E-Pack Sarah Morgan 2 febrero 2023 - Sarah Morgan - E-Book

E-Pack Sarah Morgan 2 febrero 2023 E-Book

Sarah Morgan

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Beschreibung

Pack 340 Noches de Manhattan A la competente organizadora de eventos Paige Walker le encantaban los retos. Tras pasar su infancia entrando y saliendo del hospital, ahora estaba decidida a triunfar. ¿Y qué mejor lugar para hacerlo que Nueva York? Pero cuando perdió el empleo que amaba, tuvo que enfrentarse al mayor reto de todos: trabajar por su cuenta. Sin embargo, lanzar su propia empresa de organización de eventos no era nada comparado con disimular lo que sentía por Jake Romano, el mejor amigo de su hermano, además del amante más solicitado de Nueva York y el único hombre que le había roto el corazón. En el momento en que Jake se ofreció a ayudarla con su nuevo negocio, la química que aún crepitaba entre los dos comenzó a quitarle el sueño. ¿Podría convencer a un hombre que no confiaba en nadie de que le diera una oportunidad a su amor? Atardecer en Central Park En el caos de Nueva York puede ser complicado encontrar el amor verdadero incluso aunque lo hayas tenido delante desde el principio… El amor nunca había sido una prioridad para Frankie Cole, diseñadora de jardines. Después de presenciar las repercusiones del divorcio de sus padres, había visto la destrucción que podía traer consigo una sobrecarga de emociones. El único hombre con el que se sentía cómoda era Matt, pero era algo estrictamente platónico. Ojalá hubiera podido ignorar cómo hacía que se le acelerara el corazón… Matt Walker llevaba años enamorado de Frankie, aunque sabiendo lo frágil que era bajo su vivaz fachada, siempre lo había disimulado. Sin embargo, cuando descubrió nuevos rasgos de la chica a la que conocía desde siempre, no quiso esperar ni un momento más. Sabía que Frankie tenía secretos y que los tenía bien enterrados, pero ¿podría convencerla para que le confiara su corazón y lo besara bajo el atardecer de Manhattan?

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Sarah Morgan, n.º 340 - febrero 2023

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-673-3

Índice

 

Créditos

Noches en Manhattan

Querido lector

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Atardecer en Central Park

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

Querido lector,

 

Siempre me cuesta decidir si soy una chica de campo o una chica de ciudad. Si habéis leído alguno de mis libros, sabréis que me encanta la montaña (sobre todo las montañas nevadas) y la playa. Me encanta respirar aire fresco y estar cerca de la naturaleza y, si me seguís en Instagram, habréis visto muchas de mis fotos de playa y montaña. Pero lo cierto es que también me encantan las ciudades. Adoro la energía, los sonidos y el ritmo de vida que hay en ellas.

 

Cuando mi editora (se llama Flo y es brillante en todos los sentidos) me sugirió que mi nueva serie se desarrollara en la ciudad, no me quedé muy convencida. «No sé si puedo escribir sobre una ciudad», le dije. Y ella me respondió: «Pero no vas a escribir sobre una ciudad. Vas a escribir sobre amor, amistad y sentimiento de comunidad, que es sobre lo que siempre escribes. Y, además, te encanta Nueva York».

 

Tiene razón. Me encanta. He tenido la suerte de visitar Nueva York en varias ocasiones y cada vez me ha resultado más emocionante que la anterior. Ya que Nueva York aparece en muchas de mis películas favoritas (Cuando Harry encontró a Sally y Hitch, por nombrar unas pocas), siempre tengo la sensación de estar caminando por un plató de cine. Tengo que controlarme para no ir señalándolo todo con la boca abierta de asombro. (Y por si os lo preguntáis, lo que más me gusta es el Edificio Chrysler. Es mágico y, sí, aparece en este libro).

 

Las ideas para los personajes surgieron con facilidad y Nueva York resultó ser un escenario tan bueno que acabó convirtiéndose en un personaje más. Le dio una chispa urbana a cada historia y cuando mi editorial me propuso los títulos, me hicieron mucha ilusión. Noches de Manhattan es la historia de Paige y arranca en un momento de su vida en el que todo está a punto de derrumbarse.

 

Espero que os enamoréis de estos personajes y que disfrutéis siguiendo sus aventuras mientras se enfrentan al amor y a la vida en la Gran Manzana. Si queréis ayuda para visualizar el escenario, ¡echad un vistazo a mis tablones de Pinterest! Están llenos de fotos que usé como inspiración mientras escribía esta serie.

 

¡Bienvenidos a Noches de Manhattan!

 

Con cariño, Sarah

Besos

 

Este libro está dedicado a Nicola Cornick, una autora maravillosa y todo lo que debe ser una amiga

 

Hay algo en el aire de Nueva York que hace que dormir sea inútil

SIMONE DE BEAUVOIR

Capítulo 1

 

«Cuando estés subiendo una escalera, siempre supón que alguien te está mirando la falda».

—Paige

 

 

–«Ascenso». Creo que puede ser mi palabra favorita. No tenéis ni idea de cuánto tiempo he estado esperando esto –arrastrada por la marea de personas que se dirigían a sus trabajos, Paige Walker seguía a sus amigas, Eva y Frankie, por las escaleras del metro. Al salir, se topó con un cielo azul y un sol brillante. Alzándose ante ella, los rascacielos de Manhattan parecían tocar las mullidas nubes; un bosque de acero y cristal que centelleaba bajo el brillante sol de la mañana y en el que los edificios competían entre sí por ser el más alto. El Empire State Building. El Rockefeller Center. Más alto, más grande, mejor. «Miradme».

Paige miró y sonrió. Había llegado el gran día. Incluso el buen tiempo parecía estar celebrándolo.

No existía en el mundo una ciudad más apasionante que Nueva York. Le encantaban su vitalidad, su ritmo y lo que prometía.

Había conseguido un empleo en Eventos Estrella nada más salir de la universidad y apenas había podido creerse lo afortunada que había sido, sobre todo cuando sus dos mejores amigas consiguieron trabajo también allí. Trabajar para una gran empresa con sede en Manhattan era su sueño. La energía de la ciudad se le colaba en la piel y en las venas, como una inyección de adrenalina. Ahí podía ser quien quisiera ser. Podía vivir su vida sin que le preguntaran veinticinco veces al día cómo se encontraba. En ese intenso bullicio que era Nueva York, la gente estaba tan ocupada pensando en sí misma que no tenía tiempo para pensar en los demás. Las relaciones eran superficiales y nunca iban más allá. Se entremezclaba con la multitud y estaba encantada con ello.

Paige no quería destacar. No quería ser distinta o especial. No quería ser un modelo de valentía para nadie.

Quería ser anónima. Normal, fuera lo que fuera eso. Y ahí en Nueva York por fin lo había logrado.

El caos urbano ofrecía su propia clase de privacidad. Todo se movía más deprisa.

Todo, excepto su amiga Eva, que no era una persona muy madrugadora.

–Pues «ascenso» no es mi palabra favorita. Puede que «amor» sea mi palabra favorita –dijo Eva entre bostezos–. O tal vez «sexo», que es lo mejor que hay después del amor. Creo. La verdad es que no lo puedo recordar porque hace mucho que no lo practico. Me preocupa que se me hayan olvidado los movimientos. Si vuelvo a estar desnuda con un hombre, creo que voy a tener que comprarme un libro de instrucciones. ¿Por qué en Manhattan a nadie le interesan las relaciones? Yo no quiero una aventura esporádica, quiero un compañero para toda la vida. Los patos pueden hacerlo, ¿por qué nosotras no? –se detuvo para ajustarse la zapatilla y unas suaves ondas de cabello rubio le cayeron sobre los pechos, tan generosamente curvados como una magdalena bien rellena. El hombre que avanzaba en su dirección se detuvo en seco, con la boca abierta, y otros cuatro hombres chocaron contra él.

Intentando evitar una gran colisión en cadena, Paige agarró a Eva del brazo y la llevó hacia ella.

–Eres un peligro andante.

–¿Es culpa mía que se me desaten los cordones?

–Tus cordones no son el problema. El problema es que acabas de anunciar ante todo Manhattan que hace años que no practicas sexo.

–El problema –dijo Frankie acercándose a ellas– es que ahora hay un puñado de banqueros haciendo cola para gestionar tus activos. Y no me refiero precisamente a tus finanzas. Arriba, Bella Durmiente. Yo te ato la zapatilla.

–No tengo finanzas que gestionar, pero al menos eso significa que no me despierto por las noches preocupada por los intereses y las tasas de rendimiento. Eso es un incentivo, aunque no precisamente el incentivo al que esos banqueros están acostumbrados –dijo Eva incorporándose y frotándose los ojos. Tenía problemas para centrarse antes de las diez de la mañana–. No tienes que atarme la zapatilla. No tengo seis años.

–No eras un peligro cuando tenías seis años. Es más seguro si lo hago yo. No tengo un escote que debería ir acompañado de una advertencia sanitaria ni un cerebro incapaz de filtrar lo que me sale por la boca. Y échate a un lado. Estamos en Nueva York. Es prácticamente un delito bloquear la corriente de trabajadores –hubo cierto tono de enfado en la voz de Frankie, el suficiente para hacer que Eva frunciera el ceño al echar el pie adelante.

–No te pueden demandar por estar en mitad de la calle. ¿Qué te pasa esta mañana?

–Nada.

Paige miró a Eva. Las dos sabían que «nada» significaba «algo», y las dos sabían también que era mejor no forzar las respuestas. Frankie hablaba cuando estaba preparada para hacerlo y eso solía suceder después de haberse estado conteniendo un rato.

–Bloquear el paso de los viandantes podría ser considerado una provocación –dijo Paige–. Y sí que era un peligro de pequeña. ¿Has olvidado su octavo cumpleaños cuando Freddie Major amenazó con pegar a Paul Matthews si ella no accedía a casarse con él?

–Freddie Major –el recuerdo le arrancó una leve sonrisa a Frankie–. Le metí una rana por dentro de la camiseta.

Eva se estremeció.

–Eras una niña malísima.

–¿Qué puedo decir? No se me dan bien los hombres de ninguna edad –Frankie puso su lata de refresco en la mano de Eva–. Sujeta esto, y si lo tiras a la basura, será el fin de nuestra amistad.

–Nuestra amistad lleva sobreviviendo más de veinte años. Me gusta pensar que sobreviviría aunque tirara tu comida basura a la papelera.

–No sobreviviría –atlética y flexible, Frankie se agachó–. Todo el mundo se puede permitir algún que otro vicio. Comer de un modo poco saludable es el mío.

–¡Un refresco de cola sin azúcar no es un desayuno! Tus hábitos alimentarios son un riesgo para tu vida. ¿Por qué no me dejas que te prepare un delicioso batido de col y espinacas? –le suplicó Eva.

–Porque no me gusta vomitar el desayuno una vez me lo he comido y porque mis hábitos alimentarios no suponen un mayor riesgo para la vida que tus hábitos a la hora de vestir. Y, además, hoy no me apetecía desayunar –añadió Frankie atando los cordones de las Converse verdes de Eva mientras un río de viandantes fluía a su alrededor en un intento de llegar a su destino lo más rápido posible. Puso cara de dolor cuando alguien se chocó contra ella–. ¿Por qué nunca te haces nudos dobles, Ev?

–Porque cuando me visto aún estoy dormida.

Frankie se levantó, le quitó el refresco de la mano y, al hacerlo, su melena rojiza le cayó sobre los hombros.

–¡Ay! ¡Vaya, perdón! –dijo colocándose las gafas y girando la cabeza hacia el hombre trajeado que se alejaba–. ¿Sabes que es de buena educación anestesiar a alguien antes de extirparle los riñones con tu maletín? –frotándose la zona con la mano farfulló amenazas de todo tipo antes de añadir–: Hay días en los que me gustaría volver a vivir en un pueblo pequeño.

–Tienes que estar de broma. ¿Volverías a Puffin Island? –preguntó Paige cambiándose el bolso de hombro–. Yo no, ni siquiera cuando voy en el metro tan apretujada que parece que me está abrazando una boa constrictor. Y no es que la isla no sea bonita, porque lo es, pero… Es una isla. Sobra decir más –se había sentido aislada de la civilización por las aguas agitadas de la Bahía Penobscot y asfixiada por una tupida manta de inquietud paternal–. Me gusta vivir en un lugar donde la gente no conoce cada detalle de mi vida.

En ocasiones le había parecido estar viviendo bajo una paternidad colectiva. «Paige, ¿por qué no te pones un jersey?», «Paige, he visto al helicóptero llevándote la hospital otra vez, pobrecita». Se había sentido atrapada, como si alguien la hubiera estado sujetando fuertemente para impedir que escapara.

Todo el mundo había estado pendiente de que estuviera bien, a salvo, protegida, hasta que había llegado el momento en que quiso gritar esa pregunta que había ardido en su interior durante gran parte de su infancia: ¿De qué servía estar viva si no le permitían vivir?

Mudarse a Nueva York era lo mejor y más emocionante que le había pasado en toda su vida. Era un lugar absolutamente distinto a Puffin Island en todos los aspectos posibles.

Algunos habrían dicho que era un lugar peor.

Pero ella no.

Frankie estaba frunciendo el ceño.

–Todas sabemos que no podré volver a plantar un pie en Puffin Island. Me lincharían. Echo de menos algunas cosas, pero una cosa que no echo de menos es que todo el mundo me mirara con desagrado porque mi madre estaba teniendo una nueva aventura con el marido de otra –se apartó el pelo de los ojos y se terminó la bebida. Rabia, frustración y tristeza irradiaban de su rostro, y cuando aplastó la lata vacía con el puño, los nudillos se le pusieron blancos–. Al menos en Manhattan hay unos cuantos hombres con los que mi madre no se ha acostado. Aunque, oficialmente, hoy hay uno menos que ayer.

–¿Otra vez? –por fin Paige entendió por qué su amiga estaba tan irascible–. ¿Te ha escrito un mensaje?

–Solo después de que no respondiera a sus catorce llamadas –respondió Frankie encogiéndose de hombros–. Me preguntabas por qué no tenía ganas de desayunar, Ev… Al parecer el hombre en cuestión tiene veintiocho años y se lo hizo con la misma fuerza con la que la puerta de un granero da portazos durante un vendaval. El nivel de detalles me ha dado ganas de vomitar –su tono frívolo no logró ocultar lo disgustada que estaba. Paige se agarró a su brazo.

–No durará.

–Claro que no durará. Las relaciones de mi madre nunca duran. Pero durante el tiempo que esté con él logrará despojarlo de una importante cantidad de sus bienes. No sintáis lástima por él. Tiene tanta culpa como ella. ¿Por qué los hombres no pueden aguantar con la bragueta subida? ¿Por qué nunca dicen «no»?

–Muchos hombres dicen «no» –Paige pensó en sus padres y en su largo y feliz matrimonio.

–No los hombres con los que se lía mi madre. Mi mayor temor es que algún día me encuentre con alguno de ellos en algún evento. ¿Os lo imagináis? A lo mejor debería cambiarme el nombre.

–Jamás te los encontrarás. Nueva York es una ciudad abarrotada.

Eva agarró a Frankie del otro brazo.

–Algún día se enamorará y todo esto terminará.

–¡Vamos, por favor! Ni siquiera tú podrías idealizar esta situación. Esto no tiene nada que ver con el amor –dijo Frankie–. La ocupación de mi madre son los hombres, de ahí salen sus ingresos. Es la directora ejecutiva de Corporación DALH, también conocida como «despluma a los hombres».

Eva suspiró.

–Tiene muchas preocupaciones.

–¿Preocupaciones? –preguntó Frankie deteniéndose en seco–. Ev, mi madre dejó atrás las preocupaciones hace ya mucho tiempo. ¿Podemos hablar de otra cosa? No debería haberlo mencionado. Es el modo más seguro de estropearme el día, y no es que sea la primera vez que pasa. Vivir en Nueva York tiene muchas ventajas, pero poder evitar a mi madre la mayor parte del tiempo es la mayor de todas.

Paige pensó por millonésima vez en lo afortunada que era por tener los padres que tenía. Sí, cierto, se preocupaban en exceso, y eso la volvía loca, pero comparados con la madre de Frankie eran unas personas maravillosamente normales.

–Vivir en Nueva York es lo mejor que nos ha pasado. ¿Cómo hemos podido sobrevivir tanto tiempo sin Bloomingdale’s y sin la pastelería Magnolia?

–O sin dar de comer a los patos en Central Park –añadió Eva con melancolía–. Es lo que más me gusta. Solía hacerlo los fines de semana con mi abuela.

La mirada de Frankie se enterneció.

–La echas muchísimo de menos, ¿verdad?

–Estoy bien –respondió Eva con una débil sonrisa–. Tengo días buenos y días malos. Pero no estoy tan mal como hace un año. Tenía noventa y tres años, así que no me puedo quejar, ¿verdad? Pero es que se me hace raro no tenerla cerca. Era la única constante en mi vida y ahora ya no está. Y no tengo a nadie. No tengo ningún vínculo con nadie.

–Con nosotras sí –dijo Paige–. Somos tu familia. Deberíamos salir este fin de semana. ¿De compras? Podríamos asaltar los mostradores de maquillaje de Saks y después ir a bailar.

–¿Bailar? Me encanta bailar –dijo Eva sacudiendo las caderas provocativamente y a punto de provocar otro choque en cadena.

Frankie la hizo avanzar.

–No hay suficientes plantillas de gel en el mundo para poder soportar compras y baile en un mismo día. Además, el sábado toca noche de pelis. Voto por celebrar un festival de cine de terror.

Eva retrocedió espantada.

–¡Ni hablar! Me pasaría la noche despierta.

–Yo tampoco le doy mi voto –dijo Paige haciendo una mueca de disgusto–. A lo mejor Matt nos dejaría tener una noche de pelis de chicas para celebrar mi ascenso.

–Lo dudo mucho –respondió Frankie colocándose las gafas–. Tu hermano preferiría saltar de un tejado antes que acceder a una noche de pelis de chicas. Gracias a Dios.

Eva se encogió de hombros.

–¿Y si salimos esta noche en lugar del sábado? Jamás conoceré a nadie si no salgo un poco.

–La gente no viene a Nueva York para conocer a alguien. Viene por la cultura, por la experiencia, por el dinero… La lista es larga, pero conocer a un hombre con el que casarte no entra en ella.

–¿Entonces tú por qué has venido aquí?

–Porque necesitaba vivir en un lugar grande y anónimo y porque mis mejores amigas estaban aquí. Y porque me encantan algunos sitios. Me encantan el High Line, los Jardines Botánicos y nuestro pequeño rincón secreto de Brooklyn. Me encanta nuestra casita de ladrillo rojo y estaré eternamente agradecida a tu hermano por dejarnos alquilársela.

–¿Has oído eso? –preguntó Eva dando a Paige con el codo–. Frankie ha dicho algo positivo sobre un hombre.

–Matt es uno de los pocos hombres decentes que hay en todo el planeta. Es un amigo, nada más. Me gusta estar soltera. ¿Pasa algo por eso? –preguntó con tono tranquilo–. Soy una mujer autosuficiente y me siento orgullosa de ello. Gano mi propio dinero y no tengo que responder ante nadie. Estar soltera es una elección, no una enfermedad.

–Y mi elección sería no estar soltera. Tampoco pasa nada por eso, así que no me sueltes un sermón. No puedo evitar deprimirme porque el preservativo que llevo en el monedero se me haya caducado –Eva se colocó un rebelde mechón rubio ondulado detrás de la oreja y con gran habilidad cambió de conversación esquivando el asunto de sus relaciones–. Me encanta el verano. Vestidos de tirantes, chanclas, Shakespeare en el Parque, navegar por el río Hudson, quedarnos hasta tarde por las noches en nuestra azotea. Aún no me puedo creer que tu hermano la construyera. Es tan inteligente.

Paige no podía negarlo.

Su hermano, ocho años mayor que ella, había salido de la isla mucho antes. Había decidido abrir su empresa de arquitectura paisajista allí mismo, en Nueva York, y ahora era un negocio próspero.

–La azotea es una maravilla –dijo Frankie acelerando el paso–. ¿Qué pasó con ese gran negocio en Midtown? ¿Se lo han dado?

–Aún no le han dado respuesta, pero la empresa le va muy bien.

Y ahora le llegaba el turno a ella.

El ascenso era el siguiente paso a dar en su plan de vida. Y, con suerte, sería un paso más para curar la tendencia de su familia a sobreprotegerla.

Tras nacer con una enfermedad coronaria, la infancia de Paige se había basado en visitas al hospital, médicos y unos padres cariñosos que se habían esforzado por ocultar sus preocupaciones e inquietudes. Según crecía, se había sentido despojada de sus derechos y el día que había salido del hospital, después de la que todo el mundo esperaba que fuera su última operación, se había jurado que eso iba a cambiar. Afortunadamente, exceptuando los ocasionales chequeos, ahora estaba bien y se había liberado de constantes intervenciones médicas. Sabía que había tenido suerte y por ello estaba decidida a aprovechar al máximo cada día. El único modo de hacerlo había sido salir de Puffin Island, y eso era lo que había hecho.

Tenía una vida completamente nueva y las cosas le iban bien.

–Tenemos que darnos prisa. No podemos llegar tarde –dijo Eva interrumpiendo sus pensamientos.

–No nos puede soltar el discurso de la «media jornada» cuando todas hemos estado trabajando hasta la madrugada.

A Paige no le hizo falta preguntar a quién se refería. Se trataba de Cynthia, directora de eventos y lo único que a Paige no le gustaba de su trabajo. Cynthia se había incorporado a Eventos Estrella un año después que ella y el ambiente en la empresa había cambiado de inmediato. Era como si alguien hubiera vertido desperdicios tóxicos en un claro arroyo de montaña y hubiera envenenado a todo el mundo que había bebido de él.

–Aún no me puedo creer que haya despedido a la pobre Matilda. ¿Sabéis algo de ella?

–No he parado de llamarla –dijo Eva–, pero no responde. Estoy preocupada. Necesitaba el trabajo desesperadamente. No tengo su dirección, pero si la tuviera iría a visitarla.

–Sigue llamando. Y yo voy a intentar convencer a Cynthia para que cambie de opinión.

–¿Qué le pasa a esa mujer? Está enfadada todo el tiempo. Si tanto odia el trabajo, ¿por qué no se marcha? Cada vez que la veo me entran ganas de pedirle perdón incluso aunque no haya hecho nada mal. Me siento como si ella fuera el gran tiburón blanco en lo alto de la cadena alimentaria y yo una pequeña foca a la que se va a comer de un solo bocado.

Paige sacudió la cabeza.

–No se irá jamás, y esa es otra de las razones por las que quiero este ascenso. Tendré menos contacto con ella, más responsabilidad y mis propias cuentas –había ido ganando experiencia y algún día, con suerte, no muy lejano abriría su propio negocio y sería su propia jefa. Sería ella la que estaría al mando.

Era su sueño, pero no se limitaría a soñar.

Tenía un plan.

–Serás una jefa brillante –dijo Eva con cariño–. Desde el día en que organizaste la fiesta de mi octavo cumpleaños, supe que llegarías lejos. Aunque claro, no es complicado ser mejor jefa que Cynthia. El otro día oí a alguien decir que no está contenta hasta que ha hecho llorar a todo el mundo al menos una vez –añadió Eva haciendo una parada de emergencia junto a otro escaparate; el nirvana consumista hizo que focas y tiburones quedaran en el olvido–. ¿Creéis que ese top me cabría?

–Tal vez, pero es imposible que quepa en tu armario –respondió Paige alejándola de allí–. Tienes que tirar cosas antes de comprar algo nuevo.

–¿Es culpa mía que me una emocionalmente a las cosas?

Frankie se situó al otro lado de Eva para impedir que siguiera mirando escaparates.

–¿Cómo puede alguien unirse emocionalmente a la ropa?

–Es fácil. Si me pasa algo bueno cuando llevo algo en concreto, me lo vuelvo a poner si necesito sentirme positiva. Por ejemplo, hoy llevo mi camiseta de la suerte para asegurarme de que el ascenso de Paige vaya acompañado de un impresionante aumento de sueldo.

–¿Cómo puede traer buena suerte una camiseta?

–Porque me han pasado cosas buenas llevando esta camisa.

Frankie sacudió la cabeza.

–No lo quiero saber.

–Bien, porque no os lo pienso decir. No lo sabéis todo sobre mí. Tengo un lado místico –dijo retorciéndose el cuello para alcanzar a ver los escaparates–. ¿Podría…?

–No –respondió Paige dándole un tirón–. Y no tienes ningún lado místico, Ev. Eres un libro abierto.

–Mejor eso que ser cruel e inhumana. Y, además, todos tenemos nuestras adicciones. La de Frankie son las flores, la tuya son los pintalabios rojos… –la miró–. Por cierto, ese tono es muy bonito. ¿Es nuevo?

–Sí. Se llama Triunfo de Verano.

–Muy apropiado. Deberíamos celebrarlo esta noche. ¿O crees que Cynthia querrá sacarte por ahí?

–Cynthia no se relaciona con nadie –Paige había pasado horas intentando comprender a su jefa, pero no había logrado nada–. Nunca la he oído hablar ni de nadie ni de nada que no tenga que ver con el trabajo.

–¿Pensáis que tiene vida sexual?

–Ninguna tenemos vida sexual. Esto es Manhattan. Aquí todo el mundo está demasiado ocupado como para practicar sexo.

–Exceptuando a mi madre –murmuró Frankie.

–Y a Jake –interpuso Eva rápidamente–. Estuvo en la fiesta de Adams la otra noche. El tipo más sexy del lugar. Y además inteligente. Se acuesta con muchas chicas, pero supongo que estar buenísimo y tener ese cuerpo de impresión ayuda. Entiendo por qué estabas tan loca por él cuando eras adolescente, Paige.

Paige se sintió como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago.

–Eso pasó hace mucho tiempo.

Imaginarse a Jake acostándose con una mujer no le molestaba; no debería.

–El primer amor es muy poderoso –dijo Eva–. Es un sentimiento que nunca desaparece.

–Y también es poderosa la primera decepción. Ese sentimiento tampoco desaparece nunca. Lo de estar loca por Jake terminó hace mucho tiempo, así que ya podéis dejar de mirarme así.

Sin embargo, la relación con él no era sencilla.

Había días en los que deseaba que Jake no fuera el mejor amigo de su hermano.

Si hubiera sido algún que otro chico de su época adolescente, podría haber seguido adelante, podría haberse reído de lo sucedido y haberlo olvidado, pero en lugar de eso estaba destinada a llevar a cuestas ese embarazoso recuerdo. Siempre estaba ahí, siguiéndola.

Incluso ahora, tantos años después, se estremecía al pensar en las cosas que le había dicho. Y peor aún, las cosas que había hecho.

Se había desnudado…

El recuerdo le hizo desear que se la tragara la tierra.

¿Pensaría él en eso? Porque ella pensaba mucho en lo que pasó.

Eva seguía hablando.

–Seguro que aparece en la lista de deseos de millones de mujeres.

Frankie sacudió la cabeza con incredulidad.

–Cuando la gente redacta esas listas suele elegir cosas como el paracaidismo o un viaje a Machu Picchu, experiencias de vida increíbles, Ev.

–Estoy segura de que un beso de Jake Romano sería una experiencia de vida increíble. Mucho mejor que hacer paracaidismo aunque, claro, a mí me dan miedo las alturas.

Paige seguía caminando. Jamás lo averiguaría porque Jake nunca había hecho el más mínimo intento de besarla, ni siquiera en aquella ocasión en la que se había abalanzado sobre él.

Había soñado con verlo invadido por el deseo en lugar de verlo apartarse delicadamente de su cuerpo como si le molestara y se la quisiera quitar de encima.

La paciencia y la amabilidad con las que había reaccionado habían sido el golpe más humillante de todos. No se había resistido al deseo, se había resistido a ella. La había evitado.

Era la primera y única vez que le había dicho «te quiero» a un hombre. Había estado tan segura de que sentía algo por ella que el hecho de haberse equivocado tanto había marcado su relación con los hombres desde entonces. Ya no confiaba en su instinto.

Ahora cuidaba mucho, mucho, su corazón. Hacía ejercicio, comía cinco porciones de fruta y verdura al día y se centraba en el trabajo, que siempre resultaba más emocionante que cualquiera de las pocas relaciones que hubiera podido tener.

Se detuvo en la puerta de las oficinas de Eventos Estrella y respiró hondo. Lo último que necesitaba era pensar en Jake justo antes de enfrentarse a la reunión más importante de su vida. Él solía hacer que se le derritiera el cerebro y que las rodillas le temblaran como si fueran gelatina. Tenía que centrarse.

–Ya está. Basta de risas. La diversión no está permitida dentro de estas paredes.

Cynthia las estaba esperando en recepción.

Paige se sintió molesta.

¿Es que esa mujer no era capaz de esbozar una pequeña sonrisa ni siquiera en un día como ese?

Por suerte, Cynthia no tenía la capacidad de arruinarle su trabajo porque lo adoraba. Ocuparse de cada detalle y hacer de cada evento una ocasión memorable era divertido. Lo más importante para ella era ver feliz a un cliente. De niña le había encantado organizar fiestas para sus amigos; ahora esa era su profesión y su carrera estaba a punto de dar un gran salto.

Imaginarse el nuevo nivel de responsabilidad que asumiría le subió el ánimo y, con una sonrisa, cruzó el vestíbulo.

Directora de eventos sénior.

Ya tenía planes. Su equipo trabajaría y se esforzaría mucho porque querría y no porque temiera las repercusiones. Y lo primero que haría ella sería encontrar el modo de volver a contratar a la pobre Matilda.

–Buenos días, Cynthia.

–Por lo que recuerdo, en tu contrato no se especifica nada sobre tener media jornada.

Si alguien podía destruir la emoción del momento, esa era Cynthia.

–El evento de Capital Insurance no terminó hasta pasada la medianoche y esta mañana el metro estaba abarrotado. Estábamos…

–Aprovechándoos –dijo Cynthia mirando el reloj de la pared a pesar de saber perfectamente qué hora era–. Tengo que verte en mi despacho ahora mismo. Acabemos con esto.

¿Iban a reunirse para hablar de su ascenso y le había dicho «acabemos con esto»?

Las chicas se dispersaron y Paige oyó a Eva entonar suavemente la sintonía de Tiburón.

Eso le levantó el ánimo. Trabajar con sus amigas era una de las mejores cosas que tenía ese empleo.

Mientras seguía a Cynthia hacia su despacho se cruzaron con Alice, una de las jefas de cuentas junior.

Al ver que tenía los ojos rojos, se detuvo.

–¿Alice? ¿Va todo…?

Pero Alice siguió avanzando rápidamente.

Paige decidió que iría a buscarla después para saber qué había pasado.

¿Tendría problemas con su novio?

¿Problemas en el trabajo?

Sabía que varios empleados habían quedado horrorizados después de que a Matilda la hubieran despedido tras su desafortunado accidente con una bandeja de champán. Había generado una atmósfera de inquietud general y ahora todo el mundo se preguntaba quién sería el siguiente.

Tras seguir a su jefa hasta el interior del despacho, cerró la puerta.

Pronto estaría en posición de tomar sus propias decisiones en lo que respectaba a la contratación de personal. Mientras tanto, había llegado su momento. Había trabajado mucho para conseguirlo y pensaba disfrutarlo.

«Por favor, que el aumento de sueldo sea bueno».

Eva tenía razón, lo celebrarían. Se tomarían unas cuantas copas de algo frío y espumoso y, luego, tal vez, incluso irían a bailar. Hacía años que no salían a bailar.

Cynthia agarró una carpeta.

–Como sabes, hemos estado buscando formas de mejorar Eventos Estrella y reducir gastos. No hace falta que te diga que nos movemos en un mercado complicado.

–Lo sé, y tengo algunas ideas que me encantaría compartir contigo –iba a sacar algo del bolso cuando Cynthia sacudió la cabeza y levantó la mano.

–Te dejamos marchar, Paige.

–¿Marcharme? ¿Adónde? –en ningún momento había pensado que el ascenso implicara un traslado a otra oficina. Y solo había otra oficina. La de Los Ángeles, al otro lado del país. Eso sí que no se lo había esperado. Le encantaba Nueva York, le encantaba vivir y trabajar con sus amigas–. Daba por hecho que me quedaría aquí. Trasladarme a Los Ángeles supone un gran paso –aunque si quería el ascenso, probablemente debería estar dispuesta a aceptar un posible traslado. Tal vez debería pedir algo de tiempo para pensárselo. Era algo razonable, ¿no?

Cynthia abrió la carpeta.

–¿Qué te hace pensar que vamos a trasladarte a Los Ángeles?

–Has dicho que me dejáis marchar.

–Te dejamos marchar de Eventos Estrella.

Paige se la quedó mirando con cara de estúpida.

–¿Cómo dices?

–Estamos haciendo recortes –añadió Cynthia, que ojeaba el archivo en lugar de mirarla a los ojos–. Dicho llanamente, el negocio se ha venido abajo. Todo el mundo en la industria de los eventos sociales está despidiendo personal y reduciendo horas.

La estaban despidiendo.

No la ascenderían ni la trasladarían a Los Ángeles.

La estaban despidiendo.

Le zumbaban los oídos.

–Pero… En los últimos seis meses he conseguido nueve clientes importantes. Casi todo el crecimiento de negocio que hemos tenido ha sido gracias a mí y…

–Hemos perdido a Construcciones Adams.

Se quedó impactada.

–¿Qué?

Chase Adams, el propietario de la empresa de construcciones de mayor éxito en Manhattan, había sido uno de sus mejores clientes. A Matilda la habían despedido precisamente tras la celebración de un evento para su empresa.

Era el karma, pensó Paige. Primero Cynthia había despedido a Matilda y ahora Chase Adams los despedía a ellos.

Y ella era una víctima de toda esa situación.

–No he podido discutirle nada –continuó Cynthia–. Esa estúpida de Matilda le arruinó el evento.

–¿Por eso nos ha despedido? ¿Por un accidente?

–Tirar una copa de champán puede considerarse un accidente, pero tirar una bandeja entera se aproxima más a una catástrofe. Adams insistió en que me librara de ella. Intenté convencerlo para que se lo replanteara, pero no lo hizo. Ese hombre es dueño de medio Manhattan. Es uno de los tipos más poderosos de la ciudad.

–Entonces no le hacía falta hundir a la pobre Matilda –se le ocurrieron unas cuantas palabras para describir a Chase Adams; ninguna de ellas halagadora, precisamente. De ningún modo culpaba a Matilda.

–Eso ya es agua pasada. Por supuesto, te daremos referencias excelentes para tu próximo trabajo.

¿Próximo trabajo?

Quería ese trabajo. El trabajo que adoraba. El trabajo que se había ganado.

Tenía la boca tan seca que le costaba hablar. El corazón le palpitaba con fuerza; un brutal recordatorio de lo frágil que era la vida. Esa mañana se había sentido como si fuera la dueña del mundo y ahora le habían arrebatado ese poder.

Otras personas estaban decidiendo su futuro. Puertas cerradas y conversaciones. Gente esperando que luciera una expresión valiente.

Y en eso era una experta. Lo hacía de forma inconsciente siempre que la vida se le complicaba, igual que un ordenador entraba en modo de reposo automáticamente.

Sabía cómo ocultar sus sentimientos y ahora lo estaba haciendo.

«Mantén una actitud profesional, Paige».

–Me dijiste que si mantenía mis objetivos de rendimiento, me ascenderíais. Y los he superado con creces.

–La situación ha cambiado y como operación comercial necesitamos reaccionar ante las necesidades del mercado.

–¿Cuánta gente? ¿Por eso estaba llorando Alice? ¿La habéis despedido? ¿A quién más? –¿les pasaría lo mismo a Frankie y Eva?

Eva no tenía familia a la que recurrir y Paige sabía que Frankie dejaría de comer antes que pedirle a su madre un solo centavo.

–No estoy en posición de hablar contigo sobre la situación de otros empleados.

Paige se quedó ahí sentada, sin moverse, impactada. Se sentía mareada, como si estuviera perdiendo el control.

Había confiado en sus jefes, que le habían hecho grandes promesas. Les había entregado su tiempo, había trabajado cumpliendo unos horarios espantosos y había puesto su futuro en sus manos. ¿Y así le devolvían esa confianza? ¿Sin previo aviso? ¿Sin la más mínima señal?

–Esta empresa ha crecido gracias a mí. Puedo mostrarte cifras que lo demuestran.

–Hemos trabajado como un equipo –dijo Cynthia con frialdad–. Eres buena en tu trabajo. Tienes tendencia a ser demasiado agradable con la gente que trabaja para ti y deberías decir «no» a los clientes con mayor frecuencia. Aquella vez en que hiciste que a aquel hombre le llevaran el traje a una tintorería exprés en mitad de una fiesta fue más que ridícula, pero quitando eso, no tengo quejas. Esto no es por tu trabajo.

–Lo hice porque se le había caído la copa encima y estaba intentando impresionar a su jefe. Después de aquello, nos dio una cantidad de trabajo enorme. Y soy agradable porque me gusta trabajar con un equipo de personas alegres y en un ambiente positivo.

Algo que Cynthia desconocía.

Mirar a su jefa era como mirar una puerta cerrada con llave. Nada de lo que dijera la abriría. Estaba perdiendo el tiempo.

En lugar de un ascenso y una subida de sueldo, había perdido el trabajo.

Tendría que recurrir a su familia. Una vez más, preocuparía a sus padres y a su hermano y ellos querrían protegerla.

Se le aceleró el corazón e instintivamente se llevó la mano al pecho. A través de la tela de la camisa sintió la forma del pequeño corazón de plata que a veces llevaba oculto bajo la ropa.

Por un momento se vio de nuevo en la cama del hospital, con diecisiete años, rodeada de tarjetas y globos que le deseaban una pronta mejoría, a la espera de una cirugía y aterrada. Su cerebro había estado imaginando terribles escenarios justo cuando la puerta se había abierto y un médico había entrado con una bata blanca y una carpeta.

Pero entonces, cuando ya se había mentalizado para someterse a más pruebas, a más dolor y a más malas noticias, había reconocido a Jake.

–Como no me dejaban entrar porque ya no estamos en horario de visita, he quebrantado las normas. Llámeme doctor Romano –le había guiñado un ojo y había cerrado la puerta–. Es hora de su medicina, señorita Walker. Y nada de gritos o le sacaré el cerebro y lo donaré a la ciencia.

Siempre la había hecho reír, aunque la presencia de Jake le provocaba otras cosas también. Cosas que le habían hecho desear llevar puesto algo ajustado y sensual en lugar de una camiseta gigante con la imagen de un dibujo animado.

–¿Vas a operarme tú?

–Me desmayo solo con ver sangre y no sé distinguir un cerebro de un trasero, así que no, no te voy a operar yo. Te he comprado una cosa –había metido la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros y había sacado una caja pequeña–. Será mejor que lo abras rápidamente antes de que me arresten.

Durante un momento de locura había pensado que le estaba regalando un anillo de compromiso y el corazón, ese corazón que tan mal se estaba portando, le dio un vuelco.

–¿Qué es? –con manos temblorosas, había abierto la caja y allí, sobre una base de seda azul noche, había encontrado un precioso corazón de plata unido a una fina cadena–. Oh, Jake…

Y grabadas en la parte trasera, tres palabras.

Un corazón fuerte.

–He pensado que al tuyo le podría venir bien un poco de ayuda. Llévalo puesto, cielo, y considéralo como un refuerzo cada vez que el tuyo tenga problemas.

De acuerdo, no era una alianza, pero la había llamado «cielo» y le había regalado un collar.

Y eso tenía que significar algo, ¿no?

Al instante, había dejado de preocuparse por la operación y desde ese momento solo había pensado en Jake.

Y así, cuando fueron a buscarla para llevarla al quirófano, ya había diseñado todo un futuro junto a él e incluso había puesto nombre a los hijos que tendrían juntos.

Ya en el quirófano, le habían tenido que arrancar el collar de la mano, pero después, en cuanto pudo, se lo había vuelto a poner.

Un corazón fuerte.

Siempre lo llevaba cuando necesitaba valor y hoy se lo había puesto.

Se levantó por inercia. Tenía que empezar a buscar trabajo. No podía desperdiciar ni un solo momento y no perdería el tiempo luchando contra lo inevitable.

–Deberías recoger tu mesa hoy mismo –le dijo Cynthia–. Por supuesto, te daremos una indemnización por despido.

Indemnización por despido.

Si «ascenso» era su palabra favorita, «despido» era la que menos le gustaba. Se sentía como si la estuvieran sometiendo de nuevo a una cirugía mayor con la diferencia de que estaba vez el bisturí estaba haciendo una incisión en sus esperanzas y sus sueños. Adiós al ascenso. Adiós a los planes de llegar a crear su propio negocio en un futuro.

Salió del despacho de Cynthia y cerró la puerta.

La realidad se cernió sobre ella. De haber sabido lo que iba a pasar, no se habría comprado ese café de camino al trabajo ni se habría comprado otro pintalabios cuando ya tenía muchos. Se quedó allí de pie, paralizada, lamentando cada centavo que se había gastado en los últimos años. En los momentos más oscuros de su vida se había prometido que viviría cada momento al máximo, y eso había hecho porque nunca se había imaginado que le pasaría algo así.

Recorrió un pasillo vacío en dirección al lavabo más cercano; lo único que se oía era el eco de sus zapatos.

Apenas una hora antes se había sentido entusiasmada con su futuro. Optimista.

Ahora estaba desempleada.

Desempleada.

Sola en el frío cuarto, finalmente se quitó la máscara.

 

 

En sus oficinas con fachada de cristal, y sentado con los pies sobre el escritorio, Jake Romano escuchaba a medias al hombre que hablaba desde el otro lado del teléfono.

Frente a él, una joven periodista rubia miraba la hora con disimulo. Jake no solía conceder entrevistas, pero de algún modo esa mujer había logrado colarse esquivando a su ayudante. Y ya que sentía cierta admiración por la tenacidad y la creatividad, no la había echado.

Ahora lamentaba no haberlo hecho, y estaba seguro de que ella también. Los habían interrumpido en tres ocasiones y la chica se estaba impacientando cada vez más.

Y dado que hasta el momento sus preguntas habían rondado la intromisión, decidió hacerla esperar un poco más y centrarse en la llamada.

–No necesitas a un experto en estrategia de contenidos para el rediseño de una aplicación ligera. Lo que necesitas es un redactor inteligente.

La periodista agachó la cabeza y repasó sus notas.

Jake se preguntó cuántas interrupciones más soportaría la joven antes de largarse de allí. Bajó los pies de la mesa y decidió terminar la llamada.

–Como sé que eres un hombre ocupado, voy a interrumpirte aquí. Entiendo que quieres un diseño precioso, pero un diseño precioso no vale una mierda si tu contenido es malo. Y la teoría es genial, pero lo que importa es resolver los problemas reales para la gente real. Y hablando de problemas, si decido que somos los adecuados para el trabajo, hablaré con el equipo y hablaremos cara a cara. Déjamelo a mí –y colgó–. Lo siento –añadió dirigiéndose a la periodista.

La sonrisa de la joven resultó tan falsa como la disculpa de él.

–No pasa nada. Es usted un hombre de difícil acceso. Lo sé. Llevo cerca de un año intentando concertar esta entrevista.

–Y ahora lo has logrado. Bueno, ¿hemos terminado ya?

–Tengo un par de preguntas más –se detuvo como para reorganizarse–. Hemos hablado de su negocio, de sus objetivos filantrópicos y de la ideología de su empresa. Me gustaría que les hablara un poco a nuestros lectores sobre Jake, el hombre. Nació en la peor zona de Brooklyn y lo adoptaron cuando tenía seis años.

Jake se mantuvo impertérrito.

La periodista lo miró expectante.

–No he oído su respuesta…

–No he oído ninguna pregunta.

Ella se sonrojó.

–¿Ve a su madre?

–Continuamente. Regenta el mejor restaurante italiano de Nueva York. Deberías ir a probarlo.

–Está hablando de su madre adoptiva… –y tras consultar el nombre, añadió–: Maria Romano. Me refería a su verdadera madre.

–Maria es mi verdadera madre –quienes lo conocían habrían reconocido ese tono y se habrían puesto a cubierto, pero la periodista siguió allí sentada, ajena a ello, como una gacela que no es consciente de que la está acechando un animal que está por encima de ella en la cadena trófica–. ¿Entonces no está en contacto con su madre biológica? Me pregunto cómo se sentirá ahora que usted dirige un negocio multimillonario.

–Eres libre de ir a preguntarle –dijo Jake levantándose–. Se nos ha acabado el tiempo.

–¿No le gusta hablar de su pasado?

–El pasado es historia –contestó con un tono frío–, y a mí siempre se me dieron mejor las matemáticas. Ahora, si me disculpas, tengo clientes esperando que los atienda. Clientes que pagan.

–Por supuesto –la joven se guardó la grabadora en el bolso–. Es usted un ejemplo del sueño americano, Jake. Una inspiración para millones de norteamericanos que tuvieron una infancia dura. A pesar de su pasado, ha levantado una empresa de gran éxito.

No «a pesar de», pensó Jake, sino «gracias a».

Había levantado una empresa de gran éxito precisamente gracias a su pasado.

Cerró la puerta a la periodista y fue hacia el ventanal que ocupaba dos laterales de su despacho en esquina. El sol se colaba por los cristales que iban de suelo a techo. Como si fuera el rey Midas contemplando su montaña de oro, contempló Downtown Manhattan, que se extendía bajo sus pies.

Le escocían los ojos por la falta de sueño, pero los mantuvo abiertos mientras se empapaba bien de las vistas y lo invadía la satisfacción de saber que se había ganado cada deslumbrante pedazo de ese paisaje.

«No está mal para ser un chico de la parte mala de Brooklyn al que le decían que nunca llegaría a nada».

Si hubiera querido, le habría dado a la periodista una historia que habría salido en primera plana y que, probablemente, le habría hecho ganar un Pulitzer.

Había crecido mirando al prometedor Manhattan desde el otro lado del río. Había ignorado el incesante ladrido de los perros, los gritos de la calle y las bocinas de los coches y había contemplado con envidia una vida diferente. Al otro lado del East River había visto edificios tocando el cielo y había querido vivir allí, donde se levantaban los rascacielos y donde el cristal reflejaba la luz y la ambición.

Le había parecido un lugar tan lejano y remoto como Alaska, pero había tenido mucho tiempo para contemplarlo. No había conocido a su padre e incluso siendo muy pequeño había pasado la mayor parte del tiempo solo mientras su madre adolescente trabajaba en tres empleos distintos.

«Te quiero, Jake. Somos tú y yo contra el mundo».

Jake miró el entrecruzado de calles bajo sus pies.

Hacía mucho tiempo que nadie la mencionaba. Y había pasado mucho tiempo desde aquella noche en la que se había quedado sentado, solo, en las escaleras que conducían a su apartamento esperando a que volviera a casa.

¿Qué le habría pasado si Maria no lo hubiera adoptado?

Jake sabía que tenía mucho más que un hogar gracias a ella.

Desvió la mirada hasta el ordenador.

Era Maria quien le había regalado su primer ordenador, un equipo viejo que había pertenecido a uno de sus primos. Jake tenía catorce años cuando hackeó su primera página web y quince cuando se dio cuenta de que tenía habilidades de las que otros carecían. Al cumplir los dieciséis, eligió la empresa con las oficinas de fachada de cristal más grandes, se presentó en su puerta y les dijo lo vulnerables que eran ante un ciberataque. Se habían reído hasta que él les había demostrado la facilidad con la que podía colarse en sus sistemas de seguridad. Después, habían dejado de reírse y le habían escuchado.

Se había convertido en una leyenda de la ciberseguridad; un adolescente con carisma, con confianza en sí mismo y con un cerebro tan genial que había mantenido conversaciones con hombres que le doblaban la edad y que sabían la mitad de lo que sabía él.

Les había demostrado lo poco que sabían, había expuesto sus debilidades y después les había enseñado a solucionarlas. En el colegio siempre se había saltado las clases de lengua, pero nunca las de matemáticas. Los números sí que los entendía.

Había salido de la nada, pero se había decidido a llegar a alguna parte y a hacerlo rápido para dejar a los demás atrás.

Gracias a cómo había explotado esos dones había podido ir a la universidad y, mucho después, le había comprado a su madre, porque así era como la consideraba incluso desde antes de que lo hubiera adoptado oficialmente, un restaurante donde pudiera compartir sus aptitudes culinarias con la buena gente de Brooklyn sin tenerlos metidos a todos en su cocina como sardinas en lata.

Con la ayuda de su mejor amigo, Matt, había creado su propio negocio y había desarrollado un programa de encriptación que más tarde adquirió una importante empresa de defensa a cambio de una suma de dinero que le aseguraba no volver a tener preocupaciones económicas en toda su vida.

Ahora ofrecía desde contenido creativo hasta diseño de usuario, aunque aún aceptaba algún que otro encargo privado como consultor en asuntos de seguridad cibernética. Y había sido precisamente uno de esos encargos lo que lo había mantenido despierto hasta la madrugada la noche anterior.

La puerta del despacho se volvió a abrir y Dani, una de sus empleadas junior, entró con un café.

–He pensado que lo necesitarías. Librarse de esa chica ha sido más complicado que apartar a un mosquito de una bolsa de sangre.

Llevaba calcetines de rayas pero sin zapatos, un código de vestimenta que seguían al menos la mitad de sus empleados. A Jake no le interesaba nada cómo se vistieran para ir a trabajar y tampoco le interesaba en qué universidad hubieran estudiado. Solo le importaban dos cosas: pasión y potencial.

Dani poseía ambas.

La joven dejó la taza sobre el escritorio. El aroma, fuerte y acre, atravesó esas nubes que le copaban el cerebro y le recordaban que había estado trabajando hasta las tres de la madrugada.

–¿Te ha hecho preguntas?

–Unas mil. En especial sobre tu vida privada. Quería saber si la razón por la que no sueles salir dos veces con la misma mujer tiene su origen en tu malograda infancia.

Él levantó la tapa del café.

–¿Le has dicho que se meta en sus propios asuntos?

–No. Le he dicho que la razón por la que no sales dos veces con la misma mujer es que, según el último recuento, hay unas setenta mil mujeres en Manhattan y, si empiezas a salir con ellas más de una vez, no vas a poder salir con todas –con gesto de diversión, le entregó una pila de mensajes–. Tu amigo Matt te ha llamado cuatro veces. Parecía muy agobiado.

–Matt nunca se agobia –respondió Jake tras dar un sorbo de café y saborear el aroma y la tan necesitada dosis de cafeína–. Es Don Tranquilo.

–Pues hace un momento parecía Don Agobiado –Dani recogió los cuatro vasos de café vacíos del escritorio y los apiló–. ¿Sabes? No me importa cebar tu hábito de café, pero de vez en cuando podrías comer algo o dormir por la noche. Eso es lo que hace la gente normal, por si te lo preguntas.

–No, no me lo pregunto –lo que sí se preguntaba era por qué su amigo lo había llamado en plena jornada laboral. ¿Y por qué le había dejado cuatro mensajes a su ayudante en lugar de llamarlo directamente? Al levantar el teléfono y ver seis llamadas perdidas, se preocupó–. ¿Te ha dicho Matt de qué se trataba?

–No, pero quería que lo llamaras lo antes posible. A esa periodista le ha impresionado que hayas rechazado trabajo de Brad Hetherington. ¿Es verdad? –preguntó agarrando un vaso que casi se cayó de la torre–. Es uno de los tipos más ricos de Nueva York. Leí ese artículo en Forbes la semana pasada.

–Y también es un imbécil egocéntrico y yo intento no hacer negocios con imbéciles egocéntricos. Me pone de mal humor. Un consejo, Dani: nunca dejes que el dinero te intimide. Sigue tu instinto.

–¿Entonces no vamos a trabajar con él?

–Me lo estoy pensando. Gracias por el café. No tenías por qué hacerlo –le había dicho lo mismo cada día desde que la joven había empezado a trabajar para su empresa. Aun así, ella seguía llevándole el café cada día.

–Considérame un regalo inagotable –Jake le había dado una oportunidad cuando los demás le habían dado con la puerta en las narices y ella eso nunca lo olvidaría–. Anoche trabajaste hasta muy tarde y esta mañana has empezado muy pronto, así que he pensado que te vendría bien algo que te despertara.

Su mirada le decía que habría estado encantada de encontrar otros modos de despertarlo.

Sin embargo, Jake ignoró esa mirada.

Con mucho gusto rompía las reglas marcadas por otros, pero nunca las que marcaba él mismo, y el primer puesto de su lista lo ocupaba la norma de «No te lleves tu vida privada al trabajo».

Jamás haría nada que pudiera poner en peligro su negocio. Significaba demasiado para él. Y, de todos modos, por muy genio que fuera con los ordenadores, era el primero en admitir que sus habilidades no se extendían a las relaciones.

En cuanto Dani salió del despacho, llamó a Matt.

–¿Cuál es la emergencia? ¿Te has quedado sin cerveza?

–Imagino que no has visto las noticias empresariales.

–Llevo de reuniones desde que salió el sol. ¿Qué me he perdido? ¿Alguien te ha hackeado la página web y necesitas un experto? –conteniendo un bostezo, pulsó una tecla del ordenador para activarlo y deseó poder hacerlo también consigo mismo–. ¿Otra absorción empresarial?

–Eventos Estrella ha despedido a la mitad de su plantilla.

Jake se espabiló al instante.

–¿No han ascendido a Paige?

–No lo sé. No responde al teléfono.

–¿Crees que ha perdido el trabajo?

–Creo que es posible –respondió Matt, tenso–. Es probable. No responde al teléfono y eso es lo que hace cuando está en «modo valiente».

A Jake no le hizo falta preguntar a qué se refería. Había visto a Paige en «modo valiente» a menudo y lo odiaba. Odiaba imaginarla asustada o en apuros y disimulándolo.

–Joder…

–¡Con lo que ha trabajado para ganarse ese ascenso! No ha hablado de otra cosa en el último año. Tiene que estar hundida.

–Sí –y él habría hecho cualquier cosa por evitar que Paige sufriera. Por un instante se planteó cuánto tardaría en cruzar la ciudad y darle una paliza a alguien–. ¿Y Eva? ¿Y Frankie?

–Tampoco responden. Espero que estén juntas. No quiero que esté sola, aislándose de todo el mundo.

Él tampoco lo quería.

Jake se levantó y, dirigiéndose a la ventana, pensó en las opciones.

–Haré unas llamadas. Me enteraré de lo que está pasando.

–¿Pero por qué no responde al teléfono? –bramó Matt–. Estoy preocupado por ella.

–Tú siempre estás preocupado por ella.

–Es mi hermana…

–Sí, ya, y la tienes entre algodones. Tienes que dejar que viva su vida. Es más dura de lo que piensas. Y está fuerte y sana.

Aunque no siempre lo había estado.

Guardaba un recuerdo muy claro de Paige de adolescente, pálida y delgada en la cama del hospital esperando a que la sometieran a una cirugía mayor de corazón. Y también recordaba a su amigo, más nervioso que nunca, con los ojos hundidos tras noches sin dormir; noches que había pasado junto a la cama de su hermana.

–¿Qué haces esta noche? –le preguntó Matt, que parecía cansado.

–Tengo una cita –aunque no estaba seguro de que fuera a poder despertarse para cumplir. Su amigo no era el único que estaba cansado. A ese paso podría convertirse en el primer hombre de la tierra en practicar sexo estando en coma.

–¿Con Gina?

–Gina fue el mes pasado.

–¿Alguna vez sales con una mujer más de un mes?

–No, a menos que pierda la noción del tiempo –continuó. Así era como le gustaban las relaciones.

–¿Entonces no es amor verdadero? –preguntó Matt riéndose–. Lo siento. He olvidado que no crees en el amor.

¿Amor?

Jake miró por la ventana y vio una ciudad bañada en la luz del sol.

–¿Sigues ahí? –preguntó la voz de Matt atravesando sus recuerdos.

–Sí. Sigo aquí –respondió con tono ronco.

–Si no es amor verdadero, cancela la cita y ven. Si las tres han perdido su trabajo, no quiero ocuparme de la situación solo. Mi hermana es complicada cuando está agobiada, sobre todo porque insiste en fingir que se encuentra bien. Intentar que admita que está disimulando es imposible. No me importa que actúe así con mi madre, pero me cabrea cuando lo hace conmigo.

–¿Me estás pidiendo que rechace una noche de sexo con una sueca rubia para ayudarte a convencer a tu hermana y a sus amigas de que sean sinceras con sus emociones? Llámame aburrido, pero no me parece una oferta tentadora.

–¿Es sueca? ¿Cómo se llama? ¿Dónde trabaja?

–Se llama Annika. No le he preguntado su apellido y no me importa dónde trabaje con tal de que no sea en mi empresa –volvió a su escritorio y, cuando se sentó, la mujer en la que estaba pensando no era Annika. ¿Dónde estaría Paige? La imaginaba vagando por las calles, deprimida. Sola. Ocultando todo lo que sentía. Mierda. Agarró un lápiz y garabateó sobre un cuaderno–. No se me dan bien los llantos.

–¿Alguna vez has visto llorar a Paige?

Jake agarró el lápiz con fuerza.

Sí, la había visto llorar.

Había sido él el que la había hecho llorar.

Pero Matt no sabía nada de eso.

–He visto llorar a Eva.

–Eva llora con películas tristes y con atardeceres bonitos –dijo Matt–, pero no faltó ni un solo día al trabajo cuando murió su abuela. Salió de la cama cada día, se maquilló y fue a trabajar a pesar de estar hundida. Esa chica es muy fuerte –hubo una pausa–. Mira, si hay llantos, yo me ocupo.

Jake pensó en su cita de esa noche y pensó en Paige. Paige, a la que, a base de esforzarse mucho, veía únicamente como la hermana pequeña de su mejor amigo.

Hermana pequeña. Pequeña. Pequeña.

Si repetía esa palabra lo suficiente, con suerte al final su cerebro acabaría creyéndolo.

Podía negarse a ir, pero entonces no podría ayudarla, y estaba decidido a hacerlo. La situación era complicada porque sabía que Paige no querría ayuda. Odiaba que la protegieran o consolaran. No quería ser motivo de preocupación para nadie.

Y él lo entendía. La entendía.

Y precisamente por eso estaba decidido a estructurar su ayuda de un modo que a ella le resultara aceptable.

Lo primero que tenía que hacer era sacarla del estado de conmoción y hacerla reaccionar y actuar.

–Allí estaré.

Su noche de viernes de entretenimiento físico se esfumó.

En lugar de pasar la noche con una rubia impresionante, la pasaría ejerciendo de hermano para una mujer a la que intentaba evitar siempre que podía. ¿Por qué la evitaba?

Porque Paige Walker no era una niña pequeña. Era adulta, toda una mujer.

Y lo que sentía por ella se alejaba mucho de lo fraternal.

–Gracias –respondió Matt aliviado–. Ah, Jake…

–¿Qué?

–Sé amable.

–Siempre soy amable.

–Con Paige no. Sé que los dos ya no os lleváis muy bien –de nuevo, Matt parecía cansado–. Normalmente no me preocupa porque… bueno, ya sabes por qué. Hubo una época en la que pensé que estaba enamorada de ti.

Había estado locamente enamorada de él.

Se lo había dicho, con una voz entrecortada y cargada de esperanza y con una mirada llena de finales felices.

Y en aquel momento, además, había estado desnuda.

Se oyó un crujido y Jake vio que había partido el lápiz por la mitad.

–No tienes nada de qué preocuparte. Está claro que Paige no está enamorada de mí.

Tal vez no había sido capaz de solucionar su problema de corazón, pero eso sí que lo había solucionado.

Había tenido la precaución de acabar con cualquier sentimiento que hubiera podido albergar por él. Y ahora la única emoción que Paige sentía en su presencia era una irritación extrema. Fastidiarla era una forma de arte y había días en los que, incluso, fingía divertirse con ello.

La mantenía enfadada.

La mantenía irritada.

La mantenía a salvo.

–Me alegra saberlo porque eres la clase de problema que mi hermana no necesita en su vida. Me prometiste que no le pondrías un dedo encima, ¿lo recuerdas?

–Sí, lo recuerdo –esa promesa lo tenía atado de manos desde hacía una década. Eso, y saber que Paige no podría sobrellevar lo que suponía tener una relación con él.

–Oye, eres mi mejor amigo. Eres como un hermano para mí, pero los dos sabemos que le darías problemas a mi hermana. Aunque tampoco es que estés interesado en ella. Ambos sabemos que no es tu tipo.

–Eso es –respondió Jake con voz monótona–. No es mi tipo.

–¿Me haces un favor? Esta noche necesito que encuentres tu lado sensible. No te metas con ella ni la provoques. Sé amable. ¿Podrás hacerlo?

Amable.

Abrió un cajón y sacó un lápiz nuevo.

–Claro que podré hacerlo.

Sería amable durante cinco minutos y después lo compensaría sacándola de quicio.

Lo haría por Paige, porque se preocupaba por ella, y lo haría por Matt, porque era lo más cercano a un hermano que tenía.

Pero también lo haría por él mismo porque, en su opinión, el amor era una lotería y el único riesgo que no estaba dispuesto a correr.