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ván Ilich es un funcionario de la administración zarista cuya principal aspiración, como la de sus colegas, es escalar peldaños en su carrera para mantener su bienestar y así seguir formando parte del mundo burgués en el que ha vivido siempre. Casado por conveniencia, al poco tiempo descubre el hastío que le produce la familia y centra su vida en el trabajo. Una monótona existencia que cambia repentinamente con la llegada de un importante personaje a su vida... Publicada en 1886, La muerte de Iván Ilich es una de las obras maestras del escritor ruso Lev Tolstói. Aclamada por Vladimir Nabokov y por Mahatma Gandhi como la mejor de toda la literatura rusa, es una de sus últimas novelas, fruto de la crisis que el autor vivió al cumplir los 50 años y que superaría con un radical cambio espiritual. Esta novela, ilustrada por Agustín Comotto y con una nueva y excelente traducción de Víctor Gallego, formula preguntas fundamentales que se han hecho todos los seres humanos a lo largo de la Historia. "La muerte de Iván Ilich es la obra más artística, la más perfecta y la más refinada de Tolstói" Vladimir Nabokov
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Seitenzahl: 123
Veröffentlichungsjahr: 2013
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LA MUERTE DE IVÁN ILICH
Lev Tolstói
Ilustraciones de Agustín Comotto
Título original: Smert Ivana Ilicha
© de las ilustraciones: Agustín Comotto
© de la traducción: Víctor Gallego
Edición en ebook: junio de 2013
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN DIGITAL: 978-84-15717-50-8
Corrección ortotipográfica: Ana Patrón y Susana Rodríguez
Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico
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Contenido
Portadilla
Créditos
Ilustración
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
Lev Tolstói
(Yasnaia Poliana, 1828 - Astapovo, 1910)
Novelista ruso, profundo pensador social y moral, y uno de los más eminentes autores de narrativa realista de todos los tiempos.
Después de un breve y poco afortunado intento por mejorar las condiciones de vida de los siervos de sus tierras, se entregó a la disipada vida de la alta sociedad aristocrática moscovita. En 1851 decidió incorporarse al ejército. En el Cáucaso entró en contacto con los cosacos, que influyeron mucho en sus novelas cortas.
Tolstói regresó a San Petersburgo en 1856, y se sintió atraído por la educación de los campesinos. Abrió en Yasnaia Poliana una escuela para niños campesinos en la que aplicó sus métodos educativos, que anticipaban la educación progresista moderna. En 1862, se casó con Sonia Andréievna Bers, miembro de una culta familia de Moscú. Durante los siguientes quince años formó una extensa familia, administró con éxito sus propiedades y escribió sus dos novelas principales, Guerra y Paz (1869) y Ana Karenina (1877).
Agustín Comotto
(Buenos Aires, 1968)
Aprendió a dibujar cómics de la mano de Alberto Breccia y Leopoldo Durañona, publicando para diversos medios en Argentina y en Estados Unidos. Desde los 90 se dedica exclusivamente al campo de la ilustración como ilustrador y autor. Tiene libros publicados en México, Venezuela, Argentina, España, Corea e Italia. En el 2000 recibe el premio «A la orilla del Viento» de la editorial Fondo de Cultura Económica y en el 2001 la mención White Raven por el álbum Siete millones de Escarabajos del cual es autor e ilustrador. Desde el año 1999 vive en Corbera de Llobregat, pueblo cerca de Barcelona.
I
En el gran edificio del Palacio de Justicia, durante un receso de la vista del proceso Melvinski, los magistrados y el fiscal se reunieron en el despacho de Iván Yegórovich Shébek y se pusieron a comentar el célebre caso Krasovski. Fiódor Vasílievich defendía acaloradamente que la sala no era competente para juzgarlo, Iván Yegórovich insistía en su punto de vista, mientras Piotr Ivánovich, que desde un principio se había desentendido de la discusión, hojeaba La Gaceta, que acababan de entregarles.
—¡Señores! —dijo—. ¡Iván Ilich ha muerto!
—No es posible.
—Mire, léalo usted mismo —replicó a Fiódor Ivánovich, entregándole el ejemplar recién impreso, que aún olía a tinta fresca.
En un recuadro orlado de negro estaba escrito: «Praskovia Fiódorovna Goloviná comunica con profundo pesar a parientes y amigos el deceso de su amado consorte Iván Ilich Golovín, miembro del Tribunal de Apelación, acaecido el 4 de febrero de 1882. Los funerales se celebrarán el viernes, a la una de la tarde».
Iván Ilich era colega de los señores allí reunidos, y todos lo tenían en alta estima. Hacía ya varias semanas que estaba enfermo, según decían de una afección incurable. Su plaza aún no estaba vacante, pero corría el rumor de que, en caso de que falleciera, Alekséiev podría ocupar su puesto, mientras a este lo sustituiría Vínnikov o Shtábel. En suma, al enterarse de la muerte de Iván Ilich, el primer pensamiento de cada uno de los presentes fue calibrar en qué medida ese deceso podía favorecer su propio traslado o promoción o el de alguno de sus conocidos.
«Lo más probable es que me ofrezcan la plaza de Shtábel o Vínnikov —pensaba Fiódor Vasílievich—. Hace tiempo que me lo han prometido. Una promoción así supondría un aumento de ochocientos rublos, sin contar las dietas.»
«Es el momento de solicitar el traslado de mi cuñado de Kaluga —pensó Piotr Ivánovich—. Mi mujer se alegrará mucho. Ya no podrá decirme que nunca hago nada por sus parientes.»
—Ya me figuraba yo que no volvería a levantarse de la cama —dijo Piotr Ivánovich en voz alta—. Qué pena.
—Pero ¿qué es lo que tenía exactamente?
—Los médicos no han sido capaces de determinarlo. Quiero decir que ofrecieron diagnósticos diferentes. Cuando lo vi por última vez, tuve la impresión de que se estaba restableciendo.
—Pues yo no he ido por su casa desde las fiestas. Siempre lo dejaba para el día siguiente.
—¿Y qué, tenía bienes?
—Creo que su mujer disponía de algún dinero, pero no mucho.
—Pues habrá que pasar por allí. Y viven lejísimos.
—Será de donde vive usted. Pero de su casa todo queda lejos.
—Por lo visto no puede perdonarme que viva al otro lado del río —exclamó Piotr Ivánovich con una sonrisa, dirigiéndose a Shébek.
Charlaron un rato sobre las grandes distancias que había que atravesar para ir de un lado a otro de la ciudad y después volvieron a la sala.
Más allá de los barruntos sobre los traslados y posibles promociones que de esa muerte podrían derivarse, el deceso de un conocido cercano no suscitó en ninguno de ellos, como suele ser el caso, más que un sentimiento de alegría, pues había sido otro quien había pasado a mejor vida.
«Es él quien ha muerto, no yo», pensaron o sintieron todos. En cuanto a los conocidos íntimos, los que se decían amigos de Iván Ilich, no pudieron por menos de considerar que estaban obligados a cumplir con los enojosos deberes que les imponía el decoro, como asistir a los funerales o visitar a la viuda para expresarle sus condolencias.
Los amigos más íntimos del finado eran Fiódor Vasílievich y Piotr Ivánovich. Este último había sido su compañero de estudios en la Escuela de Jurisprudencia y se sentía especialmente implicado.
Tras comunicar a su mujer, en el transcurso de la comida, la noticia de la muerte de Iván Ilich y sus cábalas sobre el posible traslado del cuñado a su propio distrito, Piotr Ivánovich, sin echar siquiera una cabezadita, se puso el frac y se dirigió en coche a casa de la viuda.
Delante de la puerta principal del edificio se habían detenido un coche particular y dos de punto. Abajo, en la antecámara, a un lado del perchero, apoyada en la pared, se alzaba la tapa del ataúd, revestida de brocado, con sus borlas y su galón lustrado con unos polvillos. Dos señoras vestidas de negro se estaban quitando los abrigos de pieles. A una de ellas la conocía: era la hermana de Iván Ilich; a la otra no la había visto nunca. Un colega de Piotr Ivánovich llamado Schwartz bajaba del piso de arriba; al reparar en el recién llegado, ya en el peldaño superior, se detuvo y le guiñó el ojo, como diciéndole: «Menuda la que ha armado Iván Ilich; menos mal que nosotros no somos así».
El rostro de Schwartz, con patillas a la inglesa, así como su enjuta figura, enfundada en el frac, irradiaba, como de costumbre, una elegancia solemne, que tan poco cuadraba con su carácter liviano, y que en las presentes circunstancias destacaba de una manera especial, o así se lo pareció a Piotr Ivánovich.
El recién llegado dejó pasar a las señoras y subió tras ellas muy despacio. Schwartz, en lugar de seguir bajando, se quedó donde estaba. Piotr Ivánovich entendió la razón: sin duda quería ponerse de acuerdo con él sobre el lugar donde iban a organizar la partida de whist esa tarde. Una vez arriba, las señoras se dirigieron a la habitación de la viuda, mientras Schwartz, con los labios bien prietos, ademán serio y mirada jovial, alzó las cejas para indicar a Piotr Ivánovich la habitación de la derecha, donde yacía el cadáver.
Como suele suceder en tales casos, Piotr Ivánovich entró sin saber muy bien lo que debía hacer allí dentro. Lo único de lo que estaba seguro era de que en esas situaciones nunca está de más persignarse. En cambio, albergaba dudas sobre si, al hacerlo, debía inclinarse también, así que tomó el camino de en medio: nada más poner el pie en el aposento, se puso a hacer la señal de la cruz y esbozó apenas una reverencia. Al mismo tiempo, en la medida en que se lo permitieron los movimientos del brazo y de la cabeza, echó una ojeada a la habitación. Dos jóvenes —al parecer sobrinos del difunto, uno de ellos estudiante de bachillerato— se dirigían a la puerta sin dejar de persignarse. Una señora con las cejas arqueadas de un modo extraño se inclinaba sobre una viejecita que estaba allí de pie, sin moverse, y le susurraba algo al oído. Un sacristán con levita, de aire resuelto y enérgico, leía en voz alta con una expresión que no admitía réplica. Guerásim, el mozo de comedor, pasó por delante de Piotr Ivánovich con pasos ligeros, esparciendo alguna cosa por el suelo. Nada más verlo, Piotr Ivánovich percibió un insinuante olor a cadáver en descomposición. En su última visita a Iván Ilich, Piotr Ivánovich había visto a ese criado en el despacho, pues hacía también las veces de enfermero e Iván Ilich sentía por él una estima especial. Piotr Ivánovich seguía persignándose, inclinándose ligeramente hacia un punto intermedio entre el ataúd, el sacristán y los iconos situados en la mesa del rincón. Luego, cuando le pareció que ya había hecho suficientes veces la señal de la cruz, se detuvo y se puso a observar al difunto, que yacía como todos los muertos, con una especial pesadez, los rígidos miembros hundidos en el acolchado del ataúd, con la cabeza reclinada para siempre sobre el cojín, destacando, como pasa siempre con los cadáveres, la frente amarillenta, como de cera, con las sienes hundidas cubiertas de ralos mechones y la nariz prominente, que parecía presionar el labio superior. Había cambiado mucho, estaba aún más delgado que la última vez que Piotr Ivánovich lo había visto, aunque, como pasa con todos los muertos, el rostro era más hermoso y, sobre todo, más expresivo que de vivo. Era como si dijera que había hecho lo que tenía que hacer, y además de una manera correcta. También podía leerse un reproche o una advertencia a los vivos. Esta última le pareció a Piotr Ivánovich fuera de lugar, al menos él no se sintió aludido. Empezaba a sentirse incómodo, así que se santiguó una vez más con premura —tuvo la impresión de que con demasiada premura, para lo que dictaban las conveniencias—, se dio media vuelta y se encaminó a la puerta. Schwartz le esperaba en la habitación contigua: tenía las piernas muy separadas y jugueteaba con el sombrero de copa, que sujetaba a la espalda con ambas manos. Bastó una mirada a la figura jovial, pulcra y elegante de Schwartz para que Piotr Ivánovich recuperara el buen ánimo. Comprendió que Schwartz estaba por encima de tales sucesos, que no se abandonaba a impresiones deprimentes. Esto es lo que le decía su aspecto: «Los funerales de Iván Ilich en ningún caso son motivo suficiente para alterar el orden del día, es decir, nada conseguirá impedir que esta misma tarde oigamos cómo cruje el envoltorio de un mazo de cartas al abrirse, mientras un criado dispone cuatro velas nuevas; en general, no hay motivo para suponer que este incidente se vaya a interponer en nuestro propósito de pasar la velada de un modo agradable». Y así se lo susurró cuando Piotr Ivánovich pasó a su lado, proponiéndole que se reunieran en casa de Fiódor Vasílievich para echar la partida. Pero, por lo visto, estaba escrito que Piotr Ivánovich no jugaría al whist esa tarde. Praskovia Fiódorovna, una mujer baja y gorda que, a pesar de sus esfuerzos por lograr el efecto contrario, se iba ensanchando desde los hombros hacia abajo, vestida de luto riguroso, la cabeza cubierta con un velo de encaje y las cejas levantadas de un modo tan extraño como la señora que estaba delante del ataúd, salió de sus aposentos en compañía de otras señoras, las guio hasta la puerta de la estancia donde yacía el cadáver, y dijo:
—El oficio va a empezar de un momento a otro. Hagan el favor de pasar.
Schwartz, después de ensayar una tímida reverencia, se detuvo: era evidente que no acababa de decidir si aceptar o rechazar la proposición. Praskovia Fiódorovna, al reconocer a Piotr Ivánovich, suspiró, se acercó a él, le cogió de la mano y dijo:
—Sé que era usted un verdadero amigo de Iván Ilich... —y se lo quedó mirando, esperando una reacción que estuviera en consonancia con tales palabras.
Lo mismo que antes Piotr Ivánovich había juzgado necesario persignarse, ahora sabía que debía estrechar la mano de esa mujer, emitir un suspiro y exclamar: «No le quepa duda». Y eso es lo que hizo. Entonces se dio cuenta de que había logrado el resultado apetecido: ambos se habían conmovido.
—Vámonos antes de que empiece. Tengo que hablar con usted —añadió la viuda—. Deme el brazo.
Piotr Ivánovich hizo lo que le decían, y los dos se encaminaron a las habitaciones interiores, pasando al lado de Schwartz, que guiñó un ojo a su amigo con aire compungido: «¡Adiós partida! No se lo tome a mal si reclutamos a otro compañero de juego. Una vez quede usted libre, jugaremos los cinco», trató de comunicarle con una jocosa mirada.
