestra Santidad pueda tener en estos días en Castel Gandolfo el tan merecido descanso después de las cuatro intensas y trabajosas jornadas de la JMJ de Madrid, que ha sido en verdad una impresionante siembra de gracia divina para España y para el mundo. Personalmente le estoy muy agradecido por la delicada invitación a formar parte del séquito oficial de este Viaje Apostólico, y todavía más por el bien que me ha hecho (pienso que a todos) la “lección de juventud” que Vuestra Santidad nos ha ofrecido en todo momento. Sí, Santo Padre, de “juventud”. Porque Vuestra Santidad, que de nuevo en esta histórica ocasión se ha querido entregar a todos sin medida, nos ha enseñado en la Deus caritas est y en todo su Magisterio que es verdaderamente joven quien ama, y ama quien sabe hacer de su propia vida un don18.

II.Un Padre de la Iglesia para el siglo xxi

Con ocasión de su ochenta cumpleaños, la Embajada de España ante la Santa Sede organizó del 16 de abril al 30 de mayo de 2007 un ciclo de conferencias en homenaje a Benedicto XVI. El Palazzo Monaldeschi, situado frente a la columna de la Inmaculada Concepción y la famosa escalinata de Trinità dei Monti, alberga la embajada permanente más antigua del mundo, creada por el rey Fernando el Católico en 1480. Borromini diseñó la escalera noble del edificio, que arranca desde el cortile y asciende en tres tramos hasta alcanzar la planta donde se celebran las recepciones. El ingreso al Palazzo, el hueco de la escalera y el cortile crean un espacio singular. Además de otras obras de arte, la embajada custodia dos esculturas de Bernini, “El alma beata” y la inquietante “El alma condenada”.

Francisco Vázquez19, buen amigo mío y entonces embajador de España ante la Santa Sede, acogió el ciclo de conferencias. En las tardes culturales disertaron, entre otros, los cardenales Amigo20, Cañizares, Rouco, el profesor P. Miguel Ángel Ayuso21, el P. Ladaria, S. J.22, actual prefecto de la Congregación de la Doctrina de la fe, el Dr. Navarro-Valls y yo mismo. En las conferencias se pretendía reflexionar sobre el calado intelectual del papa Benedicto y profundizar en sus intereses culturales, teológicos, antropológicos, de diálogo, etc. Invitaría al lector a considerar ahora conmigo algunos aspectos que conforman en síntesis la riqueza y oportunidad histórica del pontificado de Benedicto XVI.

Servir a la Verdad

Al Joseph Ratzinger que conocí y traté como prefecto de la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe, y después como papa Benedicto XVI y papa emérito, se le pueden aplicar perfectamente las palabras de la Escritura: Qui autem facit veritatem, venit ad lucem, ut manifestentur eius opera, quia in Deo sunt facta (Jn 3,21). Ratzinger se ha caracterizado por un sereno y apasionado servicio a la Verdad, con mayúscula. La preclara inteligencia de Benedicto XVI ha dado luz y paz a muchas mentes desorientadas y confusas. Es verdad que el vicario de Cristo tiene como misión fundamental confirmar en la fe a sus hermanos (cfr. Lc 22,32), y Benedicto XVI lo ha sabido cumplir de manera excelente, de modo particularmente sutil y penetrante.

Añadiría que, como papa, conjugó la adecuación del intelecto a la realidad (que es, en filosofía, la misma definición de verdad) con una extraordinaria capacidad de escucha y de diálogo con la cultura contemporánea. En sus exhortaciones invitó a pasar de las ideas a la práctica, del dicho al hecho, del ser cristiano al vivir en cristiano. Me viene a la memoria en este contexto lo que nos dijo el predicador al comenzar unos ejercicios espirituales para los superiores de la Curia romana en la capilla Redemptoris Mater del Palacio apostólico: Non nova ut sciatis, sed vetera un faciatis (no cosas nuevas para que las sepáis, sino antiguas para que las hagáis). Me hizo sonreír la audacia y agudeza de la frase, algo similar a un refrán español que escuché con sabor de locución divina a san Josemaría: obras son amores y no buenas razones.

Vale la pena subrayar que el magisterio pontificio no es una enseñanza teórica o abstracta, sino una doctrina viva del amor que salva. “Hacer la verdad” significa precisamente avalorar con la conducta y las obras lo mismo que se cree y que se enseña. Cada cristiano, y el papa en primer lugar, está llamado no solo a anunciar el Evangelio sino a ser un infatigable operador del bien y de la justicia: en otras palabras, a ser santo. En este sentido personalmente pienso que, al igual que los cuatro pontífices precedentes a los que he tenido la gracia de servir, también Benedicto XVI y Francisco han enseñado el ars boni et aequi con su modo de ser y de hacer, antes que con la palabra y los escritos.

En el caso concreto del papa Ratzinger, no sé qué dirán los historiadores sobre su pontificado, pero me parece justo afirmar que las particulares circunstancias de la Iglesia y del mundo (verdadero cambio de época) y las características personales del papa-teólogo Benedicto XVI, lo emparentan, en la doble dimensión intelectual y pastoral, con los Padres de la Iglesia, que vivieron los acontecimientos eclesiales y sociales de los primeros siglos del cristianismo con especial clarividencia doctrinal y un profundo sentido de responsabilidad pastoral.

Quisiera aludir a algunos momentos y discursos donde he visto reflejados los rasgos de los Padres de la Iglesia en la personalidad de Joseph Ratzinger.

Una “batalla naval”

Uno de esos momentos fue el 22 de diciembre de 2005, con ocasión de la acostumbrada audiencia de felicitación navideña al papa.

Los superiores de todos los organismos de la Santa Sede estábamos reunidos en la Sala Clementina del Palacio Apostólico. Otras veces me había encontrado en esa espléndida sala en honor y recuerdo del tercer sucesor de san Pedro, san Clemente I, cuya apoteosis adorna el inmenso fresco del techo, mientras otros representan el bautismo y el martirio del santo. Pero el encuentro de ese día era especial: Benedicto XVI pronunciaría ante los representantes de la Curia Romana y del Gobierno del Estado Vaticano su primer Discurso de Navidad, alocuciones ordinariamente significativas sobre la vida de la Iglesia y las orientaciones del pontificado. Mientras esperábamos la llegada del papa, recordaba conmovido que meses antes habíamos rezado en esa misma sala, convertida en capilla ardiente, ante el cadáver de Juan Pablo II.

Se notaba en la sala una cierta tensión y curiosidad. Era este el primer discurso solemne a sus colaboradores más directos. Desde el primer momento se vio que no iba a ser un simple discurso de circunstancias. Y no lo fue: Benedicto XVI afrontó con decisión un tema bien conocido por él ya antes de su elección: la llamada “crisis postconciliar” de la segunda mitad del siglo xx… y todavía no superada en algunos ambientes. El papa subrayó que esta crisis ha sido y era, para la Santa Sede y para todo el Pueblo de Dios, una situación grave.

En efecto: precisamente mientras el Espíritu Santo, superando limitaciones humanas, difundía en la Iglesia la luz potentísima del Concilio Vaticano II sobre cómo presentar la verdad salvífica de Jesucristo al mundo de hoy, se abrió en muchos sectores eclesiásticos, especialmente entre 1965-1985, un período dramático de oscuridad y confusión23. Ciertas tendencias a “actualizar” la teología y la fe marginaban la divinidad de Cristo, reducido al “Jesús histórico” y a su mensaje moral. Una desviación secular y temporal del mensaje evangélico de salvación reducía la misión de la Iglesia a su exclusiva dimensión sociopolítica. Un planteamiento, a veces calificado de “misionero” y “menos tridentino y sacramental” de la identidad sacerdotal, llevó a muchos clérigos a “laicizar” su estilo de vida, y comportó lamentablemente una tremenda hemorragia de defecciones sacerdotales y religiosas. Un experimentalismo litúrgico frecuentemente anárquico y desacralizador, se disfrazaba con la falsa expresión “reforma litúrgica querida por el Concilio”. Por contraste con estas tendencias impropiamente llamadas “progresistas”, otras se aferraban —y aún perseveran algunos en esa actitud— a un tradicionalismo cerril y fundamentalista, reductivo de la verdadera Tradición cristiana. Lo hacen a veces movidos por ideologías o intereses sociopolíticos y ordinariamente en abierta oposición a precisas enseñanzas del Concilio Vaticano II, sobre todo en lo que atañe a liturgia y ecumenismo.

Frente a estas dos posiciones contrapuestas, Benedicto XVI había ya advertido en 1985 en su famoso Informe sobre la fe24, «que el Concilio Vaticano II se sitúa en rigurosa continuidad con los dos concilios anteriores y recoge literalmente su doctrina en puntos decisivos». Diría que, al igual que en sus enseñanzas de teólogo, el pontífice Ratzinger vio en el encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento filosófico griego la íntima relación entre la Revelación y la racionalidad25. Así también, al interpretar el magisterio doctrinal y disciplinar del Concilio, ha sido constante en afirmar la íntima armonía existente entre la fidelidad a las exigencias de la verdadera Tradición y las también exigencias de evangelización de la sociedad moderna, tendencialmente cientificista y agnóstica. Pero para ser “alma del mundo” la Iglesia ha de estar unida. Por eso, veinte años después del Informe sobre la fe, en este primer encuentro navideño con la Curia romana, Benedicto XVI nos dijo:

Nadie puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil, aunque no queremos aplicar a lo que ha sucedido en estos años la descripción que hace san Basilio, el gran doctor de la Iglesia, de la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea: la compara con una batalla naval en la oscuridad de la tempestad, diciendo entre otras cosas: «El grito ronco de los que por la discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe…» (De Spiritu Sancto XXX, 77: PG 32, 213 A; Sch 17 bis, p. 524). No queremos aplicar precisamente esta descripción dramática a la situación del postconcilio, pero refleja algo de lo que ha acontecido26.

Y continuaba, en el silencio clamoroso de la Sala Clementina:

Surge la pregunta: ¿Por qué? (…) Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y de aplicación (…). Por una parte, existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura”; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la “hermenéutica de la reforma”, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino27.

Este discurso del papa Ratzinger evocaba —no solo por la cita— la figura lejana pero siempre actual de san Basilio que, como otros Padres de la Iglesia, eran al mismo tiempo teólogos y pastores. Estos, con sus escritos transmitían a los fieles un riguroso alimento espiritual, e intervenían solícitamente cuando las circunstancias internas de la Iglesia o las externas de la cultura pagana hacían necesario definir y precisar los contenidos, las exigencias y las propuestas del Evangelio y de la Tradición apostólica. Mientras escuchaba al papa en su primer discurso navideño resonaba en mi mente y en mi corazón el coraje y el discurso apasionado de un pastor que conectaba directamente con la riqueza de los Padres de la Iglesia. Y recordé que, como señal de su especial veneración a estos, el entonces cardenal Ratzinger me escribió en la dedicatoria de un ejemplar en español de su Informe sobre la Fe, sobre el que habíamos tenido una larga conversación apenas publicado: «En comunión fraternal para Monseñor Herranz, en la Fiesta de San Atanasio de 1986. Joseph cardenal Ratzinger».

La dictadura del relativismo

La claridad con que con esta incisiva expresión Joseph Ratzinger afrontó el desafío del relativismo a lo largo de su pontificado, traía a la memoria el talento e intuición de san Agustín, que con su Ciudad de Dios desvinculó el destino del cristianismo del destino del decadente Imperio romano. Como decano del Colegio cardenalicio, Ratzinger había denunciado ya la relativización de la Verdad y de la Justicia en la concepción actual de la cultura y de la democracia, desde la Misa pro eligendo Romano Pontifice, que presidió el 18 de abril de 200528. Después, como papa, lo ha vuelto a hacer otras veces.