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Doble seducción Sarah M.Anderson ¿Qué haría falta para convencerla de que lo suyo era para siempre? Engañando a don Perfecto Kat Cantrell Iban a trabajar muy juntos…
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Seitenzahl: 377
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Deseo, n.º 151 - octubre 2018
I.S.B.N.: 978-84-1307-254-8
Portada
Créditos
Engañando a don Perfecto
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Doble seducción
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Al entrar un día más en el edificio de LeBlanc Charities –o LBC–, la fundación benéfica de su familia, Xavier se sintió igual que cada uno de los días anteriores de los últimos tres meses, como si le hubieran desterrado allí. Aquel era el último sitio donde quería estar, pero, para su desgracia, estaba condenado a seguir cruzando esas puertas cada día durante los tres meses siguientes.
Hasta que aquella prueba infernal llegase a su fin. Su padre había ideado un plan diabólico para asegurarse de que sus dos hijos seguirían bailando al son que les marcase aun después de muerto: había puesto como condición para recibir su herencia que su hermano Val y él ocuparan durante seis meses el puesto del otro.
Para su padre no habían contado para nada los diez años que había pasado aprendiendo los entresijos de LeBlanc Jewelers, la empresa familiar, ni los cinco años que había pasado al frente de la misma, partiéndose la espalda para complacerle. Nada de eso contaba. Para recibir los quinientos millones de herencia que le correspondían, y que ingenuamente había creído que ya se había ganado, tenía que pasar una última prueba. Y el problema era que, en vez de haber requerido de él algo con sentido, su padre había estipulado en su testamento que durante los próximos seis meses él tendría que ocupar el lugar de Val en LeBlanc Charities y su hermano asumir las riendas de LeBlanc Jewelers.
Para su sorpresa, aquella experiencia estaba consiguiendo acercarlos el uno al otro. Aunque eran gemelos, nunca había habido un vínculo estrecho entre ellos, y habían escogido caminos completamente distintos. Val había seguido los pasos de su madre, entrando a formar parte de LBC, donde había encajado a la perfección. Él, por su parte, había empezado a trabajar en la empresa familiar, una de las compañías de diamantes más importantes del mundo, y había ido ascendiendo hasta convertirse en el director.
¿Y todo eso para qué? Para nada. Decir que estaba resentido con su padre por aquella treta era decir poco, pero estaba utilizando ese resentimiento para alimentar su determinación. Pasaría aquella prueba; esa sería la mejor venganza.
Sin embargo, después de tres meses aún se sentía como pez fuera del agua, y el testamento de su padre estipulaba que tendría que recaudar diez millones de dólares en donaciones al frente de LBC durante esos seis meses. No iba a ser fácil, pero aún no se había rendido, ni pensaba hacerlo.
Cambiar el horario del comedor social había sido una de las primeras cosas que había hecho al aterrizar en LBC, y una de las muchas decisiones de las que se había arrepentido. Lo había hecho porque ya a las seis de la mañana LeBlanc Charities bullía de actividad, y era ridículo, un desperdicio enorme de capital.
El comedor social funcionaba los siete días de la semana, quince horas al día, pero a primeras horas de la mañana no acudía nadie. Marjorie Lewis, la eficiente gerente de servicios, una mujer de pequeña estatura que era como un general, había presentado su dimisión después de aquello, y aunque él había revocado la orden para volver a establecer aquel horario absurdo, no había conseguido que se quedara.
Según Val, había dimitido porque su madre estaba enferma, pero él sabía que eso no era verdad. Se había ido porque lo odiaba. Como casi todo el mundo en LBC. En LeBlanc Jewelers sus empleados lo respetaban. No tenía ni idea de si les caía bien o no, pero, mientras los beneficios siguieran aumentando mes tras mes, eso a él siempre le había dado igual.
Y no era que no se estuviese esforzando por ganarse el respeto de quienes trabajaban en LBC, pero tenía la sensación de que Marjorie había unido a sus tropas contra él. Y luego había dimitido, cargándole con el muerto.
Estaba repasando una enorme cantidad de papeleo cuando su hermano entró por la puerta. Gracias a Dios… Ya estaba empezando a temer que Val no fuera a reunirse con él como le había prometido para ayudarle con el problema de la vacante que había dejado Marjorie. Tras su marcha, le había tocado a él ocuparse de la gestión de la mayoría de las actividades del día a día de LBC, y eso le dejaba muy poco tiempo para planificar los eventos para recaudar fondos.
Val se había ofrecido a ayudarle con la selección de un candidato para sustituir a Marjorie, y él había aceptado su ofrecimiento, agradecido, aunque no le había dicho cuánto necesitaba esa ayuda. Si algo había aprendido tras la lectura del testamento de su padre, era que no podía confiar en nadie; ni siquiera en su familia.
–Perdona que llegue tarde. ¿A quiénes tenemos hoy en la lista? –le preguntó Val, sentándose en una de las sillas frente a su mesa.
Xavier tomó el currículum que tenía a su derecha.
–Después de que desestimaras a los otros candidatos, solo nos queda una persona. Se llama Laurel Dixon. Desempeñó tareas similares a las que tenía Marjorie, pero en un centro de acogida para mujeres, así que probablemente no sea apta para el puesto. Quiero a alguien con experiencia en gestión de comedores sociales.
–Bueno, tú mismo –respondió Val. Había un matiz de desaprobación en su voz, como si el querer a alguien con experiencia fuese el culmen de la locura–. ¿Te importa si le echo un vistazo a eso?
Xavier le tendió el currículum y Val lo leyó por encima con los labios fruncidos.
–¿Solo has recibido este currículum desde la última vez que hablamos? –le preguntó Val.
–He recibido unos pocos, pero todos de personas que no tienen la cualificación necesaria ni por asomo. Publicamos el anuncio en los portales habituales, pero no parece que hay mucha gente interesada.
Val se pellizcó el puente de la nariz.
–Esto no es bueno. Me pregunto si no será que se ha corrido la voz de que hemos intercambiado nuestros puestos. Lo normal sería que hubiese muchos más candidatos. Como los hayas espantado, no sé cómo haré para que LBC remonte cuando vuelva.
–No es culpa mía. Échasela a nuestro padre.
–Deberíamos entrevistar a esta candidata –dijo Val, agitando el currículum en su mano–. ¿Qué otra opción nos queda? Y, si no está a la altura, no tienes por qué mantenerla en el puesto.
–Está bien –contestó Xavier, quitándole el papel.
Val tenía razón; aquello era solo algo temporal. Tomó el teléfono, marcó el número que figuraba en él y dejó un mensaje de voz cuando le saltó un contestador.
De pronto llamaron a la puerta. Adelaide, la administrativa que había sido discípula de Marjorie, asomó la cabeza y sonrió dulcemente a Val. Si no lo hubiera visto con sus propios ojos, Xavier no se habría creído que aquella mujer supiese sonreír siquiera.
–Señor LeBlanc, ha venido a verle una tal Laurel Dixon –anunció–. Me ha dicho que viene por lo de la vacante.
Imposible… La había llamado hacía solo unos minutos, y en el mensaje que le había dejado no le había dicho que fuera allí. Solo le había pedido que llamara a LBC para concertar una entrevista con él.
–Se presenta sin avisar –le dijo en voz baja a Val–. Un poco atrevida, ¿no?
Aquello lo escamaba. A esa hora el tráfico en el centro de Chicago era terrible, así que, o vivía muy cerca y había ido hasta allí a pie, o ya se había puesto en camino antes de que la llamara.
–Bueno, a mí solo con eso ya me ha impresionado –contestó su hermano–. Esa es la clase de actitud que me gusta en un candidato, que se muestre resuelto.
–Pues yo creo que sería mejor no recibirla y decirle que concierte una entrevista conmigo como Dios manda, cuando haya tenido tiempo para repasar su currículum.
–Pero si la tienes aquí a ella… ¿qué es lo que tienes que repasar? Si no lo tienes claro, puedo hablar yo por ti –replicó Val encogiéndose de hombros.
–No, lo haré yo –casi gruñó Xavier–. Es solo que no me gustan las sorpresas.
Ni tampoco que invadieran su terreno, aunque la culpa era de él, por haber sido tan estúpido como para decirle a su hermano que la dimisión de Marjorie lo había pillado completamente desprevenido. Val había aprovechado esa muestra de debilidad y se había presentado allí como un héroe victorioso, ganándose miradas de adoración del personal de LBC.
Val sonrió divertido y se apartó un mechón del rostro.
–Lo sé. Pero si he venido ha sido para ayudarte con este problema; deja que me ocupe yo.
Ni de broma…
–La entrevistaremos juntos –respondió–. Adelaide, dile que pase.
Val ni se molestó en levantarse y mover su silla para sentarse a su lado, que habría sido lo lógico. En un despacho uno se sentaba tras el escritorio para transmitir autoridad. Claro que lo más probable era que a Val le fuera ajeno aquel concepto. Por eso sus empleados lo adoraban, porque los trataba como a iguales. Pero se equivocaba: no se podía poner a todo el mundo al mismo nivel; alguien tenía que estar al mando, tomar las decisiones difíciles.
Y entonces, cuando Laurel Dixon entró tras Adelaide, por un momento se olvidó por completo de Val, de LBC… hasta de su propio nombre. El cabello, largo y negro como el azabache, le caía por la espalda, y en su bello rostro brillaban unos ojos grises que se habían clavado en los suyos y no parecían dispuestos a apartarse de él.
Una energía extraña, como sobrenatural, fluía entre ellos, y era una sensación tan rara que Xavier dio un respingo para disiparla. Una mujer capaz de provocar una reacción así en él solo con su presencia era un peligro.
–¿Cómo está, señorita Dixon? –la saludó Val, levantándose y tendiéndole la mano–. Soy Valentino LeBlanc, el director de LBC.
–Es un placer conocerle, señor LeBlanc.
La clara voz de la joven le hizo a Xavier estremecerse. Hasta entonces siempre habría dicho que prefería las voces sensuales, las voces de mujer que sonaban como el ronroneo de un gato cuando se excitaban. No describiría la voz de Laurel Dixon como «erótica», pero aun así… De inmediato sintió que quería volver a oírla; era la clase de voz que sería capaz de escuchar durante una hora entera sin aburrirse.
Pero se suponía que aquello era una entrevista, no un juego de seducción. De hecho, la verdad era que nunca antes lo habían seducido, o al menos no que él recordara. Normalmente era él quien llevaba las riendas, y no le gustaba sentir que no tenía el control.
–Y yo soy Xavier LeBlanc, el actual director de LBC –se presentó. Hizo una pausa para aclararse la garganta que, por algún motivo inexplicable, se notaba repentinamente agarrada–. Mi hermano Val solo está de paso.
Ese era el momento en que debería levantarse y tenderle la mano, se recordó Xavier, obligándose a hacerlo. Laurel Dixon le estrechó la mano, y al ver que no hubo relámpagos ni nada de eso, Xavier se relajó un poco. Pero entonces cometió el error de posar la mirada en sus labios, que se curvaron en una sonrisa que lo sacudió como una corriente eléctrica. Apartó la mano abruptamente y volvió a sentarse.
–Dos por el precio de uno –bromeó ella con una risa tan cautivadora como su rostro–. Menos mal que tienen estilos de peinado muy distintos, porque si no me costaría diferenciarlos.
Xavier se pasó una mano por el pelo. Lo llevaba muy corto porque le daba un aire profesional. Era un estilo que iba con él, y siempre había pensado que jugaba en su favor comparado con Val, que lo llevaba demasiado largo, marcándolo con la etiqueta del gemelo rebelde.
–Val no frecuenta mucho al peluquero.
Aunque no lo había dicho a modo de broma, sus palabras la hicieron reír de nuevo, lo cual lo reafirmó en su decisión de hablar solo lo justo. Cuanto menos oyera esa risa cautivadora, mejor.
–No la esperábamos –le dijo Val, indicándole la silla junto a la suya. Esperó a que tomara asiento antes de volver a sentarse él también–. Aunque nos impresiona su entusiasmo. ¿Verdad, Xavier?
–Sí, bueno, por decirlo de algún modo –masculló él–. Yo habría preferido que hubiese concertado una entrevista.
–Ah, ya. Sí, claro, habría sido lo apropiado –admitió ella, poniendo los ojos en blanco–, pero es que estoy tan interesada en el puesto que no quería dejar nada al azar, así que pensé… ¿por qué esperar?
–¿Y qué le interesa tanto de dirigir un comedor social? –inquirió Xavier.
–Ah, pues… todo –respondió ella al instante–. Me encanta ayudar a la gente necesitada y… ¿qué mejor manera de hacerlo que empezando por lo fundamental? No quiero que nadie pase hambre.
–Bien dicho –la aplaudió Val.
Como esas palabras bien podría haberlas dicho su hermano, a Xavier no le sorprendió que su pasión lo conmoviera, pero a él le sonaba demasiado ensayado.
Había algo en ella que no le gustaba, algo que le provocaba desconfianza. Y tampoco le gustaba cómo lo descolocaba. Si tenía que estar en guardia constantemente con ella, ¿cómo podrían trabajar juntos?
–Su experiencia es bastante escasa –apuntó Xavier, golpeteando con el dedo su currículum–. ¿Por qué cree que haber trabajado en un centro de acogida para mujeres puede convertirla en una buena gestora de servicios en un comedor social?
Laurel les soltó otra perorata, que sonaba igual de ensayada, sobre sus tareas en el centro de acogida, resaltando su buen hacer en la gestión de proyectos, y entabló una animada conversación con Val sobre sus ideas para mejorar la atención a los más necesitados.
A su hermano le había sorbido el seso Laurel Dixon. Saltaba a la vista. Durante toda la entrevista no hizo más que sonreír, y cuando la joven se hubo marchado, se cruzó de brazos y le dijo:
–Es la candidata perfecta.
–Ya creo que no.
–¿Qué? ¿Por qué no? –exclamó Val, y sin esperar una respuesta, insistió–: Pero si es perfecta.
–Pues contrátala tú. Dentro de tres meses. Ahora yo sigo al mando, y digo que quiero a alguien distinto.
–Estás siendo un cabezota, y no tienes razón alguna –le espetó Val.
–No tiene experiencia.
–¿Bromeas? Su trabajo en ese centro de acogida de mujeres es perfectamente equiparable a lo que hacemos aquí. Además, solo la tendrás bajo tu mando tres meses. Después seré yo el que tenga que cargar con ella si resulta que no da la talla. Venga, dame el gusto.
Xavier se cruzó de brazos.
–Hay algo en esa Laurel Dixon que no me cuadra, aunque no sé qué es. ¿Tú no has tenido la misma impresión?
–No. Es elocuente y muestra un gran entusiasmo –replicó Val, antes de lanzarle una mirada a caballo entre la lástima y el sarcasmo–. ¿No será que te incomoda que no sea un robot sin emociones como tú?
No era la primera vez que lo tachaban de insensible, pero su hermano se equivocaba. Lo que pasaba era que tenía mucha práctica en ocultar sus sentimientos. Su padre, Edward Leblanc, siempre había desaprobado la debilidad de carácter, y a sus ojos las emociones y la debilidad iban de la mano.
–Sí, eso debe ser.
Val puso los ojos en blanco.
–Esto no es una empresa, sino una organización sin ánimo de lucro. No contratamos a la gente por su capacidad para despedazar al adversario. Necesitas con urgencia a alguien para reemplazar a Marjorie. A menos que tengas un as bajo la manga, no hace falta que busques más.
–Está bien, si a su majestad le complace, la contrataré –claudicó Xavier–, pero no digas que no te lo advertí. No me fío de ella. Oculta algo, y si resulta ser una serpiente venenosa y te muerde, te recordaré esta conversación.
El problema era que probablemente lo mordería a él antes que a Val, que dentro de unos minutos volvería a las oficinas de Leblanc Jewelers, al lógico y ordenado mundo empresarial. Él en cambio, tendría que pasar los tres meses siguientes trabajando con aquella nueva gestora de servicios que hacía que, con solo mirarla, un cosquilleo le recorriese toda la piel.
Tenía la impresión de que iba a pasar buena parte de esos tres meses evitándola para protegerse a sí mismo. Era lo que solía hacer: no permitía que nadie lo irritase, ni otorgaba su confianza a nadie a la primera.
Cuando había decidido infiltrarse en LeBlanc Charities para investigar las acusaciones de fraude, quizá debería haberse presentado para otro puesto que no fuera el de gerente de servicios, pensó Laurel. Claro que… ¿quién habría pensado que la contratarían?
Como mucho había creído que les admiraría su entusiasmo y le darían un puesto menos importante. La clase de puesto que le habría dejado el suficiente tiempo libre como para poder sonsacar información a otros empleados de forma discreta. En vez de eso le habían entregado, por así decirlo, las llaves del reino, y eso debería haberla colocado en una situación aún más ventajosa para husmear en los libros de cuentas de LBC. Al fin y al cabo, las personas que donaban dinero se merecían saber que, mientras ellos intentaban ayudar a la gente necesitada, en LBC alguien se estaba llenando los bolsillos a su costa.
El problema era que hasta ese momento no había tenido ni un segundo libre para dedicarse a su investigación para destapar las supuestas prácticas fraudulentas de la fundación. Y buena parte de la culpa la tenía un hombre exasperante llamado Xavier LeBlanc.
El que él llegara a las oficinas de LBC a una hora tan intempestiva como las seis de la mañana no implicaba que todos sus empleados tuviesen que hacer lo mismo. Pero todos se sentían obligados a hacerlo, incluida ella. Claro que tampoco podía hacer otra cosa. Si se presentara allí a las nueve, llamaría la atención y, estando como estaba de incógnito, no podía permitirse que la descubrieran. Además, eran los gajes del periodismo de investigación, y se suponía que aquel reportaje sería el empujón definitivo para ella, el reportaje que rehabilitaría su menoscabada reputación profesional.
Y así sería; conseguiría reunir los datos que necesitaba, y esa vez ningún otro periódico publicaría un contrarreportaje que dejara al descubierto la falta de fundamento de sus acusaciones.
Aquello había sido horriblemente humillante, y casi había terminado con su carrera. Aquella era una oportunidad de oro para que se olvidase aquella metedura de pata, siempre y cuando no cometiese ningún error durante su investigación.
Lo que tenía que hacer era ir a enfrentarse al león en su guarida, se dijo. Y, levantándose de su mesa, se dirigió al despacho de Xavier LeBlanc. Había llegado el momento de revolver un poco las aguas.
Cuando llamó a la puerta, Xavier levantó la vista y fijó sus ojos azules en ella.
–¿Tiene un minuto? –le preguntó ella y entró sin esperar a que le respondiera.
La recibiría, quisiera o no. ¿Cómo iba a averiguar si había alguien culpable de fraude en LBC si no podía vigilar de cerca al director?
–¿Qué puedo hacer por usted? –le preguntó Xavier, con esa voz tan sensual que resultaba casi pecaminosa.
Laurel dio un pequeño traspiés y se estremeció por dentro cuando los ojos de él descendieron a su boca.
–En mi primer día aquí su secretaria, Adelaide, me enseñó las instalaciones y me explicó el funcionamiento de LBC –comenzó a decirle–. Y, bueno, es un encanto, pero no me ha transmitido tan detalladamente como yo esperaba cuál es la visión que tiene usted de este gran proyecto, y me preguntaba si sería posible que me lo tradujera en algo más… palpable, algo que yo pueda ver y tocar.
La forma de decirlo no era la más adecuada, pensó cuando un tenso silencio siguió a sus palabras. Sonaba a doble sentido. Debería haberlo expresado de un modo más profesional, que no sonase a «quiero que me haga suya ahora mismo sobre este escritorio».
Xavier enarcó ligeramente las cejas.
–¿Qué quiere exactamente que haga?
Seguro que él tampoco había pretendido que sus palabras sonaran tan sugerentes como le habían sonado, pero de inmediato Laurel se encontró pensando en todas las cosas que le gustaría que le hiciera. Como besarla, para empezar.
–Bueno, pues… –comenzó. Su voz sonaba ronca y nada profesional. «Céntrate, Laurel…». Carraspeó–. Esperaba que pudiéramos hablar de sus expectativas.
–Lo que espero es que gestione las operaciones que se llevan a cabo a diario en la fundación –le respondió él sucintamente–. Ni más, ni menos.
–Sí, eso ya lo sé. Pero es que creo que debería ser lo más fiel posible a la visión que usted tenga, y no sé nada sobre sus ideas respecto a cómo debería realizar esa gestión.
Xavier levantó las manos del teclado de su portátil, y las entrelazó en un claro gesto de que estaba poniendo a prueba su paciencia. Tenía unas manos fuertes, con largos dedos, que no podía dejar de imaginar recorriendo su cuerpo.
–Es lo que le pedí a Adelaide que hiciera, que le explicara lo que se espera de usted. Si ni de eso ha sido capaz…
–No, no, Adelaide es estupenda y muy servicial, pero quería que fuera usted quien me explicara qué se espera de mí. Al fin y al cabo vamos a trabajar codo con codo.
–Se equivoca. La contraté para no tener que preocuparme por las operaciones del día a día. Tiene que ser usted invisible: hacer su trabajo para que yo pueda centrarme en el mío.
Vaya… Así no llegaría a ninguna parte. Laurel se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y entrelazó las manos, imitando la postura de él.
–¿Lo ve? Eso es justo lo que Adelaide no podría transmitirme. Me enseñó dónde está cada departamento y me presentó a todas las personas que trabajan en LBC, pero necesito que su mente y la mía sintonicen para poder hacer bien mi trabajo. Dígame qué haría usted. Así podré asegurarme de que no tenga que preocuparse por nada porque de inmediato sabré cómo quiere que se gestione cada asunto.
Las fuentes que la habían puesto sobre aviso respecto al supuesto fraude en LBC eran personas que habían colaborado con la fundación como voluntarios, y le habían dado algunos chivatazos creíbles sobre determinados datos que no aparecían en los libros de cuentas.
Probablemente aquello no era más que la punta del iceberg, y lo que necesitaba era averiguar cuántas personas estaban implicadas, si Xavier estaba al tanto, o si aquel cambio en la dirección de un hermano a otro había apartado al verdadero culpable de LBC. ¿Podría ser que el fraude hubiese sido motivado ese cambio? Tenía que descubrirlo.
Y no podía cometer ningún fallo. Iba a ser una investigación compleja.
Los ojos de Xavier se posaron en los suyos de nuevo, y tuvo la impresión de que no sabía muy bien qué pensar de ella. Eso era bueno: si lo descolocaba de esa manera, le sería más fácil hacer que se le soltase la lengua y se le escapasen los secretos que tenía que ocultar.
–Esto es lo que quiero, señorita Dixon –le dijo con esa voz profunda y acariciadora–: quiero que se asegure de que LBC funcione como un reloj para que yo pueda centrarme en la captación de donaciones. Aparte de eso, me da igual cómo lo haga.
Laurel parpadeó.
–¿Cómo le va a dar igual? Es usted quien está al mando.
Si se estaba produciendo algún tipo de actividad ilegal en una empresa, lo normal era que se extendiera hasta lo más alto del escalafón.
De inmediato se encontró deseando que Xavier no estuviera implicado y que el que cayera con su investigación fuera su hermano. Claro que eso también le sabría mal, porque Val le caía bien.
No, no podía dejar que sus sentimientos comprometieran la investigación como la última vez.
–Sí, yo estoy al mando –dijo Xavier finalmente.
–Exacto, y yo estoy aquí para ejecutar sus órdenes. ¿Por dónde quiere que empiece?
–Podría empezar por explicarme por qué parece como si estuviera flirteando conmigo.
A Laurel se le cortó el aliento.
–¿Qué? –preguntó cuando se hubo recobrado–. No estoy flirteando con usted.
Si acaso, era él quien parecía querer seducirla. De su ser emanaban unas intensas vibraciones que parecían llamarla, y a veces eran tan fuertes que a duras penas podía resistirse a esa llamada.
La expresión implacable de él no varió.
–Bien –dijo–, porque un romance entre nosotros sería muy mala idea.
Eso decía mucho de él. No estaba diciéndole que no era su tipo, ni que se había confundido al tomarlo por heterosexual, sino que un romance entre ellos sería «muy mala idea». Eso significaba que él también sentía la electricidad que había entre los dos. Interesante…
Si flirteara de verdad con él, ¿conseguiría sacarle más información? Aunque para ella lo importante era la investigación, no podía evitar sentir curiosidad. Le gustaría explorar su atracción hacia Xavier LeBlanc.
–Es verdad, sería muy, muy mala idea –repitió–. Y le prometo solemnemente –añadió cruzando los dedos tras la espalda– que mientras trabajemos codo con codo me abstendré de decir nada con doble sentido o que pueda interpretarse como un coqueteo por mi parte.
–Ya le he dicho que se equivoca: no vamos a trabajar codo con codo –la corrigió él.
Laurel se preguntó hasta qué punto tendría que irritarlo para que se le escapase algo sin querer. Todo el mundo tenía un límite, y ella había conseguido que unas cuantas personas le desvelasen sus secretos, a menudo sin darse cuenta. Claro que normalmente eso solo ocurría cuando se ganaba su confianza.
¿Sería poco ético seducirlo para conseguir información? Nunca había probado ese método, pero no podía negar que la idea la excitaba. Y precisamente por eso seguramente no era una buena idea, pero aún así…
–Vamos… Creía que ya habíamos discutido eso: usted está al mando y yo estoy aquí para hacer exactamente lo que me diga, aunque no en un sentido sexual, por supuesto, y los dos vamos a ignorar la química que hay entre nosotros. ¿O me he perdido algo, señor LeBlanc?
Al oírla decir eso, para su sorpresa, Xavier LeBlanc se rio, y el sonido de su risa hizo que sintiera un cosquilleo en el estómago.
–No. Solo quería… asegurarme de que nos entendíamos –dijo él.
–Eso suena prometedor. ¿Por qué no comparte su visión conmigo, para empezar?
–¿Mi visión de qué?
Xavier se había inclinado hacia delante, invadiendo su espacio, y a Laurel le estaba costando concentrarse.
–Pues… de LBC. Como fundación benéfica. ¿Cuál es el objetivo fundamental de LBC?
–Alimentar a la gente necesitada –respondió él a secas–. ¿Qué más puede haber?
–Mucho más. En el centro de acogida en el que trabajé nuestro objetivo era devolver a esas mujeres algún control sobre sus vidas, que pudieran elegir.
Había sido un trabajo satisfactorio, aunque solo hubiera sido una manera de pagarse la universidad.
Lógicamente había tenido que alterar un poco las fechas en su currículum y omitir los últimos años en el apartado de experiencia laboral para que nadie en LBC supiera que había estado trabajando para una cadena de televisión de noticias.
Aunque la habían despedido, no había disminuido su afán por ayudar a otros divulgando información. Seguía creyendo en el valor de las organizaciones sin ánimo de lucro. Por eso era tan importante para ella averiguar si efectivamente se estaba produciendo un fraude en LBC y, si era así, destaparlo.
Las facciones de Xavier se endurecieron.
–Parece olvidar que solo estoy al frente de LBC de forma temporal –le dijo–. Este no es mi mundo.
–Pero su hermano mencionó que su madre creó esta fundación hace quince años. Seguro que en todo ese tiempo debe haberse implicado de algún modo en LBC.
–Lo que ve aquí es toda mi implicación hasta la fecha –respondió él, señalando el escritorio con un ademán–. Me quedaré otros tres meses y en ese tiempo tengo que conseguir recaudar la mayor suma en donaciones que se haya recaudado en toda la historia de la fundación. Los objetivos de LBC no son cosa mía.
Laurel parpadeó, pero la expresión de él no se alteró ni un ápice. Lo estaba diciendo en serio…
–Pues si es así va a tener un grave problema, porque la gente no dona dinero porque sí; lo donan para una causa en la que creen. Y usted tiene que conseguir que crean en la causa que abandera LBC. ¿No ve que en Chicago hay cientos… no, miles de fundaciones como esta a las que la gente puede donar? ¿Cómo cree que deciden a cuál donar su dinero? Tiene que ayudarles a decidir, presentándoles con pasión los objetivos de LBC.
–Tomaré nota de su consejo, ya que tiene experiencia en la organización de eventos benéficos para recaudar fondos. ¿No será que se presentó para el puesto equivocado?
–Podría ser. O podría ser que usted solicitara candidatos para el puesto equivocado. A mí me parece que lo que necesita es alguien que le diga qué debe hacer. ¿No se da cuenta de que hay serias deficiencias en su filosofía de trabajo?
Xavier se echó hacia atrás en su asiento y entornó los ojos.
–¿Puedo ser franco con usted, señorita Dixon?
«¡Dios, sí! Por favor, revéleme todos sus secretos, señor LeBlanc…».
–Solo si a partir de ahora me llama por mi nombre y me permite a mí también que lo tutee.
Los labios de él se arquearon en una breve sonrisa que hizo creer a Laurel que iba a replicar, pero para su sorpresa no fue así.
–Está bien, Laurel. Pues para empezar hace falta que entiendas de qué va todo esto y debes saber que estoy dispuesto a otorgarte mi confianza, cosa que no hago a la ligera.
A Laurel el estómago le dio un vuelco, no sabía si por su tono, por su sonrisa, o por su propia conciencia. No, sin duda era por la sensación de culpa que la había invadido. No tenía pruebas de que hubiera un fraude en LBC, ni de que, si lo había, Xavier estuviera implicado. ¿Y si su investigación le causaba problemas?
Pero sus fuentes eran creíbles, y si había algo turbio que destapar, estaba segura de que Xavier se alegraría de que lo hiciese. Al fin y al cabo, LBC ejercía una labor social, y el dinero que recaudaba debía destinarse únicamente a la gente necesitada a la que atendían.
–Me esforzaré por merecer esa confianza.
Xavier asintió.
–Entonces, debo confesarte algo: no tengo ni idea de cómo gestionar una fundación benéfica. Es verdad que necesito ayuda.
Laurel estuvo a punto de poner los ojos en blanco. ¿Se creía que aquello era una gran revelación?
–Me he dado cuenta.
–Ya. Pues estoy haciendo todo lo posible para que el resto de la plantilla no se dé cuenta –admitió él–. Es por eso por lo que estaba intentando mantenerme al margen del área de especialización de cada uno. Y entonces fue cuando apareciste tú.
–Entiendo: prefieres esconderte aquí, en tu despacho, mientras los demás hacen el trabajo sucio –dijo. Aunque él frunció el ceño, le sostuvo la mirada–. Pues lo siento por ti, pero ahora estás al frente, y tienes que tomar el timón. Pero yo te ayudaré. A partir de este momento, somos un equipo.
Le tendió la mano, expectante. La necesitaba, le gustara o no. Y ella lo necesitaba a él.
Xavier vaciló un momento antes de tomar su mano, no sin cierta reticencia, y se la sostuvo más tiempo del necesario, haciendo evidente que aquel no era un simple apretón de manos. Había demasiada electricidad entre ellos, demasiadas cosas que se callaban.
Socios… A Xavier le gustó la idea. Sobre todo por la impresión que tenía de que Laurel Dixon ocultaba algo. Era una suerte que fuera ella quien había sugerido que deberían trabajar juntos, porque así podría tenerla más vigilada.
–¿Socios? ¿Y luego qué? –le preguntó después de soltar su mano.
Sin embargo, la electricidad estática que parecía haber entre ellos no se disipó. No sería buena idea volver a tocarla, pero precisamente por esa razón de pronto no podía pensar en otra cosa.
–Acompáñame –le dijo Laurel.
Se levantó de su asiento y mientras se dirigía hacia la puerta giró la cabeza, quizá para asegurarse de que la seguía. ¡Como si fuese a quitarle los ojos de encima ni un segundo! Ni hablar… Iba a averiguar qué escondía bajo la manga.
Laurel lo llevó hasta la mesa de su secretaria y al verlo llegar Adelaide los miró con unos ojos como platos a través de sus gafas bifocales. Casi se sintió tentado de gruñirle para hacerla dar un respingo. ¿De qué servía que la gente le tuviera miedo si no lo aprovechaba de vez en cuando para divertirse un poco?
Laurel se echó hacia la espalda un largo mechón azabache y le dijo:
–Hoy es tu día de suerte, Addy. A partir de ahora estás al mando: el señor Leblanc acaba de ascenderte.
–Yo no he… –comenzó a replicar Xavier, pero Laurel lo calló de un codazo en las costillas–. ¡Ay! Quiero decir… sí, es justo como Laurel ha dicho.
Adelaide los miraba a uno y a otro como aturdida.
–Es muy generoso por su parte, señor Leblanc –musitó–, pero no comprendo… ¿un ascenso?
–Exacto –intervino Laurel con una sonrisa radiante–. Te ha ascendido a gerente de servicios. Vas a ocupar el puesto de Marjorie.
Un momento… ¿Cómo? Eso era ir demasiado lejos. Si Adelaide hubiese estado remotamente cualificada para ese puesto o hubiese tenido algún interés en él, ella misma se habría presentado como candidata. ¿A qué jugaba Laurel?
–Espero que sepas lo que haces –le siseó al oído.
Lo que estaba claro era que tenía un plan y que pretendía que él lo siguiera. El codazo que le había dado era su manera de darle a entender que, si lo que quería era que tuvieran una conversación sobre sus tácticas, la tendrían, pero más tarde.
–Sabes todo lo que hay que saber sobre LBC, Adelaide. Díselo al señor LeBlanc –la instó Laurel con un entusiasmo empalagoso–. Me hizo una visita tan completa por las instalaciones, que pensé que no acabaría nunca. Se conoce al dedillo los entresijos de cada departamento de LBC –le dijo a Xavier–. ¿Verdad, Addy?
Adelaide asintió.
–Llevo aquí siete años y empecé en la cocina como voluntaria. Me encanta trabajar aquí.
–Salta a la vista –dijo Laurel–. ¿Y sabes qué? El señor LeBlanc se estaba lamentado ahora mismo, diciéndome que no tiene a nadie que lo ayude a organizar un evento para recaudar las donaciones que LBC necesita tan desesperadamente.
¡Por Dios! Eso no era lo que le había dicho. Si Adelaide le contaba aquello a los demás, todos pensarían que era un llorica, incapaz de hacerse cargo de las tareas que se le habían encomendado. Pero antes de que pudiera corregir las palabras de Laurel, esta siguió hablando.
–El caso es que me dije «esta es una oportunidad de oro para que Addy demuestre su valía». Solo tienes que ocuparte del trabajo que hacía Marjorie, y así yo podré dedicarme a ayudar al señor LeBlanc a conseguir esas donaciones. ¿Te parece bien?
Cuando Adelaide sonrió y dio palmas como si le acabaran de hacer el mejor regalo de Navidad de su vida, Xavier se quedó con la boca abierta, aunque se apresuró a cerrarla antes de que nadie pudiese darse cuenta de cómo lo descolocaba Laurel Dixon.
Las dos mujeres se pusieron a hablar sin parar sobre la logística de LBC, llevaban así dos minutos seguidos cuando Xavier, que ya no podía más, las interrumpió.
–¿Y ya está?, ¿así de fácil? ¿Adelaide va a hacer el trabajo de Marjorie?
Las dos se volvieron hacia él y se quedaron mirándolo. Laurel enarcó una ceja.
–Perdón, ¿vamos demasiado rápido? Sí, Adelaide se ocupará a partir de ahora de las tareas de Marjorie. Y hará un trabajo estupendo.
Debería haberle hecho unas cuantas preguntas más en su despacho, pensó Xavier. Como cuál era exactamente el concepto que Laurel tenía de «equipo». Porque cuando le había dicho que iban a ser un equipo y que trabajarían codo con codo, se había hecho una idea algo distinta de cómo sería la interacción que tendrían.
En ningún momento había imaginado que fuera a arrogarse la tarea de recaudar ese dinero para LBC. Eso era cosa suya. Necesitaba demostrarle a su padre –y también a sí mismo– que podía con cualquier reto. Conseguir recaudar diez millones de dólares en donaciones le parecía algo nimio a cambio de recuperar la confianza en sí mismo y dejar atrás la inseguridad que acarreaba desde la lectura del testamento. Y no permitiría que nadie le arrebatara esa satisfacción.
–Discúlpenos un momento, por favor –le dijo a Adelaide entre dientes.
Llevó a Laurel de vuelta a su despacho, cerró la puerta y le preguntó con aspereza:
–¿A qué diablos ha venido eso? Le has traspasado todas tus obligaciones a Adelaide. Y sin consultármelo, por cierto. ¿Qué se supone que vas a hacer tú si le dejas todas esas tareas a ella?
–Pues ayudarte a ti, por supuesto –respondió ella, dándole unas palmadas en el brazo–. Tenemos un evento que organizar para recaudar donaciones. Vamos, es lo que acabo de decir hace un momento.
Le había tendido aquella trampa tan hábilmente que no se había dado ni cuenta hasta que había caído en ella.
–No tienes suficiente experiencia en organizar ese tipo de eventos –replicó.
Ella se encogió de hombros.
–¿Por qué esa obsesión con la experiencia? Adelaide no tiene ninguna, pero lleva años aquí y ha aprendido de Marjorie todo lo que hay que saber. Y estoy segura de que lo hará maravillosamente.
–Para gestionar una fundación como esta hace falta alguien con puños de acero –le espetó él al instante–. No alguien como Adelaide, esa especie de… búho que no hace más que asentir con la cabeza.
Laurel soltó una risa seca.
–Más vale que no te oiga decir eso. No creo que le haga gracia que la llames así solo porque lleva gafas.
–Yo no pretendía… –reculó él. Estaba empezando a dolerle la cabeza–. Parece un búho porque se te queda mirando ahí plantada, sin decir nada, como si fuese un búho sabio. No me la imagino diciéndole a los demás lo que tienen que hacer. Yo no… Olvídalo, es igual.
Laurel Dixon lo estaba volviendo loco. No podía deshacer lo que acababa de hacer sin disgustar a Adelaide, que parecía encantada con el ascenso, y tendría que pasarse las próximas semanas vigilándola, no fuera a hacer que LBC se estrellase. Aquello podía acabar en desastre.
–Está bien, de acuerdo –masculló–. Adelaide ocupará el puesto de Marjorie y lo hará estupendamente. Y tú vas a ayudarme con el evento. ¿Lo harás igual de bien?
–Por supuesto.
Cuando la vio echarse de nuevo el pelo hacia atrás, no pudo evitar preguntarse por qué lo llevaba suelto si tanto le molestaba. Así al menos él no estaría todo el tiempo muriéndose por tocarlo para averiguar si era tan suave como parecía. Se cruzó de brazos; mejor no tentar a la suerte.
–Estupendo. Entonces, ¿cuál es el plan, mi general?
–¿Apelativos cariñosos ya? –murmuró ella, pestañeando con coquetería. Lo repasó de arriba abajo, deteniendo su mirada en un punto poco apropiado–. Pensaba que eso no pasaría hasta mucho más adelante. Y en… circunstancias distintas.
La insinuación era evidente. Y él no debería estar sintiendo un cosquilleo en ese punto poco apropiado.
–No he podido evitarlo; es un apelativo que te va como anillo al dedo.
–No te preocupes, me gusta –murmuró Laurel, y el aire pareció volverse más denso mientras seguía mirándolo–. Me halaga que te hayas dado cuenta de que no soy de las personas que se quedan sentadas y esperan a que las cosas sucedan.
–Lo supe desde el primer día, cuando te presentaste aquí sin que hubiéramos concertado una entrevista –le contestó él–. Eres un libro abierto.
Una sombra cruzó los ojos de Laurel. No sabía qué, pero volvió a tener la impresión de que estaba ocultándole algo. Si se la llevase a la cama, ¿conseguiría arrancarle esos secretos?
–Bueno, es verdad que soy bastante transparente –concedió ella, pero su expresión se veló de nuevo.
Mentir se le daba fatal. O a lo mejor era que había una sintonía tan fuerte entre los dos que no podía engañarle. Empezaba a sentirse acorralado y no podría evitar tener que pasar mucho tiempo en su compañía.
–Probablemente vea más de lo que querrías que viera –le dijo. Laurel parpadeó. Se estaba divirtiendo–. Por ejemplo, estoy bastante seguro de que has hecho esta maniobra táctica de convertirte en mi asistente porque no puedes soportar estar lejos de mí.
Laurel enarcó las cejas.
–Eso suena a provocación. ¿Y si dijera que es verdad?
Estaría mintiendo de nuevo, pensó Xavier. Estaba convencido de que sus fines eran otros, aunque aún no hubiese dilucidado cuáles eran. Pero si quería que jugaran a ese juego, estaba dispuesto a seguirle la corriente.
–Pues diría que tenemos un problema. No podemos permitirnos un romance. Sería demasiado… arriesgado. Y no querría andar todo el día nervioso, sudando a mares ante las miradas suspicaces de los demás.
Los labios de Laurel se curvaron en una sonrisa pícara.
–Lástima. Porque a mí me encanta sudar… y acabar toda pegajosa.
De pronto Xavier se encontró imaginándola desnuda y sudorosa sobre el escritorio, y todo su cuerpo se puso rígido.
–Pues yo creo que es mejor evitarse complicaciones –contestó.
Ella resopló y le puso una mano en el brazo.
–Por favor… –murmuró con una sonrisa sarcástica mientras le apretaba el antebrazo–. Al menos podrías tener la cortesía de ser sincero conmigo si es que no te sientes atraído por mí.
Vaya, buena jugada. Acababa de lanzar la pelota a su tejado. Podría tomar el camino fácil y responderle que no, no se sentía atraído por ella, aunque así estaría dándole la oportunidad de tildarlo de embustero. O podría admitir que lo ponía como una moto y acordar una tregua.
Al final se decantó por una tercera opción: asegurarse de que le quedase claro que no iba a bailar al son que le tocase.
–No creo que sea el momento de hablar de quién está o no está siendo sincero.
El doble sentido de sus palabras tensó visiblemente a Laurel, pero logró no perder la sonrisa.
–Touché –dijo–. Entonces, volvamos a ignorar la química que hay entre nosotros.
–Será lo mejor –asintió él. Tampoco había esperado que le revelara voluntariamente sus secretos. Todo a su tiempo–. Y ahora, respecto a ese evento…
–Ah, claro –murmuró ella. Dejó caer la mano, por fin, y se quedó pensativa un momento–. Deberíamos asistir a un evento de ese tipo y tomar notas.
Xavier parpadeó.
–Eso es… una gran idea.
¿Cómo no se le había ocurrido? Eso era lo que hacía en LeBlanc Jewelers: si otra joyería tenía una estrategia de mercado que le gustaba, la estudiaba. ¿Por qué no aplicar ese mismo método a la fundación?
Laurel sonrió, y sus ojos grises brillaron.
–Empezaré por seleccionar unos cuantos y haremos un poco de trabajo de campo.
Genial. Ya que no podía mantenerse alejado de Laurel, aprovecharía que iba a tener que pasar bastante tiempo con ella para investigar cuáles eran sus intenciones ocultas. Y tampoco diría que no a explorar un poco esa química imposible de ignorar que había entre los dos. Solo tenía que andarse con cuidado para no dejarse embaucar por ella. Solo quedaba por determinar cómo de difícil se lo pondría Laurel.
Para cuando llegó el viernes, Adelaide se había ganado ya la confianza de Xavier. Era verdad que había aprendido mucho de Marjorie, exhibía un profundo conocimiento de todo lo concerniente a LBC, y estaba tomando decisiones muy sensatas y bien sopesadas. Además, todo el personal acataba sus órdenes como si llevara años al mando, y le gustaba su estilo.