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UNA NOCHE EN MARRUECOS Maya Blake Su fortuna es inmensa, pero reclamar a su hijo no tiene precio. Noches mágicas Maureen Child Su sexy jefe le llegó al corazón y despertó su deseo de una forma completamente inesperada.
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Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca y Deseo, n.º 182 - diciembre 2019
I.S.B.N.: 978-84-1328-769-0
Portada
Créditos
Noche en Marruecos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Noches mágicas
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
SAFFRON Everhart miraba el gigantesco ramo de flores que estaba sobre su escritorio con el corazón encogido. Aquello iba a ser mucho más difícil de lo que se había imaginado.
Con los años, había aprendido a descodificar los niveles de infierno asociados con los regalos que llegaban a su despacho cada día.
Las flores significaban prepararse para no dormir durante las siguientes setenta y dos horas. Un ramo de flores y un cheque-regalo para un tratamiento en el spa más exclusivo de Suiza significaba hacer las maletas y pedirle a alguien que regase sus plantas porque no volvería a casa en una semana.
El último círculo del infierno estaba reservado a las flores y las joyas y, últimamente, recibir preciosas gemas hacía que sintiese escalofríos. Tenía tres pulseras de brillantes, un collar de diamantes rosas de Harry Winston con pendientes a juego y un broche de zafiros y diamantes que detestaba porque le había costado sangre, sudor y lágrimas.
De modo que, en cierta manera, las flores eran una bendición porque no llevaban acompañamiento.
Aun así…
Saffron dejó el jarrón de cristal Waterford, con un gigantesco ramo de azucenas que costaba más de mil libras, y se apartó del escritorio, tras el que había una fabulosa panorámica del centro de Londres, para mirar la puerta de acero del despacho anexo.
Tomó aire, pero le temblaban las manos y tenía el estómago encogido. Nada que ver con la imagen que quería proyectar. La imagen que proyectaban su espalda recta y su atuendo impecable.
Cada día más, esa puerta le parecía como la cumbre del Everest, cargada de peligros. Pero lo había retrasado más que suficiente, dos meses para ser exactos. Era hora de dar el último paso. Hora de dejar atrás esa noche en Marruecos, ese sorprendente momento de locura que aún la estremecía al recordarlo.
Era hora de retomar el control de su vida antes de que fuese demasiado tarde.
Pero antes de que pudiese dar un paso, un golpecito en la puerta de su despacho la detuvo. Se dio la vuelta y suspiró al ver al mensajero. En general, los mensajeros no podían pasar del piso quince. Ella estaba en la planta cuarenta y nueve, la última del edificio propiedad del hombre más rico del mundo.
Pero el mensajero que se dirigía hacia ella, sujetando con reverencia un maletín con el emblema del joyero de la reina, no era un mensajero normal.
–No.
El monosílabo escapó de su garganta mientras daba un paso atrás. Porque aquel regalo era aún más peligroso, la clase de regalo que advertía que debías despedirte de tu alma.
–No, no, no.
El hombre se detuvo, mirándola con cara de sorpresa.
–¿Perdone? ¿Estoy en la planta equivocada? Traigo un paquete para la señorita Everhart. ¿Podría decirme dónde encontrarla si este no es su despacho? Necesito su firma.
Ella negó con la cabeza.
–Yo soy la señorita Everhart, pero no necesita mi firma porque no va a entregarme nada –le dijo. Parecía al borde de la histeria, pero no podía evitarlo–. No acepto el regalo –añadió, con tono firme.
–Me temo que eso no es posible, señorita. En este caso no puede haber devolución ni reembolso.
–He tratado con esa joyería en otras ocasiones y sé que eso no es verdad.
Al ver que la frente del hombre se cubría de sudor, Saffron casi sintió pena por él.
–Verá, señorita, en la mayoría de los casos es así, pero no en esta ocasión.
–¿Por qué no? –preguntó ella, aunque en el fondo sabía la respuesta.
–Porque el cliente lo ha especificado así.
Saffron contuvo el deseo de cerrar los ojos y dejarse llevar por el pánico. Claro que lo había hecho. Joao Oliviera conseguía siempre lo que quería, fuese lo que fuese.
Miró el maletín con un nudo en el estómago. Si tuviese dentro un nido de escorpiones no le daría más miedo.
El hombre se aclaró la garganta.
–Señorita Everhart, esta no es una pieza normal. Creo que se pidió permiso a la reina para hacer una réplica y es una de las piezas más exquisitas que la joyería ha tenido el privilegio de crear.
Saffie no lo dudaba, pero debía rechazar aquel regalo porque tenía que retomar el control de su vida o estaría perdida para siempre. Ya le había entregado cuatro años de su vida. No podía entregarle ni un día más.
Ni un minuto más.
Pero el problema no era el mensajero que tenía delante, sino el hombre que estaba tras la puerta de acero, a diez metros de ella.
Con una mezcla de pánico y horror firmó el documento y tomó la caja de terciopelo que el mensajero sacó del maletín, sabiendo que era un terrible error.
Cuando volvió a quedarse sola, se dejó caer pesadamente en el sillón y abrió la caja.
El collar de diamantes y rubíes era perfecto, absolutamente maravilloso. Y también un descarado soborno.
Saffron contuvo una risa histérica mientras miraba la joya más bella que había visto en toda su vida. Le hubiera gustado acariciar las preciosas gemas, pero cerró la caja para no dejarse llevar por la tentación.
No podía dejarse convencer.
Había dejado que los atractivos de su puesto como ayudante ejecutiva y su proximidad al hombre más carismático que había conocido nunca dirigiesen su vida durante cuatro años.
Bueno, pues nunca más.
Apretó los dientes, intentando contener el escalofrío que la recorría cada vez que recordaba aquella aciaga noche en Marruecos. Después, volvió a leer el documento que había redactado una docena de veces y pulsó el botón de Imprimir.
El ruido mecánico de la impresora expulsando el documento era a la vez tranquilizador y espeluznante.
Por fin iba a hacerlo, por fin iba a dar el último paso. Pronto habría retomado el control de su vida, pero antes tenía que salvar un obstáculo monumental. Y sabía que sería una batalla formidable.
Tomó el documento, lo dobló por la mitad y, después de golpear suavemente la puerta, entró en la guarida del león.
Joao Oliviera estaba hablando por su teléfono personal, el número reservado para los clientes VIP.
Joao Oliviera.
Su jefe.
El hombre más rico del mundo, con un aspecto físico que superaba ese abrumador título.
A pesar de las innumerables veces que había entrado en sus dominios, Saffron nunca había logrado controlar la emoción que se apoderaba de ella en su presencia. Sencillamente, había aprendido a disimular hasta el punto de parecer casi desdeñosa, a pesar de su poderoso magnetismo, la vitalidad de su metro noventa y su innata habilidad para dejar mudos a los líderes más poderosos del mundo.
Y la enfebrecida electricidad de sus caricias.
Joao Oliviera, con su obscena riqueza y su irresistible atractivo físico, era Midas, Creso y Ares en uno solo.
Su pelo castaño oscuro, más largo de lo convencional, brillaba bajo el sol de mayo que entraba por la ventana, a su espalda. Saffron no podía dejar de mirar los pómulos esculpidos, los firmes labios y la mandíbula cuadrada, con una viril sombra de barba que ningún afeitado podía disimular.
Unos ojos de color whisky, rodeados por largas pestañas negras, completaban la magnífica imagen.
Esos ojos se volvieron hacia ella, estudiándola durante unos segundos antes de levantar una mano de dedos largos y elegantes para indicarle que podía entrar.
Como era su costumbre, se había quitado la chaqueta, y la camisa blanca y el chaleco hecho en Italia destacaban su físico atlético.
Apenas eran las ocho de la mañana, de modo que aún no se había quitado los gemelos ni remangado la camisa para revelar unos antebrazos morenos y fibrosos, y Saffron se tomó eso como una bendición.
–Lavinia, estaba esperando tu llamada –lo oyó decir.
Con los años, Saffron había logrado controlar su atracción por él, salvo esa ardiente noche en Marruecos. Se había acostumbrado a su destreza mental, a su asombroso físico, a su energía sobrehumana, a ese aire de implacable autoridad y, sobre todo, a su integridad. Pero lo único que nunca había podido controlar era su reacción ante esa voz profunda, intensa y sexy, con un ligero acento portugués que la excitaba cuando estaba despierta y que, últimamente, invadía sus sueños con alarmante frecuencia.
Pero no tendría que sufrir aquello durante mucho más tiempo.
Saffron cerró la puerta y prestó atención a la conversación. Aparte de la principal razón para entrar en el despacho, esa mañana tenía trabajo que hacer y ese trabajo incluía a Lavinia Archer.
La presidenta del renombrado Grupo Archer, un emporio que incluía cadenas de hoteles, destilerías, una línea de cruceros y una compañía aérea.
Cuando empezaron a correr rumores de que Lavinia tenía intención de vender la empresa antes de cumplir los setenta y cinco años, Saffron supo que esa transacción sería irresistible para su jefe. Y, por supuesto, Joao se había propuesto añadir el emporio Archer, valorado en treinta y un mil millones de dólares, a su impresionante cartera de valores.
Durante los tres últimos meses había tejido una intrincada red alrededor de Lavinia Archer, un juego mental de astucia y encanto al que la anciana heredera no había podido resistirse.
–Sé que te gusta hacerme esperar, Lavinia –estaba diciendo Joao, el timbre de su voz era tan oscuro y potente como el café de su nativo Brasil–. Pero te aseguro que, cuando llegue el momento, el clímax merecerá la pena.
Saffron tropezó y tuvo que sujetarse al sofá. Intentó recomponerse de inmediato, pero sabía que se había puesto colorada.
Por ridículo que fuese, sintió una irracional punzada de celos al oírlo tontear con Lavinia. Aunque le había entregado los últimos cuatro años de su vida, ella no tenía ningún derecho sobre Joao, a quien solo le interesaban sus habilidades como ayudante ejecutiva.
Ni una sola vez le había preguntado qué hacía fuera de la oficina. Aunque ella no tenía tiempo para nada más. Concentrada en solucionar hasta el más pequeño problema de Joao, sus dos últimos cumpleaños habían pasado sin pena ni gloria. De hecho, se le había olvidado que cumplía años y esa era una de las razones por las que, cuando por fin hizo inventario de su vida, decidió que necesitaba un cambio.
Todo lo que iba mal en su vida era debido a un hombre: Joao Oliviera.
Tenía que irse de allí y hacerlo cuanto antes para no experimentar esa punzada de angustia en el pecho cuando él quedaba con alguna modelo o alguna famosa actriz.
Por suerte, no lo había hecho desde Marruecos. Al menos que ella supiera, aunque eso no quería decir nada…
Joao miró el documento que llevaba en la mano antes de mirarla a los ojos.
A Saffron le dio un vuelco el corazón. Durante las últimas ocho semanas la había tratado con fría indiferencia y debía admitir que era esa frialdad lo que, por fin, la había puesto en acción. Su vida se limitaba a ser un insignificante satélite de aquel hombre y no estaba dispuesta a seguir soportándolo.
Pero entonces ocurrió lo de Marruecos.
Saffron apretó los labios, luchando contra las caóticas sensaciones mientras Joao seguía bromeando con Lavinia.
–Sí, claro, te respetaré por la mañana. Te irás satisfecha, sabiendo que tu legado queda en las mejores manos.
Se reía mientras golpeaba la mesa de cristal con sus largos dedos y Saffron recordó lo que había sentido cuando esos dedos entraron en contacto con su piel, acariciándola y dejándole una marca indeleble.
Joao, acostumbrado a tratar con muchas cosas a la vez, alargó una mano hacia el documento, pero Saffron no quería tener esa conversación mientras él estaba intentando conseguir una de las mayores transacciones en la historia de la empresa.
Pero eso no importaba. Estaba allí para retomar su vida, se dijo.
«Así que hazlo de una vez».
Apretando los labios, le entregó el documento. Tal vez su expresión la delató, tal vez su ensayada cara de póquer había empezado a resquebrajarse después de Marruecos.
Joao seguía hablando de cifras con Lavinia mientras leía el documento y, de repente, su expresión se volvió seria. Saffron tragó saliva cuando esos hipnóticos ojos se clavaron en los suyos.
–Sí, Lavinia, pero recuerda que no soy un hombre paciente. Quiero tu empresa y, por el momento, estoy dispuesto a jugar, pero tarde o temprano uno de los dos se cansará y tendrá que tomar… otras medidas. Prepárate para eso, querida. Hasta la próxima vez.
Esas palabras iban dirigidas a Lavinia, pero Saffron sintió el impacto en su interior.
Joao cortó la comunicación y la miró a los ojos.
–¿Qué significa esto?
Ella hizo acopio de valor para sostenerle la mirada.
–Exactamente lo que dice. Es una carta de dimisión.
Él la miró con gesto de incredulidad y luego volvió a mirar el documento.
–¿Por «razones personales»? Tú no tienes una vida personal, de modo que es mentira.
–Muchas gracias por recordármelo. Y, por cierto, gracias también por las flores y por el collar, aunque no pienso aceptarlo. Me imagino que estás acelerando las negociaciones con Lavinia, de ahí ese escandaloso intento de soborno.
Él se encogió de hombros, aunque se trataba de una joya por la que hasta un monarca daría lo que fuese.
–Te he hecho una pregunta, Saffron.
–Creo que una de las primeras cosas que me dijiste cuando empecé a trabajar para ti fue que no debía hacer preguntas cuyas respuestas ya conocía.
–Pero aún no me has dado una respuesta satisfactoria.
–Todas las respuestas que necesitas están en esa carta. Dimito por razones personales. La dimisión será efectiva inmediatamente después del plazo legal de notificación.
Joao miró la carta con un gesto cargado de desdén.
–Eres una persona eficiente, responsable y seria. Una de las personas más trabajadoras que conozco. En los últimos cuatro años, no ha habido una sola tarea que no hayas ejecutado a mi entera satisfacción –le dijo, inclinándose un poco hacia delante.
Saffron apretó los muslos, recordando cómo había sido tener ese magnífico cuerpo desnudo sobre ella.
Dentro de ella.
–Gracias –murmuró.
–Por eso me sorprende que quieras ocultar las verdaderas razones de tu dimisión tras una caprichosa prosa –Joao miró el documento–. ¿La oportunidad de trabajar conmigo ha sido «un honor»? ¿Me deseas el mejor de los futuros? ¿Tus años de trabajo en la empresa han sido «una experiencia inolvidable»?
Estaba muy nerviosa mientras redactaba la carta, pero ¿tenía que repetirlo todo con ese tono de desprecio?
–Lo creas o no, todo lo que he escrito es verdad.
–¡Lo que has escrito es una tontería! –exclamó él–. No acepto tu dimisión. Especialmente en este momento, mientras intento convencer a Lavinia. Lo hemos hecho todo mal. Para ganárnosla, tenemos que demostrarle que no sabe lo que se pierde. Debemos tentarla, convencerla con algo que nadie más pueda ofrecerle. ¿Crees que podrías hacer eso?
Saffron contuvo el deseo de apretar los puños y dar una patada en el suelo. Como Joao había dicho, ella era una persona responsable, seria, obediente y trabajadora.
Cualidades en las que había tenido que esforzarse siendo huérfana porque, según las monjas del orfanato de St. Agnes, solo de ese modo conseguiría unos padres de acogida que, tarde o temprano, la adoptarían. Pero no había sido así. Pasaban los años y ninguna pareja la elegía a ella. Saffron había llorado en silencio para no decepcionar a la hermana Zeta cuando, una tras otra, sus compañeras de orfanato encontraban padres de acogida.
Nunca había mostrado angustia o tristeza y jamás había tenido una pataleta como otros niños.
Por fin, cuando llegó su momento, a los catorce años, se había contenido para no mostrar la inmensa emoción que sentía. Se había mostrado serena durante los dos felices años que había pasado con su madre adoptiva y también cuando su salud empezó a declinar. No se había apartado de su lado durante los dieciocho meses que duró su enfermedad y había hecho la solemne promesa de no sucumbir a la tristeza y la soledad y formar su propia familia cuando llegase el momento.
Mantuvo la entereza cuando enterró a su madre adoptiva, una semana antes de cumplir los dieciocho años, y solo se permitió llorar cuando por fin estuvo sola. Con esa misma compostura, se alejó del escritorio de Joao y volvió a su despacho para llamar a un número que se sabía de memoria.
Cuando cortó la comunicación, tomó la cajita de terciopelo con manos temblorosas y volvió al despacho de su jefe.
–¿Estás enferma? –le preguntó Joao–. ¿Quieres que llame al médico?
–No es necesario, estoy perfectamente. De hecho, mejor que nunca. Estoy viendo las cosas con total claridad por primera vez en mucho tiempo.
–¿Y por eso vas a dejar un trabajo que, según lo que dijiste en la última evaluación, es lo más emocionante de tu vida?
Saffron se mordió los labios, lamentando haber sido tan sincera.
–Sí.
–¿Te das cuenta de que podrías haber encontrado razones más convincentes para tu dimisión que esta absurda excusa de «razones personales»?
Esa observación la dejó pensativa. ¿Habría sido deliberado? ¿En el fondo habría deseado que Joao viese lo que había tras esa fachada?
El anhelo de formar una familia había empezado con la promesa que le hizo a su madre adoptiva en su lecho de muerte, cuando se dio cuenta de que, una vez más, estaba sola en el mundo. Ese anhelo había desaparecido momentáneamente al conocer a la brillante supernova que era Joao, para emerger de nuevo cuatro años después más fuerte que nunca.
«No», pensó.
Una noche con él había sido más que suficiente. Lo último que quería era mostrarse vulnerable frente a un hombre como Joao Oliviera. Un hombre a quien solo importaban los negocios, un hombre que dejaba a sus amantes sin compasión en cuanto empezaban a hacerse tontas ilusiones, un hombre sin familia y decidido a no tenerla nunca.
–Yo esperaba que respetases mi decisión.
–Nunca nos hemos engañado el uno al otro, Saffie. No deberíamos empezar a hacerlo ahora.
Que usara ese cariñoso diminutivo le produjo un estremecimiento en la espina dorsal, pero el comentario la dejó sin aliento por razones diferentes y mucho más terribles.
Había vivido durante meses, tal vez años, engañándose a sí misma. Pero reconocer que estaba persiguiendo un sueño imposible y perdiendo valiosos años de su vida era la razón por la que estaba allí en ese momento.
–Tu carta me ha alarmado y quiero saber qué está pasando. Hasta ahora parecías contenta con tu trabajo.
–¿Se te ha ocurrido que yo podría no querer hacer esto para siempre? Me he dado cuenta de que no quiero seguir trabajando hasta las dos de la mañana para volver a la oficina a las siete y media y seguir trabajando dieciocho horas más.
Joao frunció el ceño, mirándola con un brillo de decepción en los ojos. Y, por alguna razón, su enfado no le molestó tanto como su decepción.
–¿Ese es el problema? ¿Te estás quejando de las horas de trabajo? Muy bien, tienes permiso para contratar a otro ayudante.
Saffron dejó escapar un suspiro mientras depositaba la caja de terciopelo sobre el escritorio.
–No puedo aceptar esto. Aunque no me fuese, no podría aceptarlo. Es demasiado.
–No digas tonterías.
–He donado el ramo de flores a los organizadores de la cena benéfica a la que vas a acudir esta noche. Prepárate para la efusividad de lady Monroe cuando te vea. Cree que conseguirán veinte mil libras por ellas en la subasta…
–Pelo amor de…. –Joao se pasó una mano por la cara–. Ya está bien de escenas. Dime lo que quieres de una vez y vamos a seguir trabajando. Dale las flores a quien quieras, pero el collar es tuyo.
–Joao…
–No puede ser el dinero. Ya te pago diez veces más que cualquier rival. Te ofrecería el triple, pero sospecho que dirías…
–No es el dinero.
–Muy bien, empezamos a entendernos. Entonces, ¿qué es?
A Saffie le dio un vuelco el corazón. No podía contarle qué había provocado su decisión de marcharse, pero su indiferencia desde esa noche en Marruecos lo había dicho todo.
Por supuesto, Joao se reiría de ella por dejarse llevar por las emociones, pero ella no era un robot. Le había dado cuatro años de su vida y con cada día que pasaba, sacrificando su más profundo deseo, se desesperaba un poco más. Incluso había empezado a odiarlo porque sabía que no cambiaría nunca. Joao era incapaz de bajar de su torre de marfil y dignarse a reconocer las necesidades y los sueños de otros seres humanos.
–¿Quieres saber por qué me marcho? Pues es muy sencillo. He decidido que tú no eres la respuesta a mis problemas.
–¿Qué significa eso? Déjate de juegos y habla con claridad.
–¿O qué? –lo retó ella–. ¿Impedirás que me marche?
Joao se levantó, despacio, con su impresionante estatura haciéndola sentir pequeña, mientras se quitaba los gemelos y doblaba las mangas de la camisa meticulosamente.
Saffie no quería mirar, pero no podía evitarlo. Al ver sus antebrazos morenos, tan fuertes y masculinos, no pudo evitar preguntarse cómo sería volver a tener esos brazos alrededor de su cintura.
–¿Qué pasa, Saffie? –le preguntó él entonces en voz baja.
Ella se armó de valor. Sabía que no iba a ser fácil dejar su puesto como ayudante ejecutiva de Joao después de vivir y respirar ese papel durante cuatro largos años, pero no se había imaginado que fuese tan difícil.
Él no sabía nada de su infancia en el orfanato, ni del poco tiempo que vivió con su madre adoptiva, ni sobre la desolación que sintió al ser huérfana de nuevo.
Ni sobre la promesa que se había hecho a sí misma.
–¿Recuerdas cómo llegué a ser tu ayudante? –le preguntó, buscando un alivio temporal a su angustia.
Joao frunció el ceño mientras dejaba los gemelos en un cajón y lo cerraba de golpe.
–No sé qué tiene eso que ver.
–Supuestamente, solo era un trabajo temporal mientras mi antiguo jefe, el señor Harcourt, estaba de vacaciones. Tú acababas de despedir a tu antigua ayudante, ¿recuerdas?
–Apenas. Y sigo sin entender qué tiene eso que ver…
–La cuestión es que debería haber estado aquí dos semanas y llevo cuatro años. Y, por cierto, ¿es verdad que le ofreciste la prejubilación al señor Harcourt para que yo siguiera aquí?
Joao ni siquiera parpadeó.
–Sí, es verdad. Después de la primera semana ya sabía que serías la ayudante ideal para mí. Estabas desperdiciando tu talento creando hojas de cálculo, así que le hice una oferta que no pudo rechazar –respondió, sin el menor remordimiento–. Y ahora que hemos repasado el pasado, ¿podemos volver a lo que importa? ¿Qué tengo que hacer para que renuncies a esta tontería? Dime cuál es el precio.
«Dime cuál es el precio».
Si pudiese hacerlo… Si no supiera que sería inútil nombrar su precio…
Saffron lo miró con el corazón acelerado, como cada vez que contemplaba ese último paso. Pensar que un día despertaría y no volvería a verlo la entristecía, pero se obligaba a pensar con qué iba a reemplazar esa experiencia. Con lo que anhelaban su corazón y su alma: una conexión de verdad, un propósito edificante.
–Mi precio es la libertad, Joao. Te he dado cuatro años de mi vida y ahora quiero marcharme.
Él se inclinó hacia delante, mirándola a los ojos.
–Por última vez, dame una razón clara y concisa para este absurdo, Saffie.
¿Qué tenía que perder? En unas semanas estaría fuera de su vida, pensó. Joao quería conquistar el mundo mientras que ella planeaba alejarse de su órbita para embarcarse en un proyecto que le pedía el corazón desde que era niña, desde que había probado la soledad y jurado hacer lo posible para que su vida tuviera sentido.
Cuando se despidieran, sus caminos no volverían a cruzarse, pero tenía que ser así. Armándose de valor, dio un paso adelante.
–Muy bien. ¿Quieres saber la verdad? Eres un hombre de negocios brillante, pero también eres un vampiro. Pides y pides sin cesar y crees que regalar diamantes y flores te da autoridad sobre mi vida. Bueno, pues no es así. Yo tenía mi vida planificada cuando me uní a la empresa. Dejé mis planes en suspenso y ahora quiero que vuelvan a ser mi prioridad. Dimito porque quiero algo más de la vida. No quiero vivir consumida por el trabajo. Necesito libertad para soñar con algo que no sea la adquisición de tu próxima empresa multimillonaria. Libertad para soñar con una familia, con un hijo. Libertad para convertir ese sueño en realidad –Saffron hizo una pausa, temblando antes de dar el último, devastador y necesario paso–. Necesito liberarme de ti.
JOAO se quedó en silencio tras el sorprendente monólogo de su ayudante ejecutiva, enumerando las extrañas sensaciones que experimentaba en ese momento.
Sorpresa, ira, decepción, perplejidad.
Saffie lo había pillado completamente desprevenido cuando él creía que todo iba sobre ruedas.
Se preguntó si estaría gastándole una broma, pero su responsable y capaz ayudante no solía bromear. Además, ellos no tenían esa clase de relación. La suya era una simbiosis de eficacia, mutuo apoyo y admiración, trabajo duro y la recompensa y la satisfacción del éxito.
Al menos, hasta aquella noche.
Aquella noche en la que, borracho de éxito, se había dejado llevar por el instinto. Pero el trabajo de Saffie no había sufrido, al contrario. La primera semana después del incidente en Marruecos había vivido sobre ascuas, preguntándose si ella intentaría capitalizar de algún modo ese error de juicio. Porque dejarse llevar por un ansia incontrolable había sido un error de juicio. Otros hombres podían afrontar de forma despreocupada las relaciones sexuales, pero él era implacable. Sus relaciones eran siempre intrascendentes y nunca elegía como compañera de cama a un inesperado espejismo del desierto, pero un deseo imparable lo había cegado esa noche, haciéndole olvidar el sentido común.
Pero lo que había pasado esa noche, cuando se portó como los hombres a los que tanto despreciaba, aún tenía el poder de amargarle el día.
Su falta de control le había dejado un regusto amargo en la boca. Por suerte, Saffron no había vuelto a mencionar el incidente y él se lo había agradecido. Aunque los recuerdos aparecían en su cabeza cuando menos se lo esperaba, dejándolo excitado e incómodo en los momentos más inapropiados.
Pero era el pasado y nunca se repetiría. Salvo que, por alguna razón, mientras él creía que todo en su mundo estaba perfectamente equilibrado, Saffie estaba haciendo otros planes. Unos planes que amenazaban con causar estragos en el momento más importante de su vida.
En su rostro vio una fiera determinación y se dio cuenta de que hablaba en serio. Iba a dejarlo, iba a liberarse de él para hacer realidad sus sueños.
Una familia.
«Un hijo».
Ella torció el gesto y Joao se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta. Había escupido esas dos palabras como una maldición que no tenía sitio en su vida.
No lo tenía desde el día que borró la palabra «familia» de su alma. Y menos ahora, cuando su objetivo estaba tan cerca, cuando casi tenía en la mano la oportunidad de destruir a su enemigo de una vez por todas.
De repente, sentía como si hubiera caído en un turbulento océano sin chaleco salvavidas.
Él tenía muchos salvavidas, interminables refuerzos para asegurarse de que nada en su vida fuese irreemplazable: yates, aviones, líderes del mundo comiendo en la palma de su mano.
Pero Saffron Everhart se había hecho un sitio único y especial en su vida. Era irreemplazable y ahora, cuando más la necesitaba…
Joao se apartó del escritorio para acercarse al ventanal y tomó aire, intentando encontrar una estrategia.
–A ver si lo entiendo. ¿Vas a dejar tu carrera y los innumerables beneficios que van con ella… para qué, para hacer una jornada de autodescubrimiento? –le espetó.
Ella se tomó su tiempo antes de responder y eso lo puso nervioso. Normalmente, agradecía que Saffie no fuese el tipo de persona que hablaba sin pensar, pero en ese momento lo irritaba.
–Si quieres simplificarlo todo, sí. Me voy, pero no abandono mi carrera, al contrario. Puedes reírte todo lo que quieras, pero he tomado una decisión. Puedo quedarme para formar a tu próxima ayudante o…
–Aún no he aceptado tu dimisión –la interrumpió él.
–No puedes hacer nada. No puedes retenerme aquí cuando yo quiero marcharme.
–¿Vas a llevarme a los tribunales?
–Si eso es lo que tengo que hacer, sin ninguna duda.
De nuevo, Joao tuvo la absoluta certeza de que hablaba en serio. Saffie sostenía valientemente su mirada cuando tantos otros hubieran dado un paso atrás, amedrentados.
Sin darse cuenta, se encontró mirando su delicado cuello, sus labios… pero tenía que controlarse.
–¿Cómo que no vas a dejar tu carrera? ¿Vas a trabajar para otra empresa?
Ella tragó saliva.
–Pues… sí, así es.
–¿Para quién?
–Eso da igual.
–No, no da igual. ¿Quién es, Saffie? Dímelo.
–William Ashby.
Ashby no era un competidor y eso, absurdamente, lo enfureció aún más. Que Saffron lo dejase por alguien tan inferior…
–No sabía que fueses tan ingenua.
–¿Perdona?
–¿De verdad crees que voy a dejar que trabajes para un rival, sabiendo todo lo que sabes sobre mi empresa?
–¿Crees que yo traicionaría tu confianza? –le espetó Saffron, dolida–. Después de…
No terminó la frase, pero Joao sabía lo que estaba pensando. ¿No era un tema en el que él mismo había pensado demasiadas veces?
–¿Después de qué, de Marruecos? ¿Esa es la razón que hay detrás de esta escena?
–No, no es eso. Y no quiero hablar de ello.
–Pero yo sí. Dime que Marruecos no es la razón por la que acabas de lanzar esta bomba y podremos seguir adelante. Y no me cuentes nada sobre esa familia de ensueño porque sé que no tienes novio.
Saffie apretó los labios, indignada.
–¿Por qué crees que lo sabes todo sobre mí?
Joao se acercó un poco más y se sintió envuelto por el aroma de su perfume.
–Te has encargado de organizar mi vida durante cuatro años. Eso significa que también yo conozco la tuya. Además, no es un gran secreto.
–Si mi vida no es un secreto, ¿por qué mi dimisión te ha pillado desprevenido?
Joao tomó aire. No estaba consiguiendo nada. Por la razón que fuera, su ayudante parecía decidida a marcharse, a dejarlo en el momento más crucial de su vida.
–¿Quieres que me disculpe por lo que pasó en Marruecos?
Ella abrió mucho los ojos, aquellos profundos estanques azules lo atraían como nunca.
–¿Qué? Te he dicho…
–Ya sé lo que has dicho, pero no te creo.
–Yo no me escondo tras un motivo oculto y aunque tu monumental ego…
–Cuidado, Saffie.
–Lo que estoy diciendo es que no quiero seguir siendo tu ayudante. Mi vida es mía y puedo hacer con ella lo que quiera. Ya tienes mi carta de dimisión y he informado a Recursos Humanos, así que no hay nada más que decir.
Cuando se dio la vuelta, Joao miró las sensuales caderas, la tentadora curva de su trasero… y maldijo en voz baja.
Había mucho más que decir, pensó. Él la necesitaba demasiado como para dejar que se fuera.
–¿No olvidas algo?
Saffron se dio la vuelta, asustada, tal vez porque sentía que estaba a punto de sacar la artillería pesada, como solía hacer cuando la ocasión lo exigía.
Cuando la vio morderse el labio inferior sintió que su entrepierna se endurecía.
Meu Deus. Tenía que solucionar aquello cuanto antes.
–¿Qué?
–Según una de las cláusulas de tu contrato, necesitas mi aprobación para cambiar de empresa. ¿De verdad crees que te dejaría trabajar para Ashby?
Saffie dejó escapar un suspiro.
–¿Por qué haces esto, Joao?
–Porque quiero conservar a la mejor ayudante ejecutiva que he tenido nunca.
En otro momento, ese cumplido le habría alegrado el día, pero ya no.
–Seguro que la próxima lo hará tan bien como yo.
–Podrás tomarte unas largas vacaciones cuando hayamos cerrado el trato con Lavinia Archer.
–Joao…
–Podrás ir donde quieras, te prestaré mi avión privado. Te doy mi palabra de que no te pediré que vuelvas hasta que hayas descansado y hayas superado eso que tanto te preocupa… lo que haga falta para recuperar a mi responsable y eficaz ayudante.
Su proximidad y su masculino aroma se le subían a la cabeza, haciéndole recordar que no siempre había sido tan responsable.
Había caído en desgracia en Marruecos.
Joao miró su boca durante un segundo y Saffron supo que también él estaba recordando. Nerviosa, se mordió el labio inferior. Estaba perdiendo su famosa compostura y no era capaz de recuperar el control.
–Te he dicho que no puedo conseguir lo que quiero si me quedo.
–Dime cómo has llegado a esa conclusión.
–He trabajado para ti durante cuatro años y sé que sería imposible. Las familias y los hijos de los demás son un fastidio para ti.
Joao enarcó una ceja.
–¿Lo sabes aunque nunca hemos hablado de ello?
–No hemos hablado de ello, pero he estado presente cuando algún conocido ha sacado el tema y te he visto poner los ojos en blanco.
–Porque hablar de las familias de los demás me aburre –replicó él.
–Ya, claro. Y, si no te importa apartarte de la puerta, también yo dejaré de aburrirte.
Iba a pasar a su lado, pero Joao sujetó su mano y Saffie tragó saliva. Para mantener la compostura con Joao no podía dejar que hubiese contacto físico. Había aprendido esa lección de una forma candente e inolvidable durante las interminables negociaciones para conseguir la empresa Montcrief. Su jefe, normalmente imperturbable, estaba como poseído, totalmente decidido a cerrar un trato de cientos de millones de dólares.
Esa fue la primera vez que oyó el nombre de Pueblo Oliviera y la primera vez que había visto algo más que el deseo de conseguir el trato más beneficioso. Estaba claro que Montcrief era algo personal para Joao y no había que ser un genio para concluir que quería, necesitaba, vencer a Pueblo Oliviera.
Su padre.
Joao había conseguido cerrar el trato y, además, había logrado adquirir su tercer equipo de fútbol brasileño.
La victoria contra su padre había sido celebrada con euforia en la fabulosa villa de Joao en Marrakech, con todo el equipo ejecutivo. Había sido allí, rodeados de malabaristas y bailarinas exóticas, cuando se dejó llevar por la ilícita tentación… en una noche que no podía recordar sin que todo su cuerpo ardiese de pasión.
Le gustaría poder echarle la culpa al Krug Clos d’Ambonnay, de dos mil dólares la botella, que se había servido en la fiesta, o a la emoción de bailar la danza del vientre con un atuendo que dejaba su estómago al descubierto, o a las exóticas joyas que la habían hecho sentirse femenina y sexy.
Pero no había sido nada de eso. No, había sido la ardiente mirada de Joao, cuando lo encontró apoyado en una columna de piedra. Había sido la turbación que sintió al ver el brillo de sus ojos mientras se dirigía hacia él. Y la emoción cuando le habló en portugués, con ese tono ronco tan sexy, y el cálido roce de su mano cuando la tomó por la cintura, mirándola a los ojos durante un minuto antes de besarla con una incandescente intensidad que no había experimentado nunca en su vida.
La fiebre que ese beso provocó en su sangre, y el deseo de dejarse llevar por primera vez, habían sido irresistibles. De modo que, cuando la tomó en brazos para llevarla a su suite y cerró la puerta con un pie, casi lloró de emoción.
Cuando por fin supo lo que era ser poseída por él, había temido que su vida no volvería a ser la misma.
Y había estado en lo cierto.
–Tú no eres como los demás. Tú no me aburres, Saffie, al contrario.
Ella sacudió la cabeza. Por la mañana, en Marrakech, Joao la había saludado con indiferencia, como si lo que había pasado unas horas antes no tuviese importancia.
–¿Qué significa eso?
–Eres mi mano derecha –respondió él, acariciándole la su muñeca con el pulgar–. Una de las piezas del engranaje más importantes de mi negocio. Sería un loco si dejase escapar un activo así.
«Engranaje, negocio, activo».
Etiquetas frías que dejaban claro lo único que era para Joao. Lo había sabido desde el principio y lo había aceptado. Entonces, ¿por qué sus palabras eran como un jarro de agua fría?
Joao Oliviera era un tiburón y un día ella se convertiría en su presa. Se la comería sin parpadear antes de seguir adelante.
Pero ella tenía suficiente sentido común como para escapar antes de que ocurriese. Especialmente cuando tenía un objetivo mucho más importante.
–¿Estás decidida a hacerlo, a dejarme y dejar tu carrera?
–A dejarte, sí –respondió Saffron.
Él miró el frenético pulso que latía en su garganta antes de volver a mirarla a los ojos.
El teléfono de Saffie empezó a sonar en ese momento y ella, con su innata ética profesional, dio un paso adelante.
–Déjalo –dijo él–. Una de tus ayudantes responderá.
En cuanto empezó a trabajar para él se dio cuenta de que el volumen de trabajo era extraordinario y tuvo que contratar a dos ayudantes. Y, a pesar de ello, no tenía tiempo para hacer nada más.
Joao se inclinó hacia delante, envolviéndola en su embriagador aroma.
–¿Y nada de lo que yo pueda decir te hará cambiar de opinión? –le preguntó, usando ese tono suave, ronco, que la tenía hechizada.
Saffron negó con la cabeza. El vertiginoso estilo de vida de Joao impedía hacer planes a largo plazo y si seguía trabajando con él sería imposible formar una familia. Tener un hijo.
¿Cuántas veces había cambiado de planes a última hora? Como aquella vez, cuando le organizó un viaje a Aspen para esquiar y, de repente, decidió que prefería las pistas de Suiza, preferiblemente ese mismo día.
¿No la había despertado en medio de la noche un mes antes para pedirle que organizase una visita a los viñedos chilenos que acababa de comprar por cuarenta millones de dólares? Aún estaba medio dormida cuando el avión privado despegó desde una isla griega de su propiedad cincuenta minutos después.
Pero esa incesante, incontrolable, actividad no podía ser buena para su salud. No, no podía esperar más.
–No puedes decir nada que me haga cambiar de opinión –afirmó.
–Sé que esto tiene que ver con Marruecos. Concretamente, con la última noche en Marrakech, ¿no es verdad? –le preguntó Joao, con una voz ronca que resonó dentro de ella.
Saffie se apoyó en la puerta, intentando respirar.
–¿Qué?
–Pues olvídalo. Fue un error, no debería haber pasado. Si necesitas eso para quedarte, te ofrezco mis disculpas.
–Yo no…
–¿No aceptas mis disculpas o dudas de mi sinceridad?
Saffron estuvo a punto de soltar una carcajada. Joao era implacable, cáustico hasta la crueldad a veces, imposiblemente arrogante y demasiado atractivo, pero nunca había dicho nada que no pensase de verdad. Su integridad era la razón por la que los poderosos lo admiraban y envidiaban tanto como lo temían. Y era la razón por la que ella adoraba su trabajo, aunque a veces la volviese loca. Había una dinámica fabulosa entre ellos y la emoción de trabajar con alguien tan brillante hacía que no se aburriese nunca.
–No, no es eso –respondió por fin.
No podía quedarse. Aquel hombre era peligroso para ella y sabía que quedarse sería un error fatal.
El trato con el Grupo Archer estaría firmado en tres meses, antes si Joao se salía con la suya, pero ¿cuál sería el coste para ella?
Demasiado alto.
Joao le levantó la barbilla con un dedo para obligarla a mirarlo a los ojos.
–Tres meses, Saffie. Solo te pido eso. Quédate, cierra este trato conmigo y luego, si quieres, márchate.
Tres meses no era una eternidad, pero temía que Joao fuese capaz de convencerla para que se quedase. No, no podía arriesgarse.
Tomó aire, pero al hacerlo respiró su evocador aroma, una colonia francesa especialmente creada para él. Lo sabía porque una de sus muchas tareas era hacer sus maletas y más de una vez se había dejado llevar por la tentación de abrir el frasco de colonia, intentando descifrar dónde terminaba ese aroma y empezaba el suyo propio.
Seguramente no lo sabría nunca.
Saffron se volvió hacia la puerta.
–¿Dónde vas?
–A tomar el aire. O de vuelta a mi escritorio. En cualquier caso, mi respuesta sigue siendo la misma.
Había puesto la mano en el picaporte, pero el silencio de Joao la dejó inmóvil. Porque ese silencio significaba que estaba recalibrando, calculando cómo conseguir lo que quería. Aun así, no estaba preparada para sus siguientes palabras:
–Te necesito.
Saffie se quedó atónita. Jamás le había dicho eso en cuatro largos años. Ni a ella ni a nadie.
Joao no era un hombre que necesitase nada.
Quería, deseaba, tomaba.
Se dio media vuelta, buscando una explicación en su enigmático rostro.
–¿Estás intentando manipularme?
Con los pies separados y las manos en las caderas, él la miraba impertérrito.
–Quiero que te quedes –afirmó, con la brutal sinceridad con la que solía desarmar a sus oponentes antes de asestar el golpe final–. Haré lo que tenga que hacer para conseguirlo. Tú lo sabes porque me conoces mejor que nadie.
Cuando se trataba de trabajo, pensó ella. Cuando se trataba de anticiparse a todos sus deseos, incluso cuando se trataba de sus relaciones privadas. Era capaz de leer entre líneas y a menudo adivinaba cuándo era hora de enviar un carísimo regalo con una nota, dejando claro que todo había terminado.
Hasta unos meses antes había logrado protegerse a sí misma. Nunca había querido indagar en los detalles personales de su vida, no había querido saber cómo había salido de una favela en Brasil para convertirse en el hombre más rico del mundo. Los medios de comunicación hablaban de él constantemente y en la página web de la empresa había una biografía con tres sencillos párrafos, pero, aparte de que su madre había muerto a los treinta y cinco años, cuando él era muy joven, Saffron sabía poco más.
No sabía cuál era su color favorito, qué había causado esa cicatriz en la palma de su mano izquierda o dónde iba cuando se despedía de ella en Nochebuena y desaparecía durante veinticuatro horas. El día de Navidad era el único día que su teléfono no sonaba, el único día que Joao no la llamaba para pedir algo.
Lo único que sabía de él era que trabajaba con una intensidad que era casi obsesiva.
–En realidad no te conozco, Joao. Y no hay nada de malo en querer tomar un camino diferente para conseguir mis objetivos.
Él apretó la mandíbula.
–Sé que disfrutas de los retos, Saffie. Te aburrirás en el carril lento.
Tal vez tenía razón. En los últimos cuatro años había disfrutado de un estilo de vida por el que millones de personas darían lo que fuese. Había viajado por todo el mundo, viendo cómo él lo conquistaba una y otra vez. Y, entre el sueldo y las bonificaciones, tenía suficiente dinero como para poder retirarse. Tal vez su vida sería aburrida cuando se fuese de allí.
Saffie desechó la tristeza que le provocó ese pensamiento, recordando que la vida no sería aburrida cuando tuviese un hijo.
–Estoy decidida, Joao. Podría quedarme durante seis semanas para formar a tu nueva ayudante…
–No te quiero aquí con un pie en la puerta –la interrumpió él–. Necesito que estés comprometida del todo con esta transacción. Y conmigo.
–¿Y si las negociaciones se alargasen?
–No será así. Pero te lo advierto, Saffie, esta es la última vez que te lo pido.