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Pack 348 El ático de la Quinta Avenida Sarah Morgan Eva, una romántica empedernida, adoraba todo lo que tuviera que ver con la Navidad. Ese año probablemente habría pasado las fiestas sola, así que cuando le ofrecieron cuidar un ático espectacular en la Quinta Avenida, no dejó escapar la oportunidad. ¿Qué mejor lugar para celebrar la Navidad que Manhattan cubierta de nieve? Lo que no se esperaba era encontrar que el ático seguía ocupado por su guapísimo y misterioso propietario. Lucas Blade, el popular autor de novela negra, estaba viviendo una pesadilla. Con una fecha de entrega y el aniversario de la muerte de su mujer aproximándose, se había aislado en su ático acompañándose únicamente de su dolor. No quería interrupciones, ni adornos, y mucho menos quería que esa preciosa y dicharachera asistenta lo distrajera. Pero cuando la tormenta de nieve del siglo dejó a Eva atrapada en su piso, Lucas empezó a abrirse a la magia que ella traía consigo… Atracción en Nueva York Sarah Morgan Os presento a Molly: la consultora sentimental más famosa de Nueva York. Se considera una experta en relaciones… siempre que se trate de las relaciones de los demás. Aún afligida por su última ruptura, Molly no tiene prisa por encontrar el amor; el único amor de su vida es su dálmata, Valentín. Os presento a Daniel: un cínico abogado especializado en divorcios con predisposición a pensar que las relaciones son una mala idea. Cree que si no tienes una relación con nadie, nadie puede hacerte daño. Hasta que se ve pidiendo prestado un perro para poder conocer a una guapísima mujer a la que ve corriendo por Central Park cada mañana… Molly y Daniel creen que lo saben todo sobre relaciones. Pero mientras intentan, sin lograrlo, resistirse a su innegable química, descubrirán que es posible que tengan mucho que aprender…
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Seitenzahl: 918
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Sarah Morgan, n.º 348 - abril 2023
I.S.B.N.: 978-84-1141-918-5
Créditos
Atracción en Nueva York
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
El ático de la Quinta Avenida
Carta de la autora
Dedicatoria
Cita
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Querido lector,
Estoy emocionadísima de continuar mi serieDesde Manhattan con amor, ambientada en la ciudad de Nueva York.
De niña era una ávida lectora y uno de mis libros favoritos era Ciento un dálmatas, de Dodie Smith. Además de la simpatía y la originalidad del argumento, me encantaba que cada perro tuviera una personalidad definida.
A menudo he incluido perros en mis libros (el primero fue Maple, de Magia en la nieve), pero los perros siempre habían desempeñado un pequeño papel secundario hasta que un día, el invierno pasado, me topé con una foto de un dálmata con el hocico en forma de corazón. Supe que tenía que darle un papel central en una novela y supe que tenía que llamarse Valentín.
Hay personas a las que les resulta más fácil querer a los perros que a los humanos y ese es el caso de Molly, la protagonista de esta historia. Cuando se trata de dar consejos sobre las relaciones de los demás, es una experta, pero no es tan buena cuando se trata de sus propias relaciones. No se puede imaginar queriendo a alguien más de lo que quiere a su perro, Valentín, pero entonces conoce a Daniel, un sexi abogado. Daniel sabe más sobre declaraciones ante un tribunal que sobre perros, pero hará lo que haga falta por llamar la atención de Molly, incluso aunque eso suponga pedir prestado un perro.
Al principio Molly y Daniel parecen tenerlo todo en común, pero a medida que la verdad se va revelando poco a poco, ambos se ven forzados a reexaminar todo lo que creen sobre ellos mismos.
Esta es una historia sobre dejar atrás el pasado, pero también es una historia de amistad y de amor (¡tanto humano como perruno!), de familia y comunidad, y se desarrolla sobre el glamuroso telón de fondo de la ciudad de Nueva York. Desde los frondosos caminos de Central Park hasta los relucientes rascacielos, en Nueva York hay algo para todo el mundo y, tal como descubre Molly, a veces la ciudad que nunca duerme puede ser el lugar perfecto para encontrar el amor.
¡Espero que disfrutéis del libro y gracias por leerlo!
Con cariño,
Sarah
Besos
Para el Washington Romance Writers, un grupo de gente divertida y fabulosa.
Gracias por invitarme a vuestro retiro.
Besos
«Algunos de mis mejores coprotagonistas han sido perros y caballos».
Elizabeth Taylor
Querida Aggie, le he comprado a mi novia una cafetera muy cara por su cumpleaños. Primero lloró y después la vendió por eBay. No entiendo a las mujeres.
Con cariño,
Descafeinado
Querido Descafeinado, la pregunta importante que te tienes que hacer en cualquier relación es: ¿Qué quiere tu pareja? ¿Qué le hace feliz? Sin conocer todos esos detalles, es imposible saber exactamente por qué lloró tu novia y vendió la cafetera, pero la primera pregunta que se me ocurre es: ¿Tu novia bebe café?
Molly dejó de escribir y miró hacia la cama.
–¿Estás despierto? Tienes que oír esto. Está claro que es muy cafetero y que el regalo era en realidad para él. ¿Por qué hacen eso los hombres? Qué suerte tengo de tenerte. Aunque si algún día vendieras mi cafetera por eBay, tendría que matarte; pero ese no será el consejo que voy a publicar.
El cuerpo que había tendido en la cama no se movió, aunque tampoco era de extrañar dada la cantidad de ejercicio que habían hecho el día antes. Las horas que habían pasado el uno en compañía del otro la habían dejado empapada en sudor y exhausta. Le dolía el cuerpo y eso era un recordatorio de que, aunque su forma física había mejorado desde que lo conocía, el aguante que tenía él era muy superior al suyo. Su incesante energía era una de las muchas cosas que admiraba de él. Siempre que se veía tentada a saltarse una sesión de ejercicio, solo hacía falta que él la mirara para que agarrara sus zapatillas de correr. Él era la razón por la que había perdido peso desde que había llegado a Nueva York tres años atrás. Había días en los que se miraba al espejo y apenas se reconocía.
Se la veía más delgada y más tonificada.
Y lo mejor de todo, se la veía feliz.
Si alguien de su vida pasada se la cruzara ahora, probablemente no la reconocería.
Aunque tampoco era muy probable que nadie de su vida pasada fuera a presentarse en su puerta.
Habían pasado tres años. Tres años y por fin había reconstruido su destrozada reputación. Profesionalmente, estaba de nuevo en marcha. ¿Y personalmente? Volvió a mirar a la cama y sintió como algo se suavizaba en su interior. No había imaginado que fuera a volver a acercarse a alguien, y mucho menos a acercarse lo suficiente como para dejarlo entrar en su vida o en su casa y, sobre todo, en su corazón.
Y sin embargo ahí estaba.
Enamorada.
Posó la mirada en las perfectas líneas de su atlético cuerpo antes de volver a centrar la atención en el correo electrónico. Tenía suerte de que tantos hombres tuvieran problemas para comprender a las mujeres. De no ser así, ella no tendría trabajo.
Su blog, Pregunta a una chica, atraía muchas visitas y eso, a su vez, había atraído la atención de una editorial. Su primer libro, Compañero de por vida. Herramientas para conocer a tu compañero de vida perfecto, había entrado en la lista de superventas tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido. Y eso, a su vez, había propiciado un contrato para un segundo libro, todo bajo su seudónimo, «Aggie», que le daba anonimato y seguridad económica. Había convertido su infortunio en una fortuna. Bueno, tal vez no una «fortuna» exactamente, pero sí lo suficiente para permitirle llevar una vida acomodada en la ciudad de Nueva York y no tener que volver a Londres arrastrándose. Había dejado atrás una vida para pasar a otra nueva, como una serpiente mudando su piel.
Por fin su pasado estaba exactamente donde debía estar. Tras ella. Y tenía la norma de no mirar nunca por el retrovisor.
Feliz, se acomodó más en su sillón favorito y centró la atención en el portátil.
–Bueno, Descafeinado, deja que te muestre en qué te has equivocado.
Comenzó a escribir otra vez.
Una mujer quiere un hombre que la entienda, y un regalo debería reflejarlo. No se trata del valor que tenga, sino del sentimiento. Elige algo que le demuestre que la conoces y que la escuchas. Elige algo…
–Y aquí viene la parte importante, Descafeinado, así que presta atención –murmuró para sí.
… algo que a nadie más se le ocurriría comprarle porque nadie más la conoce como tú. Hazlo y te garantizo que tu novia siempre se acordará de ese cumpleaños. Y se acordará de ti.
Satisfecha al pensar que si ese hombre seguía su consejo podría tener una oportunidad medio decente de complacer a la mujer que amaba, Molly agarró su vaso de agua filtrada y miró la hora en el portátil. Era la hora de su carrera matutina. Y no tenía ninguna intención de ir sola. Por muy ocupada que estuviera con el trabajo, ese era un rato que siempre pasaban juntos.
Cerró el ordenador, se levantó y se estiró. Al hacerlo, sintió el susurro de la seda rozándole la piel. Había estado escribiendo una hora sin apenas moverse y le dolía el cuello. Aún tenía un montón de consultas requiriendo su atención, pero se ocuparía de ellas más tarde.
Miró por la ventana y vio cómo la oscuridad se disipaba lentamente y la luz del sol la reemplazaba. Por un momento la vista que tenía ante sí se llenó de vetas doradas y del destello del cristal. Era una ciudad de bordes afilados e imponentes posibilidades cuyo lado más oscuro quedaba enmascarado por el brillo del sol.
Muchas otras ciudades estarían despertando en ese momento, pero esta era la ciudad de Nueva York. No se podía despertar si nunca se había ido a dormir.
Se vistió rápidamente; se cambió el pijama por una camiseta suave, unas mallas de licra y sus zapatillas de correr favoritas, de color morado oscuro. En el último momento agarró una sudadera porque el frescor de las mañanas de principios de primavera en Nueva York aún podía morderte a través de una capa de ropa. Se recogió el pelo en una coleta desaliñada y agarró una botella de agua.
Seguía sin haber ningún movimiento proveniente la cama. Él estaba inmóvil, con los ojos cerrados y con las sábanas enrolladas.
–Hola, guapo –dijo Molly dándole un empujoncito con gesto de diversión–. ¿Al final te dejé agotado ayer? Eso es nuevo –se encontraba en la flor de la vida, estaba en forma y era impactantemente atractivo. Cuando corrían juntos por el parque, la gente los miraba con envidia y Molly rebosaba de orgullo porque los demás podían mirar, pero era ella la que se iba a casa con él.
En este mundo, donde era casi imposible encontrar a la persona adecuada, ella había encontrado a alguien protector, leal y afectuoso, y era todo suyo. En lo más profundo de su corazón sabía que podía confiar en él. Incluso sin votos matrimoniales, sabía que la amaría en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en lo bueno y en lo malo.
Era afortunada, afortunada, afortunada.
Lo que compartían estaba libre de todo el estrés y las complicaciones que con tanta frecuencia dañaban una relación. Lo que compartían era perfecto.
Con el corazón lleno de amor, lo vio bostezar y estirarse lentamente. Sus ojos oscuros se posaron en los de ella.
–Eres terriblemente guapo y todo lo que he querido siempre en un hombre. ¿Te lo he dicho últimamente?
Él se levantó de la cama, sacudió la cola, listo para la acción, y Molly se puso de rodillas para abrazarlo.
–Buenos días, Valentín. ¿Cómo está hoy el mejor perro del mundo entero?
El dálmata ladró y le lamió la cara. Molly sonrió.
Amanecía otro día en Nueva York y ella ya estaba lista para ponerse en marcha.
–A ver si lo he entendido. ¿Quieres pedir prestado un perro y usarlo para conocer a una chica a la que le gustan los perros? ¿Es que no tienes vergüenza?
–Ninguna –ignorando la desaprobación de su hermana, Daniel se quitó un pelo de perro del traje–. Pero no entiendo qué tiene que ver ese dato con lo que te estoy pidiendo.
Pensó en la chica del parque, con sus piernas infinitas y esa cola de caballo oscura y lustrosa que oscilaba como un péndulo sobre su espalda mientras corría. Estaba prendado de ella desde el primer día que la había visto corriendo, con su perro brincando delante, por uno de los muchos senderos frondosos que atravesaban Central Park como formando una telaraña. Y no había sido solo su pelo lo que le había llamado la atención, ni tampoco esas piernas increíbles, sino ese aire de seguridad en sí misma. Daniel se sentía atraído por ese rasgo y esa mujer parecía estar agarrando a la vida por el cuello y estrangulándola.
Siempre había disfrutado saliendo a correr por las mañanas, pero últimamente esa rutina había adquirido una nueva dimensión. Había empezado a calcular sus salidas para que coincidieran con las de ella aunque eso le supusiera llegar a la oficina un poco más tarde. Sin embargo, a pesar de esos sacrificios que estaba haciendo, hasta el momento ella ni siquiera se había fijado en él. ¿Le sorprendía? Sí. En lo que respectaba a las mujeres, nunca había tenido que esforzarse demasiado. Las mujeres solían fijarse en él. Sin embargo, la chica del parque parecía más preocupada por correr y por su perro, y esa situación lo había llevado a tomar la decisión de esforzarse aún más y recurrir a su lado creativo.
Pero primero tenía que consultarlo con una de sus hermanas y, hasta el momento, la cosa no pintaba bien. Había tenido la esperanza de poder hablar con Harriet, pero había tenido que conformarse con Fliss, que era mucho más dura de convencer.
Estrechando la mirada, Fliss se plantó delante de él y se cruzó de brazos.
–¿En serio? ¿Vas a fingir que tienes un perro para ligarte a una mujer? ¿No te parece que eso es provocar una situación demasiado artificial? ¿No te parece deshonesto?
–No es deshonesto. No voy a hacerme pasar por el dueño. Simplemente voy a sacar a pasear a un perro.
–Para lo cual se requiere sentir amor por los animales.
–No tengo ningún problema con los animales. ¿Debo recordarte que fui yo quien rescató a aquel animal de Harlem el mes pasado? La verdad es que me iría bien ese perro. Voy a pedirlo prestado –la puerta se abrió y Daniel se estremeció cuando un enérgico labrador entró corriendo en la habitación. No tenía ningún problema con los animales a menos que se arrimaran demasiado a su traje favorito–. ¿No me irá a saltar encima este perro, verdad?
–Y eso lo dices porque adoras a los perros, ¿a que sí? –Fliss agarró al perro por el collar con firmeza–. Es Poppy. Harriet la tiene acogida en casa. Fíjate en que he dicho «la». Es una chica, Dan.
–Eso explica por qué me encuentra irresistible –conteniendo la risa, bajó la mano y le acarició las orejas–. Hola, preciosa. ¿Te apetecería dar un paseo romántico por el parque? Podemos ver el amanecer.
–No quiere ni un paseo por el parque ni ninguna otra cosa. No eres su tipo. Ha sufrido mucho y se pone nerviosa cuando está con gente, sobre todo con hombres.
–Se me dan bien las mujeres nerviosas. Pero si no soy su tipo, entonces dile que no suelte pelos en mi traje. Y menos pelos rubios. Tengo que estar en el juzgado en un par de horas para un alegato final –notó el teléfono vibrar, lo sacó y miró el mensaje–. El deber me llama. Tengo que irme.
–Creía que te quedabas a desayunar. Hace siglos que no te vemos.
–He estado ocupado. Medio Manhattan ha decidido divorciarse, o eso parece. Bueno, entonces, ¿me tendrás un perro preparado mañana a las seis de la mañana?
–Que una mujer salga a correr sola no significa que esté soltera. A lo mejor está casada.
–Está soltera.
–¿Y? –preguntó Fliss con gesto serio–. Que esté soltera no significa que quiera tener una relación. Me pone enferma que los hombres deis por hecho que una mujer soltera está soltera solo porque está esperando a un hombre. ¡No seáis tan engreídos!
Daniel miró detenidamente a su hermana.
–¿Con qué pie te has levantado hoy de la cama?
–Me puedo levantar con el pie que quiera y de la cama que quiera. Estoy soltera.
–Préstame un perro, Fliss. Y no me des uno pequeño. Tiene que tener un tamaño razonable.
–Y yo que creía que te sientes seguro con tu masculinidad. Con lo grande y machote que eres. Te da miedo que te vean con un perro pequeño, ¿verdad?
–No –dijo Daniel sin levantar la mirada mientras escribía la respuesta al mensaje–. La mujer en la que estoy interesado tiene un perro grande, así que necesito uno que pueda seguir el ritmo. No quiero tener que llevar al animal en brazos mientras corro. Incluso tú tienes que admitir que quedaría ridículo; eso sin mencionar lo incómodo que resultaría para el perro.
–¡Oh, por…! ¡Deja de mirar al teléfono! Te voy a dar un consejo, Dan. Si vas a pedirme un favor, al menos préstame un poco de atención mientras lo haces. Sería una señal de amor y de afecto.
–Eres mi hermana. Me ocupo de todos tus asuntos legales y nunca te cobro. Ese es mi modo de demostrar amor y afecto –respondió otro correo–. Deja de exagerar. Lo único que quiero es un perro gracioso; uno que haga que una mujer se pare en seco y lo mire con ojitos tiernos. Del resto ya me encargo yo.
–Pero si ni siquiera te gustan los perros.
Daniel frunció el ceño, pensativo. ¿Le gustaban los perros? No era algo que se hubiera preguntado nunca. Un perro era una complicación y él solía mantener su vida libre de complicaciones.
–Que no tenga un perro no significa que no me gusten. No tengo tiempo para un perro, nada más.
–Eso es una excusa. Mucha gente trabajadora tiene perro. Si no los tuvieran, Harriet y yo nos quedaríamos sin negocio. The Bark Rangers está facturando…
–Sé lo que facturáis. Puedo deciros cada número de la hoja de balance de vuestra empresa. Ese es mi trabajo.
–Eres abogado de divorcios.
–Pero estoy al tanto del negocio de mis hermanas. ¿Sabes por qué? Porque es una muestra de mi amor y de mi afecto. ¿Sabes cómo? Porque trabajo cien horas a la semana. No es vida para un humano, y mucho menos es vida para un perro. Además, te recuerdo que el crecimiento tan espectacular de vuestra facturación es el resultado de vuestra nueva relación con esa prometedora empresa de servicios, Genio Urbano, y esa asociación la promoví yo a través de mi amigo Matt. De nada.
–A veces eres tan engreído que me entran ganas de darte un puñetazo.
Daniel sonrió, pero no levantó la mirada.
–Bueno, ¿me vas a ayudar o no? Si no, le preguntaré a Harry. Ya sabes que dirá que sí.
–Yo soy Harry.
Por fin Daniel levantó la mirada. Miró a su hermana fijamente mientras se preguntaba si había cometido un error. Después sacudió la cabeza.
–No, eres Fliss.
Era una broma que las gemelas le habían gastado cientos de veces cuando eran pequeños. «¿Qué gemela soy?».
Su tasa de aciertos era del cien por cien. Todavía no habían logrado engañarlo nunca.
Ella bajó los hombros.
–¿Cómo lo haces?
–¿Distinguiros? Aparte del hecho de que eres más áspera que un armadillo, soy vuestro hermano mayor. He practicado mucho. Llevo haciéndolo veintiocho años. No me habéis podido engañar todavía.
–Algún día lo haremos.
–Eso no pasará. Si de verdad quieres hacerte pasar por Harriet, tienes que aplacarte. Prueba a ser un poco más dulce. Incluso en la cuna eras tú la que siempre estaba chillando.
–¿Más dulce? –el tono de Fliss adoptó un matiz peligroso–. ¿Me estás diciendo que sea dulce? ¿Qué clase de comentario sexista es ese, sobre todo cuando sabemos que ser «dulce» no te lleva a ninguna parte?
–No es sexista, y no te estoy diciendo que seas dulce. Solo te estoy aconsejando sobre cómo podrías llegar a convencer a algún pobre tonto de que eres Harriet. Y ese pobre tonto no soy yo, por cierto, así que no malgastes tu tiempo –levantó la mirada cuando la puerta se abrió.
–El desayuno está listo. He preparado tu favorito. Tortitas con beicon crujiente.
Harriet entró en la habitación con una bandeja. Tenía el mismo pelo que su hermana, suave y de un tono rubio mantequilla, pero ella lo llevaba recogido por detrás con horquillas colocadas sin ningún miramiento, como si su objetivo fuera simplemente apartarlo de en medio para que no interfiriera en su día. Físicamente, eran idénticas. Tenían los mismos rasgos delicados, los mismos ojos azules, el mismo rostro en forma de corazón. En cuanto a carácter, no podían haber sido más distintas. Harriet era considerada y tranquila. Fliss era impulsiva y feroz. A Harriet le encantaba el yoga y el Pilates. Fliss prefería el kickboxing y el kárate.
Al notar cierta tensión en el ambiente, Harriet se detuvo y los miró a los dos. Le cambió la cara.
–¿Ya habéis discutido?
¿Cómo podían tres hermanos ser tan distintos?, se preguntó Daniel. ¿Y cómo podían unas gemelas, que por fuera eran indistinguibles para la mayoría, no parecerse en nada por dentro?
–¿Nosotros? ¿Discutir? Eso nunca –la voz de Fliss estaba cargada de sarcasmo–. Ya sabes cuánto adoro a nuestro hermano mayor.
–Odio que discutáis.
Daniel se sintió culpable al ver esa expresión de inquietud en los ojos de Harriet y miró a Fliss. Era una mirada que habían compartido millones de veces a lo largo de los años. Un acuerdo tácito para el cese de hostilidades mientras Harriet estuviera delante.
Todos habían desarrollado su propio modo de gestionar los conflictos. El de Harriet era esconderse de ellos. De pequeña, se había escondido debajo de la mesa para huir de las peleas y gritos que habían formado parte de su vida familiar. En una ocasión en la que Daniel había intentado sacarla de debajo de la mesa para apartarla del enfrentamiento, la había encontrado con los ojos fuertemente cerrados y tapándose las orejas con las manos como si no verlo ni oírlo significara que no estaba sucediendo.
Al recordar la ansiedad que lo había invadido en aquella época, sintió una punzada de culpabilidad. Todos habían estado tan volcados en sí mismos, sus padres incluidos, que ninguno había entendido qué le pasaba a Harriet. Había quedado patente del modo más público posible e incluso ahora, veinte años después, Daniel no era capaz de recordar aquella noche en el colegio sin ponerse a sudar.
Por fuera no parecía que Harriet fuera especialmente dura, pero Fliss y él habían aprendido que existían distintos tipos de dureza. A pesar de las apariencias, Harriet estaba hecha de acero macizo.
La vio dejar la bandeja y levantar cuidadosamente los platos de comida y las servilletas.
Servilletas de tela. ¿Quién se molestaba en poner servilletas de tela para un desayuno informal en familia?
Harriet se molestaba en hacerlo. Era la arquitecta de todo el confort doméstico del apartamento que compartía con su gemela.
En algunas ocasiones se preguntaba si los tres seguirían siendo una familia de no ser por Harriet.
De pequeña había tenido obsesión por sus muñecas y su casita de muñecas. Con la falta de sensibilidad de un niño de ocho años, él lo había visto como una tontería, como una típica actividad de niñas, pero ahora, echando la vista atrás, entendía que en realidad su hermana había estado construyendo algo que no tenía, aferrándose a su propia imagen del hogar y de la familia cuando el hogar y la familia que ellos tenían no cumplían las expectativas. Había encontrado una apariencia de estabilidad en su mundo privado mientras que Fliss y él habían encontrado otros modos de esquivar las grietas y el cambiante panorama emocional del matrimonio de sus padres.
Cuando Harriet y Fliss se habían mudado al apartamento, Harriet había sido la que lo había convertido en un hogar. Había pintado las paredes de color amarillo sol y había elegido una alfombra con tonos en verde pastel para suavizar el color del suelo de madera. Era su mano la que colocaba las flores que había sobre la mesa, la que mullía los cojines del sofá y la que cuidaba las plantas que se arracimaban en una profusión verde casi selvática.
Fliss nunca optaría por tener una planta. Al igual que él, no querría responsabilizarse de algo que requiriera cuidado y atención. Esa era la razón por la que ninguno de los dos tenía ningún interés en una relación a largo plazo. Lo único que los diferenciaba era que Fliss lo había intentado; solo en una ocasión, aunque le había bastado para saber que no se había equivocado con su teoría. Ya había pasado por ello y no quería repetir.
Ninguno hablaba del asunto. Los hermanos Knight habían aprendido que el único modo de superar un mal día, un mal mes, o un mal año, era seguir avanzando.
–No estábamos discutiendo –dijo Daniel con tono relajado y suave–. Solo estaba dándole un consejo de hermano, nada más.
Fliss estrechó la mirada.
–Cuando llegue el día en que necesite tu consejo, te lo pediré. Y, por cierto, el infierno se habrá helado al menos ocho veces antes de que llegue ese día.
Daniel robó un pedazo de beicon del plato y Harriet le dio un golpe en la mano con delicadeza.
–Espera a que hayamos puesto la mesa. Y antes de que se me olvide, Fliss, Genio Urbano nos ha enviado dos trabajos más. Tenemos un día ajetreado por delante.
–Igual que Daniel –dijo Fliss agarrando otra loncha de beicon–. Por cierto, no se va a quedar a desayunar.
–¿No? –Harriet le dio una servilleta–. Creía que por eso habías venido a visitarnos.
Daniel frunció el ceño ante lo que implicaba el comentario: que solo iba a verlas cuando quería que le dieran de comer. ¿Era cierto? No. Las visitaba porque a pesar de, o tal vez por, sus continuas riñas con Fliss, le gustaba ver a sus hermanas. Y le gustaba estar pendiente de Harriet. Por otro lado, era cierto que sus visitas casi siempre coincidían con alguna comida. Y siempre que esa comida la preparara Harriet, él era feliz. Fliss era capaz de quemar hasta el agua.
–He recibido un mensaje de la oficina, así que será una visita fugaz. Pero me alegro de verte –impulsivamente, se levantó y abrazó a su hermana mientras oía a Fliss murmurar algo para sí.
–Sí, eso, tú haz uso del afecto. A Harry la convencerás así.
–Tengo derecho a abrazar a mi hermana.
Fliss le puso ojitos.
–Yo soy tu hermana y a mí no me abrazas.
–No tengo tiempo para pasarme el resto del día quitándome espinas de la piel.
–¿Convencerme de qué? –preguntó Harriet devolviéndole el abrazo.
De pronto Daniel se vio invadido por un sentimiento de protección. Sabía que su hermana había encontrado su hueco perfecto en la vida, pero aun así le preocupaba. Si Fliss tenía un problema, todo Manhattan se enteraría en cuestión de minutos. Harriet, en cambio, se lo guardaba todo.
–¿Cómo estás?
Fliss resopló.
–Alerta de encandilamiento. Quiere algo, Harry –se sirvió una buena ración de beicon–. Ve al grano, Dan, y preferiblemente antes de que vomite mi desayuno.
Daniel la ignoró y sonrió a Harriet.
–Necesito un perro.
–Claro –respondió ella sonriendo y encantada–. Tu vida está tan centrada en el trabajo y tan vacía emocionalmente que llevo años diciéndote que lo que necesitas es un perro. Te proporcionará un sentimiento de permanencia, será algo a lo que podrás querer y con lo que podrás conectar.
–No quiere un perro por ninguna de esas valiosas razones –apuntó Fliss sacudiendo el tenedor y con la boca llena de beicon–. Quiere un perro para que lo ayude a ligar.
Harriet se quedó perpleja.
–¿Y cómo puede un perro ayudarte con eso?
Fliss tragó y respondió:
–Gran pregunta, pero estamos hablando de nuestro hermano mayor, así que eso en sí ya te da una pista. Quiere un accesorio. Un accesorio canino. Él grita «¡Busca!» y el perro le trae a la chica –pinchó otra loncha de beicon–. Aunque lograras conocer a esa mujer con tu plan del perro, jamás la mantendrías a tu lado. ¿Qué pasará cuando la invites a tu casa y descubra que el perro no vive ahí? ¿Has pensado en ello?
–Yo nunca invito a mujeres a mi casa, así que eso no será un problema. Mi piso es una zona de relax, libre de perros, libre de mujeres y libre de estrés.
–Aun así, tarde o temprano descubrirá que no te gustan los perros y se marchará.
–Para entonces los dos ya nos habremos cansado el uno del otro, así que por mí perfecto. Será una ruptura mutua.
–Don Rompecorazones, ¿no se siente usted culpable de ir dejando una estela de mujeres sollozantes por todo Manhattan?
Daniel soltó a Harriet.
–Yo no rompo corazones. Las mujeres con las que salgo son exactamente como yo.
–¿Insensibles y obtusas?
–Él no es insensible –dijo Harriet intentando mantener la paz–. Le da un poco de miedo el compromiso, nada más. Y a nosotras también. Daniel no está solo en eso.
–A mí no me da miedo el compromiso –dijo Fliss con tono despreocupado–. Tengo un compromiso conmigo misma, con mi felicidad y con mi crecimiento personal.
–A mí tampoco me da miedo –añadió Daniel notándose sudor en la nuca–. ¿Que si soy cauto? Sí, porque trabajo en eso. Soy la clase de hombre que…
–¿Que hace que una mujer quiera permanecer soltera? –señaló Fliss sirviéndose otra tortita.
–Yo no quiero estar soltera –dijo Harriet–. Quiero amar a alguien y que me amen. Pero no estoy segura de cómo hacer que suceda.
Daniel miró a Fliss. Ninguno de los dos se encontraba en posición de dar consejos en ese sentido.
–Dado que me paso mi extremadamente larga semana laboral intentando desenmarañar las vidas de los que no optaron por seguir solteros, diría que la raza femenina debería darme las gracias por seguir evitando el compromiso. Si no te casas, no te divorcias.
–Bueno, eso es un punto de vista positivo –Fliss se echó sirope de arce sobre su tortita–. Uno de estos días una mujer muy inteligente te va a enseñar unas cuantas lecciones sobre mujeres. Esto está delicioso, Harry. Deberías abrir un restaurante. Yo te ayudaría.
Harriet se sonrojó.
–Confundiría las comandas de las mesas y, además, por mucho que te quiero, no te dejaría acercarte a una cocina. No sería justo para el Cuerpo de Bomberos de Nueva York.
–No necesito lecciones sobre mujeres –dijo Daniel robando una loncha de beicon del plato de Fliss–. Ya sé todo lo que hay que saber.
–Crees que sabes todo lo que hay que saber sobre las mujeres y eso hace que seas mil veces más peligroso que el hombre que admite no tener ni idea.
–Yo sí tengo idea porque crecer con vosotras dos fue un cursillo intensivo sobre cómo piensan y sienten las mujeres. Por ejemplo, sé que si no me largo de aquí ahora mismo, vas a explotar. Así que me voy a marchar mientras aún somos amigos.
–No somos amigos.
–Me quieres. Y cuando no me miras con mala cara, yo también te quiero. Y Fliss tiene razón –añadió sonriendo a Harry–. Eres una cocinera increíble.
–Si me quisieras –dijo Fliss entre dientes–, te quedarías a desayunar. Me utilizas igual que utilizas a todas las mujeres.
Daniel agarró su chaqueta.
–Toma un consejo salido de la mente de un hombre: deja de ser tan gruñona o jamás tendrás una cita –vio cómo el rostro de su hermana se ponía colorado.
–Estoy soltera por elección –farfulló Fliss antes de suspirar y mirarlo–. Estás intentando provocarme. ¿Por qué no puedo ver cuándo me estás provocando? Me vuelves loca y después no puedo pensar con claridad. Es una de tus tácticas y lo sé, pero sigo picando cada vez. ¿Eres así de irritante en el juzgado?
–Soy peor.
–No me extraña que ganes siempre. El abogado contrario probablemente querrá alejarse de ti lo más rápido posible.
–Esa es una de las razones. Y para que conste, yo no utilizo a las mujeres. Dejo que me utilicen ellas a mí, preferiblemente después de que haya anochecido –se agachó para darle un beso en la mejilla mientras pensaba que chinchar a su hermana era su segundo juego favorito después del póquer–. Bueno, ¿entonces a qué hora puedo recoger al perro?
Querida Aggie, si los hombres son de Marte, ¿cuándo piensan volver allí?
Con cariño,
Terrestre y Exasperada
Primero se fijó en el perro, un pastor alemán tan fuerte y atlético como su dueño. Los había visto cada día durante la última semana, justo después del amanecer, y se había permitido echar una miradita o dos porque… Bueno, era humana, ¿no? Apreciaba la forma masculina tanto como podría hacerlo cualquier otra mujer, sobre todo cuando esa forma masculina estaba tan bien presentada como en el caso de ese tipo. Y además, su trabajo consistía en estudiar a las personas.
Al igual que mucha otra gente que había en el parque a esas horas, él iba equipado con ropa de correr aunque algo en su manera de moverse le decía que cuando no estaba corriendo, vestía traje y era comandante en jefe de cualquiera que fuera el imperio que regía. Tenía el pelo oscuro y corto. ¿Médico? ¿Banquero? ¿Contable? A juzgar por el aire de seguridad que desprendía, era muy bueno en lo que fuera que hacía. Si hubiera tenido que hacer más conjeturas sobre él, habría dicho que era un hombre centrado hasta el punto de ser ambicioso, que pasaba demasiado tiempo trabajando y al que le resultaba difícil empatizar con la debilidad. Tendría sus propias debilidades, por supuesto, como todo el mundo. Y como inteligente que era, probablemente, sabría cuáles eran, aunque las ocultaría porque la debilidad no era algo que estaría dispuesto a compartir con los demás. Era la clase de hombre que, si supiera cómo se ganaba ella la vida, se reiría a carcajadas y después mostraría su sorpresa por el hecho de que alguien necesitara consejo sobre algo tan simple como las relaciones. Un hombre como él no sabría ni lo que era la falta de seguridad en uno mismo ni lo que era no poder encontrar el valor para acercarse a una mujer que le resultara interesante y atractiva.
Un hombre exactamente igual que Rupert.
Frunció el ceño. ¿De dónde había salido ese pensamiento? Tenía la precaución de no pensar nunca en Rupert. Se conocía lo suficiente como para saber que su experiencia con él había teñido su visión del mundo. En particular, había teñido su visión de las relaciones. Con toda probabilidad, ese hombre no se parecía en nada a Rupert.
Lo único que no encajaba con la impresión que tenía de él era el hecho de que tuviera perro. No se habría esperado que un hombre así quisiera asumir la responsabilidad de tener un perro. Tal vez el perro era de un amigo que estaba enfermo o había pertenecido a un familiar fallecido, aunque, de haber sido así, se habría esperado que un hombre como él hubiera contratado un servicio de paseo de perros como The Bark Rangers, el que ella usaba de vez en cuando para Valentín.
El perro era la única pieza deforme del puzle que impedía que la imagen que se había creado de él encajara a la perfección.
Decidida a que no la sorprendiera mirándolo, siguió corriendo, pisando el suelo con fuerza al cómodo ritmo que ahora encontraba de manera instintiva. Correr era un modo de ponerse a prueba, de obligarse a salir de su zona de confort. Y ese esfuerzo la hacía ser consciente del poder y la fuerza de su propio cuerpo. Correr le recordaba que cuando creía que no tenía nada más que dar, aún podía encontrar más.
Aunque era temprano y el parque aún no estaba abierto al tráfico, sí estaba concurrido. Los corredores se entremezclaban con los ciclistas que recorrían Central Park y ascendían y descendían sus colinas. En unas horas les cederían el paso a padres con carritos y a turistas con ganas de explorar los ochocientos cuarenta y tres acres de parque que se extendían desde la Calle Cincuenta y Nueve hasta la Ciento Diez y de este a oeste desde la Quinta Avenida hasta Central Park West.
Nunca era capaz de decidir cuál era su estación favorita en Nueva York, pero ahora mismo habría votado por la primavera. Los árboles estaban frondosos con flores que impregnaban el aire con una potente fragancia dulce. El manzano silvestre, el cerezo y el magnolio sumían al parque en un brillo cremoso y rosado, y pájaros exóticos de América Central y América del Sur se reunían para la migración primaveral.
Estaba pensando en el esplendor casi nupcial del lugar cuando Valentín se le cruzó por delante y estuvo a punto de hacerla caer al suelo.
Corría detrás del pastor alemán, que estaba absolutamente nervioso y negándose a volver cuando lo llamaban.
–¡Brutus! –resonaba la voz del hombre por el parque.
Molly aminoró el paso. ¿En serio? ¿Había llamado «Brutus» a su perro?
El perro lo ignoró. Ni siquiera giró la cabeza hacia su dueño. Parecía como si no se conocieran de nada.
Ella llegó a la conclusión de que o Brutus era la clase de perro al que le encantaba desafiar a la autoridad o no solía verse en compañía de otros perros y no estaba dispuesto a renunciar a pasar un buen rato por dar prioridad a la obediencia.
Si había algo que ni el poder lograba dominar era un perro desobediente. No se podía decir que no estuvieran en igualdad de condiciones.
Silbó a Valentín, que se estaba divirtiendo con su nuevo amigo.
El perro alzó la cabeza y la miró desde el otro extremo del césped. Al segundo fue corriendo hacia ella, con sus extremidades largas y esbeltos músculos, tan elegante como un bailarín de ballet. Molly oyó sus pisadas amortiguadas por la suave hierba y su rítmico jadeo antes de que el animal se detuviera en seco delante de ella. La parte trasera del cuerpo se le movía con cada meneo de la cola, el barómetro canino de la felicidad.
Sin duda, no había un saludo más alentador que el de un perro sacudiendo la cola. ¡Transmitía tanto! Amor, cordialidad y una aceptación incondicional.
Lo seguía su nuevo amigo el pastor alemán, que derrapó y frenó justo a sus pies, con un estilo más de gorila que de bailarín de ballet. Le lanzó una mirada esperanzada, buscando su aprobación.
Molly decidió que a pesar de sus formas de chico malo, era una monada. Pero como todos los chicos malos, necesitaba una mano firme y unos límites bien marcados.
«Seguro que su dueño es igual».
–¡Pero qué adorable eres! –se puso de cuclillas para hacerle carantoñas mientras le acariciaba la cabeza y le frotaba el cuello. Sintió la calidez de su aliento sobre su piel y el golpe de su cola contra su pierna cuando comenzó a dar vueltas emocionado. Intentó apoyar las patas sobre sus hombros y a punto estuvo de tirarla de culo al suelo–. No. Siéntate.
El perro le dirigió una mirada de reproche y se sentó, claramente cuestionando su sentido de la diversión.
–Eres una monada, pero eso no significa que quiera tus patas llenas de barro sobre mi camiseta.
El hombre se detuvo a su lado.
–Se ha sentado por ti –su sonrisa era agradable y su mirada cálida–. Conmigo nunca lo hace. ¿Cuál es tu secreto?
–Se lo he pedido con educación –se levantó, consciente de los mechones sudorosos que tenía pegados a la nuca y furiosa consigo misma por preocuparse por eso.
–Parece que tienes un toque mágico. O tal vez es el acento británico lo que le gusta. Brutus –dijo el hombre con mirada severa–. Brutus.
Brutus ni siquiera giró la cabeza. Era como si el perro no supiera que estaba hablándole.
Molly estaba atónita.
–¿Te ignora a menudo?
–Constantemente. Tiene un problema de conducta.
–Los problemas de conducta suelen decir más del dueño que del perro.
–¡Au! Me has puesto en mi lugar.
La risa del hombre, sonora y sexi, le produjo un intenso calor que le recorrió el cuerpo y se posó en su abdomen.
Había creído que él estaría a la defensiva y, en cambio, era ella la que lo estaba. Había levantado a su alrededor muros y barreras que nadie podía traspasar, pero estaba segura de que ese hombre con esos peligrosos ojos azules y esa voz sexi estaba acostumbrado a encontrar el modo de esquivar cualquier barrera.
Se había quedado sin aliento y aturdida. No estaba acostumbrada a sentirse así.
–Necesita adiestramiento, nada más. No se le da muy bien hacer lo que le dicen –se centró en el perro más que en el hombre porque así no tenía que enfrentarse a la mirada risueña de su increíblemente atractivo dueño.
–A mí tampoco se me ha dado bien nunca hacer lo que me dicen, así que no lo voy a culpar por ello.
–Desafiar a la autoridad puede resultar peligroso para un perro.
–A mí no me da miedo que me desafíen.
Eso no la sorprendió. Una simple mirada le dijo que ese tipo sabía muy bien lo que quería y que no dejaba que nadie le dijera qué hacer. También tenía la sensación de que esas suaves capas de encanto y carisma ocultaban un núcleo de acero. Era un hombre al que solo una tonta subestimaría. Y ella no era ninguna tonta.
–¿No pides obediencia?
–¿Seguimos hablando de perros? Porque estamos en el siglo veintiuno y me gusta verme como un progresista.
Siempre que una situación o una persona la desconcertaba, intentaba distanciarse e imaginar qué consejo daría si fuera Aggie.
«Que te falte el aliento y se te trabe la lengua delante de un hombre puede resultar incómodo, pero recuerda que, por muy atractivo que sea, en el fondo tiene inseguridades aunque haya elegido no mostrarlas».
Sin embargo, eso no la hizo sentirse mejor. Estaba empezando a pensar que ese hombre no tenía ni una sola inseguridad.
«No importa cómo te sientas por dentro siempre que no lo demuestres por fuera. Sonríe y actúa con normalidad y así nunca sabrá que hace que todo tu interior se quede hecho papilla».
Sonríe y actúa con normalidad.
Ese parecía el mejor enfoque.
–Deberías intentar llevarlo a clases de obediencia.
Él enarcó una ceja.
–¿Eso existe?
–Sí. Y te podría ayudar. Es un perro precioso. ¿Se lo compraste a un criador?
–Es un perro rescatado, víctima de un desagradable caso de divorcio en Harlem. El marido sabía que Brutus era lo que su mujer más quería en el mundo, así que peleó por él en el divorcio. Su abogado era mejor que el de ella y ganó y acabó con un perro que no quería.
Molly se quedó tan horrorizada que se olvidó de esa extraña sensación de derretimiento que tenía por dentro.
–¿Quién era su abogado?
–Yo.
Abogado. Lo había pasado por alto en su lista de posibles profesiones, pero ahora se preguntaba por qué, ya que encajaba a la perfección. Era muy fácil imaginarlo intimidando a la parte contraria. Era un hombre acostumbrado a ganar todas las batallas que libraba, de eso estaba segura.
–¿Y por qué no le devolvió a su mujer a Brutus?
–En primer lugar, porque ella se había mudado a Minnesota a vivir con su madre. En segundo lugar, porque lo último que haría sería algo que hiciera feliz a su exmujer. Y en tercer lugar, porque por mucho que su mujer quería al perro, a él lo odiaba más. Quería complicarle la vida todo lo posible y por eso hizo que se quedara con el animal.
–Es una historia terrible –Molly, que oía muchas historias horribles durante su jornada laboral, se quedó impactada.
–Es lo que pasa en las relaciones.
–Es lo que pasa en ese divorcio en concreto. No todas las relaciones son así. Entonces, ¿lo rescataste? –esa revelación hizo saltar por los aires todas las ideas preconcebidas que se había formado sobre él. Había dado por hecho que era la clase de persona que solo se preocupaba por sí misma y que no se tomaba molestias por nadie, pero había salvado a ese perro precioso y vulnerable que había perdido a la única persona que lo había querido. Era guapo y mordaz, pero no había duda de que era una buena persona–. Me parece fantástico que hayas hecho esto.
Acarició la cabeza de Brutus, apenada por que ese animal hubiera cargado con las consecuencias de que unas personas no hubiesen sido capaces de arreglar sus diferencias. Cuando las relaciones fracasaban, las repercusiones eran importantes. Lo sabía mejor que nadie.
–Pobrecito –el perro arrimó el morro a sus bolsillos con esperanza y ella sonrió–. ¿Estás buscando premios? ¿Puede?
–Puede, si te sobra alguno.
–Siempre llevo para Valentín –al oír su nombre, Valentín se plantó a su lado al instante con actitud posesiva y protectora.
–¿Valentín? –preguntó el hombre mientras la veía dar chucherías a los dos perros–. ¿Es el substituto de un hombre?
–No. La última vez que lo comprobé sin duda era un perro.
Él le sonrió.
–Creía que ya te habías cansado de los hombres y te conformabas con el amor de un buen perro.
Eso se acercaba a la verdad más de lo que él podía haber imaginado, pero no tenía intención de admitirlo ante nadie, y menos ante alguien que parecía tener el mundo a sus pies. ¿Qué iba a saber él sobre lo que se sentía cuando tus debilidades quedaban expuestas públicamente? Nada.
Y no tenía ninguna intención de ilustrarlo en ese sentido.
Su pasado era de ella y de nadie más. Más privado que una cuenta bancaria, bien oculta y segura tras un cortafuegos que no le permitía el acceso a nadie. Si hubiera una contraseña sería «Cagada». O probablemente «Gran cagada».
–Valentín no es el substituto ni de nada ni de nadie. Es mi perro favorito. Mi mejor amigo.
Su mirada colisionó con la de él y esa conexión fue como una fuerte sacudida.
Se había puesto nerviosa y no podía recordar cuándo había sido la última vez que le había pasado eso. Eran sus ojos. Apostaría lo que fuera a que esos pícaros ojos habían animado a más de unas cuantas mujeres a abandonar la prudencia. Probablemente llevaba una etiqueta por algún lado que decía: «Manipular con cuidado».
Intentó ignorar cómo se sentía, pero su corazón tenía otra idea.
«Oh, no, Molly. No, no, no». Su bandeja de entrada estaba llena de preguntas de mujeres esperando a saber cómo tratar a los hombres como él, y aunque podía ser excelente dando consejos, su experiencia no pasaba de ahí.
Como si estuviera sintiendo que era el tema de conversación, Valentín sacudió la cola.
Lo había encontrado abandonado cuando era un cachorro.
Aún recordaba su expresión. Tenía algo de sorpresa y mucho dolor, como si no pudiera llegar a creer que alguien de verdad hubiera decidido tirarlo a la cuneta en lugar de quedárselo. Como si ese acto le hubiera hecho cuestionarse todo lo que siempre había creído sobre sí mismo.
Ella conocía ese sentimiento.
Se habían encontrado, dos almas perdidas que se habían unido al instante.
–Le puse Valentín porque tiene el hocico con forma de corazón –y ese era el único detalle que estaba dispuesta a compartir. Era hora de marcharse. Antes de que dijera o hiciera algo que la llevara por un terreno que no tenía ninguna intención de pisar–. Que disfrutes de la carrera.
–Espera… –él alargó una mano para detenerla–. No es la primera vez que te veo. ¿Vives cerca de aquí?
Saber que la había estado observando a la vez que ella lo había estado observando a él hizo que se le volviera a acelerar el pulso.
–Bastante cerca.
–Entonces volveré a verte. Soy Daniel.
Alargó la mano y Molly se la estrechó al mismo tiempo que su cuerpo ignoraba las advertencias de su cerebro. Sintió los dedos de él cerrándose alrededor de los suyos y ejerciendo una firme presión. Imaginó que sabría muy bien qué hacer con esas manos e imaginar eso la dejó sin aliento y le impidió pensar con claridad.
Le estaba costando centrarse y, mientras tanto, él la estaba mirando expectante, esperando.
–Vamos a intentarlo otra vez –murmuró–. Soy Daniel y tú eres…
Su nombre. Estaba esperando a que le dijera su nombre. Y a juzgar por su mirada de diversión, sabía exactamente por qué se había quedado bloqueada.
–Molly –todavía había días en los que se le hacía raro usar ese nombre, lo cual no tenía sentido porque «Molly» era su nombre. O uno de ellos. El hecho de que hubiera empezado a usarlo únicamente desde que se había trasladado a Nueva York no debería importar.
No le dijo más, pero supo que él lo había almacenado en su memoria y que lo recordaría. Sintió que no era un hombre al que se le olvidaran las cosas. Era inteligente. Pero aunque descubriera su apellido o buscara información sobre ella, no encontraría nada. Ella ya se había asegurado de eso.
–Ven a tomar un café conmigo, Molly –le soltó la mano–. Conozco un lugar genial cerca de aquí que hace el mejor café de todo el Upper East Side.
Fue algo a medio camino entre una invitación y una orden. Inteligente y suave. Una propuesta de un hombre que no conocía el significado de la palabra «rechazo».
Pero estaba a punto de conocerlo porque bajo ningún concepto iría con él a tomar ni un café ni ninguna otra cosa.
–Gracias, pero tengo que ir a trabajar. Que disfrutéis de la carrera Brutus y tú.
No le dio oportunidad de contestar ni ella se dio oportunidad de dudar de su decisión. Salió corriendo. Corrió entre el aroma de las flores y zonas moteadas de sol, con Valentín a su lado y la tentación mordisqueándole los talones. No giró la cabeza a pesar de que el cuello le dolió por no hacerlo y del gran reto que supuso para su fuerza de voluntad. ¿La estaba mirando? ¿Se habría enfadado porque lo había rechazado?
Solo cuando hubo cubierto lo que consideraba una distancia de seguridad, aminoró el paso. Estaban cerca de una de las muchas fuentes para perros y se detuvo para tomar aliento y dejar que Valentín, sediento, bebiera.
«Ven a tomar un café conmigo…».
¿Y después qué?
Y después nada.
En lo que concernía a las relaciones, se le daba genial la teoría pero muy mal la práctica. Y era de dominio público hasta qué punto se le daba mal. Primero llegaba el amor. Después llegaba el dolor.
«Eres experta en relaciones pero una negada para las relaciones. ¿Sabes que eso es un disparate?».
Oh, sí. Lo sabía. Y también lo sabían unos cuantos millones de desconocidos. Esa era la razón por la que últimamente se limitaba a la teoría.
Y en lo que respectaba a Daniel, el zalamero abogado, calculaba que tardaría unos cinco minutos en olvidarse de ella por completo.
No podía sacársela de la cabeza.
Furioso y algo intrigado por lo novedoso de esa sensación, Daniel pulsó el botón del interfono y Harriet abrió la puerta.
Olía a café recién hecho y a algo delicioso cocinándose en el horno.
–¿Qué tal la carrera?
Su hermana tenía un chihuahua diminuto bajo el brazo y Daniel agarró a Brutus por el collar para interceptar el exaltado subidón de energía que estuvo a punto de lanzar al perro al otro lado de la puerta.
–¿En serio vas a dejar a estos dos juntos? Brutus se lo comería de un bocado.
Harriet parecía confusa.
–¿Quién es Brutus?
–Este es Brutus.
Daniel le quitó la correa y el pastor alemán, que entró en el apartamento dando brincos, golpeó con el rabo una de las plantas de Harriet y llenó el suelo de arena y flores.
Harriet dejó al diminuto perro en el suelo y recogió los restos de su planta sin protestar.
–Ese perro se llama Volantes y es demasiado grande para este apartamento.
–Me niego a plantarme en mitad de Central Park y llamar a Volantes, así que le he cambiado el nombre. ¿Huele a café?
–No puedes cambiarle el nombre a un perro.
–Puedes, si alguien ha sido tan estúpido de llamarlo «Volantes» –Daniel entró en la luminosa cocina y se sirvió un café–. ¿Qué clase de nombre es ese para un perro tan grande y tan machote? Le causará una crisis de identidad.
–Es el nombre que le pusieron –dijo Harriet con tono paciente–. Es el nombre que conoce y por el que responde.
–Es un nombre que lo avergüenza. Le he hecho un favor –dio un sorbo de café y miró el reloj. Siempre estaba muy ocupado y últimamente le faltaba tiempo, debido en parte a lo mucho que se prolongaban sus carreras matutinas.
–Vienes más tarde de lo habitual. ¿Ha pasado algo? ¿Por fin te ha hablado? –Harriet tiró a la basura los fragmentos del macetero y con cuidado levantó lo que quedaba de la planta.
Daniel sabía que, en cuanto se marchara, su hermana volvería a plantarla y le daría toda la atención que necesitara para una total recuperación.
–Sí, hemos hablado –eso, contando con que las pocas palabras que habían intercambiado pudieran considerarse como «hablar».
Él le había hecho algunas preguntas y ella había respondido, pero sus respuestas habían sido breves y aparentemente diseñadas para no ofrecerle ningún tipo de estímulo. Le había dejado claro que su perro le interesaba más que él, lo cual habría machacado los ánimos de un hombre con menos conocimientos que él sobre relaciones.
Aunque no había habido indicación verbal de que estuviera interesada, sí que había habido pistas no verbales.
Durante un fugaz segundo, justo antes de que Molly hubiera alzado sus barreras, había visto interés en ella.
Se preguntaba quién sería el responsable de que existieran esas barreras. Un hombre, probablemente. Una relación que había salido mal. Veía muchos ejemplos en su jornada laboral. Gente que tenía aventuras, que se distanciaba, o que simplemente se desenamoraba. El amor era una caja de bombones de corazones rotos y desastres. ¿Qué sabor prefieres?
–¿Ha hablado contigo? –a Harry se le iluminó la cara–. ¿Qué te ha dicho?
«Muy poco».
–Vamos a ir despacio.
–En otras palabras, no le interesas –dijo Fliss al entrar en la cocina. Llevaba pantalones de yoga, una sudadera y unas zapatillas de correr negras con un destello morado neón. Agarró las llaves de la encimera–. Está claro que es una mujer con sentido común. O eso, o estás perdiendo facultades. ¿Significa esto que mañana no vas a sacar a pasear a Volantes?
–No estoy perdiendo facultades y, sí, sacaré a pasear a Brutus. Y, por cierto, tiene algunos problemas de comportamiento, en especial en lo que respecta a no venir cuando lo llamo.
–Eso debe de ser toda una experiencia nueva para ti.
–Muy graciosa. ¿Algún consejo?
–No tengo ningún consejo que ofrecer sobre relaciones excepto, tal vez, que no lo hagas.
–Me refería al perro.
–Ah. Bueno, podrías empezar por llamarlo por un nombre que de verdad reconozca –Fliss fue hacia la puerta–. Y si tiene problemas de comportamiento, entonces al menos es una cosa que los dos tenéis en común.
Querida Aggie, si en el mar hay muchos peces, ¿por qué mi red siempre está vacía?
Molly entró en su apartamento, dejó las llaves en el cuenco junto a la puerta y fue directa a la ducha.
Diez minutos más tarde estaba de nuevo frente al ordenador. Valentín estaba acurrucado en un cesto bajo el escritorio con la cabeza apoyada sobre las patas.
La luz del sol se colaba por las ventanas reflejándose sobre el suelo de roble pulido e iluminando la alfombra tejida a mano que había comprado en un estudio de diseño textil que había descubierto durante una visita a Union Square. En una esquina de la habitación había una gran jirafa de madera que su padre le había enviado desde África durante un viaje. Nadie que viera sus rebosantes estanterías habría podido averiguar mucho de su carácter. Biografías y clásicos se apiñaban contra novelas de ciencia ficción y románticas. También en la estantería había algunos ejemplares de su primer libro, Compañero de por vida. Herramientas para conocer a tu compañero de vida perfecto.
«Haz lo que te digo, no hagas lo que hago yo», pensó. Se lo había dedicado a su padre, pero probablemente debería habérselo dedicado a Rupert. «Para Rupert, sin el cual este libro nunca se habría escrito».
Pero hacerlo habría supuesto arriesgarse a exponerse y no tenía ninguna intención de dejar que nadie descubriera a la auténtica persona que se ocultaba detrás de «la doctora Aggie».
No. Su padre había sido la opción más segura. Así pudo asegurarse de que todo lo que había construido se mantenía en pie y pudo apartar el episodio Rupert, como su padre lo llamaba, y meterlo en una caja de metal etiquetada como «Experiencia de vida».
Al mudarse a Nueva York había compartido una habitación en un lúgubre edificio sin ascensor a las afueras de Brooklyn con tres mujeres adictas a jugar al beer pong y a fiestas que duraban toda la noche. Después de seis meses de subir y bajar jadeando ciento noventa y dos escalones, que había contado uno a uno, y de ir en metro hasta Manhattan, Molly había invertido sus últimos ahorros en un pequeño apartamento de un dormitorio en la segunda planta de un edificio a unas manzanas de Central Park. Se había enamorado del apartamento a primera vista y también del edificio, con su alegre puerta verde y sus pasamanos de hierro.
También se había enamorado de sus vecinos. En la planta baja había una joven pareja con un bebé y encima de ellos estaba la señora Winchester, una viuda que llevaba sesenta años viviendo en el mismo apartamento. Tenía la costumbre de perder las llaves, así que ahora Molly le guardaba un juego en su casa. Justo encima de Molly estaban Gabe y Mark. Gabe trabajaba en publicidad y Mark era ilustrador de libros infantiles.
Los había conocido la primera noche que había pasado en su apartamento mientras intentaba arreglar el rebelde cerrojo de su puerta. Gabe lo había arreglado y Mark le había preparado la cena. Desde entonces eran amigos, y los nuevos amigos, tal como había descubierto, a veces eran más de fiar que los viejos.
Los amigos de la infancia la habían abandonado en tropel cuando su vida se había desmoronado; no habían querido hundirse en las letales arenas movedizas de su humillación. Al principio había recibido algunas llamadas de apoyo, pero a medida que la situación había empeorado, el apoyo y la amistad se habían ido consumiendo hasta quedar en nada. Se habían comportado como si su deshonra fuera infecciosa; como si, por estar a su lado, pudieran acabar contagiándose de lo mismo que tenía ella.
Y en cierto modo no los culpaba. Entendía el infierno que suponía tener periodistas acampados en tu casa y ver tu reputación hecha jirones por Internet. ¿Quién querría tener eso?
Mucha gente quería fama y fortuna, pero, al parecer, nadie quería ser tendencia en Twitter.
Todo eso había hecho que la decisión de marcharse de Londres le resultara más fácil. Había empezado una vida nueva con un nombre nuevo. Ahí, en Nueva York, había conocido a gente nueva. Gente que no sabía nada. Los vecinos de su bloque de apartamentos eran maravillosos y también lo era el Upper East Side. Entre la amplia red de calles y avenidas arboladas, había descubierto un vecindario plagado de historia y tradición de Nueva York. Le encantaba todo, desde los ornamentados edificios de cooperativas previos a la guerra y las casas adosadas de ladrillo rojo hasta las clásicas mansiones que recorrían la Quinta Avenida. Lo sentía como su hogar y tenía sus lugares favoritos. Cuando no le apetecía cocinar, salía y se compraba unos panini